XVII

Bueno —se mofó Spencer, como si jamás sintiera preocupación alguna—, supongo que no hablará usted en serio, doctor.

El médico lanzó sobre él una mirada inquieta.

—¿No me cree? —preguntó, asombrado—. Pues entonces no acabo de comprender por qué me ha llamado usted.

Spencer se agitó en el lecho.

—No le he llamado yo. La portera vino a hacer la limpieza del apartamento, me vio postrado aquí y se asustó. Llamó por teléfono a la agencia donde trabajo y estos debieron llamarlo a usted.

—Así es. Soy médico de la agencia de publicidad desde hace más de diez años. Y puedo asegurarle que es la primera vez que uno de mis clientes se resiste a creer en mis palabras. Se lo repito, míster Ward; es usted fuerte y joven, pero tiene usted una bronquitis tan agarrada, que si no se la quita de encima se convertirá en algo peor. —Miró, en torno con pesadumbre—. ¿No tiene usted familia? ¿Ni amigos? Pues daré parte a la agencia y no tendrá más remedio que ir a un hospital. Este apartamento no está en condiciones para que pase aquí una enfermedad. Por otra parte, no tiene quien lo cuide y cada vez que usted necesite algo se tirará de la cama con la mayor tranquilidad, con lo que no conseguirá otra cosa que empeorar.

Spencer no era hombre aprensivo. Pero en aquel instante, pese a la mordaz sonrisa de sus labios, se sentía un poco asustado.

—No será tanto —rio, irónico—. Un tipo como yo no se muere fácilmente.

El médico arrastró una silla y se sentó en ella. Lanzó una penetrante mirada al rostro sardónico y exclamó:

—Puedo que usted no dé mucha importancia a su vida, pero sin duda la tiene. Además, yo no he dicho que fuera a morirse, amigo mío. Será peor. Pillará usted una enfermedad crónica qué lo postrará todos los inviernos en cama. Hablo en serio. O se pone en cura o tendré que dar parte y enviarlo a un hospital.

—Me pondré en cura.

—¿Cómo? No vaya a pensar que los antibióticos lo hacen todo. Hay que ayudarles. Dígame: ¿no tiene usted amigos o un familiar?

—¡Bah!

—Los tiene. —Y enojado—: Es la primera vez que me encuentro con un tipo tan irascible y terco como usted.

—No tengo nada.

—Entonces hablaré con su jefe.

Se puso en pie y guardó sus cosas en el maletín de cuero.

Era un hombre joven aún, afable y humano. Spencer pensó que le resultaba simpático, pese a su insistencia de pretender hacer de él un temeroso enfermo.

—Volveré por la noche, míster Ward.

—Puede que no me encuentre —rio el marido de Catheri, con la mayor indiferencia—. Tal vez baje a la cafetería de enfrente a calentarme. ¿Sabe usted que este invierno está resultando demasiado crudo?

—Si se levanta y baja a la calle, tenga por seguro que pilla una pulmonía que le lleva a la tumba.

Se despidió presuroso, dejando a Spencer riendo de buena gana. El médico pensó que toda aquella mofa de sí mismo era más bien una careta. Parecía un hombre inteligente, era joven, debía tener apego a la vida, y sin embargo…, se diría que no le importaba vivir.

Se enfrentó en el portal con la portera.

—Vamos a ver —inquirió—. ¿Míster Ward no tiene familia?

—Pues…

—Ustedes, las porteras, lo saben todo siempre. ¿Puede compartir conmigo su secreto?

—Yo…

Se inclinó severo hacia ella.

—Si se calla, ese hombre puede morirse. Será mejor que me diga cuanto sepa.

—Sé muy poco.

—Lo que sea.

—Pues verá usted… Aquí vino una o dos veces una señora joven muy elegante. Y un caballero de edad, de cabellos blancos, de porte muy distinguido. Este señor, cuando vino la primera vez, me preguntó por míster Ward. A mí no me agrada hablar de los inquilinos… Vivo de ellos, ¿sabe usted?

—Abrevie.

—Pues… aquel señor me dijo que míster Ward era su sobrino. Añadió impaciente que era el marido de su sobrina.

—¿Conoce usted el nombre de ese señor?

—Pues…

—Lo conoce —se impacientó otra vez.

—Le aseguro que él no me lo dijo. Pero yo… vi su nombre en unos papeles que había sobre la mesa uno de estos días.

—Dígalo.

La portera aún se resistió. Pero al fin, acuciada por la severa mirada del médico, murmuró:

—Creo que es la señora Catheri Scott. El tío se llama Ray Huston.

Era muy fácil para el doctor Mann localizar a los Huston.

Se personó en su casa a las ocho de la noche.

Pidió ver a mistress Ward, y en seguida, un tanto asombrada, pues nadie o casi nadie la conocía como mistress Ward, Catheri se personó en el recibidor.

Ante el lujo de la casa, ante la juventud fabulosa de aquella mujer, y su auténtica belleza, el doctor quedó un tanto impresionado, y se preguntó qué ocurriría allí para que el despreocupado Spencer prefiriera morir a declarar el nombre de sus familiares.

—Soy el doctor Mann —dijo, besando con delicadeza la mano que la joven le tendía—. Vengo del departamento de míster Ward. Está enfermo, señora.

Notó que ella se estremecía de pies a cabeza, y una gran palidez cubría su semblante.

—¿Enfermo? —deletreó—. ¿Desde cuándo?

Hacía más de un mes que no lo veía. Tres, desde que estuvo aquella noche en su casa…

—Desde esta mañana. O por lo menos a mí me avisaron de la agencia esta mañana. Debo participarle que no debe quedar solo en aquel apartamento desvencijado. Su marido es un bohemio aventurero, pero nosotros debemos tener el bastante sentido común para sacarlo de allí. A él no parece importarle mucho su propia vida —añadió, preocupado—. Se niega a salir de allí. O lo trae usted a casa, o lo llevo de inmediato a un hospital.

—Tráigalo aquí —decidió ella rápidamente—. Pero no se lo diga. Será mejor que tome una ambulancia. Spencer es un hombre muy terco y muy orgulloso. Nos amamos —añadió con sencillez que a Mann le pareció encantadora—, pero por asuntos de dinero, las cosas no van muy bien.

—¿Tienen hijos?

—Uno. Y otro en camino.

—No me lo explico.

—Por favor, tráigalo esta misma noche. Dele si le parece un soporífero, de otro modo no creo que lo domine. Entretanto, yo daré orden de preparar su alcoba.

—De acuerdo. Gracias, señora.

—A usted.

Spencer abrió un ojo, lo cerró de nuevo y luego abrió los dos. Miró distraído en torno. Esperaba, como siempre, hallar la pared un tanto desconchada, y asombradísimo, se encontró con un papel muy vistoso.

Los ojos giraron en torno con precipitación. Se incorporó. Volvió a tenderse en la cama y seguidamente se sentó en el lecho como un loco desquiciado. ¿Dónde estaba? ¿Qué era aquello?

—Acuéstate, Spencer —dijo la voz armoniosa de Catheri—. Tienes mucha fiebre.

Spencer quedó envarado, sentado en el lecho. De pronto, movió la cabeza muy despacio y la giró en dirección a la voz femenina. Agachada la cabeza, los ojos se alzaron un poco.

—De modo que me has pillado —rezongó.

—Simplemente te he traído a casa cuando decidían llevarte a un hospital.

—Ajá. ¿Tanto miedo tienes a que muera?

Catheri no contestó. Con súbita energía le echó la cabeza hacia la almohada. Spencer cerró un segundo los ojos. Se estaba a gusto en aquella cama. Muy a gusto. No hacía frío, todo armonizaba. Y él se sentía muy cansado, respiraba con dificultad y sentía en su olfato el perfume tan personal de Catheri.

—Spencer…

Él la asió por los hombros.

—¿Por qué? —gritó fuera de sí, desconcertándola una vez más—. ¿Es que me compadeces? Pues no lo hagas. Yo soy un tipo fuerte.

—Cálmate.

Rio como si la hiriera.

—No estoy nervioso, ¿te enteras? Lo que estoy es rabioso por encontrarme aquí. ¿Qué es lo que esperas de mí? —Y con aspereza que era una ofensa indescriptible—: ¿Tanto te gusto que aprovechas mi debilidad para apoderarte de mí?

—Merecerías…

—Dilo. ¿Por qué te callas?

Dominó su ira.

—Spencer, no te alteres —murmuró, bajísimo—. No pretendo retenerte ni compadecer tu debilidad presente. Ya sé que eres más fuerte que yo. Lo has demostrado siempre. Pero ahora estás enfermo y necesitas cuidados especiales, que no hallarás en ninguna otra parte como en tu casa.

—Esta no es mi casa, Catheri. ¿Es que aún no lo sabes? Yo no tengo casa. Yo soy un tipo solitario. Siempre lo he sido. —Desvió los ojos del rostro femenino y los fijó en la pared de enfrente—. A mí no me seduce el hogar, ni los hijos ni la ternura de una mujer. —Bufó, como si la poca convicción que tenía en sus propias palabras le ofendiera—. Hubiera sido feliz en un hospital, oyendo los lamentos de mis vecinos. Yo no necesito médico de cabecera, ni una enfermera joven como tú. ¿Me oyes, muchacha?

—Spencer, además de no saber mentir, eres un vanidoso insoportable. No pienses —añadió, ofendida— que te he traído aquí porque te amo… Eso sería darte a ti un valor que no tienes. Al menos para mí. Te he traído porque es una obra de caridad, y yo soy caritativa.

Spencer dio un salto en la cama y trató de tirarse de ella. Mas, de pronto, Catheri se abalanzó sobre él, lo empujó y lo tiró de nuevo sobre la almohada. Al tocarse, al sentir sus alientos tan cerca, los dos quedaron paralizados. Hubo un parpadeo en los ojos femeninos. Un brillo inusitado en los de Spencer. Sus manos aferradas a los brazos de Catheri se agitaron.

Siguió un silencio extraño que los sobrecogió a los dos.

—Catheri —susurró él, roncamente—. Catheri…, te toco y me convierto en fuego vivo.

—Cállate.

—No sé lo que me pasa.

—Cállate y descansa. Piensa que estás aquí, que yo te cuido.

—¿Por qué? ¿Por qué?

Ella abatió los párpados. Hubo una oscilación palpitante en sus senos. Sus labios se movieron para quedar inmediatamente inmóviles.

—Catheri…

—Descansa —susurró, bajísimo—. Descansa, Spencer.