Vic, principios de la primavera de 1428

Agnès Girabent se instaló en la hospedería de Vic. Los días iban pasando sin que la huella de lo que había vivido desapareciera de sus sueños. Ahora tenía los contactos que tanto había deseado, pero no se decidía a utilizarlos. Al parecer sus pensamientos habían quedado presos de aquellos últimos instantes, cuando su vida, muy a su pesar, había tomado un rumbo concreto.

El día del terremoto el abad había estado en un tris de cruzar el umbral hacia otro reino, al que servía con el temor de no ser lo bastante merecedor de él. Pocos días después, la inquietud y el miedo acumulados habían provocado asimismo la conmovedora confesión de la joven. Todo hacía pensar que se trataba de la última oportunidad y, al mismo tiempo, que el fin del mundo estaba próximo.

Antes de abandonar Camprodon, Agnès había puesto en antecedentes al abad Pere sobre el pacto secreto convenido tiempo atrás con Nialó, su sirvienta. La muchacha era solo un par de años mayor que ella y se habían criado juntas. El intercambio favorecía los intereses de ambas y satisfacía sus deseos por igual. Tras haber acordado hasta el último detalle del engaño, el asalto de los bandidos a la comitiva en que viajaban había colmado de incertidumbres el camino.

Por una parte, Nialó se haría pasar por la hija legítima de Girabent y se casaría con el rico señor de Vic. Dicha impostura le permitiría disfrutar de la posición social que siempre había anhelado. Por otra, Agnès, la verdadera hija de Berenguer Girabent, tendría libertad para hacer lo que le pluguiese y seguir los pasos de su abuela Francesca.

Agnès detestaba la forma en había vivido su madre, condenada a hacer la santa voluntad de un esposo que era un habitual de todas las criadas y rameras que tenía a su alcance. Estaba harta de ver cómo se apagaba poco a poco, de la manera en que aceptaba las humillaciones a cambio de una posición social que tampoco la hacía feliz. Cuando tuvo la edad suficiente para entenderlo, Agnès echaba fuego por los ojos cada vez que la veía doblegarse ante su padre, siempre amparándose en una moral impuesta por la Iglesia y por una sociedad podrida, falsa e injusta con las mujeres.

¡No, ella no pasaría por eso! Lo había planeado desde muy niña y, cuando se le presentó la ocasión, no dudó ni un instante. Tras tomar aquella decisión, ¿le quedaba alguien en quien pudiera confiar, alguien con suficiente poder para ayudarla? ¡Pere de Sadaval, hermano de su difunta madre, era la persona adecuada! Si lo ponía de su parte las cosas serían más fáciles. Pero su tío Pere era abad y, por tanto, según le habían explicado desde niña, una persona comprometida con su ministerio. A Agnès solo le restaba confiar en su capacidad de persuasión.

Era lista y sabía muy bien que una mujer sola tenía dos únicas opciones para devenir respetable: desposarse o entrar en un convento. Ahora bien, si gozaba de los favores de la Iglesia, si conseguía un salvoconducto de su tío, tendría mayor posibilidad de éxito en la empresa que se proponía. Por eso había escrito al abad del monasterio de Sant Pere de Camprodon anunciándole su visita.

Pero entonces tuvo lugar el asalto, y la pérdida de memoria que la había obligado a posponerlo todo; sin olvidar su encuentro con Marc, que la había hecho dudar de sus convicciones más firmes… Todas aquellas circunstancias habían dado al traste con sus planes iniciales de ir en busca de Margarida Tornerons, una mujer que ejercía la medicina con la autorización real.

Tal era el propósito que la animaba: dar la vida, curar, poner los conocimientos adquiridos al servicio de sus semejantes para poder mitigar el dolor. Deseaba entrar en contacto con otras mujeres que compartieran los mismos intereses, luchar por conseguir que se las reconociese y poder acceder a los estudios necesarios. No era justo que su condición les cerrase esa puerta, relegándolas al mundo de la magia o de la brujería en el mejor de los casos.

Al conocer todas las circunstancias del asunto, su tío se echó a llorar. Ella lo atribuyó a su debilidad a raíz del terremoto, tras el accidente de la torre, mas lo cierto era que el hombre sabía que se había portado mal con su sobrina al negarse a escucharla, un comportamiento que ahora podía enmendar.

—Hija mía, has elegido un camino arduo y lleno de peligros, pero tienes mi bendición. Tu madre, que en gloria esté, se sentiría muy orgullosa de ti. Y tu abuela… Bueno, la abuela…

El recuerdo de la mujer que le había dado la vida lo conmocionó. ¡Había estado tan cerca de reencontrarse con ella! Sin perder conciencia de la tragedia que asolaba la villa de Camprodon, el abad deseaba hacer depositaria a su sobrina de los escasos bienes personales que guardaba en su celda. Le habló de tazas finísimas, de una correa de piel, de una navaja y media docena de cucharillas de plata… También de las treinta libras que había ahorrado a lo largo de todos aquellos años en el valle.

Sin embargo, aún no le había llegado su hora, Dios todavía no lo llamaba a su lado. Agnès se negó a coger aquellos objetos que constituían el tesoro personal de su tío. Solo aceptó la mitad de las monedas, la navaja y una cucharilla, que, sin que supiera muy bien por qué, le recordaba a su abuela. Aquel dinero la ayudaría a tener algo que llevarse a la boca durante los primeros tiempos.

Antes de dejarla marchar, Pere de Sadaval aún le hizo una confidencia y una recomendación.

—Debéis saber que vuestro padre ha muerto. —Ante el silencio y el gesto adusto de la joven, el abad no dio más detalles. Luego, dulcificando la voz, prosiguió—: Por lo que respecta al otro asunto del que quería hablaros, haréis un inmenso favor a la Iglesia si lo dejáis correr, aunque suponga un gran sacrificio para vos.

—No entiendo lo que queréis decirme —dijo Agnès.

—Bien sabéis que no hay que tentar a Dios. El padre Marc ha venido al mundo para servirlo; cualquier otro destino supondría una gran pérdida y no haría feliz a nadie, ni siquiera a él mismo.

La muchacha tragó saliva antes de apretar los dientes. Transcurrido el tiempo necesario para no vomitar la bilis y la frustración que la dominaba, respondió:

—Dios ha ganado en este caso. Que se lo quede, pues. Me mantendré fiel a mi promesa.

—¡Hablar así es casi como blasfemar, criatura!

Agnès no respondió y la conversación acabó en ese punto. No tenían nada más que decirse, había cosas en las que jamás se entenderían y en ese momento le pareció más importante conseguir el favor del abad. ¿No le bastaba con su renuncia? ¿Qué más quería su tío? ¿Qué quería Dios de ella?

A la mañana siguiente, mientras salía de la villa en dirección a Vic, miró por última vez el monasterio. Marc no había prestado mucha atención a su partida, estaba demasiado atareado llevando las riendas del cenobio, intentando restablecer el orden, sentado en una silla regia en la que el hermano hostelero y Bremund, ya muy recuperado pero todavía confuso por cómo se había comportado durante el terremoto, lo llevaban de acá para allá. El abad, con ambas piernas rotas, aún se encontraba en una situación más lamentable.

Para Marc su relación había terminado el día en que, con el fin de cumplir la promesa hecha a Dios, la joven le había anunciado que se iba, que seguía su camino, que intentaría hacer lo que siempre había deseado. El sacerdote, convencido de que todo había sido un espejismo y que solo cabía entender el terremoto como un aviso del cielo, había tomado a su cargo el monasterio. Todos le pedían consejo sobre las cosas más diversas, mientras él se obcecaba en salvar el scriptorium y los libros del armarium, enterrado bajo los escombros.

Agnès se dijo que tal vez su tío tenía razón. La vida del hombre al que amaba se hallaba irremediablemente unida al sacerdocio, y su amor por las letras constituía una rama más de su vocación religiosa. ¡Ahora era consciente de que Marc nunca habría sido suyo del todo! Una parte de él siempre seguiría siendo un misterio, una guarida cerrada donde solo se prestaría atención a la voluntad de su espíritu.

Echando un último vistazo a la torre, que aún se mantenía tozudamente en pie, pese a la destrucción que la rodeaba, se dijo que ya no tenía importancia. Había hecho un juramento… ¡Y pensaba cumplirlo!

Antes de irse también había prometido a sor Regina y a Gaufred que volverían a verse, pero ellos dudaron de aquella afirmación tan optimista. El convento había quedado muy malparado y nadie sabía con certeza adónde podría llevarlos el futuro. Solo Dromàs siguió al carruaje mientras este se alejaba del valle.

Agnès había aceptado viajar con los dos únicos supervivientes del derrumbamiento de la sala de los enfermos. Manuela, la mujer que había dado a luz meses atrás, y un anciano cuyo nombre ni siquiera conocía nadie. Ninguno de los dos decía nada. La mujer parecía haber abandonado su cuerpo, y solo de vez en cuando esbozaba el gesto de acunar a una criatura entre sus brazos huérfanos. El anciano, con la mirada vidriosa y el cuerpo encorvado, parecía resignado a su suerte.

La visión del valle tenía algo de profética desde la lejanía. Las cumbres cubiertas de un manto inmaculado herían la vista de tanto como refulgían; en el centro, entre las montañas, humo, cenizas y muerte. Como el fruto que se va pudriendo tras caer al suelo.

Al pasar por Ripoll, un hombre joven y alto como una torre se sumó a la comitiva. Alguien comentó que se trataba de un fugitivo. Agnès lo miró con compasión mientras pensaba que no eran tan diferentes. Sentía que, al igual que él, su vagar errante, sin alas ni norte, la convertía en una desterrada de sí misma. Finalmente, el cansancio la venció y, ajena a resoplidos, llantos y plegarias, durmió largo rato.

No pudo ver el campanario de la iglesia del monasterio de Ripoll, parcialmente derrumbado, ni el montón de escombros en que se habían convertido las bóvedas al caerles este encima. Tampoco oyó los lamentos de las familias que en un decir amén se habían quedado sin techo. El descanso le era fundamental para seguir adelante.

Muy de mañana la despertó un sonido gutural y el intenso olor a vómito, el último de aquel anciano que los acompañaba. La reducida comitiva demoró la salida para darle sepultura. Lo hicieron en un bosque de encinas que cubría la cima, donde solo ella rezó una oración mientras las hojas, mecidas por el viento, entonaban un canto lastimero para acompañarla. El sol era demasiado débil, y las copas redondeadas de los árboles en exceso frondosas para que lograra atravesarlas. Temblando de frío, Agnès depositó una ramita de muérdago entre la corteza agrietada. Fue una despedida breve con los ojos secos, desprovistos de compasión.

Al bajar de la montaña, los campos de cereales aparecían blanqueados, y vieron como un mar de nubes se agarraba a los pies de la villa. Desde allí, observar las cumbres y los riscos que habían dejado atrás suponía una visión casi fantasmagórica. Parecían islas navegando sobre una espuma extrañamente ligera. Las murallas de Vic se hallaban muy cerca, y en el camino real que, procedente de Ripoll, era uno de los muchos que daban acceso a la ciudad, había algunas casas alineadas a ambos lados. Sin embargo, nadie salía al paso de los viajeros, tal vez estaban demasiado acostumbrados a verlos para prestar atención a aquel conjunto de rostros tristes que buscaban un destino diferente.

Agnès miró en todas direcciones. No había visto a Dromàs a lo largo de la mañana, ni siquiera había oído los débiles ladridos con que saludaba al alba. Se alejó un tanto por si lo encontraba, pero no había ni rastro de aquel perro.

El resto del día, a medida que pasaban las horas y Dromàs no aparecía, la joven tuvo una extraña, aunque conocida, sensación en el pecho. La provocada por el dolor de la pérdida de un ser querido.

Era cierto. Agnès habría podido utilizar los contactos que su tío le había facilitado. Llevaba una carta cosida a la ropa y solo necesitaba preguntar por Guillem Caçador, un comerciante de origen suizo que se había establecido como peletero y zapatero en Vic. El abad se lo había recomendado con vehemencia. Según decía, se trataba de un buen hombre, un alma piadosa, con el que le unía una relación sincera. No le cabía duda de que aquella familia se desviviría a fin de que no le faltase de nada, que la acogería el tiempo necesario.

Pere de Sadaval le había dado todo tipo de indicaciones sobre cómo podría encontrarlo. Los peleteros instalaban sus curtidurías en las riberas del río Mèder, cerca del Pont de Queralt.

Sin más equipaje que un fardo, y protegiéndose las manos del frío bajo las axilas, la joven se dirigió a aquel portal de la muralla que marcaba el camino a Barcelona, el cual mucho tiempo atrás había sido una vía romana. No obstante, antes debía cruzar toda la villa, dado que venía del norte, del valle de Camprodon.

Como no era día de mercado, la plaza se hallaba desierta y la atravesó hasta la calle de los Argenters, donde alguien le dijo que el camino sería más fácil si cogía Carnisseries hasta la plaza del Pes y desde allí bajaba por la calle de l’Escola. Algunos artesanos trabajaban a la luz del día y otros comerciantes ofrecían chatarra, fruta y libros. Con todo, los puestos eran precarios, a menudo una sencilla prolongación de los portales.

Al final de la calle de l’Escola se sorprendió ante la enorme mole de la torre de la catedral. Debía de ser una auténtica atalaya, pero ni siquiera se planteó acceder al interior de la iglesia. Siguiendo las indicaciones de los que iba encontrando a su paso, bajó aún más por la calle del Cloquer y por Dolors hasta llegar al Mèder.

Sin embargo, una vez que se encontró sobre el Pont de Queralt, mientras miraba las escasas aguas del río, Agnès dio media vuelta. Tenía la sensación de que las fuerzas la habían abandonado, no le apetecía dar explicaciones. No se veía con ánimos de mostrarse amable, ni siquiera agradecida. Más bien necesitaba estar sola, disfrutar del absoluto anonimato que se reserva a la gente de paso sin nombre ni familia conocida. Deseaba no tener ningún rastro que seguir ni otra obligación que respirar al ritmo que el corazón le permitiese. Ya contactaría más adelante con el peletero si lo necesitaba.

Toda ella era como una maraña de recuerdos y deseos contrapuestos. Los cambios se habían precipitado de tal manera que ya no se reconocía. Ciertamente, no le estaba permitido retroceder en el tiempo, ni recuperar el temple de aquella chiquilla que habría hecho cualquier cosa con tal de ganar su libertad. Buscaría a Margarida, la doctora, pero sospechaba que no le serviría de mucho si antes no había curado sus propias heridas.

Tales eran los pensamientos que dirigían sus pasos en busca de la hospedería, muy cerca de la catedral. Sabía que en aquel lugar amparaban a los peregrinos y la gente de paso. Era un sitio sin el menor compromiso, un sitio donde nadie la conocía.

Ya en el interior cumplió con cuanto le indicaron sin decir una palabra más de las necesarias. Se movía entre la gente con la cabeza gacha, no tanto para ocultar su rostro como para no reparar en ninguno de los que la rodeaban. Si no los miraba no tendría que compadecerse, ni preguntarse por sus historias, ni recordarlos, ni tampoco tener que olvidarlos. Conformaban una masa informe de individuos, nada más.

Sobre un jergón, con la espalda apoyada en la pared, contempló la bóveda del techo y se acurrucó ocupando el menor espacio posible. Un niño lloriqueaba muy cerca y su madre intentaba consolarlo en una lengua que Agnès desconocía. Se cubrió la cabeza con la manta pero el hedor de aquellos harapos le producía arcadas y volvió a su posición inicial. Una sombra avanzó hasta sus pies y atrajo su atención.

—Mi nombre es Miquel Sebeya.

Era el joven desertor, el que había viajado con ellos desde Ripoll y más tarde había cavado la fosa del anciano.

Por toda respuesta, Agnès cerró los ojos.

No fue una noche plácida para casi nadie de los que compartieron techo. La joven respiraba con suavidad a fin de que el intenso olor de tanta miseria no le llegase a los pulmones. Sin embargo, al hacerse de día, el espectáculo devino aún más aterrador. Aquel depósito adonde iban a parar los desheredados se mostró en toda su crudeza y Agnès ardía en deseos de abandonarlo lo antes posible.

Una sola ventana, pequeña y tapada con trapos, iluminaba débilmente el espacio, y bajo aquella luz se encontraba de nuevo Manuela, confusa, indiferente y estéril. Agnès hizo como que no la veía, no tenía nada que ofrecerle. Las pocas fuerzas de que disponía las necesitaba para encontrar a Margarida y, hacía poco que lo había decidido, para hacer una visita a Nialó.

Pasó por encima de los cuerpos de hombres y mujeres, de chiquillos y viejos. Sin mirar atrás, donde yacía aquel Miquel de mirada plácida, aceptó un cuenco de leche aguada. Se la bebió de un solo trago y se dirigió a la plaza del Mercadal. Su tío, todavía inundado por pensamientos contradictorios, le había indicado el palacete donde Nialó vivía con su esposo. Tal vez ella la ayudaría a encontrar a la doctora. ¡Tenía tantas ganas de verla!

El abad también la había puesto al corriente de sus ausencias de la villa. Según tenía entendido, solía acompañar a su marido cuando el hombre viajaba para atender los numerosos negocios que poseía por todo el territorio. Sin duda Nialó la daba por muerta. De otro modo habría hecho algo por recuperar el contacto.

Pensaba en lo agradable que sería la sorpresa que estaba a punto de darle. Solo debía subir aquella calle empinada para llegar a la casa de los Alemany. Le resultaba extraño pensar que su padre la había elegido tiempo atrás para que ella pasara allí el resto de sus días. ¡Pobre hombre! ¿Cómo debía de haber muerto?

—De tanta hiel como almacenaba en las entrañas… —susurró Agnès, respondiéndose a sí misma con los dientes medio apretados.

La plaza del Mercadal se hallaba más concurrida que el día anterior. Pese a que hacía frío y la niebla se aferraba al suelo, la mujer había recorrido de nuevo aquellos callejones estrechos con hedor a orines, esquivando los excrementos de burros y asnos diseminados por doquier. Debía ir con cuidado porque el empedrado resbalaba bajo los zuecos, aquel calzado de madera que había tomado prestado a quien ya no lo necesitaría nunca más. Debía comprarse unos zapatos que le permitiesen caminar sin agobios. A medida que se acercaba al lugar indicado, se iba cruzando con gente que vestía ropas más elegantes. Hombres y mujeres se cubrían con capas ceñidas por delante con broches o fíbulas dorados, algunas de ellas incluso forradas de pieles. Sin duda alrededor de la plaza se concentraban las casas principales. Agnès solo se detuvo unos instantes para observar la capa de buriel oscuro de lana gruesa y basta que le llegaba casi a los tobillos, pero no dejó que su aspecto le corroyera la esperanza.

La oscuridad y el desasosiego de la víspera no le habían permitido captar las dimensiones de aquella plaza. Según decían, el día de mercado era un hormiguero, allí se reunía un sinfín de gente venida de los campos y aldeas cercanos, comerciantes de otras ciudades e incluso alguno procedente de países exóticos. Lo cierto era que allí se podía encontrar toda clase de alimentos, herramientas y productos de droguería. Con todo, Agnès advirtió que a primera hora eran pocas las personas que la cruzaban y menos aún las que se detenían en los puestos. El espacio tan abierto hacía que quedasen a merced del viento. Si se lo encontraban de cara costaba caminar y, por el contrario, los empujaba con fuerza si lo dejaban soplar a su espalda.

Se dijo que la casa de Nialó no debía de quedar lejos. Protegida bajo uno de los soportales, donde tenían su puesto los comerciantes más afortunados, observó con detenimiento los edificios que coincidían con la descripción que de ella había hecho su tío.

Tal vez porque la información procedía de un tercero, el hermano Bremund, no logró identificarla. Solo le restaba preguntar, pese a que sus ropas no estaban en las mejores condiciones tras los días de viaje y de ir durmiendo a la buena de Dios. Finalmente se decidió por un par de hombres que charlaban muy cerca de la calle Estret de Sant Cristòfol.

—Sí que conocemos la casa de Alemany, pero a la tal Nialó de que habláis… —respondió uno de ellos, confuso—. Tal vez os han informado mal, y además, por lo que yo sé, no admiten criados nuevos. No conseguiréis nada.

Dio un paso atrás, más desconcertada todavía que sus interlocutores. ¿En qué estaba pensando? La mujer por la que preguntaba no podía llamarse Nialó. Si la impostura había seguido su curso, la que se había convertido en la señora de la casa que, finalmente, y sin demasiado entusiasmo por los resultados, le señalaron los dos hombres se haría llamar Agnès, como ella.

Una muchacha que cargaba un haz de leña demasiado grande para sus hombros había oído la conversación y quiso acompañarla hasta la casa de los señores Alemany. Al llegar ante ella se quedó mirando a la desconocida, como si el favor que acababa de hacerle fuera merecedor de algo más que un simple gesto de gratitud.

No obstante, Agnès había centrado toda su atención en contemplar la casa que podía haber sido suya. La fachada era más ancha que las de los edificios contiguos y el gran portalón quedaba redondeado por dos ventanas a cada lado, con figuras talladas en las impostas. En el segundo piso, una nueva hilera de ventanales más amplios, y todavía sobre estos, otros de dimensiones más reducidas. Era toda de piedra y en la parte superior, justo bajo el tejado, se adivinaba el desván, con una serie de pilares que formaban pequeños arcos. El conjunto era espléndido y se dio cuenta de que resultaba más alambicado que el de aquellas casas de la Seu tan presentes en su infancia.

Agnès esperó pacientemente a que alguien entrara o saliese por la puerta principal, pero el tiempo pasaba sin que nadie cruzara el umbral. El frío se dejaba sentir y, lejos de remitir con la llegada de las horas centrales del día, se hizo más intenso a medida que el cielo se oscurecía y la amenaza de lluvia se volvía más real. Sin pensárselo dos veces, se decidió a recorrer los pocos pasos que la separaban de la puerta.

—¡No damos limosna! Y no quiero veros más por aquí, o daré aviso a los guardias…

Esas pocas palabras de la mujer malhumorada que le abrió quedaron atenuadas tras la madera noble que le impedía el paso.

—¡Escuchad!

Pero, por mucho que se desgañitó gritando, por muchas acometidas y puñetazos a aquella superficie rugosa que seguía cerrada a cal y canto, la única respuesta que recibió Agnès fue el silencio. Presa del desaliento, retrocedió hasta el centro de la plaza mientras un relámpago cruzaba el cielo y ella aprovechaba el trueno para chillar.

Cuando recuperó la calma, ya agotada, advirtió que un hombre la observaba unos pasos más allá. Iba cubierto con una capucha sucia de la que sobresalía una barba oscura y espesa. Agnès se puso en camino esquivando los charcos que se iban formando en el suelo.

La plaza del Mercadal se le antojó más grande todavía, y más hostil. Decidió ocultarse de nuevo en las calles que bajaban hacia la catedral, hasta que oyó aquellos pasos. Cada vez parecían más próximos, sin duda acortaba distancias. Asustada pese a no tener un motivo claro para ello, Agnès echó a correr. Los restos de barro que se acumulaban en el empedrado la hicieron tambalearse y por dos veces estuvo a punto de caer. Pensaba que a su espalda el desconocido debía de hallarse muy cerca. Entonces dobló la esquina y se topó con Miquel Sebeya. Sin pensárselo dos veces, se echó en sus brazos. Jadeaba.

—¡Tranquilizaos! ¿Qué os ha ocurrido? —preguntó Miquel, recibiéndola.

Agnès apenas podía respirar. Por unos instantes el episodio del asalto en el camino de Llanars se había adueñado de su voluntad y la había doblegado a su antojo. Cuando intentó mostrarle al hombre que según ella la perseguía, este se había evaporado.

Desde un escalón, en el interior de la catedral, Agnès le dijo que necesitaba encontrar a Margarida Tornerons, y que también quería ver a una conocida que vivía en casa de los Alemany pero que se habían negado a recibirla. Pese a que le estaba sumamente agradecida por su providencial aparición, la joven juzgó más prudente no confiarle más de lo imprescindible.

—¿Y decís que vive en casa de los señores Alemany? Tal vez se ha marchado en su compañía.

—¿Cómo decís?

—En estos momentos los señores Alemany no se encuentran en la ciudad. Pasan largas temporadas fuera.

—¿Y vos cómo lo sabéis? —preguntó Agnès, extrañada.

—He venido a buscar trabajo, tengo unos conocidos al servicio de los señores de Montcada. Ellos me han informado al preguntarles si sabían dónde podían precisar mozos, ya sabéis… Eso sí, si queréis, si no os supone ninguna molestia, será un placer ayudaros a encontrar a la doctora que buscáis. ¿No estaréis enferma?

—No. No se trata de eso.

—Pues no os preocupéis. En cuanto pase la tormenta se lo preguntaré a los amigos de los que os he hablado y esta noche os haré saber cómo podéis poneros en contacto con la mujer que buscáis. Porque iréis a la hospedería, ¿no?

Agnès movió la cabeza afirmativamente aunque sin excesivo entusiasmo.

—Os quedaré muy agradecida —respondió finalmente al comprender que no podía hacer mucho más que esperar, al menos de momento.

Como en sus peores sueños, Nialó despertó sudada y con la cabeza colgando por el lado de la cama. El oscuro cabello le llegaba al suelo, mezclándose con alguna materia pegajosa. Al darse cuenta, hizo fuerza con los brazos para recuperar su posición sobre el jergón. Luego se levantó, asqueada. Por mucho que su marido considerase la casa de Manresa un lugar con todas las condiciones necesarias para vivir, era muy diferente del palacete que tenían en la plaza del Mercadal de Vic. Aquel había conseguido hacerlo suyo, desterrar todas las inmundicias, lo único que verdaderamente detestaba. ¡Y cómo lo detestaba! Cualquier olor que, siquiera de lejos, le recordara la miseria vivida durante su infancia en la Seu bastaba para desatar todos los demonios que llevaba dentro.

Pese a todo, no quería renunciar a acompañar a su esposo a donde lo llevaban sus negocios. Había mucha pelandusca por las calles y su marido no era difícil de contentar; por otra parte, la idea de quedarse a solas con su cuñada la horrorizaba. Aquella mujerona tenía muy mala baba y había hecho cuanto estaba en su mano por impedir el casorio.

Todo lo cual la llevaba a aceptar la vieja casona de Manresa casi sin poner la menor objeción, pese a la falta de comodidades. La proximidad al río Cardener era una de las más graves, ya que convertía el lugar en un agujero de humedad y mosquitos.

Tampoco el servicio destacaba por hacer bien su trabajo. Nialó contemplaba con horror la suciedad en los rincones del dormitorio y las extrañas manchas que lucían las paredes. También había oído el ruido de las chinches largo rato antes de conciliar el sueño, mientras Josep Alemany roncaba a su lado, tal vez incapaz de digerir la ingente cantidad de cabrito engullida en la cena de cumpleaños del alcalde de Manresa.

Se quitó la camisola para mirarse la piel, así como para palparse el vientre, levemente redondeado por el hijo que esperaba, pero ninguna marca indicaba que le hubiesen picado. Muy al contrario de lo que le ocurría a su marido, era más sensible al ruido que a las actividades chupadoras de aquellas bestezuelas. Sin embargo, no tardó en decirse que no necesitaba buscar excusas; fácilmente habría podido atribuirlas a los primeros meses del embarazo. Desde que había tenido noticia de la partida de Agnès, y se acercaba el día que tanto había temido, no descansaba tranquila.

Muy atrás quedaba el día en que la había dejado a merced de los asaltantes, ni siquiera había sido lo bastante valiente para dirigirse a Camprodon y avisar de los hechos, quizá buscar a alguien que la ayudara. No obstante, lo cierto era que el comportamiento de los bandidos había sido especialmente feroz, y ella, tal como había descubierto días atrás, en la Seu d’Urgell, solo estaba preparada para matar, en ningún caso para morir. Sobre todo cuando se hallaba tan cerca de conseguir sus propósitos.

En el camino de Llanars, mientras Agnès gritaba en demanda de auxilio, incluso cuando sus alaridos colmaban el amanecer, Nialó, amiga suya y sirvienta, con quien había hecho un pacto que las unía aún más que sus circunstancias familiares, solo había pensado en salvar su vida. Nada más.

Si en ese momento la hubiera tenido delante le habría dicho que en ocasiones no es posible pensar en ninguna otra cosa, que ver la muerte tan de cerca aniquila toda capacidad de resistencia. Entonces solo piensas en huir… Y eso era lo que había hecho, huir hasta encontrarse sana y salva en brazos de su flamante marido.

Tal vez había sido demasiado egoísta, pero Nialó tenía la certeza de que, de haberse encontrado en aquella situación, ¡Agnès habría hecho lo mismo!

En cualquier caso, ya no importaba demasiado. Josep Alemany la quería con locura y ella, en respuesta, se había apresurado a cumplir su deseo más ferviente: el heredero que la familia del comerciante tanto había anhelado venía de camino. Ni en sus mejores sueños habría imaginado llegar a alcanzar la posición de que ahora disfrutaba. Sin embargo, todo se vendría abajo si Agnès exigía que le devolviera su vida. Nunca había entendido del todo el trato que le había propuesto, pero si realmente su intención era desaparecer como hija de la casa Girabent para dedicarse a la práctica de la medicina, tal vez habría cambiado de opinión al ver a la muerte tan de cerca.

Sea como fuere, aunque solo ansiara vengarse por haberla abandonado a su suerte —y Nialó creía ciegamente en la venganza—, Agnès tenía todo el poder en sus manos. Le bastaría con desvelar su identidad, poniendo por testigo a su tío, el abad de Camprodon.

Unos golpes en la puerta cortaron de raíz la deriva de los pensamientos que llenaban la cabeza de Nialó. La idea de que pudiera tratarse de su esposo, que la pillase con aquel aspecto de haber pasado una mala noche, la alteró.

—¡No te he dado permiso para entrar, Íncita! —exclamó poco después, tras haberse refugiado de un brinco entre las sábanas de hilo, tapada hasta el cuello.

—Lo sé, señora —respondió amedrentada la joven criada, la única que seguía a su servicio—. Pero he pensado que aún estaríais durmiendo, y como sé que no soportáis que el señor os sorprenda sin arreglar… Ha dicho que volvería para desayunar, y también que preparase tostadas con miel, porque sabe cuánto os gustan…

Nialó frunció el ceño. En los últimos meses había dudado mucho de aquella mujer menuda de andares gráciles, pero en un par de ocasiones le había demostrado que podía confiar en ella, que se tomaba al pie de la letra la fidelidad a su señora. Tan solo tenía una costumbre capaz de sacarla de sus casillas: hablaba y hablaba sin cesar.

—¡Pues ya me estás preparando el baño, Íncita! ¿A qué esperas? —añadió al ver que la criada, en lugar de apresurarse, se quedaba plantada como si Nialó hubiera dicho una estupidez.

—¡Pero si os bañasteis hace tres días, señora! Y tendría que calentar agua…

—¿Cuál es el problema? ¿No puedo bañarme las veces que me plazca?

—Sí, por supuesto. Pero tendremos que sacar agua del río y todos los hombres se han marchado con el señor. Algún negocio peligroso se traían entre manos…

—Eres menuda, casi enclenque —replicó Nialó, quien pocas veces perdía la ocasión de hablarle de su escasa estatura—, pero no creo que ninguna enfermedad te impida transportar unos cuantos cubos de agua.

—La señora tiene más razón que un santo, pero tal vez no tengáis tiempo de bañaros antes de desayunar…

—Me tomaré todo el tiempo que necesite, Íncita. Y si alguien quiere verme tendrá que esperar, ¿entendido?

—Sí, señora —respondió la criada con firmeza, pero sin moverse ni un milímetro en dirección a la puerta—. Si es así… Si nadie tiene la potestad de meteros la prisa en el cuerpo, quiero decir… ¿Podría haceros una pregunta?

—¿No será la misma de ayer y la gemela de la que me harás mañana?

Íncita bajó la vista, aquellos ojos llenos de vida, más grandes que los de Nialó y que esta envidiaba.

—Seguro que la señora me entiende… —La sirvienta cruzó las manos a la espalda y se agarró con fuerza los dedos, con todo el aspecto de alguien que está a punto de arrodillarse y suplicar.

—Entiendo que bebes los vientos por Miquel Sebeya, pero se trata de un hombre de mi confianza. Ahora está fuera, cumpliendo órdenes. No puedo decirte nada más, aparte de repetir lo que ya expresé ayer, por supuesto. Tal vez tarde unos días o aparezca mañana mismo… ¡Todo depende! Y ahora haz lo que te he dicho; ya basta de cháchara, que a veces me da la impresión de que lo de darle a la lengua resulta contagioso.

Pese a que ya esperaba esa respuesta, a Íncita se le iluminaron los ojos. Le bastaba con saber de él, con oír su nombre en boca de alguien. Dio media vuelta con un brillo aún más intenso en la mirada mientras Nialó recuperaba el espejo de debajo de la almohada.

Sabía que sus ojos eran demasiado sesgados para que pudieran expresar dulzura. La gente más simple daba por hecho que reflejaban su maldad, tal como había insinuado su marido apenas conocerla…

—Me da la impresión de que tú y yo nos parecemos un poco —había dicho Josep Alemany con una sonrisa—. ¡Tal vez debamos guardarnos muy bien el uno del otro!

Transcurridos apenas unos meses, Nialó había entendido perfectamente lo que quería decir. Era un hombre duro, capaz de cualquier cosa si lo beneficiaba. No quería ni pensar en la posibilidad de que descubriera su impostura.

Por eso había enviado a Miquel Sebeya a hacerse el encontradizo con la comitiva que bajaba de Camprodon, y por el bien de todos, confiaba en que cumpliera sin contratiempos su tarea. El encargo consistía en averiguar las intenciones de Agnès, si realmente iba a Vic en su busca, y actuar en consecuencia. Si no le era posible conseguir dicha información, la orden era deshacerse de ella; de manera limpia y rápida, pero deshacerse. Que aquella mujer no pudiera convertirse jamás en una espada que pendía sobre su nueva vida.

Íncita volvió con dos cubos de agua humeante y los vertió en la bañera. Cuando quería, se dijo Nialó, era muy efectiva. Tras introducir el dedo en el agua para comprobar que estuviera en el punto deseado, miró a su señora unos instantes y le sonrió. Parecía feliz por la conversación que habían mantenido sobre aquel hombre capaz de cualquier cosa por unas cuantas monedas.

La criada estaba ilusionada porque, siguiendo su costumbre, le había correspondido desde el principio. Incluso se habían revolcado en la paja de los establos. Íncita pensaba asimismo que el señor era un hombre justo y que la fortuna la acompañaba desde que había entrado en aquella casa.

Nialó se quitó la camisola a fin de disfrutar de la cálida caricia del agua recorriéndole el cuerpo. El embarazo había acentuado su sensualidad y la vergüenza nunca había formado parte de sus atributos.

—Aléjate si no quieres que te atice una patada donde más duele —dijo Agnès, apartándose bruscamente de Miquel, al notar que este se frotaba contra sus nalgas y casi la había engullido con su enorme cuerpo.

—¡Oh, no quería molestaros! Yo… —respondió el hombre haciéndose el adormilado pese a que su respiración agitada revelaba todo lo contrario.

—Una cosa es que acepte tu ayuda y te esté agradecida por lo que hiciste por mí ayer por la tarde, pero no te equivoques. No te debo nada. ¡Ni a ti ni a nadie! Y si este es el precio que pones a tus servicios, ¡te has equivocado de medio a medio!

—Os juro que…

—A mí no tienes que jurarme nada. Pero no quiero malentendidos. Ya estás avisado. Mañana por la mañana, si consigues que tus amigos me ayuden a encontrar a Margarida Tornerons, perfecto. Si no es así, ya me las apañaré sola. Pero, que te quede claro, no tienes ningún derecho sobre mí sea cual sea el resultado obtenido.

La firmeza con que Agnès pronunció todas y cada una de aquellas palabras no daba pie a seguir intentando reparar el daño causado. Una vez concluida la invectiva, la joven se pegó a la pared, malhumorada. Tal vez Miquel no mentía y solo se trataba de un gesto desmañado fruto de la estrechez de la estancia, o quizás había sido a causa del frío, que ponía rígidos los huesos y dejaba las manos entumecidas. No obstante, la corpulencia de aquel hombre imponía y, pese a que la rabia la había encendido como una ramita seca depositada sobre las brasas, la joven no las tenía todas consigo. Además de que su cuerpo tenía un único dueño y señor y lo echaba de menos. ¡Cómo lo echaba de menos! ¡Esa era su fuerza!

Rendida por el viaje, Agnès no tardó en dormirse profundamente. A la mañana siguiente, el barullo de unos y otros, que recogían las escasas pertenencias que transportaban y se disponían a iniciar una nueva jornada en su huida hacia ninguna parte, la despertó más tarde de lo que habría deseado. Se dio cuenta de que Miquel Sebeya ya no estaba en la sala y, tras comprobar que su fardo seguía intacto, se dirigió a la puerta.

—¡Señora! ¿No tendrá un mal mendrugo de pan para mi hija? —oyó que le preguntaba un hombre todavía joven, pero de piel extremadamente curtida, que tendía la mano justo ante ella.

Agnès fijó la vista en el rostro suplicante. Si aquel hombre había tenido orgullo alguna vez, debía de haber pasado por una situación muy grave que se lo había arrancado de cuajo. Lo entendió al ver a la niña que lo acompañaba; no tendría más de tres o cuatro años y mostraba un aspecto enfermizo, como si las fuerzas que Dios otorga a los más jóvenes a ella le hubieran sido negadas.

—Lo lamento, no tengo lo que me pedís. Tal vez más tarde… ¿Qué le ocurre? —preguntó Agnès señalando a la pequeña.

—No lo sabemos. Nadie acierta a encontrar remedio. Por eso hemos venido a la villa. Nos han dicho que hay una mujer, una tal Margarida Tornerons…

—¿Habéis venido a verla? —lo interrumpió la joven, sorprendida por las circunstancias—. ¿Puedo ir con vos?

El hombre hizo una mueca de decepción y hundió los hombros como si le hubieran cargado encima un par de sacos de grano.

—No seré un estorbo, os lo aseguro… —añadió Agnès al percibir las dudas de aquella figura derrotada.

—No me malinterpretéis. No es que vuestra compañía suponga un estorbo, muy al contrario. Lo que sucede es que la doctora hace unas cuantas semanas que dejó la villa.

—¡Qué decís! ¿Estáis completamente seguro? —preguntó la joven, alterada.

—Como os lo digo. Creedme que no bromearía sobre eso —agregó pasando la mano por la pálida piel de la chiquilla, que aún estaba sentada en el suelo.

—Pero ¿cómo puede ser? ¿Adónde ha ido? ¿Habéis podido informaros? —Con cada nueva pregunta crecía el nerviosismo de Agnès.

—Está en Manresa, a unas horas de camino. Lo sé con certeza, ha ido a seguir las enseñanzas de una mujer judía. Floreta, me parece que se llama.

—¿Y entonces? ¿Qué haréis ahora?

—Esto es todo lo que nos queda —dijo el hombre enseñándole unas pocas monedas.

—¡Cualquier carro os pedirá más del doble por llevaros!

—Mi mujer está a la puerta de la iglesia, tal vez con lo que…

—Id a buscarla y encontrad quien nos pueda llevar, esta niña no puede hacer el viaje a pie, y tampoco puede esperar —añadió en tono conmiserativo—. Yo pondré el resto del dinero y vendré con algo para comer. No os mováis de aquí, ¿de acuerdo? Cuando las campanas toquen al ángelus tenedlo todo listo e iremos juntos a Manresa.

Agnès no habría recorrido ni doce pasos cuando vio recortarse a contraluz la figura alta y esbelta de Miquel. Por la forma en que fue a su encuentro el joven parecía contento, como si el desagradable episodio de la noche anterior hubiera quedado en el olvido. Agnès deseaba comunicarle su cambio de planes, pero él estaba demasiado pletórico para dejarla hablar.

—¡Esperad! Tengo una buena noticia, ¡una noticia que merece ser celebrada! —exclamó Miquel mostrándole dos raciones de pan blanco, un trozo de tocino y otro de queso.

—Es que…

—No admito excusas. Comed y dejadme hablar, que luego accederé a escuchar lo que queráis decirme —la interrumpió con una sonora risotada y actitud segura.

—¡De acuerdo! ¿A qué debemos, pues, la celebración de este festín?

—¡He encontrado a la doctora que buscabais!

—¡La doctora! ¿Seguro que no se trata de un error?

—No hay el menor error posible, ya os he dicho que confiéis en mí. Tengo los mejores contactos —añadió esponjado como un gallo. Al ver la cara de extrañeza de la muchacha, Miquel insistió—: Buscabais a Margarida Tornerons, ¿no? Pues os está esperando. Me he levantado temprano y he aprovechado el tiempo, ¡ya veis!

—¿Quieres decir que puedo verla ahora mismo? ¿Aquí, en Vic?

—¿Dónde, si no? Pero antes debéis comer un poco, si no queréis que os confunda con una de sus pacientes.

Sin acabar de entender lo que estaba ocurriendo, Agnès decidió seguirle el juego. Aprovechando que había salido el sol se apoyaron en el tronco de un árbol y se dispusieron a hacer los honores a aquellas viandas tan suculentas. El trozo de tocino era demasiado grueso para poder comerlo a mordiscos y Miquel, solícito, se ofreció a ayudarla, pero ella le respondió arisca:

—Puedo arreglármelas sola, gracias.

Entonces sacó la navaja que le había dado su tío e hizo dos partes, luego le pasó la más grande.

—Hay hambre, ¿eh? —exclamó Miquel en un intento de quitar hierro al asunto y rebajar la tensión que la mantenía alerta, suponía que a causa de su metedura de pata de la noche anterior.

Pero Agnès no respondió. Aquel tono familiar, tomándose más confianzas de las que ella le había concedido, le molestaba. Con todo, quería saber cuáles eran sus intenciones, a menos que el hombre de la hospedería anduviese errado y Margarida… Era tan fácil dejarse llevar por los chismes en aquellos tiempos… No disponía de mucho margen para averiguarlo, un par de horas, tres a lo sumo.

—¿Vamos, pues? —preguntó con la boca llena.

Recorrieron a buen paso la calle del Cloquer y luego cruzaron la de la Ramada hasta encontrarse en la del Pont. Caminando siempre detrás de su acompañante, Agnès accedió a un paso superior que comunicaba las casas por encima de la calle. Las paredes que la rodeaban se veían ennegrecidas y destartaladas, igual que las piezas de ropa que tuvo que apartar para seguir avanzando. Aquella especie de zigzags de callejuelas laberínticas y sin ventilación hizo que le entraran arcadas. Cuanto más avanzaba, mayor era su inquietud.

—¿Se puede saber adónde me llevas?

—Ya os lo he dicho, a ver a la doctora que buscáis. ¡Ya casi hemos llegado!

Miquel Sebeya señaló la última puerta del callejón. Era de dimensiones reducidas y estaba cubierta por una lona de color oscuro. El joven la apartó con decisión y acto seguido empujó una de las hojas mientras la invitaba a entrar. El picaporte emitió un ruido seco a la espalda de la muchacha tras chirriar brevemente.

—No veo nada —dijo Agnès antes de tener tiempo de acostumbrar la vista a la oscuridad de la estancia.

—Eso sí que lo lamento —musitó el joven en tono condescendiente—. No querría dejar de estar presente en tus últimos recuerdos.

La hija de Girabent se pegó contra la pared. Hedía a pescado en descomposición y a orines, pero se sobrepuso a cualquier sensación y buscó la navaja de su tío entre la ropa. Antes de tener al hombre a su alcance oyó su voz acercándose.

—¿Es que no te gusto? Seguramente crees que soy demasiado poco para ti, ¿no? ¡Mira cómo te agarro las nalgas ahora! No seas pánfila, no tengo la menor queja del servicio que me ha prestado mi verga. Te la clavaré hasta el fondo antes de terminar el trabajo. ¿Me oyes? ¡Haré que te salga por la boca, furcia de mierda!

El aliento del hombre ardía y sus manos buscaban entre las piernas de la joven un camino por donde seguir avanzando, pero antes de llegar al sexo, se le aferraron a la entrepierna clavándole las uñas.

—¿Qué me has hecho, mala bestia? ¡Te juró que te haré mear sangre!

Tras ese exabrupto, el cuerpo de Miquel se retorció sobre sí mismo y resbaló hasta el suelo. Sus gemidos se alternaban con maldiciones y palabras incomprensibles que balbuceaba con rabia. Pero la vida se le escapaba entre los labios. Agnès intentó abandonar el rincón donde él la había arrimado, sin conseguirlo. Aquel hombre la tenía bien sujeta por los tobillos. Pese a la lucha en la oscuridad, el cuerpo malherido de Sebeya aún se aferraba al suyo.

Agnès sintió la tibieza de la sangre que le chorreaba por los dedos y aquel olor inconfundible, pegajoso. Todavía con la navaja en la mano, la clavó de nuevo con todas sus fuerzas entre los hombros de su agresor. Sabía que debía aprovechar el momento, que no tendría una segunda oportunidad. El ataque hizo que Miquel la dejase libre, y ella, adivinando el movimiento del cuerpo que se retorcía para cubrir la nueva herida, le pasó por encima.

El picaporte chirrió de nuevo mientras la luz de la calle la cegaba. Ante su aparición, un niño se llevó la mano a la boca y salió corriendo. Entonces Agnès tomó conciencia de su estado y, sin pérdida de tiempo, se limpió la sangre de las manos con la lona de la puerta. Miró a uno y otro lado y le pareció oír un rumor de agua.

A apenas unos pasos de donde se encontraba, por la calle contigua de la Riera, bajaba una corriente que recorría las balsas y llevaba al puente de arcos. No había ni un alma, solo un par de gallinas picoteaban cerca, y Agnès aprovechó para lavarse bien y eliminar cualquier rastro que pudiera delatarla. El agua bajaba helada, pero casi ni fue consciente de ello. A cada instante miraba a su espalda y, pese a que por fuerza Miquel debía de estar muy malherido, el miedo a verlo aparecer la aterrorizaba.

Completamente empapada y cubriéndose la cabeza con la capucha de buriel, no dejó de correr hasta llegar de nuevo a la hospedería. La niña estaba sola, apoyada en unos fardos.

—¿Dónde están tus padres? —preguntó mientras respiraba con dificultad.

—Me han dicho que vendríais con nosotros, que nos llevaríais a…

—¡E iré! ¡Pero necesito encontrarlos! ¿Te han dicho adónde iban?

—Solo me han dicho que los esperemos aquí. No pueden tardar.

—¡No tenemos tiempo, bonita!

—Me llamo Brigita —dijo la niña mirándola con sus ojos verde pálido.

—Pues escúchame, Brigita. No te muevas, y si alguien que no sean tus padres pregunta por mí, tú no me has visto. ¡Vuelvo en seguida! —dijo tras asegurarse de que la pequeña había entendido la importancia del mensaje.

—¡Esperad! ¡Aquella es mi madre! —exclamó la chiquilla señalando con el dedo a una figura delgada que se acercaba con paso decidido hacia donde se encontraban.

La mujer le hizo saber que un carro los esperaba en el portal de Queralt. No tardó en aparecer también el padre de Brigita, que con un solo movimiento se la cargó a hombros. Justo en el momento en que las campanas de la catedral tocaban al ángelus, ellos cruzaban el puente de cinco arcos y enfilaban el camino que debía llevarlos a Manresa.

Apenas llegar a Manresa Agnès se planteó si despedirse de los padres de la niña. Habían sido dos días extraños, siempre mirando en dirección al camino que iban dejando atrás. Debía sentirse feliz porque el dinero que le había proporcionado su tío sirviera para ayudar a aquella familia, pero ni siquiera ver cómo Brigita recuperaba el color de las mejillas y le dirigía una sonrisa tímida podía hacerle olvidar lo que había ocurrido en Vic. No se sentía una asesina; lo único que había hecho era defender su propia vida, pero en definitiva había cometido un acto que no olvidaría. La incertidumbre sobre la suerte que habría corrido Miquel Sebeya hacía aún más punzante aquel mal recuerdo. Pensaba en su amado, en qué estaría haciendo y si algún día tendría la oportunidad de hablarle de todo lo que la angustiaba.

Acababan de cruzar el puente de piedra y, con la villa ya muy próxima, aquellos padres le dijeron que su compañía había sido como encontrarse con un ángel. Brigita ponía una cara extraña, como si no acabase de creerse que aquella mujer, la única a la que había conocido hasta entonces capaz de responder afirmativamente a todos sus deseos, fuera real. Algo en su entendimiento, todavía tan embrionario, la avisaba de que si la desconocida levantaba la mano en señal de despedida, sería el fin de aquellos días intensos y felices.

Agnès no había olvidado tomar precauciones. A la familia les había dicho otro nombre, Clara, e incluso Brigita había convenido en que era un nombre muy bonito y que le cuadraba a las mil maravillas. Tras pensar en ello durante el viaje, había decidido su nueva identidad. Se sentía triste, como si hubiera traicionado la memoria de su madre, los deseos de una vida plena que siempre había manifestado su abuela.

Un campesino que venía del terruño les dijo que fueran a la basílica y que después preguntaran por la calle del Balç, donde podrían encontrar a aquella mujer médico. Algunas partes de la villa que iban atravesando daban pena de tan abandonadas. La pobreza y a menudo la enfermedad resultaban evidentes en muchas de las personas que encontraban a su paso.

El río bajaba crecido y los curtidores se quejaban de que les sería muy difícil hacer su trabajo. Sin embargo, la atención principal se centraba en uno de los obreros que trabajaban en la techumbre de la seo; el andamio había cedido y el hombre yacía en el suelo en una posición extraña. Agnès tenía muy claro que estaba muerto.

Mientras reemprendían el camino hacia la casa de la doctora, se dieron cuenta de que el dédalo de callejuelas hacía muy difícil orientarse. De repente daban media vuelta, como si las losas se hubieran arrepentido de seguir aquella dirección. Acababan delante de un muro o un gentío taponaba la salida, como si el propósito fuera cerrarles el paso. Diversas veces les habían asegurado que se hallaban muy cerca, pero cuando volvían a hacer la misma pregunta la distancia que los separaba había aumentado de manera incomprensible.

Había aves que salían corriendo de las casas porque sus habitantes, enfadados, las expulsaban a escobazos; los niños lloraban abrazados a las piernas de sus madres mientras los perros aprovechaban para coger todo aquello que se pudiera oler, fuera comestible o no.

Agnès tuvo que ofrecer una moneda a aquel chiquillo de aspecto ocioso para que los condujera hasta la calle del Balç. El chico abrió desmesuradamente los ojos y de inmediato dio un mordisco al metal. Complacido, los llevó entre empujones y reniegos por el interior de aquella masa viva que configuraban las calles más antiguas de Manresa.

En la calle del Balç se concentraba mucha actividad, como si buena parte de las cosas que sucedían tuvieran lugar a su alrededor. Cuando alguien les dijo dónde vivía Floreta Sanoga y elogió sus capacidades curativas, tuvieron la sensación de que no sería fácil acceder a ella. Las colas de gente venida de otros lugares con la esperanza de una curación, según había dicho su interlocutor, harían muy difícil llegar ante la casa.

Un acceso de tos de Brigita los obligó a detenerse. La pequeña se había puesto blanca y parecía muy asustada ante tanto bullicio. Agnès dijo que se adelantaría, pero el padre siguió caminando todavía con mayor decisión con la chiquilla en brazos.

Una vez en la calle, tanto Agnès como los padres de Brigita entendieron por qué había sido tan difícil encontrarla. Era tan estrecha que los cuerpos tenían dificultad en despegarse, pero también parecía ser la más concurrida, la más rebosante de niños y perros y ocas, además de comerciantes y artesanos que voceaban sus productos o, sencillamente, los elaboraban a las puertas de las casas a la vista de todo el mundo, haciendo imposible pasar por aquel trozo de calle si no lo hacías en fila india.

Tampoco la situación de la casa de la doctora resultaba difícil de averiguar. Había tullidos, locos, un herido por cuchillada. En la entrada estaba plantado un hombre enorme a quien todos llamaban el Judío y al que temían por su aspecto feroz. Agnès pensó que realmente daba miedo, pero algo en su mirada le indicaba que era más bien el talante que resultaba más útil a su cometido. No obstante, la determinación de la joven era capaz de vencer aquella clase de obstáculos.

—Quiero ver a Floreta Sanoga, me han dicho que con ella está Margarida Tornerons —dijo situándose justo delante del judío y mirándolo a los ojos ante el espanto de muchos de los congregados por la actitud de aquella muchacha imprudente.

—Tú y media ciudad… —respondió el hombre, más divertido que molesto—. ¿Cuál es la virtud que debería hacerte pasar por delante de toda esta gente? ¿Has pensado que podrían arrancarte los ojos si te saltas el turno que algunos hace días que esperan?

Agnès dio media vuelta para enfrentarse a las miradas que la taladraban por la espalda. Acto seguido articuló su respuesta sin palabras. Se acercó al hombre que yacía en el suelo y destapó la herida. Alguien gritó que ya debía de estar muerto y que se lo merecía, pero ella no prestó atención a los gritos ni las exigencias de nadie. Se arrodilló y, con la ayuda del padre de Brigita, lavó la herida con agua.

Entonces alguien dijo que un trozo del cuchillo se le había quedado dentro, bajo la axila derecha, y Agnès sacó unas pinzas que llevaba en un pequeño atadijo.

—¿Me ayudarás, Pere? ¡Quiero decir de verdad! Necesitaré de toda tu fuerza si este hombre se revuelve de dolor.

Pere dudó unos instantes, pero aquella mujer había hecho mucho por su familia, les había devuelto la esperanza ayudándolos a sufragar los gastos y comprando comida para Brigita. Aunque ignoraba si sería capaz, le dijo que sí.

—Si es necesario yo también ayudaré —intervino de pronto el Judío, lleno de curiosidad y pensando si la joven no estaría sencillamente intentando ganar algún puesto entre los que esperaban.

Pronto se vio que no era ese su propósito. Agnès, a quien el padre de Brigita llamaba Clara sin que la mayoría de las veces obtuviera respuesta, manejó con destreza y agilidad aquellas pinzas en el cuerpo inerte del herido. Era una ventaja que no se despertase y por un momento pensó si estaría muerto. No obstante, el hombre se estremeció cuando, durante aquella operación improvisada, tocaron el fragmento de cuchillo que albergaba su cuerpo.

La ayuda del Judío fue decisiva, e incluso felicitó a Agnès cuando el hombre volvió a desmayarse. Al presente sería ya muy difícil deshacer el atasco que se había formado en la calle del Balç. Los curiosos se subían encima de sus amigos o familiares para ver lo que estaba pasando, o trepaban a las casas cercanas si tenían el menor saliente que lo permitiera.

Agnès no tardó en darse cuenta de que su actuación implicaba un peligro con el que no había contado. Algunos empezaron a repetir su nombre… ¡Clara! Lo decían sin que ella se sintiera especialmente interpelada. Clara, ayúdanos. Hazte cargo de mi hijo, cura la disentería de mi madre, pon tus manos sobre los ojos de mi marido para que vuelva a ver…

Pere se había acercado todo lo posible a la puerta de la casa, cuyo guardián parecía ser la única persona a quien respetaban en aquella calle. Pero Agnès se había quedado entre la gente y examinaba la pústula de una niña cuya boca sangraba profusamente. Algunos de los presentes le tiraban de la ropa y ya le habían rasgado el vestido y le habían hecho un arañazo en los hombros.

—¡Ya basta! —exclamó una voz que solo podía ser la de aquel gigante que contenía a los más exigentes—. Sabéis que Floreta os recibirá, pero debéis ser pacientes. Además, me parece que tendrá ayuda y eso será bueno para todos.

Sin más palabras, el Judío cogió a Agnès por la cintura, la alzó en volandas y, abriéndose paso con el otro brazo, tan grueso como muchas de las personas que esperaban, la introdujo en la casa haciendo pasar a continuación a la familia de Brigita.

—Ahora nos dirás quién eres y dónde has aprendido a hacer ese tipo de cosas. A Floreta le encantará poder contar contigo. Claro que también puedo volver a abrir la puerta y echarte.

Por toda respuesta, Agnès sonrió. No se había sentido molesta cuando el gigante la había levantado sin el menor esfuerzo. Su fuerza se manifestaba de manera benigna, al menos con la gente que no le deseaba ningún mal. Tal vez no había sido un error demostrar sus habilidades.

Una vez cruzado el umbral, mientras esperaban a que los condujesen hasta la persona que buscaban, Agnès tuvo la sensación de que los muros eran muy gruesos en relación con el espacio interior de la casa. Brigita se había agarrado de su falda y en sus ojos relucía una brizna de esperanza que le servía de respuesta cuando la miraban. Es mi mejor regalo, parecía decir.

Subieron una escalera y no tardaron en acceder a una amplia sala que tenía salida al exterior. Lo más cerca de la luz que la estancia permitía habían instalado una cama. Agnès tuvo la certeza de que la mujer mayor tendida en ella era Floreta Sanoga y que la acompañaba Margarida Tornerons, durante mucho tiempo objeto de su búsqueda. Entonces sintió un extraño vacío en el estómago. Quiso convencerse de que era de felicidad, pero se había prometido pisar tierra firme y atenuó el alcance de su pensamiento.

—Quizá solo sea que tengo hambre —expresó en voz baja mientras cogía la mano de la niña y ambas se ponían a la cabeza de la curiosa comitiva.

Floreta pidió ayuda a su acompañante para sentarse en el lecho. Era una mujer de mediana estatura y, pese a la curvatura de su espalda, aún conservaba un porte digno. Sus gestos eran pausados, no por el entumecimiento o la pesadez, sino que más bien tenía que ver con una cadencia que destilaba respeto y serenidad. Una vez incorporada se arregló el pañuelo que le cubría la cabeza y dejaba al descubierto un mechón de cabello fino y blanco como la cáscara de huevo. Sus manos eran delgadas y de dedos muy largos, con unas manchas oscuras que las maculaban. Lo que más cautivaba de su persona eran los ojos, pequeños y oscuros, que se movían bajo unas cejas casi inexistentes.

Floreta los clavó en las recién llegadas y todo su rostro reflejó la extrañeza de una aparición no anunciada. Sin una palabra, interrogó al Judío, que seguía custodiando a las mujeres. No obstante, su mirada no era la única que hablaba sin voz. Muy cerca de la yacija de la doctora, Margarida y Agnès se escrutaron largamente, como si la clase de persona que llevaban dentro fuera capaz de reconocer a otra similar.

Fue Brigita quien quebró la inmovilidad en que habían caído unos y otros. Se liberó de la mano de Agnès y caminó lentamente hasta situarse junto a la cama.

—¿Estás enferma?

Antes de hacer la pregunta había abierto mucho la boca para coger aire, pero solo con pronunciar esas dos palabras ya se había fatigado.

—No, pequeña. Lo que pasa es que soy muy vieja —respondió Floreta con una sonrisa mientras alargaba la mano, surcada de arrugas.

—Yo no soy tan vieja y también me paso gran parte del tiempo tumbada…

Agnès se dio cuenta en seguida del esfuerzo que hacía la pequeña y avanzó para cogerla, pero ella quería sentarse cerca de la mujer mayor y, finalmente, la dejó caer sobre las sábanas de hilo. Brigita se arrastró hasta la cabecera, donde abrazó a Floreta Sanoga.

—Estará bien —aseguró el Judío mientras se llevaba a los padres de la chiquilla a otra estancia—. La doctora descubrirá cuál es su mal.

Agnès se dijo que podía desentenderse de Brigita si hasta sus padres pensaban que estaba en buenas manos. A una señal de la doctora, salió de la habitación. La primavera no acababa de llegar y el día avanzaba alimentándose de su propia oscuridad. En aquel entramado de callejuelas estrechas que tenían como epicentro la calle del Balç, los interiores necesitaban lámparas de aceite, pero la casa de Floreta parecía impregnada de una luz especial. Desde la azotea se tenía la sensación de controlar buena parte de la villa.

—¿Cómo es que nadie intenta entrar por aquí para ver a Floreta? —preguntó Agnès mientras la otra mujer se sentaba en un murete.

—Alguna vez ha ocurrido, pero Kosza, el Judío, impone mucho y contamos con la protección de las autoridades. Me da la impresión de que sois una persona informada, por lo tanto debéis de saber que Floreta fue doctora de la reina Sibila.

—Lo sé, pero yo he venido por vos. ¡Quiero ayudar a la gente, adquirir los conocimientos suficientes para que el paso de los enfermos y los desfavorecidos por este mundo no siempre sea tan doloroso!

—Sois joven y vehemente. También temeraria. Ya me han contado lo que habéis hecho antes en la calle y dicen que ese hombre salvará la vida.

—Así será si no se le infectan las heridas —respondió Agnès mientras oía como, apoyadas la una en la otra, Floreta y Brigita hablaban en voz baja; le habría gustado saber qué se decían.

—Si me demostráis que tenéis la suficiente fortaleza para llevar a cabo lo que pretendéis, podéis ser de gran ayuda. Yo he venido a Manresa para ayudar a Floreta Sanoga a tener una buena muerte cuando le llegue la hora, pero ella desea transmitirme todo lo que sabe. Si somos dos las que aprendemos, podremos hacer mucho más por esta gente.

—He oído decir que pronto se podrá estudiar medicina, que dejará de ser una materia prohibida o reprobada. Tal vez entonces nos lo pongan más fácil.

—No seas ingenua —le dijo tuteándola con confianza—. ¿Crees que permitirán ese tipo de estudio a una mujer? Si establecen nuevas reglas para curar, puede que los reyes ya no nos concedan ciertas prerrogativas. No será un camino más fácil, en eso te equivocas. Pero entre tanto hemos de ser capaces de salir adelante y hacer nuestra voluntad, luchar contra las prácticas salvajes que con tanta frecuencia quedan en manos de los barberos.

Mientras hablaban, habían entrado en otra estancia que también daba a la azotea. Al instante, Agnès se quedó maravillada ante la gran cantidad de libros, pergaminos y rollos ilustrados con miniaturas que colmaban los estantes. Se acercó a la mesa, donde alguien había dejado a medio consultar uno de aquellos volúmenes. Margarida se apresuró a cerrarlo, pero, contrariamente a lo que Agnès esperaba, no lo devolvió a su sitio entre los demás.

—Podría ser un buen principio —dijo mientras ofrecía el libro a la recién llegada.

—¡Son los Aforismos de Hipócrates! —se sorprendió Agnès—. Había oído hablar de esta obra a mi abuela, pero cuando ella murió, mi padre destruyó todos sus libros. De manera que nunca tuve ocasión de consultarlo.

—Esta es la traducción latina de Constantino el Africano —respondió Margarida—. No existe ninguna otra más fiel al original, al menos es lo que afirman los que más saben.

Agnès se quedó plantada en medio de la estancia. Se había preparado para recibir el libro, pero una vez que lo tuvo a su alcance no se atrevía a cogerlo de manos de la mujer, como si intuyera que su peso sería excesivo o creyera que no merecía ese honor. Margarida aprovechó aquellos momentos de indecisión.

—¿Te lo has pensado bien? —dijo de repente al ver que Agnès dudaba—. Tal como están las cosas, el camino no admite compañeros de viaje. Si una mujer quiere seguirlo es como si se dedicara en cuerpo y alma a un Dios al que la gente no llega a reconocer ni a aceptar del todo. Mientras sienta dolor, la gente no se fijará en quién eres, ni en tus métodos, pero aunque hayas logrado desterrar el mal de su cuerpo, la siguiente vez que te vean te darán la espalda.

—Creo que seré capaz de arrostrar todas las dificultades que mencionáis. Soy libre de dedicar mi vida a quien me plazca. No tengo marido ni prometido, y tampoco aspiro a ningún bien material o espiritual que pueda distraerme. Dadas las circunstancias, y ahora lo manifiesto de viva voz, lo mismo podría entrar en un convento, pero mi decisión es otra, tal como os he explicitado —respondió Agnès mientras la doctora la escuchaba complacida.

Con todo, era consciente de que algo cojeaba en su declaración. Su corazón no era libre. Por mucho que hubiera hecho esa promesa solemne, Marc seguía anidando en él sin que ella pudiera oponerse. Algunas noches soñaba que la poseía, y despertaba sudada y feliz. En tales momentos, siquiera fuese durante un breve instante, pensaba que nada podría llegar a importarle, que su destino ya se había cumplido y que cuanto persiguiera a partir de entonces sería tremendamente superfluo. Sin embargo, necesitaba reencontrar su centro, dar sentido a su vida y canalizar su deseo. ¡Cómo lo necesitaba!