VII
Habían transcurrido dos horas y el sol entraba por las copas de los árboles y hacía maravilloso el paisaje. Fred continuaba galopando tras la jinete que sin mirar hacia atrás parecía presa de súbito deseo de correr. Los demás jinetes habían desaparecido y Fred pensó que Catalina se había alejado de la ruta a seguir. No obstante, nada dijo.
Observó que la joven se detenía y miraba hacia atrás; al verlo a él, lanzó una sorda exclamación y se mantuvo erguida en la silla.
—Déjeme sola —pidió cuando él llegó a su lado—. Márchese de una vez al fin del mundo y olvídese de mí. Nunca, ¡nunca! —gritó presa de súbito furor—, nunca seré su esposa.
—De ello me voy convenciendo poco a poco —replicó él con flema—. Pero ahora no tengo más remedio que continuar a tu lado. En este laberinto te hubieras perdido y, lo que es peor, puede alcanzarte una perdigonada de los cazadores.
—Lo prefiero a verlo delante.
—Mi caballo no da un paso más mientras no se aleje usted.
—Siento no poder complacerte.
Catalina levantó el látigo con tan mala fortuna que el caballo se espantó, dio un salto y lanzó a la joven al suelo, cayendo ésta sobre unas peñas con las piernas encogidas. Todo sucedió tan rápidamente, que Fred no tuvo ni un segundo de tiempo para evitar la caída. Sintió el grito de dolor de la muchacha y saltó al suelo con asombrosa agilidad.
—Catalina.
La joven no respondió. Sentada en cuclillas, con las manos crispadas y una dolorosa mueca en el rostro, se notaba que a duras penas podía contener el dolor.
—Catalina, permíteme que…
—Márchese —gritó—. Márchese. Déjeme en paz. Prefiero morir aquí que verlo delante. Márchese, se lo ruego.
El no le hizo caso. La tomó por los hombros y la sentó bien. Catalina lanzó un agudo grito y se llevó las dos manos a un tobillo.
—Me he roto una pierna. Y todo por su culpa. La he roto, ¿me oye? Y todo porque usted es un…
—Cállate ahora y déjame mirar esa pierna.
—No.
—No seas estúpida. He de quitar esa bota. Unos segundos más tarde, puede ser fatal. Permíteme.
—¡He dicho que prefiero morir!
—No lo creo. No te hagas más fuerte de lo que eres.
—No se acerque a mí. Le cruzaré la cara con mi látigo.
Fred tensó las mandíbulas y sin pensarlo dos segundos, se inclinó hacia ella, le quitó el látigo de la mano y luego precedió a desabrochar la bota.
—No, no… —gemía Catalina, pero sus movimientos le producían tan hondo dolor, que súbitamente lanzó un suspiro ahogado y quedó inmóvil tendida en la hierba.
Fred, con la frente sudorosa y el movimiento de sus manos ágil, quitó la bota y observó el tobillo hinchado terriblemente.
—No se ha roto —dijo breve—. Se ha dislocado. Voy a darle masaje y lo vendaré con mi pañuelo. Luego el médico hará lo demás.
Ella no respondió. Con la cara vuelta hacia la hierba, los ojos cerrados y la boca muy apretada, contenía a duras penas el deseo de gritar.
—Si te duele…, será sólo un instante. Por favor, aguanta un poco.
Tampoco respondió. No podría aunque quisiera. Se sentía como muerta, con aquel horrible dolor que del tobillo recorría todo su cuerpo en una oleada de angustia.
Fred, con delicadeza extraña en él, dio masajes al tobillo y de súbito tiró del pie con todas sus fuerzas. El pie crujió y Catalina lanzó un grito agudo que resonó en todo el bosque como un alarido.
—Ya paso. ¿Duele ahora?
Se lo vendó con sumo cuidado y luego, se sentó junto a ella, que seguía tendida sobre el césped, y encendió un aromático cigarrillo.
—¿Quieres?
Sin responder, alargó la mano y se lo quitó, llevándolo seguidamente a su boca con ademán maquinal.
—¿Te sientes mejor, Catalina?
—No quiero que sea usted amable —dijo sin abrir casi los labios—. No quiero esa amabilidad suya tan desusada en usted. ¿Qué se propone ahora?
El sonrió sarcástico y, encogiendo las piernas, las sujetó con ambos brazos. Apoyó la barbilla en las rodillas y sin quitar el cigarrillo de la boca, murmuró como para sí mismo:
—Es estúpido esto que ocurre. No creo que me consideres tan desalmado como para no ayudar a una mujer si ésta me necesita. Además…, me siento orgulloso de haberte sido útil. No se trata de mi amabilidad, Catalina Whittemore, se trata únicamente de ser humano.
—No necesito tu humanidad.
Fred abrió la boca y el cigarro cayó de ella y no se dio cuenta de que éste prendía el pantalón hasta que la lumbre del cigarrillo llegó a su carne. Sacudió la pierna con presteza y no miró la quemadura, miró a la mujer que lo había tuteado por primera vez.
Ella volvió la cabeza rápidamente y se le quedó mirando asombrada, como si dentro de sí hubiera otra persona y fuera la que tuteó a Fred Dawn, el hombre que odiaba con todas sus fuerzas. Súbitamente se echó a reir y comentó ton desenfado:
—Después de todo, ¿qué importa? Todos nos tuteamos, hasta tú me tuteas a mí, que nunca te autoricé. El tú poco importa.
—Pero me agrada.
—Lo cual indica que voy a volver a tratarle de usted.
—No lo hagas… En cierto modo… los que nos conocen pueden llegar a pensar lo que no es cierto. Un usted en ese mundo tuyo, es poco corriente y yo, que no soy de tu mundo, navego en él en un buque importante.
—Ya. Quizá el más importante de todos.
—Quizá. Es el buque que te tengo reservado.
—No pienso subir a él en toda mi vida. Eso debes ir pensándolo poco a poco o de golpe, como prefieras y te sea menos penoso —y tras rápida transición añadió burlona—: Puesto que has sido tan amable y me has ayudado hasta aquí, ayúdame ahora a ponerme en pie y busca mi caballo. He de volver a la finca.
Fred se puso en pie. Ella, desde el césped lo contempló con los ojos medio cerrados. No era un hombre elegante, pero resultaba fuerte, atlético, y el traje de montar oscuro, daba a su persona mayor fortaleza física. La espiritual existía sin vestimenta y ella iba dándose cuenta de que le sería difícil escapar de aquella atracción que atraía como imán, aunque no quisiera reconocerlo.
—El caballo se ha vuelto a la finca —dijo regresando a su lado—. El mío no siguió el mismo camino porque tuve la precaución de atarlo a un árbol. Supongo que no te importará mucho subir a mi caballo.
¿Y… tú?
—Iré también.
—¿En el mismo caballo?
—Por supuesto. Te llevaré delante.
—No.
Fred no se inmutó. Poco a poco iba conociéndola. Sabía de sus «noes» rotundos que, luego, se convertían en «síes».
—El camino a recorrer hasta la finca es largo, Catalina.
—Pues, cédeme tu caballo y ve andando.
—Tu humanidad es consoladora.
—¿Acaso te crees merecedor de esa humanidad mía?
—Por supuesto.
—Ya —rió como si mordiera—. Se me olvidaba que tú te consideras digno de todo, cuando en realidad no eres digno de nada. Ayúdame si puedes.
Fred, inmutable, le ayudó a ponerse en pie y ella fue a afincar el pie en el suelo y lanzó un grito agudo.
—Me duele mucho —gimió—. No sé si podré soportarlo.
Sin frases, Fred la tomó en sus brazos con agilidad, como si fuera una pluma.
—No es preci…
—Cállate y no sigas diciendo majaderías —exclamó enfadado—. Si te suelto irás gemiendo hasta el caballo y no merece la pena perder el tiempo.
La depositó sobre el potro y de un salto subio a su lado. Con entera naturalidad la rodeó por la cintura y el potro echó a andar.
Catalina nada dijo. Iba dándose cuenta de una cosa terrible para su tranquilidad: todo se haría según el gusto y el parecer de Fred Dawn y no le extrañó nada que aquel hombre, de simple arrapiezo desvalido, llegara a representar la firma más importante del país.
—¿Te duele?
—No.
—Si te duele dilo con franqueza. Puedo cambiar de postura.
—No es preciso que me sujetes de ese modo. No me voy a caer.
Fred le hablaba al oído y su aliento quemaba la garganta femenina.
—Me gusta sujetarte así, Catalina. Me gustaría que fueras razonable y te dejaras conducir por mí el resto de tu vida.
Ella no respondió.
—¿Lo pensarás?
—Ya lo tengo pensado.
—¿Y si ahora que estás bajo mi poder, te besara? Di, ¿qué harías?
—Me…, me tiraría del caballo —dijo con un hilo de voz.
—Pues tendrás que tirarte, porque te voy a besar.
—¡No! ¡No!
Las manos de Fred subieron más arriba de la cintura y Catalina lanzó un grito ahogado. Fred no hizo caso. La volvió hacia él y ella de no obedecer el mandato masculino hubiera caído del caballo y quizá se hubiese roto una pierna. Se mantuvo rígida y quiso apartarse, pero Fred ya no podía pasar sin besarla y la besó. Fue una cosa leve al principio, como el soplo de una mosca sobre un trozo de miel. Súbitamente, Fred perdió un poco su compostura, su sarcasmo, y dio paso a su virilidad un poco primitiva.
Catalina no cedió. Y él con brusquedad la apartó de sí y dijo bajo:
—Eres… muy orgullosa, pero algún día te darás cuenta de que mis besos son el supremo goce para ti.
No respondió. Con la gorra limpió la boca una y otra vez, y después lo miró breve con aquellos sus ojos verdes, altivos.
—No te lo perdonaré… en la vida. Tenlo siempre presente.
—Es la primera vez —dijo él en el mismo tono— que me ocurre esto.
—Será que yo soy diferente de toda esa basura que has tratado.
—Estimo que eres como todas, algún día te darás cuenta.
—A tu lado… nunca me la daré. Recuérdalo para el futuro y procura importunarme lo menos posible.
—Al menos —observó flemático—, tengo la satisfacción de saber que no estabas experimentada.
—¡Qué sabes tú! —exclamó soberbia—. Hubo otros hombres. No creas que eres el primero.
—No. Ha sido demasiada tu sorpresa. Y si te dejaras llevar de tu deseo… Pero eres, y ya lo he dicho, demasiado orgullosa.
El potro entraba en el parque y Fred lo detuvo junto a la escalinata. Todos los jinetes allí reunidos corrieron hacia los recién llegados.
—¿Qué ocurrió?
Lo refirió Fred con brevedad, y cuando dio la vuelta para tomar a la joven en sus brazos y conducirla al interior de la casa, Tom se perdía en el vestíbulo con ella en brazos.
* * *
La cacería continuaba por la tarde. Los jinetes se fueron después de comer y Catalina se quedó sola en la biblioteca, sentada en un sillón y con la pierna extendida sobre una silla baja. Fumaba un cigarrillo y sentía en sus sienes un martilleo feroz. El beso de aquel hombre era como una llaga abierta en su ser, una llaga que no se cerraría jamás, a menos que pudiera devolver el instante aquel, cosa que no creía posible. Ojalá cayera del caballo y se rompiera las dos piernas. Ojalá…
—Hola.
Se estiró como si la presencia en la biblioteca de aquel hombre le produjera un terrible sobresalto. Y así fue en efecto. Lo imaginaba en el pelotón de los jinetes, quizá besando a Irma…, como horas antes la besó a ella.
—¿Puedo hacerte compañía?
—Lo que puedes hacer —exclamó casi sin abrir los labios— es irte con tus amigos y perderte en el bosque, del cual no vuelvas más.
—Prefiero hacerte compañía.
—Si crees que con tu amabilidad vas a derrumbar mi barrera, te equivocas, Fred.
El no respondió al pronto. Dio algunas vueltas por la estancia y se quedó erguido junto al ventanal de espaldas a ella. Fumaba un cigarrillo y el humo aparecía sobre su cabeza y se perdía por el ventanal abierto. Vestía pantalón de franela gris, y un jersey azul marino bajo el cual se veía el cuello inmaculado de su camisa. Catalina entrecerró los ojos y siguió mirándolo con rara expresión.
De súbito él se volvió y dijo:
—No soy amable, Catalina. Nunca lo he sido; no cambio de método para conquistarte. A decir verdad, nunca me he propuesto conquistarte. Pretendí tomarte, que es muy diferente y ahora voy desistiendo de mi empeño. Quizá no eres la mujer que me conviene, o quizá no eres digna de mí…
—Sigue.
—Iba a decir de mi cariño.
—¿Cariño? ¿Es que ya no es otra cosa?
—Son muchas cosas pequeñas las que me conducen a ti, y esas hacen una sola muy grande.
—Pero ya no existe —rió ella burlona.
—Voy a procurar dejar de interesarme por ti.
—¡Cuánto te lo agradezco, Fred!
—O quizá no me lo agradezcas. Hay mujeres para hombres y hombres para mujeres. Yo soy el hombre que te haría feliz.
—¿Y por qué estás tan seguro?
Sin responder, avanzó hacia ella y se sentó en el brazo de una butaca. La miró fijamente, analítico, como si la juzgara desde la inconmensurable altura de sus años.
—Eres muy niña —dijo breve—. Temo que nunca sepas lograr la dicha. La dicha, Catalina Whittemore, sólo pasa ante nuestros ojos una vez en la vida. Aquel que la deja marchar sin atraparla, le será inútil cuanto haga luego para hacerla suya.
—Lo cual indica que yo al perder tu interés, pierdo la dicha.
—A mi juicio, sí.
—¿Y la dicha para ti cuál es?
—Tu persona.
—¿Y qué vas a hacer para escapar de ella?
—¿De tu persona? Buscar otra que sea igual a ti y hay muchas seguramente esparcidas por ese mundo que tantas veces recorrí sin prestarle atención.
—Ojalá tengas suerte.
—Gracias.
Volvió a ponerse en pie y se dirigió de nuevo hacia el ventanal. De espaldas a ella comentó:
—Irma me gusta.
—Es una gran muchacha.
Fred se echó a reir y súbitamente se volvió hacia ella.
—Mañana a primera hora regreso a Londres y por la noche me iré en mi avioneta a París.
—Que tengas buen viaje.
—Te lo digo por si quieres venir en mi coche hasta Londres. No podrás volver a montar durante toda la cacería.
—Gracias por tu amabilidad. Prefiero quedarme aquí.
—¿No me das la mano en señal de despedida? —preguntó inclinándose hacia ella—. Me gusta el contacto de tus manos tanto como la mirada de tus ojos y el sabor de tu boca.
—No te doy la mano —dijo bajo, pero intensamente—. Puedes marchar.
—Estás inmóvil —rió entre divertido y sarcástico—. Suponte que hago uso de mi fuerza y te tomo en mis brazos. Es un cobijo en el cual estuviste por espacio de unos minutos, y no observé que te disgustara.
—He dicho que te marches de una vez. Me estás faltando al respeto.
—¿Por qué? Entre un hombre y una mujer que se gustan…
—¡No me gustas! —gritó en el paroxismo de la irritación.
Fred Dawn no se inmutó. Limitóse a incorporar el busto y tras mirarla de modo indefinible, se dirigió a la puerta. Allí se detuvo y volvió a mirarla.
—Catalina Whittemore —dijo grave—, temo que en realidad, no te guste. Pero si te gusto y me aprecias y sientes que podrías llegar a quererme… y te dejas llevar de tu orgullo, no eres una mujer inteligente.
No respondió. Sus labios se apretaban sobre el cigarrillo y la mirada de sus ojos chispeaba.
—Hasta la vista, Catalina.
Tampoco respondió. Pero Fred no se detuvo más y salió cerrando sin ruido tras sí.
Cuando todos acudieron a comer, Fred no apareció en el salón, y lo que es peor, Catalina sintió como una ofensa, como algo quizá indefinible en su pecho, Irma tampoco estaba y cuando alguien preguntó por ellos, el señor Walter. dijo indiferentemente:
—Fred hubo de salir rápidamente para Londres y la pequeña e impetuosa Irma decidió aprovechar el viaje para trasladarse a su casa, en la cual la esperan urgentemente para salir hacia París.
Catalina fumaba tendida en una mecedora del salón y ni un músculo de su rostro se contrajo, si bien en el interior de su ser pensó que la adoración de los hombres era una mentira y mentira era todo cuanto Fred Dawn decía sentir hacia ella.