Habida cuenta su superficie externa, los insectos son muy livianos de peso. Una abeja lanzada desde gran altura alcanza enseguida su velocidad punta. La resistencia del aire impide que se precipite con excesiva violencia, y de allí que después de caer al suelo observemos que se aleja por sus propios medios sin mayores contratiempos. Otro tanto puede decirse de los pequeños mamíferos, como por ejemplo las ardillas. Un ratón puede ser arrojado a un pozo de mina de unos trescientos metros de profundidad y si el terreno es blando llegará al fondo aturdido pero esencialmente indemne. Por el contrario, el ser humano puede quedar tullido o perder la vida si se precipita de una altura que exceda los cuatro metros; dada nuestra talla, pesamos demasiado en proporción a la superficie externa de nuestro cuerpo. Por consiguiente, nuestros antepasados arborícolas tenían que proceder con mucha cautela ya que cualquier error al columpiarse de rama en rama podía resultarles fatal. Cada salto constituía una oportunidad de cara a la evolución de la especie. Poderosas fuerzas selectivas entraban en juego para engendrar organismos gráciles y ligeros, dotados de visión binocular, múltiples aptitudes manipulativas, magnífica coordinación entre el órgano de la vista y las manos y una captación intuitiva de la gravitación newtoniana. Cada una de estas facultades requirió sustanciales progresos en la evolución del cerebro y, muy en especial, de las neocortezas de nuestros antepasados. El intelecto humano lo debe esencialmente todo a los millones de años que nuestros antecesores pasaron en solitario colgados de los árboles.

Cabe preguntarse si una vez de regreso al llano y a la sabana, lejos de los árboles, echamos de menos los majestuosos y formidables saltos y el éxtasis de la ingravidez bajo los rayos solares que se filtraban por la techumbre arbórea. ¿Tiene el reflejo de temor en el niño de hoy la misión de impedir que caiga de la copa de un árbol? ¿Hay en nuestras ensoñaciones nocturnas de extraños vuelos y en el afán de surcar los cielos que siente el hombre, como nos muestran los casos de Leonardo da Vinci o de Konstantin Tsiolkovskii, reminiscencias nostálgicas de los días transcurridos en las ramas de los corpulentos árboles de la selva?[9]

Otros mamíferos, incluso algunos no pertenecientes ni al orden de los primates ni al de los cetáceos, poseen neocortezas cerebrales. Interesa, sin embargo, preguntarse cuándo se produjo la primera gran mutación del neocórtex. Aunque ninguno de los simios de los que descendemos está presente entre nosotros para aclararnos este punto, podemos responder a la cuestión, o por lo menos intentarlo, recurriendo al examen de los cráneos fósiles. En el hombre, en los antropoides y en los monos, así como en otros mamíferos, el cerebro ocupa casi por completo la cavidad craneal, lo cual no ocurre, por ejemplo, en los peces. En consecuencia, si sacamos el molde de un cráneo, podemos determinar lo que se conoce como el volumen endocraneal de nuestros antepasados directos y colaterales al tiempo que efectuar estimaciones aproximadas del volumen de sus cerebros.

Ilustración 14. Las manos de los animales están adaptadas a su forma de vida, y a la inversa. En la figura se muestran los apéndices de A) el opósum, B) la tupaya, C) el potto (primate del África Occidental), D) el tarsius (tarsero), E) el babuino (la parte del apéndice que sirve a la vez de mano y de pie), F) el orangután, adaptado a la función braquial, G) el hombre, dotado de un pulgar oponible y relativamente largo.

A estas alturas los paleontólogos todavía no se han puesto de acuerdo sobre quiénes son los verdaderos antecesores del hombre, y apenas transcurre un año sin que aparezca el fósil de un cráneo asombrosamente parecido al del hombre actual mucho más antiguo de lo que hasta ahora se creía posible. Lo que sí parece cierto es que hará unos cinco millones de años abundaban los animales de apariencia antropoide, como los gráciles australopitecos, que caminaban sobre dos patas y cuyo volumen cerebral era de unos 500 c.c., es decir unos cien centímetros cúbicos más que el cerebro de un chimpancé de nuestros días. Sobre la base de estos indicios, los paleontólogos han llegado a la conclusión de que «el bipedalismo precedió a la encefalización», con lo que se quiere significar que nuestros antecesores caminaron sobre dos patas antes de contar con un cerebro de buen tamaño.

Hace tres millones de años existía gran variedad de criaturas bípedas con una amplia gama de volúmenes craneales, algunos muchísimos mayores que el del australopiteco grácil del África oriental que viviera unos pocos millones de años antes. Uno de ellos, al que L. S. B. Leakey —el conocido antropólogo anglokeniata que tanto ha estudiado al hombre primitivo— denominó homo habilis, poseía un volumen cerebral de unos 700 centímetros cúbicos. La arqueología nos proporciona también indicios de que el homo habilis fabricaba herramientas. El primero que avanzó la idea de que el empleo de herramientas constituye a la vez causa y efecto del caminar sobre dos piernas, con la consiguiente liberación de las manos, fue Charles Darwin. El hecho de que cambios de conducta tan significativos vayan acompañados por otros igualmente significativos en el volumen cerebral no demuestra que lo uno sea la causa de lo otro. Sin embargo, nuestro comentario anterior hace que este vínculo causal aparezca como muy probable.

Ilustración 15. Una familia de australopitecos gráciles hace cinco millones de años.

La tabla 4 resume el tema de los restos fósiles, tal como lo conocíamos en 1976, acerca de nuestros más recientes antepasados y parientes colaterales. Las dos clases distintas de australopitecos halladas hasta ahora no pertenecían al género homo; no eran hombres, sino bípedos todavía incompletos cuya masa cerebral equivalía tan sólo a una tercera parte de la que ostenta hoy por término medio el hombre adulto. Suponiendo que nos encontráramos con un australopiteco, digamos en el metro, tal vez lo que más nos llamaría la atención sería la casi ausencia total de frente. Era el menos evolucionado de los antropoides. Existen marcadas diferencias entre las dos clases de australopitecos. La especie robusta era de más envergadura y mayor peso, con una dentadura más poderosa y una notable estabilidad evolutiva. El volumen endocraneal de un a. robustus varía muy poco de un espécimen al otro a lo largo de millones de años. Volviendo de nuevo a los australopitecos gráciles y basándonos una vez más en su dentadura podemos presumir que comían carne y también vegetales. Eran de menor envergadura que el hombre y más flexibles, como su nombre indica. Sin embargo, son considerablemente más viejos y presentan mucha más variación en cuanto al volumen endocraneal que sus robustos primos. Y, lo que es más importante, la ubicación de los restos del australopiteco grácil se halla asociada al hallazgo de lo que reviste todo el carácter de un oficio: la fabricación de útiles de piedra y de huesos, cuernos y dientes de animales tallados meticulosamente, partidos, frotados y pulimentados para conseguir herramientas de corte y bruñido o de útiles para triturar y machacar. En cambio no se han encontrado herramientas asociadas a los restos fósiles del a. robustus. La proporción entre el peso del cerebro y la masa del cuerpo en la especie grácil es de casi el doble que en la especie robusta, por lo que resulta lógico preguntarse si este factor es el que marca la diferencia entre la aptitud para construir herramientas o la incapacidad para ello.

TABLA 4. ANTEPASADOS DIRECTOS Y PARIENTES COLATERALES MODERNOS DEL HOMBRE
Especie Primer espécimen Volumen endocraneal Estatura y peso Proporción masa cerebro/cuerpo Comentario
Australopithecus robustus (se incluyen el Paranthropus y el Zinjanthropus) 3,5 m. de a. 500-550 cc. 1,5 m 40-60 Kg ~ 90 Poderoso aparato masticatorio; cresta sagital; probablemente vegetariano rígido; bípedo imperfecto; ausencia de frente; hábitat: bosque y monte bajo. No asociado con herramienta alguna.
Australopithecus africanus (australopiteco grácil) 6 m. de a. 430-600 c.c. 1-1,25 m 20-30 Kg ~ 50 Caninos e incisivos más poderosos; probablemente omnívoros; bípedo imperfecto; frente incipiente; hábitat: zona de bosque y matorral. Útiles de piedra y hueso.
Homo habilis 3,7 m. de a. 500-800 c.c. 1,2-1.4 m 30-50 Kg ~ 60 Frente prominente. Claramente omnívoro. Bípedo completo. Hábitat: sabana. Útiles de piedra. Posible constructor de habitáculos.
Homo erectus (Pitecántropo) 1,5 m. de a. 750-1250 c.c. 1.4-1,8 m 40-80 Kg ~ 65 Frente prominente. Claramente omnívoro. Completamente bípedo. Hábitat vano. Diversidad de herramientas de piedra. Invención del fuego.
Homo sapiens 0,2 m. de a. 1100-2200 c.c. 1.4-2 m 40-100 kg ~ 45 Frente prominente. Claramente omnívoro. Completamente bípedo. Hábitat global. Herramientas de piedra y metal. Material químico, electrónico y nuclear.

Aproximadamente por la época en que surge el a. robustus apareció un nuevo animal, el homo habilis, al que cabe considerar como el primer hombre genuino. Tanto en el aspecto corporal como en lo relativo al peso del cerebro, era más desarrollado que los dos tipos de australopitecos, y la proporción entre su masa cerebral y peso del cuerpo era aproximadamente la misma que la detectada entre los australopitecos gráciles. Apareció en una época en que por razones climáticas la tierra se iba desforestando. El homo habilis habitaba en las vastas sabanas africanas, un medio sobremanera estimulante poblado por una enorme variedad de depredadores y presas. En estas llanuras de matorral aparecieron tanto el primer hombre con los rasgos actuales como el primer caballo según hoy lo conocemos. Fueron, por así decirlo, casi coetáneos.

En los últimos sesenta millones de años se ha producido una incesante evolución de los ungulados, como registran perfectamente los restos fósiles, proceso que culminó en el caballo actual. El eohipos o «caballo de la aurora» de hace cincuenta millones de años era poco más o menos del tamaño de un perro pastor escocés, con un volumen cerebral de unos veinticinco centímetros cúbicos y una proporción entre masa cerebral y peso corporal de aproximadamente, la mitad de la de un mamífero contemporáneo de tamaño equivalente. Desde entonces los caballos han experimentado una fantástica transformación tanto en el tamaño absoluto como relativo del cerebro, incorporando notables innovaciones en el neocórtex y muy en especial en los lóbulos frontales, evolución acompañada ciertamente por notables incrementos en el grado de inteligencia equina. Me pregunto si el progreso paralelo de la inteligencia en el caballo y en el hombre tiene una causa común. ¿Necesitaban los caballos, por ejemplo, tener ligereza de cascos, sentidos muy finos e inteligencia despierta para escapar de los depredadores que acechaban tanto a los primates como a los equinos?

Ilustración 16. La sabana del África oriental cerca del paso de Olduvai hace unos millones de años. A la derecha del dibujo, en primer plano, se distinguen tres homínidos, tal vez australopitecos. o especímenes de Homo habilis. El volcán en activo que se divisa al fondo corresponde al actual monte Ngorongoro.

El homo habilis tenía una frente amplia lo que sugiere un notable desarrollo de las zonas neocorticales de los lóbulos frontal y temporal así como de las regiones cerebrales, aspecto del que trataremos más adelante. Dicho desarrollo parece guardar relación con la facultad del habla. En el supuesto de que llegáramos a tropezarnos con un homo habilis vestido a la última moda en el bulevar de una metrópoli moderna, posiblemente nos limitaríamos a echarle un rápido vistazo, y ello quizá sólo en razón de su corta estatura. En conexión con el homo habilis se han encontrado una gran variedad de herramientas muy perfeccionadas. Además, tomando como base algunas disposiciones circulares de piedras existen motivos para suponer que el homo habilis construía sus propios habitáculos, y que mucho antes de las épocas glaciares del pleistoceno, mucho antes de que los hombres vivieran habitualmente en las cavernas, el homo habilis ya construía viviendas al descampado, probablemente de madera, junco, hierba y piedra.

Dado que el homo habilis y el a. robustus hicieron su aparición casi al mismo tiempo, es muy improbable que el uno fuera antepasado del otro. Los australopitecos gráciles coexistían con el h. habilis, pero la especie de los primeros se había originado mucho tiempo antes. Por lo tanto, es posible, aunque en modo alguno quepa afirmarlo con seguridad, que tanto el h. habilis, con un futuro evolucionista prometedor, como el a. robustus, un ser llegado al límite de su evolución, surgieran del grácil a. africanus, que sobrevivió el tiempo suficiente como para ser contemporáneo de ambos.

El primer hombre cuyo volumen endocraneal coincide con el del hombre actual es el llamado homo erectus. Desde hacía muchos años los principales especímenes de h. erectus se hallaban ubicados en China y se estimaba que tenían cerca de medio millón de años. Sin embargo, en 1976, Richard Leakey, director de los Museos Nacionales de Kenya, dio cuenta del hallazgo de un cráneo casi completo de h. erectus en unos estratos geológicos con un millón y medio de años de antigüedad. Habida cuenta de que los especímenes de h. erectus hallados en China están claramente asociados a residuos de fogatas, es posible que nuestros antepasados conociesen el uso del fuego desde hacía mucho más de un millón y medio de años, lo que desplaza la figura de Prometeo a tiempos mucho más pretéritos de cuanto se pensaba.

Quizá el aspecto más notable de los hallazgos arqueológicos de útiles y herramientas es que aparecen desde el principio en gran cantidad. Uno tiene la impresión de que un inspirado a. grácil descubrió el uso de las herramientas e inmediatamente empezó a enseñar la técnica de su construcción a parientes y amigos. No hay modo de explicar la intermitente aparición de útiles de piedra, salvo en el caso de que los australopitecos contaran con instituciones educacionales. Forzosamente tuvo que existir una especie de comunidad o hermandad de artesanos de la piedra que transmitiera a las sucesivas generaciones sus preciosos conocimientos sobre la fabricación y el uso de las herramientas, conocimientos que en última instancia llevarían a los débiles y casi indefensos primates al dominio del planeta Tierra. Lo que no es posible determinar es si el género homo inventó por su cuenta las herramientas o aprovechó alguna técnica de construcción concebida por el género australopithecus.

Consultando la tabla antedicha observamos que la proporción entre cerebro y masa corpórea es aproximadamente la misma para los a. gráciles, el h. habilis, el h. erectus y el hombre actual. En consecuencia, no es posible explicar los progresos realizados en los últimos millones de años atendiendo a la mera proporción entre masa cerebral y masa corpórea, sino más bien tomando en cuenta el incremento total de la masa cerebral, la especialización perfeccionada de nuevas funciones, un aumento en la complejidad de la estructura cerebral y, muy especialmente, el aprendizaje extrasomático.

L. S. B. Leakey puso de relieve que la crónica fósil de hace unos pocos millones de años refleja la existencia de una gran variedad de especies antropomorfas, muchas de las cuales aparecen con agujeros o fracturas en el cráneo. Es posible que algunas de estas heridas fuesen infligidas por leopardos o hienas, pero Leakey y el anatomista sudafricano Raymond Dart estaban convencidos de que muchas de ellas fueron causadas por nuestros antecesores. Es casi seguro que durante el plioceno y el pleistoceno existió una intensa rivalidad entre muchas formas antropoides, de las que sólo sobrevivió un tronco: el de los que dominaban el uso de los útiles y herramientas, el tronco que desemboca en el hombre actual. Queda sin resolver la cuestión del papel que desempeñaron las matanzas en el cuadro de estas rivalidades. Los australopitecos gráciles caminaban erectos, eran ágiles, veloces y medían tres pies y medio de altura es decir, eran individuos de «estatura enana». A veces me pregunto si las leyendas en torno a gnomos, gigantes y enanos no serán una remembranza genética o cultural de esos remotos tiempos.

* * *

A la vez que el volumen craneal de los homínidos sufría este incremento espectacular, sobrevino otra transformación asombrosa de la anatomía humana. Tal y como ha observado el anatomista británico Sir Wilfred Le Gros Clark, de la Universidad de Oxford, se produjo una remodelación total de la pelvis. Con toda probabilidad se trató de una adaptación para facilitar el parto de la generación de individuos dotados de una consistente masa cerebral. Si en la actualidad se produjera otro agrandamiento sustancial de la banda pélvica en la región del conducto natal, las mujeres verían muy dificultada la tarea de caminar. (Al nacer, las niñas poseen una pelvis y una abertura ósea mucho más grande que la de los niños; al llegar a la pubertad, la pelvis de la adolescente vuelve a sufrir un notable agrandamiento.) La aparición paralela de estas dos efemérides evolucionistas ilustra fehacientemente cómo opera la selección natural. Las madres que habían heredado pelvis dilatadas pudieron engendrar criaturas dotadas de cerebros grandes que una vez llegadas al estado adulto y a causa de su intelecto superior competían ventajosamente con la descendencia, menos dotada cerebralmente, alumbrada por madres con una abertura pélvica más reducida. En los tiempos pleistocénicos el individuo que poseía un hacha de piedra era quien tenía más probabilidades de salir victorioso en una disputa. Y lo que es más importante, era mejor cazador. Pero la invención y la construcción ininterrumpida de hachas de piedra exigía mayores volúmenes cerebrales.

Que yo sepa, el alumbramiento es normalmente doloroso en una sola de los millones de especies animales que pueblan la tierra: la del ser humano. Posiblemente ello sea consecuencia del reciente e incesante incremento de la capacidad craneal. El cráneo de los hombres y mujeres de nuestros días posee doble capacidad que el cráneo del h. habilis. El alumbramiento es doloroso porque la evolución del cráneo humano ha sido espectacularmente rápida y reciente. El anatomista norteamericano C. Judson Herrick aludió al desarrollo del neocórtex en los siguientes términos: «Su formidable crecimiento en la última fase filogenética constituye uno de los ejemplos más llamativos de transformación evolutiva que conoce la anatomía comparada». El cierre incompleto del cráneo al nacer, la hendidura de la cubierta ósea llamada fontanela, es con toda probabilidad una adaptación imperfecta a esta reciente evolución del cerebro.

En el libro del Génesis hallamos una insólita explicación del nexo entre la evolución de la inteligencia y el dolor del parto. Como castigo por comer la fruta del árbol del conocimiento del bien y del mal, Dios dice, a Eva:[10] «Parirás con dolor» (Génesis 3,16). Es interesante hacer notar que Dios no prohíbe la adquisición de todo tipo de conocimiento, sino, de manera específica, el conocimiento de la diferencia entre el bien y el mal, es decir, los juicios abstractos y morales, que de residir en alguna parte del cerebro se ubicarían en el neocórtex. Incluso en la época en que se escribió el relato del Paraíso, el perfeccionamiento de las facultades cognoscitivas se asociaba a la idea del hombre cargado de atributos divinos y tremendas responsabilidades. Dijo Yhavé, Dios: «He aquí al hombre hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; que no vaya ahora a tender su mano al árbol de la vida, y comiendo de él, viva para siempre» (Génesis 3,22). Así pues, el hombre debe ser expulsado del Paraíso y Dios coloca al este del Edén una guardia de querubines con flameantes espadas para mantener al Árbol de la Vida lejos de las ambiciones del hombre.[11]

Tal vez el jardín del Edén no sea tan distinto de la Tierra como se les mostraba a nuestros antepasados de hace tres o cuatro millones de años, en el curso de una legendaria época dorada en la que el género homo vivía en perfecta armonía con los restantes animales y vegetales. Según el relato bíblico, tras su expulsión del paraíso la humanidad es condenada a morir; a ganar el pan con su esfuerzo; a vestirse y a guardar un cierto pudor como preventivos de la estimulación sexual; a la férula de los hombres sobre las mujeres; al cultivo de las plantas (Caín); a la domesticación de los animales (Abel) y al asesinato (Caín y Abel). Todos estos aspectos se ajustan con bastante exactitud a los indicios históricos y arqueológicos. No hallamos en la metáfora del Edén prueba alguna de asesinato antes de la Caída. Sin embargo, los cráneos fracturados de bípedos no pertenecientes al tronco evolutivo del hombre pueden constituir un indicio de que nuestros antepasados dieron muerte, incluso en el mismo Edén, a muchos animales antropomorfos.

La civilización arranca no de Abel, sino de Caín el homicida. El mismo término «civilización» deriva del vocablo latino para designar la ciudad. Fue el tiempo libre, la organización comunal y la especialización de la actividad laboral en las primeras ciudades lo que propició la aparición de las artes y de las técnicas que consideramos como pruebas de contraste de las distintas civilizaciones. Según el Génesis, la primera ciudad fue construida por Caín, el inventor de la agricultura, actividad que requiere un asentamiento fijo, y fueron sus descendientes, los hijos de Lamec, los que inventaron tanto «los instrumentos cortantes de bronce y de hierro» como los instrumentos musicales. La metalurgia y la música, es decir, la técnica y el arte, son patrimonio de la estirpe de Caín. Por otro lado, las pasiones exacerbadas que conducen al asesinato no se atemperaron. Así, Lamec dice: «Por una herida mataré a un hombre y a un joven por un cardenal; si Caín fue vengado siete veces, Lamec lo será setenta veces siete». Desde entonces conocemos el nexo entre asesinato e invención. Uno y otro derivan de la agricultura y de la civilización.

Ilustración 17. La creación de Adán. Relieve de las puertas de la Iglesia de San Pedro, Bolonia, obra de Jacopo della Quercia.

Una de las primeras consecuencias de las facultades anticipatorias inherentes a la evolución de los lóbulos prefrontales debe haber sido la conciencia de la muerte. Con toda seguridad el hombre es el único organismo en la tierra con una idea relativamente clara de la inevitabilidad del destino que le aguarda. Los diversos ceremoniales fúnebres, entre los que se incluye el depósito de alimentos y de objetos junto al cuerpo, del fallecido, se remontan por lo menos a la época de nuestro pariente el hombre de Neanderthal, lo que indica no sólo una dilatada conciencia de la muerte, sino también una ceremonia ritual ya configurada que tiende a procurar sustento a los muertos en la otra vida. No es que la idea de la muerte estuviera ausente antes del espectacular desarrollo del neocórtex y de la expulsión del paraíso; lo que ocurre es que hasta aquel momento nadie había reparado en que la muerte sería su destino último.

Ilustración 18. La tentación de Adán y Eva por una serpiente dotada de una singular cabeza humana. Relieve de las puertas de la Iglesia de San Pedro, Bolonia, obra de Jacopo della Quercia.

Ilustración 19. La expulsion del Paraíso terrenal. Relieve de las puertas de la Iglesia de San Pedro. Bolonia, obra de Jacopo della Quercia.

La alegoría de la expulsión del paraíso parece ser una metáfora apropiada para algunas de las efemérides biológicas más importantes acaecidas en la evolución reciente del hombre. Puede que en ello radique la amplia difusión de que goza.[12] Sin embargo, no es tan extraordinaria como para inducirnos a creer en una especie de memoria biológica de eventos históricos del pasado, aunque desde mi punto de vista se me antoja próxima a ello, hasta el punto de que bien merece la pena asumir el riesgo de plantear por lo menos la cuestión. El único depositario de la mentada memoria biológica es, por supuesto, el código genético.

Hace cincuenta y cinco millones de años, durante el eoceno, se dio una gran proliferación de primates, tanto de los que habitaban en los árboles como en el suelo, y se inició un tronco que desembocaría en la aparición del hombre. Algunos primates de aquella época —tal es el caso, por ejemplo, de un prosimio llamado Tetonius— presentan en los moldes endocraneales obtenidos pequeñas protuberancias en el mismo lugar en que más tarde se originarán los lóbulos frontales. La primera evidencia fósil de un cerebro con un aspecto vagamente humano se remonta al período miocénico, dieciocho millones de años atrás, cuando hace su aparición un antropoide al que conocemos como el Procónsul o Dryopithecus. El Procónsul era cuadrúpedo y arbóreo y, probablemente, antepasado de los grandes simios de hoy así como también del homo sapiens. Sus rasgos son poco más o menos los que cabía esperar de un antepasado común de los simios y de los hombres. (Algunos antropólogos consideran que el Ramapithecus, que apareció aproximadamente por la misma época, es el antepasado del hombre.) Los moldes endocraneales del Procónsul muestran unos lóbulos frontales apreciables, pero unas convoluciones neocorticales mucho menos desarrolladas que las del mono y el hombre actual. Su volumen craneal era todavía muy pequeño. El hito más importante en la evolución de la capacidad craneal tuvo lugar en los últimos millones de años.

Se ha dicho que los pacientes que han sufrido lobotomías prefrontales han perdido «el sentido continuado de identidad», es decir, la sensación de ser un individuo distinto de los demás con un cierto dominio sobre sus actos y circunstancias, lo que podríamos llamar la «egocidad», el carácter de único que se posee en tanto que individuo. Es muy posible que los mamíferos inferiores y los reptiles, por carecer de extensos lóbulos frontales carezcan también de este sentimiento, real o ilusorio, de individualidad y libre albedrío que tanto caracteriza al ser humano y que tal vez el Procónsul experimentara levemente por vez primera. Es muy probable que los avances culturales y la evolución de aquellos rasgos fisiológicos que consideramos privativos del hombre hayan venido literalmente de la mano: cuanto mejores sean nuestras predisposiciones genéticas a la carrera, la comunicación social y la manipulación instrumental, mayores serán también las probabilidades de que desarrollemos útiles y estrategias de caza efectivas; cuanto mayor sea la adaptabilidad de dichos útiles y estrategias, mayores serán las posibilidades de supervivencia de nuestra dotación genética característica. Uno de los principales exponentes de esta teoría, el antropólogo norteamericano Sherwood Washburn, de la Universidad de California, ha dicho: «Mucho de lo que consideramos como propio del hombre se desarrolló mucho tiempo después de que empezaran a utilizarse las herramientas. Probablemente sea más exacto pensar que buena parte de nuestra estructura es el resultado de un proceso cultural que no creer en la existencia de unos seres anatómicamente semejantes a nosotros que lenta y progresivamente han ido desarrollando la cultura».

Algunos estudiosos de la evolución humana consideran que buena parte de la presión selectiva que se oculta tras ese trascendental evento en el proceso de cerebración se dio primero en la corteza motora, y no en las regiones neocorticales que regulan los procesos cognoscitivos. Subrayan así, la notable aptitud del ser humano para lanzar proyectiles y dar certeramente en el blanco, andar airosamente y correr desnudos como Louis Leakey gustaba de ilustrar con su propia persona— hasta rebasar en su carrera e inmovilizar a los animales de caza. Es posible que deportes como el béisbol, el fútbol y la lucha libre, así como las pruebas atléticas y las competiciones de campo a través, el juego del ajedrez y la guerra en general deban su atractivo, así como la gran participación que en ellos tiene la población masculina, a estas condiciones para la caza «impresas» en nuestro cerebro que tanta utilidad han reportado al hombre durante millones de años, pero que hoy pierden progresivamente aplicaciones prácticas.

Tanto la defensa efectiva contra los depredadores como la caza eran necesariamente tareas de grupo. El medio físico en que apareció el hombre —en África ocurrió durante el plioceno y el pleistoceno— estaba habitado por una gran variedad de fieros mamíferos carnívoros, los más temibles de los cuales eran, quizás, las camadas de hienas gigantes. Era sumamente difícil repeler en solitario el ataque de una de estas cama-das. Acechar presas de gran tamaño, bien aisladas bien en rebaño, es tarea peligrosa que requiere de los cazadores cierto grado de comunicación mediante señas o ademanes. Nos consta, por ejemplo, que poco tiempo después de que el hombre llegase a Norteamérica- por el estrecho de Bering, durante el pleistoceno, hubo grandes y espectaculares matanzas de animales de caza de gran tamaño, a menudo haciendo que los rebaños se despeñaran por los barrancos. Para poder acechar a una sola bestia salvaje o provocar una estampida que conduzca a la muerte a un rebaño de antílopes es preciso que los cazadores hagan un mínimo uso del lenguaje simbólico. El primer acto de Adán, mucho antes de la Caída e incluso antes de la creación de Eva, fue de orden lingüístico: poner nombres a los animales del paraíso.

Ilustración 20. La invención del lenguaje humano marcó un hito fundamental en la evolución del hombre. Entre sus manifestaciones más acabadas estaba, como muestra la imagen, el relato de viva voz, forma cultural anterior a la invención de la escritura.

Ni que decir tiene que algunas formas de lenguaje simbólico mediante gestos se originaron mucho antes de que aparecieran los primates. Los cánidos y muchos otros mamíferos que establecen jerarquías de dominio muestran actitud de sumisión bien apartando los ojos bien doblando la cerviz. Nos hemos referido ya a otros rituales de sumisión en primates tales como los macacos. Es posible que, en el hombre, las reverencias, breves inclinaciones de cabeza y otros actos de cortesía tengan un origen similar. Muchos animales parecen subrayar la amistad mordiendo a su compañero sin hacerle daño como diciéndole: «Podría morderte con fuerza, pero prefiero no hacerlo». El saludo con la mano derecha alzada, habitual en el ser humano, tiene exactamente el mismo significado: «Podría atacarte con un arma, pero prefiero no empuñarla».[13]

Muchos pueblos cazadores han hecho un uso considerable del lenguaje por signos o gestos, como, por ejemplo, los indios americanos de las llanuras, que también realizaban señales de humo. Según Homero, la victoria de los helenos en Troya fue comunicada desde Ilium a Grecia, situada a una distancia de varios centenares de kilómetros, mediante una sucesión de fogatas. Eso ocurría alrededor del año 1100 a. de J.C. Sin embargo, tanto el repertorio de ideas como la rapidez con que pueden comunicarse mediante signos o gestos son limitados. Darwin señaló la inoperancia de estos lenguajes si tenemos las manos ocupadas, cuando es de noche o si algún obstáculo nos impide ver las manos del interlocutor. No resulta difícil imaginar que el lenguaje por señas o por ademanes fuese sustituido gradualmente, y finalmente suplantado de lleno, por el lenguaje oral, que en un principio tal vez consistiera en simples sonidos onomatopéyicos, es decir, imitativos del sonido del objeto o de la acción que estamos expresando. Los niños llaman a los perros «guauguaus». En casi todos los lenguajes del nombre el término que el niño utiliza para decir «madre» parece una evocación del sonido que emitía inadvertidamente mientras era amamantado. Pero lo importante es que todos estos hechos no pueden haberse producido sin una restructuración del cerebro.

Hoy sabemos, en base a los restos óseos del hombre primitivo, que nuestros antepasados eran cazadores. Sabemos lo suficiente acerca de la caza de animales corpulentos para comprender que se precisa una forma u otra de comunicación para acechar una presa en grupo. Con todo, las ideas sobre la antigüedad del lenguaje se han visto inesperada y considerablemente reforzadas gracias a los minuciosos estudios de fósiles endocraneales llevados a cabo por el antropólogo norteamericano Ralph L. Holloway, de la Universidad de Columbia, quien ha sacado moldes de caucho de los cráneos fosilizados y ha intentado deducir algunas conclusiones sobre la intrincada morfología del cerebro partiendo de la configuración de los mismos. Se trata de una especie de frenología, pero más interna que superficial y con una base mucho más sólida. Holloway está convencido de que en los moldes endocraneales puede detectarse la región del cerebro conocida como «área de Broca», uno de los diversos centros que regulan el habla. Asimismo, cree haber encontrado indicios de la existencia de esta región cerebral en un fósil de h. habilis que tiene más de dos millones de años de antigüedad. Cabe, pues, pensar que el lenguaje, las herramientas y la cultura surgieron aproximadamente en la misma época.

Señalemos de pasada que hubo criaturas antropomorfas que vivieron hace sólo unas pocas decenas de miles de años —el hombre de Neanderthal y el de Cro-Magnon— y que poseían por término medio volúmenes craneales de unos 1500 centímetros cúbicos, es decir, que excedían en más de cien centímetros cúbicos el volumen de nuestros cerebros. La mayoría de antropólogos consideran que no descendemos de la especie de Neanderthal ni quizá tampoco del llamado hombre de Cro-Magnon. Sin embargo, la existencia de uno y otro suscita la cuestión de averiguar quiénes eran estos especímenes antropomorfos y cuáles sus aportaciones. El hombre de Cro-Magnon era un ser de considerable altura; algunos individuos rebasaban con mucho el metro ochenta. Hemos visto ya que una diferencia de 100 c.c. en cuanto al volumen cerebral no parece revestir gran importancia, y hasta es posible que no fueran más inteligentes que nosotros o nuestros inmediatos antepasados. Quizá padecieran taras físicas que hoy por hoy desconocemos. El hombre de Neanderthal tenía una frente escasa, pero su cabeza era alargada en sentido longitudinal. En cambio, nosotros poseemos una cabeza menos dilatada pero más grande en sentido vertical, lo que nos sitúa sin discusión en la categoría de los seres dotados de una gran masa cerebral. ¿Acaso el desarrollo del cerebro que se aprecia en el hombre de Neanderthal acaeció en los lóbulos parietales y occipitales, mientras que el desarrollo principal del cerebro de nuestros antepasados tuvo por marco los lóbulos frontales y temporales? ¿Cabe en lo posible que el hombre de Neanderthal desarrollase una mente muy distinta de la nuestra y que las superiores facultades lingüísticas y anticipatorias del hombre le llevara a eliminar totalmente a nuestros fornidos e inteligentes primos?

Ilustración 21. Una «reunión en la cumbre» durante el pleistoceno. De izquierda a derecha: homo habilis (un tanto deteriorado), homo erectus, hombre de Neanderthal, hombre de Cro-Magnon y homo sapiens.

Por lo que sabemos, el ser intelectivo aparece en la Tierra hace unos cuantos millones, o quizá docenas de millones, de años. Pero este lapso no supone sino un porcentaje mínimo (unas décimas solamente) de la edad del planeta o, trasladándolo al calendario cósmico, al último día del mes de diciembre. ¿Por qué una aparición tan tardía? Parece evidente que alguna determinada propiedad del cerebro de los primates y cetáceos superiores no se originó hasta fecha muy moderna. Pero ¿de qué propiedad se trata? Se me ocurren por lo menos cuatro posibilidades, todas las cuales han sido ya mencionadas, sea explícita o implícitamente. A saber: 1) la de que nunca antes se había dado un cerebro tan voluminoso; 2) la de que nunca se había dado una proporción tan alta entre masa cerebral y corpórea; 3) la de que nunca antes existió un cerebro con determinadas unidades funcionales (por ejemplo, lóbulos frontales y temporales muy pronunciados); y 4) la de que nunca hubo un cerebro con tantas conexiones neurales o sinapsis. (Parecen existir indicios de que durante el proceso de cerebración se produjo un incremento del número de conexiones de cada neurona con su vecina, así como en el número de micro-circuitos.) Las hipótesis 1, 2 y 4 indican que un cambio cuantitativo originó otro de orden cualitativo. Creo que de momento no es posible decantarse tajantemente por una de esas cuatro alternativas, y presiento que la verdad abarcará probablemente buena parte de las respectivas opciones.

Sir Arthur Keith, investigador británico que ha estudiado el proceso evolutivo del hombre, propuso lo que él denominó un «rubicón» en el proceso de cerebración. Según su teoría, a partir del volumen cerebral del homo erectus —unos 750 cc, aproximadamente el cubicaje de una motocicleta potente— empiezan a emerger los rasgos exclusivos del ser humano. Claro que este rubicón bien pudo ser desorden cualitativo v no sólo cuantitativo. Quizá la diferencia no residiera tanto en los 200 c.c. suplementarios como en determinado desarrollo de los lóbulos frontal, temporal y parietal que nos procuraron facultades de análisis y anticipación y sentimientos de ansiedad.

Aun cuando cabe discutir la exacta equivalencia del mentado rubicón, creemos que la noción de un límite de tal tipo no carece de valor. Pero si existe un rubicón próximo a los 750 c.c., al tiempo que las diferencias de 100 o de 200 cc no parecen —por lo menos en el caso del hombre— factores determinantes del grado de inteligencia, ¿no será entonces posible atribuir a los monos cierta inteligencia reconocible como humana? El volumen del cerebro de un chimpancé es por término medio de 400 c.c., y el de un gorila de las tierras bajas de 500 c.c. Pues bien, ésta es la escala de variación de volúmenes cerebrales entre los australopitecos gráciles, conocedores de las herramientas de mano.

El historiador judío Josefo añade a la lista de penalidades y tribulaciones inherentes a la expulsión del paraíso la pérdida de nuestra capacidad para comunicamos con los animales. Los chimpancés poseen un cerebro voluminoso, una neocorteza bien desarrollada y conocen también una larga infancia y dilatados períodos de adaptación. ¿ Son capaces de pensar en abstracto? Y si son criaturas inteligentes, ¿por qué no conocen el uso de la palabra?