II
—Hasta la fecha —intervino el padre sin que ella dijera nada aún— tu marido nos pasaba una gran cantidad para vivir. Pero a la sazón ese método no es el adecuado. Cuando fui a buscarte al colegio para casarte con Javier, él nos aseguró que a la hora de su muerte nos tendría en cuenta, además de pasarnos esa cantidad. De modo que esperemos que a la lectura del testamento todos quedemos muy satisfechos.
Betty no parpadeó.
Se preguntaba únicamente por qué ella con sus dieciocho años no se rebeló.
Claro que no tuvo oportunidad.
Se había educado entre monjas y cuando la fueron a buscar, maldito si sabía nada del mundo.
No es que supiese demasiado a la sazón, pero tenía cinco años más y si bien los. pasó cerrada en aquel palacete, había leído lo suficiente para enterarse de que el mundo no era como a ella se lo mostraron.
—No me gusta vivir de caridad —seguía diciendo el padre—. De modo que si a tu marido se le olvidó menospreciarnos en. su testamento, lo mejor es que nos vengamos a vivir contigo y de ese modo todo quedará en casa. Tú te casarás de nuevo y Paulino, tu hermano, se encargará de buscarte un marido apropiado a tu fortuna, por lo que no te será gravoso desprenderte de la herencia de tu marido y quedarte con la del esposo que Paulino te ayudará a encontrar.
Es decir que ellos seguían disponiendo de su vida como si aún fuera pervulita.
Muy generoso.
Pero no.
Vio que Manuel envolvía a Nico en el albornoz de felpa y lo metía en el palacete por la puerta de la cocina.
Se imaginó a la cocinera y a la doncella secando al niño.
Le quería todo el mundo.
Como le quería ella también.
Se imaginaba que si aceptaba la convivencia de sus padres y hermano, Nico sería encerrado en un pensionado como un día lo fue ella.
Y no.
En modo alguno.
La tarde moría y Betty, sin cerrar el ventanal, se adentró en el lujoso salón.
Pronto moriría el día y habría que encender luces.
Su madre se levantaba en aquel momento.
Era una dama muy distinguida. Vestida impecablemente de negro, peinada de peluquería, de uñas cuidadísimas.
Recordaba haberla visto llorar sosteniendo un pañuelo de encaje, mientras sus amigas le daban el pésame por el yerno…
¡Muy conmovedor!
Ella no conocía a ninguna de aquellas amigas, pero según le siseó su hermano al oído, pertenecían a la élite de la ciudad.
Es decir, que sus padres y hermano tenían amigos gracias a su dinero. Es decir, al dinero de su difunto marido.
Se preguntaba Betty de qué iban a vivir en el futuro.
—Yo que ocuparé de ver qué pasa en la cocina —decía la madre ajena a las decisiones íntimas de su hija—. No es que me guste tal dependencia, pero… hay que ser señora hasta para adiestrar al servicio. Aquí los criados están muy habituados a hacer lo que gustan y eso se les acabó.
—Mamá..., te ruego que te quedes donde estás.
La dama se detuvo en seco mirando a su hija con expresión entre amable y desdeñosa.
—Ya te digo que tú no debes ocuparte de nada.
Betty se sentía cansada.
Y harta de verlos mangonear su vida.
No en plena salud (que siempre fue delicada, pero al final fue catastrófica) de Javier, eso no. Javier no los soportaba y ellos lo sabían perfectamente, de modo que sólo cuando lo supieron sin voz ni voto, invadieron su casa.
Ella, para dejar molestias al enfermo, se dejó llevar.
Pero aquello tenía un fin y el fin había llegado ya.
—Mamá —su voz cobraba vibraciones súbitamente enérgicas—, lo siento, pero de mi casa me encargo yo.
Serafín gritó exasperado:
—¿Cómo te atreves a decirle eso a tu madre?
—Papá —la voz de Betty seguía implacable—, también te lo digo a ti y a Paulino. Esta es mi casa y en ella haré lo que guste, pero sola. A mi aire. Yo no tengo intención alguna de frecuentar la sociedad que me fue indiferenta antes. Es decir, que si en su día cuando me hubiera gustado integrarme en ella, tú decidiste mi destino, de ahora en adelante lo decidiré yo sola.
—¡Betty!
—No te alteres, Paulino. Ni tú me mires así, mamá. Ni tú, papá, intentes refutarme. Lo tengo decidido. Es posible, eso sí es cierto, que haga un viaje, pero a mi aire y manera, y desde luego con Nico. Por otra parte, tampoco tengo intención de internar a Nico. Eso ya sé yo lo que supone y significa. Nico tendrá un hogar y lo tendrá junto a mí.
—Pero tú estás loca.
—Papá, lo siento. Tendréis que iros ahora mismo. Vuestros amigos ya han desfilado todos por aquí a daros el pésame. Yo no tengo amigos ni Javier tenía demasiados, porque conocía bien de qué pie cojea la sociedad…
—Pero tú tienes que frecuentarla.
—No lo creo, mamá. Lo siento. No des un paso más, porque yo me entiendo muy bien con el servicio y sentiría que fueras a la cocina, a la cual te seguiría y les diría a mis criados que no te hicieran ningún caso.
—Papá, no levantes la voz. No me agradan los gritos. En un momento de mi vida —añadió tras una breve pausa, que el asombro de sus padres y el hermano no interrumpieron—me fuiste a buscar al colegio. Me asiste de la mano y me ordenaste que me casara con Javier… Obedecí. Hoy no obedecería en modo alguno y por lo tanto la comedia ha terminado. Espero, y perdonad, que Javier se haya olvidado de mencionaros en su testamento.
—¿Qué dices?
—Y que tú, Paulino, empieces a trabajar. Es hora. O también puedes casarte rico como me recomiendas que haga yo al quedarme viuda. Es un buen consejo que te debes dar a ti mismo, si es que existe una pobre tonta que desee mantenerte, que lo dudo. Porque los tiempos han cambiado y la gente rica no abunda y la que tiene dinero es a fuerza de trabajarlo, de modo que lo que desean es un hombre que sepa mantener el patrimonio y aumentarlo si es posible, lo cual dudo sepas hacer tú.
—Pero… ¿de dónde has sacado tú ese temperamento?
—De mis cinco años de enfermera, papá.
—Oye…
—No, mamá. Lo siento. Esta casa es mía entretanto no venga el notario y me diga qué voluntades dictó mi difunto marido al respecto. Y como es mía y deseo gobernarla yo, os ruego encarecidamente que vayáis a buscar vuestras cosas y os marchéis.
—Betty —la voz de la madre se alteraba—, eso es desagradecimiento, ingratitud.
—¿Por qué, mamá?
—Te hemos casado millonaria.
—No, no. Me habéis colocado de enfermera al lado de un señor enfermo. Menos mal que salía de una jaula y no me extrañó nada meterme en otra. Pero pienso que me habéis quitado cinco hermosos años de mi vida.
—Si has vivido como una reina.
—¿Estás seguro, papá? He vivido como una sirvienta distinguida sin conocer más mundo que éste y unos viajes por el mundo cuidando de un enfermo.
—No sabes lo que dices —cortó el hermano alteradísimo—. Cinco años de sacrificio no es nada, si por ellos has heredado un montón de millones y un patrimonio que vale un dineral.
Betty volvió a suspirar.
* * *
Dado como era de fina y delicada y que no levantaba la voz ni para insultar, los padres pensaron que estaba hablando en broma.
Pero Betty hablaba muy en serio.
Y Paulino, que era el que mejor creía conocerla, se dio cuenta de ello. Es decir, que se le iba el ingreso, a menos que el viejo se acordara de ellos en su testamento.
—Será mejor que hablemos otro día —cortó el grito que, iba a dar su padre—. Papá, mamá, marchémonos. Cuando se lea el testamento, será tiempo de volver.
—Es lo mejor que has dicho en estos días, —dijo Betty—. Y te aseguro que solo te citarán sí estás nombrado en el testamento. Si no lo estáis, no veo por qué vais a venir.
—Oye…
—Paulino os dio un buen consejo, mamá. Lleváis en esta casa más de un mes… Javier ni se enteró, puesto que estuvo inconsciente, pero mis servidores sí que conocieron tu orgullo y tiranía, y para que te enteres, mamá, encesta casa, la servidumbre y yo somos una gran familia. Todos amaban al viejo maniático, como tú dices. Yo también aprendí a profesarle afecto, pese a su aparente irascibilidad.
—Yo no soporto que trates así a tu familia.
—Mira, papá. Yo no intentaba deciros eso, pero observo que si no lo digo, os venís a vivir aquí y me entorpecéis la vida que es muy mía. Así que como no estoy dispuesta y vosotros no lo entendéis si no se os dice así, queda dicho ya. Cada uno a lo suyo. Ah, y mientras no se lea el testamento, sea cuando sea, que yo no voy a pedir que sea leído y que todo depende del notario, se os acabó la pensión.
»Pienso, papá, que debes de buscar trabajo. Tú, mamá, alterna menos, y tú, Paulino, ya que no has terminado ninguna carrera, te aconsejo que busques empleo.
—Pero…
—Es mi última palabra.
—¿Es así como pagas el que te hayamos hecho millonaria?
Betty se alzó de hombros, dando a su rostro una expresión de desencanto.
—No me has casado porque yo me hiciera con la fortuna de Javier, papá, y lo sabes perfectamente. Me has casado para vivir tú en tu ambiente y a tu aire. Lo siento, pero de ahora en adelante, eso se terminó.
—Tengo un documento —se agitó Serafín— en el cual tu difunto marido firmaba…
Betty le cortó con suavidad.
Pero su voz sonó tajante.
—En vida. Se comprometía en vida a pasarte una alta pensión… que fue creciendo con el coste de la vida y hoy representa al mes lo que tiene una familia modesta para todo el año. Pero recuerda que se refería a por vida, no después de muerto.
—Te digo…
—Mamá, es inútil. No sé cómo no me conoces aún. Estoy diciendodos con todas las letras, y de la forma más correcta, que os marchéis. Si no aceptáis así, me veré obligada a exigirlo.
—No te atreverás…
—Me atreveré, Paulino, y el primero que sale erea tú. De modo que ya puedes ir a buscar tu maletín y te vuelves a casita.
—Lo siento, mamá.
—¡Betty!
—Papá…
La forma en que pronunció aquel «papá» no dejaba lugar a dudas.
Los tres se miraron entre indignados y asombrados.
Pero uno tras otro se dirigieron a la puerta.
—Si no queréis molestaros en llevar vuestras cosas… os las enviaré por Manuel. Buenas tardes.
Y como apenas lucía el día, fue encendiendo luces y mirando aquí y allí sin reparar nuevamente en sus padres y hermano.
—Algún día nos llamarás —gritaba la madre perdiendo su elegante compostura.
En la cocina se miraban unos a otros.
—Es hora de que la señorita Betty ponga a esos zánganos en la calle —murmuraba María.
—Tú te callas —decía Manuel, su marido.
—Tiene razón María —decía Pilar, la doncella—. Estoy harta de obedecer órdenes de esa estirada dama. La señorita Betty es un cielo de persona y pese a lo gruñón qué era don Javier, también resultaba mejor que don Serafín y el chulo de ese Paulino.
—Os pido que calléis—ordenó Manuel.
Y empujaba a Nico hacia un pequeño cuarto de juegos donde el niño tenía sus juguetes.
—Tú, juega, hijo.
—¿Qué dice, Manuel?
—Nada. Tú juega.
Un auto se sentía en el patio.
Betty no miraba por el ventanal.
No se sentía enternecida.
Ni molesta por haber, al fin, echado a su familia fuera.