XI

Hubo un silencio.

Se diría que interminable.

Se miraban. De hito en hito.

Como escudriñándose, como buscándose uno a otro. Como anhelando aquello que ambos no se decían en voz alta.

Fue él, desesperado, quien pidió sordamente:

—No me mires así. Así... me miraba Dolly y yo voy a enloquecer.

Fue cuando la asió de la mano.

Cuando tiró de ella. Cuando la apretó entre su cuerpo y la pared.

—Ralph...

Él no decía nada.

Parecía súbitamente enloquecido.

Con una locura mansa, reflexiva. La apretaba contra sí le buscaba la boca. Era como si tuviera a Dolly delante. Como si tuviera todos los derechos sobre ella, como si no le creyera cuanto había dicho.

—Ralph, repórtate...

No podía.

Hacía un montón de tiempo que no estaba con una mujer, se diría que les temía. Que temía que con la borrachera de la posesión acudiera a él el deseo, ido ya, de la borrachera de alcohol, y si algo temía Ralph era volver a las andadas.

Por eso la besaba.

En plena boca.

Primero como un demente, después como un hombre desesperado, después con un anhelo hondo, tremendamente íntimo.

Decía quedamente:

—Dolly, Dolly...

Muchas veces, en aquel corto instante, intentó ella decirle que no era Dolly, pero cegada por su súbita pasión, sin darse cuenta la soportaba y hasta la compartía. Era como una necesidad súbita, incontrolable.

Quedó lasa en sus brazos. Pensando que estaba huyendo, que lo apartaba, pero lo tenía allí, pegado a ella y sentía la locura de sus besos como si de pronto resucitara en Ralph un anhelante deseo de compartir su pasión, su ansiedad.

Abbie no sentía pena. ¡Oh, no! Podía pensar que se plegaba a la ansiedad sólo por eso, por lo mucho que lo compadecía, pero Abbie sentía dentro de sí una tremenda y rara lasitud.

Los besos de Ralph resbalaban de su boca y se deslizaban por su rostro y por su garganta. Sé diría que había perdido la razón y que, en cambio, todo giraba en torno a él y le hacía apaciguado, reflexivo, pero siempre dentro de la misma tónica anhelante.

Era como una locura cegadora.

Los labios masculinos se iban de su garganta y caían en sus labios.

—Dolly, Dolly...

Ella intentó decirle.

Intentó gritar.

Hacerle comprender.

Pero no podía.

Había algo en él que le acercaba, que le unía a Ralph.

Algo profundo, vivo, humano.

Algo incontrolable.

Ralph, sin soltarla, pegado a la pared con ella, decía cosas. No entendía nada.

Tampoco lo intentaba.

Cerraba los ojos y sentía a Ralph cada vez más enfebrecido. De súbito fue peor. Dejó de ser un tipo enfurecido y se convirtió en un hombre apasionado nada más.

Hubiera deseado echar a correr.

Huir por alguna parte, pero no hacía nada por escapar de aquella ansiedad que empezaba a compartir con él, como si en ella sólo existiera un ser humano femenino, y él fuese lo que estaba siendo, un ser humano masculino.

Un hombre y una mujer. Sólo eso.

No supo cuándo quedó allí con él. Pegada a su cuerpo, cómo adormecida, como vencida, sumisa, apasionadamente sumisa.

—Oh, Dolly, Dolly...

«No lo soy», iba a gritar ella.

Pero no podía.

Creía que lo decía, pero no lo decía.

La boca de Ralph en sus labios se perdió como un vicio anhelante, como una necesidad física, espiritual, moral, psíquica.

Lo estaba sabiendo.

Hubiera deseado huir. Otra vez huir, pero lo cierto es que estaba allí con él, que no huía.

Fue después. De súbito.

Ralph dio un salto.

Quedó erguido.

Como espantado, mirándola.

Ella se incorporó.

Parecía una cosa.

Una débil cosa.

—No eres Dolly —dijo y llevó las dos manos a su cara.

Abbie no se había serenado, pero estaba allí, se había sentado.

Tenía el cabello un poco en la cara.

Los ojos espantados.

—Tú no eres ella, no —dijo Ralph, desolado—. ¡Oh! Perdóname..., perdóname...

Se iba tambaleando.

Confuso.

Como perdido en mil recuerdos absurdos.

—No eres ella, no —decía monótonamente—. No lo eres...

—Ralph...

—Por el amor de Dios, olvídalo.

¿Podía?

¿Era fácil?

Logró incorporarse del todo. Tambaleante como él, fue al otro extremo del salón.

De súbito también Ralph avanzó. Fue con furia.

No hacia ella. Hacia el bar.

Hacia la botella y la copa.

Abbie, de repente, corrió hacia él. Le arrancó la botella de la mano, el vaso se estrelló contra una esquina del salón.

—Delante de mí, no —gritó desgarrada—. No. Delante de mí, no.

Ralph parecía demente.

La miraba y a la vez gritaba desesperado:

—Lo necesito, ¿oyes? Necesito ahora esto, lo necesito.

Pero hablando caminaba hacia atrás. Ella no supo cuándo desapareció dejando la puerta abierta.

* * *

Aún seguía allí temblando.

Como si Ralph estuviera presente y la dominase y la estuviese poseyendo.

Gritar la verdad.

Era lo que quería.

Gritarla con espanto, con desgarro, pero gritarla.

«No soy Dolly, no, pero ella me enseñó a amarte, a considerarte pese a todas tus faltas. No soy Dolly, pero en este instante me siento como si lo fuera.»

Apareció él de nuevo.

Distinto.

Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo.

La mirada extraviada. La boca apretada fuertemente.

—Ralph... —susurró Abbie de modo raro.

El hombre respiró hondo.

Miró en torno como si todo le fuera desconocido, todo menos ella, menos Abbie.

—Discúlpame. No sé si podrás disculparme nunca.

¿Podía?

Sí.

Sabía, en el interior de su ser, que el día que salió de Boston, algo parecido iba a ocurrir.

Lo presentía.

Por eso nunca, jamás huyó de él. Al contrario, se acercó cuanto pudo.

—No he sido honesto. ¿Qué hago ahora? —y de repente—, No soy un sádico, ni un maldito burlador de mujeres. Entiende. Quisiera que entendieras.

—Entiendo, Ralph.

—¿Entiendes?

No.

No era fácil comparar al hombre que tenía delante con aquel otro, atropellados Pero ella en el fondo lo entendía.

¿Quién había encendido la mecha?

Ella.

Sólo ella.

Pudo haber dicho la verdad desde un principio y todo se hubiera solucionado.

—Abbie..., si quieres me caso contigo.

La joven apenas si movió los labios.

Hizo una mueca.

—No es... preciso.

—No hubo otro hombre antes que yo en tu vida, Abbie. Eso... me desconcierta.

—Olvídalo.

—¿Y tú?

—Por favor..., no quiero hablar de eso.

—Pero yo te he..., te he...

—¡Cállate!

Era una voz ronca la que le imponía silencio.

La vio ir hacia la puerta.

Mostrarla mudamente.

—Abbie —susurró él—. ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer? No soy un mal hombre. No me aprovecho de las circunstancias... Ha sido así porque tenía que ser así... —pasó los dedos por el pelo—. Abbie, nos podemos casar...

—¿Sólo para evitar lo que ya no puede evitarse?

—Perdóname. Pensarás que soy un monstruo.

Sólo pensaba que era un hombre desorientado.

—Te diré quién soy. Por qué estoy aquí.

—No —gritó él—. Ya no... ¿Para qué? ¿Para que me duela más?

Se iba.

Tambaleante.

Confuso.

Él mismo, con cuidado, cerró la puerta.

Al quedarse sola, se tiró sobre el diván.

Había estado allí con él.

Ni cuenta se dio de nada.

Era como un dolor inenarrable y a la vez.., como un goce extraño que estremecía todo su ser.

Hubiera dado gritos o rezado o susurrado frases incoherentes.

Pero nada tenía coherencia.

Nada era tan humano como ella y a su vez tan... inhumano.

Tapó la cara con las dos manos y sollozó.

No era llorona.

Pero sollozó con desesperación.

«Dolly —susurraba—, ¿por qué permitiste que viviera contigo tu angustia. ¿Tu misma angustia?»

Después quedó lasa.

Como si Ralph estuviera aún allí y lo sintiera en su ser como un anhelo insufrible, como una pasión desmedida, ella que jamás se había apasionado por nada, que siempre había sido demasiado cerebral... se convertía de repente en un objeto..., un triste y desolado objeto.