12

ALTAS FINANZAS, ALTOS DELITOS. LA INCREÍBLE HISTORIA DE LOS BONOS FALSOS

Lo que hemos relatado hasta ahora sobre los asuntos financieros de la Santa Sede puede resultar moralmente reprobable, pero no delictivo. Esto iba a cambiar a principios de los setenta, cuando el Vaticano, el Instituto para las Obras de Religión y el arzobispo Marcinkus se vieron implicados en una investigación de las autoridades federales estadounidenses respecto a un sórdido asunto de falsificación de bonos.

A comienzos de la década de los setenta hubo un relevo generacional en la mafia. Lucky Luciano y Vito Genovese salieron de la escena pública, siendo su lugar ocupado por Matteo de Lorenzo, Tío Marty. De Lorenzo no era un jovencito, tenía por aquel entonces 62 años. Bajito y rechoncho, su cara afable y su predisposición a las bromas habían conducido a más de un error fatal sobre la verdadera peligrosidad de aquel hombre. Tío Marty constituía en sí mismo el estereotipo del italoamericano: amante de los placeres de la vida y siempre de buen humor. Pero la verdad era muy distinta. Tras las bromas y las exageradas muestras de afecto se escondía uno de los capos más peligrosos de Estados Unidos. Sonreía mucho, es cierto, pero también podía ordenar una ejecución sin que aquella sonrisa se borrara de su cara. Durante treinta años había luchado como soldado de a pie en las interminables guerras mafiosas. Los olores de la pólvora y la sangre no le eran desconocidos. Habiendo empezado desde lo más bajo, conocía todos los negocios de la mafia, los legales y los ilegales.

Uno de los hombres de confianza de Tío Marry era Vincent Rizzo (a modo de anécdota diremos que su caracterización fue recogida en el segundo episodio de la conocida serie de televisión Los Soprano), que el 29 de junio de 1971 se reunió en el Hotel Churchill de Londres con Leopold Ledi, un eficaz y discreto intermediario financiero austríaco con un oscuro pasado de asuntos ilegales.[1] Ambos hombres se conocieron gracias a la mediación del omnipresente Michele Sindona, que estaba preparando un gran negocio para el nuevo capo de la familia Genovese. Los dos intermediarios estaban negociando la compra por parte del Vaticano, presuntamente representado por Ledi, de mil millones de dólares en valores falsificados, que serían proporcionados por el siempre complaciente Tío Marty a través de Rizzo.

No obstante, Rizzo no estaba demasiado contento con aquella operación. Colaborar con el Vaticano para colocar valores financieros falsificados no era su idea de un negocio claro, pero todo aquello había venido de parte de Michele Sindona, uno de los hombres fuertes de la familia y banquero del papa, así que no había por qué dudar de que la Santa Sede estaba conforme con todo aquello.

DOS TIPOS DUROS

Pese a sus reticencias, Vincent Rizzo era, sin lugar a dudas, el hombre indicado para aquel trabajo. Se trataba de un viejo conocido del Departamento de Policía de Nueva York, donde el expediente que contenía sus antecedentes delictivos ocupaba una voluminosa carpeta. En su juventud había sido un ratero y ladrón de coches de poca monta, pero con el paso de los años sus delitos fueron cobrando importancia: contrabando, extorsión, posesión ilícita de armas, pequeños fraudes y estafas monetarias. Sin embargo, todo aquello representaba el pasado. Desde hacía muchos años, Rizzo era uno de los prestamistas más conocidos y temidos de Manhattan. Muchos habían recurrido a él, desde jugadores sin suerte a importantes empresarios, y por elevada que fuera la cantidad solicitada Rizzo siempre disponía de ella, a cambio de un precio.

En cuanto a sus métodos, eran los habituales en estas circunstancias. Si el pago se demoraba más de la cuenta, una pareja de fornidos cobradores se lo recordaba al moroso. Al segundo retraso, los emisarios le dejaban al deudor algún que otro recuerdo doloroso para ayudarle a meditar sobre la conveniencia de pagar a tiempo. Si la deuda seguía sin saldarse, se daba por concluida, ya que, por lo general, no había nadie vivo para pagarla. Con el tiempo, la ambición de Rizzo le llevó a explorar nuevos campos en los que probar su talento, como el tráfico de armas o de divisas y bonos al portador falsificados.

El interlocutor de Rizzo en el Hotel Churchill no era tampoco alguien cuya biografía fuera desdeñable. Leopold Ledi era el contrapunto perfecto del rudo prestamista Rizzo. Se trataba de un elegante austríaco de hablar pausado y modales inmejorables que, al igual que Rizzo, también tenía un grueso expediente en la Interpol. Sus orígenes eran humildes, de hecho trabajó algún tiempo como carnicero y vendiendo unas brochas que él mismo patentó. Sin embargo, se trataba de uno de esos hombres que al final deben su fortuna o desgracia a una notable intrepidez. A lo largo de los años se las había ingeniado para amasar una considerable fortuna mediante negocios como el contrabando de armas, el tráfico de drogas y los fraudes financieros, lo que le sirvió para hacerse con una agenda de contactos en Italia que incluía todas las esferas de la sociedad, desde el crimen organizado hasta la política. Sus mejores amigos italianos incluían a Mario Foligni, presidente de la compañía aseguradora Nuova Sirce, Tomasso Amato, el abogado que se había convertido en el ángel de la guarda de los mejores falsificadores europeos, ya fuera de obras de arte o documentos financieros, y Remigio Begni, uno de los brokers con menos escrúpulos de Roma.

Uno de los integrantes de este trío, Mario Foligni, estaba muy bien relacionado en los círculos vaticanos, aquellos con los que Ledi deseaba hacer negocios. En su entrada a los círculos internos del Vaticano también influyó su relación con Heinrich Sauter, un conocido «conseguidor» de la Santa Sede por cuya casa de la vía Cassia pasaban a diario hombres de negocios en busca de oportunidades. Por medio de ambos, Ledi conoció a importantes dignatarios de la Santa Sede, como el cardenal Giovanni Benelli, sostituto de la secretaría de Estado con acceso casi diario a Pablo VI, el cardenal Egidio Vagnozzi, jefe de la oficina de asuntos económicos del Vaticano, el cardenal Amieto Giovanni Cicognani, secretario de Estado emérito, y el cardenal Eugéne Tisserant, decano del colegio de cardenales. Se ha barajado la hipótesis de que durante aquella época Ledi trabajase para la Santa Alianza, el servicio secreto del Vaticano.

REUNIÓN CONFIDENCIAL

Como parte de su acercamiento al mundo de los cardenales, Ledi invitó a muchos de ellos a pasar temporadas de descanso en su lujosa finca austríaca. Durante meses, y con mucha paciencia, el traficante se fue ganando la confianza de sus nuevos amigos, muchos de los cuales no desconocían su turbio pasado. Así fue discurriendo todo hasta que un día la paciencia de Ledi dio sus frutos. Entre 1968 y 1969 comenzó a hacer trabajos de poca importancia para el Vaticano, fundamentalmente en el campo de la compraventa de obras de arte bajo la supervisión de Benelli, pero su gran oportunidad llegaría poco después, cuando el cardenal Tisserant en persona convocó a Ledi a su despacho para tratar un tema delicado y urgente que requería la máxima discreción. Durante mucho tiempo, Ledi guardó celosamente el contenido de aquella entrevista, hasta que fue interrogado por el agente del FBI Richard Tamarro y el detective del Departamento de Policía de Nueva York Joe Coffey. Gracias a este interrogatorio y a la propia autobiografía de Ledi podemos conocer lo acontecido aquel día en el despacho del cardenal. Al parecer, éste le confesó que las finanzas de la Santa Sede no estaban atravesando por su mejor momento. Había un agujero considerable del que Tisserant culpaba a la mala gestión del arzobispo Paul Marcinkus, que habría perdido millones de dólares de la Santa Sede en una serie de desastrosas inversiones.

Tisserant, que sabía que Ledi era un hombre de recursos curtido en los más oscuros suburbios de la economía, decidió reunirse con él para contarle el problema y buscar una solución. Por supuesto, en la mente de Ledi había muchas soluciones viables e imaginativas para solucionar el problema de la Santa Sede, aunque lo que era dudoso es que alguna de ellas pudiera interesar a la Iglesia, ya que, por desgracia, todas eran ilegales. Pese a todo, Tisserant dejó claro que, tal vez, el Vaticano podría estar dispuesto a transigir mucho más de lo que imaginaba Ledi:

—¿No tenemos entonces ninguna idea, mi amigo de Viena? Estoy seguro de que un hombre de su experiencia y contactos debe de conocer alguna forma de obtener valores que puedan ayudar al Vaticano en su presente situación.

—¿De qué clase de valores estamos hablando?

—Valores de primera clase, por supuesto, acciones y bonos de grandes compañías americanas.

—Eso estaría muy bien, desde luego, pero esa clase de valores son extremadamente caros y muy complicados de conseguir.

—¿También si son falsos?

La sugerencia del cardenal dejó a Ledi estupefacto. Aquello era lo último que podía esperar de ese hombre de larga barba blanca que más bien parecía un santo. Instintivamente, Ledi miró con suspicacia a su alrededor; luego recordó dónde se encontraba: en un despacho del Vaticano, allí no habría micrófonos ocultos ni se abalanzaría sobre él un pelotón de policías tan pronto como admitiese su implicación en algo ilegal, así que decidió que había llegado el momento de hablar seriamente de negocios.

MERCANCÍA DE PRIMERA

—¿De qué cantidad estaríamos hablando?

—Alrededor de mil millones de dólares; para ser exactos 950 millones.

Eso era mucho dinero y muchos bonos falsos. En principio, no debería ser muy complicado conseguirlos; de cosas peores había salido airoso anteriormente. No obstante, ciertas cosas no terminaba de verlas claras. ¿Y si alguien descubriera lo que los cardenales se traían entre manos? Aquello sería un escándalo de primera. Que una empresa o una persona como Ledi fuera sorprendido en algo así era noticia de segunda fila. Se admitiera o no, la picaresca era uno de los ingredientes del mundo de los negocios. Pero la Iglesia… Aquello no terminaba de convencerle y así se lo expresó al cardenal.

Éste escuchó las objeciones de Ledi, pero no pareció tomárselas muy en serio. ¿Quién podría enterarse? ¿El FBI? ¿Las autoridades monetarias estadounidenses? De ser así, el asunto jamás llegaría a la prensa y se solucionaría discreta y diplomáticamente entre el gobierno estadounidense y la Santa Sede. Si en cualquier otro momento alguien se enterase de la existencia de estos bonos falsos, ¿quién dudaría de que el Vaticano había sido engañado por un grupo de desaprensivos que, abusando de su buena fe, les habían colocado aquel material falso?

Ledi comprendió que todo estaba previsto y meditado hasta el último detalle. Así pues, sólo quedaba por discutir el punto esencial de cualquier transacción, el precio:

—Para que una operación de este tipo tenga un mínimo de garantías —explicó Ledi—, los títulos de los que estamos hablando deberían corresponder a inversiones seguras, los llamados blue chips, con un valor estable en bolsa y con una tendencia constante al aumento. Así pues, entre los bonos y acciones que habría que falsificar deberían estar los de IBM, Coca-Cola, Chrysier y Boeing. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar el Vaticano por esta mercancía de «primera clase»?

—El 65 por 100 de su valor nominal, es decir, 625 millones de dólares, de los cuales habrá que descontar 150 millones en concepto de comisión para mí y para el arzobispo Marcinkus. Eso nos deja 475 millones para usted y los que proporcionen el material.

El grado de intervención del arzobispo Marcinkus en el escándalo de los bonos falsificados es todavía hoy materia de controversia entre los expertos. Para muchos, es incuestionable que como presidente del IOR tenía que estar al corriente de este trato. Otros, como Tom Biamonte, el agente del FBI que investigó en Italia el asunto, están convencidos de la inocencia de Marcinkus.[2] (De hecho, la investigación oficial que realizó el FBI exoneró al arzobispo de todos los cargos, lo cual se contradice con la propia rumorología vaticana, que siempre culpó al arzobispo).

El hecho es que la mayoría de las historias sobre él [Marcinkus] proceden del propio Vaticano. Hay allí numerosos individuos siempre dispuestos a contar a los periódicos cualquier basura sin confirmar. Lo cierto es que la gente que debería defenderle no movía un dedo porque eran conscientes de su falta de popularidad. Los italianos no le soportaban. El único que le apoyó fue Juan Pablo II. El Papa acusaba a los periodistas de estar llevando a cabo un «brutal» ataque contra Marcinkus. Esta es una palabra especialmente fuerte en italiano y mostraba su profundo desagrado ante las críticas. Un prominente arzobispo se dirigió una vez al Papa diciendo: «Hay que tener cuidado con él». El Papa le contestó con impecable autoridad: «Dime, si tú fueras criticado con dureza y yo tomara una acción inmediata, ¿estarías complacido? Mientras no haya algo definitivamente probado contra él, permanecerá donde está».

Marcinkus no era popular. Se entendía bastante mejor con la gente corriente porque era una persona cercana y sabía cómo hablar con ellos. Ayudó a mucha gente en aquellos días, en especial a sacerdotes y monjas.[3]

LA CARTA DE CONFIRMACIÓN

Leopold Ledi sabía que éste era el gran negocio de su vida. Llegó a la conclusión de que podría sacar cerca de doscientos millones de dólares de beneficio. Aunque la operación resultase complicada, sabía cómo conseguir ese tipo de material. «Pensé de inmediato en Ricky Jacobs, de Los Ángeles», un capo mafioso de la familia De Lorenzo especializado en fraudes económicos.[4] Fue el propio Ledi quien, a la vista de la magnitud de la operación, decidió recurrir a Vincent Rizzo. Sin embargo, la llegada de aquel austríaco dispuesto a comprar mil millones en bonos falsos, según decía en nombre de la Iglesia, levantó muchas suspicacias. Tuvo que intervenir Michele Sindona para avalar la operación y asegurar que Ledi aportaría documentación que corroborase ser quien decía ser y actuar en nombre de quien decía actuar.[5]

Toda aquella reticencia por parte de los mafiosos era explicable. Un perfecto desconocido como Ledi se presenta inopinadamente en Nueva York contando una historia fantástica y proponiendo un negocio que para el proveedor del material supone una importante inversión previa. La falsificación no es un negocio fácil, sino que constituye un arte complejo en el que se barajan muchos factores. Hacen falta prensas, hábiles artesanos que manejen las planchas, comprar o producir el tipo de papel exacto al que se pretende falsificar. Demasiadas molestias y demasiado riesgo si el negocio no es seguro. Así pues, la intercesión de Sindona era necesaria.

Poco a poco se fueron limando las reticencias y finalmente se acordó un encuentro preliminar entre ambas partes en terreno neutral. El lugar escogido fue Londres. Ledi ni tan siquiera hablaba inglés, por lo que en la reunión del Hotel Churchill se tuvo que recurrir a los servicios de un intérprete llamado Maurice Ajzen. Ledi acudió a la reunión acompañado tan sólo del intérprete. Rizzo, por su parte, acudió con otros tres miembros de la familia.[6]

Uno de ellos era Ricky Jacobs. Los otros pasaron por ser simples matones. Ledi nunca supo que uno de esos matones era Matteo de Lorenzo, Tío Marty, que había acudido de incógnito para supervisar la operación.

El recelo, sobre todo por parte de los italoamericanos, podía percibirse en el ambiente. Sin embargo, Ledi era un hombre experto y habituado a estas situaciones; sabía dosificar los tiempos. Tenía, además, un as en la manga. En un momento de la reunión, sacó de su maletín una carpeta que contenía un documento que tendió a los proveedores para que lo estudiaran:

documento

Bajo un membrete de la Sacra Congregazione dei Religiosi, podía leerse:

A quien pueda interesar:

Tras nuestra reunión, que ha tenido lugar en el día de hoy, deseamos confirmar los siguientes puntos:

1) Es nuestra intención comprar la cantidad total de la mercancía hasta completar los 950.000.000 $.

2) Estamos de acuerdo con los términos y fechas de la entrega, tal como se indica a continuación:
  9.  3.71 por 100
10.  9.71 por 200
10.10.71 por 200
10.11.71 por 250
10.12.71 por 200
Se entiende que los dos últimos envíos lo más probable es que puedan hacerse juntos el 10.11.71.

3) Garantizamos que la mercancía no será revendida hasta después del 1.6.72.

Suyo afectísimo

[Firma ilegible]

Roma, 29 de junio de 1971.

TRATO HECHO

La existencia de este documento tiene una interesante historia detrás. El mismo 29 de junio de 1971, Ledi se reunió con Tisserant, esta vez acompañado del cardenal Benelli. El motivo fue la reticencia de los mafiosos a aceptar al financiero austríaco como intermediario, pese a los buenos oficios de Sindona. Fue allí donde, presuntamente, se sugirió la idea de que Ledi llevase consigo un documento confirmando la transacción, documento que se improvisó en ese mismo momento en una hoja de papel de la Sagrada Congregación para los Religiosos. Con esta pequeña añagaza se pretendía calmar a los italoamericanos mostrando la buena voluntad del Vaticano en aquel negocio.

Rizzo examinó con suma atención el papel que tenía ante él y después se lo pasó a Matteo de Lorenzo, uno de los supuestos matones que le acompañaba. Ambos se miraron a los ojos y sonrieron. Aquello no era precisamente un contrato firmado ante notario, pero unido a las garantías que les había dado Michele Sindona se convertía en una prueba más que suficiente como para confiar en su interlocutor. El clima en la habitación se había suavizado considerablemente. Ahora, con toda amabilidad, Rizzo informaba a Ledi de que no habría ningún inconveniente para cumplir con los plazos establecidos en el documento. Es más, para dejar claro que eran gente seria, se comprometían a pagar una penalización del 1 por 100 de sus beneficios, alrededor de cuatro millones de dólares, en caso de que hubiera algún retraso o se presentara alguna dificultad, aunque ésta fuese fortuita. No se trataba de una práctica habitual, sino de una muestra de buena voluntad ante un cliente tan especial como la Iglesia.

La transacción podía comenzar. Ledi solicitó una muestra de los bonos falsos antes de pagar un solo dólar. La falsificación viajaría a Roma para su aprobación por los clientes del intermediario austríaco, y si éstos daban el visto bueno la operación continuaría tal como estaba previsto. Se concertó un primer envío a modo de muestra por valor de 14,4 millones de dólares, que los italoamericanos entregarían en el momento acordado. Así, los clientes podrían comprobar con sus propios ojos la calidad del trabajo. Además, se encargarían del transporte, haciendo entrega de la mercancía en el Hotel Cavalieri Hilton de Roma.

La reunión se cerró tras los preceptivos apretones de manos y una invitación a cenar por parte de Ledi, que Rizzo y sus acompañantes declinaron cortésmente, ya que partían esa misma noche. Había un gran número de preparativos que hacer.

LA PRIMERA PRUEBA

El regreso a Estados Unidos de la familia De Lorenzo supuso el comienzo de una frenética actividad en los entornos de falsificadores del país. Los llamados «impresores negros», la élite de Filadelfia, Nueva York y Los Ángeles, fueron movilizados para obtener las muestras en un tiempo récord. Había nombres legendarios dentro de aquel mundillo, como Louis Milo, Ely Lubin o William Benjamín. Este último fue el encargado de dar los últimos retoques y el aprobado final al material. Se decidió que el primer envío de prueba consistiría en 498 bonos de American Telephone & Telegraph (AT&T) por valor de 4,98 millones de dólares, 259 bonos de General Electric, valorados en 2,59 millones, 479 bonos de Pan American World Airways por valor de 4,78 millones y 412 bonos de Chrysier valorados en 2,06 millones.

Los bonos falsos fueron manufacturados y entregados a Ledi en Roma por correos de la familia De Lorenzo. La muestra, posteriormente, se llevó al cardenal Tisserant para que diera su conformidad. A pesar de que sólo hay constancia de que se produjeron catorce millones, muchos expertos opinan que debió de haber mucho más material en circulación. En su día, el periodista de investigación David Guyatt declaró ante los tribunales que aquella cantidad representaba «la punta del iceberg».[7]

Sin embargo, Tisserant no era un experto en estos temas. Hacía falta una prueba convincente de que los bonos podían pasar como auténticos. Por orden del Vaticano, Mario Foligni, el presidente de Nuova Sirce, hizo un depósito de un millón y medio de dólares en el Handeisbank de Zúrich, abriendo una cuenta a nombre de monseñor Mario Fornasari, un alto funcionario de la Santa Sede. Los bonos falsos no tuvieron el menor problema para pasar la inspección de los empleados del banco. El material era de excelente calidad.[8]

Aun así, se decidió hacer una nueva prueba para asegurarse. Esta vez, Foligni se dirigió al Banco de Roma e hizo un depósito de dos millones y medio de dólares a beneficio de Alfio Marchini, propietario del Hotel Leonardo Da Vinci y uno de los mejores amigos del arzobispo Paul Marcinkus. Precisamente la implicación de Marchini es uno de los indicios que hace muy difícil creer que Marcinkus no conociera la operación. Una vez más, los empleados bancarios dieron por buenos los documentos sin poner ninguna pega.

Fue en el momento de pagar este primer envío cuando surgieron los primeros problemas, ya que los religiosos manifestaron que sólo podían efectuar el pago en liras. Aquello era una contrariedad de primer orden. Los italoamericanos se negaron. No sólo por lo complicado que resultaba para ellos manejar, transportar y cambiar aquella divisa extranjera, sino porque además sospechaban que aquellas liras provenían directamente de las familias mafiosas sicilianas, y que eran fruto de la extorsión y los secuestros; un dinero manchado que a la larga podría traer problemas.

CON LAS MANOS EN LA MASA

Los problemas, sin embargo, no iban a venir de aquel dinero, sino de una formalidad con la que los falsificadores no contaron. Los bancos italianos habían dado su autorización a las operaciones, pero también habían mandado muestras de los bonos a la Asociación de Banqueros de Nueva York para que los expertos de esta institución, con mejor formación y medios técnicos para la detección de falsificaciones, dictaminasen sobre su autenticidad. Y el resultado fue negativo. Los bancos italianos recibieron la noticia con sorpresa e incredulidad, pero hicieron lo que tenían que hacer y pusieron el hecho en conocimiento de la Interpol. El primero en ser interrogado fue, lógicamente, el encargado de colocar los bonos en ambos bancos, Mario Foligni, a quien no hubo que presionar demasiado para que diera el nombre de Leopold Ledi como proveedor del material falsificado. Además, Foligni declaró que la causa por la que el Vaticano había adquirido aquellos bonos falsos era permitir que Marcinkus y Sindona pudieran comprar Bastogi, una gigantesca compañía italiana dueña de propiedades inmobiliarias, minería y productos químicos.

Foligni, para sorpresa de todos, declaró no ser imputable, ya que, al haber actuado en representación de la secretaría de Estado vaticana, gozaba de inmunidad diplomática. Se libró de la cárcel, pero Ledi no tardó en ser detenido. La historia que contó a los funcionarios de Interpol fue la que hemos relatado hasta ahora, sin omitir un solo nombre, ni de mafiosos, ni de eclesiásticos. Las detenciones se sucedieron entre los falsificadores y mafiosos estadounidenses, todos y cada uno de los cuales acabó en prisión, excepto el pobre Louis Milo, el autor de las planchas, que fue encontrado muerto en el maletero de su coche.

Las autoridades monetarias estadounidenses no se habían olvidado, ni mucho menos, del Vaticano, pero tratándose de un Estado soberano las cosas resultaban mucho más complicadas. Así, cuando tras múltiples e infructuosos intentos de conseguir una entrevista con el cardenal Tisserant parecían a punto de lograrlo, éste falleció de muerte natural dejando instrucciones detalladas a sus colaboradores sobre algunos de sus documentos personales, y muy especialmente sus diarios, como ya se ha comentado en otro capítulo.

El 25 de abril de 1973, el cardenal Benelli recibió en la Ciudad del Vaticano a William Lynch, jefe de la sección contra el crimen organizado y la extorsión del Departamento de Justicia de Estados Unidos, y a William Aronwaid, de la fuerza de choque del distrito sur de la policía de Nueva York. Les acompañaban dos agentes del FBI, Viamonte y Tammaro. William Lynch comentó al cardenal Benelli los pormenores de una investigación policial entre los círculos mafiosos de Nueva York que había conducido al Vaticano. Incluso existía una carta presuntamente emitida por el Vaticano para formalizar una operación ilícita.

Se supone que fue monseñor Pavel Hnilica —supuestamente relacionado con los servicios de inteligencia vaticanos— quien en su momento avisó a Marcinkus sobre el peligro que suponía colocar en los mercados financieros tal cantidad de títulos falsos, por mucha protección de la Santa Sede con que se contara. Aquello suponía enfrentarse al poderoso Departamento del Tesoro de Estados Unidos. Hnilica recordó también a Marcinkus su nacionalidad estadounidense, vigente a pesar de su pasaporte vaticano. «Si los norteamericanos quieren, pueden pedir al Santo Padre su extradición». Marcinkus, en su calidad de responsable del IOR, no estaba dispuesto a arriesgarse a ser imputado por un delito federal en su país natal, sobre todo sabiendo la dureza con que trataban semejantes asuntos y sabiendo también que de poco iba a ayudarle el alzacuello. Así que decidió cooperar con las autoridades y recibir en su despacho, el 26 de abril de 1973, a los funcionarios estadounidenses que el día antes se habían entrevistado con Benelli.

ASUNTOS INSIGNIFICANTES

Durante aquella cita el arzobispo intentó derrochar encanto e inocencia, de los que no andaba sobrado. Ofreció a sus visitantes un par de sus carísimos habanos, que fueron rechazados con cortesía. Él, en cambio, sí se encendió uno. Michele Sindona fue uno de los primeros asuntos por los que preguntaron:

—Estoy alterado por la gravedad de las acusaciones. En vista de ello, responderé a todas y cada una de sus preguntas lo mejor que pueda.

—Háblenos de Michele Sindona…

—Michele y yo somos buenos amigos. Nos conocemos desde hace muchos años. Mis asuntos comerciales con él, sin embargo, son insignificantes. Él es, como ustedes ya sabrán, uno de los industriales más ricos de Italia. Está adelantado a su tiempo en lo referente a asuntos comerciales.

—¿Y en qué consisten esos asuntos comerciales «insignificantes»?

—No creo necesario quebrantar las leyes de secreto bancario para defenderme a mí mismo.

—Si en el futuro se hace necesario un careo entre usted y Mario Foligni, ¿estaría dispuesto a tenerlo?

—Sí, por supuesto, siempre y cuando sea absolutamente necesario. Espero que no lo sea.

—¿Tiene usted alguna cuenta numerada de carácter privado en las Bahamas?

—No.

—¿Tiene usted una cuenta ordinaria en las Bahamas?

—No, tampoco.

—¿Está usted seguro, arzobispo?

—El Vaticano mantiene intereses financieros en las Bahamas, pero se trata únicamente de negocios y transacciones como tantas otras mantenidas por el Vaticano. No están para beneficio económico de ninguna persona en particular.

—No, nosotros estamos interesados en las cuentas personales de usted.

—Yo no tengo ninguna cuenta privada o personal ni en las Bahamas ni en ningún otro lugar.

Al final del interrogatorio, Marcinkus se reafirmó en su inocencia y en su absoluto desconocimiento de los asuntos por los que estaba siendo interrogado. Sin embargo, los agentes federales eran conscientes de que el arzobispo o bien les estaba mintiendo o bien tenía una memoria extraordinariamente frágil. Sin duda, olvidaba que desde 1971 pertenecía, junto con Michele Sindona y Roberto Calvi, a la junta directiva del Banco Ambrosiano Transatlántico, con sede en Nassau, capital de las Bahamas, y que era propietario del 8 por 100 del mismo. Con frecuencia, Marcinkus se desplazaba a las Bahamas para alternar las reuniones de la junta directiva con unas bien merecidas vacaciones. Eso sin olvidar que los negocios «insignificantes» que tenía con Sindona le hacían mantener cuentas en muchos de los bancos de su amigo.[9]

EXTRADICIÓN FRUSTRADA

Sea como fuere, el caso es que los agentes salieron del despacho muy poco impresionados con la sinceridad del arzobispo, tanto que iniciaron los preparativos para un proceso de extradición. La advertencia de monseñor Hnilica comenzaba a convertirse en profética según las autoridades federales empezaban a tener cada vez más interés en que aquel ciudadano estadounidense terminara declarando ante los tribunales de su país.

Sin embargo, cuando parecía seguro que el secretario de Estado Henry Kissinger iba a solicitar la extradición de Marcinkus, la administración Nixon dio marcha atrás. Se han barajado varias explicaciones para ello: presiones del lobby católico, que no hubiera suficientes pruebas incriminatorias contra el arzobispo, no querer enrarecer aún más el ambiente político, tras salir a la luz el escándalo Watergate, las conexiones de Marcinkus con P2 y, por tanto, con la Operación Gladio de la CÍA…[10] La investigación no se frustró por la falta de empeño de los agentes federales, que se dedicaron con ahínco a esclarecer la verdad. Simplemente, fueron un tanto ingenuos a la hora de evaluar las dificultades añadidas de una investigación que comienza en un país y termina en otro. Al gobierno estadounidense le pareció más conveniente pasar por alto la implicación del Vaticano en la trama de los bonos falsos. Lo que en principio era un asunto meramente policial, mal manejado podría convertirse en un incidente diplomático de primer orden.

El simple hecho de que los agentes consiguieran traspasar los muros de la Santa Sede para interrogar a algunos de sus más altos funcionarios es una muestra de su tenacidad. Si el Vaticano hubiera estado en territorio estadounidense, la carta con el membrete de la Sacra Congregazione dei Religiosi habría sido la prueba de cargo fundamental, se habría podido interrogar a todos los miembros de la congregación, tomar huellas de todo el mundo para contrastarlas con las que se encontraron en el documento e incluso se habría podido obtener una orden de registro para intentar encontrar la máquina de escribir con que fue redactada. El único problema radicaba en que todo eso era imposible. Sobre la implicación de Marcinkus, William Aronwaid, uno de los investigadores del caso que estuvo presente en la reunión en el despacho del arzobispo, comentó al periodista de investigación David Yailop:

Lo máximo que se puede decir es que la investigación no ha revelado pruebas concretas suficientes para confirmar o negar su implicación.[11]