CAPÍTULO 16
Mónica corrió a su alcoba.
Se situó ante el tocador y contempló absorta su imagen en el espejo.
Aún vestía la bata blanca y el pijama rosa. Los cabellos sueltos. Sin maquillaje. ¿Qué hacer?
¿Confesar haberlo oído todo? No. Nunca.
Aquello... estaba muerto. Era como una nube de verano, que después de derramar toda su tormenta, desaparece y resurge el sol.
¿Así?
Tenía que ir a la alcoba de Rock.
Si iba todos los días..., no tenía por qué dejar de ir aquella mañana.
Sintió como si todo diera vueltas en torno.
Aún se sentó ante el tocador unos segundos.
Apretó las sienes y después, en uno de sus apasionados arranques, se levantó.
No supo cuándo empujó aquella puerta de comunicación. Ni de dónde sacó aquella voz suya, alegre y feliz, para decir:
—Pero... ¿sigues durmiendo?
Se calló.
Rock estaba sentado en el borde de la cama, en pijama, con el batín medio atado, las chinelas en sus pies.
—Mónica...
¿No era como si la descubriera en aquel instante?
¿Acaso tuvo que entrar Sarah en aquella alcoba para que Rock se diera cuenta de lo que sentía por su esposa?
—Levantaré las persianas.
—No.
—¿Qué dices?
—Me... me gusta esta semioscuridad. Ven, Mónica.
¿Iba a decirle lo de Sarah? Que no se lo dijera.
Ella prefería ignorarlo. Lo sabía ya. Lo sabía todo.
—Mónica, ven.
—¿Por... qué?...
—No sé. O sí lo sé. —Alargaba la mano—. Creo que lo sé. Debo saberlo.
¿Qué tenía la voz de Rock?
Era ronca. Distinta.
No tanto como aquellos últimos días. Pero sí totalmente diferente a la del hombre que fue a confesarle la infidelidad de su prometida.
—Rock...
—¿No quieres?
Mónica sintió que todo palpitaba dentro. Como si una llama se reavivara. Una indescriptible timidez la embargaba. Rock emitió una risa tan nerviosa como la mirada de Mónica.
—Es raro todo, ¿verdad?
—¿Raro?
—No sé. Distinto. Es como si uno naciera en este instante. ¿Qué piensas tú?
—¿Pensar... de qué?
Y los labios le temblaban y los dedos sentían el suave contacto de los de Rock. ¿Pensar...?
—No sé. Cosas. O no pensar nada. ¿No es mejor no pensar nada? —La sentaba junto a él en el borde del lecho—. La mente vacía. ¿O no está vacía, Mónica? ¿Cómo la tienes tú?
¿Qué decía?
¿Merecía la pena lo que decía?
—Estás... temblando —dijo Rock, de modo raro, echándola hacia atrás y cayendo sobre ella—. Mónica..., ¿qué nos pasa a los dos? ¿Cuándo lo descubrí yo?
Tenía que preguntarle qué había descubierto. Tenía que hacerlo.
Pero no podía.
Rock estaba sobre ella y le buscaba los labios.
—Mónica...
—Rock... Rock...
La besaba.
Largamente.
Como si durante una vida entera estuviera conteniéndose y de súbito... lo tuviera que hacer, porque una fuerza superior le empujara a ello. En la boca. Haciendo que Mónica abriera sus labios y se pegara a él y suspirara.
—Mónica, Mónica...
No sabía ella decir nada.
¡Nada!
Pero sentía a Rock.
Lo sentía con fuerza ardiente en su ser. Sus labios, sus caricias, sus frases entrecortadas... ¿Cuánto tiempo? Las persianas estaban bajas.
El ruido en la carretera se intensificaba a medida que avanzaba la mañana.
—Te gusta que te bese. ¿No lo sabías tú? Y a mí..., a mí.
—Me besaste en otra ocasión.
Era un murmullo. Hacía calor allí. O no.
Casi no se apreciaba nada.
Sólo que estaban juntos, que se necesitaban imperiosamente, que todo era verdad. Una verdad de dentro. No sólo una verdad superficial. La verdad de Mónica. La verdad auténtica de Rock.
—Claro. No hace mucho.
—Hace mucho.
—¿Cómo?
—¿No te acuerdas? A mí..., a mí...
—Dilo...
—No se me olvidó. ¿No te acuerdas de aquel día, teniendo yo dieciocho años, que me llevaste a bailar?
—He sido tonto —decía él, en su boca—. ¿Tonto? No es posible. Espera. No digas nada. Deja que recuerde yo. Ahora lo comprendo. ¡Ahora!
—Rock...
—Veamos, te dije...
—Pero deja de besarme.
—¿Puedo?
Ya no sentía vergüenza, ni timidez; sólo pasión y ternura. Aquella ternura que lo purificaba todo, junto a un Rock vehemente y voluptuoso.
Un Rock que ella presintió siempre.
Un Rock que podía parecer vulgar, pero no lo era. Para ella nunca podría serlo.
—Mónica, eres... eres deliciosamente apasionada.
—Me gusta ser así. Tengo que ser así para ti. Lo tengo que ser.
Él reía.
Besaba y reía.
Era como un sueño.
Como una plenitud extraordinaria.
—Ya recuerdo —saltó Rock en sus labios—. Ya recuerdo. Te dije... te dije...
—Cuando vuelva me caso contigo, Mónica. Cuando vuelva.
—Y volviste.
—Y tú me dejaste pasar.
—¿Podía retenerte?
—¿No sabes ahora?
Era tardísimo.
Ni desayuno, ni comida.
¿Se fijaría alguien en aquella puerta cerrada?
Claro, las camareras. Seguro que estaban esperando.
Se lo dijo al oído.
Rock la apretó contra sí.
Se perdió con ella en aquella maravillosa inconsciencia pasional.
—Que esperen. Que esperen —decía, obstinado—. Como si yo pudiera dejarte ir ahora. No puedo, ¿sabes? Nunca pensé que... que...
—Que yo te conquistara.
—Nunca lo pensé. Mi ratita.
—Rock.
—¿No te gusta que te llame así?
—Ratita —repitió ella, bajísimo, bajo sus besos—. Ratita...
—Mi dulce y apasionada ratita.
Robert decía a la familia Hamilton:
—Es raro. He recibido un telegrama donde me dicen que se van durante quince días más. No lo entiendo. No lo entiendo.
Nancy reía.
Eddy la miraba severamente.
Pero Nancy seguía riendo. Felicísima...
FIN