VIII
La prensa local tenía su sección dedicada a ecos de sociedad. En ellos jamás había figurado Betty Gomeral, y sin embargo aquella mañana Iñaque llegó al despacho de la notaría leyendo un periódico.
—Mira, Pedro, mira. Ha regresado. Lo dice aquí. Por lo visto al ser multimillonaria y viuda tiene revuelta a la sociedad. Dice que ha regresado la hermosa y joven viuda de Melgar con su protegido.
Pedro le arrebató el periódico de las manos y lo acercó a los ojos.
Leyó, y después, casi por el aire, asió el portafolios y se lanzó a la puerta.
—¿Adónde vas, hombre de Dios?
—A visitarla. Soy su albacea y notario. Ya te diré cuando regrese.
Iñaque pensó que estaba loco, pero no le detuvo.
Así que Pedro subió al auto y se lanzó a toda velocidad. Aparcó el auto junto a la valla, donde ya había otro con alguien al volante.
Reparó en Paulino Gomeral y vio a Serafín pegado al portón, impaciente, y dando pataditas nerviosas en el suelo.
—Ah —exclamó al ver a Pedro—, es usted. No nos abren. No nos dan paso. ¿Ha visto usted injusticia mayor?
Pedro sonrió y tras un saludo impersonal se acercó al microlarbi.
Dijo quién era, y la voz de Manuel respondió con placidez y monotonía.
—Haga el favor de entrar por la puerta pequeña que abro ahora mismo. Deje el auto aparcado junto a la valla —y después de una breve pausa añadió—: Señor Gomeral, lo siento, pero la señorita Betty sigue insistiendo en que nada tiene que hablar con usted. Buenos días.
—¿Ha oído eso? Llevamos aquí toda la mañana.
—Lo siento.
—Es que es intolerable. ¿Ve usted como nos agradece que la hayamos hecho millonaria?
La puerta pequeña se abrió y Pedro se apresuró a deslizarse por ella y cuando Serafín iba a seguirle, la recia mano de Manuel le rechazó.
—Le he dicho que no insista. La señora no desea verle. Le ruega que en el futuro sea discreto y se olvide del camino de esta casa.
Y zas, cerró en las mismísimas narices de Serafín, con lo cual Pedro miró a Manuel que caminaba a su lado.
—Manuel, ¿has hecho bien?
—Yo cumplo órdenes. Y la señorita Betty, sépalo usted, tardó mucho en darlas. Cinco años. ¡Dios Santo! Al fin las da y no sabe usted con qué decisión. Esos… han vivido siempre del negocio que ellos mismos hicieron a costa de la inocencia de una cría sin voz ni voto.
Pedro se detuvo mirando a Daniel con ansiedad morbosa.
—¿Quieres decir que Bet…, la señorita Betty se casó contra su voluntad?
Manuel se alzó de hombros caminando a su lado sendero abajo…
—Han llegado ayer noche —dijo por toda respuesta—. Han regresado felicísimos. El chiquillo está fuerte y moreno y la señorita Betty hermosísima…
—¿Vosotros sabíais dónde se hallaban, Manuel?
—Claro, señor. La señorita Betty nos llamaba todos los días por teléfono desde Ibiza.
¿Hala, Ibiza! Pedro se mojó los labios con la lengua imaginando a Betty con su mórbido y apetecible cuerpo sumergiéndose en una playa nudista, entretanto el niño dormía la siesta en el hotel. Se habría puesto las botas la tal viudita. Seguro que se resarció de lo lindo en aquellos dos meses largos de vacaciones.
—Por aquí, señor. La señorita Betty le espera. Precisamente iba a llamarle esta mañana.
—¿Sí? ¿Qué desea de mí?
—No lo sé, señor. Pase, pase.
Y Pedro pasó hacia el lujoso salón lleno de sol que ya conocía perfectamente.
Al rato apareció una Betty preciosa, sencilla en apariencia como siempre; «engañosa», pensaba Pedro, pero rabiosamente morena, mórbida y guapísima, con sus lacios cabellos negros y sus ojos que aparecían más azules que nunca. Vestía un pantalón rarísimo y una casaca estampada. Calzaba sandalias de tiritas de tacón bajo y lejos de parecer achatada, estaba de una esbeltez que excitó a Pedro de modo alarmante.
«Esta vez no te aguantas, Pedro», pensó atosigado.
—Hola, Pedro —le saludó ella alargando la mano.
Era morena, de finos dedos y nacaradas uñas.
Pedro la apretó entre las suyas y casi se la estrujó nervioso.
—Pensé —dijo— que os habíais fugado.
—¿Por qué? Toma asiento. No tenía motivos para fugarme. Pero sí que he pasado las más maravillosas vacaciones de mi vida. Bueno, las únicas.
—¿No solías viajar con tu difunto marido?
Betty soltó la risa.
Era contagiosa y mostraba casi la campanilla.
Tentadora y excitante, y lo peor de todo es que Pedro se daba cuenta de que debía ser honesto y aceptar que Betty no pretendía provocar a nadie. Era así, porque era así. Odió al viejo que la había poseído con sus babas y sus escamas de anciano enfermo.
—Claro que sí. Pero era un viaje en auto, en tren o en.
avión, y nuestro destino siempre era un hotel… De eso no pasaba jamás.—Y sin transición—: ¿Qué tomas, Pedro?
—Un martini seco.
—Te lo serviré.
La vio ir hacia el bar.
El pantalón era de fina tela rarísima y la ceñía la esbeltez del cuerpo y el blusón holgado demarcaba los senos como dos puntas alucinantes para él.
—Toma —dijo ella regresando—. Iba a llamarte.
—¿Qué necesitas?
—Mi familia. Es insoportable tenerlos a la puerta y presiento que los tendré constantemente. No me agrada ni deseo que se pasen el día hablando por teléfono. Por favor —con muchísimo desdén—, da orden de que les renueven la pensión. Prefiero darles dinero a verles en la puerta. Además es inútil obligarles de repente a que renuncien a su vida de holganza. Puedes añadir que la pensión la tendrán sólo durante un año, y que si al cabo del cual no han encontrado donde ganarse la vida, yo retiraré todo apoyo.
Pedro bebió nervioso un sorbo.
—Betty, ¿tanto les odias?
La respuesta de Betty fue tan rápida que lo dejó alucinado.
—¿Odiarles? No, les desprecio.
—¿Despreciar a tu propia familia?
—Mira, Pedro. De momento, y pienso que para mucho tiempo, eres mi único amigo —el aludido engulló saliva y se condenó por sádico—, así que contigo no sirven disimulos. Yo pretendía hacer una carrera universitaria y usar de ella algún día, trabajar y vivir mi vida. Y ellos me han cortado por la mitad cuando la vida mejor me sonreía. O creía yo que me sonreía. De modo que eso no puedo olvidarlo aunque quiera, Javier no les tenía simpatía y les quitaba la pensión por quitárselos de encima. Ahora, al quedar viuda, lo primero que me aconsejaron fue internar a Nico… —miraba al frente y hablaba a media voz dejando a Pedro apabullado—. ¡Internar a Nico! Nico es lo mejor que hemos tenido Javier y yo. Lo más hermoso y verdadero. Y por otra parte no podría tolerar que Nico viviera como viví yo. Ciega y sin conocer el mundo más que a través de unas rejas, y cuando crees que te llega la hora de desplegar las alas, hala, llega tu padre, te agarra de la mano y te dice: «A casarte, niña. Que yo necesito dinero y tú eres el instrumento que me lo va a proporcionar.»
—¿Fue… así?
Betty le miró amable y con tristeza.
—No, pero parecido. Cuando tienes dieciocho años y desconoces la vida que hay en el entorno del mundo, sólo sabes que tienes un deber. Al menos así yo lo creía. Obedecer a tu padre. De modo que igual que me casó con un viejo enfermo, pudo haberme puesto a dar saltos en un circo y yo los habría dado.
—Pero…
—¿Por qué me miras con ese asombro?
—No sé. ¿Permites que fume? Gracias —y se puso nervioso a fumar.
* * *
Su voz le sonó a él mismo hueca, pero al mismo tiempo muy ronca.
—Oye, Betty, ¿quieres decirme o me estás diciendo que tú… no deseabas la fortuna?
Betty llevó la copa a los labios y los mojó en el martini seco, fijando a su vez sus azules ojos en la mirada oscura del notario.
—A los dieciocho años el dinero te importa un rábano, Lo que deseas es vivir, conocer la incógnita de la vida en profundidad, de enamorarte, de ser feliz, ¡qué sé yo! — sonrió apenas curvando los labios en una amarga sonrisa—. Pensé que eso lo sabías ya.
—Que durante cinco años estuve odiándome a mí misma por haber obedecido, y odiando a mis padres por haberme obligado.
—Pero… esa boda te hizo rica.
—Sin duda. ¿Y qué haces con tanto dinero cuando te falta la felicidad?
—Pero ahora eres libre y rica —farfulló Pedro desconcertado.
—Es posible que todo eso llegue demasiado tarde —se alzó de hombros—. Una pierde el hábito de ser feliz y lo centra todo en un punto anacrónico, sí bien para mí, en este caso es menos anacrónico de lo que se podía suponer porque Nico es ese punto y yo lo adoro.
Pedro respiró profundamente.
O él era tonto o no entendía.
—Con el dinero que posees y una libertad absoluta —apuntó a regañadientes— puedes conseguir lo que desees; eso, a no dudar, proporciona grandes satisfacciones y también la felicidad.
Betty encendió un cigarrillo.
Pedro, que no podía dejar de ser quien era, ni de pensar como pensaba, se lamentó de que ella llevara pantalones, pues al cruzar la pierna no era posible ver más que la tela y él hubiera deseado fervientemente verle la rodilla desnuda y algo más si podía.
Sacudió la cabeza como si condenara su maldito materialismo. La chica le estaba hablando con el corazón en la mano. Lo consideraba su amigo y él era una mierda que sólo deseaba verla y si pudiera también tocarla, y hete aquí que la chica lo buscaba de confidente espiritual.
Bueno, como para mondarse.
Intentó sosegarse y oyó la voz femenina amarga y baja:
—La felicidad no se compra, Pedro, ni se la busca afanosamente. Llega a uno cuando ni siquiera la esperas, y lo peor de todo es que te formas una meta y no sabes salir de ella. Es todo un hábito que sin querer te vas buscando, tú misma durante años. ¡Cinco! Tú’ no sabes lo que supone estarse cerrada durante cinco años añorando mil cosas desconocidas.
Cada, vez entendía menos.
Sí que se encontró diciendo a lo estúpido:
—Y encima no puedes casarte. Tu marido te dejó bien atada.
Betty le miró asombrada.
—¿Atada?
—Claro…. si te casas pierdes la herencia.
—Bueno, no pensarás que eso me preocupa.
—¿No?
—Pues claro. No es que el dinero de Javier me queme los dedos. Creo haberlo ganado con creces, pero no será ese dinero quien me frene sí un día me enamorase.
—¿Y renuciarías en favor del niño?
—Claro. Aparte que es casi seguro que renuncie de todos modos, y el hombre que me enamore, si es que llega y lo dudo que llegue, tendrá que aceptarme a mí sin un duro.
—Oh.
—¿Por qué te asombras tanto?
Pedro se apresuró a beber.
Y lo hizo casi con fiereza.
O él era un botarate o aquella chica era mucha chica, además de guapa y apetecible.
Tenía un fondo, vaya.
Un carisma sincero y verdadero.
No era ni mucho menos lo que parecía.
Betty, ajena a sus pensamientos, murmuró:
—Por esa razón no sería capaz de mirar a mis padres cara a cara. Además que me descompone la gente desocupada, la gente orgullosa, la que no acepta al prójimo como a sí mismo. He pasado un mes de verdadera penuria, pero no podía dejar a Javier solo… Así que permití que mamá manejara el servicio a su manera y si no lo perdí es porque son demasíado fíeles a mí. Para mamá un criado es un ser esclavo y de otra galaxia. Para mí el servicio es mi amigo.
Bueno, Pedro pensó que por dónde se tiraba.
¿Qué hacía él allí?
Porque comparado con aquella chica, él era un sádico indecente, que sólo iba allá para verle la rodilla, …
Y se encontró preguntando a lo estúpido:
—Oye, Betty, ¿no has tenido una aventura en Ibiza?
Betty le miró tan sorprendida que terminó por curvar los labios en una sarcástiea sonrisa.