I
Fred Dawn era un hombre campanudo, de esos de rompe y rasga, seguros de conseguir en la vida cuanto se proponían, puesto que nada le fue negado en su existencia. Siendo un muchacho de quince años, su padre, escocés de origen, le puso la maleta en la puerta y le dijo estas palabras: «Tienes dos caminos a recorrer, Fred. O morirte de hambre en una pelada comarca, o salir por el mundo a hacer fortuna. Considero que morirte de hambre aquí conmigo y tus hermanos, es una estupidez habiendo un mundo en el cual explorar. Elige».
Fred no se inmutó. Tenía una alta y fuerte estatura, unos ojos de un tono gris azul en medio de su cara atezada y unos dientes blancos como la nieve que cubría las cumbres. Y tenía, además, una voluntad a toda prueba. Miró hacia el firmamento cubierto en aquel atardecer de negros nubarrones, lanzó luego una breve mirada a la maleta de cartón y después fijó los ojos en las dos frágiles figuras inmóviles de sus dos hermanos Bob y Tony. Por último, miró a su padre.
—Opto por el mundo —dijo con su voz de hombre en ciernes—. Ya tendrás noticias de mí.
—Aquí quedamos, Fred. Si te va bien, acuérdate de nosotros. Si te va mal, procura sobrevivir a toda penuria. La victoria es de los fuertes, recuérdalo.
Fred asintió, y asiendo la maleta se lanzó a la campiña y tomó el primer tren de mercancías que halló a su paso. El tren iba cargado de animales vacunos, y Fred, sentado sobre la maleta, aspirando el terrible hedor a toro bravio, meditó hora tras hora hasta que el tren hizo alto en un poblado y Fred consideró conveniente inspeccionar el terreno. No le agradó. Sobre poco más o menos, vio un pueblo como el que había dejado y en el cual vivió durante sus quince años, unas veces hambriento y otras muerto de frío. El necesitaba horizontes amplios donde extenderse. Lugares ricos que pudieran enriquecerlo a él. Porque Fred, desde aquel instante, decidió que llegaría a ser un hombre poderoso. Juró que no volvería a pasar hambre ni frío y lo consiguió.
Dos días después, el tren llegaba a una pequeña estación, y Fred decidió quedarse allí. Tenía hambre y carecía de dinero, pero, en cambio, le sobraba audacia. Ni por un momento pensó en pedir limosna. Eso no lo haría él jamás. Se detuvo ante un escaparate tras el cual relucían ricos manjares y decidió entrar. Entró por la puerta grande, con la maleta en la mano y la cabeza erguida como si fuera mismamente un dios del Olimpo, y nada en este mundo lo humillara. El dueño del establecimiento lo midió de arriba abajo con curiosidad y le agradó la fortaleza de aquel pecho, el vivo mirar de los ojos gris azul, y hasta la arrogancia de su cabeza.
—¿Qué deseas?
Si hubiera sido otro muchacho, habría replicado tímidamente: «Tengo hambre, mucha, y pido por favor algo con que saciarla». Fred dijo tan sólo:
—Tengo salud y deseos de trabajar.
—¿Y crees que el trabajo se encuentra en cada esquina
Fred sonrió con aquella su mueca casi inmóvil que tantos triunfos le iba a proporcionar en la vida.
—Alimento, dudo que se encuentre, pero trabajo… ¿por qué no?
—¿Qué sabes hacer?
—De todo. Mande usted.
Se quedó a trabajar y pudo comer cuanto quiso, y al cabo de seis meses había logrado reunir unas pocas libras gracias a su astucia, pues el patrón le daba comida a cambio de su trabajo, si bien no le pagaba un penique. Con aquel poco dinero, Fred decidió marchar una cruda noche de invierno sin decir nada a nadie. No se merecían una explicación. Lo habían explotado ignominiosamente y tenía derecho a obrar según su gusto, sin participar dicho gusto con nadie.
Llegó a Londres a la mañana siguiente y no le causó asombro la gran urbe, en la cual la bruma de la madrugada ponía una nota desolada en la capital. Se dirigió al muelle. Había decidido embarcar de marmitón en un buque y ahorrar dinero para sus fines. Lo sonsiguió no tras luchar verbalmente con un cocinero de barco, el cual aducía su corta edad. Fred le demostró que era un hombre, y al fin salió al mar de marmitón en un buque pesquero, el cual navegaría sin volver a puerto durante seis meses.
Al principio todo fue bien. No se mareaba y trabajaba con gusto. Pero un día, ayudando al cocinero a hacer las cuentas, se percató de que éste, engañando a la tripulación, dándoles bacalao en vez de carne, ganaba sus buenas libras, lo cual podría él conseguir con un poco de astucia.
Todo fue fácil. Una noche en que el cocinero se hallaba en la puerta de la cocina, contemplando el temporal que se había desencadenado aquella madrugada, pensó en darle un empujoncito, echarlo a rodar y seguramente se rompería algún hueso, lo cual sería estupendo para sus propósitos. Postrado el cocinero, sólo el marmitón entendía de cocina, y, por lo tanto, pasaría automáticamente a ocupar el lugar del cocinero herido. Fred Dawn no pensaba matar a nadie, eso es bien cierto. El no era un criminal en ciernes. En lo que cabe, Fred era una persona honrada, pero él bien sabía que por el camino recto se enriquecen muy pocos, y Fred se había hecho el firme propósito de convertirse algún día en un millonario. Que tardaría más o menos, eso poco importaba, mas el final de su ruta estaba trazado ya aquella noche, durante la cual decidió empujar al cocinero y hacerle rodar por cubierta de tal modo que resultara herido.
Así, pues, fue muy fácil salir disparado, dar con la cabeza en la espalda del cocinero y lanzarlo a cubierta como un fardo. Todo resultó perfecto. El cocinero se rompió las dos piernas, Fred se disculpó condolido y el patrón del barco lo hizo cocinero durante aquellos cuatro meses que restaban.
Al llegar a puerto tras una marea de seis meses, Fred contó sus ahorros. Había resultado un cocinero mejor que el mismo Jim herido y decidió no embarcarse más.
Se despidió de la tripulación y buscó trabajo en un almacén, en el cual entró de avudante, y un año después era encargado. Los camiones con material minero salían por una puerta, por la puerta grande, y eran propiedad del dueño del almacén, y por la puerta pequeña salía el material que Fred, a escondidas de todos, explotaba por su cuenta. Al terminar el segundo año, el dueño del almacén se consideró arruinado, y Fred pensó para sí que él no tenía la culpa, lo cual indica que la conciencia de Fred resultaba terriblemente estrecha. Pagó al dueño del almacén lo que pedía por el traspaso, que resultaba ser su propio dinero, y como dice el refrán «el gato escamado del fuego escapa», Fred no se fió de nadie, casi ni de su sombra y envió a buscar a sus dos hermanos, los cuales desde aquel instante fueron sus criados más adictos.
A los veinte años, Fred aparentaba ser un trabajador incansable, sin muchos fondos, pero lo cierto es que éstos eran abundantes, y Fred meditaba ya la forma de subir más alto. Empezó a comprar acciones y a engañar a todo bicho viviente, de tal modo que a los veinticinco años era un tipo de cuidado en la vida financiera de Londres.
* * *
Indudablemente, cuando un hombre astuto posee medio millón de libras y deseos de poseer tres veces más, lo logra casi siempre, si su inteligencia lo conduce por el lado más seguro. Fred Dawn era inteligente, astuto, temible, y deseaba ser rico.
No vamos a meternos en detalles que restarían encanto al relato, puesto que tras lo ya dicho, nos queda por relatar la vida sentimental del potentado.
A los treinta y tres años, Fred era un hombre muy conocido. Tan conocido y tan poderoso, que poseía un Banco, ferrocarriles, minas, petróleo y buques de carga, una flota entera que le rendía pingües ganancias. Seguía siendo un hombre campanudo, un caprichoso millonario, el cual veía y quería y obtenía casi simultáneamente. Un hombre cuyo nombre simplísimo, exento de resonancias aristocráticas, cuando era pronunciado nadie dudaba de su poderío. El nombre de Fred Dawn fue tan conocido como para nosotros lo es uno dé los productos alimenticios tan cacareado por la radio. Nunca se metió en política porque de eso no quería saber nada. Mas, sin duda, si hubiera querido llegaría a ser lo que se propusiera.
Los padres que tenían hijas casaderas solían decir a ellas: «Si aún lograras casarte con Fred Dawn…» Las mamás, cuando Fred llegaba a una fiesta social, a las que no era muy aficionado, pero a las cuales acudía de vez en cuando por compromiso, lo trataban con deferencia, bien fueran altas damas, bien simples nuevas ricas. Fred era el partido más codiciado, un hombre que nunca pasaba inadvertido por su talla, su talento, su astucia y sus millones, y las mamas hubieran dado un ojo de la cara por cazar al escurridizo millonario, veleidoso, que tomaba el amor como un entretenimiento pasajero.
A los treinta y tres años, Fred Dawn sabía tanto de mujeres como de acciones provechosas, y si las segundas le entusiasmaban, las primeras lo dejaban tan frío como las monedas que contaba al cabo del día y de cuyo brillo ya no se percataba.
Bob y Tony, sus dos hermanos, eran, a su lado, dos eficaces secretarios, y Fred llegó un día en que no se ocupó más que de las grandes empresas, reuniones en salas enormes, viajes en su yate, y firmas que estampaba con absoluta indiferencia, no sin antes clavar sus ojos de lince en los pliegos que firmaba.
Tenía enclavadas las oficinas centrales en un barrio residencial, en un quinto piso de un edificio de su propiedad que resultaba tan espléndido como su persona. No lejos de aquel edificio, tenía su casa. Un palacio hecho a capricho y en el cual había invertido un sinnúmero de millones que nunca llegó a contar. Su padre había muerto, y Fred se enorgulleció de ir a su entierro, hacerle un panteón imponente en el cementerio del pueblo y puso su nombre en letras de oro sobre la lápida de mármol blanco. Luego caló el sombrero hasta las orejas, se santiguó como cuando era pequeño, dio la vuelta en redondo y subió a su «Rolls», sin mirar de nuevo hacia atrás.
Nunca negaba su procedencia. Al contrario, se complacía en mencionarla con entero descaro, y los que a un pobre le hubieran vuelto la espalda tras oir su odisea, lo que decía Fred causaba no sólo admiración, sino halago. Fred, que estaba de vuelta de todas partes y conocía a las gentes como sus propios dedos, se reía para sus adentros y refería con ironía sus horas pasadas junto al ganado que el tren conducía de un lado a otro de la comarca y en el cual había viajado él a los quince años. Se gozaba en hablar de ello, era como humillar mil veces a los que le escuchaban y por cortesía y adulación y con vistas a su influencia en el mundo de las finanzas, no tenían más remedio que escucharle.
En el fondo, no era malo, pero tenía un gusano venenoso dentro del cuerpo, y en lo más abstruso de su ser odiaba a todos aquéllos que le rodeaban, que cuando él tenía quince años no le hubieran dado la mano porque le tendrían asco.