14
Cosa extraña:
Ward no bajó a comer. Susan le dijo a Dolly que míster Levenson se sentía cansado de haber estado todo el día en el campo seleccionando ganado.
—Mañana al amanecer —añadió— tendrán que ir a buscarlo, y el señor jamás huye de su trabajo.
Mejor que no estuviese.
Mejor que su presencia no le hiciera recordar aquel instante turbador.
¿Y si se fuese ella?
¿Y si tomase a su hija en brazos y huyese de allí para siempre?
No podía.
Sería una crueldad inhumana.
Se retiró a su aposento después de comer. Ava dormía ya. Parecía una santita. Tan sana, tan pura en aquel ancho lecho.
Las mejillas sonrosadas de tanta salud. La respiración acompasada. Era su delirio aquella niña.
Por ella soportó todas las vejaciones a las que la sometió George. Por ella seguía en aquella casa.
¿Por ella tan sólo?
¿No podía ser sincera conmigo misma?
Tenía que serlo.
Se dejó caer en una silla y procedió a quitarse los leguis.
Dolían los dedos al tirar de ellos. Pero aún más dolía el corazón. Era como si alguien se lo estuviera arrancando.
¿Le amaba?
¿Amaba a Ward?
No podía amarle.
No podía ella ser tan voluble como para amar a Ward siendo hermano de George.
¿Y qué tenía eso que ver? ¿Qué afinidad había en los dos hermanos? Ninguna, salvo el parentesco que los unía en vida.
Descalza se fue al baño.
Necesitaba agua. Y como aquella vez, intentar barrer de su carne todo recuerdo ingrato, como si eso fuese posible.
El agua rodaba por su piel, pero dentro, como una hoguera, quedaba aquella incertidumbre, aquel temor, aquel infinito placer que no quería ni podía reconocer.
Durmió mal.
Tuvo miles de visiones horrendas y cuando apareció a la mañana siguiente en la cocina con el cuaderno en la mano Susan miró, exclamando:
—Tiene usted mal semblante, señorita Dolly.
—No he dormido bien.
—También el señor tenía mal semblante.
Se ruborizó.
No pudo evitar de pensar que quizás aquello fuese una alusión.
Pero no.
¡Qué sabía Susan de sus inquietudes, de sus complejos, de sus goces íntimos!
Se pasó el día trabajando, aturdiéndose, y a la tarde sintió el motor de un auto detenerse ante la casa.
—Es una señora que desea verla, señorita Dolly —le dijo Marcela—. Viene de Savannah.
—¿Quién puede ser?
—No lo sé. Dice algo de una señorita de compañía.
Ah.
Ya sabía.
La mujer que contrató Ward para educar a Ava.
La recibió en la salita. Era una dama de cuarenta años. De un rubio desvaído, inglesa sin duda y con una muda elegancia natural, pero sin encanto alguno.
—Me llamo María Dulce, señorita.
—Siéntese.
—Míster Levenson me contrató para educar a su sobrina. Para ocuparme de ella totalmente.
—Es mi hija Ava.
—¿Tan joven y con una hija, señora?
—Así es. La verá luego. Ahora, si le parece, trataremos de cómo y cuándo. ¿Quiere?
Hablaron durante más de media hora. María Dulce quedó admitida.
Ava no quería saber nada de aquella dama; pero María dijo a Dolly que no se preocupase.
—Siempre ocurre igual. Pero luego... se hacen a una admirablemente. Verá qué amigas llegamos a ser.
Se quedó con Marcela y Ava en la terraza, y por la noche Ava ya le daba la manita a su inglesa institutriz.
A la noche, cuando regresó Ward, Dolly hizo un esfuerzo. Tenía que hablar con él.
Ward llegaba cansado y lleno de polvo. Las reses mugían en el círculo que formaban las vallas en el patio. Al día siguiente serían embarcadas en camiones y llevadas al próximo puerto.
Se tropezaron ambos en el vestíbulo. Ward llegaba. Dolly iba a buscar a su hija y a María para anunciarles que tenían la mesa puesta.
—Tengo que hablarte, Ward.
Le hurtaba los ojos.
Ward, no. Ward se los buscaba con toda libertad y sinceridad.
—¿Ahora? Permíteme que me dé un baño. Bajo en seguida. Espérame en la salita.
Y cuando ya se iba, sin volverse, añadió:
—Prepárame un whisky con soda.
—Sí.
Allí estaba. Vestía un pantalón gris sin botas, calzaba zapatillas. Vestía camisa blanca sin corbata. Parecía un burgués.
Rasurado, con la piel morena y aquellos cabellos lacios cayéndole un poco por la frente y la mirada fija en ella, que disponía el whisky ante el bar, de espaldas a él.
No le preguntó de qué deseaba hablarle.
Aguardó junto a ella. Mudo, casi estático, con la vista fija, obstinadamente fija en la nuca femenina.
Ella giró.
Y al hacerlo quedó casi pegada al fuerte corpachón.
Era menuda: a su lado parecía una cosa frágil, tan femenina que resultaba tímida por su indescriptible sensibilidad.
Aquella sensibilidad suya que se agitaba en los ojos, en las aletas de la nariz, en el pecho oscilante...
Levantó la copa y le hurtó los ojos.
—Me parece —dijo titubeante— que es así como te agrada.
No dijo nada.
Agarró la copa y la mano. La mantuvo sobre sus dedos un rato.
Los párpados femeninos se abatieron más. Con delicadeza retiró los dedos; después, despacio, giró sobre sí.
Caminó casi torpemente hacia el centro de la salita. Y sin mirarlo, imaginándolo aún de pie allí, junto al bar, se dejó caer en un sillón y quedó con las dos manos juntas al lado de la boca, mientras los codos se apoyaban en el fino cuerpo del sillón.
—Deseabas hablarme —murmuró Ward desde su altura sin dar un paso.
Parecía que los separaba un mundo de distancia y, sin embargo, espiritualmente, estaban más cerca que nunca. Los unían los mismos sentimientos, las mismas ansiedades, las mismas inquietudes.
—Es... de la niña. Ha llegado la mujer que contrataste.
—Ah.
—Parece ser... que trataste ya todas las condiciones.
—¿Te... molesta?
—Sólo en cierto modo.
—Di cuál es ese punto en el que no estás de acuerdo.
Costaba.
Mucho.
Como si algo se le anudara en la garganta y pusiera un sello en sus labios. Pero tenía que decirlo.
—Miss Dulce dice que ocupará una alcoba con la niña.
Él ya sabía, al menos lo intuía, de qué se trataba.
Avanzó con el vaso en la mano.
Apuró un sorbo sin dejar de mirarla. Lo hacía por encima del borde y sus ojos parecían confundirse con el color verdoso del cristal.
—Lo hice considerando que la niña lo necesitaba.
—Es mi hija y la quiero junto a mí —susurró ahogadamente.
Ward avanzó más. Se dejó caer frente a ella. Se inclinó hacia delante y le buscó los ojos con ansiedad cegadora.
—No me hurtes tus ojos, Dolly.
¿Por qué tenía que ser así?
Delicado, exquisito, suave, persuasivo. Nunca se podría enfadar con él. Y quisiera poderle decir que la niña no se separaría nunca de ella. Era una sinrazón aquella opinión o deseo suyo. Pero era suyo y él debiera respetarlo. Pero, cosa extraña, diciéndolo Ward no era capaz de refutarlo. No tenía fuerzas ni razón convincente.
Pensó un segundo en cuanto lo vio por primera vez. Le pareció rudo y maleducado, grosero y vasto. Y, sin embargo, corriendo el tiempo se percató de que bajo aquella capa de hombre brusco se ocultaba una fina sensibilidad, una comprensión indescriptible, una ternura honda...
—Ten presente una cosa, Dolly. Yo al menos opino así. Una niña no puede educarse pegada a su madre. Tiene que tener su vida propia, su ambiente lejos de su madre, aun hallándose a dos pasos de ella. No pretendo hacer de tu hija una pobre chiquilla amedrentada, sino una mujer de mundo capaz de desenvolverse por sí sola.
—Yo he sido una niña mimada y supe enfrentarme con la vida cuando ésta se presentó dura para mí.
Esbozó una tibia sonrisa. Bebió un sorbo, la miró quietamente.
—Y has sufrido como jamás ser humano sufrió en su existencia. No estabas preparada para ello pero tuviste que sufrir y ese sufrimiento resultó para tu fragilidad infinitamente más penoso que puede resultar algún día para tu hija. Entiéndeme. No pretendo herirte. No pretendo separarte de la niña. ¡Qué tontería pensarlo siquiera! Trato de enfrentar a la niña con una realidad y a ti evitarte toda preocupación.
—Algún día... me iré de aquí, Ward. No puedo vivir siempre a tus expensas.
—Hieres sin querer. Y si lo haces queriendo... es doblemente cruel tu actitud para conmigo.
Se puso en pie.
Parecía tenso.
Ella apretó las manos en el regazo.
—Ward..., por favor..., perdóname.
Él giró.
Tenía como una raya recta en los labios. Parecían uno solo.