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Había pasado la noche velando a unos enfermos en la sala de recuperación, operados aquella misma tarde por el doctor Morton y el doctor Butler. Había salido, al amanecer del hospital y se había ido a su apartamento con aquella angustia extraña dentro de sí.

Nunca olvidaría noche semejante, ni la angustia que la agitó cuidando de un enfermo que, lógicamente, sólo le interesaba como enfermo, aunque pensaba que más enferma que el propio operado era ella misma.

Después había logrado entregarse a un sueño reparador. Estaba allí, anochecido ya, perdida en un sillón del salón con la vista fija en un punto inexistente.

Se sentía sensible, de una sensibilidad exagerada.

Hacía tiempo que ella no sufría aquellas debilidades, pero estaban allí, latentes en su ser, como si todo diera vueltas y no se perteneciera ni a ella, ni pudiera dominar su voluntad.

No había salido de casa, tenía el día libre y también la noche. Había comido mal y aún no había hecho la comida de la noche. No tenía apetito. Sentía la sensación de que de un momento a otro iba a estallar.

Había empezado aquello por curiosidad. Una curiosidad familiar, íntima, tal vez algo morbosa. Había solicitado el hospital de San Claudio de Erie para ensañarse, y hete aquí que se topaba con un ser más desvalido que valiente, más dolido y atormentado que atormentador y soberbio.

Con un hombre lleno de sensibilidad, del pasado, de recuerdos.

Era lo que ella no esperaba. Realmente, cuando decidió aparecer en la vida de Ralph Walkers, lo que menos esperaba era lo que halló.

Pasó los dedos por el pelo.

Linda agitada, nerviosa, intentaba por todos los medios dar marcha atrás, desaparecer, huir...

Hubiera deseado ser una mujer sofisticada, experimentada, soberbia, pendenciera. Pero no lo había sido nunca y no creía poder llegar a ser lo que nunca aprendió ser.

Se relajó un poco en el butacón. Miró en torno.

El apartamento era alquilado, amueblado. Nada la retenía allí, nadie la reclamaba en otra parte. ¿Su padre? Tenía mujer. Amaba a su mujer ante todo y sobre todo, y ella, su hija era mayor de edad y casi nunca necesitó a su padre, porque desdé los diecisiete años se valió por sí misma... Apenas si había tenido afectos. Apenas si había conocido él amor. Un ligue más o menos, ligero, pasajeros. Flirts sin importancia. Serio, verdadero, hondo, nunca.

Y de súbito...

Se puso en pie.

Dio algunas vueltas por el salón. Todo estaba oscuro. Le agradaba aquella penumbra. Era como si a los ojos glaucos, por ser tan glaucos les lastimaba la luz. Pero fue hacia un rincón y encendió la lámpara de pie. Un haz de luz se esparció por el salón, dando a aquél una suave y cálida humanidad.

Calzaba chinelas abiertas por atrás. Un pantalón verdoso, bajo de cintura. Una camisa de un verde mucho más oscuro, de cuello camisero, abierta hasta casi el principio del seno. Un ancho cinturón que parecía le partía la cintura en dos y se escurría hacia la cadera. Tenía el cabello suelto, lacio. No muy largo, formando una melena brillante, caída hacia una mejilla. No había pintura en su rostro. Ni siquiera una pincelada en los labios, ni en la sombra de los ojos lo cual le hacía parecer más niña.

Se miró ante el espejo de la cómoda.

«Estoy demacrada», pensó.

Y se quedó erguida, como si no viera su propia imagen reflejada en el espejo, como si su mente estuviera vacía, y resultaba que estaba llena hasta rebosar.

¿Habría bebido?

¿Y qué importaba después de todo?

Eso era lo peor.

Importaba.

Empezaba a importar más que nada en la vida.

Hubiera deseado odiarlo, maldecirlo. Pero no podía. Y lo peor es que desde un principio supo que no podía. Que algo la ligaba a Ralph Walkers. Algo intangible si se quiere, pero tremendamente íntimo, tremendamente fuerte...

Ella, tan indiferente... Tan dueña de sí.

Tan ecuánime. Tan poco amiga de amistades masculinas...

Butler, Calver, el mismo Morton, con su personalidad de cirujano eminente podían en cualquier momento declararle su amor. Pero no interesaba.

No deseaba ni rechazarlos, ni aceptarlos.

No podía aceptarlos.

De súbito sonó un timbrazo. Fuerte, vibrante.

Quedó tensa.

No tenía amigas. Carecía de amigos entrañables que pudieran visitarla a aquella hora.

Fue como un presentimiento.

¿El? ¿Ralph? ¿Tal vez... borracho?

Sintió la sensación de que todo daba vueltas en torno, de que iba a caerse de un momento a otro. De que no quería abrir. De que daría algo por no estar allí, por haber huido antes.

Como no se había movido, el timbre volvió a sonar más prolongadamente.

¿Y sí no abriese?

¿Y si dejaba que Ralph, si era él, se fuese por donde había venido?

Evocó aquel instante/cuando entró en la cafetería y vio a Ralph desesperado allí, recostado en el mostrador, con aquel whisky delante...

No pudo soportarlo. Ño pudo dominarse.

Pasó los dedos por el pelo una y otra vez. Le parecía sentir los besos viciosos de Ralph lastimando, ofendiendo...

Casi se podía decir que eran sus primeros besos serios. Los otros, juegos de niños, de adolescente.

Sin ninguna trascendencia...

El timbre sonó de nuevo y ella, Abbie, como un autómata, como si su voluntad no dirigiera sus pasos, se dirigió a la puerta.

Iba como una sombra, como una cosa...

Como un objeto que no puede dominar su andadura...

Abrió la puerta y, en efecto, lo vio allí.

Pálido, sumiso. Con aquella mirada suya siempre tan hondamente interrogante, incluso tan atormentada.

—Pasa, Ralph —dijo.

Y le franqueó la entrada.

* * *

Ralph pasó. Miró en torno con cierta desolación.

Vestía un pantalón gris, de tipo sport. Una camisa tan gris como el pantalón y una zamarra de ante negra. Parecía más fúnebre. Dentro de su misma corrección, parecía más flaco, más fúnebre, más austero.

Ella pensaba toparse con un beodo, con un despojo.

O bien con un vividor.

Tal vez con un pobre diablo.

Y hete aquí que se topaba con un hombre de voluntad férrea que vivía de un recuerdo y para un recuerdo.

¿Cómo deshacer el entuerto? No era fácil. Podía suponerse que lo fuera, pero lo cierto es que no lo era.

—Estás sola —dijo sin preguntar.

Y sin pedirle permiso, como si aquella casa le perteneciera y supiera que era bien acogido en ella, se fue a dejar caer en un sillón orejero. Estiró un poco las piernas. Echó la cabeza hacia atrás.

—Estaba solo en mi casa —dijo sin esperar respuesta—. Demasiado solo. No tengo guardia ni enfermos graves, porque los dos que tenía han superado la crisis y además... he dejado en mi teléfono una cinta por si me llaman y en ella doy este teléfono... —suspiró—. Abbie o Dolly, qué más da ya..., estoy aquí. Necesitaba compañía. Oír una voz humana, saber que estoy vivo —y de súbito, mirándola a ella que aún permanecía de pie—. Ayer te ofendí. Te besé para lastimarte. Lo siento... Créeme que lo siento.

Por toda respuesta, Abbie fue a sentarse enfrente de él.

Le miró con sus, enormes ojos azules. Le miró larga y quietamente.

—Piensas que soy un estúpido, ¿verdad?

—No..„ no, Ralph.

—¿Qué piensas de mí?

—Nada.

—Sabes más cosas de mí de las que has dicho o dado a entender, ¿verdad?

Abbie asintió con un breve movimiento de cabeza.

—Eres Dolly, ¿no es eso? Has vuelto. No has muerto. Has vuelto para dañarme. Para recrearte en mi pobre desolación. No es fácil —añadió sin esperar respuesta— dominarse así, como yo he llegado a dominarme. Nadie en el hospital sabe que estuve casado ni que he sido un bebedor empedernido —pasó los dedos por la cara. Estrujó nerviosamente su mejilla—. Aún hoy, después de tanto tiempo, daría media vida por beber un trago. Es duro esto. Muy duro tener que luchar todos los días con el pasado y verlo ante ti y desear con ansiedad volver a él, a mi inconsciencia. Pero tengo que ser fuerte —soltó una risa amarga—. Me pregunto para qué.

—Para tu dignidad.

—¿Mi dignidad? ¿Qué crees tú que es la dignidad? Yo creo que era más feliz cuando no me enteraba de nada. Cuando los Walkers, en su egoísmo tan natural, pues al fin y al cabo, ni ella me había parido, ni él me había concebido, vivían su vida sin recordar que en la casa entre un montón de criados indiferentes, dejaban a un niño solitario, taciturno; deseoso de ternura.

Sacudió la cabeza.

Miraba ante sí como si la evocación le causara un morboso placer.

—Cuando fui hombre y me sentí libre, sentí a la vez la necesidad de una revancha. Fue dura mi reacción. Absurda si quieres. Sí, fue absurda. En el licor ahogaba yo mí soledad. Luego apareciste tú... Me casé contigo a los tres meses de conocerte...

—Yo no soy tu mujer, Ralph.

Él la miró desolado.

—No eres Dolly —dijo sin preguntar.

Abbie meneó la cabeza por tres veces seguidas.

Dio dos vueltas por el salón después de haberse levantado precipitadamente.

—Dolly vino a mí muy enferma. Tú no te diste cuenta... No supiste que tenías en tu casa a una moribunda. Ni siquiera te diste cuenta de eso. La insuficiencia renal era ya incontrolable. Falleció en el hospital donde yo trabajaba en Boston. Ni diálisis, ni operaciones, ni nada fue capaz ya de evitar aquel desenlace...

Ralph fue poniéndose en pie con lentitud.

Pero de súbito cayó de nuevo en el sofá como si fuera un fardo.

Permaneció mudo, mirándola.

—Pero te contó mi vida, su vida, su desolación, mi insensatez...

—Hace tiempo de eso —dijo Abbie quedamente—. Mucho tiempo. No sé por qué un día decidí venir, conocerte, saber por qué Dolly te quiso tanto.

Ralph la miró largamente, con expresión vacía.

—Tú no eres Dolly —volvió a decir—. Es lo extraño. Que no seas ella, pero que tengas su misma voz, sus gestos, sus ojos, su pelo... Sólo al besarte me doy cuenta de que tú... no has vivido experiencias amorosas, pero una mujer que pretende engañar, también sabe hacer ese papel simple ante un hombre desolado.

—En este instante quisiera ser Dolly y podértelo decir.

—Tampoco piensas decirme quién eres. Por qué ese tremendo parecido.

Abbie se alzó de hombros.

Miraba al frente.

—Conocí tu vida a través de los labios moribundos de Dolly, eso fue todo.

Ralph se alteró.

Miró en todas direcciones como un alucinado.

—¿Y por qué tu tremendo parecido? Si cierro los ojos, la veo a ella en ti. Tu voz..., tus pasos..., tu cara...

De repente la reacción de Ralph, dicho todo aquello, fue inesperada.

Se fue hacia la puerta como si algo o alguien le persiguiera.

—Prefiero irme. Prefiero pasear. Necesito que el aire me dé en las sienes... Yo estaba tranquilo. Vivía para mi profesión. Había ascendido en mi puesto de cardiólogo... De repente me siento más solo que antes. Necesito beber algo..., sentir que me animo, que revivo..., que... soy de nuevo yo. Que nada me importa, que nada me. ata, que todo lo tiro por la ventana para vivir a mi modo y manera.

Ella se le puso delante.

—Ralph, no vuelvas a beber. Es lo peor que podía ocurrirte. Yo vine aquí pensando que aún no ^e habías curado...

Ralph giró.

La miró fieramente.

—Luego entonces confiesas.. ¿ que has venido. Que no fue casualidad, que has venido a mí directamente.