SIN duda, la vida de solaz y distracciones de Moscú, como gran parte de la vida rusa de hoy, difiere notablemente de la de París, de Londres, de Roma, de Berlín. No hay en Rusia cabarets, ni cafés, ni recepciones sociales, en fin, nada de lo que entre nosotros se llama vida mundana: visitas, bailes, tertulias, partidas de poker, de ajedrez[9].
No hace mucho tiempo dije que, en el fondo, la vida ciudadana de Moscú no se diferenciaba de la de París. Desde un punto de vista universal y humano, no anda acaso errada esta afirmación, bajo un examen profundo de los profundos estratos históricos de la vida ciudadana. Hay niveles y alturas en las construcciones de la historia que, una vez que han alcanzado una mayor edad universal, su justa madurez de duración, devienen permanentes y comunes a todos los pisos y transformaciones de pisos que vengan después. De cierto nivel para arriba —suponiendo que el movimiento de la vida se opere verticalmente y subiendo—, ya pueden sobrevenir los ensayos y revoluciones que se quiera, sin que nada de esto transforme o eche abajo aquel nivel fundamental. Las leyes de resistencia en arquitectura se aplican tal vez enteramente a las edificaciones sociales. Del suelo para arriba, pueden cambiar y ensayarse todos los estilos de construcción —desde la caverna primitiva hasta el rascacielo moderno—, pero ningún ensayo ni revolución arquitectónica pueden echar abajo o hacer desaparecer el suelo, El movimiento dialéctico, de Marx no resulta aquí burlado. El devenir de la historia consiste en la transformación de un orden social respecto del orden social que le precede, y no respecto del que le sigue o va a venir. El suelo, en arquitectura, no está evidentemente inmóvil, sino que se mueve y cambia; pero cambia y se mueve respecto del subsuelo y no respecto de la atmósfera ni de lo que se hace en la atmósfera. Desde este punto de vista, puede asegurarse que la vida ciudadana de Moscú no difiere de la de París ni de las otras capitales burguesas.
Cuando se ven ambos géneros de vida desde una posición más externa y contingente —tal la vida de solaz y distracción de que hablamos—, entonces sí descubrimos radicales oposiciones.
Nada de lo que en París es solaz o distracción ciudadana existe en Moscú. En un orden social nuevo, como el soviético, donde los trabajos y los placeres no se alternan, sino que transcurren simultáneamente (se trabaja siempre con placer y se distrae siempre con utilidad), es difícil saber, de una manera precisa, cuándo la ciudad trabaja y no se divierte y cuándo se divierte y no trabaja. Los lugares destinados exclusivamente a la diversión y los destinados exclusivamente al trabajo, no son fáciles de distinguir en Moscú. En la fábrica y en el taller, en la oficina y en la escuela se desenvuelve el trabajo de modo tan confortable, armonioso y espontáneo, y tan penetrado del trance propiamente deportivo del esfuerzo, que no sabe uno si los obreros están trabajando o si están divirtiéndose. En el teatro, en el club y en el estadio, bullen en el fondo de cada acto y de cada movimiento un esfuerzo tan serio y un empeño tan vigilante de creación colectiva, que tampoco sabe uno si la reunión está divirtiéndose o si está trabajando. Aun en los grandes días feriados, cuando el esfuerzo proletario toma formas cívicas y militantes de calle, el regocijo continúa siendo creador. El día del aniversario de la revolución de Octubre, por ejemplo, las masas desfilan cantando temas revolucionarios de batalla militar y de taller, de campo y de cultura, y aclamando los grandes empeños e imágenes socialistas. En suma, ningún placer sin esfuerzo creador; ningún esfuerzo sin placer creador.
En París y en las demás urbes capitalistas, la sociedad ha trazado y mantiene una línea profunda de separación entre los placeres e los trabajos, entre los lugares de diversión y los de labor. En ciertos focos ciudadanos y a ciertas horas o días, sólo es posible el solaz exclusivo y sin mezcla de trabajo creador. En otros núcleos y en otros momentos, sólo es posible el trabajo, con exclusión absoluta del placer. Un hombre que fuese a Montmartre y se sentase a la mesa de un cabaret a resolver una fórmula industrial o a martillar un lingote de acero, pasaría por loco. En idéntico estado se le creería si fuera a un gabinete de la Academia de Ciencias y se pusiera a bailar un tango ante los severos sabios de la cofradía. En la sociedad capitalista, el trabajo y el placer se excluyen recíprocamente, negándose el uno al otro en todos los ritmos de la vida, en vez de ser el uno complemento inseparable y sincrónico del otro. Vanos son los ideales y doctrinas que en contra de este absurdo vienen inventando y propalando pedagogos y legisladores. Aquí, como en los otros problemas sociales, una cosa son las intenciones y los sueños y otra cosa son los intereses prácticos y comestibles que se oponen a esos sueños y a esas intenciones.