XIII
Le esperó inútilmente aquel día, y al día siguiente, y quince días después.
Al cumplirse los seis meses, el notario se personó en el palacete.
Catheri lo recibió con su habitual tesitura. En la máscara de su rostro no se apreciaba pesar ni amargura. Pero Ray, secretamente, sabía que todos los días cuando se levantaba miraba a un lado y a otro, buscando la silueta tan conocida de Spencer.
Y cada mañana, él le decía:
—No ha vuelto.
Catheri lo miraba censora, como diciendo que no le interesaba en absoluto, mas la verdad era muy distinta.
Aquella mañana, nada más personarse en el salón, Míster Hallock preguntó por míster Ward.
—No vive aquí —anunció Catheri, sin que un solo músculo de su rostro se contrajera—. Hace muchos días que se ha ido.
El notario emitió una mueca de contrariedad.
—Debió usted participármelo, miss Catheri. ¿Qué hago yo con la mitad de la fortuna que le corresponde a él? Ese hombre me ha desconcertado siempre. Cuando lo conocí, me dio la sensación de ser un egoísta. Más tarde se negó a admitir un solo centavo de esa fortuna, y ahora que puede entrar en posesión de ella, desaparece. ¿Sabe usted que es muy raro todo esto? ¿No puede facilitarme su dirección?
—No, señor. La ignoro.
—Además, en el testamento figura una cláusula por la cual se señala que ni uno ni otro pueden dejar el hogar en seis meses.
—Pues no me entregue mi parte —dijo ella, con sequedad.
—¿Cuántos días hace que se marchó?
—Diez —apuntó Ray, que se hallaba junto a ellos.
Míster Hallock se volvió hacia él.
—Por diez días no vamos a provocar un juicio. No merece la pena. Será mejor que lo busque usted, Ray. Yo, por mi parte, me preocuparé de ello también. Este dinero quema en mis manos. Le pertenece y quiera o no tendrá que admitirlo. —Miró a Catheri significativamente—. Además…, va a tener usted un hijo. Con eso no contaba mi difunta cliente. Es decir, no contaba que ocurriera tan pronto. —Se puso en pie—. Pese a las circunstancias en que se desarrolló todo, debo admitir que el matrimonio fue un éxito. ¿No es así, miss Catheri?
—Claro que no.
Míster Hallock arqueó una ceja. Se diría que no comprendía nada. Ray se apresuró a decir:
—No congenian muy bien, pero en el fondo se necesitan uno a otro. Váyase usted tranquilo, Charles. Ya hablaremos de esto más adelante.
—Te equivocas, tío Ray —se alteró Catheri—. No congeniamos siquiera.
Los dos hombres se la quedaron mirando, como diciendo: «¿Puedes explicar, entonces, tu ligereza?». A lo que la mirada de Catheri, patética por primera vez, parecía responder: «Fue un accidente. Un accidente provocado por su virilidad y admitido por mi debilidad de mujer».
Claro que eso nadie lo hubiera admitido.
Míster Hallock se puso en pie, besó los fríos dedos femeninos y se despidió, advirtiendo que buscaría a míster Ward hasta hallarle.
Días después, al atardecer, alguien llamó a la puerta del departamento donde vivía Spencer.
Este, que se hallaba tendido en el lecho, fumando un cigarrillo, no se movió.
—Adelante —gritó—. Pase quien sea.
El notario y Ray entraron con cierta timidez. Miraron a un lado y a otro, buscando la silueta mal vestida. Spencer, al verlos, se echó a reír con humorismo.
—Señores —gritó—, que se van a manchar ustedes.
Ambos se volvieron rápidamente hacia él. Spencer, sentado en el borde de la cama, los miraba burlonamente. Tenía el cabello revuelto, la media sonrisa poderosa en el cuajo de sus labios, y el brillo de su mirada se ocultaba un tanto bajo el peso de los párpados, perezosamente entornados.
Fumaba despacio. Expelía el humo muy lentamente, difuminando sus facciones entre las espesas volutas. Daba la sensación de ser un hombre despreocupado, a quien le importaba un pito la elegante visita.
Los dos hombres, cortados a su pesar, avanzaron hacia él, sin dejar de mirar en torno. El apartamento era un conglomerado de objetos masculinos esparcidos por los lugares más inverosímiles. Sobre la mesa había unas botas manchadas de barro. En el suelo, derribada, una silla de rejilla. Encima de la cama, un cenicero lleno de puntas de cigarrillos. El apartamento se componía de una sola pieza, formando tres por medio de los muebles. Cocina, dormitorio y salita. Pero allí no se sabía apenas cuál era la cocina, el dormitorio o la salita.
—¿En qué puedo servirles, amigos míos? —preguntó Spencer, levantándose y yendo hacia ellos con andar indolente.
Vestía el pantalón de franela, el jersey negro y estaba en calcetines. Un mechón de pelo le acariciaba la frente, casi hasta los ojos.
Los dos hombres se miraron un tanto perplejos.
—Venimos por el asunto de la herencia —dijo el notario, tras un carraspeo—. Han finalizado los seis meses de plazo.
—Pero yo dejé, la residencia de la difunta Anne antes de cumplirse el plazo —rio Spencer tranquilamente.
—Es cierto, pero dejó usted allí un hijo que no tardará en llegar.
—¡Vaya! —exclamó, regocijado—. ¿Y si no es mío?
Ray dio un paso al frente, dispuesto a fulminarlo.
—Oye, Spencer, me resultas simpático, pero no te permito que ofendas a mi sobrina.
Por toda respuesta, Spencer movió la mano en el aire, sacudiéndola delante de las narices de Ray.
—Bueno, admitamos que es mío —gruñen—. Entréguenle a él, cuando tenga la mala suerte de llegar al mundo, la parte que me corresponde a mí. Yo no la quiero. No me interesa el dinero. Vivo como un rey haciendo mis caricaturas. Yo no soy hombre que viva más tranquilo teniendo una fortuna en depósito. Me abruma el dinero. No sería feliz si tuviera todo lo que el vil metal puede proporcionar. Prefiero la incertidumbre del mañana. —Los miró sonriendo—. ¿Algo más, señores?
—Pero usted se casó por ese dinero —saltó el notario.
—Puede que sí. —Se alzó de hombros—. Eso nos ocurre a muchos. No me considere usted un ser digno porque ahora lo desprecie. Sigo siendo el mismo de siempre. Lo que ocurre es que la vida me demostró que sin dinero se puede ser incluso más feliz, y sobre todo, vivir más tranquilo. No, no, señores. No quiero ese dinero.
—Tiene que haber una razón para que usted lo rechace —adujo sudoroso el notario—, puesto que se casó usted por obtenerlo…
—Puede que la haya —admitió sin convicción—. Pero no la busque, porque le será difícil hallarla.
Míster Hallock, sofocado, aún intentó hacerlo entrar en razón, pero en todo momento tropezó con la ironía de Spencer, su negación humorística, que era peor, sin duda alguna, que una negación violenta.
A la noche, Ray se lo contó todo a Catheri. Una Catheri silenciosa, absorta, lejana.
Cuando terminó, esperó un estallido. Pero Catheri se mantuvo dentro de la misma reserva silenciosa. Solo al retirarse a descansar, preguntó con extraño acento:
—¿Dónde vive?
Nació el niño sin que se supiera nada de Spencer. Era un niño robusto, con los ojos negros como los de su padre, su cabello liso, de un tono oscuro, y su naricilla un poco respingona.
—Es igual que Spencer —gruñó Ray.
Catheri no dijo nada.
Aquella misma noche, Ray se puso el abrigo y el sombrero y se dirigió al departamento del caricaturista.
Spencer se hallaba tendido en el diván, junto a la estufa, con una mano tras la nuca, y la vista perdida en el techo, fumando abstraído un cigarrillo. La puerta estaba entreabierta y Ray no tuvo más que empujarla.
—Buenas noches —saludó.
Spencer no se movió. Solo giró los ojos hacia él.
—¡Hombre, el viejo Ray! —exclamó riendo, como si fuera el ser más feliz y despreocupado del mundo—. ¿Qué pasa, amigo mío? ¿Ha muerto tu estirada sobrina?
Ray no contestó en seguida. Se quitó el abrigo y el sombrero, lo dejó sobre una silla y se acercó a Spencer. Arrastró una butaca y se sentó frente a él. Spencer no se movió. Solo estiró perezosamente los miembros, sin ningún miramiento y con una mala educación extremada.
—Tienes un hijo —comunicó Ray, con brevedad.
¡Un hijo! Una extraña y honda emoción le estranguló el pecho. Un hijo de ella. De aquella muchacha que se mantenía inmóvil en sus brazos, que cerraba los ojos cuando él la besaba en la boca. De aquella muchacha que había llenado su vida, le había hecho sentirse un hombre diferente y había llegado a las fibras más sensibles de su ser. Un hijo de aquella mujer altiva, que al poseerla perdía su rigidez y se convertía en una cosa. Una maravillosa cosa difícil.
Un cúmulo de encontradas sensaciones le invadió. Pero Ray no pudo ver en aquel rígido rostro sonriente, la más mínima sombra de satisfacción o pesar. Se diría que la noticia le importaba tanto como el cigarrillo que sostenía entre sus dedos.
—Spencer.
El marido de Catheri lo miró.
—¿Y bien, Ray? ¿Qué me vienes a decir? ¿Te envió ella? ¿Le importa mucho a ella que yo lo sepa? —Se sentó en el diván. Echó las piernas hacia fuera, abrió estas y puso las manos apoyadas en las rodillas—. ¿Es niño o niña? ¿Niño? —Ray asintió—. ¡Cristo, un niño! —rio—. ¿Cómo va llamarle?
—Como el marido de mi hermana. Peter.
—¡Mira qué bien! ¿Y qué vienes a decirme a mí? ¿No ha pedido el divorcio todavía? Dile que puede hacerlo. Yo… no voy a oponerme. —Aspiró hondo, como si el pecho fuera un fuelle—. Dentro de tres meses se casará con un magnate poderoso como ella, y figurará en sociedad. Irá a fiestas y reuniones. Será una gran dama… Pero no sentirá el amor de un hombre como yo. Esto te lo aseguro. No habrá hombre en este mundo que pueda llegar a las fibras sensibles de esa muchacha. Eso lo sabe ella… —Se puso en pie y quedó con las piernas abiertas en medio de la pieza. Alto y fuerte, vigoroso, lleno de músculo, parecía un guerrero dispuesto a, luchar con seis enemigos. Ray se preguntó qué podía haber bajo aquella máscara. ¿Se burlaba de sí mismo, del hijo que había llegado o de Catheri?—. Ya me has dado la noticia, Ray —dijo sin volverse—. ¿Quieres que lo celebremos con una copa, o prefieres marchar?
Ray se ponía el gabán en aquel instante.
—Me voy. Debo confesar que no te comprendo. Si a tu edad a mí me dicen que he tenido un hijo, se me hubiera partido el alma de felicidad.
Spencer no respondió.
Fumaba aprisa. Expelía el humo con la misma precipitación.
—Buenas noches, Ray.
—¿No vas a ir?
Spencer dio la vuelta en redondo. Una media sonrisa sarcástica partía el dibujo sensual de su boca.
—¿A casa de tu sobrina?
—Eso he dicho.
—Puede que sí. Me divierte ver a una mujer madre por primera vez. Buenas noches, Ray. Voy a salir a celebrarlo.