XVIII

Ray, riendo, penetró en la estancia con el niño en brazos.

Spencer, que aún no conocía a aquella criatura que era suya, carne de su carne, sangre de su sangre, sintió como si la emoción lo cegara y lo dejara mudo.

—Mira, Spencer —dijo Ray, con naturalidad—. Este es Peter, tu hijo.

El chiquillo tenía apenas cinco meses. Era fuerte, sonreía siempre y tenía los mismos ojos oscuros de su padre.

Spencer lo asió por los brazos. Lo contempló un segundo sin parpadear. Lo besó fuertemente, como si de pronto tuviera miedo de que se lo quitaran.

—Cielos… —musitó—. ¡Cielos!

—Spencer…

—Cállate, Ray. Vete, déjalo conmigo. O no… no, estoy enfermo. Tengo una aguda bronquitis. —Hablaba roncamente, como si la voz fuera a romperse en el umbral de su boca—. Es un muchacho robusto… Es como yo…

El niño solo sabía mover las piernecitas y decir «ta, ta», con su boquita redonda y pequeña.

Con un ansia irreprimible, Spencer lo apretó contra sí. En aquel instante no era el Spencer tirano, apasionado, mordaz, sardónico. Era solo un hombre admirando a su hijo por primera vez.

—Hemos venido a estar contigo un rato. Catheri está abajo con el doctor.

—Un día me iré de aquí, tan pronto esté bien —dijo reconcentradamente.

—No debes marchar otra vez. Tu sitio está aquí. Os necesitáis los dos.

Spencer cerró los ojos con fuerza.

¡Necesitarse! Sí, puede que fuera así, pero si bien encajaban en la vida conyugal, no así en la vida afectiva de cada día. Él no era hombre que se aviniera a vivir como todo el mundo. Catheri nunca se lo pediría.

Sin darse cuenta, apretó los brazos del niño como si fuera Catheri. Como si fuera él mismo que se mortificara.

El niño empezó a llorar.

—¡Oh, calla, calla, mi amor! —susurró enternecido—. Calla…

Lo acariciaba y le decía cosas, muchas cosas tiernas que él nunca pensó saber decir a un niño, pero Peter, terco, seguía llorando.

—Dámelo, Spencer. Yo lo callaré.

Se lo entregó con nostalgia. Ray se fue canturreando con el niño en brazos.

Buena persona aquel Ray. Cómodo quizá, egoísta, pero en el fondo una gran persona, que dejó pasar su propia felicidad para consagrar su vida y su ternura a Catheri.

Cerró los ojos. Se sentía muy cansado. Le dolía el cuerpo de los pinchazos que soportaba desde hacía tres días.

¡Tres días! Viendo a Catheri por allí, oyendo su voz cálida, evocando otros momentos junto a ella. Embriagándose de su perfume y su voz…

Pensó en su soledad. «Soy un tipo solitario». Lo había sido, sí, pero después de conocerla a ella, después de sentir el calor de aquel hogar, no quiso más su soledad. Puede que Catheri o cuantos lo conocían siguieran considerándolo un aventurero. Ya no lo era. Necesitaba aquella ternura, aquella voz de Catheri, su pasión, que existía, aunque aparentemente no lo confesara ni lo admitiera. Él la había visto, la había sentido en sí, la había palpado…

—¿Duermes? —preguntó una voz inconfundible.

Abrió los ojos.

La vio allí, suave, femenina en verdad, con una femineidad que era la exquisitez hecha mujer.

Abatió los párpados con pereza. Como si le costara creer que fuera ella y estuviera allí, de pie junto a la cama que él ocupaba.

Vestía una simple falda oscura, muy estrecha, marcando la redondez de sus caderas. Una blusa de cuello camisero, abierta hasta el principio del seno, de un rojo vivo. Llevaba el cabello rojizo corto, peinado hacia atrás con sencillez, cayendo un poco por la mejilla. Sus verdes ojos, su boca de suave dibujo, húmeda, sensitiva siempre, como si estuviera recibiendo un beso pasional y se gozara en él.

—Siéntate —pidió—. Acabo de conocer a… mi hijo.

Ella se sentó. Con naturalidad, dijo:

—Voy a tener otro.

Spencer se estremeció bajo las sábanas. La miró, desvió los ojos precipitadamente. Después ladeó el cuerpo en la cama y quedó frente a ella que sonreía cálidamente.

—¿Otro?

Asintió con un breve movimiento de cabeza.

—¿Mío?

—¡Spencer!

Él apretó los labios.

—Te ofendo, soy así… Siempre me pregunto por qué he de ser yo así. Pero lo soy, es obvio que no lo puedo remediar. Es mío, naturalmente. Tú no eres mujer de aventuras.

—Sabes poco de mí.

—Eso… sí.

Catheri, impulsiva, se inclinó hacia él. Apoyó lo codos en sus propias rodillas y la barbilla en las palmas abiertas. Los ojos verdes rutilaban de modo extraño.

—No me mires así —pidió él, quedamente—. No soy un monstruo.

—Eres un monstruo apasionado, Spencer. Eso es… lo que eres.

—Tú me provocas. Si me conoces, huye de mí.

—Será que me parezco a ti. No puedo huir.

—Y así toda la vida. Tendremos una docena de hijos sin comprendernos. Es lo que no tiene explicación.

—¿Estás seguro de que no nos comprendemos?

—¿No lo estás tú?

—No lo sé. A veces, cuando me analizo, me encuentro tan monstruosa como tú. Y me da rabia pensar que no te he conocido hasta que me casé contigo.

—No sé nada de ti, tienes razón. Dime algo. Ahora que estamos solos, que yo respiro mejor, que la intimidad es grata… Dime cómo has crecido, si has tenido novios, si te besaron los hombres…

—Tú.

—¿Solo yo?

—No concibo a esas mujeres que con frivolidad buscan la sensación amorosa todos los días.

—¿Por qué has de ser así?

—¿Es que te agradaría que fuera de otro modo?

—No. Pero quisiera tener algo que despreciar en ti. Y no puedo.

—Todo por tu orgullo masculino. Esa dignidad tuya que yo no acabo de comprender.

—¿Qué nos pasa, Catheri?

Al preguntar, alargaba la mano y prendía con sus dedos los dedos femeninos. Los apretó fuertemente. Ella agitó sus dedos dentro de los de él con una rara e íntima intensidad.

—Cuéntame cosas tuyas, Catheri. Olvídate de tu mano. Me gusta sentir la sensación de que en este instante algo me perteneces. Yo no soy un hombre manejable —añadió bajo, con cierto pesar—. Sé que nunca podré serlo. Desprecio a los hombres que, por amar a una mujer, se dejan gobernar como corderitos. Nunca podré ser un corderito llevado y traído a gusto de la esposa. Esto es quizá lo que nos separa. Nunca intenté casarme, porque consideré que el matrimonio era un tubo de escape sexual. Y yo lo tenía a todas horas y con quien me diera la gana. No me mires así. No soy vanidoso. Es que es así. Tengo que sentir la debilidad de la mujer para amarla más. No puedo concebir el amor entre un hombre y una mujer cuando ella grita y ordena. Cuando más frágil y débil sea una mujer, más ansias tengo de ampararla y poseerla. Es algo innato en mí.

—Spencer, eres demasiado personal.

—Tú también lo eres. Por eso nunca nos entendemos. Por eso habrá solo un instante, cuando tú te olvidas de tu personalidad y yo me olvido de tu dinero, en que ambos nos perdemos uno en brazos del otro y pensamos solo en nuestro mutuo placer.

—Cállate.

—Es así, Catheri. No hay consistencia en nuestro matrimonio. ¿Sabes por qué?

—Sí.

La miró cegador.

—¿Lo sabes?

—Tú tienes la culpa. Eres el más fuerte, y cuando me tienes en tus brazos, eres tan débil como yo, aunque seas hombre. Y luego te humilla esa debilidad. Ahí tienes la explicación. Mientras no depongas esa virilidad tuya que pretende imperar en todo momento, no puede haber comprensión.

—No es así, no —susurró él, quedamente—. Catheri, pequeña, ven aquí.

—No. —Ya se hallaba en la puerta—. No, Spencer. Haces de mí lo que quieres, y eso ya terminó.

—Si no voy a poder. Y tú tampoco.

—Podrás tú, porque yo te lo impediré. En eso, Spencer, soy más fuerte que tú.