11
Sí.
Debió de transcurrir mucho tiempo antes de abrir los ojos.
Cuando lo hizo estaba sola en su alcoba.
Miró a un lado y a otro. Se hallaba en la casa de George.
¡George! ¡Su marido! ¡Su marido que murió como vivió! Sin dignidad, sin honor.
Tapóse el rostro entre las manos. Dormir era descansar, despertar era morir.
Pero había que sobreponerse y hacer frente a la situación. Y rehacer su vida.
Empezar otra vez, y procurar empezar bien.
¿Cuánto tiempo había transcurrido? Buscó el reloj y se tiró del lecho. El sol entraba por una rendija de la persiana.
Necesitaba ver luz. Aquel sol que continuaba inmutable, pese a haberse muerto George. Para él sólo quedaba el viento negro de la tierra apretada sobre su féretro. Para ella, para todos, continuaba la vida hasta que un día también fuesen a dar a aquel vientre negro.
Levantó la persiana.
Los peones trabajaban tras las altas vallas seleccionando ganado. El campo verdoso, el patio, el jardín, las terrazas llenas de flores.
Todo seguía igual, y allá lejos, inmutable, mudo, estático, el panteón familiar guardando la vergüenza de un hombre que no supo vivir.
Debían de ser por lo menos las tres de la tarde. Oía el grito de Ava corriendo tras la pelota. La voz anciana de Jeff, la risa de un criado contemplando el correr torpe de la niña.
Y ella allí. ¿Cuántas horas había dormido? Eran las seis de la tarde cuando se llevaron lo que quedaba de George. Tal vez se durmió a las siete, y ahora, a las tres, despertaba con una sensación de ahogo, de pequeñez, de aturdimiento.
Trató de serenarse. No era ella mujer que se dejara vencer por la desesperación. Realmente, tenía que admitir la evidencia de su soledad. Pero... ¿no estaba antes aún más sola?
A la sazón había en torno a ella personas que compartían sus inquietudes, comprendían su amargura, consolaban cuanto podían sus soledades. Y antes, cuando él vivía, ¿qué tenía? Una soledad acompañada, infinitamente peor que una tortura.
Se metió en el baño. Necesitaba agua. Agua que limpiara si podía cuanta incertidumbre vivía en ella.
Pero no era posible. Cuanto más frotaba el cuerpo con la esponja, más parecía salir a relucir su amargura. Como si ésta, bajo la piel, tuviera un amargor de vinagre, de sangre, de dolor...
Salió del baño y se frotó con la felpa, friolera, y hacía calor. Aturdida, y tenía que vivir con serenidad, porque era la única forma de afrontar la situación.
De súbito pensó en sí misma, en su hija, en su futuro.
Tendría que abordar el asunto de inmediato. Y sólo con una persona: Ward.
Vistió los pantalones azules y el suéter de cuello camisero, de un tejido parecido a la felpa. No se vestiría de luto. Sería una farsa que no iba con su personalidad sincera.
Calzó mocasines y peinó el cabello hacia atrás, atado con una simple goma. Después lo pensó un segundo.
Ni una pincelada en los labios ni una sombra en los ojos. Era ello, y tal cual era iba a presentarse a Ward y hablar con él y exponer su situación. ¿La tenía definida? No, pero pensaba definirla en aquel mismo instante.
Salió de la alcoba después de hacer la cama como un autómata. Apenas si giró la cabeza cuando dejó aquella puerta y se deslizó pasillo abajo y luego enfiló las escaleras que conducían al vestíbulo.
Tropezó con Susan que salía cargada con un cesto de ropa recién planchada.
—Señorita Dolly —exclamó al verla—. Ya está usted levantada.
Una pálida sonrisa distendió la boca suave de la joven.
—He dormido muchas horas, ¿verdad?
—Desde ayer a las siete. Ahora son las tres y media. Por favor, pase al comedor, señorita Dolly. Le pondré la comida.
¿Comer?
No tenía apetito.
Sentía en la boca el amargor de una noche intranquila, y, sin embargo, durmió plácidamente. Quizás el despertar fue infinitamente más amargo que su sueño.
—No me ponga nada, Susan. No tengo hambre —dijo.
—Pero si lleva usted sin comer un montón de horas.
—Por favor, ahora no. —Y tras un titubeo—: Quisiera ver a míster Levenson.
—En su despacho está.
—Gracias, Susan. ¿Dónde anda la niña?
—Es un encanto, señorita Dolly. Todos la adoran. Anda jugando por el jardín con mi marido, pero no se preocupe usted, que todos los muchachos están pendientes de ella.
Al menos Ava sentía ternura junto a sí. Ya era algo. Lo peor sería que le faltase algún día. Que se muriese ella, que se topara con un hombre como su padre...
Se estremeció de pies a cabeza y sin responder se dirigió al despacho. Llamó a la puerta.
La voz grave, un poco ronca, dijo al otro lado: —Pasen.
Aún lo dudó; pero de repente empujó la puerta y se deslizó dentro.
—Ah —exclamó Ward con su habitual brusquedad—. Eres tú. Pasa, pasa, Dolly. ¿No te has levantado muy pronto? —Ya estaba en pie, con una mano apoyada en el tablero de la mesa. Vestía como siempre: calzón de pana, altas polainas y camisa a cuadros blancos y rojos, arremangadas las mangas, sin chaqueta alguna—. Necesitabas dormir.
Como ella no respondiera y pareciera cohibida, se apresuró a ofrecerle asiento.
—Siéntate.
—Quisiera...
—Siéntate, Dolly.
—Sí. —Lo hizo con calma, como si tuviera miedo a que la silla se deslizara debajo de ella—. Es que deseo hablarte.
—¿Ahora?
—¿No puedes... escucharme?
—Oh, sí. —Se sentó otra vez y aplastó las dos manos en el tablero de la mesa, sin quitar la pipa de la boca. La quitó después y la miró sin fijeza, con cierta vaguedad extraña—. Dime, Dolly, ¿de qué deseas hablarme?
—De mí y de mi hija.
—Te... escucho.
—No tengo un porvenir definido.
La cortó.
Con cierta violencia.
—Lo tienes. Aquí. Ya te dije de qué manera.
—Eso... no.
—Bien. No necesito repetir lo que siento y lo que pienso. Hace días que tú lo has adivinado...
—De eso —susurró con voz ahogada—. No... De eso no me hables.
—Precisamente pensaba hablarte de ello en mucho tiempo. ¿Un año? ¿Dos? Los que tú digas. —Se puso súbitamente en pie—. Pero de aquí... no puedes salir.
—No puedo vivir de caridad.
Ward inclinó su alta talla.
Una de sus manos cayó como un mazo sobre el brazo del sillón que ella ocupaba. La voz masculina tuvo como una vibración emocional, cosa que ella consideraba a Ward incapaz de sentir.
—Si te vas..., habrás destrozado mi vida. Nada te diré de mis sentimientos en este año que vas a vivir aquí, a nuestro lado. Después, sí. Después te lo diré. No seré capaz de callarme. Me callo ahora, no en consideración a un hombre que era mi hermano y tu marido, porque nunca me mereció consideración de nada. Ni muerto soy capaz de respetarle. No porque me haya pedido a los diecisiete años un dinero que yo no tenía, sino porque se topó contigo, se casó contigo, tuvo una hija contigo, y no supo valorar tu persona.
—Por favor...
—No me mandes callar. Nada de mis sentimientos te voy a decir. Soy rudo y quizá ni en este instante crucial para mí sepa expresar el deseo, la admiración y la pasión que siento por ti. Soy burdo, maleducado y no tuve tiempo de pulir mi espíritu, porque me dediqué tan sólo a mi trabajo. Pero a ti, no sé por qué razón, sería capaz de decirte cosas bellas. Dicen que el amor hace al hombre poeta. Quizá sea eso.
Dolly se puso en pie y hubo de asirse a la esquina de la mesa.
Era mucho más baja que Ward y levantó la cabeza para mirarlo con timidez.
El amor que Ward decía sentir hacia ella la emocionaba, pero no la acaparaba como un día la acaparó George cuando sólo tenía dieciséis años o diecisiete. Tal vez ello se debía a su súbita madurez.
Tenía pocos años, pero demasiadas amarguras en su haber. Demasiados pesares y desesperanzas.
—Te quedarás con nosotros, Dolly. Ten por seguro que nadie en este mundo te respetará tanto y mejor que yo. Te doy mi palabra.
—Sí, Ward, lo sé.
—Entonces...
—Tengo derecho a elegir mi propia vida.
—¿No sabes elegirla aquí, en mi casa?
—Hay mil cosas que nos separan.
—¿La sombra de tu marido?
—El recuerdo de una existencia ingrata, que no estoy dispuesta a vivir otra vez.
—Y supones que yo...
—Tú, no. La sombra de George.
—Está bien. Prueba... Sólo te pido eso. No te quedes con los brazos cruzados si deseas pagar tu pan y el de tu hija. No comprendo tu orgullo ahora.
—Debes comprenderlo. Antes dependía de un hombre sin orgullo. Hoy puedo poner de relieve el mío.
—Y me resultas cruel en tu dignidad.
—Perdóname.
Él giró. Diole la espalda.
—Quédate, Dolly —pidió bajísimo, con un acento de voz tembloroso, raro en él, siendo un hombre de su talla y su personalidad—. Quédate. Hay mil cosas que hacer en esta hacienda. Cuidar del gobierno de la casa. Hacer pasteles... Y, sobre todo —se volvió despacio—, sobre todo y ante todo, que yo pueda respirar lo que tú respiras.
—Ward, puedo causarte daño. No te amo como tú mereces, como tú me amas a mí. Estoy muerta, vacía para los efectos amorosos.
—Aun así..., quédate.