Valle de Camprodon, otoño de 1427

Al ver lo que había sucedido echó a correr montaña abajo. Por primera vez en mucho tiempo tenía una misión y nada ni nadie lo obligaría a echarse atrás. Ante aquel horror solo cabía pedir ayuda, y de ese modo convencer a los más escépticos. Todavía era un ser útil y su compañía no solo apestaba; también cabía la posibilidad de que, cuando recordasen el episodio, asociaran su presencia con un golpe de fortuna pretérito o por llegar.

Como la edad no perdonaba, con los años había cambiado sus costumbres. Cuando salía a pasear por los alrededores de la villa, se atenía al curso de los caminos y no se alejaba demasiado de las zonas habitadas. Esa mañana, no obstante, estaba siguiendo el rastro de un gato montés, uno de los enemigos más peligrosos con que podía encontrarse durante sus incursiones.

Yendo en su persecución se había adentrado entre los árboles. La curiosidad lo había llevado a rebasar el límite de la zona que consideraba segura y, obedeciendo a un instinto irrefrenable, había abandonado la luz tenue y dorada que iluminaba los campos para refugiarse en la persistente oscuridad del interior del bosque.

Mientras llevaba a cabo su búsqueda oyó los gritos, mucho más preocupantes que la proximidad del felino. No se parecían en absoluto a los ruidos habituales de las primeras horas de la mañana. La prueba de que el sol empezaba a iluminar el valle eran los pequeños roces entre los matorrales o el canto del urogallo, que viajaba entre las ramas y podía confundir las percepciones. En muy contadas ocasiones veía a alguna gamuza en las cercanas cumbres; como la que había observado días atrás, con el pelaje levemente oscurecido, señal inequívoca de que pronto llegaría el invierno. La nieve no tardaría en cubrir la sierra y sería más difícil divisarlos.

Abandonó el bosque para volver al camino que, bordeando el río, conducía a Llanars y después a la villa de Camprodon. Sin embargo, antes de alcanzar el curso del Ter, tan solo unos pasos más allá, descubrió la causa del griterío. Durante unos instantes se mantuvo a una distancia prudencial. Hasta a él le pareció que los hechos eran graves, que debía dar aviso de inmediato. Entonces echó a correr a campo traviesa entre árboles y zarzas con el fin de llevar a cabo su misión.

Se encontraba bastante lejos de la población y los sembrados también habían quedado atrás. Solo los pastores, en busca de alguna oveja descarriada, los cazadores, siempre acompañados, o algún viajante que iba de pueblo en pueblo se atrevían a adentrarse en las primeras frondas del bosque, tal como él había hecho. No obstante, ahora llevaba impregnado en las ventanas de la nariz el olor de la sangre, una sensación pegajosa que le dificultaba la respiración en su frenética carrera.

Sus prisas por llegar a la villa turbaron a los animales que se incorporaban al nuevo día. Otros, como el autillo, encontraban escaso interés en el mundo de luz que despertaba y no tardaría en estallar en colores. Advirtió que uno de ellos regresaba al haya a fin de protegerse de la claridad y descansar de su vuelo nocturno, pero ni siquiera se volvió para mirarlo. Ya percibía el frescor de las aguas del río y no tardaría en tener a su alcance los campos de cultivo.

Al llegar a un sembrado de cebada aceleró aún más su carrera. Vio las primeras casas, de campesinos que no habían encontrado sitio dentro de la población y se arriesgaban a vivir extramuros, con el único beneficio del agua del Ter, que corría cerca. La silueta del Pont Nou también se hizo evidente, si bien todavía estaba medio en penumbra porque el sol no acababa de mostrarse. La confianza en que alguien prestara atención a su reclamo era escasa, pero de repente le vino a la mente la imagen de Marc. No hacía mucho que aquel sacerdote vivía en el monasterio, y se habían visto pocas veces, pero desde el primer momento lo había tratado muy bien, como si no existiera ninguna diferencia sustancial entre ambos.

Los soldados que guardaban las puertas del puente ya habían abierto el paso. No tuvo necesidad de cruzar el río y seguir los muros en dirección norte. Sería mucho más fácil si atravesaba los dos puentes para ahorrarse trayecto y acto seguido enfilaba la calle de Santa Maria. Los dos hombres lo vieron pasar mientras se calentaban las manos en una pequeña hoguera improvisada. Lo conocían, y les constaba que no valía la pena preocuparse por él. Solo se trataba de un habitante más de Camprodon y el alcalde les había repetido muchas veces que se ocupasen únicamente de los extranjeros o los malhechores.

Una vez pasado el apuro, se detuvo sin fuerzas, antes de dar la carrerilla final hasta el llano del monasterio de Sant Pere. Jadeaba. Ciertamente, los años le pasaban factura, y se sintió tentado de dejarse caer sobre las losas hasta que alguien se apiadara de él. Sin embargo, un extraño sentido del deber lo hizo incorporarse de nuevo.

A aquella hora, la torre del monasterio aún proyectaba su sombra sobre el suelo, pero pasó por alto cualquier distracción. Uno de los hermanos legos salía por la puerta de la iglesia con una cesta en la mano, tal vez para recoger algo del huerto, mucho mejor aprovechado desde el derrumbamiento de los corrales que había en el interior del sagrado. Aunque no había provocado grandes sobresaltos, el terremoto de Olot había dejado malparadas las construcciones más endebles.

Sea como fuere, tampoco hizo caso de la figura del monje. Corrió por diversas estancias hasta llegar al claustro y, solo cuando tuvo la certeza de que se encontraba ante la celda donde dormía Marc, dejó en el suelo el trozo de tela que llevaba en la boca y se permitió ladrar. Al principio le pareció que resultaría muy difícil despertarlo, tan lastimoso le salió el primer ladrido.

Lo intentó repetidas veces mientras rascaba con las patas la madera vieja y carcomida, hasta que el hombre, que ya estaba recogiendo sus utensilios para dirigirse al scriptorium, abrió la puerta a fin de averiguar el porqué de tanta agitación.

¡Dromàs! Solo podías ser tú. ¿Qué quieres, amigo? ¿Tienes hambre?

El gesto de amabilidad del sacerdote se desvaneció cuando el perro retrocedió describiendo un círculo y ladró de nuevo. Vio aquel trozo de tela caído en el suelo y se agachó para recogerlo, pero Dromàs fue más rápido y lo agarró entre los dientes. Los intentos de Marc por acercársele y arrebatárselo fueron infructuosos.

Con el forcejeo, ambos acabaron en pleno centro del claustro. A cada movimiento del sacerdote, un hombre bastante más alto que la media de la población, el perro respondía con otro giro y avanzaba hacia la salida. Al verlos, cualquiera habría pensado que la situación se prolongaría indefinidamente.

Marc se lavó la cara y las manos en el surtidor. Lo necesitaba. La noche anterior había trabajado hasta muy tarde y aún notaba aquella sensación en los ojos; un intenso escozor, consecuencia de forzar la vista a la luz de las velas. Después miró de nuevo al perro. Le recordaba a uno parecido que había tenido años atrás en Sant Fruitós de Bages, pero aquel había muerto joven y todos pensaban que no era demasiado inteligente. Dromàs daba una impresión muy distinta. Era viejo, el abad aseguraba que mucho, y cuando tu mirada se cruzaba con la suya el efecto era extraño, como si dos almas hubieran entrado en contacto.

No obstante, en el monasterio nadie lo trataba muy bien. Se libraban de él con golpes y aspavientos, quizá temiendo las pulgas que recorrían su pelaje deslucido. Solo el abad Pere lo cogía a veces por los carrillos y le daba unas sobras de comida que había reservado especialmente para él.

—Es muy viejo —decía—. Y además ha de cargar con la memoria de todos nosotros.

Marc solo llevaba un mes en el monasterio, pero sabía que Dromàs podía ser mejor compañía que muchos de los monjes, abrumados por las desgracias que había sufrido la villa y por las necesidades, en ocasiones acuciantes, de sus habitantes.

Dudó si podía permitirse acompañarlo y aplazar sus tareas en el scriptorium, pero el perro trazó aquel círculo por enésima vez y se lo quedó mirando fijamente. El sacerdote retrocedió hasta su celda para dejar los utensilios que llevaba, unas plumas de ganso y un legajo hecho con pergaminos, ajado por el uso. Aunque no desconfiaba de sus compañeros, tenía secretos que no quería compartir.

De inmediato volvió al claustro y vio que Dromàs ya lo esperaba a la salida, acaso confiaba en que atendería su ruego. En ningún momento había abandonado el trozo de tela, y al ver que el hombre se disponía a seguirlo, su alegría fue indescriptible. Saltaba y ladraba a su alrededor, intentando atajar toda vacilación.

El paseo se prolongó. Marc no dudaba que el motivo fuese importante. Los pasos decididos del animal hacían que, de vez en cuando, sobre todo cuando encontraban alguna encrucijada que pudiera llevar a confusión al sacerdote, se quedara allí plantado esperándolo.

El sol se hallaba ya muy alto cuando Dromàs echó a correr hacia el interior de una zona boscosa. También el sacerdote apresuró el paso, aunque le constaba que el perro no permitiría que se perdiese. Los olmos apenas dejaban pasar unos rayos de sol entre sus ramas, y respiró complacido aquella mezcla de humedad y frescor. Dos noches atrás había llovido mucho y aquí y allá aún se veían charcos con pisadas de gamuzas y de raposas en sus márgenes.

Entonces vio que un poco más allá la luz penetraba con mayor facilidad. Había un calvero en mitad del camino y el perro lo esperaba a los pies de un cuerpo yacente y desnudo. Marc cerró los ojos para asimilar aquello que el horror se negaba a corroborar. Acto seguido, las órbitas se le dilataron y de manera mecánica se hizo la señal de la cruz sobre el pecho.

Necesitó unos minutos para recuperarse de la fuerte impresión que le provocaba aquel escenario grotesco. Solo tras retroceder unos pasos hizo acopio del suficiente valor para esquivar una piedra ensangrentada, el último obstáculo entre él y el cuerpo de la mujer desnuda.

El sacerdote recorrió el cuerpo con atención y, sin saber qué hacer, con la carne de gallina, repitió el gesto tapándose la boca con la mano.

Dromàs metía el hocico bajo el brazo inerte una y otra vez, como si el contacto de su húmeda nariz pudiera provocar alguna reacción. Hasta que Marc lo llamó, al principio sin convicción y después más enérgicamente. Necesitaba que abandonase aquel gesto repetido que lo angustiaba, pero no lo consiguió.

Sin atreverse a intervenir más de cerca, miró en derredor como implorando que alguien surgiera entre los matorrales para socorrerlos, mas tampoco esa plegaria fue atendida. En su desesperada inspección descubrió a poca distancia dos bultos más. Los dos hombres —uno boca abajo con la cabeza separada del cuerpo y el otro sobre un vómito de sangre— estaban muertos y bien muertos.

Fue el perro quien lo sacó de su inmovilidad fruto del espanto. Tras ladrar cada vez más fuerte, le tiró del hábito con los dientes y lo dirigió de nuevo hacia la mujer que yacía sobre la hierba a fin de que volviera a prestarle atención.

El sacerdote no tuvo más remedio que fijar la vista en aquel cuerpo joven que lo trastornaba. Temblando, se acuclilló y le puso los dedos en el cuello buscando el pulso. Un débil latido le hizo saber que la sangre aún corría bajo aquella piel blanca y extremadamente suave. Con una oración en los labios alzó la mirada al cielo y, sin pensárselo dos veces, se quitó el hábito y la cubrió con él. Sin demasiado esfuerzo la tomó entre sus musculosos brazos; aún conservaba su vigor de cuando trabajaba en el campo ayudando a los labradores, contraviniendo, por supuesto, las órdenes de su madre. La cabeza de la joven pendía inerte, y su cabello, hecho una maraña de tierra y sangre, le cubría parcialmente el rostro.

—No os muráis ahora, por el amor de Dios, no os muráis ahora —susurró mientras se ponía en movimiento volviendo sobre sus pasos.

Hacía tiempo que no experimentaba en propias carnes el calor de un cuerpo joven, ¡y menos aún uno que rezumara tanta belleza! Durante su noviciado en Vic se había acostumbrado al contacto sutil de los pergaminos, al olor a humedad del scriptorium. Sentir aquella piel cálida y suave lo confundió, mas a pesar de todo entendió que, si no la llevaba pronto al convento de Sant Nicolau, aquella vida se le escurriría entre los brazos.

¡Dromàs! ¡Quítate de en medio! ¿No ves que vas a hacerme caer? —exclamó echando al perro de su camino.

Sin embargo, Dromàs seguía ladrando, iba y venía de las lindes del bosque.

—¿Se puede saber qué te pasa ahora? No estoy para juegos. ¿Me oyes?

Con paso firme y decidido, haciendo caso omiso de los ladridos de aquel animal que lo había conducido al lugar del que ahora parecía huir, Marc llevó a la mujer al convento de las monjas agustinas que había en la villa.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó sor Hugueta al abrir la puerta y ver la extraña comitiva.

Antes de llamar a otras hermanas de la congregación para que se hicieran cargo de la desconocida, miró al sacerdote de arriba abajo con cara de pocos amigos y le impidió la entrada con su cuerpo rechoncho. No pensaba dejar pasar a aquel religioso vestido únicamente con una túnica. Instantes después le cerró la puerta en las narices.

Sin saber qué hacer, Marc apoyó la mano en la cabeza de Dromàs y el perro aceptó la caricia como si ya no hubiera ninguna urgencia que pudiera afectarles.

Poco después de que diesen media vuelta para regresar al monasterio, la puerta de Sant Nicolau se abrió de nuevo y en el umbral apareció la figura de sor Hugueta. Llevaba en las manos el hábito de Marc, que arrojó al suelo hecho un rebujo, sin la menor consideración.

Sor Hugueta se hizo llevar un nuevo cubo de agua; tenía los pies hinchados de ir de un lado a otro de la sala y los riñones se le resentían. Pese a que ya empezaba a refrescar de lo lindo y monjas más jóvenes se cubrían los hombros con una capa de lana ligera, ella sudaba. Ninguno de sus esfuerzos por conseguir que le bajara la fiebre a aquella joven desconocida daba el fruto esperado.

Arremangada y con un rictus de preocupación en el rostro, observaba el juego de sombras de la lámpara de aceite. Había dado orden de que instalaran a su cabecera una luz permanente de mecha flotante; las dos velas que durante la noche quedaban encendidas en la sala se le antojaban insuficientes para controlar su estado. La priora se preguntaba por qué había sido tan generosa. No era más que una muchacha, tal vez una ramera, puesto que viajaba sola en compañía de dos hombres. Una ramera de rasgos refinados, debía reconocerlo.

La luz que incidía en sus labios simulaba un gesto ficticio, pero lo cierto era que, de tan resecos y pálidos, casi habían perdido el contorno. La monja les aplicó un poco de ungüento de serpiente bendecido por el obispo mientras la joven se estremecía con el contacto.

—No creo que pase de esta noche —susurró sor Regina a escasa distancia de donde se encontraban ambas mujeres; entre tanto, había dado por terminada la cura a uno de los caminantes que, como muchos otros, llegaban al monasterio con los pies llagados y el estómago vacío.

La priora no movió ni un músculo. Entre la pequeña comunidad de agustinas se había extendido el rumor de que estaba un poco sorda, y no andaban erradas, pero sor Hugueta había aprendido a hacer del vicio virtud. No quería saber nada de lo que ya corría de boca en boca cual si se tratase de una letanía. Conocía a ciencia cierta los comentarios que acompañarían aquel versículo apocalíptico de muerte inevitable…

—Deberíais descansar, sor Hugueta, ya tenéis una edad.

—¡Una edad! ¡Pues claro que tengo una edad! La suficiente para no tener que tragarme sermones, ni verme obligada a soportar consejos de unas jovencitas que se ahogan en un vaso de agua… —dijo con los dientes apretados cuando finalmente se quedó sola.

Solo entonces, en la quietud de la noche que se extendía en el exterior, pasó revista a la estancia. Siete de las ocho camas de que disponía el hospital se hallaban ocupadas, pero solo de una de ellas salían unos lamentos convertidos en cantinela por la repetición melódica y quejumbrosa que hacía su ocupante. Un anciano de piel oscura y curtida, y con cuatro greñas dispersas de un blanco ceniciento, llamaba a su madre.

Sor Hugueta conocía los síntomas, era la última súplica antes de abandonarse en manos de la muerte. Tanto daba que durante muchos años el recuerdo de quien te había traído al mundo pareciese extinguido, al igual que el hecho de haber parido una serie de hijos, o de tener esposo o esposa. En el último momento todos llamaban a su madre, tal vez buscando el calor de su piel cuando eran amamantados. Casi todos se encogían haciéndose cada vez más pequeños, algunos hasta que las rodillas les llegaban al mentón y ya no podían decir nada.

Entre tanto, la joven desconocida seguía hieráticamente tendida sobre una sábana zurcida y remendada que tal vez un día había sido blanca. Llevaba una pierna entablillada, la cual tenía muy mal aspecto y empezaba a oler mal. Una fractura como aquella solo podía producirse por aplastamiento mediante una roca; seguramente los asaltantes habían recurrido a ese procedimiento con la intención de evitar su fuga o quizá para reducirla con mayor facilidad mientras la penetraban brutalmente.

—¿Qué te han hecho, criatura? —preguntó la monja, con una dulzura que a ella misma la sorprendió; concentraba la mirada en la entrepierna de la muchacha, todavía sangrante y rodeada de cardenales que se extendían asimismo por su cuerpo magullado.

Sor Hugueta soltó el aire que hasta hacía un momento había retenido y se dispuso a sustituir el vendaje que le cubría la cabeza. La sangre volvía a manchar la tela que le tapaba la brecha, y eso que se la habían cosido hacía horas. Pese a su estado, el semblante de la desconocida era plácido, y detrás de los ojos cerrados parecía reinar la calma.

Bien entrada la noche los párpados de sor Hugueta cayeron bajo el peso del cansancio y el sueño. Los gritos de un rapaz pidiendo agua la despertaron. El cielo ya clareaba.

—Gaufred, ¿es que quieres despertar a todos? ¡Ya voy, ya voy!

Antes de que consiguiera imponerse a sus huesos doloridos y recorrer el espacio que la separaba del enfermo, sor Regina ya había entrado en la sala con una sonrisa de oreja a oreja, dispuesta a saciar la sed del chiquillo. La joven monja deseaba ocupar el lugar de sor Hugueta, pero antes tendría que rogarle repetidamente que descansara un rato.

La priora no podía negarle nada. Sor Regina era la bondad personificada. Tenía la alegría de las almas puras, y un candor casi infantil. Bajo la toca se adivinaban unos rizos rebeldes y pelirrojos, y su cara pecosa le confería el aspecto de esos querubines traviesos a los que solo cabe querer.

Sin la menor protesta, dado que ni su rebeldía interior por acatar aquellas órdenes encontraba las suficientes fuerzas en su cuerpo, sor Hugueta aceptó la mano que se le tendía y se dirigió a la puerta. Esta comunicaba con una galería exterior de donde nacía el largo pasillo por el que se accedía al claustro. Aún no había cruzado el umbral, cuando la monja que se había quedado a cargo de la desconocida la reclamaba de nuevo con urgencia.

—¡No la entiendo! No sé qué dice, sor Hugueta, pero creedme que farfulla. Primero he pensado que lo había imaginado, habla muy bajito, ¡pero lo ha repetido dos o tres veces! —exclamó la monja de cara pecosa y enormes ojos de color avellana.

Por mucho que se esforzaron no consiguieron descifrarlo. Solo una vez más la muchacha profirió un sonido gutural precedido de un movimiento de labios incapaz de dar forma a ninguna palabra conocida. Poco después fue presa de temblores y una mueca de dolor quebró la anterior placidez. Por unos instantes pareció que iba a abrir los ojos, pero solo fue un parpadeo.

Al despertar, el sacerdote oyó un gran alboroto que solo podía provenir del claustro. Lo primero que se le ocurrió fue que la muerte había hecho acto de presencia en el cercano convento de Sant Nicolau, que tras varios días de lucha aquella joven había expirado, pero no tardó en decirse que era una tontería. Pese a todo, se sintió inquieto. La muerte era una compañera habitual en aquellos parajes y, muy especialmente, durante los últimos años.

Además, la joven desconocida no significaba nada especial para nadie. ¿O tal vez sí? ¿Por qué, si no, ese sobresalto que lo había obligado a abandonar su yacija? Sacudiendo con fuerza la cabeza, como si con ese gesto pudiera librarse de tan importunas cavilaciones, se calzó los zuecos y se puso el hábito, a primera vista inmaculado tras haberlo hecho lavar dos veces.

También esa decisión había sido ardua de tomar. Una mancha rebelde de sangre seguía presente en la manga izquierda, aunque la había frotado él mismo con las yemas de los dedos. La olió en busca de… ¿Qué buscaba en realidad? La furia con que detuvo el gesto fue la respuesta dictada por el deber, no por el corazón.

La placidez con que transcurría la vida en el monasterio de Sant Pere no se vio trastocada por la muerte de dos hombres, y mucho menos por aquella muchacha malherida. Aparte de que no era algo de su incumbencia, todo el mundo sabía que las relaciones entre las dos comunidades religiosas eran nefastas. Los rezos y plegarias habían seguido su curso. Así pues, ¿qué acontecimiento era capaz de provocar tamaña agitación?

Mientras daba vueltas al asunto se dijo que la vida en Vic era muy diferente. En la ciudad, el estudio colmaba sus horas y desde hacía tiempo se había convertido en su único objetivo, en cumplimiento del destino que sus padres habían planeado para él. Se había preparado a lo largo de toda su vida para tener éxito en la carrera eclesiástica, deseaba con todas sus fuerzas que algún día pudiera decirse que aquellos señores rurales del Bages tenían un hijo con posibilidades de entrar en la Curia, incluso de aspirar a un lugar de privilegio y poder en el seno de la Iglesia.

—¿Y si hubiera llegado el padre abad? —se le ocurrió mientras rascaba con la uña la mancha de sangre.

Quizás había regresado de improviso. ¿Y si no se habían cumplido sus propósitos? Tal vez era portador de malas noticias.

Ciertamente, las cosas iban de mal en peor. Sobraban los motivos para que aquella comunidad se ocupara de asuntos más urgentes. La comida escaseaba, aunque una ciudad textil como aquella siempre parecía mantener una actividad frenética. Sin embargo, la gente vivía atemorizada por si Dios volvía a descargar su furia, y, de hecho, según le había confesado el propio abad, el viaje del superior del monasterio al obispado tenía que ver con la situación en el valle.

Marc no tardó en enterarse de los motivos de la algazara. El jardín central del claustro estaba cubierto de un manto blanco, incluso el surtidor se había helado durante la noche y exhibía unos carámbanos que apenas empezaban a fundirse. Protegido por los gruesos muros de la celda, había podido dormir sin advertir el cambio, pero al recibir el golpe de aquel frío seco en la cara se estremeció. Los monjes corrían de acá para allá, como si de repente todas las tareas se hubieran multiplicado por mil y no diesen abasto.

Pudo detener a Bremund, que acarreaba con dificultad un cesto lleno a rebosar de manzanas heladas.

—¿Qué…?

—¡Una desgracia! ¡Esta noche ha caído una gran nevada! No solo ha cubierto las cumbres, todo el valle se encuentra bajo una capa de nieve… —se lamentó antes de que él pudiera articular la pregunta.

—Pero el invierno está próximo. Creía que ya estabais acostumbrados…

—No es habitual que nieve tan pronto, padre Marc, ¡ni mucho menos de forma tan violenta! Ayer el cielo estaba muy raso… ¿Quién sabe cuántas desgracias tendremos que ver todavía? No sacaremos nada de los campos recién sembrados… Perdonad, hay mucho trabajo que hacer.

—¿Y cómo se las arreglarán los habitantes de la villa?

—No lo sé —dijo Bremund como si la pregunta no fuera con él—. De eso se ocupará el padre abad; el alcalde ha pedido una reunión con él para cuando regrese esta tarde.

El monje se agachó a recoger de nuevo el cesto. Para Marc, pensar en el abad Pere suponía hacerlo también en la misión que lo había llevado al monasterio, y que tenía muy atrasada. Aunque era incapaz de reconocerlo, tal vez desde el episodio del asalto, desde que había sentido la piel cálida de la desconocida, la concentración de que siempre había hecho gala se había desvanecido.

—Ayer, después de completas, llegó un mensajero, pero ya os habíais retirado —añadió Bremund antes de emprender de nuevo el camino hacia las cocinas con su carga.

El sacerdote era consciente de que debía echar una mano, había llegado el momento de tragarse el orgullo y renunciar a los privilegios. Se pondría a disposición del abad en cuanto este llegara, desde luego. Ahora bien, la mera idea de que su libertad de movimientos pudiera verse reducida por los nuevos acontecimientos le ponía de mal humor.

Indefectiblemente, tendría que hablarle de la joven misteriosa que había encontrado medio muerta en el camino de Llanars y que yacía en el hospital desde hacía una semana. Al menos para poder verla. Aquella monja vieja se lo impedía, pese a sus requerimientos. Toda la información que había conseguido arrancarle en el umbral infranqueable del hospital era que aún no habían conseguido despertarla. Lamentablemente, tampoco la fiebre la había abandonado ni una sola noche.

Debía ayudar, sí. Pero antes subiría a Sant Nicolau. Se mostraría convincente, incluso exigente si era preciso. Las condiciones en que vivían aquellas monjas eran peores que las del monasterio. ¿Cómo cuidaban de los enfermos en invierno? ¿Se habrían mostrado ellas más previsoras? ¿Dispondrían de suficiente leña para calentar aquel convento decrépito?

Al recordar el castañeteo de dientes de los ocupantes de la sala que utilizaban como hospital se formuló una última pregunta: ¿eran realmente los enfermos quienes despertaban su compasión? Se convenció de que apiadarse de los que sufren constituía una virtud muy cristiana y, sin querer darle más vueltas, siguió su camino.

Apenas había dado dos pasos cuando, como si hubiera intuido aquel movimiento, Dromàs salió a su encuentro. Tras olfatear los faldones del hábito se situó a su lado. Cuando ya habían salido al exterior, el perro se le plantó de nuevo delante y corrió como un poseso hacia el interior del monasterio.

El sacerdote se detuvo unos instantes. Estaba convencido de que aquel animal debía de ser uno de los seres más inteligentes del lugar, pero no resultaba fácil entender sus reacciones. Se disponía ya a proseguir, cuando oyó la carrera de Dromàs, que regresaba con algo entre los dientes. Era el mismo trozo de tela del que se había negado a desprenderse hacía justo una semana.

—¡Ya estamos otra vez! —exclamó Marc un tanto harto del jueguecito cuando el perro impidió que lo cogiera—. No sé por qué tienes tanto interés en este trapo, pero si no dejas que lo examine no podré ayudarte…

Dromàs parecía confundido ante las palabras del hombre. Le cerraba el paso y ladraba, pero ninguna señal le indicaba que le permitiría coger el trozo de tela. De repente, Marc sonrió y sacó de los pliegues de su hábito el mendrugo de pan con tocino que siempre llevaba encima por si algún habitante de la villa lo necesitaba.

El perro, quizás el habitante más famélico del lugar, y que únicamente recibía las sobras que algún otro ya había mordisqueado, abrió los ojos como si fuera un cachorro y se le dilataron las ventanas de la nariz. A medida que el sacerdote le iba acercando el trozo de tocino, las mandíbulas del animal perdían tensión; toda la rebeldía de que hacía gala parecía vencida.

Esta vez Marc no se dejó sorprender. Con una mano introdujo la comida en la boca del perro mientras con la otra agarraba el trapo. Lejos de preocuparse en exceso, Dromàs se tumbó en el suelo. El tocino quedó unos segundos entre sus patas, como si no acabara de creerse el botín que había conseguido.

A su vez, el sacerdote miró sorprendido el retal que el perro había guardado con tanto esmero. Le pareció que no era un trozo de tela común y corriente, de hecho se trataba de una especie de pañuelo. Aunque había estado una semana en poder de Dromàs, saltaba a la vista que era de hilo y llevaba una letra grabada, una «N», que de inmediato desató las fantasías de Marc.

Por fin sabía algo más de aquella mujer misteriosa. No obstante, solo le servía para hacer cábalas. Núria, Neus… Tiempo atrás había conocido a una muchacha que se llamaba Neus. Mucho tiempo atrás. Cuando todavía ignoraba el destino al que tendría que entregar su vida. ¿Se arrepentía de haber accedido al deseo de su madre de que se convirtiera en la esperanza espiritual y social de la familia? Lo cierto era que poco a poco había entendido la oportunidad que implicaba emprender aquel difícil rumbo. Ahora estaba convencido de que sus aspiraciones podían tener cabida en el seno de la Iglesia.

Se guardó el pañuelo sin esperar a Dromàs; seguro que se las arreglaría para encontrarlo cuando concluyera su festín. El propósito que lo llevaba a Sant Nicolau se había impuesto de nuevo y ahora disponía de un elemento que podría ayudarlo a resolver el misterio.

Ahora bien, para ello era necesario que la mujer despertase, que volviera a la vida. Y Marc tenía grandes dudas de que aquellas monjas fuesen capaces de conseguirlo.

Desde la pequeña cima se dominaba la población. Sin duda ese era el motivo de que hubiera alguien de guardia por los senderos. Marc se cruzó con un grupo de hombres que lo dejaron pasar sin la menor oposición, pero se dio cuenta de que hablaban entre ellos y poco después oyó sus risas.

Habían corrido por el pueblo las circunstancias en que el sacerdote había encontrado a la mujer, sobre todo la manera como la había llevado al hospital, desnuda y cubierta con el hábito. Algunas comadres comentaban que era el mismo Jesús quien le había salvado la vida, pero el resto de la gente se lo había tomado de manera mucho más morbosa y solo veían la desnudez de la mujer en brazos del religioso. También era cierto que algunas mocitas sentían franca envidia de no ser ellas las que descansaran contra el pecho de un hombre tan apuesto y que, de forma inusitada, arrancaba suspiros a su paso.

Marc no estaba dispuesto a prestar la menor atención a los chismorreos. Se detuvo ante la puerta del convento y llamó con los nudillos, tal como hacía a diario sin resultado.

Sor Hugueta fue de nuevo su interlocutora, pero esta vez, si bien su voz sonó tan fría como siempre, le dio la bienvenida con un brillo en los ojos.

—¡Pasad! Bien, no sé si sois la persona más indicada, pero ahora mismo me disponía a enviar a una hermana al monasterio. La mujer que nos dejasteis desvaría, creo que no le queda mucho tiempo. Alguien debería administrarle la extremaunción. No sé si vos mismo estáis… ¿autorizado?

—¿Cómo? —dijo Marc palideciendo.

Instintivamente, apretó con fuerza el pañuelo que llevaba oculto entre los pliegues del hábito.

Con el corazón latiéndole en las sienes siguió a sor Hugueta por un oscuro pasillo y no tardaron en atravesar un espacio abierto que miraba a poniente. En otro momento el sacerdote se habría dicho que era un buen sitio para la lectura, mucho mejor que un claustro, donde no cabía soñar con lo que había más allá del bosque, pero ahora tenía otras prioridades. La monja abrió una puerta muy recia, como si accediesen a una prisión. Al otro lado había una gran sala apenas iluminada por los rayos de luz que se colaban por las saeteras.

Se estremeció dentro de aquel infierno, donde, sin poder ver con claridad, se percibía el olor a muerte y descomposición. Los bultos que se distinguían en la oscuridad, enfermos o heridos, gemían. En cuanto se dieron cuenta de que había entrado un sacerdote empezaron a llamarlo, a exigir que rogase por ellos. Marc era incapaz de identificar la naturaleza del olor que sofocaba las ventanas de su nariz, pero si le hubieran dicho que la causa era una combinación de sangre, vómitos y heridas corrompidas, lo habría aceptado sin vacilar.

En pleno centro de aquel horror se hallaba la mujer desconocida. Núria, Neus, Nina… Tanto daba ahora el nombre. Quería saber la verdad, ver si podía hacer algo por ella. Ni por un momento pensaba aceptar la posibilidad de que se encontrase a las puertas del más allá. Dicha suposición constituía tan solo su coartada, el motivo por el que sor Hugueta le había permitido visitarla. Supo que obraba mal, pero el resto de las personas que penaban en aquel lugar no le interesaban. Pese a que la caridad no era su fuerte, lo invadió un molesto sentimiento de culpa.

—Aquí la tenéis —dijo la monja con acritud—. Sus heridas están casi curadas, pero no hay manera de que vuelva a este mundo. Cuando abre los ojos es como si estuviera poseída, se limita a gritar, y de vez en cuando pronuncia un nombre que ninguna de nosotras ha sido capaz de identificar con certeza.

Sor Hugueta se quedó plantada a los pies de la cama mientras el sacerdote se acercaba a la mujer. El color rosado había vuelto a sus labios entreabiertos y la cabellera trigueña enmarcaba un óvalo suavemente redondeado…

¡Era tan bonita! No la hacía tan joven, se dijo. Parecía dormir plácidamente, pero le bastó esperar unos instantes para descubrir que una gran inquietud la consumía por dentro. De pronto la desconocida se incorporó y gritó con desesperación. El chillido casi animal demudó su semblante hasta convertirlo en una mueca grotesca. Los demás enfermos rezongaban, acaso hartos de tanto sobresalto.

Sor Hugueta trataba de contenerla aferrándole los brazos y la lucha entre ambas se volvió violenta. En el momento en que el sacerdote estaba a punto de intervenir, sor Regina irrumpió en la habitación visiblemente alterada.

—¡Manuela…! —empezó a decir, y recibió una mirada de desaprobación de la madre priora—. ¡Ha roto aguas y aún no había cumplido la octava falta! Debéis venir, sor Hugueta…

—Si ocurre como dices, poco puedo hacer yo.

—Por el amor de Dios, sor Hugueta… —repitió la monja casi llorando—. Es la mujer a la que le cayó el techo encima. ¡Tenéis que ayudarnos!

—Id, no os preocupéis —la animó Marc, temiendo que no le hiciera el menor caso.

La reacción de la mujer misteriosa al verse libre de los brazos que intentaban someterla fue la contraria de la esperada. Se tranquilizó, aunque parecía presa de la locura.

Marc se aseguró de que sor Hugueta quedaba fuera de su campo de visión y se le acercó lo suficiente para percibir su aliento. ¡Ardía! Con un nudo en la garganta tuvo que admitir que el fin estaba próximo y, sin atreverse a tocarla, le susurró al oído:

—No puedo sanaros el cuerpo, mi ciencia se ocupa del alma. Sin embargo, puedo ayudaros a hacer que este trance sea…

Antes de que pudiera concluir una fórmula que de tan repetida se sabía de memoria, ella le cogió la mano. Se la oprimió con una fuerza fuera de control y, apretando mucho los dientes hasta desencajar la mandíbula, tensó la espina dorsal. El sacerdote hizo una mueca de dolor al sentir las uñas que se le clavaban en la palma. Acto seguido, con la mano que aún tenía libre, la joven se hurgó el bajo vientre. Los ojos del sacerdote se abrieron de par en par al ver aquella mezcla de sangre y fluidos corporales.

—No… —titubeó Marc—, no sé qué queréis que haga…

—¡Comino! —replicó la joven mirándolo fijamente a los ojos.

—Desvariáis. Escuchadme bien. Rezaré por vos. ¿Queréis que avise a alguien? ¿A vuestra madre, quizá? Sería de gran ayuda que me dijerais vuestro nombre…

Cuando la joven oyó que el sacerdote mencionaba a su madre relajó un tanto el rostro, pero de inmediato lo miró de nuevo. Lo hizo como si contemplase la oscuridad de la pared del fondo. Entonces, tomando impulso, se colgó de su cuello hasta que la oreja del hombre que la interpelaba quedó muy cerca de su boca.

—¡Comino y vinagre! —recitó maquinalmente ante la perplejidad de Marc; después cayó de nuevo sobre la almohada y el sacerdote se enjugó con la manga del hábito la sangre que lo había embadurnado.

Cuando por fin volvió sor Hugueta, le preguntó si habían intentado detener la hemorragia que la debilitaba hasta el punto de arrebatarle la vida, pero ella no tenía la menor duda al respecto.

—Nada de lo que nosotras podamos hacer retrasará su hora. Dios la llama a su lado.

—Pero… —replicó el sacerdote.

—Teníais un cometido —dijo en tono severo sor Hugueta, levantando la barbilla hasta coincidir con los ojos del cura, que le sacaba por lo menos dos cabezas.

—Si me preguntáis si le he administrado la extremaunción, la respuesta es que ya lo he hecho —dijo Marc adoptando el mismo semblante serio que la monja que lo interpelaba—. Pero no puede morir así. ¡Es muy joven!

—Tendréis que dispensarnos, pero ya veis que no es fácil llevar este hospital. Daremos aviso cuando llegue la hora definitiva.

El sacerdote echó una última ojeada a la muchacha. Tal vez deliraba, se dijo, buscando una respuesta a la extraña situación vivida. No obstante, en medio del balbuceo, aquellas dos palabras habían salido muy claras y contundentes de su boca. Ahora bien, en el caso de que la joven desconocida las hubiera cargado de intención, ¿qué podía hacer él? ¿Qué mensaje encubierto había intentado transmitirle en su lecho de muerte?

Decidió volver al monasterio y esperar al padre abad. Tal vez él tuviera una respuesta. Tendría que arriesgarse a contarle lo que había sucedido, era su única salida.

Durante el camino de vuelta se repitió una y otra vez aquellas palabras…

—Comino. Comino y vinagre…

Ese día no todo serían malos augurios. El abad Pere era portador de buenas noticias, que paliaron tan alarmante despertar. Le bastaron unas cuantas palabras para poner orden en la vida de los monjes, los cuales se sentían fortalecidos por su presencia. Mucho antes de vísperas la vida en el monasterio recuperaba su curso, y el hombre, que rondaba los cincuenta años y nunca había gozado de muy buena salud, se retiró a su celda. Necesitaba descanso y pensar cómo daría alojamiento al predicador que el obispo le había prometido. ¡No, en ningún momento diría «impuesto»!

Tras una larga conversación, salpicada de numerosas referencias a los libros sagrados, el obispo de Vic había concluido que el valle de Camprodon necesitaba purificarse y le había dicho que le haría llegar al hombre adecuado. La única duda que tenía, aparte de cómo alojarlo en su pequeño monasterio, con solo dos celdas útiles y una sala dormitorio muy deteriorada, era cómo se tomarían los lugareños aquellas plegarias. Por mucho que siguiera al pie de la letra las indicaciones de sus superiores, el abad Pere era un hombre práctico y solía conjugar su fe con la realidad que le rodeaba.

Durante el último año, la serie de terremotos y réplicas en diversas comarcas catalanas había sembrado el miedo por doquier. La vecina Olot había quedado muy devastada y quince personas habían muerto por aplastamiento. En un perímetro harto extenso, las casas más humildes que no se habían hundido mostraban graves desperfectos. La villa de Camprodon no constituía una excepción y el abad dudaba que la voluntad de Dios pudiera quebrantarse con plegarias y sacrificios. Aunque, de todos modos, tampoco harían daño a nadie.

Bremund lo acompañó a su celda para comprobar que todo estaba en orden. Le advirtió que en su ausencia habían llegado un par de cartas y salió para ultimar las tareas del día. Aquel monje era un hombre sencillo; creía firmemente en la misión a la que se había entregado.

También Pere de Sadaval, pero él había visto mundo. En su juventud había estudiado en Florencia y un desengaño amoroso lo había llevado a la vida monacal. Años después había sido elegido para dirigir aquel monasterio.

Deshizo el fardo que llevaba siempre en los viajes, con una muda y su libro de misa, y se dio cuenta de que las dos cartas se hallaban sobre la mesa vieja que le servía de escritorio. Había echado de menos aquel espacio minúsculo, al que, dejando aparte las noches, pocas veces podía permitirse retirarse para prestar atención a sus pensamientos.

Cogió las cartas con aire distraído, pensando todavía en el problema del alojamiento del predicador. Una de ellas era de un señor rural de Molló; le reclamaba por enésima vez las tierras próximas a Sant Martí Surroca. El problema era que según los libros del monasterio no le pertenecían, pero el abad Pere ya estaba acostumbrado a aquellos asuntos y, de hecho, solo una vez se había visto obligado a recurrir al arbitrio real.

Ahora bien, la otra misiva lo conmocionó. Se trataba más bien de un mensaje breve, conciso y directo. Muy propio de su sobrina, tal como la recordaba de cuando apenas era una niña. Lo informaba hasta cierto punto. El resto quedaba para otra ocasión…

Apreciado señor tío…

Espero que Nuestro Señor haya premiado vuestra bondad con una buena vida en las lejanas tierras de Camprodon. Hace ya tiempo que murió mi madre y no he tenido más noticias de vos. Sin embargo, las circunstancias me obligan a ponerme en vuestras manos. Pronto os visitaré en vuestro monasterio, pero ese encuentro deberá ser un secreto inter nos. Las razones, como ya os explicaré en persona, son muy poderosas y sin duda las entenderéis.

AGNÈS DE GIRABENT

¿Cuáles eran esos motivos tan poderosos para venir a visitarlo? Hacía más de diez años que no se habían visto, ni siquiera cuando él había vuelto de Florencia con el rabo entre las piernas. De hecho, no esperaba verla de nuevo. Su consagración a Dios había hecho que incluso se negara la satisfacción de asistir al entierro de su hermana en la Seu d’Urgell, demasiado inmerso en la rehabilitación de un monasterio que parecía en las últimas. Las malas relaciones con su cuñado, el noble Berenguer de Girabent, habían contribuido a esa decisión.

Ahora, al parecer existía un secreto entre él y su sobrina. ¡Se alegraba! Siempre le había caído bien aquella chiquilla curiosa de mirada enigmática.

Unos golpes en la puerta, tímidos al principio, lo sacaron de aquel estado meditabundo. Algo muy gordo debía de ocurrir para que lo molestaran sabiendo que necesitaba descansar. Quien cruzó el umbral fue Marc, el sacerdote de quien el propio obispo de Vic se había erigido en valedor. No podía decir nada en su contra, pero a veces tenía la sensación de que lo vigilaba, siquiera fuese por el interés que despertaban en él los asuntos del monasterio.

—Padre abad… —empezó Marc haciendo una reverencia. Y sin esperar respuesta agregó—: Espero que hayáis tenido un buen viaje. Necesitaba hablaros; se trata de una urgencia.

—Ya veo que no podrá esperar a mañana, mas os ruego que impongáis brevedad a vuestras palabras.

El abad Pere había advertido el rostro demacrado del sacerdote y se preguntó si de nuevo vendría a interceder por los habitantes de Camprodon, a exigir un pago más justo a los señores; tal vez venía a solicitar más tiempo para hurgar en el armarium

—Seguro que ya os han informado de los dramáticos sucesos que han tenido lugar en vuestra ausencia. —Al ver que el rostro del abad revelaba absoluta ignorancia, Marc prosiguió—: Dos hombres murieron en un asalto en el camino de Llanars y una muchacha resultó gravemente herida.

El abad relajó los hombros aliviado, era muy cierto que el sacerdote poeta, como solían denominarlo en círculos íntimos, no tenía remedio.

—Lo siento de veras. Lamentablemente, ese tipo de desgracias no constituyen un hecho inusual —dijo dejándose caer en el lecho—. Las cuadrillas de malhechores campan por sus respetos; seguramente se trataba de siervos de la gleba no satisfechos con la Sentencia, cada día son más numerosos. Se agrupan y se dedican al saqueo para compensar la pérdida de ingresos. Si Dios no lo remedia, ¡pronto el bandolerismo supondrá una verdadera plaga! ¿Transportaban algo de valor, quizá?

—No hay manera de saberlo. Se lo llevaron todo, incluso la ropa y las botas. A ella…, a ella la dejaron desnuda y malherida, debieron de darla por muerta. Las huellas en el suelo hacen pensar que viajaban en un carruaje. Yo diría que estaban de paso…

—¡Esperad! ¿Una mujer joven? ¿Sabéis su nombre?

—No, padre abad. Solo ha dicho palabras sin sentido…

—¿Cuántos años diríais que tiene, más o menos? —preguntó visiblemente nervioso.

—No creo que llegue a los veinte.

El abad saltó de la cama, pero tras dar un par de vueltas a la mesa con la cabeza gacha y aquel gesto tan suyo de cogerse la barbilla con el pulgar y el índice, volvió a sentarse.

—¿Y de eso hace una semana?

—Sí, y aún no está fuera de peligro, por eso deseaba hablaros. De hecho, creo que necesita vuestra ayuda…

—Hacedme el favor de sentaros, padre Marc. Las piernas empiezan a pasarme factura por el viaje. Os escucharé mejor si os tengo a la misma altura.

El sacerdote se sentó al lado del abad sin ver nada raro en ello. De hecho, desde que llegara un mes atrás con la peregrina idea de sacar una copia de un libro único que estaba en posesión del monasterio, Marc siempre lo trataba con cierta condescendencia. No le habría gustado enterarse de que todo era un engaño, que su misión era de carácter mucho más personal.

—Hablad, pues. Y no escatiméis ningún detalle, os lo ruego.

—Tiene mucha fiebre, delira por momentos, y pese a todo me pidió solo dos cosas. Le he dado muchas vueltas y, corregidme si ando errado, creo que se trata de los ingredientes que necesita para su curación.

—¿Cómo? ¿Ella misma os habló de ellos? —El abad Pere saltó del jergón cual si de repente volviera a ser joven—. ¿Dónde está esa muchacha? ¿Qué ingredientes necesita?

Desconcertado por la importancia que daba al asunto cuando él había creído que le costaría convencerlo, Marc se levantó a su vez y mientras se lo iba contando lo empujaba hacia la puerta.

El abad sonrió al oír que sor Hugueta se oponía a que recibiera visitas y ya la daba por muerta.

—Que no os engañe su actitud, padre Marc. Es una buena monja, pero en esta ocasión no sabe con quién se las ha.

Si tales palabras llamaron la atención del sacerdote, supo disimularlo. Buscó a Bremund; le pidió todo el comino que hubiera en las cocinas y que pusiera a calentar vinagre. El monje no entendía nada, pero al notar los golpes y empujones que el padre abad le daba en la espalda supo que debía apresurarse a cumplir el encargo.

Tan pronto como repararon en los tres jinetes que salían del monasterio en dirección a Sant Nicolau, un grupo de soldados les salieron al paso. Ya había oscurecido y cualquier movimiento se consideraba sospechoso. Sin embargo, al ver que se trataba de un grupo de monjes, y que el abad iba con ellos, los hombres cambiaron de actitud. Los señores lo respetaban porque ayudaba a mantener la paz en la villa, por mucho que últimamente sobraran los motivos para la rebelión.

El responsable de aquella patrulla se acercó solo para advertirles que en las últimas horas había nevado mucho y que los caballos podrían lastimarse, pero el abad sabía que no hacía suficiente frío para que helase, que al menos no lo haría hasta bien entrada la noche. Como los tres jinetes estaban absolutamente decididos y, de hecho, iban muy cerca, los soldados los acompañaron hasta las puertas del convento.

El rostro de sor Hugueta al acudir al reclamo de los golpes que había dado Pere de Sadaval en persona se quedó blanco al verlo; tal vez esperaba a algún viajero desventurado al que hubiera pillado la nevada. Haciendo caso omiso de sus reticencias, los tres monjes entraron en el edificio.

—Queremos que nos llevéis hasta la joven que fue atacada por los bandidos.

A Marc no le sorprendió la voz autoritaria del abad; era la misma que utilizaba en el monasterio, muy distinta de la otra, más dulce, en ocasiones incluso dubitativa, que le había oído durante las escasas conversaciones entre ellos.

—No es la hora adecuada para venir de visita. Todos los enfermos duermen.

—Nuestra misión no admite espera, sor Hugueta. Vos y yo nos conocemos desde hace tiempo —dijo el abad Pere—. No me llevéis a pensar que mi confianza no ha sido bien depositada.

—Lo que diga el señor abad. —La monja hizo media reverencia, aunque su semblante reflejaba lo que pensaba realmente.

Recorrieron el pasillo por el que se accedía a la sala de los enfermos y, apenas abrir la puerta, los gritos y lamentos encogieron el corazón a los recién llegados. Sor Regina dormitaba en una de las camas con el niño recién nacido en brazos. La joven monja entendió la situación cuando su priora le gritó al oído que aquello era un hospital, que su obligación era cuidar de los enfermos.

—Pero ¿cómo puedo hacerlo si ya no tenemos ni retales para vendar las heridas? —respondió todavía adormilada.

—¡Sor Regina!

El grito de la monja despertó del todo a la joven. Debía de preguntarse cuáles eran las palabras que habían enojado a sor Hugueta y, sobre todo, si habían salido de su boca. La presencia del abad, de Marc y del monje al que llamaban Bremund hizo que una leve sonrisa aflorase a sus labios.

—¿Venís a ver a la señora? Ahora duerme, pero está muy mal, y no ha dejado de sangrar…

Acto seguido corrió en dirección contraria a la que Marc pensaba que tomaría. Un hombre de aspecto moribundo emanaba un hedor nauseabundo justo al lado.

—¡No me parece el lugar más adecuado para esta joven, sor Hugueta!

—Padre abad, nosotras seguimos la regla de nuestro fundador.

—Ya hablaremos de ello. Primero haremos lo que hemos venido a hacer. ¡Sor Regina! Hacedme el favor de calentar este vinagre. —La joven monja se mostró feliz por tener un papel en la recuperación de la enferma; Marc ignoraba por qué, pero los ojos le brillaban intensamente—. Y poned también comino. Lo que no sabemos es en qué cantidad…

—Hay que llenar el recipiente a ras del líquido calentado —dijo de repente la monja, aunque había ido bajando el tono de voz.

A sor Hugueta no le pasó desapercibida aquella intervención, pero Pere de Sadaval fue más rápido. Levantó la mano y los tres esperaron pacientes mientras miraba a la joven monja.

—¿Vos sabéis de estas cosas?

—Un poco, padre abad. Mi madre…

—Su madre era una hechicera —afirmó sor Hugueta con voz dura—. Vivía en las montañas, como los animales. Acogimos a sor Regina en el convento cuando la mujer se despeñó por un barranco. ¿Acaso piensa hacer caso de esas recetas del demonio, padre abad?

—Id a prepararlo —respondió Pere; parecía complacido y se había hecho el desentendido de las palabras de sor Hugueta.

A continuación dijo que había demasiada gente alrededor de la enferma y empezó a dar órdenes, de esas que no admiten un no por respuesta.

—Preparad una habitación que dé al claustro, donde se pueda respirar —dijo mientras recorría la estancia con la mirada—. Y debéis buscar la manera de que entre aire en esta sala, sor Hugueta. Hasta el último rincón huele a muerte y a podredumbre.

—Pero padre abad…, ¡solo mi celda da al claustro!

—Pues tendréis que pasar una temporada en el dormitorio comunitario. Podéis tomároslo como una penitencia amable. ¡Dios os compensará, sin duda! Y ahora dejadme solo. Quiero inspeccionar a la enferma.

—¿Cómo podéis quedaros a solas con ella? ¡Es una mujer!

—Es un decir, sor Hugueta. Hay demasiada gente en esta sala para que eso sea posible. Pero, de todos modos, el padre Marc se quedará conmigo.

El sacerdote obedeció gustoso aquella orden. El abad se inclinó sobre la muchacha herida, como si quisiera distinguir su rostro con mayor claridad pese a la penumbra que inundaba la sala. Después le abrió los párpados a fin de examinarle los ojos y Marc advirtió una intensa preocupación en aquel hombre. Pese a todo, dudaba si preguntar qué le pasaba por la cabeza; siempre había sido partidario de que las cosas siguieran su curso. Sin duda no tardaría en saber más sobre la relación que parecía unir al abad Pere y la desventurada joven.

En ese momento apareció sor Regina con la fórmula y prometió al abad que la cuidaría, aunque tuviera que pasarse todas las horas a su cabecera. La buena noticia era que dormía plácidamente y, según apuntó la monja, cada vez sangraba menos.

Marc y el abad abandonaron el hospital, no sin que antes este último mantuviera una breve conversación con sor Hugueta en privado. Todo había tomado un curso esperanzador, y nada indicaba que volvería a nevar.

—Creo que sois un hombre en quien puedo confiar, padre Marc. Y deseo confesaros que esta mujer es mi sobrina, Agnès de Girabent. He visto que os sorprendía mi reacción al examinarla…

El abad no miraba al sacerdote, pero este adivinó que sonreía; le gustaba el giro que tomaban las cosas, aquella confesión podría ser favorable a sus propósitos.

—¿Agnès, decís?

—Sí, Agnès de Girabent, la hija de mi querida hermana Guisla.

Una duda oprimió el corazón de Marc. ¿Debía decir lo que sabía? No podía traicionar la buena amistad que empezaba a surgir entre ambos. La verdad poseía mayor fuerza que cualquier otro plan que pudiera imaginar.

—Lo lamento, pero debo enseñaros una cosa —dijo el sacerdote mientras le tendía el pañuelo con aquella «N» bordada—. Todo indica que pertenece a la joven, y, como podéis ver, lleva una inicial diferente. Caben muchas posibilidades, por supuesto, hasta había pensado que podía ser de su madre. A veces las madres hacen esas cosas cuando una hija emprende su camino. Pero quizá, por lo que habéis dicho, se trata de una posibilidad descartada.

—¿No iba ninguna otra mujer con los asaltantes? —preguntó el abad con un gesto de dolor en los ojos.

—Ninguna. Los muertos son dos hombres y, tal como yo lo veo, debían de tener órdenes de protegerla.

—No podéis saberlo con certeza. Esta joven que yace en el hospital es mi sobrina. Hace más de diez años que no nos vemos, pero sé reconocer a los de mi sangre.

Marc podría haber replicado al abad que no tenía razones de peso para asegurarlo, si hacía tanto tiempo, pero se dijo que era mejor aguardar acontecimientos. ¿Y si el abad Pere estaba en lo cierto?

Tan lleno me siento por una brizna de alegría

¿Cuál es vuestro consejo,

honorable san Valentín?

¿Cuál es el don de las montañas

que me hace dudar entre hierro y plata?

Tan lleno me siento por una brizna de alegría

Sabéis de mí por el rostro limpio

y tan solo es la máscara

de un pecado de soberbia.

Pero nace la alegría

en esta madriguera

donde anida la oscuridad.

Sí, celebro teneros como esperanza.

Pero me confundís.

Hoy soy mar abierto.

Tan lleno me siento por una brizna de alegría

que imploro vuestra ayuda.

Suplico por la vida,

que el dolor ya agonice

y el consuelo niegue

la muerte que nos rodea.

Tan lleno me siento por una brizna de alegría

Me creíais forjado

a vuestra semejanza,

cuando solo soy yema o carne

en pos de la pureza.

Tan lleno me siento por una brizna de alegría

Si, como creo, representáis

el amor a la tierra, ¡apiadaos de mí!

Si debo renunciar a mis anhelos,

¡indicadme la ruta!

Tan lleno me siento por una brizna de alegría

Quiero hacer plegaria del mar,

que era inocente y me ahoga.

Mi gozo está en vos,

pero he perdido el rumbo.

Tan lleno me siento por una brizna de alegría

Siempre honorable, os pido

que eliminéis el velo de mis ojos,

¡que la vida florezca

aun cuando pase por mi lado

sin detenerse!

Tan lleno me siento por una brizna de alegría

En vos confío, noble san Valentín.

para que la tierra no nos muestre

tan solo el rostro del dolor.

Recitó la plegaria que había escrito en su cabeza con un fervor que hacía tiempo que no acudía a sus labios. La mirada de la desconocida se había instalado en el rincón perdido que albergaba el alma del trovador. Sabía que celebraba la vida y la muerte al mismo tiempo, que solo la infinita misericordia de Dios podría perdonarlo. Entonces, ¿por qué dejaba entrar aquellos ojos, que eran como el mar furioso de las tempestades?

Mientras caminaba de un lado a otro entre las paredes del espacio que lo acogía, pensaba en el abad, víctima del engaño y de la ilusión. El engaño de creer que acogía en su monasterio a un religioso fiel, y la ilusión de ver en otros ojos los que tanto amaba, los de la sobrina a la que deseaba recuperar. Para Pere de Sadaval, la presencia de aquella mujer en Camprodon era como una mácula de belleza en la desesperanza.

Recitó de nuevo sus versos, pero ya no consiguieron hacerle compañía. Eran el fruto de un instante de exaltación y necesitaba que volviera la calma. Se instaló en el suelo irregular de la celda, cansado y temblando de frío. Solo el quejido del viento, que recorría el claustro sin hallar salida alguna y huía de nuevo camino de las alturas, parecía compadecerse de su pesadumbre. Sin embargo, al mismo tiempo permitía que una frialdad cruenta se colase por las grietas; era como una amenaza, pero nada podía hacer contra la calidez que albergaba su corazón.

Y justo en ese momento, cuando había cerrado los ojos, cuando nada indicaba que la tristeza pudiera atravesarlo, recordó el alarido de aquella mujer que venía del pasado.

Marc era muy joven, apenas un chiquillo que corría en busca de escondites imposibles por las inmediaciones de Sant Fruitós de Bages.

Vio al muchacho que había sido. Bajaba los escalones, impresionado por las heridas que el tiempo dejaba sobre las piedras. Cuando se acostumbró a la oscuridad, descubrió a una mujer tendida boca abajo en el suelo, en la cripta del monasterio de Sant Benet, donde se guardaban las reliquias de san Valentín.

Al percatarse de la presencia de Marc, la mujer se levantó y, tras santiguarse, lo condujo con amabilidad al exterior de la iglesia. Pese a todo se asustó, aquel muchacho de los escondites, incluso soltó algunas lágrimas por si conseguía ablandar el corazón de la mujer. Pero ella se limitó a agarrarle la cabeza y con los pulgares se quedó las lágrimas antes de que se convirtieran en una golosina salada en sus labios.

Hacía mucho que observaba las idas y venidas de hombres, mujeres y chicos jóvenes por los alrededores de Sant Benet. Hablaban de sus cuitas a las puertas de la iglesia, pero nunca se habían atrevido a bajar a la cripta.

Al mirar los ojos de la mujer, su sonrisa, que en el fondo era como un reflejo desvaído en la superficie del agua, entendió que la vida era algo más que descubrimiento y aventura. Había algo poderoso en aquella mirada del pasado, algo que también residía en la otra desconocida, la que Dios había puesto en su camino ahora, muchos años después, a fin de probar su condición.

Lloró pensando que ya no era aquel niño, dudando de que siquiera con los recuerdos fuese capaz de recuperarlo.

La duda de Marc era una pregunta. Volvía una y otra vez para ocupar su soledad. En el fondo, por mucho que hubiera luchado construyendo su figura de sacerdote, ¿acaso estaba destinado a ser tan solo un hombre?