IV
Desde su despacho la vio salir y subir a su auto pequeño de color rojo cereza.
Vestida de calle aún se parecía más.
Es más, no se parecía, le constaba que era la misma, pero al mismo tiempo se decía que era absurdo. Si fuese Dolly, cuando lo vio, tenía que reconocerlo.
¿O sufría amnesia?
No. ¡Qué disparate!
De ser así, no desempeñaría el cargo de responsabilidad que desempeñaba.
Dejó ja ventana y se deslizó hacia el vestíbulo y luego al patio. Subió a su coche.
Seguiría a Abbie o Dolly, o como se llamase. Tenía que saber dónde vivía. Ir a su casa. Hablarle, abordarla...
Continuar con aquella incertidumbre, no.
Podría llevarlo de nuevo a la bebida.
Y de eso tendría él que escapar y escapaba como si apestara el alcohol.
Sería cometer una nueva debilidad, y eso no.
¿Cómo empezó él a beber?
¡Bah! Hacía mucho tiempo de eso.
Lo dejó a la par que Dolly lo dejó a él.
No podía guardarle rencor a Dolly. Eso no. No tuvo él toda la culpa.
Respiró profundamente. Vio que el auto color rojo se adentraba en la empinada cuesta. Doblaba la esquina y se perdía por una ancha calle comercial. Se detenía a la altura de una casa con ladrillos rojos.
La ciudad de Erie no era ningún laberinto. Allí se localizaba una dirección tan pronto se deseaba. Miró la casa y luego aguardó sentado en el auto a que las luces de algún apartamento se encendieran.
Le pareció un siglo lo que tardaban en encenderse. Por fin se encendieron unas luces en la decimoquinta planta. Allí, pues, tendría que vivir aquella muchacha.
Descendió del auto.
¿Qué podía decirle?
¿Contarle su vida?.
Ella iba a reírse de él.
Si no era Dolly, y realmente no podía serlo, le llamaría intruso y estúpido...
No se sentía con fuerzas, con valentía suficiente y no obstante, él no era ningún cobarde.
Apretó las manos una contra otra.
Se encogió dentro del gabán azul...
Así tampoco podía quedarse.
Pero si subía..., ¿qué podía decirle a aquella joven?
Ella le miraría asombrada y le diría lo que ya le había dicho: «Yo me llamo Abbie Smith».
Él buscaba a Dolly Scott.
¡Absurdo!
¡Ya sabía que era absurdo!
Pero dentro de sí empezaba a sentir una necesidad incontrolable.
Tendría que subir. Tendría que decirle...
Después le pediría perdón...
O no se lo pediría.
Atravesó la calle a paso largo.
Al llegar al portal se detuvo.
Miró ante sí mismo y después se miró él.
Se vio absurdo, ridículo.
¿Por qué después de tanto tiempo se presentaba aquello?
¿Por qué?
¿Dolly resucitada?
Claro que no.
Estuvo por girar en redondo.
Dejar la vida correr.
Su vida estúpida.
¿O no era estúpida su vida?
No. No lo era tanto.
Al menos sabía mantenerse en su lugar. Sabía dominarse, cosa que antes no supo.
Era algo, ¿no?
Era mucho.
Él sabía el esfuerzo que le costó.
Pensó que así se ganaba de nuevo a Dolly.
Dolly, pensó siempre, o casi siempre, que él no la quería.
Pues la quería.
No había querido a nadie después. Es más, entre la bebida y la desilusión, quedó inmerso en una vaciedad absoluta durante meses.
Ni deseo alguno de conocer nuevas mujeres, ni de poseerlas, porque no podía. Porque su impotencia parecía ir con él y en él.
Después todo fue cambiando.
Fue recuperándose, comprendiendo, viendo claro.
Pero..., ¿de qué había servido?
Cuando creía poder llamar a Dolly, recibió aquella notificación y todos los enseres de Dolly. Desde sus zapatos hasta sus vestidos y su peluca, que aún conservaba.
Sacudió la cabeza.
Aún dudó entre dar la vuelta o perderse en el ascensor.
Tenía treinta y cuatro años, y treinta bien cumplidos cuando ocurrió aquello.
Fue una nota escueta, escrita con una letra a máquina :
«Dolly ha fallecido. La hemos enterrado ayer. Murió de insuficiencia renal».
Sólo eso.
Ni quién la mandaba, ni de dónde procedía. Bueno, sí, de Boston. ¿Y qué? Cuántos Scott no habría en Boston.
¿En realidad qué sabía él de Dolly?
Que era virgen cuando se casó con él, que era una buena chica. Que tenía veintiún años, y que se casó con él sin pedir permiso a nadie. Es más, jamás Dolly le habló de los suyos.
Ignoraba si tenía padre o no.
Pero..., ¿qué más daba eso?
A él le gustó Dolly y la quiso y se casó con ella.
Trabajaba entonces en Nueva York, pero si bien era ya médico, apenas si tenía clientes. Se pasaba el día borracho.
Al conocer la muerte de Dolly fue cuando reaccionó.
Cuando decidió dejar de beber. Cuando ya iba poco a poco responsabilizándose, dándose cuenta de que había perdido lo mejor de su existencia...
Apretó los puños dentro de los bolsillos del gabán y decidió subir.
Jugárselo todo a una sola carta.
Verla mejor.
Verla vestida de mujer.
Saber hasta qué punto estaba alucinado. Pero..., ¿por qué iba a estarlo también Elvis?
Y la había asociado a Dolly...
De súbito dio un paso al frente y en seguida se vio dentro de la caja del ascensor, apretando el botón del decimoquinto piso.
* * *
Había tres puertas en el rellano.
Miró a un lado y a otro. ¿Cuál de ellas era el apartamento de Abbie...?
Estuvo pensando en las luces que vio encenderse. Por tanto, tenía que ser la de enfrente... Lo pensó aún unos segundos. Después, decidido, aunque algo tembloroso, apretó aquel timbre. Estaba helado. O más bien, tal vez, helado su dedo.
En seguida oyó pasos. Ligeros.
Cerró los ojos.
Le parecían los de Dolly.
Era como si acabara de casarse y sintiera a Dolly andar por aquel piso que tenían en Nueva York.
Nunca supo adonde fue a dar Dolly, pero sí supo que los enseres de ella habían procedido de Boston.
Si pudiera hablar de sí mismo con alguien (cosa que se tenía prohibida a sí mismo) podría hacerle preguntas a Elvis. De dónde procedía Abbie Smith, qué edad tenía..., por qué de repente aparecía en San Claudio...
Pero no.
—¿Qué desea? —y después, como si se sorprendiera al reconocerlo—. Doctor Walkers..
—Hola —dijo él a lo simple.
—¿Ocurre algo, doctor?
—No..., no... O sí. No sé —sonrió apenas, como si le costara sonreír—. ¿Puedo pasar un momento?
Ella parecía titubear, pero era su superior y le franqueó la entrada.
Ralph la miraba fijamente.
No parpadeaba. Se diría que la estudiaba de pies a cabeza y por dentro, como si pretendiera fijarla con fuego en su retina.
—Me mira usted de un modo..., doctor.
La misma sonrisa.
La misma mirada.
El mismo color de pelo: tan negro, tan brillante... tan lacio...
¿Cómo podía ser tan igual?
¿O era la misma?
¿Dolly resucitada?
—Dígame, doctor —y luego, amable, desconcertadamente amable—. ¿Puedo servirle en algo?
—Si me permite sentarme —dijo él algo confuso.
—Claro. Tome asiento, doctor.
—Es que la veo a usted de pie...
—¡Oh! Perdone...
Y se sentó.
El apartamento no era grande. Un salón con dos puertas y la misma entrada abocada ya al salón.
Todo parecía estar recopilado en una pieza, separado únicamente por los mismos muebles. Tenía detalles bonitos, muy femeninos, muy del estilo de Dolly.
¿Qué locuras estaba pensando?
¿Y cómo iba a abordar a aquella chica contándole su vida?
Ella se hubiera reído de él.
—Dirá que soy un entrometido —dijo al tiempo de dejarse caer en un sillón frente a ella.
—¿Por qué, doctor?
—No me esperaba, ¿verdad?
Ella pareció desconcertarse.
Sonrió.
La misma mueca de Dolly.
Hasta se le formaban dos hoyuelos en las mejillas.
—Pues..., no. La verdad..., no.
—Es claro.
Un silencio.
Ralph la miraba boquiabierto.
Vestía ella una falda de un gris pálido, un suéter. Calzaba botas. Igual que cuando salió del hospital. Es decir, no había tenido tiempo de cambiarse. Aún estaba el abrigo de calle sobre el respaldo de una butaca.
—Unicamente sé —dijo ella rompiendo el embarazoso silencio— que esta mañana me ha llamado usted Dolly.
—Sí, es verdad.
—Eso es lo que me intriga.
—¿No se llama usted así?
Ella soltó el cascabel de su risa.
Ralph se estremeció a su pesar.
La risa de Dolly.
La misma.
—Oh, no doctor —dijo dejando de reír—. Ya se lo he dicho antes. Yo soy Abbie Smith.
—Y procede de..,
—De Boston.
—Ah.
—¿Le asombra?
—Perdone... El que proceda de Boston, no. Me asombra su parecido con una persona que yo he conocido.
—Lo siento, doctor, pero yo antes de ahora, no le había conocido a usted.
—Eso es lo raro.
—¿Raro...?
—No, claro. Soy algo tonto. Es una obsesión. La verdad es que ya había olvidado... ciertas cosas... Vivía tranquilo, pero apareció usted... —se ponía en pie—. La dejo. No pretendo interrumpirla más...