III

—Pedro, lo haces tú o tendré que hacerlo yo.

Pedro ya sabía a qué se refería.

El asunto le repugnaba lo suyo.

Pero había que ponerle fin de una forma u otra y dada la situación, lo lógico es que fuese él a casa de la viuda de Melgar.

—Me sacan de quicio estas cosas —refunfuñó.

—No pretenderás llamarla a la notaría.

Pedro frunció el ceño.

—No sería correcto, dado que siempre fueron mis familiares notarios de los Melgar, albaceas y consejeros.

—Bien, pues tú dirás. ¿Cuándo?

—Hum.

—Pedro, olvídate de lo que es, de cómo es y todo lo demás. Hay trámites legales y debes de cumplirlos. Eres el poseedor de las últimas voluntades de un muerto.

Pedro se levantó de su sillón y se estiró.

Era un tipo bastante alto.

De fuerte complexión.

Moreno, de negros ojos. No tenía nada de extraordinario, pero resultaba muy masculino e interesante.

Aparentaba unos treinta y cinco años, pero sin lugar a dudas tenía dos o tres más. No obstante, el nacimiento de su espesa barba rasurada y la piel curtida por hacer mucho deporte, algo enjuto, le daban aspecto de más edad.

En aquel instante vestía un pantalón azul marino de alpaca, camisa azulina de manga corta, sin corbata, y sobre una silla tenía la chaqueta del mismo tono y tela.

No hacía ni tres años que era notario en la ciudad después de recorrer un montón de villas. Pero a la muerte de su padre y dado que aquella notaría la habían regentado sus antepasados desde tiempo inmemorial, tuvieron la buena ocurrencia de enviarlo a él en sustituto de su difunto padre, lo cual le llenó de orgullo y satisfacción.

Era el último de los Munguía y las gentes que en su día le fueron fíeles a su padre, se lo seguían, siendo, a él.

Allí tenía, a Iñaque, amigo, y abogado, empleado en la notaría desde que era crío. En realidad, su padre le ayudó a hacer leyes o, por lo menos, le pagó los estudios.

Sabía, pues, de los clientes tanto o más que él, pues él a veces se veía en la necesidad de preguntar a Iñaque por aquél y otro archivo o libro de asientos.

—Mira —dijo—, si algo me saca de quicio es este asunto. Aún si no los conociera… Pero pensar que me voy a. topar con todos los Gomeral allí, me. pone carne de gallina.

—Sin embargo, tienes una buena revancha.

—Hum, a medias… No me digas que el viejo no fue previsor.

—Maldad.

—¿Tú crees?

—Pues claro. Cambiarlo todo en el último mes… resultó de una crueldad morbosa.

—A mí me gustaría acompañarte —reía Iñaque—. Me pregunto qué cara pondrá Paulino.

—Valiente chulo.

—Pero él ha logrado vivir de la sopa boba toda su vida.

—¡Ji!

—A ti lo que te saca de quicio es ella, ¿no?

—¿Y es que no te saca a ti?

—Mira, según se mire, Pedro, según se mire. Al fin y al cabo no fue mujer de escándalo. Se casó con él y se cerró en su madriguera.

—No se cerró. La cerró el viejo.

—¿Estás seguro? Porque una mujer cuando le apetece hace lo que le gusta, a escapadas o de cara al marido anciano.

—De todos modos no soporto que se haya casado con ese viejo.

—¿La conoces bien?

—Nada. De verla dos o tres veces cuando me llamó el viejo.

—¿Y qué?

—Es guapísima. Y encima tiene cara de inocente. Es lo que no soporto.

—Mira—cortó Iñaque—, termina con ese asunto de una vez y se te va el mal humor.

—Eso crees tú. Soy albacea hasta la mayoría de edad del niño.

—¿No encuentras raros los términos?

—¡Bah! Muy propio del maniático. Pero le está bien empleado.

—Igual no es tan egoísta como tú supones.

—¿Que no? ¿Y cómo es que a su edad se casa con un enfermo viejo y maniático?

Iñaque se alzó de hombros.

—Mira, chico, ante tanto dinero… Porque es mucho, ¿no?

—Cuando pasas de una cantidad desorbitada, ya no sabes ni cuánto es. Pero en México tiene posesiones tan enormes que no me extrañaría nada que ella fuera allí. Un amante y listo, Calixto.

—No seas bestia.

—¿Tú crees que se conformará?

—Mira, déjate de cábalas y toma el portafolios.

—¿Y por qué ella no llama preguntando? Sabe de sobra que esas últimas voluntades las tengo yo.

—Pero te ha llamado muy delicadamente el papá.

—Ese se suicida o poco más. Pero tampoco. ¡Qué tontería! El viejo quiso jugarles una mala pasada, pero no lo ha logrado. ¿Para qué está la hija?

* * *

Malhumorado, volvió a sentarse.

Si algo le molestaba era aquel trámite.

Y sabía que tenía que hacerlo.

Lástima que el viejo no le pidiera consejo.

Pero ya sabía él que aquel tipo de hombres hacían las cosas como gustaban y pasaban de consejos.

—Tengo entendido que están todos metidos allí. Ya estoy viendo al papá irse a México a vigilar las refinerías de petróleo, y no me digas nada de lo que hará el vago de su hermano.

—Vivir como hasta ahora.

—¿Ves los motivos que tengo para dilatar el momento?

—Pero a ti no te va ni te viene el asunto. Claro que le iba.

No directamente. Pero indirectamente…

Era una muchacha que engañaba.

Que a él le gustaba una burrada, pero que detestaba su expresión cálida y candorosa.

¡Si las habría hipócritas!

Claro que el destino, convertido en la última voluntad del viejo, le había jugado una muy mala pasada.

Lo único que tenía de positivo aquella visita era precisamente aquello.

Se imaginaba la cara de estupor de la «triste viuda».

También los había estúpidos.

Bueno, al fin y al cabo Javier Melgar era un viejo y carecía de familia, por lo cual era muy lógico que prefiriera una esposa que una enfermera.

¡Puaff!

Se imaginaba al viejo baboso besando la fresca boca de aquella joven, sobándola con sus manazas lujuriosas y vacilantes.

De asco.

—Pedro.

—Ya voy, diantre.

—Es que te veo una expresión…

—Oye, ¿te imaginas al viejo baboso con esa joven?

—Si no la conozco a ella.

—Ya.

—¿Tan guapa es?

Pedro entrecerró los ojos.

—Daría algo por acostarme con ella. O tenerla por lo menos una noche. Claro que… después de saber que el viejo la tocó, me dan náuseas.

—Tal parece que estás haciendo algo personal, de un caso profesional que al fin y al cabo no te va ni te viene.

—Pero que tengo que dilucidar yo.

—Y en cierto modo te satisface por el golpetazo que le vas a dar.

—¿Tú crees que será tanto? Dado como se vive hoy, se saltará el asunto a la torera. Con tal de tener hombre con quien acostarse, ¿qué importa lo demás?

—Te hiere todo eso.

—Me descompone ser yo el mandatario. Pero allá me voy.

Y asió el portafolios.

—¿No le anuncias tu visita?

—Diablos, sí. Dile a mi secretaria que llame por teléfono y pregunte si está dispuesta a recibirme. Por no toparme con el padre, el hermano y la madrecita…

—Los tendrás allí quieras o no, así que vete preparando.

—Hum. Dile a Beatriz que llame.

Iñaque salió y regresó minutos después.

—Que sí, Pedro, que está dispuesta.

—Por lo menos el padre dejará de llamar preguntando.

—Pero a ése le tiene preparada una buena patada en el culo.

—Eso es la única satisfacción que llevo.

Y se fue con el portafolios.

Subió a su auto y tomó la dirección de la periferia.

El tenía la notaría en el centro y el piso al lado, puerta con puerta de la notaría.

Vivía solo en un dúplex. Ni siquiera tenía criado. Una mujer iba todos los días a limpiar.

A él le estorbaba la gente.

Bastante tenía con soportar a los empleados de la notaría.

Además, ni tenía novia ni pensamientos de casarse. Sin duda que con él se moriría la dinastía notarial.

Las mujeres no, ¿eh?

Esas le gustaban una barbaridad.

Como le gustaba por ejemplo la viuda de Javier Melgar.

La había visto tres veces y si bien le recibió amable y cortés, y le pasó al lado del marido enfermo, él no creía en tales amabilidades. Era una hipócrita y el solo pensamiento de que fuese tocada por el viejo millonario le ponía el pelo erizado.

Para pensar en ella con ansiedad y goce, tenía que apartar su mente de la existencia del viejo y no era fácil.

Conducía su auto deportivo serenamente.

No le gustaba nada aquel cometido, pero además de no gustarle, le desagradaba tremendamente porque había sido nombrado albacea y se veía metido en aquellos asuntos de cabeza.

Sobre todo mientras el niño fuera menor de edad y además tendría que estar al quite por si ella faltaba a las cláusulas expuestas por el astuto anciano.

Los había con mala leche.

Porque una cosa es que a él le sacara de quicio que un viejo como aquél fuera dueño de una preciosidad como Betty Gomeral, y otra la sutil astucia del vejestorio.

Pero aún por encima de todo eso estaba la familia Gomeral.

Los veía en todas partes, en cualquier club privado, en fiestas sociales, en salas de moda… Metían las narices en todas partes y la sociedad los aceptaba de maravilla, sólo porque tenían el dinero que el cuñado-yerno les daba.

Veríamos a ver qué ocurría a la sazón.

Se relamía de gusto pensándolo.

Claro que su gusto sería momentáneo porque al fin y al cabo la «triste viuda» era la millonaria, aunque fuese con condiciones.

Para lo que le costaría tener un amigo, acostarse con él y reírse de las represiones del muerto.

Sería muy astuto el viejo, pero también fue tonto de baba.

Indudablemente vivía con un montón de años de retraso, porque de lo contrario sabría que eso del casorio estaba pasado de moda y que una mujer se salta el sacramento matrimonial a la torera por un quítame allá esas pajas.

Aquella viuda no podía ser diferente.

Frenó el auto ante la verja, pero aquélla debía de ser automática, ya que se levantó sola.

Su auto siguió rodando y entró en un recinto donde había una glorieta, un parque, una piscina y árboles, amén de una casa palacio de solera, cubiertas las paredes de yedra.