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EL BANQUERO DE LA MAFIA MICHELE SINDONA Y PABLO VI

El sucesor en el trono papal de Juan XXIII, Pablo VI, decidió dejar las finanzas vaticanas en manos de Michele Sindona, un hábil banquero cuya vida parece sacada de la película El Padrino. Forjado en la dura escuela del mercado negro, Sindona se convirtió en el principal banquero de la mafia, el hombre que controlaba los miles de millones de dólares que generaba el tráfico de drogas. De ahí al Vaticano sólo había un paso.

Sería difícil encontrar dos hombres que, dedicándose al mismo oficio, fueran más diferentes que Bernardino Nogara y Michele Sindona. Nogara era un tecnócrata gris y espartano, esclavo de su trabajo y devoto hasta llegar a la santurronería. Sindona, en cambio, era un financiero moderno y mundano. No tenía el menor reparo en hacer ostentación de los mejores trajes, las más finas corbatas y los más valiosos relojes. Su apodo, El Tiburón, decía mucho de su forma de hacer negocios, y sus conocidos contactos con la mafia le convirtieron en un hombre más que respeto, temido incluso, en los ambientes de negocios en Italia.

Michele Sindona comenzó su carrera blanqueando de forma magistral e imaginativa la fortuna de la familia Gambino, los mafiosos más conocidos de Nueva York. Sindona creó para ellos un holding que lentamente se convirtió en un verdadero imperio financiero de dimensiones internacionales.

La relación de Sindona con Pablo VI se inició cuando aquél hizo de intermediario del dinero que la CÍA aportaba al Vaticano y a la Democracia Cristiana para impedir la expansión del Partido Comunista italiano. Entre ambos hombres, como en su día entre Bernardino Nogara y Pío XI, surgió de inmediato una relación que fue más allá de lo meramente profesional, convirtiéndose en verdaderos amigos.

Por ello, no es de extrañar que una noche de primavera de 1969, agobiado por la reforma fiscal del gobierno italiano, Pablo VI decidiera llamar a una audiencia secreta a Michele Sindona. El visitante fue recibido de la forma más discreta en la Santa Sede y llevado rápidamente a los apartamentos papales, donde Pablo VI le esperaba con un semblante que parecía entre enfermo y preocupado. Sindona vestía un traje azul marino, corbata del mismo tono y una elegante camisa blanca de cuyos puños asomaban unos impresionantes gemelos de oro.[1] Su aspecto confiado y alegre dibujó inmediatamente una sonrisa en el rostro del pontífice. Parecía decir: «No hay problema, si se trata de dinero ya encontraremos una solución». El papa no le ofreció el anillo del pescador para el beso protocolario: en su lugar le estrechó la mano con calidez.

Una vez sentados, el papa le comentó al banquero su terrible problema. El gobierno italiano iba a gravar con impuestos las inversiones del Vaticano. Los setecientos millones de dólares que podría suponer en primera instancia la aplicación de la medida, aun siendo una cantidad abultada, era asumible, pero no era esto lo que más preocupaba al pontífice. El mayor inconveniente radicaba en que otros países decidieran llevar a la práctica medidas similares, lo que podría desbaratar la impresionante estructura financiera edificada con tanto esfuerzo por Bernardino Nogara a lo largo de los años.

UN ESCARMIENTO

Había algo más que el papa no había confesado a su amigo y asesor financiero. Su pontificado estaba resultando difícil e incierto. Ni tradicionalistas ni progresistas se encontraban contentos con su gestión pastoral, y las veladas críticas a su liderazgo surgían de continuo de uno y otro sector. Lo último que necesitaba en aquel momento era que se supiera que la fabulosa fortuna que se gestionaba desde IOR corría peligro de irse por el sumidero de la hacienda italiana.

Sindona escuchó pacientemente, meditó unos segundos y, tras una pequeña pausa, resolvió lo que iba a hacer. La medida del gobierno italiano era firme e intentar variarla implicaría un tiempo y unos recursos de los que no disponían en aquel momento. Lo más práctico era intentar salvar lo que se pudiera y sacar de Italia el dinero, desviándolo a empresas creadas en diferentes paraísos fiscales tanto de Europa como de América. Es decir, nada que no hubiera hecho antes para la familia Gambino. Sin embargo, en esta ocasión, el banquero estaba dispuesto a añadir un plus de audacia a su astucia financiera. La clave de la operación consistiría en que se realizara a la vista de todos, sin secretos. Si el Vaticano es un Estado soberano puede llevarse sus inversiones donde le plazca, debió de pensar Sindona. Esto serviría de escarmiento a los legisladores italianos y de aviso a otros países que sintieran la tentación de cargar con impuestos las inversiones vaticanas.

Tras escuchar la propuesta del financiero, fue el papa el que pareció meditar durante unos segundos. Después, le entregó una carpeta que contenía un documento cuyos términos se extendían más allá de las más inconfesables ambiciones de Michele Sindona. En el escrito se nombraba al controvertido financiero Mercator senesis romanam curíam sequens, el banquero de la curia, con poderes casi ilimitados sobre los fondos administrados por el Instituto para las Obras de Religión.

En virtud de su nuevo nombramiento, Sindona trabajaría al lado del arzobispo Paul Marcinkus, recién nombrado presidente del IOR, del cardenal Giuseppe Caprio, presidente del Beni della Santa Sede, y del cardenal Sergio Guerri, gobernador de la Ciudad del Vaticano. Sindona tendría la última palabra en los asuntos financieros. Como tenía por costumbre, leyó el documento hasta la última línea y sólo entonces levantó la vista del papel y sonrió al pontífice. El Vaticano había depositado en sus manos la mayor muestra de confianza posible, le había entregado la llave de la caja. Sindona, sin decir palabra, sacó su elegante estilográfica de oro y estampó su firma al pie del documento. Después, ahora sí, besó el anillo del pescador y se arrodilló junto al papa para rezar por el buen término de la ambiciosa empresa que habían comenzado con la firma del documento.

Quién sabe lo que sentiría Michele Sindona al salir de madrugada del recinto vaticano. Se le atribuía una frialdad sobrehumana, la capacidad de jugarse decenas de millones de dólares sin temblarle el pulso ni dudar, pero lo que había sucedido aquella noche probablemente era demasiado incluso para aquel al que la prensa sensacionalista había bautizado como «el hombre de hielo». Si debemos atenernos a lo que él mismo confesó años más tarde, aquella noche no sintió nada especial. A fin de cuentas, se trataba sólo de negocios, como de costumbre; nada por lo que sentirse especialmente excitado.

Sindona utilizó el prestigio que le otorgaba el hecho de haberse convertido en el asesor financiero del papa para obtener beneficios en sus propias operaciones internacionales. Por aquella época, el todopoderoso banquero del papa controlaba, al menos, cinco bancos y más de 125 compañías en once países.[2] Dos años después, en 1971, Sindona estaba preparado para acometer su campaña financiera más ambiciosa. Más por prestigio que por beneficio, estaba empeñado en conseguir el control de las dos mayores compañías de Italia (la Céntrale y Bastogi), fusionarlas y consumar la toma de un gran banco. Según afirmó posteriormente el propio gobernador del Banco de Italia, si Sindona hubiera materializado su plan, habría presidido el mayor holding empresarial de toda Europa y se habría convertido en arbitro del caótico sistema financiero italiano.

En agosto de 1971 Sindona se hizo con el control del primero de sus grandes objetivos: la Céntrale. Las autoridades financieras italianas comenzaron a tomarse en serio los movimientos de Sindona y el Banco de Italia bloqueó su intento de controlar Bastogi, su segundo punto de mira, ordenando una inspección adicional a varios bancos en los que el financiero poseía intereses. La conquista del sistema financiero italiano por parte de Sindona había sido detenida en el último momento, pero ahora amigos y enemigos sabían que el banquero del papa no era alguien a quien se debiera tomar a la ligera.

MÁS PODEROSO QUE EL BANCO DE ITALIA

A pesar de que los inspectores encontraron múltiples irregularidades en las empresas y bancos de Sindona, el gobernador del Banco de Italia decidió no hacer nada al respecto. Sindona era un hombre influyente y poderoso. Tenía a importantes instituciones financieras y al Vaticano respaldándole, y, desde luego, era mucho más fuerte que el gobernador del Banco de Italia.

Todo aquel poder había comenzado mucho antes, en 1942, cuando siendo un joven graduado de la Universidad de Mesina comenzó un lucrativo negocio de estraperlo. Compraba bienes y alimentos robados a los norteamericanos en Palermo y se las ingeniaba para introducirlos de contrabando en Mesina. Para mantener su negocio, Sindona precisaba la protección de la mafia. Ellos eran los que tenían acceso a los productos a través del robo o del control de la importación y producción. Además, la mafia podía poner a su disposición una fuente inagotable de documentos falsos obtenidos mediante soborno con los que poder engañar a las patrullas fronterizas. Todo ello lo logró Sindona gracias a su contacto con Vito Genovese, uno de los mafiosos más importantes de Estados Unidos. Genovese había colaborado en la planificación de la invasión de Sicilia actuando como enlace entre el Ejército estadounidense y la mafia de la isla. Apodado Don Vitone, tomó a Sindona bajo su protección. Por aquellos días, Genovese era uno de los mayores traficantes de narcóticos del mundo y se cree que estaba relacionado con negocios de trata de blancas, dirigiendo en Nueva York la familia fundada en su día por Lucky Luciano (Salvatore Lucania).

El mayor golpe de los realizados hasta ese momento por Vito Genovese había sido el asesinato de Joe Masseria, que estaba considerado en Estados Unidos como el «jefe de todos los jefes». Masseria ni siquiera supo de dónde vinieron las balas que acabaron con su vida. Había acudido a Scarpato's, un restaurante de Coney Island, invitado por Luciano. Masseria lo pasó bien en la que iba a ser su última cena, rodeado de gente de confianza. Sin embargo, Genovese había preparado hasta el último detalle la emboscada y Masseria recibió varios disparos en la espalda por, según cita el informe policial, «desconocidos que se dieron a la fuga».[3]

Michele Sindona siempre recordaría aquella época con agrado; eran días de aventura en los que en muchas ocasiones él mismo conducía los camiones con el contrabando, que eran recibidos en los pueblos con el revuelo y alboroto propios de un gran acontecimiento. Como si de un Papá Noel mafioso se tratara, distribuía alimentos y regalos a espuertas, reservando una parte para sus amigos. En esa época de hambruna, los víveres de Sindona, pese a no ser gratis, eran bien recibidos en un pueblo necesitado y falto de los alimentos más básicos. Se había convertido en un auténtico padrino, un hombre respetado por todos.

UNA VIDA DE AVENTURAS

Durante aquel período aventurero, Michele Sindona se hizo con una variada panoplia de amigos, que incluía tanto a militares estadounidenses como a los más peligrosos mañosos de Sicilia. De los norteamericanos aprendió mucho gracias a las largas conversaciones que casi siempre trataban sobre lo maravilloso que resultaba la vida en Estados Unidos, su prosperidad y las ventajas del capitalismo y la democracia. Aquélla era una tierra prometida para un hombre como Sindona, que rebosaba ambición y talento: «Fue entonces cuando comprendí que si realmente quería hacer algo grande necesitaría tener amigos en Estados Unidos».[4]

El gran amigo de Sindona en Norteamérica era Vito Genovese, y el acuerdo entre ambos funcionó a las mil maravillas. Sindona aportaba a Genovese un más que generoso porcentaje de sus beneficios a cambio de la protección de Don Vitone, que se encargaba de alejar de su joven pupilo a las autoridades y a las otras familias mafiosas. Esto último no era especialmente complicado, ya que el negocio era suficientemente grande como para que todos los mafiosos de Italia sacaran su parte sin necesidad de interferir en los negocios de sus vecinos. Casi todo lo que consumieron los italianos durante la ocupación, lo necesario y lo superfluo, los alimentos y la ropa, salió de las bases estadounidenses. El mercado negro y el contrabando se convirtieron en algo normal dentro de la economía italiana.

Las autoridades no podían hacer nada para detener esta situación. En 1946 el prefecto de Milán intentó aplicar, sin resultado, una política de control de precios, al menos en lo concerniente a los productos de primera necesidad. Se establecieron pequeños comités de control, formados por dos policías y un miembro de la Camera di Lavoro, que se encargaban de que, como mínimo en las tiendas, los precios fueran los estipulados. La idea pronto se extendió a Génova y Turín, pero cuando los intermediarios rehusaron distribuir sus productos en las tiendas, el mercado negro pudo continuar su edad de oro.[5]

En aquella extraña época, Sindona conoció a don Luciano Leggio, uno de los capos mafiosos más singulares, ya que su familia dirigía Anónima sequestri, un grupo paramilitar de Palermo conocido por su carácter cuasifascista y sus métodos violentos. Leggio rápidamente simpatizó con Sindona, que pasó con igual celeridad a formar parte de su familia. Allí, Sindona trabó contacto con el hermano Agostino Coppola, un peculiar fraile que lo mismo celebraba una misa que planificaba un asesinato o un secuestro.

Cabe señalar que en la Sicilia de la época el hecho de que un clérigo perteneciese a la mafia no era tan extraño ni estaba tan mal visto como pudiéramos suponer. En 1962, por ejemplo, cuatro monjes franciscanos fueron juzgados, condenados y sentenciados a más de treinta años de prisión por conspiración, extorsión y asesinato. El propio hermano Agostino Coppola, según se demostró en el juicio que contra él se celebró en 1975 por pertenencia a organización criminal, participó en labores de blanqueo de dinero y apoyó a conocidos políticos de la Alta Mafia. En 1978 el monje franciscano Fernando Tadeo, prior de la iglesia del Santo Angelo en Roma, fue detenido bajo la acusación de comprar dinero procedente de rescates de diversos secuestros al 70 por 100 de su valor, dinero que posteriormente era blanqueado mediante instituciones financieras vinculadas al Vaticano.

EL TRIÁNGULO DEL DIABLO

En los años setenta se podía afirmar que el triángulo formado por la mafia, la Democracia Cristiana y la Iglesia era el principal responsable de la pobreza endémica que se vivía en Sicilia. Tan fuertes eran los vínculos entre estas tres instituciones que se decía que si un capo mafioso era bendecido con dos hijos varones lo más normal es que uno de ellos se dedicara a la política y el otro al sacerdocio. Este triángulo funcionaba a la perfección debido a las particularidades de Sicilia, una región insular y olvidada en la que los caciques podían hacer y deshacer a su antojo sin que las autoridades se inmiscuyeran demasiado en sus asuntos. La pobreza y el analfabetismo de sus gentes les hacía aún más fáciles de manipular. (La mafia tenía sus luparas, escopetas de cañón recortado con que perpetraban sus asesinatos, la Iglesia tenía a Dios y la Democracia Cristiana sólo tenía que mencionar a los comunistas para amedrentar a los campesinos sicilianos).

Por otro lado, Sicilia es la tierra de «el enemigo de mi enemigo es mi amigo». Mafiosos, clérigos y políticos de derechas compartían un enemigo común: los comunistas, y ello contribuyó a estrechar lazos y alianzas que hubieran sido impensables en cualquier otro lugar del planeta.

Aquel ambiente fue la auténtica escuela de negocios en la que se educó y formó Michele Sindona. Cuando en 1946 abrió en Milán su despacho de asesoría fiscal y económica, ya había aprendido todo lo necesario para convertirse en un exitoso hombre de negocios en la Italia de posguerra. Supo aprovechar como nadie la era de continuos «pelotazos» que supuso el milagro económico italiano, y su formación y astucia le sirvieron para manejarse perfectamente en el complejo entramado fiscal de la república.

En Milán aplicó todo lo aprendido en Sicilia, en especial lo referente a la utilidad de relacionarse con miembros del clero. Este trato comenzó con el funcionario de la curia monseñor Amieto Tondini, una de cuyas hermanas estaba casada con un primo de Sindona. Monseñor Tondini, sin desperdiciar la oportunidad de favorecer a un familiar, presentó a Sindona a su amigo Massimo Spada, delegado del IOR y uno de los hombres de confianza de Bernardino Nogara. Spada era un hombre con una apariencia peculiar. Era muy alto y tenía un cabello gris, muy fino, cuyo tono combinaba a la perfección con el eterno gris de sus trajes cruzados, cuyos pantalones tenían, indefectiblemente, la cintura demasiado alta y la pernera demasiado baja. Massimo Spada no era un hombre rico, como atestiguaba el corte de sus trajes, casi intolerables para el presumido Sindona, sin embargo, sí era un hombre poderoso, un servidor abnegado de la Santa Sede que manejaba sumas de dinero muy importantes de los fondos del Vaticano y cuyas decisiones podían repercutir en la economía italiana. Pero no era este poder lo más importante que Sindona iba a obtener de Massimo Spada, sino la relación con un hombre que, con el tiempo, se convertiría en uno de sus mejores amigos y cuyos destinos estarían ligados para siempre: Giovanni Battista Montini, que reinaría como papa bajo el nombre de Pablo VI.

UNA REUNIÓN EN LA CUMBRE

Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, con un ambiente mucho más tranquilo y distendido, y habiendo desaparecido los principales testigos de algunos de sus delitos más significados, Vito Genovese decidió regresar a Estados Unidos. Con Lucky Luciano disfrutando de un exilio dorado en Sicilia como parte del trato que Genovese había alcanzado con el Ejército estadounidense —por el cual se comprometió a conseguir la colaboración de la mafia a fin de allanar la invasión aliada en la isla—, Genovese no tenía enemigos de consideración que le pudieran disputar el título de «jefe de todos los jefes», por lo que inició una campaña de terror y asesinatos destinada a afianzar su poder sobre el resto de familias. En 1951 se le relacionó con la muerte de Willie Moretti, en 1953 con la de Steve Franse y en 1957 con la de Albert Anastasia, tres reputados mafiosos que representaban el último obstáculo para hacerse con el control de Nueva York. La audacia de Genovese estaba cimentada por el respaldo que había obtenido en Nueva York por parte de Cario Gambino y su familia.

Durante todo aquel tiempo, Michele Sindona siguió contando con la amistad y confianza de Vito Genovese, hecho que se vio refrendado cuando el joven financiero fue invitado a la reunión de mañosos más importante de la historia, celebrada el 2 de noviembre de 1957 en el Grand Hotel des Palmes de Palermo. Durante más de doce horas los «hombres de honor» estuvieron en una de las alas del hotel disfrutando de una copiosa comida de marisco en una bucólica terraza con vistas al mar.

La relación de asistentes era un verdadero «quién es quién» del crimen organizado de ambos lados del Atlántico. Allí estaban Lucky Luciano, que a pesar de su retiro seguía siendo uno de los auténticos hombres fuertes de la mafia, los hermanos Magadino (que controlaban la ciudad de Búfalo), Joseph Bonanno (más conocido como Joe Bananas), Carmine Galante, el capo de Detroit John Priziola, Tommaso Buscetta, Frank Costello (que acudía en representación de la familia Gambino), además de miembros de las dos familias en pugna en Nueva York, los Luchese y los Genovese. A modo de anfitriones se encontraban los integrantes más importantes de la mafia siciliana, entre ellos, don Giuseppe Genco Russo, Salvatore Greco, Calcedonio di Pisa y los hermanos LaBarbera.[6]

Lo que les había llevado a reunirse aquel día era organizar definitivamente el tráfico de narcóticos, que ya comenzaba a convertirse en la principal fuente de ingresos de la mafia. Los sicilianos habían elaborado una complicada red que comenzaba en los centros de producción en el Triángulo de Oro del sudeste asiático, continuaba en las factorías de procesado en Turquía y finalizaba en la propia Sicilia, desde donde se distribuía la mercancía a todo el mundo.[7]

LOS CORLEONESI

El tráfico de drogas cambió el panorama en el que se manejaba la mafia. Los beneficios eran enormes, mucho mayores que los obtenidos con el juego, el contrabando o la prostitución. Fueron momentos de arrogancia en los que los mafiosos vieron cómo se les abría una ventana a un mundo sin límites. También fueron los días en los que se gestó un cambio generacional que dio como resultado el nacimiento de una nueva facción, amoral y homicida incluso para la mafia más tradicional. Eran los Corleonesi, llamados así por el pueblo de Corleone, de donde surgieron. El padrino de esta facción era Luciano Leggio, un psicópata que disfrutaba matando él mismo a sus víctimas con una bayoneta. Leggio fue enviado a prisión en 1974, pero siguió ejerciendo un verdadero reinado de terror a través de sus dos sicarios, cuya brutalidad era mayor si cabe que la de su jefe. Uno de ellos era Bernardo Provenzano, conocido como Il tratturi. El Tractor, por su capacidad «industrial» para el asesinato. El otro era más peligroso aún, un hombre bajito y mal encarado llamado Salvatore «Totó» Riina, La belfa. La Bestia.[8]

Los Corleonesi eran tachados de viddani (paletos) por los mafiosi de las ciudades, como los que se reunieron en aquella histórica cumbre del hotel de Palermo. Los métodos brutales de los Corleonesi no encajaban con las ambiciones políticas, el afán de respetabilidad y el propósito de pasar lo más inadvertidos posible del resto de familias. Ellos eran los capifamiglia (jefes de familia) que habían salido victoriosos de incontables guerras mafiosas y ahora dictaban la política y mantenían la paz en el oeste de Sicilia.

Entre las muchas resoluciones que se tomaron en aquella reunión, todos estuvieron de acuerdo en que Michele Sindona fuera el encargado de manejar los beneficios que las familias obtenían por el tráfico de heroína. Se trataba de un acuerdo no muy diferente del que Sindona firmaría años más tarde con el papa. Sindona se convertía en administrador plenipotenciario de una ingente fortuna, aunque en este caso el acuerdo era, lógicamente, verbal, y si el financiero fracasaba en su misión era muy probable que perdiera la vida.

No obstante, todos estaban conformes en que él fuera el hombre que acometiese esa misión. Su conocimiento del entramado fiscal italiano le permitiría mover grandes cantidades de dinero sin llamar la atención de las autoridades monetarias del país. Además, tenía un perfil perfecto de respetable hombre de negocios y «hombre de familia» gracias a sus lazos con Vito Genovese.

LA MEJOR FORMA DE ROBAR UN BANCO

A los pocos días de obtener la confianza de la asamblea de mafiosos, Sindona creó en Licchtenstein la compañía Fasco AG. Para comprender el poderío de esta empresa, baste mencionar que una de sus primeras operaciones fue la adquisición de un banco en Milán, la Banca Privata Finanziaria. Poco después se hizo con el control de la Banca di Messina, en su Sicilia natal, y el Banque de Financement, en Ginebra. Los más importantes bancos del mundo recibieron fondos de la corporación de Los mafiosos, en especial el Hambres Bank de Londres, el Continental Illinois y el Instituto para las Obras de Religión.[9]

Mientras tanto, en Estados Unidos Sindona se había convertido en todo un personaje dentro del Partido Republicano de Illinois. También había estrechado sus lazos mafiosos con una nueva y fructífera relación con la familia Inzerillo, primos de los Gambino.[10]

Durante aquella época, miles de millones de dólares pasaron por Sindona, que hábilmente los recogía con una mano en Estados Unidos y Sicilia y con la otra los depositaba, completamente limpios, en los bancos de Suiza. Sindona también aprendió en aquellos días una lección que años después, en la célebre época del «pelotazo», sería aplicada con maestría por cierto número de banqueros: «La mejor forma de robar un banco es comprarlo». La Banca Privata Finanziaria se convirtió muy pronto en un mero vehículo para las operaciones clandestinas de Sindona y sus representados, sin más sustento real que las ingentes cantidades de dinero que a diario pasaban por sus cuentas, pero que nunca dormían ni una sola noche en sus bóvedas.

El banco tenía todo de cuanto irregular pueda imaginarse: desde cuentas ficticias hasta créditos y transferencias no justificadas. Lo peor de todo era que Sindona estaba robando a algunos de sus propios clientes —no a los mafiosos, se entiende—, sustrayendo sumas de dinero de sus cuentas que transfería a otra en el Banco Vaticano, desde donde, a su vez, se traspasaba este dinero, no sin antes quedarse con un 15 por 100 de comisión en su cuenta del Banque de Financement de Ginebra. Por si cabía alguna duda sobre quién era el titular de esta cuenta cifrada, la clave era MANÍ, en honor a los hijos de Sindona: Marco y Niño.

La situación llegó a ser tan surrealista que aquellos clientes que detectaban irregularidades en sus cuentas y amenazaban con denunciarlo a las autoridades eran amenazados de muerte por los mafiosos de Sindona. Ni que decir tiene que el banco perdió clientes a toda velocidad, pero, a fin de cuentas, el beneficio de sus actividades no tenía nada que ver con el número de clientes.

En el Banque de Financement de Ginebra las cosas no eran demasiado diferentes. Los empleados del banco se jugaban los fondos de sus clientes en el mercado de valores. Si había pérdidas, eran los clientes quienes corrían con ellas, si por el contrario había ganancias, éstas eran apuntadas con toda celeridad en la ya mencionada cuenta MANÍ. En este caso, ni siquiera era preciso amenazar a los perjudicados, ya que el grueso de la clientela prefería mantenerse a sí mismos y a sus depósitos en el más estricto anonimato. El IOR era titular del 29 por 100 de las acciones del banco y mantenía varias cuentas en la institución, que, aunque no estaban sujetas a los manejos de Sindona, sí estaban dedicadas a lo que se podría denominar «actividades altamente especulativas».

Pero todo esto aún tardaría algunos años en ser descubierto. En 1969 Michele Sindona era el mayor empresario de Italia, el «salvador de la lira», como le proclamó en su día el primer ministro Giulio Andreotti. En medio de tal gloria financiera no es de extrañar que Sindona recibiera la invitación para formar parte de un club mucho más exclusivo que el de los mafiosos sicilianos. Se trataba de la logia masónica Propaganda Due (Propaganda Dos), dirigida por Licio Gelli, uno de los personajes más poderosos de la política y la economía italianas, que había elevado el chantaje y la extorsión a la categoría de bellas artes.