IX

Ray Huston se hallaba en el jardín de la residencia de Nueva York, cuando vio penetrar el lujoso auto de su sobrina en el parque. Soltó las tijeras que tenía en la mano y presuroso avanzó hacia él.

Catherine descendía en aquel momento. El chófer bajaba las maletas. Ray enarcó una ceja. ¿Y Spencer?

—Catheri —exclamó—, ¿cómo estás, querida? No esperaba veros aún. ¿Y tu marido?

La joven se volvió hacia él. En su bello semblante había una dura crispación.

—¡Catheri…! —se agitó tío Ray—. ¿Pasa… algo?

La tomó de la mano y tiró de ella hacia la terraza. Catheri se dejó llevar con absoluta indiferencia.

—¿Y… Spencer? —preguntó muy bajo el caballero.

No respondió.

Caminaba junto a él, segura y firme, más bella si cabe y también más mayestática. Se diría que en torno a ella existía una frialdad inabordable.

—Catheri…, ¿ocurre algo?

—No —y con cierta aspereza desusada en ella cortó—: Voy a mi cuarto.

—¿Dónde está… tu marido?

¿Marido? ¿Tenía marido? Hacía más de una semana que no lo veía. Ojalá no volviera nunca más. Ojalá todo terminara allí… Quedaba en su boca el sabor amargo de una debilidad que era fuego vivo, que era una humillación que no podría olvidar jamás.

Apresuró el paso, como si tuviera miedo a que tío Ray insistiera en su pregunta. Pero tío Ray conocía demasiado a la ahijada de su hermana para insistir. Se quedó a mitad del vestíbulo, mirando hacia lo alto, con el ceño fruncido, preguntándose qué podía haber ocurrido entre los dos.

A la noche, Catheri bajó a comer. Ray la acompañó a la mesa, pero no hizo preguntas.

Ella, muda, estática, tras una comida frugal se dirigió a la salita de estar. Se sentó junto a la chimenea, tomó una revista y se dedicó a leer. Pero tío Ray observó que si bien tenía la revista ante los ojos, no pasaba una de sus páginas, lo que le hizo suponer que algo grave le ocurría con respecto a su marido. Sí, algo muy grave para obligar a Catheri a reclamar al chófer y ser trasladada a Nueva York.

Más tarde, cuando ella se retiró, llamó a la finca. Preguntó por míster Ward. Le dijeron que hacía más de una semana que había salido de viaje.

Transcurrieron dos meses. El pobre Ray no tenía tiempo ni de ir a ver a su novia, pues se pasaba el día pendiente de Catheri. Más altiva cada día, más silenciosa, más distante, jamás pronunciaba el nombre de su marido.

Una mañana, Ray vio a Catheri que salía de casa, sola.

Nunca había tenido muchas amigas. Su modo de ser independiente, había creado en torno a ella como una barrera.

Varias veces intentó preguntarle por Spencer, y otras tantas recibió una muda respuesta y una fría mirada.

Aquella mañana le salió al paso en la terraza.

—Catheri…, ¿te ocurre algo? Estás muy pálida.

—Nada, tío Ray.

—Si puedo ayudarte…

—No me ocurre nada.

Había en su mirada como una luz nueva, madura, emotiva. Él la escudriñó con cierta reprimida ansiedad.

Nunca se casó, quizá por vivir a su lado. Le agradaba considerarse un poco padre de aquella muchacha altiva, de aguda personalidad, cuyos sentimientos jamás podrían tasarse ni medirse.

Tal vez esta y no otra, era la causa de que Luci siguiera esperando por él.

—Me da la sensación de que te ocurre algo grave, Catheri.

Le ocurría. Al menos eso creía.

Regresó mediada la tarde. Vio su palidez y corrió a su lado.

—Catheri…, ¿qué pasa?

Lanzó sobre él una mirada ausente, como si pasara por encima de su cabeza y recorriera el mundo con vaguedad, sin detenerse en parte alguna.

Ray, impresionado, trató de tomar una mano femenina entre las suyas, pero Catheri la rescató con rapidez.

—No me compadezcas, tío Ray.

—¿Tengo… motivos?

Se alzó de hombros.

—¿Quieres que… busque a Spencer?

Una violenta sacudida la agitó. Él se dio cuenta de que allí estaba la clave de todo.

Lo miró con rabia. Nunca le parecieron a Ray tan brillantes aquellos ojos verdes.

—Catheri…, ¿quieres?

—No. Naturalmente. ¿Por quién me has tomado?

—Por una mujer sensible, Catheri. Algo ha sucedido entre vosotros. Puede que Spencer sea mejor de lo que tú supones y peor de lo que supone él.

—Es un canalla.

Ray quedó con la boca abierta. No le parecía Spencer un canalla. Si acaso un simpático tarambana. Pero canalla no.

Fue a responder, pero ya Catheri subía rápidamente las escalinatas en dirección a su cuarto.

No bajó a comer.

Al día siguiente la vio vagar por la casa como una sonámbula. Cada día más bella, cada día más rutilante la mirada, ocultando allí, en el fondo de las pupilas, como una luz honda, de una madurez prematura.

Dos semanas después, ella se lo dijo con estudiada indiferencia:

—Voy a tener un hijo de Spencer Ward, tío Ray.

El novio de Luci quedó aún más desconcertado.

Trató de decir algo, pero prensó la boca como si tuviera miedo a lo que pudiera decir.

Catheri añadió:

—Si un día vuelve por aquí…, no le permitas la entrada. No me interesa verlo ni que sepa lo que va a ocurrir.

—Es tu marido.

Se alzó de hombros.

—Catheri…

—Voy a descansar un rato, tío Ray —cortó, sin dejar lugar a una réplica.

—¡Pero estás loco!

Spencer se repantigó en la butaca con cansancio. Vestía de nuevo el pantalón de franela gris, el jersey negro de cuello subido y una zamarra de cuero abrochada de arriba abajo por una cremallera.

Tenía un pitillo ladeado en la comisura izquierda, fumaba de él y expelía el humo por la nariz, sin quitarse el pitillo de los labios.

El dueño de la agencia se agitó.

—Estás loco —repitió excitado—. ¿No ves las obras que hice? ¿No ves que tengo deudas? ¿No ves que me he casado y tengo que mantener un hogar? Y ahora me sales diciendo que no quieres el dinero que te corresponde de la herencia. Si no es tuyo, pardiez, si es mío. No tomes el tuyo, si tan puritano te sientes de pronto; pero lo que es el mío tendrás que entregármelo.

—Ni un centavo —cortó Spencer cortante—. Yo no soy un miserable embustero. En realidad, y puesto que se faltó a lo dicho por la vieja Anne, ni a ella ni a mí nos corresponde un centavo.

El marido de Suzy se inclinó sobre la mesa. Lanzó una penetrante mirada sobre su primo.

—Oye, tú, memo, ¿qué te has creído? He pagado tus vicios durante más de un año. Me debes cinco mil dólares. Te has ido a Nueva York dispuesto a divertirte a mi costa lo que fuera. ¿Qué diablos te entró ahora en el cuerpo?

Por toda respuesta, Spencer levantó los pies y los posó en el tablero de la mesa. De un manotazo, su primo se los quitó de allí, al tiempo de gritar exasperado:

—¿Te has enamorado de ella?

—Puede. No lo sé. Lo que sí sé es que de pronto siento repugnancia y odio por ese dinero. ¿Sabes de lo que he vivido estos días? ¿Sabes de dónde saqué el dinero para el viaje? De mis caricaturas. Me siento en un café por la mañana y trazo a lápiz todos los rostros que van entrando. Se los entrego al camarero y este a su vez se los da al dueño. Así me he ganado la vida.

—¿Y pretendes que yo sea tan Quijote? Es mi dinero el que está en juego.

—Te equivocas. Es el dinero de Ray Huston. Y algo más —añadió, poniéndose en pie—. Si lo quieres, tendrás que ira a buscarlo tú. Yo no pienso hacerlo.

—¿Es que vas a volver a Nueva York?

—¡Oh, sí, esta misma noche! Tengo en mi poder el billete de vuelta del último avión —y palmeó el bolsillo—. Solo he venido a decirte personalmente, que no sueñes con la media fortuna de tía Anne.

—Oye, ¿sabes que me estás sacando de mis casillas? —gritó el dueño de la agencia, como un energúmeno—. El pacto fue…

Spencer agitó la mano en el aire con su parsimonia habitual. A decir verdad, no se apreciaba en él emoción alguna. Era el de siempre. Mal vestido, peludo, sardónico y despreocupado. Se diría que estaba gastándole una broma a su primo, pero la verdad era que estaba firmemente dispuesto a renunciar a aquella fortuna. ¿Causas? Le había cansado la lucha junto a Catheri. No era una mujer fácil de manejar. Además… Bueno, esto solo lo sabía él; se consideraba un poquitín mezquino por su comportamiento. Claro que a la vez… Hum… Llevaba el recuerdo de aquella breve posesión como incrustado en las carnes.

—Escucha, Spencer —se apaciguó el dueño de la agencia—. Yo creo que todo se puede arreglar. Aún no transcurrieron los seis meses… previstos. Lo mejor de todo es que esperes. El notario te entregará la herencia y tú…

—No la tomaré —rio campanudo—. ¿Qué palabras he de usar para que me comprendas? No pienso tomarla. Se dirigió a la puerta.

—¡Spencer!

—No grites tanto, condenado. Van a pensar que vengo a sablearte y que al no darme lo que te pido te estoy matando.

El esposo de Suzy fue tras él. Lo asió por el brazo.

—Spencer, escucha, muchacho. Tú nunca has sido un hombre escrupuloso. No sé qué diablos te pasa. Si te has enamorado de ella, entrégame la parte que me corresponde, formaliza tu matrimonio y quédate con el dinero de tu mujer. Pero no me destroces la vida. Piensa que voy a tener un hijo, que me he casado contando con ese dinero.

Spencer lo miró con fijeza. Había en la hondura de sus oscuros ojos, como una luz melancólica. Su humorismo era solo superficial.

—Si quieres el dinero —dijo tajante— tendrás que ir a buscarlo tú.

—Oye, oye…

Spencer ya estaba en la puerta.

—Adiós.

—Spencer…

Este salía, pisando fuerte.

El dueño de la agencia llevóse las manos a la cabeza, y se mesó los cabellos. Aquel muchacho estaba loco. ¿Es que no se daba cuenta en la situación que le dejaba? ¿Desde cuándo era un imbécil?