III
—Cat, te presento a Fred Dawn. Esta es Catalina Whittemore, nuestra más distinguida amiga.
Cat alargó la mano y Fred se la estrechó firmemente. La joven no reparó mucho en él, y tras el saludo de rigor, siguió charlando con una muchacha que se hallaba a la grupa de un caballo.
Se hallaban todos en el Club Hípico, al cual iban a entrenarse las jóvenes de alta sociedad todas las mañanas. Fred era socio del club, como lo era de muchos otros centros sociales, pero casi nunca los frecuentaba. Ahora, sí. Necesitaba ver de cerca a la hija de los Whittemore y saber con exactitud si le interesaba de veras. Le interesó. Vista de cerca resultaba infinitamente más sugestiva que a distancia, y pudo comprobar que los ojos femeninos eran de color verde y su mirar cálido. Así como su boca de delicado trazo, cuyos labios denotaban una gran sensibilidad.
Lex Walton se fue jinete en un caballo y Fred quedó sentado junto a Catalina. Esta vestía traje de montar, altas polainas, calzón color avellana y zamarra de ante roja. El cabello lo ocultaba bajo una visera blanca y su silueta, enfundada en aquellas ropas, causó honda impresión a Fred, si bien no por eso se enamoró de la joven. Fred había conocido a muchas mujeres y una más no importaba. Claro que ésta «una más» no se vendía por un abrigo de visón ni por un auto ni por un cheque. Esta había que llevarla al altar, y Fred, que ya contaba con la temible edad de treinta y tres, pensó que no estaría mal cambiar de estado. Y puesto que la idea de este cambio no le molestaba, Catalina Whittemore le agradaba para mujer.
—¿Usted no monta a caballo, señor Dawn? —preguntó cortés la joven.
Fred la miraba y Catalina se sintió un poco molesta bajo aquella mirada tan directa, tan extraña, que el hombre recién presentado fijaba en ella.
—Sí. Pero no he venido preparado para ello. —Y con sonrisa helada, añadió—: He venido para contemplarla a usted tan sólo, mi querida amiga.
Aquello molestó grandemente a Catalina, que era una muchacha exquisitamente bien educada y las descortesías la humillaban.
Se limitó a sacar la pitillera de oro y buscar nerviosa un cigarrillo. Lo llevó a la boca y Fred alargó su mechero con una prontitud exagerada.
—Gracias —dijo ella, y fijó su verde mirada, su inmensa mirada, en los jinetes que se alejaban.
—Lady Whittemore —dijo Fred—, ¿le molesta que haya venido aquí tan sólo para verla a usted?
—No nos conocimos hasta hace un momento, señor Dawn —replicó, distante.
—Ello no indica que yo no la conociera a usted.
Catalina no replicó.
Se puso en pie y con la fusta agitó el calzón. Se notaba en ella un gran orgullo y, sobre todo, un dominio absoluto de sus nervios. «Una muchacha disciplinada», pensó Fred, complacido.
Descarado, con aquella su habitual mirada mezcla de ironía y poder, la analizó, y Catalina sintió como si la despojara de sus ropas y la viera al desnudo.
—Señor Dawn —dijo, sin poder contenerse—, lo considero a usted incorrecto.
Fred se limitó a sonreir y comentó, al mismo tiempo, con su filosofía aprendida gratis:
—La corrección, mi querida milady, nunca se llamó poder. Analice a todos los triunfadores y comprobará usted que ninguno llevó la corrección en su boca, ni en sus ojos. Quizá oculta en el bolsillo como un talismán inservible, sí.
—¿Es… su lema?
—Es mi lema. Quizá usted nunca oyó hablar de mí.
—Por supuesto que no. Es la primera vez.
—Y la impresión de mi persona no es grata, ¿verdad?
Catalina encogió los hombros con cierto desdén, dando a entender que era así, en efecto.
—Lady Whittemore, le voy a decir algo que, si fuera cortés, le diría dentro de un mes o dos. Pero como usted misma ha comprobado, no soy cortés. Me gusta usted, y pienso hacerla mi mujer.
Catalina dio la vuelta en redondo y se le quedó mirando como si en vez de ser un ser humano el que tenía delante, fuera un raro animal.
—¿Qué ha dicho usted?
—La estoy pidiendo formalmente en matrimonio —dijo, flemático—. Ya le he dicho que pude esperar a conquistarla, pero la experiencia me demostró que las victorias mejores para mí fueron las obtenidas de modo rápido.
—¿Pidiéndome a mí… ¡a mí! —recalcó— que me case con usted?
—¿Por qué no? Es usted una mujer bonita y yo un hombre sano y rico.
—Se ha confundido usted, señor Dawn —dijo, dominando su furor con un sobrehumano esfuerzo de voluntad—. Se ha olvidado usted de quién soy y de quién es usted.
—Por el contrario, lady Whittemore, lo tengo muy presente. Medite en mi propuesta y ya tendrá ocasión de darme la respuesta. A sus pies, mi distinguida milady.
Se inclinó profundamente, y girando sobre sus talones, se perdió con paso mesurado hacia la salida. Catalina, temblando de ira y humillación, agitó la fusta, la sacudió amenazadora en el aire y luego, sin mirar a parte alguna, se dirigió a su coche aparcado unos metros más allá y lo puso en marcha.
* * *
—Pero, ¿qué te pasa, Cat? Cielos, hija, ten la bondad de dejar de pasear y refiéreme lo ocurrido. Sin duda es grave, a juzgar por tu semblante.
Catalina se sentó en el borde de una butaca, frente a su padre, y lo miró. De súbito, ocultó la cara entre las manos y empezó a llorar.
—¡Cat, hijita!
—He sufrido la humillación más horrible de mi vida —dijo en un balbuceo—. Una humillación que no perdonaré jamás.
—¿Quieres explicarte, Cat?
La muchacha, lindísima bajo la ira y el llanto, alzó la cabeza y miró a su padre con dolor.
—Un hombre me pidió en matrimonio, papá.
Lord Whittemore se echó a reir de buena gana y palmeó el hombro de su hija.
—Querida Cat, eres una niña. ¿Cuándo no fue un halago para una mujer una petición de matrimonio?
—De la forma que él lo hizo… Tú no sabes, papá, cómo me miró y qué frases empleó para decirlo. Tú no sabes lo odioso que resulta un hombre petulante, un hombre que cree tener todos los triunfos en la mano y dice a una mujer, no si quiere casarse con él, sino que se casará.
—¿De veras? ¿Y quién es ese petulante que se atreve a hablarle así a la única heredera de los Whittemore? ¿Es que acaso ignoraba quién eras tú?
—Si ignoraba quién era yo, sería perdonable. Pero lo sabía tan bien como tú y como yo.
—Muy curioso. ¿Conozco a ese hombre?
—Claro que no. Su nombre es uno más en la lista humana de seres anónimos.
—Entonces, lo comprendo menos. ¿Por qué no lo olvidas?
—Tendrá que pasar algún tiempo y tendré que sentirme indignada un buen número de días, antes de que pueda olvidar.
—Empieza a olvidar hoy mismo, ahora mismo. Esas cosas, y venidas de hombres desaprensivos, sin personalidad y sin sentido, no se tienen en cuenta. Olvida y recuerda que estás demasiado alta para sentirte humillada por un ente de este estilo.
—Eso haré, papá. Quizá no vuelva a verlo en mi vida.
—Y si lo ves, como si no lo vieras —rió el caballero—. Ahora pasemos al comedor, hijita. Te esperaba ya.
Se sentaron a comer y la conversación versó sobre modas, sobre viajes y reuniones. Cat había sido presentada en sociedad hacía cuatro meses, a su llegada del pensionado y sus compromisos sociales se amontonaban de modo alarmante, y a los cuales no podía corresponder siempre que deseaba por ser precisamente muy numerosos.
—No le perdono a Lex que me haya presentado a Fred Dawn —dijo de súbito Catalina—. El tuvo la culpa de que ocurriera.
Lord Whittemore dejó de comer y levantó rápidamente la cabeza.
—¿Qué has dicho? —preguntó, bajo—. ¿Qué nombre has pronunciado, Catalina?
—He dicho que fue Lex Walton quien me presentó al señor Dawn.
—Y ese señor Dawn… ¿fue quien te dijo que serías su mujer?
—Sí. Pero, ¿qué ocurre, papá? ¿Por qué me miras así?
Lord Whittemore dobló la servilleta con ademán nervioso y fijó los penetrantes ojos en la muchacha.
—¿Y tú qué le contestaste?
—Le dije… ya sabes lo que le dije. Pero, ¿qué ocurre?
El caballero cruzó las manos en gesto seco y repuso lentamente:
—Has despreciado al hombre más rico de Inglaterra, al menos a uno de los más ricos. Es raro que aún no hayas oído nombrar a Fred Dawn, puesto que es un nombre demasiado poderoso para pasar inadvertido.
Catalina empequeñeció los ojos, y sus manos sobre el mantel se agitaron nerviosamente.
—Papá, ¿tú desearías que me casara con él?
—Hija mía, todo padre desea un buen matrimonio para su hija. Los tiempos de los prejuicios severísimos pasaron ya. Aquellos tiempos en que un noble prefería ver muerta a su hija que casada con un hombre que no fuera de su clase. Eso ya no ocurre porque la vida moderna nos enseñó que de la práctica surge la felicidad.
—Lo cual quiere decir…
—Eres una heredera, Cat —dijo, grave—. No posees una dote extraordinaria, pero puedes vivir a cubierto de toda preocupación, y sin duda encontrarás un hombre más rico que tú que te ayude a vivir como vives ahora. Eres una Whittemore, y tu nombre es de lo más antiguo del país. Las puertas se abren a tu paso, eres admirada y halagada…
—¿Qué más puedo desear, papá?
El caballero sonrió sarcástico.
—Un reino —dijo—. Y eso sólo puede proporcionarlo a una mujer un hombre como ese que tú acabas de despreciar.
—¿Un reino?
—Algo parecido que tiene más ventaja, querida mía, y no me mires con ese asombro. La esposa de Fred Dawn será como una reina sin trono, pero con muchos pequeñitos que tendrán tanto o más valor que un reino solo. Nadie podría contar sus millones, y en cuanto a su influencia es extraordinaria. Un hombre que de la nada llegó a dominar las finanzas de varios países. Un hombre con el cual hay que contar antes de lanzarse a una empresa comercial, porque si Fred lo desea te arruina. Un hombre que domina cuanto se proponga y que si decidió que tú serías su mujer, lo serás, quieras o no.
Catalina levantó la cabeza con arrogancia.
—Te equivocas, papá. Fred Dawn tendrá el mundo a sus pies, dominará las voluntades de sus socios y podrá proporcionarle algo parecido a un reino, pero da la lamentable casualidad de que yo no le amo, y no me casaré nunca con ese tipo, que por mucho dinero que tenga, a mí… ¡a mí! —recalcó— no podrá comprarme. Al menos será para lo cual no alcance todo ese capital tan inmenso que tú dices que posee.
—No levantes tanto la voz —rió el caballero—. Torres mayores han caído, y tú eres una torre tan pequeñita, tan frágil…
—Papá, te estás burlando de mí.
—En modo alguno, mi querida Cat. Sólo me hace gracia pensar que miles de jóvenes están suspirando por lo que tú desprecias. Ninguna muchacha casadera del país se atrevería a rechazar un partido como Fred Dawn. A decir verdad, no creo que Fred Dawn haya pedido a nadie que se case con él, excepto a ti.
—Será, entonces, el primer fracaso de su vida.
Lord Whittemore se echó a reir con humorismo, y comentó flemático:
—Fred Dawn es dé los hombres que no admiten la derrota. Nunca ha fracasado. Contigo es seguro que tampoco fracasará. Llegará un momento en que por no luchar con un hombre, tan astuto, tendrás que rendirte.
—Nunca.
—Es una pena.
Y cogiendo el periódico, se dirigió al salón contiguo sin dejar de sonreir irónicamente