II
Fred y Bob iban arrellanados en el muelle asiento del «Rolls», cuando divisaron él letrero luminoso que anunciaba una sala de fiestas muy elegante. Bob, que conducía, detuvo el auto y miró a Fred.
—¿No te apetece entrar ahí?
—Déjate de frivolidades, Bob.
—Hay chicas guapas.
—¿Y eso qué? —rió Fred, con aquella su mueca ofensiva que relajaba su boca de parte a parte—. Las hay en cualquier esquina. La mujer guapa abunda como el arroz.
—Aquí se reúne lo mejorcito.
—Te he dicho que no, Bob. Sigue.
Era inflexible y Bob lo sabía. Lanzó un breve suspiro e iba a poner el auto en marcha cuando la dura mano de Fred lo detuvo en seco. Bob siguió la trayectoria de los ojos de su hermano y vio que un coche deportivo, de color blanco, se hallaba detenido a dos pasos del «Rolls». De aquel cochecito descendieron dos mujeres. Dos mujeres jóvenes, una rubia de frágil pero altiva figura, y otra morena, alta y esbelta.
—Aparca el auto —dijo Fred, con sequedad.
Y sin mirar más que al objetivo, saltó al suelo y esperó erguido que Bob se le reuniera. De pie en la acera, aún miró a las dos muchachas, las vio entrar en la gran sala de fiestas y se quedó plantado, vuelto hacia la puerta con sus inmóviles ojos fijos en las dos esbeltas figuras femeninas que, ajenas a la contemplación de que eran objeto, se perdían al fin tras la puerta encristalada.
Bob avanzaba hacia su hermano. Se preguntó cuál de las dos mujeres deseaba Fred y se imaginó ya con la muchacha que Fred deseaba en brazos de su hermano. No fallaba nunca. Fred rara vez tenía un capricho mujeril, pero cuando lo tenía, era suyo inmediatamente.
—¿Cuál de las dos? —preguntó, acercándosele.
Y Fred replicó, con indiferencia:
—La rubia. Me gusta su fragilidad. Es lo contrario de lo que soy. Me agradan las cosas pequeñas, estoy harto de las grandes.
Penetraron en la sala. Muchos se volvieron hacia el recién llegado, lo saludaron. Fred replicó al saludo con un seco movimiento de cabeza muy habitual en él. El abordaba a quien quería. Abordar a Fred no era fácil. Tenía amigos en todas partes, gentes que dependían de él. Hombres con fama de ricos cuyas fortunas ya no existían, y Fred sabía muchas cosas de aquellas personas que triunfaban en la vida y eran, en el fondo, fracasados asquerosos.
Fred y Bob entregaron sombrero y gabán al primero que se lo pidió, y luego un camarero obsequioso, haciendo reverencias y diciendo frases halagadoras, los condujo a la mejor mesa, desde la cual se abarcaba fácilmente todo el conjunto suntuoso de aquel local de recreo.
—La rubia está enfrente de ti —dijo Bob.
Fred no movió un músculo de su cara.
—Me gusta —dijo, como en otra ocasión había dicho: «Necesito empujar al cocinero para ocupar yo su lugar».
—Es muy joven.
—Y muy bonita, Bob. ¡Muy bonita!
Encendió un cigarrillo y fumó despacio. Las espesas volutas difuminaban las enérgicas facciones de su cara de bronce.
Seguía siendo moreno, y los endemoniados ojos gris azul brillaban como fuego inmóvil en medio de su cara. No era guapo. Nadie al referirse a él lo mencionaba como ejemplar masculino perfecto. No lo era, ni física ni moralmente, pero resultaba interesante y era un hombre que llevaba tras sí una aureola de triunfo, de poderío, de energía.
—Entérate de quién es —dijo súbitamente.
Bob que no se parecía a Fred, que era delgado, guapo y casi afeminado, torció el gesto y trató de disuadir a su hermano, si bien sabía de antemano que no lo lograría. Fred había decidido ser millonario. Lo logró, y desde entonces creía lograr todo cuanto se proponía. Lo había conseguido, pero el instinto, le dijo a Bob que aquella joven de porte aristocrático, que ahora sonreía ante la galantería de un amigo, no era como las demás mujeres y temió el primer fracaso de Fred.
—He dicho que lo averigües, Bob.
—Está bien.
Bob se puso en pie y Fred quedó sentado con una pierna cruzada sobre la otra, objeto de muchas miradas y con indiferencia fumando un cigarrillo. Miraba a la joven rubia con insistencia. Sus ojos inmóviles parecían espadas clavadas en el cuerpo de aquella muchacha. Ella no parecía enterarse de nada. Fred midió con la mirada las piernas perfectas, el busto erguido y túrgido, la cintura breve, el pelo rubio que, formando una corta melenita, daba a su cara un encanto fascinador. La vio luego de frente y la tasó como tasaría un cargamento de chatarra. Le agradó por completo y decidió que sería suya cuanto antes. Tenía los ojos claros, él no pudo precisar desde su sitio si eran azules o verdes. Sólo supo que eran claros y que sonreían con cálida ternura. Vio la boca de trazo delicado, una boca femenina de labios bien dibujados tras los cuales se ocultaban unos dientes menudos y perfectos como perlas purísimas. Una boca que le hubiera gustado besar en aquel instante y en todos los instantes de su vida.
Bob regresó y se sentó frente a su hermano. Este dejó de contemplar a la joven rubia y miró a Bob brevemente. Bob limpió el sudor que perlaba su frente y aspiró hondo como si se ahogara.
—¿Qué ocurre? Pareces una mocita sudorosa y asustada.
Bob sabía que para Fred, «una mocita sudorosa y asustada» era lo más despreciable de este mundo y mascó la ofensa sin ofenderse. Fred era el amo y él era un criado al que se le tenía mucha consideración. Fred odiaba a los seres débiles, más que odiarlos los despreciaba con humillante desdén, y Bob sabía que él era un ser débil.
—Habla, Bob, que tengo poco tiempo que perder.
—Tiene diecinueve años.
—La edad no me importa —cortó—. Su nombre, su apellido, su familia… De dónde procede y cuánta es su fortuna.
—No pude saber tanto en tan poco tiempo, Fred. Además… —y esto lo dijo con cierto triunfo—, no es de las que se pueden conseguir por un abrigo de visón o un coche último modelo.
—De cómo se puede conseguir, no te pregunté —dijo, frío—. Su nombre.
—Catalina Whittemore, lady Whittemore, hija del muy ilustre lord Whittemore. Los amigos la llaman Cat y ella ha regresado de un colegio francés hace unas semanas, por lo cual aún ignora que existe en Londres un financiero poderoso llamado Fred Dawn. Para ella tu nombre es… amónimo.
—Querrás decir anónimo —cortó, irónico.
—No domino la lengua tan bien como tú.
—Concreta de una vez, Bob, que me estás fastidiando con tu retórica.
—Ya dije lo que sabía. Si te parece poco…
—Me parece bastante. Paga y sígueme.
* * *
Al día siguiente, Fred sabía todo lo que deseaba de Catalina Whittemore. Sabía que era la única hija de un hombre muy influyente, cuya fortuna era lo bastante sólida como para no necesitar la suya. Sabía también que Catalina Whittemore era altiva, orgullosa, y se hallaba muy pagada de su apellido y de su título de nobleza. Sabía, asimismo, que nunca tuvo novio, que había regresado recientemente de un colegio aristocrático francés y que tenía contados amigos, pero todos pertenecientes a la más alta esfera.
Tony, que había sido el portador de los informes, esperaba órdenes ante la gran mesa de caoba tras la cual se hallaba sentado su hermano mayor. Tony era más delgado aún que Bob y más frágil, lo cual despertaba el desprecio de Fred y Tony no lo ignoraba.
—Fred, con esa chica no vale una aventura.
Y Fred replicó, como una sentencia:
—Pienso casarme con ella. Puedes retirarte.
Tony y Bob no supieron más de aquel asunto y se preguntaron con frecuencia si esta pretensión de Fred había supuesto para él el primer fracaso en su vida de hombre poderoso. Fred nunca, jamás, volvió a mencionar a Catalina Whittemore y pasó algún tiempo. Bob conversó con Tony una mañana y Tony se mostró un poco asombrado.
—¿Estás seguro?
—¿Y desde cuándo?
—Hace aproximadamente, dos semanas. Son muy amigos.
—Fred se propone algo —sentenció Bob—. Fred no es de los que pierden el tiempo, y Lex Walton nunca fue su amigo. Si ahora lo es, será porque Fred lo necesita para sus fines. ¿Catalina Whittemore? Tal vez.
—Lo cierto es que he visto a Fred con Walton y éste es el árbitro de la moda en la alta sociedad. El hombre que conoce a todo el mundo, el hombre que corteja a todas las chicas con dote, el hombre que es indispensable en una fiesta social.
—Ya.
—¿Tú, qué piensas?
—Nada. El tiempo lo dirá. Lo único que puedo anticiparte es que Fred se ha propuesto algo, y si Fred se lo ha propuesto, se sale con la suya aunque deje tras sí cien cadáveres.
—Fred nunca mató a nadie —protestó Tony, que era más inocente que Bob.
—Eso es cierto. No mató con la mano, pero su astucia arruinó a unos cuantos, y la muerte surgió después. ¿Qué más da matar de una manera que de otra? Para el caso es igual.
—Sigue con tu trabajo —aconsejó Tony.
—Ya sigo.
En las oficinas se escuchaba el ruido característico de las máquinas y el susurro de las voces lejanas que llegaban tenuemente de una oficina a otra. Cuando Fred se hallaba en su despacho, no se oía una voz. Pero aquella mañana todos lo habían visto salir enfundado en su gabán oscuro, con la bufanda blanca en torno al cuello y el sombrero calado. Lo vieron luego subir al «Rolls» que lo esperaba en la acera, convertido en un puntito oscuro desde la altura del quinto piso.