X

Y cuando pensó que iba a responder o que pretendía hacerlo al menos, oyó de nuevo la voz apacible y algo sarcástica:

—El hecho de que me pasara cinco años a la cabecera de un enfermo, no significa que viviera marginada de mis congéneres. He tenido tiempo suficiente para enterarme de cómo evolucionaba la vida y la pareja, lo cual pude hacer en mayor profundidad que muchos que estaban practicando la tal doctrina. Es posible —añadía sin alterarse y desconcertando aún más y más al notario, que junto a ella se veía pasado de moda y casi, casi, convertido en un carcamal—, dado mi profundo estudio de la vida, que haya llegado a conclusiones claras con respecto a la misma. Tú me has mirado como la joven viuda codiciosa, tentadora y dispuesta a defender con uñas y dientes una fortuna heredada de su marido viejo y enfermo. Pues no. A una cosa no voy a renunciar, A conocer al hombre, y si me gusta y él está de acerdo conmigo, profundizo hasta el infinito y si no pasa de ser un conocimiento placentero pero sin raíces, nos decimos adiós y en paz. Pero que conste, ni tú me vas a vejar a mí por poseerme, ni yo me voy a sentir vejada ni seducida porque lo hagas. Es decir, la cosa, como ves, te la pongo muy clara. Te parecerá frío todo esto, pero creo tener todo el derecho del mundo a conocerme a través de un hombre. Tú ño vas a saciar tus apetencias conmigo, porque si a eso vamos, las vamos a saciar mutuamente.

—Betty…

—¿No está aún lo bastante claro, Pedro? ¿O es que tienes la valentía de demostrarme que no pensabas así?

—Pues…

—No me has visto nunca como cliente. ¿Te atreves a desmentirme? Me viste como mujer y yo estoy empezando a verte a ti como hombre.

—Así de claro.

—Así de sencillo, sí. Eso no quiere decir que yo pretenda pescar un marido como tú, y, al contrario, me parece muy lógico que seas fiel guardián de tu independencia, porque yo también quiero ser independiente; pero, repito, tengo todo el derecho del mundo a conocer la vida que me fue negado conocer en su día. Y aún te diré más para que me veas bien al desnudo. Si mi marido viejo, enfermo y maniático estuviera allí arriba —y señaló lo alto de la escalera—, ten por seguro que por encima de todo lo respetaría. Pero ese hombre a quien cuidé y respeté, está muerto; luego, entonces, yo soy dueña absoluta de mi persona. Pero no vengas aquí creyéndote el machista seductor porque de eso me reiría mucho. Vén como hombre desprovisto de protagonismo y yo soy la mujer que posiblemente tenga toda la intención del mundo de conocer tu masculinidad.

Pedro se levantó apabullado.

—¿Has tenido muchos amigos pasotas y liberados en ¡biza? —preguntó amoscado.

—Ninguno.

—Pues no te entiendo.

—Lo comprendo. Aferrado a tu machismo, piensas que el sexo débil se da sólo por medio de una conquista adecuada. Pues ya no. No, afortunadamente. Los derechos humanos son de todos y en ellos no se especifica sexo. Es decir, que a igualdad de condiciones y responsabilidades… ya sabes.

Pedro se veía tan ridículo que hasta le daba vergüenza atisbarle la rodilla, que por cierto estaba tapada por el pantalón.

El, que la había deseado y soñado con ella y que disponía sus afiladas uñas para conquistarla… se sentía como si fuera un monigote pillado en falta y con las uñas resquebrajadas.

Se levantó malhumorado y no pudo evitar farfullar entre dientes:

—Por lo visto has sacado de la vida la lección que te convenía.

—La suficiente para, desde mi silencio, conocer tus intenciones, que no pasan de ser las de todos los hombres de tu edad que no acaban de entender la postura de la auténtica juventud.

—Y no temes —se alteró ofendido— que una vez disfrute de ti, me largue.

La risa de Betty resultaba muy sarcástica.

—En eso está tu equivocación, porque si tú te has aprovechado de mí y así lo consideras, ten por seguró que yo, a mi vez, pensaré que me he aprovechado de ti.

—O sea, igualdad en todo.

—Sin lugar a dudas.

—No vengo a comer, Betty. Si quieres tener nuevas experiencias tendrás que buscarte a otro.

—¿Estás seguro?

—Claro que no —gritó—. ¡Maldita sea!

Y con fiereza la asió por la muñeca y se la apretó hasta retorcérsela.

—Estás coqueteando conmigo, excitándome adrede para que salte de los estribos. ¿Qué demonios te ocurre, Betty?

Nada raro.

Le conocía. Creía «haberlo» visto por dentro.

Y no se equivocaba.

Estaba metiendo el dedo en la llaga.

Mucho machismo, mucha independencia, mucha seducción masculina y a la hora de la verdad tenía miedo de la desnuda realidad.

Sabía que estaba jugando con fuego, pero si una no se atreve, nunca salta la mar, y si no quiere traspasar las llamas, no tiene oportunidad de saltar el fuego.

El juego era limpio, pero tenía sus pros y sus contras.

Indudablemente, Pedro era el clásico tipo que si no conquista por sí mismo no acepta la cuestión. Ser solicitado con tanta realidad, para un ser como Pedro, era considerar su masculinidad menguada.

Bien, pues mientras el mundo girara en torno a tipos así, la vida nunca sería realmente. aceptable. No había distinciones entre hombres y mujeres, y ella lo tenía muy considerado y claro. Había, por el contrario, seres humanos, mejores o peores, más o menos apasionados, pero sólo y exclusivamente seres humanos, y mientras no se aceptara así persistiría la discriminación, y mientras hubiera discriminación de sexo, habría discriminación social y educacional.

Pero había, entre todo eso, una cosa común. El sentimiento.

Y eso sí que estaba por encima de la diferencia de sexo y demás componendas.

Pedro, que estaba furioso, porque lo estaba, la asió por la nuca y así, como un salvaje, le tomó la boca en la suya.

El fuego había estallado.

La lucha sorda se desencadenaba y veríamos quién de los dos se hacía con la batalla o si, por el contrario, la batalla la ganaban los dos, que era lo que detestaba Pedro y, en cambio, lo que buscaba Betty.

Los labios al fundirse se abrieron como instintivamente y Pedro se quedó medio paralizado dándose perfecta cuenta de que aquella chica, por la maldita razón que fuera, ni siquiera sabía besar.

Indudablemente había pasión y voluptuosidad en ella, pero no había habilidad ni experiencia alguna. Era una mujer con cierto primitivismo, pero para un tipo como él, de vuelta de todo, apreció la inmensa ingenuidad de aquella boca que, por lo visto, sabía besar sólo en… teoría.

Por eso la soltó.

Y se quedó mirándola desconcertado.

No hubo frases.

Las miradas se taladraban, se diría que pretendían ante todo y sobre todo hurgar uno en el otro.

La voz de Pedro le sonó rara a él mismo.

—Vendré a comer contigo esta noche.

Y giró.

Esperó que ella dijera algo.

Pero Betty continuó allí de píe, erguida, mirándole irse, con los labios aún entreabiertos y, sí, ¿por qué negarlo?, anhelosa ante una experiencia nueva que, por mucho que Pedro creyera, no tenía nada de vieja…

Oyó la voz masculina hablar con Manuel y oyó después el caminar sobre la grava y más tarde el ronco motor del auto.

—Betty —se dijo entonces con débil acento—, te lo estás jugando todo.

Y era mucha verdad.

Pero ella lo sabía, y sabiéndolo podía aún tener alguna ventaja en cuanto al triunfo.

Nico entró corriendo con los libros del colegio debajo del brazo y Betty se sintió mejor al apretarlo amorosamente contra sí.

Miraba al frente y creía ver aún la ancha espalda alejándose.

* * *

Iñaque entró dispuesto a tomar una copa con su amigo y después dar un paseo, y si salía un plan bueno, aprovecharlo.

Así que al ver a Pedro tan peripuesto, se le quedó mirando interrogante.

—¡Diantre! Por lo visto ya estás acomodado para esta noche.

¡Si sería tonto!

¿No sintió la sensación de que se ruborizaba?

Porque él se sentía vejado, dominado y derrotado.

Indudablemente era el clásico machista que no aceptaba en forma alguna que la mujer se tomase la delantera y hete aquí que era víctima del adelantamiento de una muchacha viuda y que además imaginaba babada por un enfermo.

Pues bien, pese a ello no era él capaz de escapar de aquel embrujo.

Y el hecho de que Betty no supiese besar aunque pretendiera hacer ver que se las sabía todas, le desconcertaba. Y más lo prensaba en aquel íntimo y apasionante imán.

—¿Adónde demonios vas?

No se lo diría.

No le daba la gana de contarle aquellas cosas a Iñaque.

El pasaría una noche estupenda, se haría el tonto y después… adiós.

Colmado y apagado el fuego, los rescoldos que se quedaran para otro.

—Tengo una cena con un cliente —mintió.

Y se dio cuenta de que era la primera vez que le mentía a su amigo.

—Si no es divertida —refunfuñó Iñaque— te compadezco.

¿Divertida?

Pudiera no serlo, pero presentía que sí sería reveladora.

¿De qué?

No lo sabía, pero sí que lo intuía.

Así que se apresuró a salir llevándose a Iñaque detrás.

—Yo que venía dispuesto a correr una juerguecita…

—Lo siento, ¡ñaque.

—¿Mujeres?

—¡Bah!

—¿Las hay o no?

Había una.

Una que, sin darse cuenta él, aceptaba por todas.

¿incongruente?

¿Complejo?

Lo que se quisiera, pero el caso es que una fuerza íntima, superior a todo, lo llevaba a casa de Betty.

¿No lo había desafiado ella?

De acuerdo.

Había que aceptar el reto.

Así que se fue a toda prisa dejando a Iñaque algo intrigado. Subió al auto y mientras conducía iba pensando que todo aquello le parecía muy raro, muy fácil, muy como si estuviera previamente preparado.

¿Le tenía Betty preparada alguna jugarreta?

Había que exponerse.

Porque igual la muy sádica lo citaba, le encendía, coqueteaba y a la hora de la verdad era más estrecha que una monja de clausura.

Como si Manuel le estuviera esperando, el portón se abrió al rodar, el auto por cierto concreto lugar y se cerró tras él, viendo a Manuel con el dedo apretando el botón automático.

—Lo cierro —le dijo Manuel con naturalidad— porque no quiero sorpresas. Buenas noches, señor notario.

—Hola, Manuel.

—La señorita Betty le espera en el salón.

Pedro pisó con fuerza y entró por el porche en el amplio y lujoso salón iluminado.

La vio en seguida.

Hermosísima, tentadora, sonriente, afable, sencilla dentro de un traje de noche descotado, de color verde oscuro. Sin joyas ni adornos de ningún tipo.

Sólo la cara levemente maquillada y su cuerpo delicadamente demarcado por el sedoso traje largo que la hacía más esbelta si cabe.

El pelo lacio, negro, peinado con sencillez en melena, una sombra en los pérpados y la boca fresca ligeramente demarcada.

Es decir, que con tanta sencillez, resultaba, al modo de pensar de Pedro, apabullantemente tentadora y peligrosa.

Sonreía.

¿Se burlaba de él?

Era cálida su sonrisa y la boca medio se curvaba en una amigable sonrisa.

—Pasa, Pedro —decía con voz armoniosa y peculiar—. Has recogido la toalla…

Pedro se acercaba sin apresuramiento, pero sin dejar de mirarla.

—Una pregunta, Betty. ¿Me la has tirado con maldad o con la sencillez con que me has expuesto tu modo de pensar y de tasar la compenetración de la pareja?

—Te la he tirado —dijo colgándose de su brazo con las dos manos— y tú la has recogido. Eso es todo.