12
Se quedó.
Al menos de momento no intentó marcharse.
Se sentía responsable del porvenir de su hija y temió marcharse de aquella casa para enfrentarse con un mundo hostil en el cual Ava jamás pudiera ser feliz.
Era mujer activa, y vivir cruzada de brazos, descansando, no lo comprendía. De ahí que buscó rápidamente varias ocupaciones.
Poco a poco, y huyendo del tête à tête con Ward, se ocupó primero de los postres en la cocina; más tarde, de todo el menú; luego, sin darse cuenta, nada se hacía en aquella casa que no se consultase con ella. Cuando se dio cuenta, un día cualquiera, se encontró con que todo pasaba por sus manos y tanto Susan como Marcela descansaban en ella sus preocupaciones hogareñas.
Aquellos días Ward se fue de viaje. Ni siquiera se despidió de ella.
Pese a su rudeza exterior, Dolly se percató de su delicadeza espiritual. Intuía que ella prefería no hablar de sí misma ni de él ni de los lazos que un día podrían unirlos, y esquivaba, como ella, cuantos momentos pudieran hallar para estar solos.
Aprovechó que ella había bajado hasta el centro con Dick conduciendo el jeep para decirle a Susan que debido al embarque en Savannah de una nueva remesa de ganado tenía que personarse allí no sabía por cuánto tiempo.
Cuando Dolly regresó una de aquellas tardes Susan se lo dijo.
Nada respondió. Pensaba.
Pensaba en la delicadeza de Ward, en sus exquisiteces varoniles, en la situación un tanto compleja que ambos atravesaban.
Mejor que se fuese.
No sabía por qué razón, cada vez que de lejos sentía su voz en el patio, en la terraza, o en el jardín, e incluso, o quizá más, en la casa, experimentaba una rara, profunda, turbación.
Nunca le ocurrió con George.
Lo de George y ella fue... todo abierto, normal. Nació el amor, se casaron, recibió la desilusión y siguió vegetando como una momia.
Esto que le inspiraba Ward era muy distinto.
No tenía nombre.
No era amor.
Era una turbación, mezcla de vergüenza y timidez, que no acababa de comprender ni sabía dilucidar.
Sacudía la cabeza cuando estos pensamientos la agitaban y con mayor afán se dedicaba a su trabajo.
Unas dos semanas estuvo Ward en Savannah. Y otras tres que habían transcurrido antes formaban ya un mes, durante el cual ella empezó a ser de nuevo la chica que se ocupa de sí misma y todos los demás después de morir su padre.
Mejoró de color. Mejoró de figura.
Se convirtió en una muchacha dinámica, activa. Siempre preocupada por todos y cada uno de los detalles de la casa.
Incluso los criados del exterior, cuando no estaba Ward, acudían a ella para preguntar qué hacían.
Casi sin darse cuenta, ella les daba órdenes. Luego iba a consultar con el administrador y más tarde se juntaba a aquél y Dick y acordaban de mutuo acuerdo el trabajo del día siguiente.
Llegó un momento en que ni se dio cuenta de que no estaba en su casa. Obraba en ella como si realmente le perteneciera y todo lo hacía con sumo cuidado y una premura que causaba admiración a quien la observaba.
Susan no sintió celos. Al contrario, desahogó en ella toda la preocupación del hogar. Marcela aprendió a limpiar bien con ella. La buscaba para cualquier cosa. Se lo preguntaba todo.
Llegó un momento en que por las noches, en una libreta de tapas verdes de piel, anotaba el menú del día siguiente, arrancaba la hoja, se la daba a Susan y al otro día ella, muy de mañana, pasaba por la cocina y disponían el pastel.
Daba grandes paseos por la tarde. Aprendió a conducir el jeep, a montar a caballo, a tocar la guitarra, pues Dick era un gran guitarrista en sus soledades en los valles, y alguna vez, con timidez, le ofrecía el instrumento musical. Dolly aprendió pronto y después reía como una niña traviesa, comentando:
—No sabía yo que fuese una virtuosa de la música.
Al cabo del mes el administrador la mandó llamar a su despacho. Le entregó un sobre con dinero y le dijo estas palabras:
—Es la nómina del interior de la casa. Tienen sueldo Susan, Marcela, Jeff, usted y la cocina.
—¿La cocina y yo?
—Sí, señorita Dolly. Aquí todo el mundo tiene una paga mensual. La cocina para nosotros es otra paga. Mayor, por supuesto, pero paga al fin y al cabo. Lo que interesa es que no exija más de aquello que le tenemos señalado.
—Quiere usted decir que debemos administrarla.
—Eso precisamente.
—¿Y yo? —preguntó desconcertada—. ¿Por qué he de tener yo un sueldo si como en la casa?
—Son órdenes, señorita Dolly y debe usted acatarlas con normalidad. Todos comen en la casa y todos tienen un sueldo. También lo tiene míster Levenson.
—¿También? Pero si es el dueño...
—Ah, sí, por supuesto. Pero míster Levenson considera que sólo así se puede llevar una correcta contabilidad. Usted tendrá sus gastos y lógico es que los sufrague usted misma. ¿Entendido?
—No muy bien, pero lo acepto, míster Miller.
—Eso me gusta de usted. Su franqueza, su actividad, su lealtad para todo. —Y bajando la voz—: De un tiempo a esta parte esto sí que parece un hogar. Antes no lo era. La comida nunca estaba a punto. La casa estaba más bien desarreglada. Susan es demasiado mayor y Marcela se dejaba ir. A la sazón todo marcha sobre ruedas y es gracias a usted.
Aquella noche, dos meses después de fallecer George, regresó Ward de su viaje a Savannah.
Se hallaba en la salita viendo la televisión.
No le gustaba acostarse temprano. Pero tampoco se levantaba tarde. Desde que se casó con George y hubo de esperarle noches enteras perdió la noción del sueño. Por eso le bastaban muy pocas horas para descansar.
Aquella mañana había ido al centro por primera vez sola en el jeep. Compró ropa para Ava con la paga que le entregó Sam Miller. Ropa para ella. Zapatos, vestidos, pantalones y un traje de montar.
No fue muy administradora, porque lo gastó todo. Y es que todo lo necesitaba.
En aquel instante vestía pantalones de un amarillo oscuro. Un suéter en pico de un azul oscuro, con unos ribetes haciendo juego con el pantalón. Calzaba mocasines azules. El cabello, de un castaño claro, lo peinaba en melena. Estaba bella, pero más que eso aún atractiva. Con ese femenino atractivo de la mujer que después de muchos sufrimientos se ocupa un poco de sí misma y vuelve a ser ella. Con una personalidad bien definida.
Oyó el motor del auto y después el ruido seco de la portezuela al abrirse. Aún había ruidos por la casa.
Sentía lejana la voz de Susan charlando con Marcela y su marido, y la de Sam en el patio departiendo con el capataz. De súbito oyó la voz de Ward saludando a sus dos empleados.
Pensó en levantarse y salir huyendo hacia su alcoba. Pero no era cobarde, y valiente se quedó allí.
No sabía qué le pasaba con Ward.
Apenas si lo veía desde la muerte de George. Bien porque Ward no quisiera enfrentarse con ella, bien porque ella no quisiera enfrentarse con Ward. Lo cierto es que en dos meses apenas si tuvieron una hora para departir amigablemente.
Le turbaba Ward.
Más. Infinitamente más que cuando aquel día le insinuó que la amaba, aún en vida de su hermano. Le turbaba su mirada verdosa fija en ella. Le daba la sensación de que la seguía por todas partes, de que la veía en su alcoba en la mayor intimidad, en el potro cuando montaba, en el auto cuando conducía, en la cocina cuando cocinaba.
Sabía que era majadería. Pero no podía evitarlo.
Oyó la voz masculina despidiéndose de Sam y Dick y después los pasos lentos, pausados, de un Ward que nunca parecía tener prisa.
Vio la puerta ceder y después la alta figura un segundo detenida en el umbral, para pasar inmediatamente después, cerrar la puerta y exclamar de aquella forma peculiar suya, mezcla de suavidad y brusquedad:
—Hola, Dolly.
La joven quedóse sentada. Tenía una pierna cruzada sobre otra y la descruzó nerviosamente, para cruzarla otra vez.
Los ojos fijos en la alta figura masculina. Diferente. Sí, muy diferente. Sólo una vez lo vio vestido de calle. Cuando murió George.
En aquel instante también vestía de calle. Un pantalón canela y una americana deportiva, muy abierta por los lados de un tono canela más oscuro que el pantalón. Camisa blanca y corbata negra.
Avanzaba hacia ella. La miró desde su altura, abriendo un poco las piernas. Después, mudamente, con aquella personalidad que apabullaba, se dejó caer en una butaca frente a ella y miró en torno.
—Uno, cuando está tanto tiempo fuera de casa, siente nostalgia de ella.
No supo qué responder.
Ward esbozó una de sus medias sonrisas, que si bien abatían los párpados casi hasta cubrir los ojos apenas si llegaba la sonrisa a ellos.
—¿Qué tal por aquí? —preguntó al tiempo de extraer la pipa del bolsillo y llenar calmosamente la cazoleta.
—Todo... como siempre.
—Ah —exclamó sacando un pitillera del bolsillo—. Te la he traído llena de buen tabaco rubio.
—No debiste... molestarte.
—Uno debe hacer aquello que le gusta. A ti te gusta fumar.
—Me..., me... había desacostumbrado ya.
—Toma, fuma.
Le alargaba la pitillera cerrada. Ella, tímidamente, cohibida hasta lo indecible, la agarró y quedó con ella con la mano sin saber qué hacer.
—Es... preciosa —dijo aturdida—. Muy bonita.
—Femenina como tú.
Tuvo miedo.
Miedo de su mirada, de lo que pudiera decir.
Ward debió de intuir su miedo, porque no dijo nada más en cuanto a su femineidad.
Apretó la pipa entre los dientes, bostezó disimuladamente y se puso de nuevo en pie.
—Estoy cansado —dijo al rato—. Si no te importa..., me retiro. —Y sin transición—: ¿Qué tal la pequeña?
—Estupendamente.
—He pensado algo sobre ella. Si no te importa te lo diré mañana.
¡Cuántas cosas decían los ojos que se callaban los labios!
Dolly le agradeció aquel silencio. Mudamente también se puso en pie. Fue cuando sintió la mirada de Ward resbalar por su cuerpo, desde la cabeza a los pies, como si aun sin desearlo la desnudara totalmente.
Después, con brusquedad, retiró la mirada y dijo apresuradamente:
—Buenas noches, Dolly.
—Bue... buenas —susurró ella apretando fieramente la pitillera contra su pecho oscilante.