5
Iglesia

Sam levanta el teléfono y le pide al guardián de la puerta que lo ponga con la casa de Mick. Yo me quedo rezagada al final de las escaleras y lo escucho hablar desde el hall de la entrada. Parece como si estuviera intentando no perder el control. Después de un par de cientos de segundos cuelga el teléfono de un golpe y se vuelve al salón dando pisotones. Yo me paso el resto de la tarde evitándolo y deprimiéndome al pensar que puede que haya empeorado la situación de Cass al contárselo a Sam.

Puntos. Responsabilidad colectiva. Parejas estables. Presión social. Me va a explotar la cabeza. No es que no esté acostumbrada a vivir día a día siguiendo determinadas reglas (por lo menos en tiempos de paz), pero hay algo escabroso en hacerlas tan explícitas. Las sociedades toman consistencia mediante acuerdos tácitos, un gesto de asentimiento con la cabeza, un guiño y, muy raras veces, por una ojeada a una base de datos legal. Me estoy acostumbrando a cómo funcionan las cosas a medida que avanza el experimento. Ha sido como un cabezazo contra todo un sistema establecido de reglas que deciden cómo hay que vivir la propia vida y que me ha traumatizado bastante.

Creo que sería capaz de manejar mejor las cosas si no estuviera atrapada en un cuerpo francamente inapropiado. Normalmente no soy consciente de mi propio tamaño ni de mi fuerza, y no me interesa la composición mesomórfica, pero, de todas formas, nunca elegiría un cuerpo pequeño y frágil. Además estoy casi desnutrida. Cuando voy al cuarto de baño y me miro en el espejo, me doy cuenta de que casi se me ven las costillas debajo de una capa de grasa subcutánea. No estoy acostumbrada a ser como un niño de la calle, y cuando le ponga las manos encima al que me ha hecho esto… Ah, pero no voy a poder hacerles nada, ¿no?

—Cabrones —murmuro casi en silencio, y me voy a la cocina para ver si encuentro algo rico en proteínas.

Más tarde inspecciono el sótano. Aquí abajo hay un montón de máquinas que mi tablero dice que son aparatos para el mantenimiento de la casa. Intento descubrir cómo funciona la lavadora. Tiene un aspecto burdo y mecánico, como si su forma fuera rígida e inmutable. Es solo un conglomerado de cerámica y metal. Ni siquiera me contesta cuando le digo que tengo que lavar la ropa. Es realmente estúpida.

Un poco más allá hay otra cosa, un banco con barras enganchadas para desarrollar la musculatura superior laboriosamente. Me cuesta creérmelo, pero el tablero dice que esta gente tenía que desarrollar los músculos levantando pesas repetidamente, entre otros ejercicios. Encuentro el manual de la máquina y en un kilosegundo termino temblorosa y cubierta de un sudor pegajoso. Es como un tipo de tortura psicológica, como una demostración de lo débil que soy en realidad.

Subo las escaleras dando traspiés, me ducho y caigo en un sueño intranquilo, en el que me estoy ahogando y veo que Kay se está acercando con los brazos abiertos, pidiéndome algo que no logro entender. Por no mencionar los débiles rumores de algo terrible, inmigrantes empujándose a empellones mientras alguien los está apuntando con una pistola, rogando y gritando que les dejen cruzar las puertas de Hel. Me despierto de golpe y me quedo temblando en la oscuridad media hora. ¿Qué me está pasando?

Estoy atrapado en otro universo. Es verdad lo que dicen, el pasado es otra sociedad, pero no creo que mucha gente se la imagine exactamente así.

A la mañana siguiente estoy en la cocina intentando descifrar las instrucciones de la cafetera cuando llaman al teléfono. Hay un terminal en el vestíbulo, así que voy allí a cogerlo, preguntándome si algo irá mal.

—Llamada para Sam —dice una voz monótona—. Llamada para Sam.

Me quedo mirando el auricular y después miro hacia las escaleras.

—Es para ti —grito.

—Ya voy —Sam baja saltando los escalones de dos en dos. Le paso el teléfono.

—¿Sí? —escucha durante un momento—. ¿Qué es…? No lo entiendo. ¿Puede repetir? Ah. Sí. Sí. Lo haré —da una sensación rara escuchar una conversación con uno de estos viejos teléfonos. Existen en un espacio extraño, es un medio de comunicación bidireccional carente de intimidad.

Sam sigue escuchando, primero sorprendido y después molesto, por las instrucciones que le están dando. Al final, cuelga.

—¡Bueno! —dice con énfasis.

—Estoy intentando hacer café —le digo—. Ven y cuéntame qué ha pasado.

—Han mandado un taxi. Tengo media hora, que son casi dos kilosegundos, ¿no?, para prepararme.

—¿Quiénes? —le pregunto. El estómago se me encoge por la ansiedad.

—Me han asignado un trabajo temporal —dice Sam—. Me van a recoger para darme un cursillo inicial. Es para explicarme cómo funciona el sistema de trabajo aquí. Puede que me den otro trabajo después.

—Ah —me vuelvo hacia la cafetera para que no me vea fruncir el ceño. Si ese es el tanque de hidróxido, entonces este tiene que ser el tubo venturi… los trozos de metal desensamblador no significan más para mí de lo que eran antes de que separara las piezas—. ¿Qué se supone que tengo que hacer yo? ¿Me van a dar otro trabajo a mí también?

—No creo —se calla—. Puedes pedir uno, pero no esperan que lo hagas. Según el manual, este es un comienzo —no parece estar contento—. Nos pagan colectivamente —añade después de algunos segundos.

—¿Qué? O sea, ¿qué te obligan a trabajar, y yo recibo la mitad?

—Sí.

Muevo la cabeza y vuelvo a enroscar la máquina. Poco después empieza a hacer ruidos y gemidos como borboteando y empieza a chorrear un líquido marrón. Lo miro y me pregunto ¿pero no se supone que tendría que hacer primero la taza? ¡Qué idiota! ¡No hay ensambladores! Me pongo a buscar agitadamente entre las tazas hasta que encuentro dos adecuadas y encajo una de ellas debajo del tubo. ¡Idiota! ¡Idiota! —murmuro, sin saber muy bien si me estoy describiendo a mí misma o a los que hayan diseñado esta cosa hace muchísimo tiempo.

Un taxi llega a su debido momento, y Sam se va a su cursillo. Yo doy vueltas por la casa, intentando imaginar dónde están las cosas y para qué sirven. La lavadora parece tener unos interruptores manuales que hay que apretar para que funcione. Usa agua y hay que añadir a la ropa algo que llaman detergente, que sustituye las carencias de los tejidos bien diseñados. Después de leer sobre los tejidos en el manual Diseñados para vivir, me siento un poco asqueada y decido usar solo tejidos artificiales. Me parece angustioso usar ropas hechas con animales muertos. Hay una cosa que llaman seda que, básicamente, es el vómito de unos insectos y, con solo pensarlo, se me eriza la piel.

Dos horas más tarde estoy aburrida. La casa está completamente incomunicada (si estuviéramos en un programa de gobierno real, diría que es autista), y los recursos de entretenimiento son primitivos, por no decir otra cosa. Cojo el teléfono, para llamar a Cass y ver cómo le va, porque me imagino que Mick estará haciendo algún cursillo, como Sam, pero el teléfono se limita a hacer ese ruido estúpido durante un minuto más o menos (estoy intentando adaptarme a las unidades de tiempo de los antiguos). Puede que esté durmiendo, o de compras. ¿O podría estar muerta? Por un momento sueño despierta: después de que Sam llamara a Mick, le dio golpes en la cabeza con una de las barras de la máquina de hacer ejercicio y la cortó en rodajas en el sótano. O la estranguló mientras dormía…

¿Por qué estoy dando entrada a estas fantasías macabras? Hay algo en mí que no va bien. Me siento atrapada, y esto es gran parte del problema. Estoy aislada aquí, sola en una casa suburbana mientras que a mi marido le han dado un trabajo. Pero todo va mal porque lo que realmente está pasando es que hay un asesino, o más de uno, que me está buscando porque… ¿Por qué? Por algo que pasó antes de la cirugía de la memoria… y yo estoy aislada, atrapada aquí, moviéndome torpemente en mi ignorancia.

Tengo que salir de aquí.

Diez minutos más tarde estoy fuera del invernadero, con las botas que violan el código de vestuario, y con el bolso, en el que he metido el monedero y un cuchillo muy afilado que he encontrado en la cocina. Esta situación es absolutamente patética, y sobre todo la forma de los músculos de los brazos (que parece que he vapuleado con un martillo), pero es lo mejor que puedo hacer por ahora. Con un poco de suerte, los asesinos estarán en la misma situación, y tendré tiempo de prepararme antes de que estén preparados para su primer movimiento.

Lo primero de la lista de un fugitivo bien preparado: conocer las rutas de escape.

No llamo a un taxi, sino que paseo al lado de la carretera mirando por todas partes. El vecindario es tranquilo, aunque curioso. Unas plantas caducas enormes crecen a los lados, y la vegetación se vuelve salvaje y fuera de control cerca de los límites del jardín asignado a nuestra casa. Se oyen los ruidos que hacen unos invertebrados que no se ven, que crujen como si fueran máquinas que no funcionan bien. Intento acordarme de la dirección en que nos trajo el taxi. Por ahí. Doblo a la izquierda y sigo por uno de los lados de la carretera, preparada para salir de aquí de un salto si apareciera un taxi de repente.

Hay otras casas al lado de la carretera. Son más o menos igual de grandes que la mía, como una aglomeración de cajas rectangulares con aberturas de cristal enmarcado, con una inclinación extraña en la superficie más alta. Están pintadas de muchos colores, pero parecen deslustradas y descoloridas, como cáscaras muertas que cobijan enormes antrópodos terrestres. No hay señales de vida en ninguna de ellas, así que me imagino que son solo parte del paisaje. No tengo ni idea de dónde vive Cass, pero me gustaría saberlo. Podría ir a hacerle una visita: por lo que sé, debería estar en la casa que hay después de la mía. Pero no estoy segura, y los servicios de directorio son solo uno de tantos medios de intercepción por enlace de red que faltan aquí. Sam tiene razón sobre una cosa: los antiguos eran increíblemente territoriales. Si podían llamar a las fuerzas de seguridad públicas y detener a la gente simplemente por no vestir adecuadamente en público, ¿qué serían capaces de hacer si entro en la casa de otra persona?

Unos doscientos metros más adelante llego a un desnivel. La carretera sigue a ras del suelo, bajando hacia una zanja profunda que da a un túnel oscuro en la ladera. Cuando miro a los lados me doy cuenta de que hay algo raro en los árboles. Te pillé —pienso—. Este tiene que ser el límite de uno de los módulos del recinto. Casi me puedo imaginar lo que hay debajo del suelo, maquinaria compleja encajada en un diamante estructural, un cilindro de varios kilómetros girando en el vacío, en órbita en la oscuridad helada. Un vacío de unas cuantas decenas de millones de kilómetros, y una enana marrón poco más grande que un gigante gaseoso, y decenas de trillones de kilómetros más hasta el próximo sistema de estrellas. La escala es el primer enemigo.

Entro en el túnel y veo una curva más adelante, y detrás de ella todo se vuelve muy oscuro. Me inquieta el no haberla visto cuando volvimos con el taxi, aunque en aquel momento mi atención se centraba en cada una de las cosas extrañas que estaba viendo. Pero si hay una puerta T aquí… Bueno, pues solo hay una forma de descubrirlo. Sigo tocando la pared del túnel con la mano derecha mientras sigo la curva hacia la oscuridad. Sigo andando despacio y, unos cincuenta metros más adelante, el túnel empieza a doblarse hacia el lado contrario. Paso otra curva, y después empieza a verse la luz del final del túnel, así que me encuentro caminando por una carretera en la que los edificios que la rodean tienen formas y tamaños diferentes. Hay una señal que dice: «Bienvenidos al Pueblo» (un pueblo es una comunidad pequeña; y el centro es la zona comercial del pueblo, o por lo menos eso creo).

He estado leyendo como un buen ciudadano, y hay varios sitios donde tengo que ir a comprar, empezando por la ferretería. El caso es que me parece que, como esta gente no tenía ensambladores a los que pedirles los diseños que necesitaban, tenían que construírselos ellos mismos a partir de materiales más primitivos, que son las herramientas, y me sorprende lo fácil que es convertir un buen equipo de herramientas en un arsenal de armas viables. Probablemente esté a salvo aquí mientras no revele mi identidad, pero probablemente no te lleve muy lejos cuando la alternativa es letal, y ya estoy empezando a despertarme por las noches por la preocupación.

Paso una media hora en la ferretería mientras descubro que los zombis no están programados para evitar que una mujer compre hachas, palancas, carretes de alambre, equipos para soldar, proveedores de sustracción de volumen, o cualquier otra herramienta que vea. El juego de herramientas es bastante caro, y es voluminoso y pesado, pero dicen que me lo llevarán a casa y que ellos mismos lo instalarán en nuestro garaje, que es un subedificio al que se puede acceder desde el exterior de la casa que aún no he explorado. Les doy las gracias y añado al pedido algunas otras piezas de metal semielaborado y algunos trozos de acero.

Al salir de la tienda con un equipo de taller básico camino a casa, y un hacha escondida en una funda de albañil bajo el abrigo, me siento mucho mejor respecto a mi futuro inmediato. Es una mañana cálida y brillante: unos dinosaurios cubiertos de plumas están emitiendo sonidos territoriales desde las plantas caducas que hay entre los edificios, y por primera vez desde que llegué aquí estoy empezando a sentirme dueña de mi propio destino.

Justo entonces me encuentro con Jen y Angela, que están paseando por la acera cogidas del brazo hacia un edificio de aspecto rústico que tiene un cartel encima de la puerta que dice LA VIEJA CAFETERÍA.

—¡Hola! —dice Jen efusiva, alargando los brazos para darme un abrazo, mientras que Angela se queda un poco detrás, con una sonrisa débil. Me rindo al abrazo de Jen un poco rígida, esperando que no note el hacha… pero no tengo tanta suerte.

—¿Qué es eso que llevas puesto? ¿Y qué es lo que llevas debajo del abrigo? —me pregunta.

—Acabo de ir a la ferretería —le explico, intentando sonreír educadamente—. Le he comprado algunas herramientas Sam para el… el jardín, pero no me cabían en el bolso así que las he metido en una de estas bolsas que se cuelgan de los hombros que me pidió que comprara —cuanto más practico más fácilmente salen las mentiras—. ¿Cómo estáis vosotras?

—¡Pues muy bien! —dice Jen efusivamente, separándose de mí.

—Estábamos a punto de tomarnos un café —dice Angela—. ¿Quieres quedarte con nosotras?

—Claro —le digo. No parece educado decir que no. Además, no he estado en contacto con ningún ser humano, aparte de Sam, durante los últimos cien kilosegundos, y me alegro de tener la oportunidad de saber cómo les va, así que entramos en LA VIEJA CAFETERÍA y nos sentamos en una especie de cubículo con asientos de vinilo rojo resplandeciente y una mesa cubierta por polímero blanco brillante, mientras que los camareros nos atienden.

—Bueno, entonces, ¿cómo te vas adaptando? —pregunta Angela—. Hemos oído que ayer tuviste un percance.

—Sí, querida —Jen sonríe abiertamente mientras asiente con la cabeza. Lleva puesto un vestido amarillo deslumbrante y un tipo de sombrero que me recuerda vagamente a un cohete espacial. Se ha puesto alguna especie de polvos de color en la cara para exagerar el color de los labios (rojo) y las pestañas (negro), y hay algo que se ha puesto en la piel que huele como si hubiera explotado un topiario—. Espero que no te acostumbres a hacer cosas así, ¿eh?

—Claro que no —la regaña Angela—. Es solo un error natural de la fase de adaptación. Es de esperar que todos nos equivoquemos alguna vez, ¿no? —mira de reojo al camarero—. Batido de helado de chocolate doble con un poco de nata, y sin azúcar —le suelta de golpe.

—Para mí lo mismo —le digo, justo cuando Jen empieza a curiosear la lista de precios sobre el mostrador, cambiando de idea tres veces, hasta que por fin se decide. Mientras tanto estudio a Angela. Lleva puesto un conjunto de falda y chaqueta que llaman traje, aunque no se parece a la versión que se les permite a los hombres. Es más oscuro y pardo que el atuendo de Jen, pero Angela lleva unos trozos de metal brillante pegados a los lóbulos de las orejas. Se supone que son joyas, pero parece doloroso—. ¿Qué te has puesto en las orejas? —le pregunto.

—Se llaman pendientes —me explica Angela—. Hay un salón más arriba en esta misma calle donde te hacen los agujeros en las orejas para que te puedas poner todo tipo de joyas. Cuando el agujero cicatriza —añade, haciendo una pequeña mueca—. Yo los tengo todavía un poco irritados.

—¡Venga ya! Pero ¿no están pegados a la piel o instalados como es debido? ¿Te los han empotrado ahí atravesándote las orejas en vez de reconstruir la oreja alrededor de los pendientes? Y, ¿son de metal?

—Sí —dice, con una mirada extraña. No sé qué decir, pero menos mal que Jen termina pidiendo un café americano y se vuelve hacia nosotras.

—¡Estoy tan contenta de que te hayamos encontrado, querida! —se inclina hacia mí, confidente—. He estado investigando y no somos la única cohorte por aquí… de hecho nos reuniremos las seis en la iglesia mañana, y no queremos que nadie quede mal.

—¿Cómo? —le pregunto, sorprendida.

—Lo que quiere decir es que tenemos que guardar las apariencias —dice Angela, con otra de sus miradas que no consigo descifrar.

—No os entiendo.

Jen arruga un poco la piel entre las cejas.

—No se trata solo de ayer —enfatiza—. Todos tenemos derecho a algunos errores, pero resulta que, además de que tus puntos nos afecten a todo el grupo, cada cohorte habla en la parroquia de lo que ha conseguido durante la semana, y las demás votan para sumarle o restarle puntos.

—Se trata del dilema del prisionero, con responsabilidad colectiva —le corta Angela, justo en el momento en que uno de los operadores zombis gira una manilla de un tanque de metal pulido que hay detrás de la barra que hace un ruido como de gorgoteo a presión—. Es un diseño experimental elegante, creo yo.

—Es un… ¡Oh, mierda! —Asiento, con cautela, sin saber hasta qué punto puedo hablar—. Empiezo a entenderlo.

—Sí —dice Angela—. Tendremos que defender tu comportamiento de ayer, y los otros grupos nos pueden sumar o restar puntos según crean que nos los merecemos o que les guardaremos rencor cuando les llegue el turno a ellos.

—¡Todo esto es muy retorcido!

—Sí —vuelve a decir Angela.

Jen sonríe.

—Por eso, querida, no vas a dejarnos en mal lugar violando el código de vestuario, y vas a mostrarte arrepentida sobre el estúpido accidente de ayer, del que no quiero saber los vergonzosos detalles, y nosotras pondremos de nuestra parte para apoyarte e intentar enterrar todo este asunto lo más profundamente posible bajo el montón de pecados de las otras cohortes. ¿Verdad? —mira a Angela—. Somos el grupo nuevo, así que es de esperar que nos critiquen. Ya va a ir mal con Cass, tal como está.

—¿Qué le pasa a Cass? —les pregunto.

—No se está adaptando —dice Jen.

Angela parece que está a punto de decir algo, pero Jen mueve la mano desdeñosamente.

—Si has estado recibiendo alguna llamada suya absurda, ignórala. Lo único que quiere es llamar la atención, así que muy pronto dejará de hacerlo.

Miro a Jen fijamente.

—Me ha dicho que Mick la está amenazando —le digo. El zombi trae la primera taza de café.

—¿Y qué? —Jen me devuelve la mirada, y en su expresión se adivina una frialdad de acero—. ¿A nosotras qué nos importa? Lo que pase entre una mujer y su marido es privado, mientras no influya en nuestra puntuación o meta a toda la cohorte en problemas. A parte de lo otro, claro.

—¿Qué otro…?

Angela me interrumpe.

—Se consiguen puntos sociales por el sexo —me dice, con una voz conscientemente neutral. Me vuelve a lanzar la misma mirada extraña—. Me imagino que a estas alturas ya lo habrás descubierto.

—¿Por el sexo? —tengo que parecer escandalizada, o sorprendida o algo, porque la cara de Jen se relaja bajo una máscara de diversión.

—Solo con tu marido, querida —da un sorbo a su café y me mira interesadamente—. Esto es otra de las cosas que hemos notado. No es que te quiera meter prisa ni nada, pero…

—Con quien me acueste no es problema vuestro —les digo rotundamente. En este momento llega mi batido, pero la verdad es que ya no tengo ganas. Tengo la boca seca y áspera, como si hubiera masticado medio kilo de cafeína natural—. Me vestiré elegante para la reunión de la iglesia y diré que voy a ser buena y haré todo lo que queráis en público. E intentaré no costaras más puntos. Pero —golpeo ligeramente la mesa cerca del café de Jen, ofensivamente cerca—, no me diréis, nunca, con quién me tengo que asociar o lo que tengo que hacer con mis asociados más allegados. O con quién tengo que acostarme —el silencio se hace de hielo. Bebo un sorbo excesivamente grande del batido helado y me quemo el paladar—, ¿he sido clara?

—Muy clara, querida —los ojos de Jen brillan como astillas de malicia helada.

Me obligo a sonreír.

—Ahora, ¿por qué no encontramos algo civilizado de lo que hablar mientras nos tomamos esto con las pastas?

—Buena idea —dice Angela, que parece un poco nerviosa—. Después de comer, ¿por qué no vamos a comprarte algo que vaya bien para la iglesia? —me pregunta—. Por si acaso. Mientras tanto, me preguntaba si has usado ya la lavadora. Tiene algunas funciones interesantes… —y se adentra en la exploración de técnicas para ganar puntos en el mundo de las mujeres, generadas por la teoría de juegos y gobernadas por una vigilancia mutua de puntuación.

Para el final de la comida, creo que consigo manejarlas. Angela tiene buenas intenciones, pero es demasiado calculadora para no dañar sus propios intereses. Le da miedo salirse de la raya, para no perder su puntuación, y le preocupa lo que la gente pueda pensar de ella. Esta combinación la hace un objetivo fácil para Jen, que es llamativa y agresivamente extrovertida, pero lo usa para camuflar una inseguridad que hace que necesite adulación, y que le lleva a tiranizar a la gente hasta que lo consigue. Es la más cruel de todos los que consigo recordar desde la cirugía, y eso que he encontrado casos brutales en la clínica. Los confesores cirujanos tienden a atraer a tipos así. (Lo que más me molesta de todo es que tengo algunos vagos recuerdos de haber conocido a gente así antes, pero no logro acordarme de los detalles. Quiénes eran o lo que significaban para mí se ha sumido en el abismo donde van a parar los recuerdos de quienes ya no los necesitan).

Las dos, como por un acuerdo tácito, se nombran mi asesor personal de compras para la tarde. No son maleducadas, pero son muy persistentes y no ceden en su deseo de modificar mi comportamiento para que les lleve a mejorar su puntuación.

Después del café, los batidos y las pastas (que paga Angela), me escoltan a una serie de establecimientos. En el primero caigo presa de las atenciones de un peluquero. Angela se sienta conmigo y charla interminablemente sobre los aparatos de cocina mientras que Jen sale a hacer algo sola, y el zombi me inmoviliza y me aplica toda una serie terrible de cuchillos, peines, agentes químicos y máquinas compactas en la cabeza. Cuando me levanto de la silla tengo que admitir que tengo el pelo distinto, sigue siendo largo, pero tiene algunas mechas más claras, y comoquiera que mueva la cabeza, se mueve como un conglomerado sólido de espuma plástica.

—Puede que tengamos que buscarte algo de ropa mañana —dice Jen, sonriendo abiertamente. Parece una sugerencia, pero el modo en que lo dice deja claro que se trata de una orden. Me llevan a una serie de tiendas de moda donde tengo que presentar mi tarjeta de crédito. Insiste en que me pruebe los trajes, y mientras le enseño cómo me quedan, Angela les va pidiendo a los zombis que vayan empaquetando mis cosas. Termino pareciéndome a ellas, amas de casa desesperadas—. Lo estamos consiguiendo —dice Jen, con un gesto que parece de aprobación—. Pero necesitas un tratamiento de belleza completo.

—¿Un qué?

Se limitan a reírse de mí. Seguramente porque si me lo hubieran dicho antes, habría intentado escaparme. Y, como no paraba de recordarme a mí misma (con una creciente sensación de terror), todavía me quedaban unas cien decenas de días (tres años) en las que arrepentirme de los errores de hoy.

Las luces se van volviendo rojas y penetrantes en dirección al túnel, en el límite del mundo donde el taxi en el que nos hemos apretujado se para delante de mi casa, y abre la puerta.

—Venga —dice Angela, empujando mi bolsa—. Ve y sorpréndele. Él habrá tenido un día muy largo y necesitará que lo animes —me doy cuenta de que está usando un él genérico, no les importa quién sea él, todo lo que les interesa es que él es mi marido, y que podemos ganar puntos.

—Vale, ya voy, ya voy —le digo, molesta. Cojo la bolsa y, cuando me doy la vuelta, algo me pincha en la pierna—. ¡Eh! —miro, pero el taxi ya se está yendo—. ¡Mierda! —murmuro—. Me tropiezo por el camino con los zapatos nuevos que me han obligado a comprar, que tienen unos tacones todavía más altos e incómodos que los de antes, y entro. Dejo caer las bolsas y me dirijo al salón, donde está encendida la televisión. Sam está allí tumbado delante de la tele, con los ojos cerrados y la corbata floja, y siento una punzada de compasión por él. El punto donde me han pinchado me duele, como un frío recuerdo.

—¡Sam! ¡Despierta! —lo zarandeo por los hombros—. ¡Tienes que ayudarme!

—¿Eh…? —abre los ojos y me mira—. ¿Reeve? —se le dilatan las pupilas visiblemente. Seguro que huelo mal porque Jen y Angela me han echado la mitad de un bote de esencia, aunque no logro entender por qué.

—Ayúdame —me siento a su lado y me levanto la falda para enseñarle la señal que tengo en el muslo—. Mira —le enseño el bulto para que lo vea—. Me han dado. ¿Pero qué mierda es eso? —me siento la entrepierna demasiado sensible y estoy preocupadamente relajada y tranquila ante lo que acaba de pasar.

—Es… —parpadea—. No lo sé. ¿Quién te lo ha hecho?

—Jen y Angela. Me empujaron para que saliera del coche y creo que Angela me pinchó con algo mientras estaba saliendo —me paso la lengua por los labios. Me estoy empezando a sentir muy rara—. ¿Qué crees? ¿Veneno?

—No creo —dice, mientras me mira fijamente. Entonces coge su tablero y me apunta con él—. Debe de ser su forma de divertirse.

Me pongo las manos entre los muslos y las aprieto, mientras se me nubla un poco la vista. Siento como un hormigueo.

—Es un… —me pongo furiosa—. ¡Serán putas!

Sam mueve la cabeza.

—He tenido un día agotador, pero parece que tú te has divertido. Llegas a casa vestida como una… y tus amigas, incitando tus deseos sexuales —levanta una ceja—. ¿Por qué crees que te lo han hecho? —Sam puede seguir siendo analítico y no perder la calma incluso en las situaciones más difíciles. Me gustaría tener la mitad de su compostura cuando me presionan.

—Yo… —me esfuerzo por mover las manos—. ¡Pero qué putas!

—Pero ¿qué está pasando Reeve? ¿De verdad es tan fuerte la presión social? —parece preocupado, comprensivo.

—Sí —aprieto los dientes. Está sentado demasiado cerca de mí, pero no quiero arriesgarme a moverme. La droga me está haciendo mucho efecto, a pequeñas oleadas, y me da miedo dejar un rastro húmedo en el sofá—. Se trata de los puntos sociales. Sabíamos que la puntuación se compartía con los de nuestra cohorte, pero hay otros mecanismos extra que no conocíamos. Jen y Angela me los contaron, pero yo no… ¡Mierda! Y además se pueden ganar puntos con… otras actividades.

—¿Qué otras actividades? —me pregunta con delicadeza.

—¡Usa la imaginación! —le digo jadeando, y corro al cuarto de baño.

Sam llama a la puerta del servicio una vez, indeciso, mientras que yo estoy en el suelo de la ducha aturdida por mis deseos, haciendo correr oleadas de calor como una tormenta tropical (¿desde cuándo sé cómo es una tormenta tropical en Urth?) e intentando sentirme limpia. Una parte de mí quiere invitarlo a entrar, pero consigo morderme los labios y quedarme en silencio. Supongo que puedo quitar a Jen y a Angela de la lista de los posibles asesinos que van detrás de mí, pero en la ducha me pongo a pensar qué haría si las pillara a solas y en el millón de tipos de venganzas que se me ocurren. Sé que son solo fantasías porque no se puede matar a nadie más de una vez aquí, y una vez que mueren ya no las puedes volver a encontrar, pero hay algo dentro de mí que me hace desear hacerles daño, y no es solo por haber destrozado todas las posibilidades de tener relaciones sexuales honestas con este marido curiosamente introvertido y pensativo que tengo. Así que trabajo los brazos hasta el agotamiento en la máquina de pesas del sótano, y después me voy a dormir, sola e inquieta.

El domingo amanece soleado y caluroso. Sin muchas ganas, me pongo el vestido que me obligaron a comprar Jen y Angela, y me bajo adonde está Sam. No tengo bolsillos, no sé si se me permite llevar un bolso, pero me siento muy insegura sin ni siquiera un cuchillo de cocina. Sam se ha puesto una chaqueta negra, una camisa blanca y una corbata negra. Muy monocromático. Parece firme, pero a juzgar por su cara parece tan inseguro como yo.

—¿Listo? —le pregunto.

Asiente con la cabeza.

—Voy a llamar a un taxi.

La iglesia es un edificio grande de piedra que queda un poco lejos de donde vivimos. En uno de los extremos hay una torre, tan bien definida y axisimétrica como un impactor relativista (si los barcos de guerra se hicieran con piedras y tuvieran agujeros taladrados por detrás con parabólicas enormes que le colgaran por dentro). Las campanas están tocando fuerte, y el aparcamiento se está llenando de taxis, con hombres y mujeres vestidos con trajes de la época que están llegando al mismo tiempo que nosotros. Veo algunas caras conocidas, y Jen es una de ellas. Pero me da la impresión de que no conozco a la mayoría de la gente de la multitud que espera fuera, y me cojo del brazo de Sam para no perderlo de vista.

La iglesia tiene una sola habitación por dentro, con una plataforma al final y filas de bancos tallados de árboles muertos que miran hacia ella. Hay un altar en la plataforma, con un aspa desnuda encima junto a un gran cáliz de oro. Nos ponemos en fila y nos sentamos. Mientras escuchamos una música suave, una procesión camina por la nave central desde la parte posterior del edificio. Hay tres hombres, maduros pero no ancianos, con unas túnicas peculiares cubiertas de hebras de metal. Se suben a la plataforma y toman asiento. Entonces el que está delante, a la derecha, empieza a hablar y, de golpe, me doy cuenta de que es el comandante doctor Fiore.

—Queridos miembros de esta congregación. Estamos aquí reunidos hoy para recordar a los que se han ido antes que nosotros. Caras congeladas talladas en piedra, las caras congeladas de las multitudes —se detiene, y todos a nuestro alrededor repiten sus palabras, como un eco que retumba ensordecido y que parece eterno.

Fiore sigue recitando cosas sin sentido en tonos portentosos a un ritmo creciente. Cada una o dos frases se detiene, y la congregación repite sus palabras. Espero que sea solo un galimatías, porque algunas de las cosas que dice no son solo desconcertantes sino vagamente amenazadoras, diciendo que seremos juzgados después de la muerte, hablando del castigo por nuestros pecados y la recompensa a la obediencia. Miro a mi alrededor pero pronto me doy cuenta de que todos lo están mirando. Pronuncio sus palabras pero no me siento tranquila con todo esto. Algunos de estos tipos se están excitando, incluso gritando las respuestas.

Después, un zombi que está en un rincón ovalado, empieza a tocar una música pomposa con una especie de máquina de música primitiva, y Fiore nos dice que cojamos los libros de papel para que vayamos a la página indicada. La gente empieza a cantar siguiendo las palabras que pone aquí, que tampoco tienen sentido, mientras damos palmadas. La palabra cristiano aparece muchas veces, pero en ningún contexto que logre entender. Y el mensaje de la canción es bastante siniestro. Habla solo de sumisión, conformidad y recompensa de retroalimentación. Es como si tuviera algún tipo de reflejo arraigado que no me permite absorber la propaganda tal cual. Termino leyendo el libro con el ceño fruncido.

Después de una media hora más o menos, Fiore le hace una señal al zombi para que pare de tocar.

—Queridos hermanos —dice, con un tono repugnante y confiado. Se inclina sobre el atril, buscándonos las caras—. Queridos hermanos —añado mentalmente un comentario sarcástico: demasiado queridos para que nos puedas comprar, digo a pie de página—. Hoy quisiera que dieseis una cálida bienvenida a los nuevos miembros, la cohorte seis. Somos una parroquia afectuosa, y es nuestra responsabilidad… —ha dicho responsabilidad, ¡lo ha dicho!—… admitirlos en nuestros corazones y darles la bienvenida a nuestra familia —sonríe extasiado y se agarra al atril como si un zombi catamita estuviera allí escondido chupándosela—. Por favor, dad la bienvenida a nuestros nuevos miembros Chris, El, Sam, Fer y Mick, y a sus mujeres Jen, Angela, Reeve, Alice y Cass.

Todos a mi alrededor, menos Sam, que parece tan confundido como yo, se ponen a aplaudir. Es algún tipo de ritual de bienvenida, me imagino, y el ruido que hacen es sorprendentemente fuerte. Sam me mira y empieza a aplaudir, con indecisión, pero entonces Fiore levanta la mano y todos se paran.

—Hijos míos —dice, mirándonos cariñosamente—, nuestros nuevos hermanos hace solo tres días que están entre nosotros. En ese tiempo han tenido mucho que aprender, ver y hacer, y algunos de ellos han cometido errores. Errar es humano, y perdonar también lo es. Está en nuestras manos disculpar y perdonar. Perdonar, por ejemplo, a la señora Alice Shelton, del número seis, por su dificultad con la fontanería. O a la señora Reeve Brown, del número seis, por su desafortunada exhibición de desnudez del otro día. O a…

No se le oye por las risas. Miro a mi alrededor y, de repente, veo que la gente se está riendo de mí y señalándome con el dedo. Me entra un arrebato de vergüenza y rabia. ¿Cómo se atreve a hacerme esto? Pero también me intimida. Tiene que haber unas cincuenta personas aquí, y algunas de ellas me están mirando como si estuvieran intentando imaginarme sin ropa. Si en este momento fuera yo de verdad, si tuviera mi cuerpo real, lo retaría aquí mismo… pero no lo soy. En el fondo del estómago me doy cuenta de que nunca van a olvidar que me han señalado, y de que esto me convierte en un objetivo. Después de todo, la presión social funciona así, ¿no? De eso se trata. Los experimentadores no pueden esperar conseguir generar una sociedad de los años oscuros que funcione en solo tres años con un puñado de convalecientes con cuerpo ortohumano en el programa y permitir que vagabundeen por la calle. Necesitan un mecanismo social que nos obligue a exigirnos conformismo unos a otros, y la mejor forma de hacerlo es darnos un mecanismo por el que castiguemos a los que se desvíen…

—O perdonar a Cass por su tendencia a dormir demasiado. Como hoy, que parece haber olvidado que tenía que venir a la iglesia.

Han dejado de mirarme, pero están cuchicheando en voz baja, y se nota una especie de corriente lóbrega de desaprobación. Miro a Sam, que parece asustado. Está mirando de reojo a los lados y yo me cojo a su mano como si estuviera a punto de hundirme.

—Os pido a todos que tengáis compasión de Mick, su marido, que tiene que soportar a una esposa tan desidiosa, y que la ayudéis la próxima vez que la veáis —ahora todos miran a Mick. Es bajo y fuerte y tiene una nariz larga y afilada, y unos ojos oscuros y pensativos. Parece enfadado y a la defensiva, y tiene buenos motivos para ello. El peso de una infracción de cinco puntos hace que me sienta débil en las rodillas y asustada, y ahora se la están poniendo a él como responsable de que su mujer no haya querido levantarse esta mañana…

¿No ha querido levantarse esta mañana? Me gustaría gritarle a Fiore: ¡Es una excusa, idiota, una excusa para que no la vean en público!

Fiore sigue hablando de otras personas, de otras cohortes, cosas que no tienen ningún sentido para mí en este momento. Mi enlace de red se activa, insistiendo en que vote si sumar o restar puntos a cada una de las cohortes, con una lista de pecados y logros, etiquetados al lado del nombre de cada miembro. No voto por ninguno. Al final, las otras cinco castigan a nuestra cohorte por unanimidad. Todos perdemos un par de puntos, como señala el redoble de una campana de hierro tosco que cuelga de una bóveda casi al fondo de la iglesia. Fiore le pide al zombi que toque el órgano, dirigiendo otra canción sin sentido, y aquí termina el servicio. Pero no puedo irme y esconderme ya, porque después del auto de fe, hay una recepción social en honor de la nueva cohorte, para que podamos sonreír frágilmente y comer canapés bajo los árboles de magnolia mientras se ríen educadamente de nosotros.

Hay mesas en el jardín ornamental que llaman cementerio en la parte de atrás de la iglesia. Les han puesto unas telas blancas por encima y hay pilas de vasos de vino. Nos llevan fuera y nos dejan que nos las arreglemos solos. Los taxis no funcionan los domingos durante los servicios de la iglesia. Yo termino de pie con la espalda rígida y tan cerca de la pared de la iglesia como puedo, agarrando con fuerza un vaso de vino con una mano, y la mano de Sam con la otra. Me duelen los pies y es como si un gesto permanente se hubiera apropiado de mi cara.

—¡Reeve! ¡Y Sam! —es Jen, arrastrando a Angela y a sus maridos, Chris y El, a contracorriente. Parece un poco menos entusiasta que ayer, y me imagino por qué.

—No nos ha ido muy bien —gruñe El. Me lanza una mirada persistente que me golpea como un puñetazo en el estómago. Es escalofriante. Sé exactamente lo que está pensando, pero no sé por qué. ¿Será porque cree que le he costado dos puntos o porque está intentando imaginarme sin ropa?

—Nos podría haber ido peor —dice Jen, con palabras recortadas y ásperas mientras estrangula su bolso a muerte.

—Fuera —respiro profundamente—, retaría a Fiore si me hiciera esto en público.

—No estás fuera, querida —señala Jen, sonriéndole a Sam—. ¿Es así en casa o solo cuando tiene público?

Me falta poco, muy poco, para tirarle el contenido de mi vaso en la cara y exigir satisfacción, solo para ver si se quiebra, pero me distraigo al ver pasar a alguien furtivamente por detrás de ella… es Mick. Así que, en vez de hacer una estupidez, hago algo sinceramente temerario, y voy hacia él.

—Hola Mick —le digo resplandeciente.

Se sobresalta y me mira. Está tenso como un muelle, burbujeando por dentro.

—¿Sí? ¿Y tú qué quieres? —me pregunta.

—Oh, nada —lo miro examinándolo—. Solo quería decirte que siento que tengas una mujer que no es capaz de levantarse por la mañana para venir a la iglesia. Es francamente inoportuno. ¿La veré por aquí la semana que viene?

—Sí —rechina. Se está cogiendo las manos por los lados agarrándoselas fuerte como en un puño.

—Ah, genial. Maravilloso. Oye, no te importaría que os hiciera una visita esta tarde, ¿no? Tenemos mucho de lo que hablar, y he pensado que ella…

—No —me mira echando fuego por los ojos—. No vas a ver a esa perra. Ni hoy ni nunca. ¡Vete de aquí, puta!

No estoy segura de lo que significa esa palabra, pero me lo imagino.

—Vale, ya me voy —digo nerviosa. Si hubiera tenido unos cuantos días más para entrenarme con las pesas, todo se complicaría. Pero no ahora. Todavía no.

Me giro y vuelvo hacia Sam. No dice nada cuando me apoyo sobre él, y tampoco confío en saber ser discreta, especialmente cuando estoy en público, y en este momento no puedo escapar de aquí. El corazón me late con fuerza, y no me encuentro bien por la rabia suprimida y la vergüenza. Su marido está tratando a Cass como a una prisionera. A mí me están poniendo públicamente en ridículo y me estoy creando enemigos solo por intentar mantener mi identidad. Todo este programa está preparado para hacer que nos traicionemos entre nosotros… pero ahí fuera, en algún sitio, hay asesinos que me están buscando. Y si no soy discreta, antes o después me encontrarán.