7

Estuvo en la cocina parte de la mañana, mientras Ava correteaba por el patio seguida del marido de Susan, que, a aquella hora, se ofrecía a cuidar de ella.

Preparó el pastel e incluso le enseñó a Susan a cocinar un guiso distinto a los que habitualmente hacía.

Marcela y Susan estaban tan emocionadas con ella en la cocina, que no sabían qué hacer para complacerla.

Tanto así, que Dolly experimentaba como un profundo rubor. Ella no hacía aquello para ganarse las simpatías de las sirvientas. Ni siquiera por pagar de alguna forma el pan que se comía en casa de Ward. Es que Dolly era hogareña por naturaleza y todas las labores de la casa, en particular la cocina, le agradaban en extremo. Además, era mujer que no podía pasar la vida sin hacer nada.

Después que dejó el pastel listo y el guiso en marcha, tímida y cohibida se despidió de las sirvientas.

—Si no les molesta —dijo con tenue acento confuso—, volveré mañana. Me gustaría tanto serles útil...

—Lo es usted siempre, señorita Dolly —ponderó Susan, embobada.

Y es que sentía una tremenda admiración por aquella muchachita joven, que a veces se le enturbiaba la mirada con una sombra de melancolía. Era tan fina y tan delicada, y el señorito George parecía hacerle tan poco caso...

No salió al jardín cuando dejó la cocina. Subió a su alcoba y procedió a arreglarla. No le gustaba que lo suyo se lo tuviera que hacer Marcela.

No porque Marcela no lo estuviese deseando, sino porque ella se consideraba humillada, dado su modo de ser, de que una persona que no tenía obligación se obligara a algo determinado por su culpa.

Ocupaban una sola alcoba, pero prefería dormir allí, en aquella cama estrecha compartida con su hija, y separada de la de su marido por un ancho cortinón de damasco rojo, que soportar su egoísmo, su falta de consideración.

En la parte mayor de la alcoba, al otro lado de la cortina, la cama matrimonial que ocupaba sólo George. Un ancho armario, un balcón que daba a la terraza y una consola especie de tocador sobre la cual un largo espejo devolvía en aquel instante su imagen.

Sacudió la melena y ajustó automáticamente la falda a la breve cintura, cada vez más estrecha.

¿Qué vida iba a ser la suya en el futuro?

¿Pedir la separación de George?

La hubiese obtenido. Bastaba exponer los hechos tal cual eran, y sin duda alguna cualquier juez le habría confiado la custodia de su hija y la libertad para formar un nuevo hogar cristiano, donde ella pudiera moverse con soltura, dar una educación adecuada a su hija y sentir esa ternura que ella llevaba dentro y que jamás pudo compartir con nadie.

Sacudió la cabeza. Se separó del espejo.

Era inútil soñar con imposibles. Inútil asimismo mantener una pequeña esperanza. Ni podría pedir la separación jamás, puesto que jamás asimismo podría volver a casarse, puesto que era católica, y, además, aunque pretendiera la libertad para vivir sola con su hija, trabajar para ella y poder expansionarse y expansionar su ternura, carecía de dinero para mantener las pretensiones de un abogado.

Durante el resto de la mañana se entretuvo en arreglar su cuarto, y cuando éste brilló por todos los rincones y todo estuvo en su sitio, oyó los pasos de Marcela que subía canturreando con los útiles de limpieza.

Al abordar la alcoba y verla limpia y aseada, se quedó cortada, un poco confusa.

—Señorita Dolly —dijo dolida—. No me permite ni arreglarle la habitación...

—No tengo nada que hacer, Marcela. Es... un entretenimiento para mí.

—Qué buena y trabajadora es usted. Si pudiera vivir siempre con nosotros...

No podía ni quería vivir siempre a costa de Ward. Le daba vergüenza y sentía en sí como una humillación mil veces peor que la que sufrió siempre desde que se casó, habitando en fondas que no pagaba, en apartamentos de los cuales la echaron siempre por lo mismo.

Habló algún rato con Marcela. Cuando ésta se fue, se sentó junto a la ventana. No tenía nada que hacer y los dedos se movían impacientes. De repente vio a Ava correr con sus cortas piernecitas por el patio y pensó que mejor sería dar con ella un paseo, librando así a Jeff del cuidado de la niña.

Fue al salir cuando se tropezó con Ward que entraba.

—No te he visto en toda la mañana —dijo él, casi cortés.

—Estuve... entretenida.

—¿No tenías que ir al pueblo a comprar cosas? Precisamente después de comer, puedo bajar yo en el jeep. Puedo llevarte.

Titubeó.

Si él puso el dinero en su bolsillo, era aquél el momento indicado para preguntarlo. Pero... ¿y si no lo puso él?

No podía dudarse.

Estaba claro que George no había sido. Y ninguna otra persona podía saber que ella lo necesitaba, excepto él...

—Volveré antes de las siete —insistió Ward, con su voz monótona y fría, contraria notoriamente con el ardiente mirar de sus ojos—. Es una buena oportunidad para que tú bajes a comprar tus cosas.

—Gracias.

—¿Te espero... a las tres?

—Pues... —Desvió los ojos de aquella mirada quieta, fija en la suya—. Lo pensaré. Quizá George prefiera... bajar conmigo mañana.

Ward, inesperadamente, siguió adelante sin volver la cabeza.

A Dolly le dio la sensación de que sus botas sonaban de otro modo en el pavimento del vestíbulo.

Creyó que, dado su modo de ser, cerrado y seco, no volvería a insistir.

Pero después de elogiar el pastel de manzana hecho por ella, y el guiso que, según dijo, no comió jamás hasta aquel instante, la miró de frente.

—Salgo ahora. Es seguro que George no regresará hasta media noche como ayer... Te ruego que bajes conmigo. —Y después, con sequedad—: No pienso dejarle el auto a tu marido. De modo que será mejor que bajes a comprar ahora, conmigo, en el jeep.

No se atrevió a negarse.

Lo decía de una manera tajante, sin dejar lugar a una respuesta negativa.

—Estaré... lista en un segundo.

—Estás bien así.

—¿Así?

—Sí, como estás. Nada nuevo tienes que ponerte.

Le dolió aquella brusquedad y las frases cortantes que indicaban que sabía mucho más de lo que decía.

—No lleves a la niña —añadió, sin que ella respondiera—. Coge el dinero... y vamos. La niña se queda con Marcela y Susan. Se ocuparán de ella como tú misma.

Lo preguntó.

Sin mirarle.

Con una voz que parecía iba a fallarle:

—¿Por qué... te preocupas tanto por mí y la niña?

Él giró en redondo. Al estar ladeado su cuerpo, los ojos iban directamente hacia un lugar indeterminado. Pero de súbito quedaron frente a ella. Como si le desnudara el alma.

A Dolly nunca le parecieron tan azules, tan cegadores, tan desnudantes.

—¿Acaso supones que me ocupo?

—Lo... lo estás demostrando.

—No es así. Te equivocas. Voy al centro y pretendo que tú no pierdas la oportunidad de comprar lo que necesitas.

—Está bien —se sofocó—. Iré.

Subieron ambos al jeep.

Él ante el volante. Dolly a su lado, con las dos manos juntas, apretadas en el regazo.

—Fuiste tú —dijo ella al rato.

—¿Yo..., qué? —Sin mirarla, fija la vista obstinada en la carretera.

—No sé cómo te enteraste que George me quitó el dinero.

Bruscamente, él sacó una cajetilla de tabaco fino del bolsillo. Sin mirarla, se lo alargó.

—Fuma.

—Hace mucho... que no fumo.

—Hazlo ahora.

Titubeante, sugestionada por el mandato de su voz, alargó la mano y agarró un cigarrillo.

Inmediatamente tuvo el encendedor delante de sí.

Prendió el cigarrillo. Fumó muy aprisa, nerviosamente, como si las entrañas ardieran como la llama del pitillo.

—Me pusiste el dinero en el bolsillo.

—Fuma.

—Estoy fumando.

—Pues sigue.

—¿Por qué?

—Eso me pregunto. ¿Por qué te casaste con él? Tú..., precisamente tú...

Tenía como un ronquido su voz.

—Ward..., tú sabes...

—Todo. No me quedo jamás con las manos en los bolsillos, aunque parezca lo contrario. Cuando algo me interesa, lo averiguo desde sus comienzos.

Hubo un silencio.

Dolly fumaba afanosamente, como si en aquel instante nada importara más que el cigarrillo del que fumaba y expelía el humo sin tregua.

—No puedo comprender nada —dijo de súbito.

La mirada azul de Ward se detuvo un segundo en sus ojos. Fue una mirada larga, penetrante, casi retadora por parte de ambos.

—Aunque sólo sea por dignidad personal, tendrás que comprarlo.

—He de dar una explicación a George.

Una risa seca y fría, casi brutal, distendió los labios masculinos.

—Supones que querrá saber de dónde has sacado el dinero.

—¿Y por qué no? —retó ya herida.

La voz de Ward se tornó suave.

Parecía imposible que aquel corpachón, después de aquella brusquedad exhibida, emitiera una voz tan suave, tan persuasiva.

—No te engañes a ti misma, Dolly. Ni él es hombre para ti ni para ninguna otra mujer, y mucho menos, por supuesto, para ti, que eres la exquisitez hecha fémina.

—Creí... que no juzgabas.

—Siempre juzgo. Nadie escapa a mi observación, porque de ella no dejo escapar ni mi propia persona, cuanto más... a mi hermano y la mujer de éste.

El auto entraba en la pequeña ciudad de Brunswick. Anchas calles, buenos edificios.

El jeep de Ward se detuvo ante una pequeña boutique.

—Ahí tienes de todo —dijo saltando del vehículo—. Yo tengo que hacer unas cosas. Compra ahí para ti y para la niña y luego espérame en el coche.

—No pienso comprar nada.

La miró cegador.

Por un segundo ella creyó que la clavaba en el suelo, tanta fue la intensidad de su expresión censora.

—Me humilla tu... negación.

—Ward...

—Por favor... Por una vez en la vida, déjame hacer algo que me agrada mucho.

Y girando en redondo se alejó a grandes zancadas, con el portafolios bajo el brazo.

No compró nada.

Le dolían los dedos de apretar aquellos billetes. Dio una vuelta y luego otra en torno a la tienda. Subió al vehículo, se sentó y volvió a bajar al rato.

Siguió dando vueltas, mientras los minutos transcurrían.

No podía usar aquel dinero.

Podía Ward pensar lo que quisiera, pero George querría saber de dónde sacó ella el dinero. Y no estaba bien que se lo dijera su hermano. George se pondría furioso. Tal vez insultara a Ward, y toda la tranquilidad de que disfrutaba se vendría abajo, y de nuevo los tres como parias, rodando de un lado a otro.

—No has entrado aún —dijo una voz tras ella.

Se volvió en redondo.

Hubo como un sofoco en su faz.

Los ojos azules de Ward tenían un brillo extraño aquel día.

—Ward..., no puedo.

—Supones que George se sentirá pudoroso, y entretanto, tú desnuda y la niña careciendo de lo más indispensable. Entiendo poco de mujeres —añadió agarrando a la joven por un brazo y empujándola hacia el interior—, pero sé algo de lo que necesitan. Ropas para cubrirse, zapatos para pisar. Hazme el favor de no sentirte más puritana. No puedo darte comprensión para el marasmo que tú llevas en tu cerebro y tu corazón, pero al menos permíteme comprender tu exterior y cubrir en parte esas faltas que no se pueden ocultar.

—Ward...

—No temas —rió él amargamente. No tienes un marido pudoroso, ni va a pedirte cuenta de tus actos en este sentido en el cual yo pretendo ayudarte. Piensa en este instante que soy tu marido y que vengo aquí a regalarte un vestido.

—No puedo.

Él la empujó blandamente.

—Puedes, y que mañana tu marido te vea vestida diferente. Prueba.

—Me sometes a la humillación más grande de mi vida.

—No existirá tal humillación. —Y después, bajo, roncamente—: Has venido a mi casa en un mal momento. Quisiera decirte un montón de cosas, pero sólo puedo pedirte que no me desprecies. No lo hago por ti; lo hago por la niña y por mí mismo. No se puede vivir toda la vida de un engaño. Y tú... pretendes engañarte a ti misma, para sacar, en concreto, el mismo resultado.

La empujaba, y ella no supo cómo se encontró comprando todo lo que necesitaba.

Sentía como dos rosas en las mejillas. La dependienta se dirigía a Ward más que a ella.

—Esto sentará muy bien a su esposa, señor. Y esto, y esto...

Era grato oír aquello.

¡Su esposa!

¡Qué ironía, qué sarcasmo!

La paradoja más absurda, pero qué diferente hubiera sido todo si, en efecto, ella hubiera sido su esposa.

Dolly, mudamente, absorta casi, sin saber a ciencia cierta lo que hacía, aceptó todo el costoso ajuar que él adquiría para ella y su hija.

Y cuando estuvieron en el auto, lleno éste de paquetes, no pudo más. Ocultó el rostro entre las manos y empezó a llorar.

¡Llorar!

Ward nunca vio llorar a una mujer y el corazón se le hizo pedazos, y lo que es peor, aquello que nacía se hizo fuerte, grandioso, extraño, lastimando como una llaga.

—No puedo más —gemía ella—. No soy capaz de contenerme. ¿Qué dirá George? Di, ¿que dirá? ¿Y qué puedo responder yo? ¿Supones que para George será una razón el hecho de que seas su hermano?

Era lo más sardónico que oyó en su vida. George, desgraciadamente, no diría nada, o quizá se limitara a malvender lo que su mujer acababa de comprar con el dinero de su hermano.

—Cállate, Dolly.

—No tienes ningún deber.

—En efecto. Pero... tengo un deber moral para una persona a quien admiro.

—No..., no... quiero tu admiración.

—Lo sé. Pero yo la siento. No me consideres un salvaje ni un estúpido. Ni un tipo absurdo. Pero lo cierto es que, por encima de todo, sigo admirándote. Y es lo que nunca podrás evitar. Que yo te admire, estés en mi casa o en el fin del mundo, yo seguiré admirándote.

No sabía qué responder.

No se sentía humillada. Dolida, sí. Como si acabaran de arrancarle algo vivo de las entrañas.

Era la comparación moral que hacía de su marido y aquel hombre. Era algo que no podía evitar, aunque luchara como una loca para enfrentarse con la realidad.

El jeep corría y la voz de Ward tomaba una suavidad extraña en un tipo como él, que parecía rudo y áspero.

—Quisiera poder ofreceros un rincón junto a mi casa si la mía te humilla tanto. Poder ofrecer a George un medio de vida, difícil quizá, pero efectivo y seguro para el mañana. Una casa donde viva tu hija, crezca y sea feliz y sienta el amor de sus padres y la tranquilidad de un hogar. Pero tú sabes como yo, o quizá mejor, que eso no serviría de nada. George siempre vivió de trampas y no es feliz si no vive así.

El jeep entraba en el patio.

La primera en bajar sin responder palabra fue Dolly.

Ward lo hizo tras ella y procedió a bajar los paquetes del auto...