AL noroeste de Moscú, la campiña aparece cenagosa. Entre una vegetación raquítica se yerguen sobre el terreno llano numerosas construcciones nuevas, de un estilo mixto, entre oriental y germano. Varias fábricas lanzan al cielo otoñal sus altas humaredas amarillas. La instalación metalúrgica a la que nos dirigimos es un inmenso conglomerado de techos y compartimientos.
El director de la instalación, un ingeniero suizo, Neicheller, se digna ponerme inmediatamente en contacto con la masa de obreros que aquí trabajan. Advierto, de paso por las diversas secciones del local, que la maquinaria es en gran parte vieja y gastada, aparte de ser de tipo muy atrasado. Ella corresponde a la época zarista, y es fabricación alemana, y en muy breve proporción, francesa. Prueba es ésta de que, por mucha que fuese la influencia política y financiera de Francia en Rusia antes de la revolución, le fue difícil, sin duda, a la alta burguesía rusa sustraerse al imperialismo industrial alemán, superior a la sazón al de París. Las leyes de producción económica, esta vez como siempre, podían más que las políticas y financieras. Por debajo de la diplomacia francófila de Nicolás II y su pandilla cortesana, las profundas necesidades económicas del país sufrían subterráneamente la infiltración, sorda, pero ineluctable, de la exuberante savia industrial teutona. Rusia era un país de industria pesada. Francia, país sobre todo de industria ligera, no podía suministrar una técnica apropiada al género de la producción rusa. ¿Qué podía hacer en este caso la política zarista? Los Bancos de París podían ciertamente prestarle todo el capital que pedía, pero no la maquinaria reclamada por la clase de producción de base del país. La vida industrial tiene sus necesidades que le son propias e independientes de la vida política, y no es, por consiguiente, a aquélla que sigue el curso de ésta, sino al contrario, es la vida industrial la que imprime dirección a la política. De aquí que nada habría tenido de extraño que, de no producirse la guerra europea, la política rusa hubiese, a la larga o de golpe, cambiado de frente, rompiendo la Triple Entente para ponerse al lado o a las órdenes de Berlín. A ello le habrían forzado y le estaban ya encaminando las necesidades de producción industrial propias y peculiares de Rusia. No hay que olvidar, de otro lado, que entre el mundo financiero y el mundo industrial o, en otros términos, entre el capital financiero y el capital industrial, rigen relaciones muy variables. A veces la influencia financiera sobre un país va unida a la influencia industrial, y esto ocurre lo más a menudo. Tal sucede hoy con el imperalismo yanqui en el mundo entero. Pero otras veces, ambas influencias van separadas, como en el caso de Francia y Alemania en Rusia antes de la guerra. Esto, a primera vista, parece inadmisible en teoría, dado que la actividad financiera, con todas sus altas y bajas, depende casi siempre de la actividad industrial. No obstante, es una realidad más frecuente de lo que parece. Y es que la zona de influencia tiene sus necesidades propias y no presta ni recibe de fuera sino lo que en tal o cual momento conviene a su estado económico. Puede acontecer que el país prestamista de capital financiero cultive un género de producción distinto al del país prestatario, que está condicionado por la naturaleza o por remotos factores históricos de su economía que no es dable contrariar. La zona o país de influencia recibe entonces de otro imperialismo la dirección y técnica industriales que necesita como adecuadas a su economía. Se da en este caso el hecho de una zona de influencia acaparada simultáneamente por dos imperialismos: el imperialismo financiero y el imperialismo industrial. La economía internacional ofrece a menudo el espectáculo del reparto entre dos o más imperialismos, de diversa naturaleza, de un mismo país colonizado. Tal ocurre con América Latina y China, zonas en que la Gran Bretaña domina en un aspecto económico, los Estados Unidos en otro y Francia en otro.
Entramos en un vasto taller de fundición. Me hallo entonces en medio de una muchedumbre de obreros en pleno trabajo. Neicheller se despide y me deja solo entre los trabajadores, acompañado de una señora, que es mi intérprete, y a la que pago por mi exclusiva cuenta sus honorarios. Esta mujer sirve a maravilla el carácter imparcial que me propongo dar a mi reportaje, por la sencilla razón de ser una sobreviviente de la burguesía zarista, recalcitrante al régimen soviético. De otra parte, no sabe ocultar su hostilidad al régimen, y me es, en consecuencia fácil darme cuenta de cuando tergiversa las cosas y de cuando me transcribe literalmente la verdad. Tomo de su intervención solamente lo que, en mi concepto, debo tomar, separando sin dificultad el elemento de opinión personal que ella pone en sus versiones, del fondo objetivo de las mismas.
A un grupo de obreros que trabajan al pie de una grúa en el transporte de metal candente, les pregunto:
—¿No tienen ustedes otro medio de transportar el metal candente?
Porque el medio con que ellos lo hacen es completamente primitivo. Reciben entre cuatro hombres el enorme bloque candente, al rojo oscuro, y lo llevan en brazos a depositar en una plataforma, situada a unos ocho o diez metros de distancia. Para ello se sirven los obreros de unos trapos empapados en agua.
—No. No tenemos otro medio de hacerlo.
—¿Pero no saben ustedes que en el extranjero hay instalaciones especiales que con sólo tocar un botón realizan por sí solas el mismo trabajo?
—Sí. Lo sabemos. Pero nosotros no disponemos de ellas en todas las fundiciones.
—¿Y por qué no en todas?
—Porque hay que comprarlas en el extranjero o fabricarlas en Rusia, y el Soviet no tiene aún capitales suficientes para perfeccionar todos nuestros métodos de trabajo. Ya se hará poco a poco[7].
Los obreros rusos ponen en su trabajo una abnegación que conmueve y una esperanza exultante. La mayoría de ellos están enterados de que no todas las formas de trabajo de los Soviets son las más avanzadas del mundo, y que, lejos de eso, el obrero ruso penará por algún tiempo, hasta igualar, en materia de confort en el trabajo, al obrero capitalista. De ello tienen perfecta conciencia. Pero tampoco ignoran la causa de estos defectos y lagunas de la técnica soviética, cual es la deficiencia actual y pasajera de capitales. De aquí que ellos soporten esas dificultades alegremente, con la confianza y la fe en que ellas no son sino momentáneas.
—Ya sabemos —me dicen— que nuestros hermanos del extranjero, particularmente de los países imperialistas, están en muchas cosas mejor que los trabajadores del Soviet. Tanto mejor. Esto nos da un gran contento. Pero ya los igualaremos. Nuestros esfuerzos son aún más penosos. Esto es inevitable. Antes que vivir confortablemente, pero en una situación económica precaria e incierta para el porvenir —paradoja en la que viven, por desgracia, muchas sociedades, como muchos individuos—, nosotros hacemos lo contrario: primero queremos crearnos y afianzar una situación económica seria y sólida para el porvenir y el resto —confort, abundancia— vendrá después.
—Pero —les arguyo— una técnica más moderna no es cuestión de confort ni de abundancia, sino un medio precisamente de crearse y consolidar esa situación económica a la que ustedes aluden.
—Lo comprendemos. El Soviet no hace otra cosa. Ha renovado hasta ahora en un 70 por 100 los métodos de producción en Rusia. Lo que tenía que hacer en esta esfera era inmenso. Nada, pues, de extraño que aún quede de ello mucho por hacer.
Uno de los obreros es designado por los otros para responder a mis preguntas. Como él ha tocado el punto concerniente al bienestar y confort de la vida en Rusia, entramos justamente a la materia que me traía aquí, y le digo:
—¿Cuántas horas diarias trabaja usted?
—Siete horas al día[8].
—¿Cuánto gana usted?
—Dos rublos cincuenta diarios.
—¿Qué clase de trabajo ejecuta?
—El que usted está viendo: el transporte de metal candente.
—¿Es un trabajo, según parece, difícil o al menos peligroso?
—Difícil, no. Peligroso, tampoco. Lo único que puede pasar, en el peor de los casos, es resbalar de nuestros brazos a masa de metal y precipitarse al suelo. Pero eso no acarrea ningún riesgo. Estamos ya habituados a cuidar los pies. Prueba de ello es que nunca, en un año que trabajo aquí, ha sufrido nadie el menor accidente.
—¿Su salario le basta para vivir?
—Lo suficiente. Mi vida es sobria, como la de todos mis compañeros, como la del mundo entero en Rusia. El Soviet establece los salarios según las necesidades reales y racionales del proletario. Es el Estado el que crea y dosifica esas necesidades, conforme a las posibilidades económicas de que dispone para fijar los salarios. Correlativamente, es él también quien fija estos salarios, según aquellas necesidades. Como el Soviet tiene en sus manos la llave de este circuito, la ajusta y la abre según un golpe de vista global de la economía del país.
—¿Y ustedes creen que el Soviet no yerra o tropieza con insalvables dificultades en este mecanismo regulador, de soberanía y libertad aparentes, pero sujeto, en realidad, a innumerables influencias y reacciones extrañas?
—El Soviet, naturalmente, puede equivocarse y tropezar con dificultades extrañas a su buena voluntad. Mas, puestas las cosas en este terreno, la cuestión pierde su carácter científico y caemos en el mundo de lo probable. A lo más, lo que cabe hacer en ambos casos es reparar el error ya cometido o tratar de vencer lo que es vencible. Las cosas, como usted ve, pasan entonces al dominio silogístico o puramente verbal.
Por lo visto, el obrero que tengo ante mí es un bolchevique, o al menos uno del cogollo de los trabajadores rusos. Dejo, pues, de lado el terreno de lo probable —como él lo llama— y le pregunto categóricamente:
—¿Qué entienden ustedes por vida sobria?
—La satisfacción de las necesidades primarias de la existencia, sin excesos ni privaciones. Nada de superfluo. Nada de lujo. Nada de fantasías ni refinamientos inútiles y propios de regoldantes estragados y de ociosos decadentes. Lo justo solamente, lo imprescindible; en una palabra, lo natural, lo sano.
—¿Quiere usted decir «lo justo para no morirse»?
—No. Lo justo para ser dichoso. Con el salario que yo gano me basta para alimentarme, para pagar mi casa, vestirme, ir a los espectáculos y costearme algunos libros, periódicos, pequeños viajes y paseos.
—¿Tiene usted familia?
—Sí. Mí compañera y un hijo.
—¿Y quién los mantiene?
—Mi compañera trabaja en una papelería del Gossizdat (editorial del Estado), y gana lo suficiente para vivir. En cuanto a nuestro hijo, que tiene apenas tres años, el Estado se ocupa de él.
—¿Qué relación económica existe entre usted y su compañera?
—Ninguna. Como ni ella ni yo somos propietarios, la cuestión es muy sencilla. Eso no quita que, dentro de nuestra economía diaria, no haya una libre y espontánea comunidad de bienes. Pero la ley no nos obliga a nada.
—¿Y en caso de enfermedad de uno de ustedes? ¿En caso de falta de trabajo?
—Es el Estado quien lo paga todo.
—¿Dónde come usted?
—En la Cooperativa, como todo el mundo.
—¿En el mismo restorán que los que ganan más que usted?
—En el mismo.
—¿Y come usted lo mismo y por el mismo precio?
—No. El menú y los precios varían. Los que ganan más comen mejor, pero pagan más caro.
—¿Un obrero técnico o un ingeniero, que ganan cinco o siete rublos al día, viven, por consiguiente, en mejores condiciones que usted?
—Sí. Porque saben y trabajan más que yo. Cuando yo llegue a prestar servicios idénticos o equivalentes, viviré también como ellos. El bienestar individual en Rusia está en proporción con el trabajo y la productividad de cada uno.
—Pero si usted no dispone ahora de mejores aptitudes, no creo que esto sea culpa suya para merecer un grado de vida inferior al de otro obrero.
—Si no es mía la culpa de ser menos apto que otros obreros, tampoco lo es de éstos para rebajarles sus salarios hasta igualarlos con el mío. Las necesidades de los obreros mejor capacitados son, por otra parte, más elevadas, y cuesta el satisfacerlas mucho más que las mías. Un ingeniero lleva un régimen de vida diverso al de un simple mano de obra, porque lo que hace en el trabajo es también diferente. Trabaja por la noche, estudia fuera de las horas de la fábrica, etc. Su alimentación, su alojamiento deben ser, por eso, más esmerados, y, lógicamente, más caros.
—En resumidas cuentas, ¿todos gastan todo lo que ganan?
—Aproximadamente.
—¿Nadie puede ahorrar ni formar, poco a poco, una pequeña reserva económica para el porvenir?
—¿Ahorrar? Esta palabra no existe en el Soviet, Ningún individuo puede ni quiere ahorrar. Sólo el Estado es el que ahorra.
—¿Y cuando se llega a viejo o se cae enfermo?
—Es el Estado el que, en todos estos casos, se ocupa del trabajador —proletario o ingeniero— enfermo o viejo.
—Pero volviendo a lo de los salarios: ¿qué diferencia subsiste entre el de un técnico y el de un mano de obra, si al fin y al cabo la vida les cuesta a ambos todo lo que ganan?
—La diferencia está en que, mientras el simple mano de obra disfruta de una existencia inferior, el técnico vive mejor.
—No veo, francamente, en qué sentido viva el técnico mejor, puesto que no hace sino satisfacer necesidades intrínsecamente entrañadas e inseparables del rol de su trabajo y de sus obligaciones.
—Eso es, precisamente, lo que en Rusia se entiende por vivir mejor: la correlación, correspondencia y equilibrio entre las necesidades propias y naturales del trabajo de un individuo y los medios de que dispone para satisfacerlas. A nadie se le paga sino lo justo para satisfacer las necesidades peculiares al género de sus ocupaciones, y de nadie se exige mayor trabajo que el que le permiten efectuar los medios económicos de que dispone para vivir.
—¿Y de qué manera puede comprobarse ese equilibrio de que habla usted?
—Examinando la salud del trabajador fisiológica y psicológicamente. Si su salud es normal, el equilibrio es perfecto. Hablo suponiendo que la existencia y el trabajo del obrero se desarrollen dentro de un orden normal, sin desmanes ni accidentes.
El obrero que así me habla tendrá unos veinticuatro años. Es robusto sin adiposidad. Su mirada es clara, alegre. Su gesto y sus maneras, firmes y confiadas. Un tanto sanguíneo más bien. El talle deportivo, pero armonioso. Respira y habla a sus anchas. Muestra una seriedad casi rural por lo mansa, y casi mecánica por lo lineal y vertebrada.