13
No le vio en toda la mañana.
Susan se lo dijo cuando abordó la cocina:
—Míster Levenson se ha ido al campo al amanecer. Al parecer comprometió otro cargamento de ganado y están seleccionándolo.
Se iniciaba el verano.
Estaban pendientes las siegas y la recolección del algodón.
Mejor que se fuese al campo. Así no se vería precisada a hablar con él por lo menos hasta la noche.
Transcurrió el día entretenida en montones de faenas caseras. Bajó por la tarde al centro a comprar cosas para la cocina. Comían mejor. Se vivía estupendamente en la hacienda. Se dedicó a comprar hasta la comida para el pabellón de los criados.
Jim, el cocinero de aquéllos, cada vez que la veía llegar en el jeep cargada de utensilios para la cocina, sacos de harina, botes de conservas, sacos de arroz, lentejas y alubias, se ponía loco de contento, frotándose las manos.
—No sabe usted cuántos dolores de cabeza me proporciona el condimento, señorita Dolly. Ahora que me orienta usted no sé si trabajo o duermo la siesta.
Dolly reía.
Se iba de allí oyendo las bendiciones del cocinero holandés y se perdía en la parte de la casa dedicada a la familia.
Aquella tarde, ya anochecido, después de cuidar todos los detalles, dejó a Ava con Marcela y se fue, jinete en el potro que para ella destinó Dick. Era una yegua mansa, que sabía trotar, pero no se desbocaba nunca.
Empezó a encontrar los carros de los criados de regreso.
Todos tenían algo que decir.
—Hace una tarde espléndida, señorita Dolly.
—No se vaya muy lejos, señorita Dolly.
—Tenga cuidado al dar la vuelta al valle señorita Dolly.
Ella saludaba con la mano y seguía cabalgando.
Al torcer un recodo topóse de manos a boca con Ward, que regresaba, jinete en un pura sangre de color negro, con dos grandes manchas blancas en el lomo.
—¿Adónde vas? —le gritó acercando su potro.
Dolly quedó algo confusa.
Vestía calzón de montar de canutillo beige, camisa blanca con las mangas arremangadas, altas polainas lustrosas y un pañuelo de colorines por dentro del cuello camisero de la blusa.
Cubría el cabello peinado hacia arriba, con una visera verde. Resultaba fascinante. Ward nunca la vio vestida así y quedó como paralizado. Dolly, más que la Dolly dolida, melancólica, amargada que él conoció, parecía la estampa viva de una revista de modas, mostrando una figura bellísima, de gran encanto.
—Daba... un paseo.
No le preguntó si le permitía acompañarla. Acercó su caballo y sus piernas rozaron las de Dolly.
La miró desde la altura.
El caballo era mejor y más alto que su yegua, y él, alto y firme en la silla, resultaba como un reyezuelo.
—Me alegro de encontrarte —dijo él como no dando importancia al roce que sentía en su pierna izquierda—. Quería hablarte de Ava.
—¿Le... ocurre algo?
—No. Pero observo que se cría un poco salvajemente. Eso no está bien. He pensado contratar una mujer para su educación.
Lo miró un segundo.
Pero los ojos verdosos de Ward estaban tan fijos, tan quietos en su faz, que desvió los suyos precipitadamente.
—No tienes... por qué ocuparte de eso también.
—Tengo.
—Ward..., te ruego...
—No me niegues. Lo he pensado y lo he hecho. Dentro de unos días llegará aquí una señora. No la busqué joven. Deseo una mujer madura que sepa cómo educar una niña...
—Pero yo...
—Tú no puedes hacerlo todo. Si crees que no lo veo... Lo veo todo. No se me escapa nada. Eres como el alma de la hacienda. Todo lo tienes presente. Te multiplicas y no me explico cómo aún tienes tiempo para pasear.
—Es mi deber.
—Todo en la vida lo haces por deber.
—No todo, pero sí mucho.
Lo dijo con cierta precipitación, hurtándole la mirada. Inesperadamente, Ward detuvo su montura.
—Descendamos. Este lugar es apacible. Se mete el sol. Empieza a anochecer...
No quería.
Pero, no supo cómo, se encontró con la yegua frenada. Ward, sin decir otra palabra descendió de un salto. Se acercó a la yegua y alzó los brazos.
—Baja, Dolly.
La joven lo dudó un segundo.
El corazón le hacía tac-tac sin cesar. Algo le hormigueaba en las rodillas y en los pulsos.
—¿No... bajas?
Sí, claro, tendría que hacerlo, a menos que echara a galope su yegua, y eso no tenía razón de ser.
Los brazos de Ward seguían alzados, y ella, tímidamente, se apoyó en ellos. Dio un impulso y Ward la agarró por la cintura como si fuese una pluma.
Podía soltarla inmediatamente. Podía, sí. Era lo que tenía que hacer, pero... no la soltó.
Quedóse así, paralizado, con ella apretada contra sí. Dolly no supo huir o no quiso o una fuerza superior a su voluntad la mantuvo allí, inmóvil en aquellos brazos.
Se encontraron los ojos.
Como un fuego abrasante. O como una súplica. O sólo rendidos ambos a una evidencia inevitable.
Fue así, a lo simple. Sin decirse nada. Como si una llama los empujara a ambos uno hacia el otro.
¿George?
A su mente, en un segundo fugaz, acudió aquel recuerdo, aquella imagen, otros besos compartidos.
Pero nada se podía comparar a aquél.
Quedó tensa en su cuerpo, sintiendo todo el poder de sus músculos, turbándose, empequeñeciéndose y sintiéndose de nuevo una mujer.
Una mujer capaz de inspirar pasiones, ternuras, ansiedades. De nuevo ella. Aquella Dolly que topó con George Levenson una vez...
Metió las manos temblorosas bajo el pecho de Ward y lo rehuyó.
Ward no intentó retenerla.
Aspiraba hondo.
Tenía una mueca rara en los labios.
No dijo que le perdonase.
Ni mencionó aquel segundo. Giró sobre sí, miró a lo alto y comentó tan sólo de una forma quizá confusa:
—Mañana lucirá un día espléndido.
Tenía la voz ronca.
Los ojos brillantes.
Dolly aún continuó apoyada en el costado del potro.
Miraba a lo lejos y en sus ojos aparecía como una nube de tristeza.
¿Qué sentía?
¿Qué deseaba?
Era todo muy complejo.
¿Era ella una mujer vulgar, capaz de ser feliz con una pasión material tan manifiesta?
Ward era un hombre de este mundo. No se le podían pedir grandes espiritualidades, y, sin embargo..., daba con sus besos el alma entera.
¿No sabía ella apreciarlo?
¿Es que sólo buscaba en los sentimientos la materialidad de los mismos?
—Debemos volver —dijo Ward sordamente—. ¿Te... ayudo a subir?
No.
Que no la tocase de nuevo.
Que olvidase aquel instante. Que no recordara el beso que se dieron...
Que fuese lo bastante delicado para ignorarlo siempre, para no llenar de vergüenza su cara y su corazón y su conciencia.
Montó de un salto.
Miró a lo lejos. Tensa en la silla. Le oyó saltar a su vez y su voz cálida diciendo quedamente:
—Volvamos a casa, Dolly.
Iba a gritarle. Iba a decirle... que jamás volvería a hacerlo. Pero se mordió los labios.
¿Acaso no fue feliz en sus brazos? ¿Qué clase de mujer era que así se gozaba en un beso?
Apretó las piernas al costado de la yegua y ésta salió disparada. Oyó el trote del caballo de Ward muy cerca.
Cuando llegó ante la casa saltó, y sin mirar hacia atrás subió de dos en dos las escalinatas y no se detuvo hasta llegar a su alcoba.
Lloró allí.
No sabía por qué lloraba. Si por aquel instante compartido intensamente con Ward o por haber comprobado que era un hombre diferente que hacía vibrar todas las fibras sensibles de su ser.
«Estoy viva —pensó—. Viva para el amor, porque... lo he sentido de nuevo. Y distinto. Doliendo y causando un hondo y desgarrante placer. Sí, sí; estoy viva y no quisiera estarlo...»
Pero lo estaba.