II

Catherine Scott —esbelta, elegante, pelo rojizo, ojos verdes, expresión fría y altiva—, miró al notario con vaguedad.

Este, habituado a no entender muy bien a la distinguida joven, carraspeó y dijo:

—Tenga presente, miss Catheri, que se trata de su porvenir.

La muchacha no respondió. Recostada en una butaca con una pierna cruzada sobre otra, fumaba en silencio, con la vista perdida en el confín del parque.

El notario se consideró en el deber de añadir suavemente:

—Está usted habituada a vivir como una reina.

Catherine fumó aprisa. No hubo expresión definida en sus ojos. Se diría que no oía al amigo de su difunta madrina. Pero le oía. No había perdido ni una sílaba.

—Cierto que la difunta señora ha pensado poco, o eso parece al menos, en el futuro de su vida… Aunque mirándolo bien, quizá todo esto sea la consecuencia de haberlo pensado demasiado.

Muda respuesta.

—Estoy esperando contestación de míster Ward. Quizá llegue hoy o mañana.

Catherine descruzó las piernas y se puso en pie.

«Extraordinariamente bella, pero del mismo modo extraordinariamente fría. Lástima de muchacha», pensó el notario.

Carraspeó y dijo al rato:

—Mi difunta cliente, sin duda sabía lo que hacía.

Fue entonces cuando Catherine se volvió hacia él. Lo miró fijamente, con aquellos sus inmensos ojazos.

—¿Entregándome a un desconocido?

—Pues… verá… Spencer Ward era su ahijado, como usted.

—No tenía trato con él.

—Aun así. Siempre estuvo al tanto de su vida, aunque no lo pareciera. Jamás quiso prohijar más muchachos que a ustedes dos. Pensó siempre en casarlos. Spencer es un hombre honrado.

—Usted no le conoce.

—Tengo sus informes.

—Aun así. Es muy cruel educarme en este ambiente y arrebatármelo de golpe.

La figura masculina que se hallaba en un diván, con los ojos fijos en los dos personajes, se movió.

—No digas eso, Catheri —gruñó—. Lo peor soy yo. Tengo cincuenta y siete años, he sido su hermano y me dejó sin un centavo. Solo el derecho a vivir aquí, con la obligación de que me mantengáis.

Ni el notario ni Catheri le hicieron caso.

Ray Huston fumó aprisa, sin volver a pronunciar palabra.

Miss Catheri…

—Ya le he dado mi respuesta. No debo ser una sentimental, porque estoy dispuesta a casarme antes que perder la comodidad y el confort.

—Pero es que yo desearía que lo hiciera usted con gusto.

Clavó sus fríos ojos en el semblante rugoso del notario.

—¿Con un desconocido? ¿Por quién me ha tomado usted? Me caso, qué duda cabe, pero… no espere usted que lo haga con gusto. Debo ser egoísta —el notario pensó que lo era mucho— porque de cualquier forma que sea, no estoy dispuesta a perder lo que siempre consideré tenía derecho a ello. Me lo han hecho creer así. Lo he creído.

El notario recogió la cartera y la colocó bajo el brazo.

—Cuando tenga noticias de Chicago, volveré a verla.

Catheri ni siquiera se dignó mirarlo. Mayestática, altiva, elegantísima, dentro de su natural belleza, permaneció de espaldas a la puerta, y cuando esta se cerró, se volvió hacia Ray Huston.

—Lo siento por ti, tío Ray.

—¿Por mí? —rezongó, poniéndose en pie—. ¡Bah! Yo ya estoy habituado a perder.

—Si yo renunciara a la boda, toda la fortuna de tu hermana iría a tu poder. No pienso hacerlo. Me casaré con Spencer Ward, y veremos lo que ocurre.

Spencer penetró en la oficina de su primo con aire fanfarrón.

Aquel, que lo vio llegar y ya lo conocía, sonrió entre dientes.

—Bueno… —refunfuñó—. Aquí me tienes. Pero te advierto una cosa. No te daré más que el veinticinco por ciento de la herencia que te corresponda.

—Eso no, amigo. Ten presente que desde este instante, tú serás yo y yo tú. No me fío de ti. Antes de marchar a Nueva York a conocer a tu futura, tendrás que firmarme un papel. Me darás la mitad de lo que te corresponda, y después haz lo que gustes. Tanto se me da que te separes de Catherine a los dos días, como al mes. Además, tienes que andar con cuidado. No deben cogerte en contradicciones.

—Para eso me pinto solo. Oye —y le apuntó con el dedo enhiesto—, pienso separarme de ella al mes justo de casarme. Imagínate que venga a reclamarte a ti.

—¿Y qué? Yo soy tú.

—¡Hum!

—¿No estás dispuesto?

Hizo un gesto de impotencia.

—¿Y qué puede hacer un hombre sin un centavo y con ganas de vivir? —Se alzó de hombros—. A ello… ¿Cuándo es la boda?

—Eso tendrán que decidirlo allá. Te advierto que vas a vivir en las afueras de Nueva York, en una residencia principesca, llena de criados, con unos cuantos autos a tu disposición, ayuda de cámara y todo eso.

Spencer se echó a reír.

—Me importa un rábano todo lo que dices. Lo único que me interesa es tener dinero y libertad. Yo no soy un tipo ambicioso.

—Escribiré al notario y le diré que estoy de acuerdo. Será mejor que te cortes un poco el pelo y te vistas decentemente. —Extrajo un talón de cheques del cajón de la mesa—. Te adelantaré unos cuantos cientos de dólares que tendrás que devolverme de tu dinero. ¿De acuerdo? Compra ropa decente y preséntate como un caballero.

—No creo que ella sea una dama —rio, cachazudo.

—¡Spen!

—¿Lo es? ¿Qué clase de mujer puede ser la que se casa con un desconocido por no perder el dinero? Porque supongo que ella no tendrá fortuna propia.

—No la tiene.

—¿No te lo dije? Una chica moderna con ganas de vivir a costa de las manías de una vieja difunta. Spencer, no me interesa en absoluto ese tipo de mujer.

—Tú no tienes por qué pensar en la clase de mujer que vas a tener. ¿Qué te importa? Ya harás una de las tuyas para deshacerte de ella tan pronto te canses.

—¡Ji!…

—¿No es así?

—Puede. Pero si me gusta…

—Spen, ya sé que eres un tipo indeseable —gruñó, pesaroso—. Nunca has dado golpe. Te vistes como un pordiosero, usas cabellos largos y fumas en pipa. No me explico aún cómo no te has metido a actor de cine.

—Hay que trabajar.

—Está bien. —Le entregó el cheque—. Ve a cobrarlo y compra ropa decente. Quítate esa americana, con la que parece que has dormido, córtate el pelo y afeita esa barbita. Yo me he tomado la libertad de seleccionar una fotografía tuya de cuando aún no eras así.

—¿Qué?

—Que tengo aquí una foto —gritó exasperado—. No tienes barba, llevas corbata y te falta media cabellera.

—Oye, yo no te autoricé para que hicieras eso. —Si es que vamos a pactar, será mejor que no protestes.

Spen se echó a reír, regocijado.

—¿Sabes que en medio de todo, la situación me divierte? Volveré por aquí dentro de unas horas. Puedes poner conferencia al notario. Dile que mañana estaré allí. Por Dios, que me divierte la situación. Oye, ¿y si la chica me gusta?

—Vete al diablo, Spen. A mí lo único que me interesa es el dinero. Estoy falto de él. Precisamente pensaba ir a pedir un préstamo al Banco.

—Puedes hacerlo —rio, flemático—. Quizá no logremos llevar a buen fin nuestro negocio.

—Si tú lo estropeas con tus fechorías, sí. Pero esta vez tengo la esperanza de que te comportes debidamente.

Spen enarcó una ceja. Tenía unos ojos burlones, de expresión ardiente, como si algo crepitara en el fondo de sus pupilas. Era un tipo campanudo. De esos que pasan por alguna parte y siempre llaman la atención.

Vestía un pantalón de gabardina azul marino, algo perdido de color. Unas simples alpargatas blancas sobadas, un jersey de algodón gris, de cuello subido, y por los hombros una zamarra de cuero.

Hacía frío. Era invierno, pero Spen jamás variaba en indumentaria. Únicamente en verano, cuando apretaba el calor, se quitaba la zamarra.

Sus cabellos, un poco largos por detrás, le daban aspecto de Tarzán. Ancho de hombros, cintura muy breve, piernas largas y rectas, y una cabellera arrogante, como un reyezuelo de mentirijillas.

—Voy a darme un baño —rio—. Te aseguro que no me conocerás cuando vuelvas a verme.

—Por lo menos preséntate decentemente. Después, haz lo que quieras.

—¿Y si me escapo con el talón y no cumplo mi palabra?

Spencer le miró furioso.

—Cierto que eres un embustero y un canallita, pero en el fondo eres un tipo honrado, aunque tú no lo creas. Anda, ve y vuelve con el billete del avión.

—¡Oh, no! Eso ni lo pienses. El billete me lo sacas tú. ¿Qué te has creído? —blandió el cheque—. No pensarás que esta miseria va a alcanzar para todo.