IV
—Hola.
Catalina se volvió en redondo y se encontró con el rostro atezado de Fred. Lo miró detenidamente aun sin querer. Deseaba analizar a aquel hombre de cuya existencia no tenía ni idea una semana antes y de quien había sabido demasiadas cosas en tan corto espacio de tiempo.
—Hola —repitió él, cogiendo la silla y sentándose en ella con toda tranquilidad.
Vestía de etiqueta y las ropas oscuras daban a su imponente persona mayor realce. Resultaba interesante más que guapo y su soberbia talla de Tarzán anulaba la fragilidad de la mujer, que continuaba mirándolo fijamente.
—¿Qué ha resultado del examen? —preguntó, cachazudo—. Sin duda no soy un adonis, pero, a decir verdad, esos tipejos tan perfectos me crispan los nervios. Demos gracias a la Naturaleza que me dotó con un físico a mi gusto.
Catalina tampoco respondió.
Se hallaban en una velada nocturna, en el palacio de los padres de Lex Walton, y Catalina no esperaba encontrase allí al poderoso financiero cuya astucia todos conocían.
—¿Ha pensado en mi proposición, distinguida milady?
Catalina decidió responder y alejarlo para siempre de su vida.
—Por supuesto.
—¿Y qué me dice? Puede hablar con entera libertad. Nadie nos oye. Las damitas y los caballeros se dedican al arte de Tepsícore, y las damas mayores y los caballeros sesudos comentan nuestro aparte. La Prensa se dedicará a nosotros mañana mismo y en grandes titulares se harán la interrogante: ”¿Boda entre el conocido financiero Fred Dawn y la muy distinguida heredera de los Whittemore?” Será muy divertido.
—No veo la diversión por ninguna parte.
—Porque no tiene usted sentido del humor. Los muchachos de la Prensa saben que nunca me meto con ellos, que les permito decir de mí cuanto se les ocurre y sacarán a relucir todos los trapos sucios de mi vida. Dirán —hizo un alto y se echó a reir. Tenía una risa simpática que partía de la boca sensual de parte a parte y unos ojos que se empequeñecían y decían miles de cosas sin decir nada—. Dirán que a los quince años hice el viaje desde mi pueblo escocés a un poblado en un tren de ganado. Dirán que a mi paso por la vida seducí a las mujeres y engañé a los hombres.
—¿Quiere callarse de una vez?
—Perdone —rió burlón—. Me olvidaba de quién es usted. Decíamos que ha pensado usted en la respuesta.
—He pensado.
—¿Y bien?
—No quiero casarme con usted.
Fred no dejó de sonreir, pero una sombra de cólera pasó por sus ojos en un instante.
—¿No? ¿Y por qué?
—Porque en medio de tanta admiración despertada por usted a lo largo de su vida, yo le desprecio.
Fred no se inmutó. Diríase que esperaba la respuesta, si bien no era así. El nunca imaginó que una muchacha se negará a ser su mujer. El bien sabía lo que significaba para una mujer ser la esposa de Fred Dawn, y creyó firmemente que lady Whittemore, tras unos cuantos remilgos, accedería de buen grado. No obstante, no denotó su asombró.
—¿Me desprecia? ¿Y por qué? Le advierto que de cualquier modo que sea, usted llegará a ser mi esposa. No quisiera tener que recurrir a mi… llamémosle astucia. Pero en el supuesto que se niegue rotundamente, recurriré.
—¿Y me pregunta aún por qué lo desprecio?
—Verá usted, milady. Cuando dos jugadores extienden las cartas sobre una mesa y se disponen a jugar, yo admiro al que las maneja mejor. Supongo que usted no pretenderá ser diferente de todos los humanos. El que juega mejor merece la admiración de quien lo ve. Yo soy aquí un jugador y puedo manejar las cartas de muchas maneras, todas en mi favor, por supuesto.
—Permítame que me retire.
—No se precipite. Después de todo, esto no es más que una conversación entre dos… pongamos amigos. Para conseguirla a usted, tengo varios hilos en mi mano. El más eficaz de todos es arruinar a su señor padre, de modo que sea mi deudor y pague esto con su persona. Pero no lo haré. No quiero ganarla con la villanía de unas acciones bien barajadas. Quiero que venga usted a mí por su propio gusto.
—Parece olvidarse usted de que estamos en una época en que los feudalismos no tienen eficacia Y también parece olvidar que es usted un hombre despreciable para mí y que yo mido las cosas desde puntos más elevados.
—Ya sé —rió, burlón—. Es usted de una espiritualidad conmovedora, y yo de un materialismo aterrador.
—Algo parecido. Somos demasiado diferentes para tomarnos de la mano y seguir juntos el resto de nuestra vida. —Bajó la voz y añadió irónica—. Le advierto que hay miles de chicas esperando que usted les pida en matrimonio.
—A mí me gusta usted.
—Por lo visto, el amor para usted no tiene significado alguno.
Fred no respondió al pronto. Encendió un cigarrillo y expelió él humo hacia la ventana abierta.
—Desde muy joven —dijo lentamente— me vendieron el amor, terminando por sacar la conclusión de que una cosa que se vende y puede alquirir cualquiera a bajo precio, no es un sentimiento puro, no es un sentimiento verdadero, sino una mercancía a merced de cualquiera que pueda pagarla. Esta es mi opinión del amor. Claro que usted puede hacérmela variar.
Catalina se puso en pie con rapidez. El no se movió y la joven hubo de bajar la cabeza para mirarlo.
—Señor Dawn, es usted aun más miserable de lo que creí en un principio. Esa aureola de poder que lo ensalza, no es más que una capa de grueso espesor bajo la cual oculta usted sus bajos sentimientos. Lamento haber sacado tan lamentable conclusión de esta breve charla. Y le agradecería —añadió retadora— que no me moleste más. Olvídeme y dispare su batería hacia una muchacha menos espiritual que yo y más… asequible.
—No pienso seguir su consejo, mi linda jovencita.
Catalina giró en redondo y atravesó el salón con la cabeza erguida. Fred no se movió del asiento. Junto al ventanal, con un codo apoyado en el respaldo de la butaca y las piernas cruzadas, miraba con ojos vivos y penetrantes cuanto ocurría a su paso. Nada le interesaba. Miraba tan sólo a la bella hija del lord Whittemore. Una muchacha que cada día le interesaba más y la cual sería suya a costa de lo que fuera. La vio bailar en brazos de un hombre y fijó sus ojos en la boca voluntariosa que se apretaba con irritación, lo cual indicaba que pensaba en él. Le gustaba aquella boca de mujer, aquellos labios altivos que doblegaría y sentiría complacidos bajo los suyos. Sí, sería suya, suya por entero, y ante esta conclusión, Fred sintió en su cuerpo lo que jamás había sentido al recordar o presentir a una mujer. Sintió que una oleada de calor lo inundaba todo, que una cálida sacudida le empezaba en los pies y terminaba martilleando en sus sienes con golpes suaves y consoladores. Se puso en pie asombrado y con irritación lanzó la punta del cigarrillo por la ventana y se dirigió al bar.
* * *
Catalina se desperezó en la mullida cama y abrió los ojos. Rápidamente saltó del lecho y se cubrió con una bata de felpa. Buscó las chinelas y con la misma precipitación penetró en el baño.
Eran las once de la mañana y había quedado citada con sus amigos en el campo de deporte para jugar una partida de «golf». Se vistió precipitadamente sin llamar a su doncella, y cuando ésta entró en la regia alcoba, lady Whittemore se dirigía ya a la puerta, vistiendo ropas deportivas, con un casquete en la cabeza y los guantes apretados en la mano.
—Milord espera a milady para el desayuno.
—Voy ahora mismo, Mipsi.
Salió y se dispuso a atravesar la salita contigua. Súbitamente se detuvo y lanzó una expresiva mirada en torno. La salita estaba materialmente cubierta de orquídeas; contó casi sin darse cuenta, y dijo, volviéndose a Mipsi:
—Diez ramos. ¿Quién los ha traído?
—Una furgoneta del quiosco de flores próximo.
—Pero esto cuesta un dineral.
—Eso ha dicho milord.
Catalina, parpadeando, se acercó precipitadamente a un ramo. Con suavidad, cogió una tarjeta: «Fred Dawn».
Lanzó una sorda exclamación, y perdiendo un poco su compostura de joven disciplinada, la tiró al suelo y la pisó con ira, causando el callado asombro de la doncella.
Súbitamente, se acercó a otro ramo y asió la tarjeta. Con los ojos cegados por la ira, leyó: «Fred Dawn».
—Son todos del señor Dawn —dijo Mipsi, con su vocecilla de lorito amaestrado.
Catalina se volvió hacia ella y dijo con los labios apretados:
—Tíralas, ¿me oyes? Tíralas.
Y salió de la estancia pisando fuerte, igual que si el cuerpo de Fred Dawn estuviera colocadito bajo sus pies.
—Buenos días, hijita.
Besó a su padre en la frente y luego se sentó frente a él.
—¿Qué ocurre, Cat? Tienes mal semblante.
La joven desplegó la servilleta y procedió a untar de manteca un bollo apetitoso, que no llegó a comer.
—¿Lo has visto? Ese maldito hombre va a conseguir que enloquezca.
—Come y no te alteres.
—¿Comer? Se me indigestaría, papá.
—No es para tanto. Después de todo, a cualquier muchacha halagaría tal muestra de galantería.
—No es galantería, papá —chilló Cat, perdiendo los estribos—. Es ganas de molestarme, de irritarme. ¿Me entiendes? No pretende halagarme porque los hombres como Fred Dawn creen tenerlo todo en su mano sin necesidad de molestarse, y para él es una molestia tener que encargar a su secretaria que envíe flores a una chica. Es que pretende fastidiarme la existencia y si sigue así lo logrará.
—Cásate con él y en paz.
Catalina dobló la servilleta y la tiró sobre el vaso de leche que no había probado aún.
—¿Es eso lo que me aconsejas? Tú, mi padre, el hombre que conoce mis altos ideales, el hombre que…
—No dramatices, Cat —cortó, frío—. Sé muy bien cómo eres, y sé asimismo, cómo es el señor Dawn. No perdona, ¿me entiendes? Sentencia y castiga simultáneamente.
—¿Y qué puede importarte eso a ti?
—Se conoce que vives muy al margen de los problemas que agitan al mundo —dijo sarcástico—. La mayor cantidad de mi capital lo tengo puesto en acciones de los ferrocarriles de la compañía de Dawn. Suponte por un momento que Fred Dawn arruina su compañía. No sería nada extraño. Sus ingresos no proceden de ahí. Una empresa arruinada para un hombre que tiene cientos de ellas, importa un ardite. Tu persona tiene un alto valor para él y si de plano lo rechazas, no sé lo que podría ocurrir. No soy yo solo. Existen muchos otros aristócratas cuyas fortunas dependen del señor Dawn. ¿Por qué crees tú que es admitido y halagado en todos los círculos sociales? Dawn sabe bien lo que se hace. Es el hombre más astuto que conocí y el hombre del cual dependen muchas vidas y muchas fortunas.
—Ignoraba eso. Otro motivo para despreciarlo.
—Pues ándate con cuidado, Catalina. De la noche a la mañana puede convertirte dé rica heredera en la pobre más miserable del país, y eso sería terrible no sólo para tu tranquilidad de mujer joven y halagada, sino para tu nombre, que debe tenerte un poco preocupada.
—No lo creo capaz de semejante villanía, papá.
—Pues ten en cuenta que es un villano astuto y no perdona. Sólo si le interesas contendrá su furor.