Manresa, otoño de 1431
No era, ni de lejos, la primera vez que Agnès Girabent subía aquella suave montaña, conocida por todos como el Collbaix, que presidía Manresa. Lo había hecho con anterioridad para recoger la leña que haría más soportable el invierno y también en busca de bayas y raíces que ayudarían a aliviar el dolor de muelas o a tratar las inflamaciones. Sin embargo, esta vez era diferente. Ella era diferente.
A lo lejos resonaban los golpes secos de un hacha y, aunque los notaba más distantes a cada paso, acompañaron su caminar. Aquellos sonidos rítmicos marcaban el nombre de su amado, breves y concisos. Luego se hizo el silencio, tal vez el leñador había acabado su trabajo o solo era que Agnès ya no lo tenía a su alcance. Únicamente quedó el susurro de las hojas mecidas por el viento y, muy de tanto en tanto, el canto de algún pájaro.
Era justo al rayar el día y la claridad jugaba a dibujar sombras a las que ella ponía nombre. De repente los perfiles adquirían relieve cual si despertaran de un dulce letargo, y mientras la luz se extendía por la solana, Agnès la recibía con los párpados cerrados. Más tarde volvería a sus obligaciones, al bullicio de la calle y al hedor a muerte, pero necesitaba pasear su melancolía, mirar más allá, abandonarse a los recuerdos sin tener que prostituir el gesto.
No pudo por menos que pensar también en el pastor de Camprodon. ¿Qué habría sido de él? ¡Pobre loco! Aunque quizá fuera más feliz que los que se hacían pasar por juiciosos. Tal vez era uno de los pocos hombres que conocía que habían sido capaces de hacer lo que de verdad querían con la suficiente fortaleza para plantar cara a las consecuencias. ¡Cuántas despedidas! Cómo añoraba echar raíces en algún sitio, ella que siempre había dicho que no pertenecía a parte alguna, acurrucarse al amparo de un afecto sincero y correspondido, ¡entregarse sin pesadumbre al amor!
Agnès exhaló todo el aire que le oprimía el pecho y se sentó en una roca desde la que podía ver el río Cardener al este, rodeado de carrascales y pastos y los bloques gigantes del conglomerado de la cumbre. Paseó la mirada en derredor morosamente y descubrió entre la rocalla un narciso de flor blanca que las mujeres del pueblo conocían como «nadalet», «pequeña Navidad». No obstante, la joven estaba convencida de que florecía en primavera. ¿Qué hacía, pues, en aquel rincón?
—¡Sé que me lo has traído tú, amado mío! —dijo con una sonrisa luminosa.
Acto seguido, como si aquella señal le hubiera insuflado fuerzas, bajó de la montaña a paso vivo.
Al verla entrar por la puerta, Floreta Sanoga la miró de reojo.
—Hoy has madrugado mucho. ¿Acaso te traes algo entre manos? —preguntó la mujer con gesto travieso, que se adivinaba entre los pliegues de piel que le surcaban el rostro.
—Me apetecía caminar —respondió Agnès mientras, tras arremangarse, vertía agua en una palangana; a aquella hora siempre lavaba a su maestra.
—Eso no corre prisa. ¿Por qué no te sientas? Anda, Clara, hazme un poco de compañía —insistió la doctora dulcificando la voz, con un gesto que a Agnès le recordó a Brigita; no era de extrañar, ya que la chiquilla también venía a verla todos los días.
Agnès se sintió turbada. Era cierto que no perdía el tiempo, que su eficiencia estaba fuera de toda sospecha y que aprendía rápido, pero dejarse ver… Eso era harina de otro costal. La joven abandonó los utensilios que tenía en las manos y se volvió muy poco a poco, como si el encuentro con los ojos de Floreta constituyese la prueba más dura de superar. Se sentía desnuda, sin defensas, y de ese modo la recibió la sabia doctora, acogiendo su desconcierto.
—Yo también fui joven, aunque te cueste creerlo… —dijo Floreta cogiendo las manos que Agnès mantenía cruzadas sobre el pecho—. Trabajamos con todo lo que el cuerpo nos muestra, aprendemos a darle significado y tratamos de poner remedio al dolor. Pero para curar tu mal me siento impotente, querida Clara.
Fueron inútiles los esfuerzos de Agnès por atajar la sangre que le enrojecía el rostro. Hacía mucho tiempo que no se sentía así; era absurdo negar la evidencia y sus ojos brillantes se permitieron descansar en el territorio acogedor que le ofrecía Floreta Sanoga.
—Esa estrella de niebla que con frecuencia enturbia tu mirada hoy parece más clara. ¿O acaso me equivoco?
—Es cosa de familia —respondió Agnès parpadeando.
—¿El color de los ojos o quizás ese velo tras el que ocultar la tristeza y quién sabe si también la alegría?
Agnès no respondió. Y fue entonces cuando Floreta le contó su historia, tal vez porque intentaba construir puentes o derribar muros…
—Soy judía, como sabes. Mi pueblo ha vivido muchos años en la penumbra. Mi abuelo huyó de Tàrrega siendo apenas un crío. Corría el año 1348 y una gran epidemia de peste se llevaba a familias enteras; la enfermedad era imparable y todo el mundo salía a la calle implorando la clemencia de un Dios que los castigaba sin piedad. Necesitaban a un culpable sobre quien desatar su cólera, y nuestro pueblo fue la víctima propiciatoria.
—Pero ¿cuáles fueron los motivos? ¿Por qué vosotros?
—Hicieron correr el rumor de que habíamos envenenado los pozos y no sé cuántas barbaridades más. Fue como si una chispa cayera sobre un campo de rastrojos. La gente enloqueció y los gritos resonaron por muchas ciudades hasta ensordecer el repique de las campanas. Entraron en la judería en estampida, como lobos hambrientos, y tras reventar las puertas con hachas y pedradas, pasaron a cuchillo o por la espada a cuantos encontraron. No dejaron piedra sobre piedra tras arrojar a la hoguera todos los libros, profanar los objetos sagrados y borrar cualquier rastro de nuestras costumbres.
Agnès intentaba imaginar aquel escenario dantesco y, a medida que Floreta avanzaba en el relato de los hechos, a la joven le costaba más tragar saliva.
—No volvió a hablar nunca más…
—¿Vuestro abuelo? —preguntó la joven con un hilo de voz.
—Sí. Nadie pudo hacer nada por él. Tenía cinco años y delante de él atravesaron a su hermana y a su madre, que estaba amamantando a la pequeña, con la misma lanza… Se escondió bajo un tendal, petrificado. Dos días después alguien lo encontró en la misma postura, deshidratado y cubierto con la suciedad de sus propios excrementos. Enterraron los cuerpos de la madre y la hija al lado de todos los demás. ¡Eran centenares!
—¿Por qué me contáis todo eso?
—A mi abuelo se le quedó dentro el dolor, el horror y una marca de tristeza que ni siquiera cuando sonreía, muchos años más tarde, se borraba de su rostro. Ya sé que no es lo mismo, hija. Pero confía. Confía en esta vieja que no quiere otra cosa que ayudarte.
—He oído decir que hace solo un par de meses han vuelto a estallar disturbios en la judería de Córdoba, y aseguran que también en Sevilla y Úbeda. Según parece, los judíos abandonan sus casas y ya ha habido algunos muertos… ¿Y si vos os encontráis en peligro? Podrían llegar hasta aquí, volverse locos como en otros lugares… ¿Cómo me las arreglaría para protegeros?
—¡No estamos hablando de mí, Clara!
Había llegado el momento de mirar en su interior, de arriesgarse y confiar. ¡No! No era que temiera la reacción de Floreta, tenía miedo de sí misma, sabía muy bien que al oír sus propias palabras se enfrentaría a una realidad que intentaba disfrazar por todos los medios.
Las dos mujeres pasaron lago rato conversando. Floreta le contó cómo fue llamada para servir a la reina Sibila de Fortià y, contando con su favor, la dispensaron de llevar la redondela. Cuando Joan Calloç, el tesorero real, le entregó los ciento cincuenta florines de oro de Aragón en pago de sus servicios, ¡se sintió tan orgullosa!
También relató emocionada cómo años más tarde, en Barcelona, el rey Pedro le había concedido licencia para ejercer la medicina. Sin embargo, no todo el monte fue orégano en la vida de la doctora; la pérdida de su esposo, Josef, médico como ella, supuso un golpe muy duro.
Agnès le confió su secreto, lo hizo medio avergonzada, sin encontrar las palabras apropiadas.
La anciana doctora permaneció en silencio unos instantes, pero poco a poco una ancha sonrisa, que también le iluminaba los ojos, medio ocultos ya bajo unos párpados hinchados y lastrados por el peso de los años, se dibujó en sus labios. La joven jamás olvidaría aquellas palabras, tal vez porque eran justo lo que necesitaba…
—Nunca te arrepientas de amar, Agnès.
Se volvió unos instantes hacia la ventana, como si quisiera recuperar a través de la luz todo lo que el tiempo le había arrebatado. Sin embargo, aún no había acabado, aún se guardaba la última frase, la que más recordaría aquella mujer que se hacía llamar Clara…
—¡Qué nombre tan bonito, Agnès!
No muy lejos de la calle del Balç se encontraba el portal de Coll Cardener y junto a él la torre Vescomtal. A veces Agnès se detenía allí para admirar su sobria planta y soñaba que tenía suficiente dinero para rehacer la casona anexa, que se encontraba muy deteriorada.
—Habría suficiente espacio para atender a los enfermos, los pobres y la gente de paso, y también dispondríamos de un sitio amplio donde podrían jugar los niños sin estar en contacto con los perros sarnosos —dijo en voz alta mientras contorneaba el edificio.
No obstante, al levantar la vista y tomar conciencia de la realidad, se encogió de hombros. Su pierna, la que había quedado tan lastimada tras el asalto de los bandidos, volvía a tener razón. Se acercaba una fuerte tormenta y, en un visto y no visto, el cielo contra el que se recortaba la torre se cubrió de densos y amenazadores nubarrones. Alguien dijo que había que tocar las campanas y una mujer salió a buscar a los chiquillos que jugaban en la plaza con unas piedras.
Hacía rato que los truenos se dejaban oír, pero previamente la luz de los relámpagos iluminaba por unos instantes los portales más oscuros. Sin que tuviera tiempo de ponerse a cubierto, las primeras gotas la golpearon con furia, y a estas siguieron muchas más, hasta convertir las calles empedradas en arroyos, y las de tierra en lodazales.
Agnès se arremangó la falda y siguió caminando. Sufría por Floreta, pero quizá lo que más la inquietaba era pensar si el techo del hospital resistiría el embate del agua.
Pese a ello, se acercó a la calle del Balç y Kosza le abrió la puerta al primer toque. El judío adivinó los motivos de sus prisas y, sin cruzar palabra alguna, dejó que se dirigiera sola a la estancia superior, donde Floreta pasaba la mayor parte del tiempo. El tintineo de campanas del esconjuradero de la seo era ensordecedor.
—¡Pero, criatura, si estás empapada! —exclamó la doctora, que observaba los relámpagos sentada en la cama—. Pasa, pasa, y antes que nada quítate esa ropa mojada, que pillarás un buen resfriado.
Acurrucadas en la estancia había dos mujeres más. Una era más o menos de la edad de Agnès. No era la primera vez que acudía a la doctora para pedirle consejo, dado que su esposo quería repudiarla porque no era capaz de darle un heredero. La pobre muchacha había tenido cinco hijas, una detrás de otra, y los dos últimos partos por poco le habían costado la vida. La otra era una mujer tuerta de unos cuarenta años que había ido a buscar rabaniza blanca para combatir las lombrices que tenía en los intestinos. Era ella quien intentaba encender el fuego sin demasiada maña.
—Me ha pillado de improviso —dijo Agnès mientras se libraba del pañuelo que le cubría la cabeza—. Pero ¿a qué obedece ese toque de campanas? —añadió congelando el gesto de retorcer la blusa, empapada por la lluvia.
—No es lo que crees, no te preocupes —intentó tranquilizarla la doctora; sabía que ese tipo de manifestaciones le recordaban el horror que había vivido durante el terremoto.
—¡Tocan a rebato! —exclamó la mujer tuerta—. ¡Que Dios se apiade de nosotros!
Agnès miró a Floreta, pero esta no dijo nada. Entonces la mujer que había tomado la palabra le explicó que el cura de la seo haría una ceremonia para conjurar las tormentas, las terribles granizadas y los rayos.
—Pero ¿lo hace desde lo alto del campanario?
—¿Desde dónde ha de hacerlo, si no? Es allí, en lo más alto, donde se conjura el mal tiempo que podría hacernos perder las cosechas y traernos la hambruna y quién sabe qué otras desgracias.
Y así fue. Mientras en las casas se encendían velas a san Gauderico, muy invocado por los campesinos, o a santa Bárbara, el sacerdote, vestido con sobrepelliz y estola, alzaba la cruz y rociaba el lugar con agua bendita. Entonces se preparaba para pronunciar unas oraciones con el breviario en la mano izquierda y el hisopo en la derecha. Era él quien, en nombre de Dios, ordenaba a los espíritus inmundos que congregaban las tormentas que las dispersaran y las alejasen.
Acabado el ritual, las campanas volvían a tintinear, pues se les atribuía el poder de deshacer los nubarrones.
El primer sol sorprendió a las tres mujeres dormidas. Floreta se había levantado para taparlas con unas mantas y mantener el fuego encendido. Había sido una noche larga y penosa, y durante horas se habían afanado por retirar el agua mezclada con barro que entraba a chorros por debajo de la puerta de la planta baja.
—¡Tengo que irme! —exclamó Agnès con los ojos hinchados.
—Pero, mujer, ¡come algo! —repuso Floreta.
—¡He de ir al hospital! No quiero ni pensar que pueda haber pasado algo…
—¡No les servirás de nada si te pones enferma! Además, si hubiera ocurrido algo, ya lo sabríamos. Kosza tiene espías por toda la villa y ninguno de ellos haría ascos a la moneda que recibiría por una información semejante.
Agnès no dudaba de las palabras de la doctora, mas pese a todo se calzó y cogió maquinalmente un trozo de pan. Mientras cortaba el queso para acompañarlo, se oyeron unos golpes en la puerta.
—Es un mensajero. Dice que trae una nota para vos, Clara —dijo la más joven de las dos mujeres, que se había apresurado a abrir; sin duda el Judío aún dormía.
—¿Para mí? —preguntó Agnès extrañada y un tanto asustada, si bien no tardó en descartar que se tratase de algo sobre el hospital; Pere no le haría llegar ninguna nota, entre otras cosas porque no sabía escribir.
Olvidando la navaja sobre la mesa, la mujer que se hacía llamar Clara Farrés acudió con presteza. Por un momento temió que fueran malas noticias llegadas de Vic, el destino que acogía a su amante antes del próximo viaje. Pero en seguida se dijo que eso no era posible. Ella solo existía en su corazón, ¿quién iba a llevarle nuevas suyas? La sensación de no ser nada, de no ser nadie, para aquel hombre por quien lo habría dado todo, hizo que se sintiera vacía, extrañamente estéril. Un arranque de tristeza, como una bocanada agria, le vino a la boca.
La nota era breve, tan solo una línea firmada por la señora de Alemany, Nialó…
Mi esposo está muy grave. Ven con el mensajero.
Agnès corrió a recoger sus cosas. Guardó en un maletín algunos remedios. No obstante, cogía algunos y dejaba otros. No sabía cuál era la afección del señor Alemany y los nervios la hacían ir de un lado para otro de la estancia con las manos en la cabeza, pensando en voz alta lo que quizá podría serle útil y desestimándolo instantes después.
Cuando ya estaba a punto de partir, una sombra menuda iba tomando forma a medida que avanzaba zumbando por la calle en su dirección.
—¡Brigita! ¿Qué haces aquí? ¿Ocurre algo?
—¡Ha caído un rayo! Hay un hombre…
—Descansa un poco, no te entiendo —rogó Agnès al ver que la niña resoplaba.
Cuando se moderaron las pulsaciones de su corazón, Brigita le contó que había dos heridos y que su padre había caído intentando socorrer a un viejo que, en todo y por todo, quería poner a cubierto su ganado.
—Le duele mucho la pierna y no puede levantarse —murmuró mientras el llanto largo rato contenido le mojaba las mejillas.
—No puedo irme. Ahora no. Decid a vuestra señora que en cuanto me sea posible iré a Vic —hizo saber Agnès al mensajero tras unos instantes de incertidumbre sobre la decisión que debía tomar.
—¡Pero eso no es posible! ¡Me hará azotar si no vuelvo con vos! Me lo repitió treinta veces.
—Lo lamento de veras. Podéis quedaros y esperarme si así lo decidís, pero ahora debo ir al hospital. Por favor, dejadme pasar.
Agnès no emprendió el viaje hasta al cabo de dos días. Se sentía agotada, pero se alegró de que aquel hombre hubiera decidido esperarla. Hicieron juntos el camino hasta Vic, pero al llegar a la villa él desapareció.
La primera cara conocida que vio Agnès de Girabent apenas apearse de la mula fue la de Íncita. En aquel momento salía de casa de los señores de Alemany para cumplir algún encargo. Iba acompañada de otra sirvienta mucho más joven, casi una niña, de ojos despiertos y con una leve cojera. En cuanto vio aparecer a la mujer a la que su señora esperaba, la criada retrocedió y, refunfuñando algo al oído a la chiquilla, esperó a que la visita descabalgara, pero sin ofrecerse a ayudarla.
Agnès, contenta por el reencuentro, hizo amago de acercársele, pero Íncita le volvió la espalda.
—La señora os espera y me parece que ya lo ha hecho bastante —dijo con voz seca mientras con un gesto le indicaba que la siguiera.
La joven doctora, al ver tantas velas encendidas sobre aquellos muebles tan lujosos y el semblante grave con que la sirvienta avanzaba por el pasillo, temió que quizá llegaba demasiado tarde. Cuando por fin se encontró con Nialó, no se atrevió a decir la primera palabra. La señora de Alemany hacía muy mala cara; ni siquiera el pulcro vestido que adornaba su figura lograba contrarrestar las huellas con que el cansancio la había marcado.
—¡Déjanos! Tenemos que hablar a solas… —dijo a Íncita la dueña de la casa, cerrando la puerta sin darle la menor oportunidad de responder.
Cuando Nialó consideró que la criada estaba lo bastante lejos para no oír la conversación, endureció la mirada y apretó los dientes.
—¿Dónde está el desgraciado que envié a buscarte?
—No lo sé. Lo he perdido de vista apenas hemos entrado en Vic, había mucha gente en las murallas. Pero él no tiene ninguna culpa, hubo una tormenta y Pere se lastimó…
—Me importan un bledo las tormentas o ese Pere que tienes a tus órdenes. ¡Por mí como si el cielo entero os hubiera caído encima! Creía que podía confiar en ti, pero ya veo que las personas no cambian…
—Nialó… —la interrumpió la joven doctora.
—¡Agnès! Por el amor de Dios, ¿cómo te lo tengo que decir? ¡Soy Agnès de Girabent, señora de Alemany! ¿Ha quedado claro? ¡Y te aseguro que si muere mi esposo lo pagarás muy caro!
Tras la amenaza, la empujó al interior de la habitación donde el señor Alemany llevaba días postrado en el lecho. Una mujer dormitaba a su lado, pese a que la silla donde estaba sentada era pequeña y sin duda incómoda. Sin embargo, Nialó armaba demasiado barullo y, al darse cuenta de que ya no era la única persona alrededor del enfermo, se incorporó y miró a la recién llegada de arriba abajo.
—¡No pienso permitir que esta envenenadora le ponga las manos encima a mi hermano!
—Tranquilízate, Pelegrina. Yo sé que nadie más puede ayudarlo. Dejémosla hacer. Y ahora sal un rato; deberías descansar.
La mujer, enfurruñada, se quitó de encima la mano que la invitaba a abandonar su puesto, pese a todo de privilegio, y cruzó el umbral arrastrando los pies.
Por unos instantes, Agnès se quedó en la estancia en compañía de aquella chiquilla de mirada líquida que habían designado para ayudarla. Era posible verse gracias a los cirios que ardían en la estancia, pero la luz oscilaba y proyectaba sombras confusas en las paredes.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Agnès a la niña, que permanecía inmóvil a la espera de instrucciones.
—Llúcia.
—Muy bien, Llúcia. Ahora descorre las cortinas con el fin de que entre la luz del día y abre un poco la ventana para que podamos respirar. Seguro que no se ha abierto desde que el señor está en cama.
El enfermo gemía casi sin fuerzas y se llevaba las manos al vientre, donde parecía residir el dolor; de vez en cuando se lo abrazaba como si con la presión quisiera expulsar algo.
A través de la ventana entró la luz del día y el marido de Nialó se tapó los ojos y se quejó largo rato.
—Lamento si os incomoda la claridad, pero no puedo reconoceros a oscuras. Llúcia, coge esta tela y pónsela sobre los párpados, tal vez se sienta más cómodo.
La pequeña lo hizo con diligencia, pero cuando vio que Agnès se disponía a quitar la ropa al señor Alemany profirió una súbita exclamación como si hubiera visto al diablo.
—¿Qué pasa? ¿Te encuentras bien?
—¡No podéis hacer eso!
—¿Cómo quieres que intente poner remedio a su mal si no puedo observar sus síntomas?
—¡Pero os llevarán a la hoguera! Una mujer no puede…
—No hagas caso de todo lo que te digan. Una doctora puede ser tan buena como cualquier hombre, y un día no demasiado lejano podrá estudiar igual que lo hacen ellos, sin necesidad de permiso por parte del rey.
La chiquilla meneó la cabeza y, por la expresión de su rostro, cualquiera habría adivinado, sin equivocarse, lo que pensaba en aquel momento.
—No me he vuelto loca. Eso es lo que algunos pretenden hacerte creer… Pero basta de charla. Vamos a ver lo que se puede hacer por el señor Alemany. Me parece que no podemos perder más tiempo.
Agnès observó que el cuerpo del enfermo no tenía más heridas que una úlcera junto a la nariz, de la que no se quejaba especialmente. Más bien su expresión era la de alguien que ha perdido el juicio. No parecía capaz de interpretar las sencillas indicaciones que Agnès le daba. Su piel era como el fuego, incluso cuando no lo tocaba le llegaba el ardor.
—Llúcia, quiero que vayas a buscar agua y le pongas paños mojados por todo el cuerpo. Y no le toques esa herida, ¿me has entendido? ¡Es muy importante! —Antes de que la niña abandonase la estancia a toda prisa, la doctora añadió—: ¡Espera, espera! —Mientras cogía un frasco que contenía una especie de polvo de color gris, siguió dándole instrucciones—: Es flor de saúco, no lo curará pero le aliviará el dolor. Pide que hagan una infusión.
Llúcia abandonó el dormitorio por una puerta situada en la pared de la derecha, más pequeña que la otra por la que habían entrado y junto a la cual se veía una caja para la ceremonia de esponsales, así como una arqueta de madera con dibujos de amantes. La doctora pudo ver la silueta de Íncita al fondo del pasillo.
Algo más tarde, una vez que al hombre le hubo bajado la temperatura y sus lamentos ya eran casi susurros, Agnès se lavó las manos cuidadosamente con jabón y se las hizo lavar a su ayudante. Acto seguido abandonó el dormitorio y pidió hablar a solas con Nialó.
—Lo salvarás, ¿verdad que sí? ¡Tienes que salvarlo o estoy perdida! —exclamó con desesperación la señora Alemany.
—Nada me haría más feliz que complacerte, pero creo que no puedo hacer nada —dijo la doctora en tono compungido.
—Pero es tu trabajo, lo que querías ser, una doctora importante… ¡Te aseguro que todo el mundo lo sabrá y te daré todo el dinero que quieras! Ni siquiera él será capaz de regateártelo si se cura…
—Tranquilízate, ¿quieres? —la interrumpió Agnès, cogiéndola por los hombros.
—¡Déjame! Tú no entiendes nada de cómo son las cosas, ¡nunca has entendido nada! Si él muere, ¡Pelegrina me hará la vida imposible!
—Escúchame bien. No sé si es posible hacer algo, pero debes contestarme a unas preguntas. ¡Es importante! Tal vez encontremos algún remedio, al menos para los dolores. Dime, Nialó, ¿desde cuándo está así?
—Hace una semana. Empezó a comportarse de manera extraña y tenía dificultades para caminar, le caían las cosas de las manos, y… los ojos…
—¿Qué le pasaba en los ojos?
—Se quejaba, le molestaba la luz. Después apareció la llaga, supuraba una especie de goma espesa. Lo vieron los médicos y le pusieron un ungüento gris, tal como habían hecho en otras ocasiones, pero extrañamente esta vez no desapareció.
—Debía de ser mercurio o alguna mezcla con mercurio… ¿Y dices que ya se lo habían puesto otras veces?
—Sí, lo cierto es que hace mucho tiempo, y se curó. De entrada se alarmaron mucho, incluso temieron que pudiera ser la peste. Luego lo descartaron. Recuerdo que nos llevamos un buen susto.
—¿La llaga era similar a las que tenías tú en las manos cuando nos vimos en Manresa? —preguntó Agnès, sin poder ocultar su alarma.
—¡Me estás asustando! ¿Qué intentas decir?
—¿Era similar o no? —insistió la doctora.
—¡No lo sé! ¡Ya no lo sé! ¿Y qué pasa si era así?
—¿Y Feliu? ¿Dónde está Feliu? —la apremió Agnès.
—Durmiendo. Por el amor de Dios, ¿qué intentas decirme, Agnès?
Por primera vez Nialó se había dirigido a ella por su verdadero nombre. Sencillamente se le había escapado al bajar las defensas. Pero ni siquiera se dio cuenta. En otras circunstancias Agnès le habría estado agradecida, pero en aquel momento no estaba para cuentos.
—Quiero verlo y quiero reconocerte también a ti.
—¡Has perdido la chaveta! Mi hijo y yo nos encontramos bien. Es mi esposo quien necesita que le salves la vida.
—Después de aparecer la úlcera, ¿recuerdas si hubo alguna otra cosa que te llamara la atención? Haz memoria, por favor.
—No lo sé… Pasa mucho tiempo fuera… ¡Un momento! No sé si puede ser importante, pero cuando volvió de Barcelona tenía manchas de color rojo en las palmas de las manos y en las plantas de los pies. Se veían como descoloridas y no le dio importancia, tal vez porque no le provocaban picor y desaparecieron al poco tiempo.
—¿Y tú? ¿Y… el niño?
—Yo, ¿qué? —preguntó Nialó levantando la voz.
—¿Vosotros habéis tenido esas manchas?
—¡No! ¿Quieres explicarte de una vez?
—Tal vez me equivoco, pero creo que se trata de la enfermedad que algunos denominan mal de bubas. Es muy difícil de tratar porque los síntomas aparecen y desaparecen, puedes pensar que el enfermo se ha curado, pero el mal va por dentro, y cuando sale, a veces mucho tiempo después, ya es demasiado tarde.
—¡No quiero oír más bobadas! ¡Entra en esa habitación y cúralo!
Nialó volvió a la sala donde esperaba Pelegrina y llamó a Íncita para que preparase una infusión de cola de caballo. La sirvienta se dirigió a la cocina con paso decidido y una expresión maliciosa en el rostro.
Poco después de que las campanas de la catedral llamasen a la oración e indicaran el ocaso, Agnès y Llúcia abandonaron la estancia donde el señor Alemany había hallado la muerte. No hizo falta anunciar la noticia. La mirada gacha de la doctora, que llevaba consigo los instrumentos ya recogidos en la bolsa, y las lágrimas en los ojos de la chiquilla bastaron para que Pelegrina abandonase el asiento acolchado y se precipitara sobre el cuerpo de su hermano, todavía caliente.
—Deberías decirle que es mejor que no lo toque, que puede ser peligroso… —murmuró Agnès.
Pero la señora de la casa cerró la puerta con gesto enérgico, dejando dentro a los dos hermanos. El llanto y los gritos de Pelegrina llegaban ahora más amortiguados. Entonces echó a la chiquilla y también a Íncita, que deambulaba por allí por si se requerían sus servicios.
—¡A mí no me engañas con esa actitud de furcia! —se oyó muy firme la voz de Pelegrina desde el otro lado de la puerta—. ¡Eres una impostora y pagarás por esto!
Agnès no pensaba responder a la provocación y, sin abrir la boca, dio un paso en dirección a la salida de la casa. De inmediato, la mano de Nialó la agarró con fuerza de la ropa y la devolvió a su sitio.
—¿Crees que cruzando el umbral y huyendo bajo la protección de esa judía farsante te saldrás con la tuya?
—¡Déjame ir, Nialó! —dijo Agnès mirándola fijamente a los ojos y sin rectificar el nombre prohibido—. Ahora no es el momento de hablar de ello. Entiendo tu dolor y…
—¿Que entiendes mi dolor, dices? ¡Tú qué vas a entender! ¡Mi dolor va mucho más allá de lo que puedas llegar a imaginar!
Agnès frunció el ceño y dejó de ofrecer resistencia para librarse de la fuerza que la retenía contra su voluntad.
—No sé adónde quieres ir a parar, pero insisto en que ahora no es…
—¡Mírame a los ojos! —exclamó Nialó mientras se acercaba a una distancia casi imposible del rostro de Agnès—. Di… ¿Desde cuándo lo sabes?
Sin responder, Agnès bajó la vista.
—¡Yo te lo diré! —siguió gritando Nialó—. ¡Lo recuerdo perfectamente! Tú aún no habías cumplido los nueve años y yo ya tenía once. Fue un día de verano. La mujer que traía los huevos a casa te preguntó por tu hermana. Al principio te hizo gracia, pero al oír que, según ella, teníamos los mismos ojos, te vino la imagen de los de tu padre y viniste a buscarme.
Uno de los cirios colocados sobre la mesa languideció calladamente mientras desprendía un humo oscuro y denso. En el cuerpo de Agnès se estaba produciendo un efecto similar.
—¡Pobre criatura! Si te hubieras visto… Tu piel se volvió del color de la cera, más o menos como la que tienes ahora.
Tras exhibir una sonrisa maliciosa, Nialó siguió con su discurso como quien vomita algo pesado que largamente ha intentado digerir en vano.
—¡Llevaba tanto tiempo esperando ese momento! Mi madre nunca quiso confesármelo, pero cada vez que lo negaba le temblaba la voz. Recuerdas a mi madre, ¿verdad? —Sin esperar respuesta, la reciente viuda de Alemany prosiguió—: Era la que te lavaba la ropa, fregaba el suelo por donde tú pasabas y se encorvaba a las órdenes de aquel malnacido, que, después de forzarla, la abandonó a su suerte. Incluso durante los últimos meses de embarazo la obligaba a hacer los trabajos más duros. Nunca mostró la menor piedad.
—Por favor, podrías respetar la memoria de mi padre —rogó Agnès sin demasiada convicción.
—¡De eso nada! Ya no puedes venderme tu inocencia, ni tampoco tu ignorancia. ¿No crees que deberías decir «de nuestro padre»?
Unas sonoras carcajadas fuera de control se apoderaron de aquella mujer de párpados hinchados. Agnès se había doblado sobre sí misma y su hermanastra aprovechó para seguir torturándola. Sin embargo, la estocada mortal aún estaba por llegar.
—Me lo pusiste en bandeja. El día en que me propusiste que ocupara tu lugar, que aceptase el matrimonio con el que nuestro padre pretendía mantenerte alejada de sus propósitos, ¡no me lo podía creer! ¿Se puede ser más memo? Aunque, claro, ¿qué sabías tú de privaciones, de pasar frío bajo la escalera escuchando las lecciones que tu preceptor te daba y que yo aprendía de memoria para cuando pudiera utilizarlas? ¡Nada! No sabías nada. Pero se hizo justicia. Tú me ayudaste, hermanita.
Ninguna de las dos mujeres, atrapadas en aquella tormenta de sentimientos encontrados, repararon en que en la estancia donde descansaba el difunto señor Alemany los lamentos habían cesado hacía rato. Nialó había ido subiendo el tono y Agnès no daba crédito a lo que oía. Miraba a su hermanastra sin reconocerla, o tal vez la estaba conociendo por primera vez.
—¿Nunca te has preguntado cómo murió? —preguntó Nialó, paladeando cada palabra.
Los latidos del corazón de Agnès se dispararon. Aunque hubiera dado la orden a sus piernas, le habría sido del todo imposible ponerse de pie.
—¿No pensaste ni una sola vez que él podría descubrir el engaño? ¿Que todo habría podido irse al garete si nuestro padre hubiera hecho una visita al que estaba destinado a ser tu esposo? ¡No hay que dejar nada al azar!
Los ojos de Agnès no parpadeaban, y solo una vez intentó tragar saliva, pero su garganta seca opuso resistencia. El sudor la empapó de pies a cabeza, y poco después oyó aquel zumbido que amenazaba con hacerle perder la conciencia. Estaba aterrorizada, y su presagio se convirtió en realidad cuando Nialó, sin ahorrarle ningún detalle, le narró el horror de aquel asesinato a sangre fría.
—¿Sabes? Sangraba como un cerdo. Lo degollé por la espalda, de un solo tajo, como contaban que él había hecho con algunos de sus enemigos. Cuando lo ataqué estaba medio acurrucado en la silla, apestaba a vino, un hedor que en los últimos tiempos era mucho más evidente, que invadía cualquier estancia donde se detuviera unos instantes.
—Nialó…
—¡No, no creas que hui de inmediato! Quería ver cómo se retorcía, asistir a su agonía. Pero sobre todo quería que él, el poderoso señor de Girabent, me viera, que se llevara a la tumba la imagen de cómo había muerto a manos de una sirvienta… —dijo con la mirada vidriosa debido a una mezcla de placer y odio—. ¡Y además de su propia sangre! ¿Podía haber situación más humillante? Esperé a que se apagase para siempre el gris de aquellos ojos de color ceniza. Que la oscuridad engullera aquella niebla asquerosa de la que no consigo deshacerme. Todavía hizo el intento de decir algo, el muy miserable, pero la sangre le salía a chorros por la boca cada vez que se esforzaba en hacerlo.
Unos instantes de silencio impresionante, estéril, pesado, fueron precedidos por el ruido de los pasos de Pelegrina, que salía de la cámara mortuoria. Detrás de ella caminaba Íncita con expresión triunfal.
La venganza de Íncita no habría podido ser más cruel. De hecho, estaba muy por encima de todas las que había ido tramando en sus sueños más perversos. Su ama la había menospreciado, había jugado con sus sentimientos, y la sirvienta incluso la hacía responsable de la desaparición de Miquel Sebeya. En consecuencia, se decía que debía pagar con creces su pecado de soberbia.
La ocasión se le ofreció en bandeja y no dudó en aprovecharla. Alertar a Pelegrina de lo que estaba sucediendo en la sala le resultó fácil gracias a la pequeña puerta que comunicaba la alcoba con las otras dependencias.
Fue una maniobra redonda, ya que, como muestra de gratitud, la nombraron jefa del servicio de la casa Alemany. Tras deshacerse de aquella impostora, Pelegrina pasaría a ser la única heredera del patrimonio y los negocios de la familia.
A Nialó no le quedó otra opción que firmar los documentos de renuncia ante notario.
—¡O eso o la horca! —sentenció con expresión triunfal la que había sido su cuñada.
Las amenazas surtieron el efecto previsto. Nialó no dudaba de que con sus influencias podrían obtener la nulidad del matrimonio, y también acusarla de asesinato. Los testimonios eran irrefutables y, por poco que investigaran, descubrirían que había pruebas fehacientes para inculparla. Estaba perdida, irremediablemente perdida y hundida.
—¡Dejad que me lleve a mi hijo! ¡Me necesita! Puede que sea una impostora, como decís, pero soy su madre. ¡Eso nadie puede cambiarlo! —imploró una y otra vez, de rodillas a los pies de su verdugo, pese a que siempre se había mostrado altiva y con frecuencia implacable.
Tampoco ese ruego fue escuchado. Le concedieron unas cuantas horas para recoger sus cosas y después arrojaron a sus pies una bolsa con monedas de oro.
—¡Eso es por los servicios prestados! Hay más de lo que cobraría una ramera por cada año trabajado.
Cuando Nialó ya se retiraba, no sin antes haber recogido la bolsa y las monedas, que se habían desperdigado por el suelo, Pelegrina volvió sobre sus pasos.
—¡Ah, y no quiero verte nunca más rondando por esta casa! Si te acercas a mi sobrino haré que te detengan, y créeme, nada me haría más feliz que ver cómo te pudres en la cárcel o contemplar tu cuerpo colgando de una cuerda en el patíbulo.
Todos los intentos de Agnès por interceder en favor de su hermanastra fueron inútiles. Ni siquiera consiguió que la dejaran despedirse de Feliu. Al verla desposeída de cuanto amaba, la doctora le rogó que accediera a irse con ella a Manresa. Sin embargo, por toda respuesta recibió una blasfemia seguida de un escupitajo en el rostro.
La mirada de Nialó parecía no pertenecerle. Por momentos se la veía perdida, pero no tardaba en reflejar una extraña intensidad que hacía brillar sus pupilas dilatadas.
En tal estado abandonó el lugar donde había sido feliz, donde el destino le había permitido interpretar un papel largamente deseado. Y lo hizo con paso inseguro, como si un rayo la hubiera rozado ligeramente y su equilibrio se hubiera visto afectado. La incertidumbre, la boca abierta al alarido o al gemido, o a las carcajadas sin freno. Pasaba del grito al llanto, de emitir un aullido lastimero a enseñar los dientes como haría un animal rabioso.
La gente no tardó en congregarse a su alrededor, y mientras algunos hacían mofa de ella, los chiquillos la provocaban arrojándole piedras o tirándole de la ropa. Otros hacían la señal de la cruz y huían a refugiarse en la iglesia, pensando que el demonio se había apoderado de su cuerpo. Y cuantos más aspavientos hacía la pequeña multitud reunida ante la casa de los Alemany, más se excitaba la viuda repudiada.
No fue fácil conducirla al convento de Santa Clara, un lugar extramuros, al norte del portal, que todos conocían como el cerro de Reig. Agnès necesitó muchos brazos de hombres piadosos para lograr protegerla de la turba y de sí misma. Se acercaba el invierno y no podía dejarla en la calle, y mucho menos en aquel estado.
Cuando sor Margarida Querol, abadesa de la pequeña comunidad de quince monjas, la recibió en el locutorio del convento, se llevó las manos a la cabeza. Detrás de las rejas que las separaban observó la lucha de Nialó con los hombres que la retenían, tal como haría un animal acorralado. En su agitación había perdido el pañuelo que le cubría el cabello, y bajo las greñas se adivinaban arañazos, mocos y saliva. Agnès tomó la palabra.
—Vengo a implorar vuestra misericordia. Necesito un sitio para ella. Yo puedo ir a la hospedería, si se tercia.
—¡Por el amor de Dios! ¿Dónde la habéis encontrado? No querría poner a la comunidad en peligro. Tenéis que entenderme —añadió justificándose—. Esta pobre mujer ha perdido el juicio, necesitaría…
—¡Necesita vuestra caridad! —la interrumpió la doctora—. Dios sabrá recompensaros.
—Este es un convento de clausura, no un hospital —insistió la monja, recurriendo a su autoridad.
—Tal vez sor Regina podría hacerse cargo sin abandonar sus obligaciones. La conozco bien, estuvimos juntas en Sant Nicolau de Camprodon. Si fueseis tan amable de dejarme hablar con ella…
Tras escuchar cuanto Agnès tenía que decir, la abadesa accedió a que la recién llegada pasara la noche en el convento, pero no permitió que su acompañante se marchase. Ambas fueron acomodadas en una estancia sencilla situada junto a una amplia dependencia donde guardaban los aperos para trabajar el huerto. Tras la oración de la noche, sor Regina fue a visitarlas. Nialó dormía profundamente, la infusión de mandrágora que le había preparado su hermanastra había surtido el efecto deseado.
Las dos viejas amigas se fundieron en un gran abrazo y sor Regina le habló, muy brevemente, de cómo había tenido que abandonar Sant Nicolau en compañía de las dos únicas monjas que habían sobrevivido al desastre provocado por el terremoto.
—Si vos os quedaseis en Vic, sería más fácil que Nialó tuviera un sitio en el convento. Podríamos engolosinar a la madre superiora con los servicios que una doctora puede prestar a la comunidad. ¡Los ingresos son exiguos y las necesidades muchas! Las limosnas que llegan nos permiten ir tirando, y a veces el Ayuntamiento también colabora. Siempre hay algún legado testamentario que nos saca de apuros, pero aun así debemos hacer frente a muchos gastos. Hemos contratado a Bernat d’Arlet, un maestro de obras, y también a un herrero llamado Codina de Sentfores. Necesitamos proveernos de llaves para las cuatro puertas del coro de la iglesia y comprar mil tejas para el porche delantero, el de la entrada del refectorio.
Sor Regina hablaba y hablaba como si no tuviera freno, y Agnès la miraba y sonreía. No cabía duda alguna, ¡aquella monja pecosa de cabello rojo era la misma que tanto la había ayudado durante su estancia en Camprodon!
—Me gustaría. Por lo que decís y porque pienso que nos llevaríamos muy bien, que juntas podríamos conseguir lo que nos propusiéramos, pero no puedo quedarme y lo lamento mucho. En Manresa he dejado a una mujer mayor a la que tengo en gran aprecio y que me necesita, y a una niña, una chiquilla que… Bien, tal vez más adelante. Os aseguro que lo pensaré.
—Pero no os iréis en seguida, ¿verdad? ¡Quiero enseñaros el huerto! ¿Recordáis el que cultivábamos en Sant Nicolau?
—¡Claro que lo recuerdo! Y el día en que aquel aguacero se lo llevó por delante… ¡Quedamos bien empapadas!
Las dos mujeres rieron cómplices, ajenas por un momento a todo el sufrimiento que arrastraban. Sor Regina estaba exultante e iba de acá para allá gesticulando.
—¡Pues este es mucho más grande! Tenemos agárico, que tomamos con azúcar y va de maravilla para el dolor de garganta, también hay anís y…
No obstante, las alegres explicaciones de la monja se vieron interrumpidas por un gesto de Nialó, que se debatía en sueños presa de algún fantasma desconocido.
—Debo estar por ella, mañana hablamos —dijo Agnès en voz baja.
—¡Lo lamento de veras! Es que tenía tantas ganas de… Bien, ¡hablaremos mañana! ¡Me siento tan feliz de teneros de nuevo a mi lado!
Cuando sor Regina ya se encontraba en el umbral, dispuesta a cruzar el claustro hasta el dormitorio comunitario, soltó un último comentario.
—Según dicen, el padre Marc vendrá a Vic a dar unas clases tras su estancia en Roma. Me ha parecido entender que alrededor de Navidad.
A Agnès le flaquearon las piernas y tuvo que apoyarse en la pared. Aparentemente no tenía más respuesta que el silencio, pero su corazón era incapaz de fingir que la inesperada noticia la traía sin cuidado.
Sor Regina se quedó a su lado, preguntándose por qué era siempre tan atolondrada y al mismo tiempo respetando la mirada nublada de emoción de su amiga. Al fin y al cabo, ella solo quería que se quedara en el convento.
Esa noche fue muy larga en el convento de Santa Clara. La yacija que debía ocupar Agnès seguía vacía e impoluta cuando empezó a despuntar el alba. La joven Girabent, sentada en una silla de anea, había oído todas las campanadas que precedían al nuevo día.
De vez en cuando estiraba las piernas entumecidas y se acercaba al jergón de Nialó vigilando que el desasosiego no la llevara a lastimarse. Más de una vez tendió el oído para tratar de captar alguna de las palabras que su hermanastra balbuceaba, pero no lo consiguió. Cuando la veía relajada, buscaba en su mirada algún recuerdo lejano que la conectase con la infancia, aquella infancia compartida y tan alejada en el tiempo.
Jamás habría sospechado que la niña que le llevaba la comida, la ayudaba a vestirse y a menudo le cepillaba el cabello pudiera odiarla con tal intensidad, ni que el rencor almacenado se mantuviera aún en carne viva.
Tampoco las últimas palabras de sor Regina habían resultado inocuas.
Hacía casi siete meses que solo sabía de Marc por las noticias dispersas que le transmitían sus padres cuando los visitaba en Sant Fruitós. Agnès contaba los días que la separaban del inicio de la primavera; confiaba en que al llegar la estación de las flores también ella renacería a la vida, tal como hacían todas las criaturas.
Agotada y con la cabeza turbia, se enfrentó a la nueva jornada sin saber cuáles serían las consecuencias de haber buscado refugio en el convento para Nialó. Muy al contrario de lo que esperaba, su hermanastra no hizo aspavientos al despertar. Se miraron fijamente a los ojos, como si cada cual midiera las fuerzas de la otra antes de tomar una decisión, pero ninguna de las dos osó quebrar el silencio. En el exterior, una lluvia fina lavaba las pámpanas de las vides que ocupaban buena parte del huerto. La aparición de sor Regina acompañada de otra monja fue providencial; llevaban una bandeja y un aguamanil.
—Quería venir después del rezo de laudes, pero sor Sanxa de Malla se ha sentido indispuesta y…
—No os preocupéis, sor Regina, estamos bien —la interrumpió Agnès, que se había puesto de pie para recibir a las clarisas, a las que todos en la villa llamaban «menoretas», y las ayudaba a disponer sobre la mesa la jarra con leche de almendras, dos trozos de pan y uno de queso.
—¡Os he traído una cosa! —dijo sor Regina con cara de haber hecho una travesura. Después se sacó de debajo del hábito una esquirla de panal de abejas—. Con esto, una vez fundido y colada la cera, fabricamos cirios, ¡pero este aún tiene miel!
Agnès sonrió con dulzura; a veces aquella monja pelirroja le recordaba mucho la ingenuidad de Brigita.
—Solo ha sido un chaparrón —agregó la monja tras mirar por la ventana, mostrando a Agnès aquel azul del cielo recién estrenado—. Tengo que ir a pagar los tres sueldos y diez dineros por las sogas del pozo. Joan de Puigsec dijo que vendría hoy a cobrar y ese hombre no permite que le vengan con cuentos. ¿Queréis acompañarme? ¡Luego podría enseñaros el huerto!
Agnès dirigió una mirada a la que hasta hacía pocas horas había sido la señora de Alemany y no supo qué responder. Se trataba de una situación extraña que inesperadamente la desbordaba.
—Haced lo que tengáis que hacer, yo estoy bien —intervino Nialó mirándolas sin reservas.
—Si deseáis acompañarnos… No querría que pensaseis que sois una molestia —puntualizó sor Regina acercándose a la mujer con gesto amable.
—No, gracias. Prefiero esperaros aquí. Aprovecharé para lavarme un poco y cambiarme de ropa.
Agnès de Girabent la miró extrañada. Aquel comportamiento tan alejado de la falta de control mostrada el día anterior la tenía desconcertada. Pensó en un par de excusas para no tener que dejarla sola, pero ninguna era lo bastante convincente y Nialó insistía en que se encontraba mucho mejor.
—¡Vamos, pues! —exclamó la monja pelirroja, poniéndose en marcha.
Para cuando las mujeres salieron del convento, la lluvia era tan solo un recuerdo presente en la tierra, cubierta de charcos. Durante el breve recorrido que las separaba de su destino, el espacio se revistió de actividad, tal como hacen los caracoles al acabar el aguacero. Un grupo de asalariados se ocupaban de las tareas más pesadas, y mientras unos acarreaban trigo candeal, otros astillaban leña para afrontar el invierno.
Como la temporada de vendimia ya había finalizado, Dolcet, un trabajador fornido y risueño, lavaba la cuba grande para trasegar a ella el vino. Agnès olfateó el intenso olor a uva y se detuvo unos instantes para dejar que se le metiera bien adentro, pero sor Regina le tiró de la manga sin dejar de parlotear.
—Mañana hemos de acompañar a Bernat Vila…, el arriero —aclaró al darse cuenta de que Agnès se encogía de hombros—. ¡Hemos conseguido una buena cosecha de manzanas y limones! ¡Tampoco el granado ha hecho mal papel! Con un poco de suerte recogeremos suficiente dinero para proveernos de pescado, sal y azúcar. Si nos sobran unas cuantas monedas, incluso podremos comprar jengibre. Me gustaría que vinierais.
—Tal vez en otra ocasión. Todo es muy reciente y no me atrevo a dejar sola a Nialó.
—¿Significa eso que os quedaréis con nosotras? —dijo sor Regina, que se paró en seco y se plantó ante Agnès con una sonrisa de oreja a oreja.
—Yo no he dicho eso. Esperaré unos días, y Dios dirá.
—En el convento no tenemos cura para decir misa. Los del convento de frailes menores nos hacen el favor, siempre a cambio de unas monedas, claro está. A veces también nos visita alguno de la seo de Vic.
Agnès no hizo comentario alguno en respuesta a las palabras de la monja. Por unos instantes, el silencio resultó tenso, pero sor Regina no era de las que se rendían a las primeras de cambio.
—¡He de enseñaros nuestra biblioteca! Hay una monja que encuaderna libros bajo la supervisión de un experto, un anciano que viene los viernes. Todos coinciden en afirmar que hay documentos muy valiosos, sin duda dignos de ser traducidos. Diría que tanto o más que los que puedan encontrarse en Sant Pere de Camprodon.
—Os lo pido por lo que más queráis —la interrumpió la joven Girabent—: no sigáis por ahí. Si pretendéis tentarme y provocar que mi estancia aquí sea más larga de lo que puedo permitirme, ¡estáis perdiendo el tiempo!
Agnès volvió sobre sus pasos a toda prisa, dejando a la monja con la boca abierta. Su visión era borrosa, nublada por las lágrimas que ya no se veía con ánimos de contener. Aquella continua referencia a Marc, las insinuaciones de una visita próxima en el tiempo y la posibilidad de un encuentro venían a añadir más desazón de la que en aquel momento era capaz de soportar.
¡No, no era posible! Fuera del amparo que les proporcionaba la ermita, lejos de la protección del santo, testigo mudo y cómplice de su amor, no existían el uno para el otro. Era una realidad inmutable y la única cuerda a la que podía aferrarse.
Al llegar a la estancia donde las habían acomodado, Agnès abrió la puerta atropelladamente y se dejó caer boca abajo sobre la yacija. Antes de cubrirse la cabeza con los brazos y ceder al llanto, vio a Nialó sentada en la misma silla donde ella había pasado la noche. Llevaba una túnica blanca y sujetaba con sumo cuidado un bulto de ropa entre los brazos. Su hermanastra la miró sin verla. Inmersa en su propia realidad, siguió moviendo el cuerpo acompasadamente, meciendo la nada.
Mientras Agnès se dirigía a la ribera del río Mèder, repasaba mentalmente el recorrido que la había llevado hasta Vic casi tres años atrás. Entonces huía de la desolación en que se había convertido la villa de Camprodon, pero, pensándolo bien, también de la suya propia. No llegó a recurrir al contacto que su tío, el abad Pere, le había ofrecido. Y ahora ya ni siquiera recordaba cómo se llamaba aquel hombre, únicamente que trabajaba como curtidor y que era de fiar.
Se había producido una larga sucesión de hechos durante todo aquel tiempo y se sentía más vieja, más cansada, tal vez también más sabia y menos soñadora. Con todo, los arrebatos de alegría seguían asaltándola en ciertas situaciones. Agnès los recibía de buen grado sin oponer resistencia.
Con ese espíritu observó de lejos el Pont del Remei. En anteriores ocasiones no se había detenido a contemplar sus siete magníficos arcos, ni había reparado en los sendos pozos que había en los extremos. Cuando ya se hallaba muy cerca, miró de soslayo el humilladero, así como el pequeño oratorio orientado al mediodía que estaba dedicado a la Virgen de los Remedios. Ante los símbolos sagrados siempre se sentía en falso.
No obstante, estaba firmemente decidida a que nada ni nadie le estropeara aquella visita que había ido demorando por miedo a dejar sola a su hermanastra. ¡Reencontrarse con Gaufred se le antojaba un sueño! Sor Regina la había informado de que el muchacho trabajaba de firme y que se lo veía responsable y feliz. Agnès se dijo que merecía tener un poco de suerte.
—En ocasiones lo que parece el final se convierte en un nuevo principio, y tal vez las circunstancias que te llevan a la pérdida y a la desesperación son las mismas que más tarde te permitirán tener éxito —pensó en voz alta Agnès, y la reflexión volvió todavía más acompasados sus alegres y desenvueltos pasos.
A medida que se acortaba el trayecto para llegar al barrio curtidor de Les Clotes, el corazón le latía con más fuerza.
—¡Dromàs! —exclamó apenas ver al perro, que corrió a su encuentro y se le echó encima con las patas llenas de barro.
A lo largo de aquella semana había imaginado de mil maneras distintas cómo se llevaría a cabo el reencuentro, ¡pero con eso sí que no contaba! La mujer y el animal permanecieron en el sitio un buen rato haciéndose fiestas. Agnès solo interrumpió los arrumacos al descubrir a un muchacho que silbaba al perro con gesto risueño.
—¡Válgame Dios, Gaufred! ¡Te has convertido en un buen mozo! ¡Qué alegría verte de nuevo! ¡Cómo has crecido!
El chico se ruborizó ligeramente y, sin saber qué decir, se entregaron a un largo abrazo. Dromàs, que milagrosamente parecía más joven que cuando vagaba por las calles de Camprodon, se sentó en el suelo al lado de su amo y los dejó hablar, como si entendiera que después de tanto tiempo tal vez tenían esa necesidad.
Durante mucho rato Gaufred le explicó el oficio con el que se ganaba el pan, mientras le mostraba las pieles secándose al sol o aquellas otras sumergidas en pozos, remojándose o en proceso de adobo. El muchacho espantaba al montón de moscas que los rodeaban con gesto natural, y en ningún momento dio la impresión de que le molestase el hedor que flotaba en el ambiente.
Esquivaron juntos los excrementos de gallina y de palomo, que se utilizarían para fabricar alumbre en el proceso de adobo. Agnès ya había visto trabajar a los curtidores con anterioridad, aunque siempre a cierta distancia, y no imaginaba que todas aquellas grasas, aceites, sales y talcos pudieran resultar tan repugnantes. Pese a todo conservaba la risa ante la sabiduría de Gaufred, que se había convertido en todo un experto.
—En Vic tenemos un secreto que nos hace únicos —le dijo al oído el muchacho, con un brillo en los ojos difícil de ocultar.
—¿De veras? —preguntó Agnès, llena de curiosidad.
Con la misma solemnidad con que se confía una información muy valiosa que no debe trascender, Gaufred la llevó a un lugar apartado para explicarle en voz baja la técnica del cordobán.
—¿Y dices que utilizáis zumaque en sustitución de la corteza de encina o de pino?
—¡Así es! Hace la piel más resistente al calor y de ese modo dura más tiempo sin pudrirse. Con esa técnica la trabajamos para fabricar guantes y zapatos, ¡e incluso hemos hecho una arqueta preciosa!
—¡Es muy curioso! Floreta, una doctora de la que he aprendido mucho, también lo usa para tratar problemas del intestino, pero hay que ir con mucho cuidado, sobre todo en lo que respecta a las cantidades.
No obstante, Gaufred no parecía estar muy interesado en otros temas que no fueran la curtiduría. Él iba a la suya, y demostraba tener amplios conocimientos de cuanto hacía referencia a su oficio. También le contó que en cierta ocasión había acompañado a su amo a Sevilla, desde donde habían traído un gran cargamento. Agnès se dijo que aquel muchacho había encontrado la manera de sentirse útil y para él suponía una inmensa satisfacción.
—Conozco a un chiquillo, Robert, que también trabaja en unas curtidurías, las de Manresa, pero le encargan las tareas más sucias. Estoy segura de que contigo aprendería mucho y acabaría apreciando lo que hace.
—¿Puedo hablarle de él al señor? Es una buena persona y me trata bien.
Se despidieron cuando el día empezaba a languidecer. Agnès hizo prometer a Gaufred que le enviaría noticias suyas y buscaría un puesto para Robert. Emprendió el camino de vuelta al convento a buen paso, pero, al doblar la esquina de Carnisseries con la plaza del Pes, una sospecha la hizo aminorarlo. Plantado en medio de la calle había un hombre delgado y alto como una torre. Aquella figura siguió a contraluz mirando en su dirección; no podía verle el rostro, pero el corazón empezó a latirle en los pulsos.
—¡No es posible! —exclamó, parándose en seco.
En el mismo instante en que el desconocido esbozaba el gesto de ir en su dirección, Agnès reanudó su camino en sentido contrario y no dejó de mirar atrás hasta subir de manera precipitada la escalera que daba acceso a la puerta principal del convento.
Cuando sor Violant, la hermana portera, le abrió la puerta, la joven jadeaba y se aferró a su cuello.
—¡Ave María purísima! —exclamó la monja, pensando que no obtendría respuesta.
Lo cierto es que Agnès no recuperó el resuello hasta que no oyó a su espalda el ruido de las bandas de hierro que, siguiendo la dinámica de la comunidad, protegían la puerta desde completas hasta maitines.
No fue sino hasta media mañana cuando Agnès coincidió con sor Regina. Dado que las reglas de aquel convento eran muy estrictas, y las dependencias de clausura, inexpugnables, solo el cargo de «servicial» dispensaba a la monja para poder abandonar el recinto conventual. Así y todo, debía hacerlo acompañada y con un encargo preciso que supusiera un servicio a la comunidad.
La conversación fue breve y la joven Girabent le comunicó su partida inmediata. Si bien era cierto que no podía demorar más sus obligaciones en Manresa y sufría por Floreta, no lo era menos que en aquel lugar le faltaba el aire y los fantasmas del pasado la asediaban por doquier. De nada sirvió que sor Regina le dijera que el hombre de la noche anterior debía de ser Salvador, un asalariado del convento encargado de ir en su busca al ocultarse el sol.
—Seguro que al veros se quedó parado sin saber qué hacer, es un poco corto de entendederas —remachó la monja, sin poder ocultar una sonrisa en la comisura de los labios.
En cualquier caso, de poco sirvieron los ruegos de sor Regina para que no se fuese. Los miedos de Agnès tenían nombres y rostros diversos y alteraban la frágil serenidad con que asumía una realidad medio elegida, medio impuesta. Sabía que Floreta Sanoga no se encontraba muy bien y no se habría perdonado que le ocurriera algo en su ausencia.
Lo más complicado a la hora de volver a Manresa fue quitarse de la cabeza el destino de Nialó. Se esforzó por convencerla de que la ayudaría a construir una nueva vida, pero tal vez a su hermanastra no le bastaba con eso. En el fondo se sintió aliviada, porque la piedad que despertaba en ella su situación a menudo se mezclaba con un intenso sentimiento de rechazo.
No podía dejar de pensar hasta dónde era capaz de llegar si no había dudado en matar a su padre de forma tan cruel. No obstante, Agnès se preguntaba asimismo cómo había podido mostrarse tan indiferente al saber que Nialó era una asesina. ¿Cómo era posible que la hubiera ayudado y le hubiese buscado cobijo? ¿Acaso corría la misma sangre por las venas de ambas? ¿No había sido también ella responsable de un crimen? Eso suponiendo que el matón de Miquel Sebeya hubiera muerto, cosa de la que jamás tendría la certeza.
En cuanto vio a la joven doctora, Kosza la advirtió de cuánto se había agravado la salud de Floreta en las últimas semanas. Sin embargo, su actitud hizo sospechar a Agnès. En cuanto accedió a su dormitorio, la visión de la mujer agonizante la afligió de veras. Se inclinó sobre la yacija donde la anciana respiraba con dificultad y se entregó a un llanto largamente contenido. La mano de Floreta le acarició las húmedas mejillas, pero su mirada sabia, fecunda y serena no fue capaz de consolar a Agnès.
—¡No me dejéis vos también, os lo ruego! Ahora no. ¿Quién me dará consejo? Me siento cansada, muy cansada. ¡No estoy segura de tener vuestra fortaleza, Floreta, ni tampoco la de Margarida! ¡Me siento tan sola!
Kosza trató de apartar a Agnès, que cada vez sollozaba de manera más violenta, pero Floreta lo miró e hizo un movimiento reprobatorio con la cabeza.
—Vos decís que somos oscuridad y alborada. ¡Y yo estoy muy harta de tanta noche! Me esfuerzo por combatir la oscuridad, por ir más allá de mi desierto preñado de niebla… ¡La que llevo en los ojos! ¡Bien que lo sabéis! Pero ¿cómo…? Decidme, ¿cómo puedo librarme de este mal? ¿Cómo puedes enfrentarte al vacío una y otra vez sin salir cubierta de heridas? Me habéis enseñado a curar las heridas del cuerpo y a aliviar las del alma, Floreta. Sé que lo habéis hecho bien, muy bien, pero yo, Agnès de Girabent, no acierto a sanar las llagas de mi propio corazón. Y eso…, ¡eso me confunde!
Al recobrar parcialmente la calma, ajena a los preparativos que en la estancia contigua llevaban a cabo las mujeres judías, Agnès repasó con las yemas de los dedos el relieve que las delgadas manos de su maestra le ofrecían. Poco a poco se entregó a la mansedumbre con que la anciana maestra esperaba la muerte y, cuando llegó el momento, acogió con afecto su última y quebradiza sonrisa.
Mientras observaba cómo lavaban y purificaban su cuerpo inerte para después cubrirlo con una mortaja blanca apareció Margarida Tornerons.
—Lamento no haber podido venir antes —dijo en voz baja mientras abrazaba a Agnès.
Ese mismo día se llevó a cabo un entierro sencillo, en el suelo y sin flores, tal como exigía el rito judío. El rabino leyó una oración del kaddish y el luto fue riguroso. Pese a que a Floreta no se le conocían parientes, muchas de las personas a las que había ayudado a nacer o a vivir, e incluso los allegados de aquellos a quienes, sencillamente, había asistido en momentos de dificultad, quisieron homenajearla con su presencia. Uno tras otro depositaron una piedra pequeña o un puñado de tierra sobre el ataúd. Las últimas en hacerlo fueron Margarida y Agnès. Al salir de aquel cementerio lleno de inscripciones en hebreo, Kosza las invitó a lavarse las manos.
—De ese modo es posible dejar atrás la impureza fruto del contacto con la muerte —explicó muy brevemente el Judío.
«Si fuera así de fácil… —pensó Agnès—. ¡Si el agua tuviese el poder de limpiar de verdad!».
Margarida solo se quedó unos días en Manresa, los necesarios para hacerse cargo de las últimas voluntades de Floreta. Tal como la doctora había dejado escrito, aquella casa de su propiedad debía seguir abierta a todos los que sufrían y ser un centro de estudio para cuantas mujeres quisieran aprender el oficio más hermoso del mundo. Agnès accedió a llevar las riendas, y Kosza, sin siquiera abrir la boca, como si no pudiera ser de otro modo, se convirtió en su sombra.
Cada diez o quince días, un comerciante de Vic le llevaba noticias de sor Regina, y al parecer, Nialó se iba recuperando. El invierno ya se hacía presente en la villa y la campana avisaba con frecuencia a los campesinos de que el tiempo no era propicio para ir al terruño. Incluso, en algunos puntos de la larguísima acequia, el agua del Llobregat se helaba, haciendo más difícil la vida de los manresanos.
La añoranza que embargaba a Agnès pocos días antes de Navidad se volvió más punzante. Todos los años, al acercarse esas fechas, le sucedía lo mismo, pero esta vez se agravaba al pensar que tal vez Marc se encontraba en Vic, tal como le había anunciado sor Regina un par de meses atrás. En su última carta no lo mencionaba, pero, de hecho, tras aquel encontronazo en el convento, ni la una ni la otra habían vuelto a sacar el tema. En más de una ocasión había estado tentada de ir a la ciudad para visitar a Nialó, pero al final siempre se echaba atrás.
Agnès fantaseaba con la idea de que, al estar tan cerca, Marc decidiera pasar unos días en Sant Fruitós con su familia. Por ese motivo, cuando Kosza le anunció que Beatriu se había presentado de forma inesperada, lo dejó todo para recibirla.
—¿Te ocurre algo? —preguntó la hermana de Marc, sin ganas evidentes de explicar por qué había ido a verla—. ¿No será que trabajas demasiado?
—No, no es nada —respondió Agnès, consciente de que no era fácil ocultar su rostro castigado por la falta de sueño—. ¿Qué te trae por aquí con un tiempo tan inclemente?
—Mi padre tenía que salir para vender la miel y he aprovechado para hacerte una visita. Pero no querría ser un estorbo…
—¡Nada de eso! Pasa, pasa, que conocerás a Brigita. Le estaba enseñando a elaborar un preparado para expulsar las lombrices; en el hospital hay dos enfermos que lo necesitan.
La niña, que ya había cumplido nueve años, estaba acabando un picadillo de ajos; luego lo calentaría añadiendo un poco de leche.
—¿Y dices que eso va bien? —preguntó Beatriu, sorprendida ante la seguridad con que se movía Brigita.
—¡No te quepa duda! Ahora debemos dejarlo reposar, y después de colarlo quedará listo para tomarlo en ayunas durante diez días.
—¡Veo que ya tienes relevo! —exclamó Beatriu.
Hacía rato que la hermana de Marc había llegado a la casa y ni siquiera había nombrado al sacerdote. Agnès se convenció de que sus esperanzas carecían de fundamento. No se había atrevido a preguntarle por él confiando en que fuera ella quien lo mencionase, pero la muchacha se despidió sin más. Como si Kosza tuviera la facultad de leer el desencanto que Agnès se esforzaba en ocultar, le puso la mano en el hombro y se ofreció a acompañar a la chiquilla al hospital.
Nunca había sabido la edad de aquel gigante judío, pero Floreta ya le había advertido antes de morir que con Kosza todo era incierto, dejando aparte la absoluta fidelidad que le profesaba. Y Agnès se sentía más segura cuando él andaba cerca, como ocurría con esas presencias benéficas de los cuentos.
Tan solo le quedaba la esperanza de una nueva primavera y la compañía de aquellos seres que se habían ido sumando a su círculo. Pere y su hija, Brigita, el mismo Kosza, Beatriu, pese al distanciamiento que se esforzaba en fingir, hacían menos arduo residir en aquella calle umbría de Manresa donde las luces eran como relámpagos juguetones que trenzaban sus propias sombras.
Confío en que mi deseo haya sido satisfecho y que esta carta llegue a tus manos justo el día de la Candelaria. Considéralo una ofrenda, un detalle que he querido tener contigo.
Como reza el dicho: un clavo saca otro clavo…
De hecho, esta será la última carta que recibirás de mí, Agnès. Nunca más tendrás que venir a Vic deprisa y corriendo, ni tampoco seré un peso con el que tengas que vivir constantemente. Por eso me he permitido extenderme en la que tendría que haber sido una simple nota. Ya lo verás, pero creo que la ocasión lo merece.
De entrada debo decirte que tenías razón. No me extrañó, dado que eso ha sucedido con frecuencia entre nosotras. Tal vez habría que decir que tenías razón como siempre.
Sí, lo acepto. Solo cuando ocupé tu lugar pude sentir que la felicidad, una cierta felicidad con la que me he pasado la vida soñando, me cortejaba. Tú sabías que no amaba a mi marido, por supuesto. Era barrigón y olía a viejo, pero fue divertido ser la señora de Alemany. Resultaba muy halagador disfrutar de los privilegios que siempre había deseado, ver cómo él era incapaz de negarme ningún capricho, y cómo babeaba ante mi desnudez exuberante. Tu nombre me sirvió de escudo y me permitió recibir la dote que apenas me correspondía. Quién lo iba a decir, ¿verdad?
¡Lástima que a fin de cuentas durase tan poco! ¡Lo tenía todo tan bien planeado! Casi había borrado todos los rastros y solo quedabas tú. Lo intenté con el bueno de Miquel Sebeya, pero ese fue mi primer error. Después todo se precipitó…
Ahora he decidido que mi muerte sea más limpia que la de nuestro padre. No hay razón para hacer demasiados aspavientos ante mi crimen. Piensa, sobre todo, que nadie podía disfrutar tanto como yo al ver cómo se desangraba. Tienes que creerme, ¡fue verdaderamente glorioso!
Debes saber que esta tarde, cuando el sol se ponga, me quitaré la vida. Después de darle muchas vueltas he decidido que me ahorcaré, tal como hizo Judas Iscariote. ¿A que es un buen final? Sé que te parecerá adecuado. Puedo adivinar la expresión de tu rostro, hermanita. Y te diré que me complace en grado sumo. ¡Pero no me compadezcas! Todavía no.
Ni siquiera masculles una oración con tus dientes perfectos. Ya verás como al acabar de leer esta carta no te quedan ganas. De hecho, ¡podría poner la mano en el fuego! Como la Iglesia me condenará, tampoco te resultará fácil encontrar mi cuerpo, sepultado sin lápida en las afueras de la ciudad. Ni siquiera podrás venir a blasfemar sobre mi tumba. ¡Pobre Agnès!
No me asusta el fuego del infierno. He pasado en él la mayor parte de mi vida, todos los años vividos a tu sombra. Podría verter mucha tinta en la reconstrucción de esos recuerdos, pero no quiero entretenerte con tonterías. Te dije que mi venganza sería sublime y verás como no te decepciono.
Créeme, ahora ya puedo morir tranquila.
No se me ocurrió de inmediato, desde luego. Los primeros días pensaba que me volvería loca, desposeída de mi hijo y de todo aquello por lo que tanto había luchado. Pero muy pronto decidí que, fuera cual fuese el primer paso que debía dar, lo más urgente era deshacerme de ti y de la estrecha vigilancia a que me tenías sometida.
Era preciso hacer un último esfuerzo y controlar la hiel que me envenenaba la sangre. ¡Qué bien que os engañé con mi actitud lastimera y sumisa! Cuando te fuiste pude pensar con mayor claridad. Mira si desempeñé bien mi papel que hasta la abadesa me dijo que me pensara seriamente entrar a formar parte de la comunidad. ¿Te imaginas? Mejor dicho, ¿me imaginas? Plegaria y recogimiento, privaciones y vida piadosa, me entraban náuseas solo de pensarlo.
Y como si el diablo hubiera escuchado mi clamor, de repente lo vi claro. Fue un domingo, la gente salía de misa, y allí estaba él, como una aparición. Lo supe nada más verlo, y oír su nombre en boca de una feligresa sirvió para ratificar mi convencimiento. Sí, Agnès, es tal como tú me lo habías mostrado con palabras: alto, bien plantado, de cabello oscuro y andares elegantes. Lo seguí a distancia y, de vuelta en el convento, sor Regina me dijo que tenía mejor aspecto. ¡Pobre ilusa!
Necesitaba pensar, y hacerlo rápido, tenía miedo de que desapareciera tal como había llegado. Durante tres días me convertí en su sombra. Casi siempre iba acompañado de otros religiosos, todos tan estirados como él. Al tercer día oí la conversación que mantuvo con otro hombre; muy bien vestido, por cierto. Por lo que pude entender, tu Marc daba clases en la Canónica y, sin embargo, trabajaba en el scriptorium, traduciendo unos trabajos que llegaban de Córdoba. El sábado tenía un encuentro con el canónigo. También acudiría el señor obispo para supervisar los avances en el retablo mayor, que un tal Pere Oller estaba ultimando. Ya ves, querida, que no te ahorro ningún detalle.
Tenía casi dos días para prepararlo todo y, de repente, me sentía nueva, pletórica de energía, entusiasmada como no lo había estado en mucho tiempo. Al llegar al convento abrí mi baúl y elegí un vestido elegante. El de tafetán azul que llevaba el día en que nos despedimos y que tanto te gustó. ¿Lo recuerdas? Me costó domarme el cabello, pero realmente daba gozo verme.
Antes de que las campanas tocaran al ángelus ya estaba cerca del recinto. En seguida me decidí por un chiquillo avispado que, a cambio de unas monedas, llevaría un doble encargo al obispo y a tu Marc, citándolos en la cripta para tratar un asunto delicado. Huelga decir que veinte minutos antes yo ya estaba allí.
De entrada el padre Marc me ignoró, pero en seguida me di cuenta de que mi presencia parecía inquietarlo. Me acerqué peligrosamente a él, lo reconozco, pero antes de forzar su retirada le solté que era tu hermana. Tendrías que haberlo visto. Su cara mudó de expresión, pero no sabría decirte si le producías un efecto beatífico o era como si le hubiera hablado del demonio. Nunca he sido muy buena a la hora de entender a los demás, fuera de nuestro reducido círculo familiar, por supuesto.
Lo tenía bien estudiado, no te lo negaré. Era necesario que la luz que se colaba por la saetera me iluminara los ojos. Recordaba que me habías dicho que le gustaba esa nubecilla de niebla que nos rodea el iris a las dos. ¡Y la distancia era tan corta, Agnès! La distancia tan corta, mi voz tan dulce y él… ¡Él tan frágil!
Reconozco que lo sorprendí cuando casi me arrojé sobre él. Podía haberme rechazado, haberme dado un empujón con sus musculosos brazos, pero… ¿sabes? ¡No fue capaz de alejarse de mis labios! No lo hizo hasta que Jordi d’Ornós, su obispo, hizo acto de presencia.
¡Pobre Marc! Le temblaban las piernas, sobre todo cuando le dije: «Hasta luego, amor mío». Se quedó estupefacto, incapaz de articular una sola palabra.
Ya ves, hermana mía, no era tan difícil repetir una escena ya vivida. Pero esta vez no será mi cuñada quien utilice esta información. Espero y deseo, de todo corazón, que los efectos sean para vosotros igual de devastadores que en mi caso. Lástima que no me quede para verlo.
Tal vez ese encuentro ridículo que tenéis a escondidas a principios de la primavera ya no pueda llevarse a cabo. Quién sabe si no se producirá nunca más. ¡A ver si vuestro san Valentín obra el milagro! Qué injusta que puede ser la vida, ¿verdad? La sacrificas a cambio de unas horas ¡y de repente te las arrebatan en un santiamén!
De una cosa no te quepa la menor duda, querida hermana: estaréis presentes en mi último pensamiento.
Parecía que nadie iba a ser capaz de invertir la situación. Agnès de Girabent se había convertido en un alma en pena. No atendía a sus obligaciones con los enfermos, ni tampoco hacía caso de Brigita, que había adquirido la costumbre de acercarse a la calle del Balç y ayudar en pequeñas tareas.
Agnès vivió durante cuatro días ajena a la luz del sol, así como a la oscuridad que marcaba el ciclo nocturno. No dormía y rechazaba la comida sin siquiera probarla. Se habría dicho que hablar también había dejado de interesarle.
Kosza había explicado que estaba enferma, y la gente empezaba a pensar que los había abandonado a su suerte. Cada cual decía la suya, y cuanto más tiempo pasaba, por mucho que el fiel judío intentara atender los casos sencillos, se hacía más difícil poner orden en las aglomeraciones que se formaban a la puerta de la casa.
Después de leer la carta que le había hecho llegar Nialó, Agnès ni siquiera hizo nada por ir a Vic y confirmar aquellas líneas. Tampoco vertió una sola lágrima. El suyo era un dolor mudo, un dolor que se le quedó atrapado dentro del cuerpo. Se limitó a abandonar la carta sobre una banqueta y acto seguido se acurrucó en la yacija que hasta hacía poco había acogido a la doctora judía.
Por la noche se levantaba cuando todos dormían y ordenaba el legado de su maestra. Como si fuera la primera vez y le resultaran del todo ajenos, observaba los instrumentos con los que Floreta Sanoga había trabajado toda su vida. Después recorría con las yemas de los dedos su ropa, las cartas y documentos polvorientos, el anillo de gran valor que le había regalado la reina de algún país de la Europa central… Y se decía que no tenía ningún derecho a ocupar su lugar, que era una persona indigna, que su vida había sido una farsa de principio a fin.
Brigita subía a menudo al piso de arriba, con preguntas, quejas, carantoñas, pero no conseguía atraer su atención. Enviaron aviso a Margarida Tornerons, pero los días pasaban y no obtenían respuesta. Pese a que Pere cada día se manejaba mejor en el hospital, la confianza que inspiraba ver por allí a Agnès, siquiera de vez en cuando, iba menguando. Muchos se planteaban que acabarían antes plantándose directamente en la calle del Balç.
—Robert pregunta por vos —dijo la niña una de las innumerables veces en que inició una conversación sin obtener respuesta—. Dice que le hablasteis de un trabajo en Vic con Gaufred, un amigo vuestro. Que le prometisteis que lo llevaríais allí, que quizá alguna familia lo acogería y que aprendería a fabricar zapatos y guantes. —Brigita insistió un buen rato, pero no tuvo suerte. Ni una sola de sus noticias o encargos, expresados a diario, despertó el interés de Agnès—. Gaufred está algo triste. ¡Enfadado, de hecho! Y yo también… —añadió con la cabeza gacha.
Agnès le dio la espalda, volviéndose de cara a la pared. Permaneció impasible. Tal vez aquella niña con la que había compartido su primer viaje a Manresa, a quien había cuidado como si fuera su propia hija, estaba llorando, pero ella solo tenía fuerzas para mantenerse al margen.
Cuando el Judío vio el estado en que Brigita volvía del piso de arriba, se plantó ante la yacija donde Agnès seguía hecha un ovillo.
—Si pensáis dejaros morir, podríais ahorrarnos la agonía —dijo con semblante serio.
Antes de que Agnès se volviera para mirarlo ya había abandonado la estancia.
Durante las horas siguientes no se produjo cambio alguno, ni tampoco cruzaron ninguna palabra más. Agnès se dio cuenta de que por la noche desvariaba, asaltada por las pesadillas, mareada por el ayuno. Kosza le llevaba un plato de sopa e intentaba sin éxito que comiera un poco; también subía a menudo para ponerle paños húmedos en la frente, mientras observaba una y otra vez cómo el plato de comida seguía intacto sobre una mesita de madera.
El Judío conocía el contenido de la carta de Nialó. La había encontrado en el suelo al día siguiente de que empezara el bajón de Agnès y, antes de dejarla, la había leído. Con todo, había muchas cosas que se le escapaban. ¿Qué tenía de significativa aquella fecha, el dos de febrero? ¿Cuál era el mensaje encubierto? Al parecer, cuatro años atrás la devastación causada por el terremoto había sido brutal, pero estaba seguro de que no era de eso de lo que se hablaba en aquellas líneas. ¿Quién podía ser el hombre al que su hermanastra había seducido utilizando armas tan poco nobles y, sobre todo, por qué la llamaba Agnès? ¿Tenía ante sí a una impostora? Por más vueltas que le daba, no conseguía resolver el rompecabezas.
Al comenzar el quinto día, Kosza entró como de costumbre en la estancia llevando un caldo que él mismo había preparado.
—Agnès, si no pensáis tomároslo, se lo daré a cualquiera de los que pasan hambre. Vos diréis, porque tengo donde elegir.
Instintivamente, al oír su verdadero nombre, la joven doctora lo miró extrañada. Durante unos instantes se sostuvieron la mirada, pero luego ella bajó los ojos y siguió sin decir nada. El Judío salió de la habitación dejando la puerta abierta; sabía que no se trataba de ninguna victoria, tan solo que Agnès se negaba a la confrontación.
Hacia el mediodía, tal como tenía por costumbre, apareció Brigita. Se la veía desmejorada, y tras cambiar un breve saludo con el Judío, hizo amago de dirigirse a la antigua habitación de Floreta. Sin embargo, Kosza le cerró el paso.
—¡Espera, no entres! Créeme, no vale la pena. Ha abandonado. Nos ha abandonado, pequeña.
—¿Cómo decís? ¿Que ha muerto? ¿Clara se ha muerto? —preguntó Brigita mientras trataba de liberarse de las manos que la sujetaban.
—Clara respira, pero no vive. De hecho, ya hace tiempo que ocurre, solo que no nos dábamos cuenta…
—No entiendo lo que queréis decir. ¡Dejad que la vea! —exigió nerviosa.
—¡Tenemos mucho trabajo que hacer, Brigita!
—¡No lo entiendo! ¡No sé lo que quiere y no puedo más! Estoy cansada, ¡ojalá no hubiera venido nunca aquí! Me aseguró que…
—A veces las personas mayores decimos cosas que no podemos cumplir —la interrumpió el Judío, poniéndose a la altura de la chiquilla para poder mirarla directamente a los ojos.
—¿Mis padres también?
El Judío no respondió y Brigita insistió con voz rota:
—Entonces, ¿en quién puedo confiar? ¿En quién?
Un ruido seco en la estancia contigua dejó la pregunta en el aire. Kosza y la pequeña se volvieron en esa dirección.
—¿Podéis ayudarme? Es este cajón, el de los instrumentos… Soy incapaz de abrirlo —dijo Agnès al tiempo que asomaba la cabeza por la puerta entreabierta.
Los dos únicos testigos de aquel hecho inesperado miraron a la mujer con incertidumbre. Los ojos de Agnès, empequeñecidos bajo unos párpados hinchados y unas gafas oscuras, tenían una apariencia líquida y la nube de niebla que rodeaba su iris parecía dejar pasar una luz más diáfana.
—Kosza tiene razón. Tenemos trabajo, mucho trabajo, y no hay tiempo que perder.