IX

—Para tener una aventura —dijo con sencillez— no necesitaría ir a Ibiza, supongo. Bastaría con que saliera aquí y me integrase en esa sociedad a la cual pertenecéis todos.

—Lo cual harás ahora.

—¿Estás seguro?

—¿No piensas hacerlo?

—No —movía la cabeza despidiendo un rico perfume fresco—. No, Pedro. Cuando contaba dieciocho años y me casaron, porque a mí me casaron, podía haberme rebelado. Era lo lógico. Pero ni yo tenía entonces personalidad para hacerlo, ni mi padre me lo habría permitido. Así que me sometí. Es posible que la falta de comunicación con personas de mi edad me reprimiera o coartara. El caso es que sigo sin deseo alguno de cambiar el rumbo de mi vida.

—Pero… viajarás cuando gustes.

—Es algo que me place, pero no lo haré debido a Nico. No pienso internarlo y tiene edad de colegio, por lo cual, la única salida que me queda es aprovechar sus vacaciones.

—Oye, Betty —aquí ya Pedro se desvestía de su sadismo y deseo, sintiéndose amigo entrañable de aquella joven escéptica—, que tienes veintitrés años y parece que en ti habla una mujer de cuarenta y muchos.

—¿Estás seguro de que tengo veintitrés años?

—Hombre, sí, por supuesto.

—Pues la mayoría de las veces me siento anciana —se alzó de hombros—. No, Pedro. No fui a Ibiza a buscar una aventura. La verdad es que no entiendo aventuras sexuales sin amor.

—O sea, que pese a todo crees en el amor.

—Me gustaría creer y que existiese tal cual yo lo imagino.

—¿Y cómo lo has imaginado?

—Bueno —rió divertida, desprovista según Pedro de todo carisma sofisticado—, supongo que será un ingrediente entre erótico, sexual, espiritual y moral. Una necesidad física y de muy adentro. Algo de la carne y del alma, ¿no?

Pedro se atosigó.

—Tú eres un hombre de mundo y habrás conocido a montones de mujeres y habrás sentido también el amor. ¿O no, Pedro?

—Bueno…, yo soy hombre pegado a sus hábitos. Medio físico, medio sentimental. Pero una cosa impera en mí sobre todas las cosas. No me gusta perder mi libertad. Soy independiente y me gustaría seguir siéndolo. Pero también pienso con respecto a ti, que si bien no has conocido el amor, habrás conocido al nombre y lo que ello supone o puede proporcionar.

Betty fijó en él sus enormes ojos azules.

Pedro esperaba que dado la confianza que le estaba dando, le contaría sus relaciones con el viejo verde, pero se llevó un gran chasco.

Betty por toda respuesta comentó:

—Igual deseas otra copa. ¿Te la sirvo?

—Pues…

—Te la serviré.

Y se fue a buscarla.

Pedro entornó los párpados y por las rendijas de aquéllos la atisbaba ansiosamente.

Daría algo por tocarla.

Besarla.

Poseerla.

¿Cómo sería?

¿Había en ella tanta riqueza espiritual como parecía?

No supo cuándo se levantó como impelido por un resorte y caminó hacia ella, que seguía de espaldas ante el bar sirviendo la copa de martini.

Era más alto.

La miraba con la cabeza inclinada.

De modo que le veía la nuca.

Pedro no era hombre que se reprimiera y conocía el arte de engatusar a una mujer.

Pero…

¿No sería demasiado guarro por su parte intentar aquello?

El era un tipo respetable o, por lo menos, por eso pasaba.

Convertirse de repente en una rata del sexo le resultaba despreciable.

Pero…

—Si quieres —se, encontró diciendo sin tocarla, pero casi pegado a ella— vengo a buscarte para llevarte por ahí a cenar.

Betty dio la vuelta.

Y al hacerlo con la copa en la mano y toparlo pegado a ella, lanzó un grito ahogado y su sonrisa se congeló.

—Oh —exclamó tan sólo.

Y como él no se retiraba, fue ella la que lo hizo girando a un lado y yendo despacio hacia el sofá, donde momentos antes estaba hundida.

Pedro se vio ridículo y se miró algo consternado.

—¿Por qué me invitas a comer, Pedro? —preguntó ella sin que el notario se moviera.

De repente caminó hacia donde ella estaba y se perdió en el sillón sin dejar de mirarla.

Pensó qué iba a responder, pero Betty preguntó antes:

—¿En calidad de qué me invitas, Pedro? —Y aún sin que él respondiera—: En calidad de hombre a mujer, ¿no es eso?

Como tenía la copa sobre la mesa, Pedro se apresuró a asirla y beber unos tragos que le supieron raros.

* * *

—Pedro, si quieres somos sinceros los dos —le oyó decir asombrándolo.

—¿Sinceros?

—Yo lo estoy siendo, pero ¿lo eres tú?

—¿Qué dices?

—No pensarás que estoy indefensa, ¿verdad? ¿Y deseosa de conocer a un hombre en profundidad?

—Yo…

—Olvidémoslo —cortó ella como si le molestara ponerlo nervioso—. No me gustan las dobleces y me parece que tú no has merecido bien mi sinceridad.

—Oye, Betty…

—Ante todo, tú eres un hombre y yo una viuda rica, y además, según supones tú, muy pegada a mi dinero y dispuesta quizá a tener una aventura sin perder por eso el derecho a esa fortuna.

—¡Betty!

—¿No es todo muy así como yo lo digo? Porque verás, Pedro, y así diciéndote eso, aclara una cuestión que tal vez tú tienes confusa. Yo no he vivido el amor, eso es obvio. Pero mis cinco años de cautiverio me dieron tiempo suficiente para leer tanto, que casi, casi, en teoría conozco hasta la última o más recóndita lucubración amorosa sexual.

—Te digo…

—De modo que para mí el hombre me es familiar. En teoría, se entiende, pero casi siempre en estos casos, la teoría se parece mucho a la práctica.

—Bueno —saltó él ya un poco escamado—, no has conocido el amor, pero has conocido el hombre en la práctica y aunque viejo, no dejaría de ser un hombre.

Eso pretendía Betty marginarlo.

Si Pedro pensaba que iba a entrar por aquel punto, se equivocaba.

Betty no daría entrada por esa puerta.

Lo suyo era suyo y a nadie le importaba.

Ni siquiera a aquel notario de buena facha que no era todo lo claro que ella hubiese preferido.

Pero a enemigo que se le ve el pico, hay que ponerle la pala.

Y era lo que ella estaba haciendo.

De modo que si Pedro creía que tenía delante una ansiosa estúpida, se equivocaba.

Y en cuanto a conocer los goces pasionales, si le apetecía conocerlos, no iba a retenerle ni el dinero ni la consideración, ni la sociedad, ni él.

En ese sentido, por lo visto, Pedro aún la desconocía.

—No salgo a cenar, Pedro —dijo ella por toda respuesta, chafándole de nuevo la curiosidad—. Y no me retengo por el qué dirán, ni por prejuicios, ni por mi familia, ni por respeto al muerto. Todo eso me tiene sin cuidado. Si me retengo o no me da la gana de ir, es porque no me apetece. Pero en cambio te invito a comer a ti aquí.

Pedro casi dio un salto.

Quedó algo tieso.

¿Qué intentaba aquella sencilla joven que no parecía tener pelos en la lengua?

¿Utilizarlo?

Él siempre pensaba que utilizaba a la mujer, pero estaba notando que en aquel momento el utilizado era él.

—¿Por qué me invitas?

—Pues verás —sonrió ella beatífica—, entre hacerlo sola, a tener una compañía tan avispada como tú…

—Betty, ¿no estarás formando un mal concepto de mi persona?

Ella le miró fijamente.

Pedro sintió que le calaba hasta la raíz del pelo y la punta de los pies.

—¿Estás seguro de que no mereces que la tenga?

—¿Mala?

—Por lo menos, no demasiado clara.

—Verás, yo…

—Tú eres un profesional, pero no vienes aquí por eso. Tú vienes a conocer a la mujer… diferente. ¿Piensas realmente que soy muy diferente?

—Ya veo que de amigos, nada.

—No, no se trata de eso, señor notario, se trata de que hace rato, casi desde que nos conocemos o desde que nos presentimos, que nos vemos como hombre y mujer, ¿no es así? ¿Tienes el valor de negarlo?

No.

Puestas las cosas así de claras, era mejor ser sincero.

Así que se encontró diciendo desarmado:

—Una mujer viuda y joven, siempre…

—Interesa en algunos o muchos sentidos. ¿Ibas a decir eso, Pedro?

Algo parecido.

Se vio de nuevo chafado. Y se dio cuenta de que tenía una antagonista interesante y hasta… peligrosa.

In mente, rabioso por ello, se preguntó si el viejo guarro muerto la habría adiestrado con tanta habilidad.

Así que se encontró preguntando con marcada brusquedad:

—Estarías casada con un impotente, cinco años, pero ha sabido adiestrarte.

Otra cosa a la cual Betty no tenía ni el más remoto interés en responderle.

Por eso dijo con una risita sardónica:

—Puestas las caras al descubierto, insisto en que vengas esta noche a cenar a casa. Podemos entendernos y presiento que lo suficiente para ser sinceros el uno con el otro. No sé lo que tú pensarás de mí y es posible que hasta no me importe demasiado. Pero yo sí sé lo que pienso de ti y te lo voy a decir, ahora eres bien dueño de someterte o decirme adiós.

Pedro, atosigado, pensaba que las armas se igualaban. Lo mejor, pues, era desenvainar la espada y blandiria. Pero ella se le adelantó otra vez con la más obvia naturalidad del mundo.

—Hace mucho tiempo que he llegado a una conclusión, Pedro, y no tengo reparo en hacértela saber. Tú aún estás en esa edad en que no se entiende muy bien la evolución de la juventud, pero yo estoy al tanto, aun desde mi madriguera, de cómo funcionan las cosas. Antes, no hace ni diez años, los hombres se consideraban unos perfectos machistas, blandían la antorcha, de la sexualidad y la vivían a su gusto y manera, unas veces con triunfalismo y otras casi como patriarcados concebidos. Las cosas, hoy, afortunadamente para todos, se miden desde otro prisma y tiene un carisma más real. Nadie utiliza a nadie y sí en cambio se utilizan mutuamente. Tanto me das, tanto te doy. No nos entendemos, pues adiós. Nos entendemos, continuamos. Pero eso no pone marca a nadie. Ni al hombre ni a la mujer y si las cosas funcionan desde puntos opuestos y en desacuerdo, en todo caso se quedan marcados los dos. Pero no hay una exclusiva para la muesca. ¿Está claro?

Pedro hubiera dado algo por tener veinte años en aquel momento y responder con soltura de la juventud. Pero el caso es que tenía trece más y no pensaba como Betty.