19
Salto de larga distancia
La delicadeza no nos va a llevar muy lejos en este asunto, así que Janis pide sándwiches a un catering que está detrás de la cafetería y, cuando las señoras del círculo de costura y el comité de comando revolucionario aparecen, cerramos la puerta principal, colgamos el cartel de CERRADO, y bajamos.
—Tenemos un día para organizamos —dice Janis—. Reeve, ¿quieres resumir la situación?
Las cabezas cambian de dirección. Por sus expresiones, no creo que se esperaran verme aquí. Sonrío.
—Este sitio —este programa— se diseñó al principio como una cárcel, una prisión militar. Funciona demasiado bien; los conspiradores YFH pensaron que una prisión no solo retiene a la gente dentro, sino que también mantiene fuera a los demás. Así que lo configuraron como un laboratorio de investigación, que es como lo vemos nosotros ahora —señala a las cajas que están en las estanterías de la pared de atrás—. Están desarrollando un nuevo tipo de dictadura cognitiva, que se expandirá con el Curious Yellow, y están criando una población de portadores. Lo que están planeando es que, cuando lleguemos al final de la escala de tiempo del experimento, nos reintegrarán en la sociedad general… y usarán a nuestros hijos para expandir el virus —veo que Janis se lleva la mano, inconscientemente, a la barriga—. ¿Queréis ayudarlos?
Un murmullo se extiende por la habitación, creciendo rápidamente.
—¡No!
—Me alegra oírlo —dice Janis con sequedad—. Ahora, esta es la cuestión… ¿qué vamos a hacer? Reeve y yo hemos estado trabajando en la respuesta. ¿Alguna hipótesis?
Sam levanta la mano.
—Vais a hacer estallar el marco de referencia de la puerta de salto de larga distancia —dice tranquilamente—, dejándonos encallados a un trillón de kilómetros de la política humana más cercana. Y después vais a darles caza a los conspiradores y dispararles, encontrar sus redes de copias y desactivarlos, y pegar saltos pisoteando sus escombros humeantes.
Janis sonríe.
—¡No está mal! ¿Otra?
El levanta la mano.
—¿Hacer elecciones?
Janis parece desconcertada.
—Algo parecido, supongo —se encoge de hombros—. Pero eso será más adelante, ¿no? ¿Qué me falta por decir?
Carraspeo para aclararme la garganta.
—Sabemos dónde está la puerta de salto de larga distancia. Lo que supone buenas y malas noticias.
—¿Por qué? —pregunta Helen. Han empezado a sentirse involucrados, que es muy bueno, pero podría ponerse feo si Janis y yo no presentamos una situación lógica. No son tontos, y saben que no los hubiéramos llamado para venir al sótano si la situación no fuera desesperada.
—¿Reeve? —indica Janis.
—Muy bien, esta es la situación: nos encontramos en un MASucker que, de algún modo, fue privado de su tripulación durante las guerras de censura. Suponemos que el C.Y. estalló mientras estaban llevando a cabo un cambio de tripulación, o algo así. Sea como sea, el programa en el que nos encontramos es, en realidad, una chapuza de sectores empalmados por medio de puertas de salto de corta distancia ubicadas dentro de los túneles de las carreteras, pero que están en un único colector físico a bordo de una nave, en vez de estar diseminadas por recintos separados. Por este motivo pudo convertirse en una prisión. Hay una única puerta de salto de larga distancia para entrar o salir del MASucker, y está escondida en el extremo de una cubierta blindada en la parte exterior del casco con una puerta de salto de corta distancia en la otra parte del túnel… es un sistema estándar de seguridad de MASucker, ya sabéis. Si alguien lanzara desde el exterior un arma nuclear contra la nave, esta se consumiría fuera del casco. De todas formas, antes que nada tenemos que hacernos con la puerta de salto de corta distancia que lleva a la cubierta del salto de larga distancia, para eliminarla.
—Tenemos que cortar las comunicaciones entre nosotros y su base de operaciones en la sala de los cirujanos confesores, y después asegurarnos de que todos estén al corriente. Yourdon y Fiore han conseguido activar esta dictadura existencial sin oposición porque han logrado convencer a una suficiente mayoría de nosotros de que, si les seguimos el juego, nos recompensarán. Hanta es para ellos una gran ventaja. No tienen que preocuparse por la recompensa; si fuera necesario, ella tiene todo el tiempo que necesita para reajustar a todo el que se desvíe. Una vez desconectados del exterior, los conspiradores pierden sus copias y su poder social, y nos las vemos directamente con ellos. Pero si no lo conseguimos, pueden, simplemente, bloquear las puertas entre los sectores parroquiales y eliminarnos poco a poco, sector a sector.
Me paro un momento para pasarme la lengua por los labios.
—Yo estuve un tiempo dentro de un MASucker antes de la guerra. La puerta que llevaba a la cubierta del salto de larga distancia estaba escondida cerca del puente, eh… del bloque administrativo… que correspondería con la catedral o el Ayuntamiento, en la nueva estructura que Yourdon está ensamblando. La semana pasada estuve fisgoneando un poco, y descubrí dónde vive Yourdon. Tiene un piso en la planta más alta del Ayuntamiento, con un sistema de seguridad hasta las cejas… No entré, pero estuve husmeando por los niveles inferiores… y resulta que el Ayuntamiento se parece muchísimo al alojamiento del capitán del MASucker en el que estuve. En cuyo caso, la puerta T que lleva a la cubierta del salto de larga distancia estará en el piso de arriba, en una habitación segura, adyacente al alojamiento del capitán.
Me paro.
Janis se levanta.
—Y esto es todo, amigos, así que vamos a simplificar las cosas. Tenemos las invitaciones para la ceremonia del Ayuntamiento pasado mañana. Mi propuesta es que vayamos todos. Yo he tenido la fundición —señala al ensamblador— fabricando equipos con bolsas blindadas para que os las podáis llevar sin temor a que os vigilen. ¿Reeve?
Me aclaro la garganta.
—El plan es: cogemos nuestros equipos y aflojamos la cuerda en cuanto Yourdon se ponga delante de todos nosotros para hablar. El Equipo Verde se encarga de la seguridad de la sala, elimina cualquier tipo de soporte armado que los malos puedan tener, y mata a todas las copias de Yourdon, Fiore y Hanta que encuentren. Tendrán copias o vidas múltiples activas, pero si somos rápidos, podemos evitar que las instancias del Ayuntamiento comuniquen con el exterior. Mientras tanto, el Equipo Amarillo subirá al cuartel del capitán… del obispo… y hará saltar la cubierta de salto de larga distancia que está justo en el lateral de la nave. ¿Alguna pregunta?
Manos levantadas.
—Muy bien, esto es lo que vamos a hacer. El, Bernice, Helen, Priss, Morgaine, Jill, vosotras estáis en el Equipo Verde con Janis, que está al mando de todo. Sam, Greg, Martin, y Liz, vosotros estáis en el Equipo Amarillo, conmigo. Yo estoy al mando. Equipo Amarillo, no hagáis nada, y yo os informaré. Equipo Verde, comed y volved al trabajo… volved a la biblioteca uno a uno entre esta tarde y mañana, y Janis decidirá, os copiará, y os informará.
Hay más murmullo en el fondo. Janis se aclara la garganta.
—Una cosa más. La seguridad operacional es suprema. Si alguien dice algo, estamos todos… no muertos. Peor. La doctora Hanta tiene una clínica jodecerebros completamente equipada y operante en el hospital. Si dais una sola muestra fuera de este sótano de estar involucrados en el plan, cerrarán las puertas de salto de corta distancia, aislándoos, y nos inundarán de zombis hasta que nos quedemos sin municiones ni cuchillos. Entonces nos cogerán y nos convertirán en felices y sonrientes esclavos. Algunos de vosotros pensaréis que es mejor esto que morir… muy bien, es una opción personal. Pero si creo que alguno de vosotros intenta imponerme a mí esta opción, acudiendo a los curas, descubrirá que mi opción personal es dispararle y matarle antes.
—Si alguno de vosotros se quiere retirar, que lo diga ahora… o que se quede por aquí cuando subamos y que me lo diga cuando se hayan ido los demás. Tenemos una puerta A; podemos simplemente haceros una copia y manteneros helados mientras dure. No tiene sentido participar si estáis asustados. Pero si no os retiráis explícitamente, os consideraré bajo mi mando, y espero obediencia total hasta la muerte, hasta que nos hagamos con la nave.
Janis mira a su alrededor, a todos, con una mirada áspera. Por un momento, vuelve a ser Sanni, brillando a través de su piel como una lámpara deslumbrante a través de una malla de camuflaje, terrorífica y salvaje.
—¿Habéis entendido?
Hay un coro de síes por toda la habitación. Entonces una de las mujeres embarazadas del fondo levanta la voz.
—¿A qué estamos esperando? ¡Manos a la obra!
El tiempo vuela, apuntando al momento difícil que nos espera.
Tenemos problemas logísticos. Tener una puerta A en el sótano de la biblioteca es genial (es prácticamente indispensable para lo que nos proponemos hacer), pero tiene una producción en serie limitada. No fabrica isótopos poco comunes, así que lo único que podemos hacer es atacar con armas nucleares la cubierta de la puerta de salto de larga distancia. Ni tampoco tenemos las plantillas de diseño de un cuerpo-tanque ni zánganos de combate ni nada que vaya mucho más allá de las armas blancas personales. No se puede fabricar una puerta T con una puerta A, así que tenemos que trabajar sin tecnología de agujero de gusano… que es la única que elimina una espada Vorpal. Con tiempo o sin ser vigilados, podríamos fabricar algo alternativo, pero Janis dice que contamos con una producción máxima de materia prima de cien kilogramos por hora. Me imagino que Fiore, o quienquiera que haya decidido implantar esta puerta en el sótano de la biblioteca, la habrá limitado para evitar que alguien como yo la pudiera convertir en una plataforma de invasión. Su seguridad operacional es desigual por la excesiva precipitación y los proyectos inacabados, pero está lejos de ser inexistente.
Al final Janis me dice:
—Voy a dejarla trabajando toda la noche, fabricando un bloque de RDX plastificado, detonadores y más municiones para las pistolas. Podemos crear unos diez kilos en seis horas. Esta será la cantidad máxima de alto explosivo que provoque el máximo de energía que podamos arriesgarnos a fabricar sin que salte ninguna alarma por algún sitio. ¿Crees que es suficiente para seguir el plan del marco de referencia de la puerta de salto de larga distancia?
—¿Con diez kilos? —muevo la cabeza—. Es frustrante. Realmente no es bueno.
Se encoge de hombros.
—Quieres arriesgarte a ser técnica con Yourdon, como quieras.
Tiene razón. Hay muchas probabilidades de que los malos hayan implantado troyanos en algunas de las plantillas de diseño de armas más complejas… cualquier arma más sofisticada que las pistolas o el explosivo químico natural, contarán con dispositivos de seguridad y sistemas de sensores que pueden hacer fracasar nuestro intento. Las ametralladoras que ha fabricado son naturales, miras de hierro y gatillos mecánicos que no llaman la atención. Ni siquiera tienen dispositivos de seguridad biométricos para evitar que alguien te coja el arma y te dispare a ti. Están un escalón por encima de mi proyecto de ballesta, pero solo un escalón más alto. Por otra parte, no tienen ningún chivato electrónico que Yourdon o Fiore puedan subvertir.
—¿Has comprobado las municiones, por si acaso?
Janis asiente con la cabeza.
—Las pistolas disparan. Ningún problema en este sentido.
—Bueno, entonces, por lo menos algo funcionará —estaría más tranquila si pudiéramos contar con un refuerzo de armas seriales, pero ahora que ya no estoy en la piel de Fiore, sería difícil de conseguir.
Janis me mira.
—Es el momento de la verdad.
Respiro profundamente.
—¿Y cuándo no lo ha sido?
—Sí, pero… teníamos copias, ¿no? —tiene los hombros en posición de defensa—. Esta vez será nuestra última actuación. No es así como me esperaba que salieran las cosas.
—Yo tampoco —termino de empaquetar mi bolsa y me incorporo—. ¿Crees que alguien se derrumbará?
—Espero que no —se queda mirando a la pared, con los ojos perdidos en algún lugar del espacio interno—. Espero que no —se le va la mano otra vez a la barriga—. He reclutado mujeres embarazadas por una razón. Hace que veas las cosas desde otra perspectiva. Esto lo he aprendido aquí —le brillan los ojos—. Puede ir de dos formas: las que todavía sigan ejecutando el papel que les ha metido el YFH en la cabeza, se enfadarán y se asustarán, y las que lo hayan interiorizado, que están preparadas para ser madres, se enfadarán aún más por lo que esos violadores de mentes les van a hacer a sus hijos. Una vez que se supera el miedo y la desconfianza, se llega a la ira. No creo que ninguna de las mujeres embarazadas se eche atrás, y te darás cuenta de cuáles son los hombres que tienen a alguna de sus mujeres en esto.
—Cierto —Janis… no, Sanni, es aguda como un cuchillo. Sabe lo que hace cuando llega la hora de organizar una célula de operaciones. Pero si es un cuchillo, tiene un filo quebradizo—. Sanni, ¿te puedo preguntar una cosa?
—Claro —su tono es tranquilo pero veo pequeñas muestras de tensión, las arrugas alrededor de los ojos. Sabe por qué la he llamado así.
—¿Qué quieres hacer después de todo esto? —elijo las palabras correctas—. Estamos a punto de encerrarnos encesta pequeña sociedad-burbuja que ha salido de la Edad de Piedra, una nave generacional… no saldremos de aquí en gigasegundos, decenas de ellos, ¡por lo menos! O sea, no, a no ser que nos quedemos en suspensión después. Y yo creía que tú, tú querías escapar, salir de aquí y avisar a todos los de fuera. Romper el YFH desde el exterior. Pero, bueno, hemos decidido derrumbar el túnel de escape sobre nosotros. ¿Qué quieres hacer tú, después, cuando nos desconecten?
Sanni me mira como si me hubiera salido una segunda cabeza.
—Quiero retirarme —mira al sótano, nerviosa—. Este sitio me pone los pelos de punta; tenemos que volver a casa pronto. Mira, Reeve… Robin… nosotros pertenecemos a este lugar. Esta es la prisión. Aquí es donde mandan a los que han salido dañados de la guerra. A los que necesitan reprogramación, rehabilitación. Yourdon y Hanta y Fiore pertenecen a este lugar… ¿pero no crees que nosotros también le pertenecemos? —parece atormentada.
Me lo pienso un momento.
—No, creo que no, pero creo que podría llegar a gustarme estar aquí —me obligo a añadir—, si no estuviéramos presionados por… ellos.
—Para esto se diseñó. Una casa de reposo, un retiro seductor, un bálsamo para la frente torturada. Vete a casa con Sam —se va hacia las escaleras sin mirarme—. Piensa en lo que tú has hecho, o en lo que hizo él. Yo tengo las manos llenas de sangre, y lo sé —está a mitad de la escalera y tengo que moverme para seguirle el paso—. ¿No crees que el mundo de ahí fuera debería estar protegido de gente como nosotros?
Ya arriba de las escaleras pienso en una respuesta.
—Puede ser. Y puede que tengas razón, hicimos cosas terribles. Pero estábamos en guerra, y era necesario.
Respira profundamente.
—Me gustaría tener la seguridad que tienes en ti misma.
Parpadeo. ¿Mí seguridad en mí misma? Antes de encontrarla aquí, asustada y sola, siempre había pensado que era Sanni la que estaba completamente segura de sí misma. Pero ahora que los demás cómplices no están, parece confusa y un poco perdida.
—No me puedo permitir dudar —admito—. Porque si empiezo a dudar, me hundiré.
Produce una sonrisa radiante, como la primera luz de un test de alcance.
—No lo hagas, Robin. Yo cuento contigo. Eres la única arma que necesito.
—De acuerdo —le digo. Y cada una sigue su camino.
Me voy para casa, con la bolsa de malla colgada del hombro. Hoy no es día de ir en taxi, sobre todo ahora que corro el riesgo de encontrarme a Ike. Por alguna razón, todo parece particularmente vivo, el césped está más verde y el cielo más azul, y el aroma de los macizos de flores que hay fuera de los edificios municipales es abrumadoramente dulce e insólito. Me siento la piel como si hubiera captado una carga masiva electrostática, con los folículos pilosos erectos. Estoy viva —entiendo de pronto—. Mañana a esta hora puede que esté muerta, muerta para siempre porque si fracasamos, los conspiradores YFH seguirán teniendo la puerta T, y sus cómplices no dudarán en borrar todas las copias que tengan en archivo de nosotros. Puede que pase a la historia, como algo aburrido, un objeto de estudio si es que alguna vez habrá otra generación de historiadores.
Y si de algún modo logramos sobrevivir, me quedaré aquí prisionera durante las tres próximas vidas, sin cambios ni mejoras.
Tengo emociones contrarias. Cuando entré en combate antes (por lo que me acuerdo), no me preocupaba morir. Claro que en aquel momento no era humano. Era un regimiento de tanques. Y el único modo en que habría podido morir, era que perdiéramos completamente la guerra.
Pero ahora tengo a Sam. La idea de que Sam pueda estar en peligro me acobarda. La idea de vernos los dos al servicio de los conspiradores YFH me preocupa, pero de otra forma. Date por vencido, ríndete, y todo irá bien: este es el eco de su voz personal, que me persigue para atormentarme. La he rechazado, ¿no? Pero forma parte de mí. Invisible, ineludible. Nunca podré dejar de saber que me rendí…
Sanni se ha rendido —me he dado cuenta—. No ante Yourdon y Fiore, sino ante el fin de la guerra. No quiere seguir luchando; quiere establecerse y formar una familia y ser una pequeña bibliotecaria de pueblo. Janis es la Sanni real ahora, tan real como puede serlo. Puede que la prisión haya sido tomada y corrompida por conspiradores, pero sigue teniendo su alquimia psicológica sobre nosotros. Puede que sea esto de lo que me está hablando. Ninguno de nosotros somos el que o lo que fuimos, aunque nuestra historia no se pueda borrar. Intento imaginarme lo que debí de parecerles a los civiles a bordo de los recintos que conquistamos por sorpresa y encuentro un punto ciego. Sé que he debido de aterrorizarlos, pero dentro de la coraza y detrás de las armas era yo, ¿no? Pero ¿cómo lo iban a saber? No importa. Ya ha pasado todo. Tengo que vivir con ello, del mismo modo que tuvimos que hacerlo. Parecía necesario en aquel momento: si no querías que tus recuerdos fueran censurados por un software feroz, o peor, por oportunistas sin escrúpulos que han metido un troyano en el gusano, tenías que luchar. Y una vez que tomas la decisión de luchar, tienes que vivir con las consecuencias. Esta es la diferencia entre nosotros y Yourdon, Fiore y Llanta. Nosotros estamos dispuestos a albergar dudas, a pasar por alto; pero ellos siguen luchando para volver a llevar la guerra a sus enemigos. A nosotros.
No son pensamientos buenos. Son abiertamente morbosos, y puedo vivir sin ellos… pero no me dejarán en paz, así que mientras camino, intento balancear la bolsa, cantando una canción alegre. E intento verme desde fuera mientras sigo andando. Ahí va una bibliotecaria feliz que, vista desde fuera, es una mujer con un vestido de verano, con una bolsa en la mano, que va de camino a casa, silbando, después del trabajo. Pero, invierte la imagen, y verás a un exsoldado obsesionado con un sueño, agarrando ávidamente un saco militar que contiene una ametralladora, escabullándose de su cuartel por última vez antes de…
Mira, párate, ¿quieres?
Así está mejor.
Cuando llego a casa, escondo la bolsa en la cocina. En el salón está encendida la televisión, así que tiro los zapatos y me voy para allá pisando suavemente el suelo.
—Sam.
Está en el sofá, acurrucado delante de la pantalla parpadeante, como siempre. Tiene una lata de cerveza en la mano. Me mira mientras entro.
—Sam —me uno a él en el sofá. Un momento después me doy cuenta de que en realidad no está viendo la tele. Su mirada está fija en el patio que hay fuera, detrás de las puertas de cristal del fondo de la habitación—. Sam.
Sus ojos se mueven trémulamente hacia mí, y un momento después las esquinas de su boca se levantan ligeramente.
—¿Trabajando hasta tarde?
—Me he venido andando —levanto el pie. Los suaves cojines del sofá se los engullen. Me recuesto sobre él, poniendo la cabeza en sobre su hombro—. Quería sentirme…
—Conectada.
—Sí, eso, exacto —noto su pulso, y su respiración profunda, como una pasión que agita las raíces de mi mundo—. Te he echado de menos.
—Yo también te he echado de menos —me toca la mejilla con la mano, llegando hasta la frente, echándome el pelo hacia atrás.
En momentos como este odio ser un humano tradicional… una isla de gelatina pensante atrapada en un caparazón de huesos, a milisegundos interminables de sus amantes, obligado a comprimir cada significación en un canal ^e lenguaje de ancho de banda bajo. Todos somos islas, rodeadas por los océanos sin fondo de noches inconscientes. Si yo fuera la mitad de lo que fui, y tuviera mis recursos a mano (y si Sam, si Kay, quisiera), podríamos conectarnos por multiplex, y conocernos miles de veces mejor de lo que permite esta torpe humanidad serial. Es patético saber lo que hemos perdido, lo que podríamos haber tenido juntos, que solo hace que lo quiera más todavía. Me muevo ansiosamente y me agarro a su cintura.
—¿Qué es lo que te ha llevado tanto tiempo?
—Estoy escapando —por fin se da la vuelta y me mira—. De mí mismo.
—Yo también —sin ninguna prudencia—: ¿Es parte de nuestro problema? ¿De ser… esto?
—Está demasiado cerca —traga—. De lo que ellos querían que yo fuera.
No le pregunto quiénes son ellos.
—¿Quieres escapar? ¿Dejar el programa?
Se queda en silencio.
—Creo que no —dice al cabo de un rato—. Porque tendría que volver a ser lo que no quiero ser, si es que tiene sentido. Kay era un disfraz, Reeve, una máscara. Una mujer vacía. No una persona real.
Me acurruco más cerca de él.
—Sé que querías crecer en ella.
—¿Lo sabías? —levanta una ceja.
—Mira, ¿por qué no piensas que yo estoy aquí?
—El caso es… —me mira un poco lastimero—. ¿Tú te quieres ir?
No estamos hablando de si irnos o quedarnos, eso está claro, sino de lo que él quiere decir con eso.
—Yo creo que lo hice —admito, jugando con los botones de su camisa—. Entonces, la doctora Llanta me puso en orden, y entendí que lo que de verdad quería era algún sitio donde curarme, donde poder ser yo misma. Comunidad. Paz —meto la mano dentro de su camisa, y su respiración adquiere un ligero tono ronco que me hace apretar los muslos—. Amor —me paro—. No necesariamente a su modo, tranquilo —me está acariciando el pelo con la mano. Con la otra mano…— Sigue.
—Tengo miedo, Reeve.
—Pues ya somos dos.
Después:
—Quiero lo que me has dicho antes.
Me quedo sin aliento.
—Somos dos. Ya. Oh.
—Amor.
Y seguimos nuestra conversación sin palabras, usando un lenguaje que ningún abhumano de Inteligencia Artificial que nos estuviera viendo podría entender… un lenguaje de contacto y caricias, tan viejo como la especie humana. Lo que nos decimos el uno al otro es sencillo. No tengas miedo. Te quiero. Nos lo decimos con urgencia, enfáticamente, nuestros cuerpos gritan nuestros estímulos silenciosos. Y en la oscuridad de la noche, cuando nos buscamos el uno al otro, me atrevo a pensar que todo irá bien al final.
No estamos obligados a fracasar.
¿No?
El desayuno es como una calma desesperación. Tras el café y la tostada me aclaro la garganta y comienzo un discurso planeado con cuidado.
—Tengo que ir a la biblioteca antes de la iglesia, Sam. Se me han olvidado allí los guantes.
—¿Ah sí? —me mira, con líneas de preocupación que se entrecruzan en su frente.
Asiento vigorosamente.
—No puedo ir a la iglesia sin los guantes, no sería decente —decente es una de las palabras clave que controlan los vigilantes. Los guantes, en realidad, no están en el código de infracciones, pero son una buena excusa.
—Vale, supongo que debería ir contigo —dice, con el entusiasmo de un hombre condenado a enfrentarse con la cámara de equilibrio—. Entonces, tenemos que salir temprano, ¿no?
—Sí. Será mejor que coja mi bolsa —le digo.
—Yo tengo un chaleco nuevo.
Levanto una ceja. Su sentido de la moda es todavía más artificial que el mío.
—Está arriba —explica. Por un momento me parece que va a decir algo más, algo comprometedor, pero consigue reprimirse a tiempo. Se me retuerce el estómago, con náuseas.
—Ten cuidado, cariño. Nada puede ir mal —dice, con estudiada ironía. Sube las escaleras, hacia nuestra habitación. (Nuestra habitación. Se acabaron las noches solitarias). Mi corazón parece tener latidos extra. Entonces, llega el momento de recoger la cocina, poner los platos en el lavavajillas, y ponerme los zapatos.
Cuando Sam baja, está vestido para la iglesia… con un chaleco lleno de bolsillos debajo de la chaqueta, y, en la mano, el maletín que preparamos ayer.
—Eh, vamos —me dice, con una sonrisa anémica.
—Sí —le digo, miro el reloj y cojo mi bolsa extra grande—. Vamos allá.
Llegamos a la biblioteca sobre las diez, y abro. La puerta que da al sótano ya está abierta. Meto la mano en la bolsa, consciente de que si alguien ha arruinado la operación, los malos podrían estar ahí esperándome. Pero cuando llego abajo, me encuentro a Janis.
—Hola Janis —le digo, un poco nerviosa.
—Hola —baja la pistola—. Estoy comprobando.
—Claro. ¿Sam? Baja —me vuelvo hacia Janis—. Estamos esperando a Greg, a Martin y a Liz.
—Muy bien —Janis señala un montón de bloques de plástico grisáceo que está en uno de los escalones—. ¿Sam? Creo que funcionará mejor si tú llevas estos.
—Claro —Sam deambula sin dirección y coge uno de los bloques. Lo aprieta experimentalmente, y lo huele—. Mmm, huele a éxito. ¿Detonadores?
—En el sofá —encuentro la pila de los cargadores y cojo dos, y después compruebo si están bien cargados—. ¿Dónde están las ruedas de engranaje? —pregunto.
—De camino —Janis señala la puerta A—. También tenemos que sincronizar los relojes.
—Vale —no va a salir muy bien sin auriculares ni receptores transmisores radio cognitivos, pero están los últimos en la lista de cosas que tenemos que ensamblar, porque resultan demasiado evidentes. Son más fáciles de sabotear que la plomería de metal o los explosivos químicos, y mucho más propensos a activar las alarmas de la puerta A que una colección de antiguallas. Si las radios no funcionan, la comunicación entre nosotros será difícil… relojes de pulsera que marcan el momento de empezar a disparar.
Sam apiña bloques de Composición-C en los bolsillos de la chaqueta, apretándolos para que quepan. Le forman un bulto en la cintura, como si hubiera engordado de repente, y cuando se pone la chaqueta, se le queda abierta, aunque tire de ella. Lo que está haciendo me recuerda a algo que supe una vez, algo alarmante, pero casi no me acuerdo de lo que era. Así que sacudo la cabeza y me voy para arriba, a esperar en el mostrador de recepción.
Algunos minutos después llegan juntos Martin y Liz. Les digo que se vayan para el sótano. Me estoy preocupando, cuando llega Greg. Falta poco. Son las 10:42 y la reunión será dentro de un kilosegundo o así.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunto.
—Estoy hecho polvo —admite. Creo que ha estado bebiendo—. No he dormido bien. Vamos a terminar con esto, ¿eh?
—Sí —le indico el sótano—. La gente está ahí abajo.
Menos diez minutos. La puerta se abre, y Janis sale.
—Muy bien, yo me voy para empezar la fiesta en el auditorio —me dice. Una sonrisa fantasiosa—. Suerte.
—Suerte —se echa hacia adelante y le doy un breve abrazo. En un momento ya se ha ido, y se dirige calle abajo hacia el Ayuntamiento.
—¿Dónde está Sam? —pregunto.
—Oh, tenía algo extra que hacer allí abajo —dice Liz, haciendo un mohín de burla con la nariz—. Nervios de última hora —poco después vuelve a subir—. Vamos, Sam, ¿te quieres perder la fiesta?
Abro la boca.
—¡Ha llegado la hora!
Fragmentos de memoria convergen en un punto del tiempo:
Cinco de nosotros, tres hombres y dos mujeres, que recorren Main Street hacia el Ayuntamiento. Todos vestidos de domingo, con pequeños cambios… el chaleco de Sam, mis zapatos, la bolsa de Martin. Discretos auriculares murmurando en nuestros oídos izquierdos, con soportes de color carne paralelos a las líneas de las mandíbulas. Prácticos.
—Mezclaos a la multitud, y cuando se abran las puertas principales del auditorio, romped a la izquierda bajo la puerta con el cartel SALIDA DE INCENDIOS. Encontraos conmigo en la otra parte.
Resolución. Tensión. Corazón latente. Nerviosismo. Un débil olor a aceite mineral en la yema de los dedos. La habitual visión más clara de las cosas.
Cohortes y parroquias de ciudadanos normales… presidiarios… se están reuniendo en los escalones y en el hall de recepción del edificio más grande de Main Street. A algunos los reconozco, a la mayoría no.
Jen se separa de la multitud, sonriendo, dirigiéndose hacia mí. Se me hielan las entrañas.
—¡Reeve! ¿No es maravilloso?
—Sí que lo es —le digo, un poco fría, porque se me queda mirando, entrecerrando los ojos.
—Bueno, perdóname —dice, y se vuelve como para irse, pero se para—. Creía que te alegrarías.
—Y me alegro —levanto una ceja—. ¿Y tú?
—¡Hah! —y con una sonrisa burlona desafiante, se aleja y se engancha al brazo de Chris.
La espalda me escuece con un sudor frío (puro alivio, sobre todo), y me voy hacia la señal de SALIDA DE INCENDIOS, que está convenientemente cerrada a los cuartos de baño. Me paro un segundo para echar una ojeada a mi alrededor y mirar el reloj (menos tres minutos), y me apoyo sobre la barra de emergencia. La puerta se abre, y entro hacia el hueco de la escalera de hormigón.
Clic. Miro alrededor. Liz baja su pistola. Esto y demasiado lenta hoy —pienso desesperadamente—. Pongo en silencio el auricular.
—Dos minutos —digo, de espaldas a la esquina opuesta a la de su posición. Asiente con la cabeza. Meto la mano en la bolsa, cojo la pistola, me meto los cargadores en los bolsillos, y dejo la bolsa. Clic. Esa soy yo.
Un minuto. Sam, Greg y Martin. Este último parece un poco atosigado. Tecleo el micrófono.
—Seguidme.
Hace un par de semanas, cuando estaba dentro del cuerpo de Fiore, exploré este complejo… con muchísimo cuidado, asegurándome de que Yourdon estuviera ocupado en cualquier otro sitio. En la primera planta están la entrada y el gran auditorio, y un par de cosas que el mapa del edificio describe como salas del tribunal. La segunda planta, por la que pasamos sin detenernos, es un espacio lleno de oficinas, pegadas unas con otras. La tercera planta… en fin, no estuve mucho tiempo.
Llegamos a la puerta y nos paramos.
—Cero —digo, siguiendo el movimiento de barrido de la aguja de mi reloj.
Un segundo más tarde se escucha a alguien en mi auricular.
—¡Vamos! —dice Janis.
—Ahora.
Greg abre la puerta rápidamente, y Martin y Liz se introducen, declarando libre el pasillo. Encabezo el grupo y llegamos a otra puerta. Greg fuerza la barra de salida desde nuestra parte. Moqueta. Un pasaje corto y estrecho. Yourdon debería de haber salido ya, ¿no? Me apresuro a seguir adelante, y me encuentro en un salón aburridamente mundano, amueblado con el estilo de los años oscuros, salvo por la suave y blanca protuberancia de una puerta A que se ve en un rincón.
—Aquí —digo—. Separaos.
No hay ningún experto en registrar casas. Si hubiera una resistencia armada, seríamos, sin lugar a dudas, una presa fácil. Pero la casa está vacía. Tres habitaciones, un salón, un despacho… hay un escritorio y una terminal de un ordenador antiguo, y libros… y una cocina y un cuarto de baño y otra habitación llena de cajas. Está vacío. Vacío de personalidad y de anacronismos como una puerta de salto de larga distancia.
—¿Y ahora qué? —pregunta Sam.
—Comprobamos la parte de delante —me encamino a la puerta principal del piso, me pasa por delante y descorre el cerrojo. La empuja para abrirla y da un paso adelante. Entonces, lo sigo para ver dónde estamos, y el suelo da un salto y me doy un trastazo, cayendo de rodillas por la sacudida, que es demasiado profunda como para llamarla un ruido.
—Pánico uno —me dice Janis al oído, un código preestablecido para el Equipo Verde—. Eso era una bomba —pienso aturdidamente.
Se oye un clic debajo de mí, después un grito de dolor. Me doy la vuelta bruscamente, y eso me salva porque el corto estallido del martilleo de los disparos pasa de largo a mi lado, alcanzando a Liz. Las balas la abofetean por todo el cuerpo, mientras cae, doblándose. Yo sigo dando vueltas y caigo de rodillas, y no dejo de disparar, gastando todo el cargador, y a punto de dislocarme las muñecas.
—* * —dice Janis en los oídos que me campanillean.
—Repite —estoy mirando a Greg. Lo que solía ser Greg. Alguien detrás de mí está haciendo unos sonidos horribles. Creo que es Liz—. Tenemos un código rojo, dos han caído.
—He dicho Pánico dos —dice Janis—. Tienen una Vorpal…
El ruido rosa me inunda los oídos, y su voz se rompe: las radios cognitivas tienen interferencias no relaciónales.
—¡Venga! —grito a Sam, que está inclinado sobre Liz—, ¡Sígueme!
Estamos en un descansillo, al final de las escaleras. El piso de Yourdon ocupa un lateral del edificio, pero en el otro lado… hay una puerta. Me lanzo contra ella, recargándome en el movimiento. Greg ha intentado matarme —ahora me doy cuenta—. Lo que significa que los ha avisado. Así que…
Me paro a un lado de la puerta y hago un gesto con las manos para avisar a Sam de que vaya al otro lado. Entonces, me preparo y descargo todo el cartucho a la altura de la cintura.
Mientras me retumban los oídos, y estoy metiendo el siguiente cargador a tientas, Sam da una patada a la puerta y dispara rápidamente al policía zombi que se desploma golpeándose en la cabeza con una de las paredes del pasillo. (Ese seguía moviéndose, arrastrando la mano hacia la pistola que estaba tirada en el suelo, pero los dos cuerpos que están detrás de él no tienen ni convulsiones). Ver con qué eficacia entra Sam me provoca un escalofrío de reconocimiento. Sin vacilaciones. Detrás de nosotros, Liz sigue gimiendo, y Martin no le va a servir de nada.
—¿Qué es este sitio? —pregunto en voz alta.
—Más oficinas —Sam le da una patada a la puerta y entra lanzado—. Oficinas modernas —lo sigo. La puerta siguiente es más sólida, y se abre hacia un balcón con un ventanal frontal de cristal por encima de una habitación con una superficie abierta, un ensamblador tamaño oficina a un lado, y una fila de puertas de cristal…—. ¿Es lo que creo que es?
¡Bingo!
—Puertas —digo—. Un conmutador de estación nodal. ¿Cómo bajamos…?
—Hola Reeve —dice mi auricular, con una voz que me pone los nervios de punta—. Esto no va a funcionar, ya lo sabes.
¿De dónde ha sacado Fiore unos auriculares? ¿Greg? ¿O se los habrá quitado a alguien del Equipo Verde?
Sam está como si alguien le hubiera atacado con un hacha. Tiene la mandíbula literalmente colgando. Demasiado tarde —me doy cuenta—, está en la misma frecuencia.
—Has perdido, Reeve —añade Fiore como conversando. Oigo ruidos de fondo—. Sabemos de tu conspiración. Hay guardias fuera de la habitación del conmutador, y si consigues pasar y llegar hasta la cubierta del salto de larga distancia, morirás… está vallado por un láser activo. Lo siento por ti, pero todavía estamos a tiempo de hacer algo si dejáis vuestras pistolas de aire comprimido, y os rendís.
Me toco los labios con el dedo índice y espero a que Sam me dé una señal afirmativa con la cabeza, para indicar que ha recibido el mensaje. Entonces ando hacia la puerta por la escalera que baja a la habitación del conmutador y a su banco de puertas de salto de corto alcance.
No quiero que Sam vea lo mal que me encuentro.
—Yo no sé una mierda, Fiore —le digo con cuidado.
—Pero yo sí —parece soberbio—. Con la desafortunada muerte de Greg, ya no es necesario seguir disimulando. Has fracasado, rotundamente. No puedes…
Me quito el audífono y lo tiro, haciendo gestos a Sam desesperadamente para que él haga lo mismo. Se lo quito de la oreja, y se queda mirándolo. Está a punto de tirarlo cuando se escuchan dos estallidos. Se dobla sobre sí mismo cuando una fina bruma rojiza sale entre sus dedos índice y pulgar, dando arcadas de dolor.
—¡Sam! —le grito. Se sostiene la mano herida, jadeante—. ¡Sam! ¡Solo tenemos unos segundos! ¡Fiore no puede detenernos, o ya estaría aquí! ¡Sanni lo está forzando a quedarse allí abajo! ¡Tenemos que hacer saltar la cubierta antes de que se escape! ¡Dame tu chaqueta!
—No hay elección —da un respiro tembloroso y sacude la cabeza—. Reeve.
Me pongo la pistola entre los pies y lo cojo por los hombros.
—¿Qué pasa, amor mío?
Un momento de increíble ternura, y veo el dolor en sus ojos.
—Lo siento —dice con la voz rota—. No podía convertirme en lo que tú querías.
—¿Qué…?
Y su puño bueno, que seguía agarrando la culata de su pistola, me golpea por detrás de la cabeza, empujándome directamente hacia un hoyo de oscuridad del que no consigo salir hasta que ya es demasiado tarde.