CAPÍTULO 5

EL HURACÁN

Hornblower entró en su oficina de la Casa del Almirantazgo a las cinco y media de la mañana, exactamente. Ahora que el verano había llegado, había la suficiente luz diurna a aquella hora para tratar los distintos negocios, y además hacía un tiempo muy fresco y agradable. Gerard y Spendlove, su teniente y su secretario, le esperaban allí (pobres de ellos si no le hubiesen estado esperando), y al verle se irguieron ambos, pero sin llegar a entrechocar los talones (porque después de tres años con él ya sabían que su jefe desaprobaba aquella práctica) y dijeron «buenos días, milord» casi simultáneamente, como los dos cañones de una escopeta.

—Buenos —respondió Hornblower. Todavía no se había tomado el café del desayuno, de otro modo habría respondido con el saludo completo.

Se sentó ante su escritorio y Spendlove se inclinó por encima de su hombro con un fajo de documentos mientras Gerard le hacía el informe matutino correspondiente.

—Las condiciones climáticas son normales, milord. La pleamar será hoy a las once y treinta. No ha habido llegada alguna durante la noche, y nada a la vista esta mañana desde la estación de señales. Ninguna noticia del paquebote, milord, ni tampoco del Triton.

—Un informe bastante negativo, francamente —dijo Hornblower. Las dos últimas frases negativas se contrarrestaban la una a la otra. El buque de su majestad Triton traía a su sucesor para que le relevase de su mando, después de sus tres años de nombramiento, y Hornblower no se sentía demasiado feliz por tener que dejar de ser comandante en jefe de las Indias Occidentales; pero el paquebote traía a su mujer, a la que no había visto durante todo aquel tiempo, y cuya llegada esperaba con ansiedad. Ella había venido para hacer el viaje de regreso a Inglaterra con él.

—El paquebote llegará en cualquier momento, milord —dijo Gerard, conciliador.

—Su trabajo consiste en decirme las cosas que yo no sé, señor Gerard —soltó Hornblower. Le molestaba que le tranquilizaran como si fuera un niño, y le molestaba todavía más que su personal pensase que él era un ser tan humano que se hallaba ansioso por ver a su mujer. Miró por encima del hombro a su secretario—. Veamos, ¿qué tiene aquí, señor Spendlove?

Spendlove arregló con rapidez los documentos que tenía en la mano.

El café matutino de Hornblower iba a aparecer en cualquier momento, y Spendlove tenía una cosa que no quería que viera su jefe hasta que se hubiese bebido el café.

—Aquí están los rendimientos de los astilleros del trigésimo primero próximo pasado, milord —le dijo.

—¿No puede decir «de final del mes pasado»? —preguntó Hornblower, arrancándoselos de la mano.

—Sí, milord —dijo Spendlove, esperando con toda su alma que llegase pronto aquel dichoso café.

—¿Y esto? —inquirió Hornblower, echando un vistazo a los demás documentos.

—Nada que merezca su atención especial, milord.

—¿Entonces por qué me molesta con estas cosas? ¿Y lo otro?

—Los nombramientos para el nuevo cañonero de la Clorinda, milord, y para el tonelero del astillero.

—Su café, milord —dijo Gerard en aquel momento, con el alivio plasmado nítidamente en su voz.

—Mejor tarde que nunca —gruñó Hornblower—. Y por el amor de Dios, no anden zascandileando a mi alrededor. Me lo serviré yo mismo.

Spendlove y Gerad estaban haciendo espacio a toda prisa en su escritorio para que colocasen la bandeja, y Spendlove retiró raudo la mano del asa de la cafetera.

—Demasiado caliente, maldita sea —dijo Hornblower, bebiendo un sorbo—. Siempre está demasiado caliente.

La semana anterior había instaurado la novedad de que le llevaran el café después de llegar él a su despacho, en lugar de esperarle con él ya hecho, porque se quejaba de que siempre estaba frío, pero ni Spendlove ni Gerard consideraron conveniente recordarle aquel hecho.

—Firmaré esos nombramientos —dijo Hornblower—. No es que crea que ese tonelero se esté ganando su paga. Sus barriles se abren y se convierten en jaulas.

Spendlove extendió un poco de arena del espolvoreador encima de la tinta húmeda de las firmas de Hornblower, y colocó a un lado los nombramientos. Hornblower bebió otro sorbo de café.

—Aquí tiene usted su rechazo de la invitación de Crichton, milord. En tercera persona, de modo que no es necesaria su firma.

Si se lo hubiesen dicho sólo un momento antes, Hornblower habría preguntado por qué, en tal caso, le molestaban enseñándoselo, olvidando que había dado órdenes él mismo de que no saliera nada en su nombre sin haberlo visto él primero. Pero dos simples sorbitos de café ya habían conseguido algo.

—Muy bien —dijo, mirando el documento por encima y tomando de nuevo la taza.

Spendlove vio bajar el nivel de líquido en la taza y juzgó que el momento ya era más propicio. Dejó una carta encima del escritorio.

—De sir Thomas, milord.

Hornblower emitió un leve gruñido al cogerla. El capitán Thomas Fell, de la Clorinda, era un individuo maniático, y una comunicación suya normalmente significaba problemas… problemas innecesarios, y por lo tanto habría que lamentar algo. Pero en aquel caso no. Hornblower leyó el documento oficial y luego estiró el cuello hacia Spendlove.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Es un caso muy curioso, según he oído decir, milord —respondió Spendlove.

Era una «carta circunstancial», una petición formal del capitán Fell para que se celebrase una corte marcial contra Hudnutt, músico de la banda de la Infantería de la Marina Real, por «obstinada y reiterada desobediencia a las órdenes». Un cargo tan grave significaba la muerte, o un azotamiento tan severo que sería preferible la muerte. Spendlove era perfectamente consciente de que su almirante detestaba los azotamientos y los ahorcamientos.

—Los cargos han sido presentados por el tambor mayor —se dijo Hornblower.

Conocía al tambor mayor Cobb perfectamente, o al menos tanto como permitían las circunstancias peculiares. Como almirante y comandante en jefe, Hornblower tenía su propia banda, que estaba bajo el mando de Cobb, con nombramiento oficial. Antes de todas las ocasiones oficiales en las cuales había que tocar música, Cobb acudía a Hornblower para que le diera órdenes e instrucciones, y Hornblower representaba toda la farsa de estar de acuerdo con las sugerencias que el hombre le iba haciendo. Nunca había reconocido en público que no sabía distinguir una nota de otra; en realidad, diferenciaba las melodías entre sí por lo saltarín o pausado de su ritmo. Le preocupaba que esto se supiera más de lo que él deseaba.

—¿Qué quiere decir con eso de «un caso curioso», señor Spendlove? —le preguntó.

—Creo que está implicada en el asunto la conciencia artística, milord —replicó Spendlove, cautelosamente. Hornblower estaba sirviéndose y degustando la segunda taza de café; aquello podía tener el efecto de demorar la ruptura del cuello del músico Hudnutt, pensó Spendlove. Al mismo tiempo, Hornblower sentía la inevitable irritación que resultaba de tener que escuchar un cotilleo. Un almirante, en su espléndido aislamiento, nunca (o apenas nunca) sabía nada de lo que le sucedía al más joven de sus subordinados.

—¿Conciencia artística? —repitió—. Hablaré con el tambor mayor esta misma mañana. Mándele llamar ahora.

—Sí, milord.

Había recibido las indicaciones necesarias, y no pensaba rebajarse a averiguar nada más, a menos que la entrevista con Cobb resultase infructuosa.

—Ahora, veamos ese borrador de informe, hasta que llegue.

El tambor mayor Cobb llegó al cabo de cierto tiempo, y su resplandeciente uniforme indicaba que se había preocupado mucho por su aspecto: su casaca y pantalones estaban recién planchados, sus botones brillaban, la faja tenía unos pliegues impecables, el pomo de su espada brillaba como la plata. Era un hombretón enorme con un enorme mostacho, y realizó una aparición ostentosa en la habitación, dando zancadas en el resonante suelo como si pesara dos veces más de lo que ya pesaba, hizo entrechocar ruidosamente los talones al detenerse ante el escritorio y levantó la mano realizando el saludo que estaba de moda en aquel momento entre la infantería de Marina.

—Buenos días, señor Cobb —dijo Hornblower, suavemente. Ese «señor», igual que la espada, indicaban que el señor Cobb era un caballero por virtud de su nombramiento, aunque hubiese ascendido de entre las filas de los soldados.

—Buenos días, milord —la frase fue pronunciada con la misma ceremonia que había en su saludo.

—Cuénteme algo de esos cargos contra su músico… Hudnutt.

—Bien, milord… —una mirada de soslayo de Cobb dio una pista a Hornblower.

—Por favor, déjennos —pidió Hornblower a su personal—. Déjenme a solas con el señor Cobb.

Una vez se hubo cerrado la puerta, Hornblower se mostró todo cordialidad.

—Por favor, siéntese, señor Cobb. Ahora podrá contarme con toda tranquilidad qué es lo que ha pasado realmente.

—Gracias, milord.

—¿Y bien?

—Ese joven, Hudnutt, milord, es un idiota, un verdadero idiota. Siento que haya ocurrido todo esto, milord, pero se merece todo lo que le pase.

—¿Ah, sí? ¿Es un idiota, dice usted?

—Es un completo idiota, sí, milord. No digo que no sea buen músico, eso sí que no lo discuto. No hay nadie que toque la corneta como él. Ésa es la verdad, milord. En eso, es una verdadera maravilla. La corneta es un instrumento moderno, milord. Sólo lleva un año en nuestras bandas, más o menos. Se toca como una trompeta, y hay que tener los labios adecuados para ello, aunque también tiene sus pistones, milord. Y él es buenísimo con la corneta, o lo era, milord.

Ese cambio al pasado indicó que en la opinión de Cobb Hudnutt, sea por muerte o por discapacidad, nunca volvería a tocar la corneta.

—¿Es joven?

—Diecinueve años, milord.

—¿Y qué es lo que hizo?

—Pues fue un motín, milord, motín puro y duro, aunque sólo le he acusado de desobediencia a las órdenes.

El motín significaba la muerte según el código militar; la desobediencia a las órdenes significaba «muerte o una pena menor…».

—¿Y cómo ocurrió?

—Bien, milord, pues fue así. Estábamos ensayando la nueva marcha que llegó en el último paquebote. Dondello se llama, milord. Sólo la corneta y los tambores. Y sonaba diferente, así que hice que Hudnutt la tocara de nuevo. Me di cuenta de lo que estaba haciendo, milord. Había un montón de si bemol accidentales en esa marcha, y él no tocaba los bemoles. Le pregunté por qué hacía aquello, y dijo que sonaba demasiado dulce. Eso es lo que dijo, milord. Y está escrito en la música. Dice dolce, y dolce significa dulce, milord.

—Lo sé —mintió Hornblower.

—Así que le dije: «toca otra vez en si, y esta vez que sean bemoles». Y él me replica: «no puedo». Y yo le pregunto: «¿eso significa que no lo vas a hacer?». Y entonces le digo: «te voy a dar una oportunidad más»…, aunque en realidad no tenía por qué haberlo hecho, milord… y le especifico: «es una orden, recuérdalo». Y le doy la entrada y empieza de nuevo, y otra vez con los si naturales. Así que le pregunto: «¿No me has oído que te he dado una orden?», y él me responde: «sí». Así que no podía hacer otra cosa después de aquello, milord. Llamé a la guardia e hice que le llevaran a la cárcel militar. Y entonces presenté los cargos contra él, milord.

—¿Ocurrió todo esto con la banda presente?

—Sí, milord. Toda la banda, los dieciséis.

Desobediencia deliberada a una orden, ante dieciséis testigos. Apenas importaba que fueran seis, o dieciséis, o sesenta: el asunto era que se había desafiado la disciplina, y se había desobedecido deliberadamente una orden. Aquel hombre debía morir, o bien ser azotado hasta convertirlo en un pingajo, o si no otros hombres desafiarían también las órdenes. Hornblower sabía que ostentaba su mando con mano férrea, pero también sabía las turbulencias que se esconden siempre debajo de la superficie. Y sin embargo… si la orden que se hubiese desobedecido hubiese sido algo diferente, si se hubiera tratado de una negativa a subir por una verga, digamos, por muy peligrosa que hubiese sido la situación, Hornblower no habría dedicado ni un solo pensamiento al tema, a pesar de que detestaba la crueldad física. Aquel tipo de orden debía ser obedecida al instante. «Conciencia artística», había dicho Spendlove. Hornblower no tenía ni idea de la diferencia que había entre un si natural y un si bemol, pero comprendía que aquello podía ser importante para algunas personas. Un hombre podía verse tentado a negarse a hacer algo que ofendiese su sensibilidad artística.

—Supongo que el hombre estaba sobrio, ¿no? —preguntó de repente.

—Tan sobrio como usted y yo, milord.

Otra idea cruzó por la mente de Hornblower.

—¿Existe alguna posibilidad de que hubiese algún error de impresión en la partitura? —inquirió. Estaba aventurando cosas sobre un tema que no conocía.

—Bueno, milord, sí que existen tales cosas. Pero soy yo quien debe decir si hay un error de impresión o no. Y aunque él supiera leer música, no sé si conoce las letras, milord, así que no creo que sepa leer italiano, pero el caso es que allí pone dolce, lo dice, en la partitura oficial, milord.

A ojos de Cobb, aquello agravaba aún más la ofensa, si es que era posible tal cosa. No sólo habían desobedecido su orden directa, sino que Hudnutt no había respetado las instrucciones escritas enviadas por quien quiera que fuese responsable en Londres de enviar la música a las bandas de marina. Cobb era primero marino, y luego músico; Hudnutt a lo mejor era primero músico y luego marino. Pero (según tuvo que recordarse Hornblower a sí mismo severamente), aquello hacía más necesaria aún la condena de Hudnutt. Un marinero tenía que ser marinero antes y por encima de todo. Si los marineros empezaban a elegir si eran marineros o no, el regimiento real dejaría de ser un cuerpo militar, y era su deber que siguiera siéndolo.

Hornblower estudió atentamente la expresión de Cobb. El hombre decía la verdad, al menos tal como la veía él. No distorsionaba voluntariamente los hechos debido a prejuicios personales o como resultado de alguna enemistad antigua. Si en su acción, y su forma de informar sobre ella, se había visto influido por los celos o por una crueldad natural, no era consciente de ello. Una corte marcial se sentiría impresionada por su fiabilidad como testigo. Y se mantenía imperturbable bajo la mirada inquisitiva de Hornblower.

—Gracias, señor Cobb —dijo éste, al fin—. Me alegro de haber escuchado una explicación tan clara de los hechos. Eso es todo, por el momento.

—Gracias, milord —respondió Cobb, levantando instantáneamente su enorme corpachón de la silla con una asombrosa mezcla de agilidad y rigidez militar. Entrechocó una vez más los talones y su mano se alzó de nuevo para saludar; se volvió con precisión de desfile y salió marchando de la habitación con unos pasos que resonaban tan precisos y medidos como si los controlara un metrónomo.

Gerard y Spendlove volvieron a la habitación y encontraron a Hornblower mirando al vacío, pero éste desechó al momento sus preocupaciones. Sus subordinados no podrían detectar nunca si le conmovían los sentimientos humanos relacionados con un asunto puramente administrativo.

—Redacte una respuesta para sir Thomas para que yo la firme, por favor, señor Spendlove. Puede ser un simple acuse de recibo, pero añada que no existe la posibilidad de llevar a cabo una acción inmediata, porque no puedo reunir el número necesario de capitanes en estos momentos, con tantos buques lejos.

Excepto en casos de emergencia, la corte marcial en la que se dictaban sentencias de muerte no podía ser convocada a menos que hubiese siete capitanes y comandantes disponibles como jueces. Aquello le daba tiempo para considerar la acción que cabía emprender.

—Ese hombre debe de estar en la prisión de los astilleros, supongo —continuó diciendo Hornblower—. Recuérdeme que le vea un momento de camino hacia los astilleros, hoy.

—Sí, milord —dijo Gerard, cuidando mucho de no traicionar la sorpresa de que un almirante concediera tiempo para visitar a un marinero amotinado.

Pero no estaba demasiado lejos del camino de Hornblower. Cuando llegó el momento, fue andando lentamente a través del hermoso jardín de la casa del Almirantazgo, y Evans, el marinero tullido que hacía de jardinero mayor, llegó cojeando a toda prisa para abrir la cancela de la empalizada de quince pies que protegía el arsenal de los ladrones, en aquella zona donde dividía el jardín del Almirantazgo del arsenal.

Evans se quitó el sombrero y fue haciendo reverencias sin parar junto a la cancela, con la coleta bamboleándose a su espalda, y su oscura cara abierta por una sonrisa radiante.

—Gracias, Evans —dijo Hornblower, pasando al otro lado.

La prisión se erguía en un extremo del arsenal, aislada. Era un pequeño edificio en forma de cubo construido con troncos de caoba colocados diagonalmente, de forma curiosa, probablemente más de una capa. Estaba techado con hojas de palma de una yarda o más de espesor, cosa que al menos ayudaría a mantener el interior fresco, bajo aquel sol llameante. Gerard había corrido hacia la puerta, adelantándose a él (Hornblower sonreía al pensar en el saludable sudor que aquel ejercicio le produciría) para hablar con el oficial de guardia y pedirle la llave de la prisión, y Hornblower esperó mientras abrían el candado y vio la oscuridad que reinaba en el interior. Hudriutt se había puesto de pie al oír la llave, y cuando salió a la luz, vio que era lastimosamente joven, y que sus mejillas apenas mostraban trazas de barba. Iba desnudo, excepto un taparrabos, y el oficial de guardia chasqueó la lengua, molesto.

—Póngase algo de ropa y adecéntese —gruñó, pero Hornblower le detuvo.

—No importa. Tengo poco tiempo. Quiero que este hombre me cuente por qué está aquí con esas acusaciones. Así que les ordeno que se retiren donde no puedan oírnos.

A Hudnutt le había cogido por sorpresa aquella súbita visita pero, de todos modos, resultaba obvio que era una persona en perpetuo estado de zozobra. Guiñó los grandes ojos azules bajo la luz del sol y retorció su cuerpo larguirucho, incómodo.

—¿Qué ocurrió? Dígamelo —dijo Hornblower.

—Bien, señor…

Hornblower tuvo que sonsacarle la historia, pero poco a poco fue confirmando todo lo que había dicho Cobb.

—No podía tocar aquella música, señor, por nada del mundo.

Los ojos azules miraron por encima de Hornblower, hacia el infinito; quizá viesen algo que resultaba invisible para el resto del mundo.

—Es usted un idiota por desobedecer una orden.

—Sí, señor. A lo mejor es eso, señor.

El espeso acento de Yorkshire con el que hablaba Hudnutt sonaba extrañísimo en aquel entorno tropical.

—¿Por qué se alistó usted?

—Por la música, señor.

Le costó muchas preguntas sacarle toda la historia. Un chaval de un pueblecito de Yorkshire, que pasaba bastante hambre. Un regimiento de caballería que pasa por allí, en los últimos años de la guerra. La música de aquella banda fue como un milagro para el niño, que no había oído música alguna salvo la de los gaiteros itinerantes en sus diez años de edad. De repente, se dio cuenta de que tenía (porque no se la creó, sino que ya existía) una espantosa y abrumadora necesidad. Todos los niños del pueblo corrían en torno a la banda (Hudnutt sonrió con ingenuidad al contar aquello) pero nadie con tanta persistencia como él. Los trompetistas pronto se fijaron en él y se burlaron de sus infantiles comentarios sobre la música, pero también se fueron riendo con más simpatía cada vez, a medida que pasaba el tiempo. Luego le dejaron que probara a soplar en sus instrumentos, le enseñaron cómo poner los labios, y se sintieron impresionados por el resultado final. El regimiento volvió después de Waterloo, y durante dos años más el niño continuó aprendiendo, aunque aquellos fueron los tiempos de hambre que siguieron a la paz, cuando tenía que haber estado espantando pájaros o quitando pedruscos de los campos desde el amanecer hasta la noche.

Y entonces el regimiento fue trasladado y siguieron los años de hambruna, y el niño labriego empezó a manejar el arado, añorando aún la música, pero una trompeta costaba más que el salario de un año entero de un hombre. Entonces llegó un paréntesis delicioso (de nuevo la encantadora sonrisa) cuando se unió a una troupe teatral ambulante como músico y para hacer pequeños trabajos. Así es como aprendió a leer música, aunque no conocía la palabra escrita. Se llenaba el estómago tan a menudo como siempre y un corral era para él un lecho lujoso. Aquellos fueron unos meses de picaduras de pulgas por la noche y de caminatas que reventaban los pies durante el día, y todo acabó cuando la troupe le dejó atrás porque se puso enfermo. Aquello ocurrió en Portsmouth, y resultó inevitable que, hambriento y débil, fuera recogido por un sargento de leva de la Marina que pasaba por las calles acompañado de una banda. Su alistamiento coincidió con la introducción de la corneta a pistones en la música militar, y lo siguiente que le ocurrió fue que le enviaron a las Indias Occidentales para ocupar su lugar en la banda del comandante en jefe, bajo la dirección del tambor mayor Cobb.

—Ya comprendo —dijo Hornblower. Y lo veía muy claro, en realidad.

Seis meses con una troupe de saltimbanquis ambulantes no eran una preparación demasiado adecuada para la dura disciplina de la infantería de Marina, aquello era obvio, pero también podía adivinar el resto, la sensibilidad del chico hacia la música, que era la causa real de todo el problema. Volvió a mirarle buscando una idea que sirviera para resolver aquella situación.

—¡Milord! ¡Milord! —irrumpió de pronto Gerard, metiéndole prisa—. Avisan de que llega el paquebote, milord. ¡Se ve la bandera en el puesto del vigía!

¿El paquebote? Bárbara vendría a bordo. No la había visto desde hacía tres años, y llevaba tres semanas sin hacer otra cosa que esperarla, minuto a minuto.

—Que venga mi bote. Ya voy —dijo.

Una ola de excitación borró sus preocupaciones sobre el asunto de Hudnutt. Estuvo a punto de correr detrás de Gerard, pero luego dudó. ¿Qué podía decir en dos segundos a un hombre que esperaba un juicio en el que se decidiría su vida? ¿Qué podía decir, cuando él mismo estaba exultante de felicidad, a aquel pobre hombre enjaulado como un animal, como un buey indefenso que esperaba al carnicero?

—Adiós, Hudnutt —fue lo único que pudo articular, y le dejó allí de pie, mudo… Oyó el ruido de las llaves al girar de nuevo en el cerrojo, mientras corría detrás de Gerard.

Ocho remos se clavaron en el agua, pero por mucha velocidad que imprimiesen los remeros a la bamboleante barcaza, nada bastaba para satisfacerle. Allá estaba el bergantín, con las velas aparejadas para captar los primeros y vacilantes soplos de la brisa marina. Había una mancha blanca en su costado, una figurita blanca… Era Bárbara, que agitaba su pañuelo. La barca voló sobre el mar y Hornblower subió a toda prisa por las cadenas y, de pronto, allí estaba Bárbara, entre sus brazos; allí estaban los labios de ella, apretados contra los suyos de nuevo, y el sol del atardecer brillando sobre los dos. Al fin pudieron separarse y mirarse el uno al otro, y Bárbara levantó las manos y le arregló el cuello, colocándoselo bien recto, y entonces él comprendió que de verdad estaban juntos de nuevo, porque el primer gesto que hacía Bárbara al verle siempre era el de arreglarle el cuello.

—Qué guapo estás, cariño —exclamó ella.

—¡Tú también estás muy guapa!

Tenía las mejillas tostadas por el sol, después de pasar un mes entero en el mar. Bárbara nunca se preocupaba por conservar la blancura cremosa que distinguía a la dama ociosa de la lechera o la pastorcilla. Y ambos rieron de buena gana, de pura felicidad, antes de volver a besarse de nuevo y separarse por fin.

—Querido, éste es el capitán Knyvett, que me ha cuidado con gran amabilidad durante todo el viaje.

—Bienvenido a bordo, milord. —Knyvett era un hombre bajito y recio, con el pelo gris—. Pero imagino que no querrá permanecer mucho tiempo con nosotros el día de hoy.

—Ambos seremos pasajeros suyos cuando vuelva a zarpar de nuevo —dijo Bárbara.

—Si es que llega mi relevo —repuso Hornblower, y añadió, dirigiéndose a Bárbara—: El Triton no ha llegado todavía.

—Pasarán dos semanas enteras antes de que estemos preparados para hacernos a la mar de nuevo, milord —dijo Knyvett—. Confío en que podamos tener el placer de su compañía y la de la señora.

—Espero sinceramente que sí, desde luego —dijo Hornblower—. Mientras tanto, de momento vamos a dejarle. Espero que venga a cenar a la casa del Almirantazgo tan pronto como tenga algo de tiempo. ¿Podrás bajar al bote, querida?

—Por supuesto —exclamó Bárbara.

—Gerard, quédese a bordo y ocúpese del equipaje de la señora.

—Sí, milord.

—No he tenido tiempo ni siquiera de decirle hola, Gerard —dijo Bárbara, mientras Hornblower la conducía hacia las cadenas.

Bárbara no llevaba miriñaque; ya sabía lo suficiente de barcos como para prescindir de aros en el vestido. Hornblower se dejó caer a la cámara del bote y un gruñido procedente del timonel en la caña hizo que los ojos de la tripulación se volvieran al unísono hacia el costado del mar, para no ver nada que no debieran ver. Mientras, Knyvett y Gerard arrojaron a Bárbara a los brazos de Hornblower, entre un revuelo de enaguas.

—¡Adelante!

El bote salió disparado del costado del buque, por encima de las azules aguas, hacia el muelle de la casa del Almirantazgo, con Bárbara y Hornblower cogidos de la mano en la cámara.

—Encantador, cariño —dijo Bárbara, mirando a su alrededor cuando por fin desembarcaron—. La vida de un comandante en jefe transcurre en lugares muy agradables.

Bastante agradables, admitió para sí Hornblower, si no fuera por la fiebre amarilla, los piratas, las crisis internacionales, los marineros temperamentales que esperan juicio y todo lo demás, pero no era el momento adecuado para mencionar tales cosas. Evans, renqueando con su pierna de madera, les saludaba en el muelle, y Hornblower comprendió que aquel hombre se convirtió en esclavo de Bárbara de por vida en el mismo momento en que se la presentó.

—Debe llevarme usted a hacer una visita a los jardines en cuanto tenga un momento libre —le dijo Bárbara.

—Sí, claro, señora. Por supuesto, señora.

Ambos fueron caminando hacia la casa. Era una ocupación delicada ir enseñándoselo todo a Bárbara y presentarle a todo el personal, porque la casa donde residía Hornblower se gobernaba mediante unas normas emitidas desde el Almirantazgo. Alterar el sitio de un solo mueble o cambiar el estatus de uno solo de los marineros que trabajaban allí era algo que Bárbara no podía hacer. Ella no era más que un huésped en aquella casa, y como tal se la toleraba, y a duras penas. Ciertamente, ardería en deseos de cambiar los muebles de sitio y reorganizar todo el personal, pero se vería condenada a la frustración.

—Parece ser, querido —exclamó Bárbara—, que mi estancia aquí va a ser breve. ¿Cómo de breve?

—Hasta que llegue Ransome con el Triton —respondió Hornblower—. Ya deberías saber eso, cariño, considerando la cantidad de cotilleos que has estado recogiendo de lady Exmouth y las demás.

—Sí, pero todavía lo tengo todo un poco confuso. ¿Cuándo expira tu nombramiento?

—Legalmente, acabó ayer. Pero continúo al mando hasta que Ransome me releve legalmente, cuando llegue. El Triton ha hecho un camino muy largo.

—¿Y cuando llegue Ransome?

—Recibirá el mando de mis manos y, por supuesto, se trasladará a esta casa. Su excelencia nos ha invitado a ser sus huéspedes en la residencia del gobernador hasta que viajemos a casa, cariño.

—Ya. ¿Y si Ransome llega tan tarde que perdemos el paquebote?

—Entonces tendremos que esperar al siguiente. Espero que no sea así. Resultaría muy incómodo.

—¿Tan mala es la residencia del gobernador?

—Es tolerable, querida. Pero yo pensaba en Ransome. A ningún comandante en jefe recién llegado le gusta que su antecesor se quede remoloneando por ahí.

—Y criticando todos sus actos, por supuesto. ¿Lo harías, cariño?

—No sería humano si no lo hiciese.

—Y yo sé muy bien que tú eres muy humano, querido —dijo Bárbara, alzando una mano para acariciarle. Ahora estaban en el dormitorio, alejados de la vista de sirvientes y personal diverso, y pudieron mostrarse humanos durante unos preciosos momentos, hasta que sonó un fuerte golpe en la puerta anunciando la llegada de Gerard y el equipaje, y pegado a los talones de éste, Spendlove, con una nota para Bárbara.

—Una nota de bienvenida de su excelencia la gobernadora, querido —explicó Bárbara, una vez la hubo leído—. Nos invitan a cenar en famille.

—Es lo que esperaba, justamente —dijo Hornblower, y luego, mirando en torno, para ver si Spendlove se había retirado—, y lo que temía también.

Bárbara le sonrió con aire conspirador.

—Ya llegará nuestro momento —dijo.

Tenían tantas cosas de las que hablar, tantas noticias que contarse… Las largas cartas que se habían intercambiado durante los tres años de separación necesitaban ampliaciones, y explicaciones y, además, Bárbara llevaba cinco semanas en alta mar sin noticia alguna. Después, el segundo día, mientras cenaban juntos, en la conversación surgió una mención a Hudnutt. Hornblower le explicó la situación brevemente a su mujer.

—¿Le vas a someter a un consejo de guerra? —preguntó Bárbara.

—Es bastante probable, cuando consiga reunir un tribunal.

—¿Y cuál crees que será el veredicto?

—Culpable, por supuesto. No hay duda alguna al respecto.

—No, no quería decir el veredicto, sino la sentencia. ¿A qué le condenarán?

Bárbara podía hacer preguntas como aquélla, y aun expresar su opinión respecto al cumplimiento de los deberes oficiales de su marido, ya que él le había mencionado el tema.

Hornblower citó el código militar que había regulado su vida oficial durante casi treinta años.

—Toda persona que cause tal ofensa, habiendo sido hallada culpable por la sentencia de un tribunal militar, sufrirá muerte o castigo menor adecuado a la naturaleza y grado de la ofensa que la corte marcial determine que merece.

—No será cierto eso, ¿verdad, querido? —los grises ojos de Bárbara se abrieron como platos—. ¿Muerte? Pero también has dicho «castigo menor». ¿Qué es eso?

—Ser azotado. Quinientos azotes.

—¿Quinientos azotes? ¿Por tocar un si natural en lugar de un si bemol?

Eso era exactamente lo que se podía esperar que dijese una mujer.

—Querida, el cargo que se le imputa no es ése. Es desobediencia deliberada a las órdenes recibidas. —Pero si es un asunto sin importancia.

—Querida, la desobediencia a las órdenes nunca es un asunto sin importancia.

—¿Azotarías a un hombre hasta la muerte porque no quiere tocar un si bemol? ¡Qué forma tan sangrienta de saldar las cuentas!

—No se trata de saldar ninguna cuenta, querida. El castigo se inflige para impedir que otros hombres desobedezcan las órdenes. No es ninguna venganza.

Pero, de una forma muy femenina, Bárbara se empecinó en su postura, aunque hubiese tenido que dar su brazo a torcer por la fría lógica.

—Pero si le cuelgas… o le haces azotar, que es lo que espero, nunca más volverá a tocar un si natural. ¿Y qué se saca con eso?

—Es por el bien del servicio, querida…

Hornblower, por su parte, estaba manteniendo una postura que sabía que no era demasiado justificable, pero la vehemencia de Bárbara hacía que se acalorase aún más en defensa de su amado servicio.

—En Inglaterra oirán hablar de esto —dijo Bárbara, y entonces se le ocurrió una nueva idea—. Puede apelar, ¿no? ¿No puede?

—En casa, sí que podría hacerlo. Pero yo soy comandante en jefe de una estación extranjera, y mi decisión no admite apelaciones.

Unas palabras aleccionadoras. Bárbara miró a aquel hombre que estaba frente a ella, convertido súbitamente de tierno, amante y sensible marido en un ser todopoderoso, que ostentaba el poder sobre la vida y la muerte. Y supo que ella no podía, y no debía, explotar su posición privilegiada como esposa para influir en la decisión de él. No por el bien del servicio, sino por el bien de su propia felicidad conyugal.

—¿Y será pronto el juicio? —preguntó. El cambio que se había operado en ella se transparentaba en su tono.

—En cuanto pueda reunir un tribunal. No resulta conveniente posponer los asuntos disciplinarios. Si un hombre se amotina el lunes, debe ser juzgado el martes y colgado el miércoles. Pero no hay suficientes capitanes disponibles. El capitán del Triton, cuando llegue Ransome, completará el número necesario, aunque entonces ya estaré relevado del mando, y el tema estará fuera de mi poder. Sin embargo, si la Flora llega antes (la he enviado a la costa del Golfo), entonces el responsable aún seré yo.

—Ya lo comprendo, querido —dijo Bárbara, sin quitar los ojos del rostro de él. Antes siquiera de que hablase, ella ya sabía que iba a decir algo que modificaría la dureza de lo que había dicho hasta el momento.

—Naturalmente, todavía no me he decidido, querida —continuó—. Pero existe una posibilidad que todavía estoy sopesando.

—¿Ah, sí? —musitó ella, apenas con un susurro.

—La confirmación de la sentencia sería el último acto de mi mando. Eso podría representar una excusa… quiero decir, una razón. Podría conmutar la sentencia como acto de clemencia, en reconocimiento por la buena conducta del escuadrón durante el período en que yo he ostentado su mando.

—Sí, querido. ¿Y si se da el caso de que Ransome llegue antes que la Flora?

—Entonces no puedo hacer nada, salvo…

—¿Salvo…?

—Puedo sugerirle a Ransome que empiece su mandato con un acto de clemencia.

—¿Y lo haría?

—Sé poca cosa de Ransome, querida. No podría decirlo.

Bárbara abrió la boca para hablar. Iba a decir: «¿pensará acaso que un si bemol es más importante que la vida de un hombre?», pero justo a tiempo cambió la frase. Dijo otra cosa que también tenía en la punta de la lengua, y desde hacía mucho rato.

—Te quiero, cariño —dijo.

De nuevo sus ojos se encontraron, y Hornblower sintió que la pasión que sentía fluía y se unía a la de ella, como dos ríos desbordados. Sabía perfectamente que todo lo que él había dicho de disciplina y ejemplo no había producido efecto alguno a la hora de cambiar la opinión de Bárbara; una mujer (más que un hombre), convencida contra su voluntad, seguía manteniendo sus opiniones. Pero Bárbara no había dicho nada de eso; había dicho otra cosa distinta… y algo (como siempre) más adecuado para la ocasión. Y ni una sola variación en su tono, ni la más ligera elevación de una ceja habían introducido en la conversación la alusión al hecho de que él era incapaz de apreciar la música. Una mujer menos inteligente habría usado ese argumento, considerando que era relevante para el tema. Ella, sin embargo, sabía que él no captaba los tonos musicales, y él sabía que ella lo sabía, y ella sabía que él lo sabía, y así hasta el infinito, pero nunca había existido la necesidad de que él admitiera ese defecto o de que ella admitiera ese conocimiento, y por eso la amaba.

A la mañana siguiente tuvo que recordar que como comandante en jefe de las Indias Occidentales, aunque estuviera esperando el relevo, todavía tenía deberes que cumplir, por mucho que su mujer acabara de reunirse con él. Pero era delicioso que Bárbara le acompañara por los jardines de la casa del Almirantazgo, mientras él se dirigía a la portezuela en la alta empalizada del arsenal. Fue un poco desafortunado que en el momento en que Evans estaba abriendo la puerta apareciese Hudnutt por el otro lado de la empalizada, haciendo ejercicio. Iba marchando arriba y abajo entre una hilera de marineros, bajo el mando de un cabo. La escolta iba con su uniforme de desfile, con las bayonetas montadas, y Hudnutt sin sombrero, como debe ir un prisionero acusado de graves cargos.

—¡Prisionero y escolta… alto! —aulló el cabo, al ver al almirante—. ¡Escolta, presenten… armas!

Hornblower recibió el saludo formalmente, se volvió y se despidió de su mujer.

—¡Escolta, armas al hombro, ar! —chilló el cabo, a la manera de la marina, como si la escolta se hubiese encontrado en el extremo más alejado del patio, y no a dos pasos de donde estaba él.

—¿Es ése el músico… Hudnutt, querido? —preguntó Bárbara.

—Sí —respondió Hornblower.

—¡Prisionero y escolta, vista a la derecha, marchen, ar! —vociferó el cabo, y el grupito inició la marcha. Bárbara los vio alejarse. Podía mirar, ahora que Hudnutt estaba de espaldas y no se daba cuenta. Antes se había reprimido para no mirar al hombre que pronto sería sometido a un juicio en el que se jugaba la vida. El pulido uniforme de marino no podía ocultar el cuerpo larguirucho y poco desarrollado, y el sol brillaba libremente sobre el pelo rubio.

—Pero si no es más que un muchacho… —murmuró Bárbara.

Podía ser otro hecho irrelevante si se trataba de discutir con su marido en lo que concernía a su deber. Tuviera diecisiete años o setenta, un hombre que está sometido a la disciplina militar debe cumplir las órdenes.

—No es muy viejo, querida, es verdad —accedió Hornblower.

Y besó la mejilla que Bárbara le ofrecía. No estaba seguro de que un almirante de uniforme pudiera besar a su mujer para despedirse de ella en presencia de sus inferiores, pero Bárbara no tenía duda alguna al respecto. La dejó allí, de pie, junto a la verja, cotorreando con Evans y contemplando el hermoso jardín que se extendía a un lado de la empalizada y el atareado muelle que corría al otro.

La presencia de su mujer le encantaba, aunque significase que sus actividades se vieran muy incrementadas. Los siguientes dos o tres días supusieron un considerable entretenimiento. Toda la sociedad de la isla quería sacar el mayor partido posible de la presencia de la esposa de un almirante, que además era noble y con la sangre más azul que se pudiera imaginar. Para Hornblower, que contemplaba con pesar el próximo final de su período de mando, era un poco como para los aristócratas durante la Revolución Francesa, bailando mientras los iban llamando a la guillotina, pero Bárbara parecía disfrutar de todo aquello, quizá porque llevaba cinco aburridas semanas en alta mar y se enfrentaba a la perspectiva de pasar otras cinco más.

—Has bailado muchísimo con el joven Bonner, querida —le dijo a su mujer cuando volvían a casa de nuevo después de la fiesta del gobernador.

—Es muy buen bailarín —observó ella.

—Y un poco malvado también, creo —replicó Hornblower—. Nunca se le ha podido probar nada, pero hay muchas sospechas… contrabando, tráfico de esclavos, todo eso.

—Estaba invitado en casa del gobernador —protestó Bárbara.

—No hay ninguna prueba, como te digo. Pero en el desempeño de mi cargo me he interesado muchas veces por las actividades de esos barcos de pesca que tiene. A lo mejor un día de estos resulta que has estado bailando con un delincuente, cariño.

—Los delincuentes resultan más divertidos que los secretarios militares —sonrió Bárbara.

La actividad de Bárbara era asombrosa. Después de pasar toda la noche de diversión, se iba a cabalgar durante el día, y a Hornblower le parecía estupendo que lo hiciera, porque siempre había jóvenes dispuestos y ansiosos por hacer de escolta de lady Hornblower, viendo que él tenía que atender a sus asuntos y que, de todos modos, no le gustaban nada los caballos. Era muy divertido observar la adoración sin recato que recibía ella de todo el mundo, desde su excelencia o los jovencitos que cabalgaban a su lado hasta el jardinero, Evans, o todos aquellos con quienes se relacionaba.

Bárbara estaba una mañana fuera cabalgando, antes de que el día se hiciera demasiado caluroso, cuando llegó un mensajero a Hornblower, a la casa del Almirantazgo.

—Mensaje del capitán, milord. Señales de la Triton. Se dirige hacia aquí con buen viento.

Hornblower se quedó un momento quieto. Aunque llevaba un mes esperando recibir aquel mensaje en cualquier momento, no estaba preparado todavía para asimilar todo su impacto.

—Muy bien. Mis saludos al capitán, y dígale que ya voy.

Así que aquél era el fin de sus tres años como comandante en jefe. Ransome se haría cargo del mando posiblemente aquel mismo día, o con toda seguridad al día siguiente, y él quedaría a media paga y tendría que volver a casa. Una extraña mezcla de pensamientos invadió su mente mientras se dirigía a reunirse con Ransome. El joven Richard, a punto de ingresar en Eton; la idea de un helado invierno en Smallbridge; la auditoría de sus cuentas finales… Hasta que estaba de camino hacia el bote no recordó que por fin se vería relevado de la necesidad de adoptar una decisión en el caso Hudnutt.

La Triton no ostentaba la insignia de almirante, porque Ransome, legalmente, no tenía el mando hasta que le hubiese relevado. Los saludos, por el momento, eran un simple reconocimiento de que la Triton se unía al comando de las Indias Occidentales. Ransome era un hombre robusto, con las tupidas patillas que estaban entonces de moda más grises que negras. Llevaba una pequeña condecoración de caballero de Bath, insignificante, comparada con la gran cruz de Hornblower. Si sobrevivía a aquel nombramiento sin grandes escándalos podía esperar que le nombraran sir. Le presentó a su capitán, Coleman, a quien Hornblower no conocía demasiado, y luego se dedicó a escuchar atentamente las explicaciones que le daba Hornblower de los arreglos realizados hasta el presente y los planes para el futuro.

—Asumiré el mando mañana —decidió Ransome.

—Eso nos dará tiempo para preparar el ceremonial completo —accedió Hornblower—. En tal caso, señor, ¿querría pasar la noche en la residencia del gobernador? Creo que le esperan allí para ponerse a sus órdenes, si lo cree conveniente.

—No hay necesidad de trasladarse dos veces —dijo Ransome—. Pasaré la noche aquí, a bordo.

—La casa del Almirantazgo estará lista para acogerle mañana, por supuesto, señor. ¿Quizá desee hacernos el honor de su compañía en la cena de esta noche? Podría darle alguna información con respecto a la situación que tenemos aquí.

Ransome dirigió a Hornblower una mirada cargada de sospechas. No deseaba que su predecesor le avasallara con decisiones políticas ya tomadas. Pero la sugerencia, claro está, era muy sensata.

—Será un gran placer. Se lo agradezco mucho, milord.

Hornblower dio un paso lleno de tacto, con tal de disipar las sospechas del otro.

—El paquebote en el que vamos a tomar pasaje mi mujer y yo hacia Inglaterra ya está preparado para hacerse a la mar, señor. De hecho zarparemos en él dentro de unos días solamente.

—Muy bien, milord —dijo Ransome.

—Entonces, le repito mi bienvenida, señor, y me despido. ¿Le esperamos a las cuatro en punto? ¿O cree que es más adecuado en otro momento?

—Las cuatro en punto me parece perfecto —convino Ransome.

«El rey ha muerto, viva el rey», pensó Hornblower, de vuelta a casa. Mañana le sustituirían, y sería un simple oficial a media paga. El esplendor y la dignidad de comandante en jefe se transferirían a Ransome. Encontró aquella idea un poco irritante. También le había resultado irritante tener que adoptar una educada pose de deferencia hacia Ransome, y pensaba que Ransome podía haber sido más educado al corresponderle. Dio rienda suelta a esos sentimientos al explicarle la entrevista a Bárbara, pero se contuvo al ver que ella esbozaba una mueca divertida y arqueaba las cejas.

—Eres un bobo encantador, cariño mío —dijo Bárbara—. ¿De verdad no se te ocurre ninguna posible explicación?

—No, me temo que no —exclamó Hornblower. Bárbara se acercó a él y le miró a los ojos.

—No es raro que te ame tanto —musitó—. ¿No comprendes que ningún hombre puede sentirse a gusto al tener que reemplazar nada menos que a Hornblower? Tu período de mando ha tenido un éxito clamoroso. Has puesto el listón tan alto que Ransome lo tendrá muy difícil para llegar a él. Se podría decir que está celoso, que siente envidia… y lo ha demostrado.

—No puedo creer que sea eso —refunfuñó Hornblower.

—Y yo te amo porque no lo crees —dijo Bárbara—. Te lo explicaría de cien maneras distintas, si no fuera porque tengo que ir a ponerme el mejor vestido que tengo para ganarme el corazón del almirante Ransome.

Ransome era un hombre de muy buena presencia, a pesar de su corpulencia y sus patillas, y Hornblower realmente no había apreciado aquel hecho en su primer encuentro. Sus modales eran algo más cordiales en presencia de Bárbara, cosa que podía deberse al efecto de la personalidad de lady Hornblower o también, a lo mejor, al hecho de que ella era una persona de enorme influencia en los círculos políticos. Hornblower hizo lo que pudo para aprovecharse de esa mayor cordialidad de Ransome. Le pasó el vino, dejó caer como por casualidad algunas informaciones útiles respecto a las condiciones de las Indias Occidentales (como por descuido, para que Ransome no sospechara que estaba tratando de influir en sus futuras decisiones políticas) y datos que el futuro comandante en jefe podía aprovechar y atesorar con una sonrisa por la despreocupación con que los mencionaba Hornblower. Pero la cena no fue un éxito completo. Había una cierta tensión.

Y cuando la velada se acercaba a su final, Hornblower fue consciente de que Bárbara le dirigía una intensa mirada. Fue sólo una mirada breve. Ransome no pudo darse cuenta de ello, pero Hornblower lo comprendió todo. Bárbara le refrescaba la memoria sobre aquel asunto que tanto le importaba. Esperó un momento adecuado en la conversación y mencionó el tema.

—Ah, por cierto —dijo—, tenemos pendiente un consejo de guerra. Un músico de la banda…

Y siguió contándole a Ransome las circunstancias del caso, de forma ligera. Era consciente, aunque su sucesor no lo notara, de que Bárbara estudiaba con gran interés la expresión de Ransome a medida que avanzaba el relato.

—Repetida y deliberada desobediencia a una orden legítima —Ransome repetía las palabras de Hornblower—. Incluso podría hablarse de motín.

—Sí, es cierto —accedió Hornblower—. Pero se trata de un caso curioso. Me alegro de que sea usted quien deba tomar la decisión que atañe a este caso, y no yo.

—Me parece que las pruebas resultan claras e incontrovertibles.

—Sin duda. —Hornblower sonrió con esfuerzo, consciente telepáticamente de la intensidad del interés de Bárbara—. Pero las circunstancias son un tanto inusuales.

La pétrea expresión del rostro de Ransome resultaba muy desalentadora. Hornblower sabía que la situación era desesperada. Habría abandonado todo esfuerzo si no hubiese sido porque Bárbara estaba allí, pero resultó inútil.

—Si el juicio se hubiese celebrado durante el período de mi mandato, yo (aunque naturalmente, no me había decidido) podría haber conmutado la sentencia como reconocimiento de la buena conducta del escuadrón.

—¿Ah, sí? —dijo Ransome. El desinterés con que lo dijo resultaba evidente, pero Hornblower insistió.

—Se me había ocurrido que quizá podría encontrar usted que ésta es una ocasión favorable para mostrar clemencia, dado que es su primer acto oficial.

—La decisión es mía.

—Por supuesto —aceptó Hornblower.

—Y no creo que tome una decisión semejante, naturalmente. No debo consentir que el escuadrón piense que seré indulgente en temas de disciplina. No puedo permitir que mi mando sea poco estable desde el principio.

—Por supuesto —repitió Hornblower. Veía que era inútil seguir argumentando más, y decidió salir con dignidad del atolladero—. Usted es el mejor juez de todos, dadas las circunstancias, y el único juez.

—Debo dejarles ya, caballeros, para que tomen su vino tranquilamente —dijo entonces Bárbara, de pronto. Hornblower la miró un momento y vio que su expresión helada se derretía en la sonrisa que conocía tan bien—. Le deseo muy buenas noches, almirante. Haré todo lo que esté en mi mano (en tanto las normas de la Marina lo permitan, claro está) para dejarle esta casa en perfectas condiciones y que pueda tomar posesión de ella mañana, y espero que se sienta muy a gusto aquí.

—Gracias —dijo Ransome. Los dos hombres estaban de pie.

—Buenas noches, cariño —dijo Bárbara a Hornblower. Este último era consciente de que la sonrisa que le dedicaba su mujer no era auténtica, y sabía que estaba muy preocupada.

Ella les dejó y Hornblower sirvió el oporto y volvió a sumergirse en lo que resultó ser una velada muy larga. Después de su acto de afirmación, Ransome, que había dejado perfectamente claro que no pensaba dejarse influir por ninguna sugerencia que le hiciese Hornblower, no se mostraba reacio a adquirir toda la información que se presentara ante sus ojos. Ni tampoco a acabar la botella de oporto y empezar otra.

De modo que cuando Hornblower se fue a dormir era muy tarde, y no encendió ninguna luz por miedo a molestar a Bárbara. Se introdujo silenciosamente en la habitación, con tanto sigilo como pudo. En la oscuridad, dirigió una mirada al otro lecho (los inmuebles navales no estaban pensados para que hubiera esposas en ellos, y por tanto no tenían camas de matrimonio) y no vio movimiento alguno bajo la mosquitera, y se alegró de ello. Si Bárbara hubiese estado despierta, no habrían podido evitar la discusión sobre el caso Hudnutt.

Tampoco hubo tiempo a la mañana siguiente, porque en el momento en que despertaron a Hornblower éste tuvo que correr al vestidor, arreglarse con su mejor uniforme, con bandas y estrellas, y darse prisa para llegar a la ceremonia de traspaso de poderes. Como oficial a relevar, llegó el primero al alcázar de la Clorinda y se situó en la banda de estribor, con su personal tras él. El capitán sir Thomas Fell le había recibido, y luego se ocupó de recibir a los demás capitanes que iban llegando a bordo. La banda de la Marina (sin Hudnutt) tocaba marchas a popa, los silbatos de los segundos contramaestres sonaban estridentes para dar la bienvenida a los recién llegados. El sol brillaba en lo alto como si aquél fuese un día más, otro día cualquiera. Entonces hubo una pausa, intensa y llena de dramatismo. La banda empezó a tocar una nueva marcha, sonaron redobles de tambores y florituras de cornetas mientras Ransome subía por la borda con su gente tras él, y ocupaba su lugar a babor. Fell se adelantó hacia Hornblower con la mano en el ala del sombrero.

—Se presenta la tripulación del buque, milord.

—Gracias, sir Thomas —Spendlove colocó un papel en la mano de Hornblower y éste dio un paso hacia delante—. Órdenes de los lores comisarios para la ejecución del oficio del gran lord almirante, en el sentido de que yo, lord Horatio Hornblower, gran cruz de la honorable orden de Bath, vicealmirante del escuadrón rojo…

Realmente, le costaba que su voz no temblase, y se esforzaba por leer con un tono fuerte y natural. Dobló el papel y dio su última orden.

Sir Thomas, por favor, tenga la bondad de arriar mi gallardete.

—Sí, milord.

Resonó el primero de los trece cañonazos de saludo mientras el gallardete rojo iba bajando lentamente por el palo de mesana. Un descenso muy, muy largo. Sesenta segundos para trece cañonazos. Cuando el gallardete hubo completado su descenso, Hornblower era mucho más pobre: ganaba ya cuarenta y nueve libras tres chelines y siete peniques menos por mes. Un momento después se acercó Ransome, con un papel en la mano, y leyó las órdenes que le habían entregado los lores comisarios a él, Henry Ransome, caballero de la muy honorable orden de Bath, vicealmirante del escuadrón azul.

—Ice mi gallardete, sir Thomas.

—Sí, señor.

Y allá arriba, en el palo de mesana, subió el gallardete azul. El buque permaneció silencioso hasta que ondeó en la cima, pero entonces se desplegó con la brisa y atronaron de nuevo las salvas y tocó de nuevo la banda. Cuando se hubo disparado el último cañonazo, Ransome era legalmente comandante en jefe de los buques y naves de su majestad en aguas de las Indias Occidentales. Más estrépito de la banda y en medio de todo aquel estruendo, Hornblower dio un paso al frente y se llevó la mano al sombrero para saludar al nuevo comandante en jefe.

—¿Me da su permiso para abandonar el buque, señor?

—Permiso concedido.

Entre redobles de tambores, clarines y silbatos, bajó por la borda del buque. Pudo haberse dejado ganar por el sentimiento y experimentar dolor y nostalgia… pero le esperaba una distracción inesperada.

—Milord —dijo Spendlove, tras él, en la cámara del bote.

—¿Sí?

—El prisionero… Hudnutt, el músico…

—¿Qué le pasa?

—Ha escapado, milord. Ha huido de la prisión durante la noche.

Aquello ponía fuera de toda duda el destino de Hudnutt. Ya nada podía salvarlo. Era como si estuviera muerto, o quizá pronto estuviese peor que muerto. Ningún desertor, ningún preso evadido había conseguido huir sin volver a ser capturado en Jamaica. Era una isla, y no demasiado grande. Y se daba una recompensa de diez libras esterlinas por toda información que condujese a la captura de un desertor; en Jamaica, mucho más que en Inglaterra, diez libras era una verdadera fortuna. El salario de un hombre durante todo un año o más. Más dinero del que cualquier esclavo podía ver en toda su vida. Los desertores no tenían allí posibilidad alguna; su cara blanca y su uniforme llamarían la atención dondequiera que se ocultase en la isla, y la recompensa haría inevitable que fuese traicionado. Hudnutt estaba condenado a ser capturado de nuevo. Y más castigado aún. Se añadirían más cargos a su consejo de guerra. Huida de prisión. Deserción. Daños contra propiedades del gobierno. Daños contra su uniforme. Probablemente le colgarían. La única posibilidad que tenía, aparte de ésa, era ser azotado hasta morir bajo el látigo. Hudnutt era hombre muerto, y aquél era el fin de su talento musical.

Era un pensamiento muy macabro para ocupar su mente de vuelta hacia el muelle, y permaneció silencioso mientras subía al carruaje del gobernador, para que le condujesen a la residencia del gobernador… porque ya no tenía carruaje de comandante en jefe. Seguía en silencio mientras el coche iba avanzando.

Pero apenas habían recorrido una milla cuando avistaron un grupito a caballo que venía al trote hacia ellos. A la primera que vio Hornblower fue a Bárbara, porque la habría reconocido entre una multitud, aunque no se hubiese hecho notar montando un caballo blanco. Su excelencia cabalgaba a un lado de su esposa y lady Hooper al otro, conversando animadamente. Detrás de ellos seguía un grupo variopinto de militares y civiles, y al final, el ayudante del jefe de la policía militar y dos soldados de su guardia.

—¡Eh, Hornblower! —exclamó el gobernador, tirando de las riendas—. Su ceremonial ha acabado antes de lo que esperaba, al parecer.

—Buenos días, señor —dijo Hornblower—. A sus pies, señora.

Y luego sonrió a Bárbara. Siempre sonreía al verla, olvidando cualquier depresión. Detrás del velo que llevaba, la sonrisa que ella le dedicó apenas resultaba visible.

—Puede unirse a nuestra caza. Uno de mis edecanes le puede prestar, su caballo —dijo Hooper, y entonces, mirando en el interior del carruaje, continuó—: No, quizá mejor no, con esas medias de seda. Puede seguirnos en el carruaje, como una dama de posición. Como la reina de Francia, por ejemplo. ¡Dé la vuelta al carruaje, cochero!

—¿Qué están cazando, señor? —preguntó Hornblower, algo asombrado.

—A ese desertor suyo. A lo mejor nos proporciona un poco de diversión —respondió Hooper.

Iban a la caza del hombre, la caza mayor de todas… pero Hudnutt, el fantasioso, atolondrado Hudnutt, sería una presa fácil. Dos sirvientes de color iban cabalgando también con la partida, sujetando la traílla de unos sabuesos rojizos y negros. Unas criaturas torvas y horribles. No quería tener nada que ver con aquella caza, nada en absoluto. Quería ordenar al carruaje que diera la vuelta de nuevo. Era una pesadilla, pero estaba fuera de su alcance despertarse de ella. También resultaba horrible ver a Bárbara tomando parte en aquello. En la cancela del arsenal, en la alta empalizada, se detuvo el cortejo.

—Ésa es la prisión —dijo el ayudante del jefe de la policía militar, señalando hacia el edificio—. Puede ver el agujero en el tejado, señor.

Un trozo del techado de paja había desaparecido. Probablemente esa prisión no había sido construida con demasiada solidez. Escapar de ella significaba tener que escalar después la empalizada de quince pies… y aun así, al hombre capaz de realizar esa hazaña le esperaba la captura segura en algún lugar de la isla.

—Vamos —dijo el policía militar, y él, su guardia y los hombres con los sabuesos trotaron hacia la prisión y desmontaron. Introdujeron a los perros en el calabozo, donde olisquearon el lugar en el que había dormido el prisionero. Luego volvieron a aparecer en la puerta, y olfatearon el suelo bajo el agujero del tejado. Al momento captaron los efluvios y tiraron con fuerza de las traíllas, de modo que los sirvientes de color tuvieron problemas para contenerlos, y fueron a toda velocidad hacia el arsenal de nuevo. Se arrojaron contra la empalizada, saltando y babeando, llenos de ansiedad.

—¡Traedlos a este lado! —gritó el gobernador, y entonces, volviéndose a Hornblower, dijo—: Su hombre es un marinero, ¿verdad? Hasta para un marinero sería difícil escalar esa empalizada.

Hudnutt tuvo que hacerlo en un estado de ánimo exaltado, pensó Hornblower. Esos soñadores a veces se vuelven como locos.

Los perros volvieron de nuevo a la puerta del astillero y se dirigieron hacia el punto correspondiente en el exterior de la empalizada. Volvieron a captar el olor al momento, tirando de nuevo de las traíllas y corriendo como desesperados por el camino.

—¡Se fue por ahí! —gritó el gobernador, espoleó su caballo y corrió tras ellos.

Hudnutt había trepado por la empalizada de quince pies, sin duda. Debía de estar loco. El grupo a caballo seguía adelante. El cochero arreaba a los caballos todo lo rápido que su dignidad y las desigualdades del camino le permitían. El carruaje daba sacudidas y saltos, arrojando a Hornblower contra Gerard, que estaba a su lado, y a veces incluso contra Spendlove, estaba enfrente. Y siguieron a toda marcha por la carretera, dirigiéndose hacia el campo abierto y las Blue Mountains, que se alzaban más allá. Los jinetes que iban a la cabeza tiraron de las riendas y pasaron al trote, y el cochero siguió su ejemplo, de modo que el progreso del coche se hizo más tranquilo.

—Un aroma muy acusado, milord —dijo Gerard, mirando hacia los sabuesos que todavía seguían tirando con fuerza de sus traíllas.

—Y sin embargo, esta carretera ha tenido que ser muy transitada desde que él pasó por aquí —observó Spendlove.

—¡Ah! —exclamó Gerard, que aún miraba hacia delante—. Están saliendo del camino.

Cuando el carruaje dobló el recodo vieron que los jinetes subían por un ancho sendero que pasaba entre campos de caña de azúcar. El cochero, sin arredrarse, se dirigió hacia el camino en su persecución, pero al cabo de dos millas más de rápido avance, hizo detenerse a los caballos.

—Vamos a detenernos aquí, Hornblower —dijo el gobernador—. Este camino vadea el río Hope por aquí.

Los caballos del grupo estaban descansando. Bárbara agitó la mano, saludándole.

—No huele a nada en el otro lado —explicó el gobernador, y entonces, llamando a los hombres de los sabuesos, dijo—: Recorran la orilla hacia arriba y hacia abajo. Y por ambos lados.

El policía militar recibió la orden con un saludo.

—Ese hombre sabía que íbamos a enviar a los sabuesos tras él —dijo el gobernador—. Ha ido vadeando el río. Pero ha tenido que salir de él tarde o temprano, y volveremos a encontrar el rastro.

Bárbara guió su caballo hacia el costado del coche, y entonces levantó el velo que le cubría la cara para hablar con él.

—Buenos días, cariño —dijo.

—Buenos días —le contestó Hornblower.

Era difícil decir algo más teniendo en cuenta los acontecimientos de las últimas dos horas, con todas sus implicaciones. Y Bárbara estaba bastante sofocada por el calor y el ejercicio. Parecía muy cansada y su sonrisa era muy lánguida. A Hornblower se le ocurrió que estaba participando en aquella caza con tan poca ilusión como él mismo. Y parecía probable que se hubiera tomado algunas molestias con la mudanza de la casa del Almirantazgo a la residencia del gobernador aquella mañana. Al ser mujer, no habría sido capaz de dejar que la Marina realizase la tarea sin supervisarla, aunque la Marina hubiese realizado centenares de miles de traslados semejantes. Seguro que habría tratado de organizarlo todo, y en consecuencia, debía de estar muy cansada.

—Ven y siéntate en el coche, cariño —dijo—. Gerard tomará tu caballo.

—El señor Gerard lleva medias de seda, igual que tú, querido —replicó Bárbara, sonriendo, a pesar de su cansancio—, y tengo demasiado respeto por su dignidad para obligarle a subirse en una silla de amazona, en cualquier caso.

—Mi mozo de cuadra llevará su caballo, lady Hornblower —repuso el gobernador—. Esta caza parece que al final va a resultar mal.

Hornblower saltó a toda prisa del coche para ayudar a Bárbara a bajar de la silla de amazona y subir al coche. Gerard y Spendlove, que le habían seguido, volvieron a subir al cabo de un momento de duda, y se sentaron de espaldas a los caballos.

—Tendríamos que oír ladrar a los perros ya —dijo el gobernador. Los cuatro sabuesos habían recorrido las orillas arriba y abajo hasta una distancia considerable—. ¿Treparía a un árbol?

Hornblower pensó que un hombre tiene muchos más recursos que cualquier zorro. Pero aquél era un aspecto inesperado del carácter de Hudnutt.

—Ni rastro de olor, excelencia —dijo el policía militar, acercándose al trote—. Nada en absoluto.

—Ah, bien, entonces, vamos de nuevo a casa. Un ejercicio bastante tonto, después de todo. Iremos delante de ustedes, lady Hornblower, con su permiso.

—Ya nos veremos en casa, querida lady Hornblower —dijo a su vez lady Hooper.

El coche se volvió de nuevo y siguió a los jinetes por el camino.

—Me temo que habrás tenido una mañana muy ajetreada, cariño —dijo Hornblower. Como tenía a su personal sentado en el coche frente a ellos debía mostrar una cierta formalidad en el tono.

—No, nada de ajetreo —respondió Bárbara, volviendo la cabeza y mirándole a los ojos—. Una mañana muy agradable, gracias, cariño. ¿Y tu… tu ceremonial? Supongo que habrá ido todo bien, sin problemas, ¿no?

—Bastante bien, gracias. Ransome… —se calló abruptamente. Lo que podía decir sobre Ransome a Bárbara en privado no era lo mismo que lo que podía decir delante de su personal.

El coche siguió trotando, y la conversación avanzó irregularmente en medio del calor reinante. Pasó mucho tiempo hasta que por fin entraron por las puertas de la residencia del gobernador. Hornblower devolvió el saludo al centinela y descendió ante la puerta. Los edecanes, mayordomos y doncellas les esperaban, pero Bárbara ya había organizado todo el traslado, y en el vasto y tenebroso dormitorio y vestidor donde se alojaban los huéspedes principales se encontraban ya las cosas de Hornblower junto con las de ella.

—Al fin solos —sonrió Bárbara—. Ahora, a pensar en Smallbridge.

Sí, tenía razón. Aquél era el principio de una de esas épocas de transición que Hornblower conocía tan bien, como todos los marinos, esos extraños días o semanas entre una vida y la siguiente. Ya no era comandante en jefe; ahora, tenía que soportar la existencia hasta volver a convertirse, al menos, en el amo de su propia casa. La necesidad más urgente que sentía en aquel momento era un baño. La camisa se le había pegado a las costillas debajo de la gruesa casaca del uniforme. Quizá nunca más, nunca en todo el resto de su vida, pudiera volver a tomar un baño bajo una bomba de cubierta en algún sitio, al aire libre, con los vientos alisios soplando sobre su cuerpo. Por otra parte, al menos mientras estuviera en Jamaica, tampoco tendría que volver a ponerse el uniforme.

Aquella misma tarde Bárbara le hizo una petición.

—Cariño, ¿podrías darme algo de dinero?

—Por supuesto —accedió Hornblower.

Sentía unos escrúpulos sobre este tema de los que muchos hombres se habrían reído. Bárbara había aportado una gran cantidad de dinero a su matrimonio, que ahora, por supuesto, era de su propiedad, pero sentía una absurda culpabilidad por el hecho de que ella tuviera que pedirle dinero. Aquel sentimiento de culpa era absolutamente ridículo, desde luego. Las mujeres no debían disponer de dinero alguno, en ninguna forma, excepto pequeñas sumas para el mantenimiento de la casa. Legalmente no estaban capacitadas para firmar un cheque, no podían intervenir en negocios ni transacciones de ningún tipo, cosa que era absolutamente correcta y adecuada, viendo lo muy incapaces que eran las mujeres. Excepto Bárbara, quizás. Era responsabilidad del marido tener el dinero a buen recaudo y suministrar con estrecha supervisión lo que fuera necesario.

—¿Cuánto querrías, cariño? —le preguntó.

—Doscientas libras —dijo Bárbara.

¿Doscientas libras? ¡Doscientas libras! Aquello era algo completamente distinto. Era una fortuna. ¿Para qué demonios podía querer Bárbara doscientas libras allí, en Jamaica? No creía que en toda la isla hubiese un traje o un par de guantes que ella quisiera comprar. Quizás algún recuerdo. Pero el juego de tocador hecho de carey más elaborado de toda Jamaica seguramente no costaba ni cinco libras. ¿Doscientas? A lo mejor había algunas doncellas a las que tenía que dar un estipendio al despedirlas, pero con cinco chelines a cada una, media guinea como máximo, la cosa se podía arreglar.

—¿Doscientas libras? —dijo en voz alta en aquella ocasión.

—Sí, cariño, por favor.

—Yo ya me iba a ocupar de pagar al mayordomo y los mozos, claro —añadió, tratando de averiguar la razón por la que ella podía pensar que necesitaba aquella asombrosa cantidad de dinero.

—Sí, claro, querido —repuso Bárbara, paciente—. Pero necesito algo de dinero para otros fines.

—Pero es mucho dinero…

—Creo que podemos permitírnoslo, sin embargo. Por favor, querido…

—Claro, claro —se apresuró a responder Hornblower. No podía consentir que Bárbara tuviese que suplicarle. Todo lo que él tenía, en realidad, era de ella. Siempre era un placer para él anticiparse a los deseos de su esposa, adelantarse a cualquier petición suya, para que ella ni siquiera tuviera que pronunciarla. Le avergonzaba que Bárbara, la exquisita Bárbara, tuviese que rebajarse tanto como para pedirle un favor a él, que en realidad no valía nada.

—Escribiré una orden para Summers —dijo—. Es el corresponsal de Coutt en Kingston.

—Gracias, querido —dijo Bárbara.

Pero mientras le tendía el documento, no pudo reprimir otro comentario.

—Tendrás mucho cuidado, ¿verdad, querida? Doscientas libras, ya sea en papel o en oro…

Sus recelos se acallaron al fin, ahogados entre incoherentes balbuceos. No tenía deseo alguno de mostrarse indiscreto ni ejercer sobre Bárbara el tipo de autoridad paternalista que tanto la ley como la costumbre otorgaban a un esposo sobre su mujer. Y entonces pensó en una posible explicación. Lady Hooper era una astuta jugadora de cartas. A lo mejor Bárbara había perdido fuertes sumas jugando con ella. Bueno, en aquel caso, no tenía por qué preocuparse. Bárbara era buena jugadora también, sensata y fría. Recuperaría lo perdido. En cualquier caso, tampoco apostaba de forma compulsiva. A lo mejor en el viaje de regreso a casa jugaban unas cuantas manos de piquet… Si Bárbara tenía algún defecto, era una cierta tendencia a descartarse demasiado alegremente, y él podía darle algún discreto consejo. Y había un cierto placer orgulloso, un tierno deleite en la idea de que Bárbara no se atreviera a admitir, ante un marido experto en el juego, que había perdido jugando a las cartas. El profundo respeto que sentía por ella se vio acompañado (como el sabor de un bistec de buey se veía bien realzado por el de la mostaza) por la certidumbre de que ella seguía siendo humana… Hornblower sabía que no existía el amor sin el respeto, ni tampoco sin una pequeña chispa de diversión.

—Eres el hombre más adorable del mundo entero —dijo Bárbara, y él se dio cuenta de que ella tenía los ojos fijos en su rostro desde hacía unos segundos.

—Mi mayor felicidad es oírte decir esas frases —musitó él, con una sinceridad que nadie podría poner en duda. Y luego, un recuerdo de su posición en aquella casa, como invitados, les invadió y les hizo conscientes de la necesidad de reprimir la intensidad de sus sentimientos.

—Y seremos las personas menos populares de Jamaica, si hacemos esperar a sus excelencias para la cena —dijo Hornblower.

Ahora eran unos simples invitados, unos parásitos, y su presencia sólo la toleraba una gente que todavía tenía que vivir plenamente toda su vida oficial. Eso era lo que pensaba Hornblower durante la cena, cuando el nuevo comandante en jefe se sentó en el lugar de honor. Pensaba en el general bizantino, ciego y caído en desgracia, pidiendo limosna en el mercado, y casi dijo: «una moneda para el pobre Belisario», cuando el gobernador se volvió y le incluyó en la conversación.

—Su marinero no ha sido detenido aún —dijo Hooper.

—No es mi marinero ya, señor —rió Hornblower—. Ahora es el marinero del almirante Ransome.

—Creo que no hay duda alguna de que se le detendrá —intervino Ransome.

—No hemos perdido todavía a ningún desertor durante el tiempo que he estado destinado aquí —dijo Hooper.

—Eso es muy tranquilizador —comentó Ransome.

Hornblower dirigió una rápida mirada a Bárbara, que estaba al otro lado de la mesa. Ella comía con mucha tranquilidad, al parecer. Había temido que el recuerdo de aquel caso la alterase, evocando lo mucho que sentía el destino de Hudnutt. Las mujeres son dadas a pensar que lo inevitable no debería ser inevitable, en temas que les interesan personalmente. El dominio de sus sentimientos por parte de Bárbara resultaba admirable.

Lady Hooper cambió de tema, y la conversación se hizo general y alegre. Hornblower empezó a disfrutar de verdad, sintiéndose desenfadado y libre de responsabilidades. No tenía preocupación alguna sobre sus hombros; pronto (en el momento en que el paquebote estuviese listo para zarpar) estaría de camino a Inglaterra de nuevo, y se establecería con toda comodidad en Smallbridge, mientras la gente que tenía a su alrededor seguiría lidiando con problemas poco gratificantes en medio de un calor tropical. Ya no le importaba nada de todo aquello. Si Bárbara era feliz, no tenía problema alguno en el mundo, y Bárbara parecía feliz, charlando despreocupadamente con sus vecinos de mesa de ambos lados.

Era muy agradable, también, que no hubiesen bebido demasiado, porque después de la cena iba a darse una recepción en honor del nuevo comandante en jefe a la que se había invitado a toda la sociedad de la isla no apta para asistir a la cena. Hornblower contemplaba la vida con la mirada tranquila, y la aprobaba.

Después de la cena, cuando los caballeros y las damas se volvieron a reunir en el salón y empezaron a anunciar a los primeros invitados recién llegados, pudo intercambiar un par de palabras con Bárbara y ver que era feliz, y que no estaba demasiado cansada. Tenía la sonrisa luminosa y los ojos brillantes. Tuvo que apartarse de ella para estrechar la mano al señor Hough, que llegó con su mujer. Ya llegaban los demás: un súbito destello de azul, oro y blanco señaló la llegada de Coleman, el capitán del Triton, y un par de oficiales. El propio Ransome estaba presentando Coleman a Bárbara, y Hornblower no pudo evitar oír la conversación que tenía lugar a su lado.

—El capitán Coleman es un viejo amigo mío —decía Bárbara—. En aquellos tiempos, usted era Perfecto Coleman, ¿verdad, capitán?

—Y usted lady Leighton, madame —replicó Coleman.

Una observación bastante inofensiva, pero que bastó para resquebrajar un poco la frágil felicidad de Hornblower, oscurecer la habitación brillantemente iluminada, y hacer que los murmullos de la conversación se convirtieran en rugidos que resonaban en sus oídos, como un torrente, a través de cuyo estruendo las palabras de Bárbara sonaron con estridencia, con una nota sibilante:

—El capitán Coleman era el teniente de bandera de mi primer marido.

Ella había tenido un primer marido, había sido lady Leighton. Hornblower casi siempre conseguía olvidar aquel hecho. El contraalmirante sir Percy Leighton había muerto por su país, debido a las heridas recibidas en la batalla de Rosas, hacía nada menos que trece años. Pero Bárbara había sido la esposa de Leighton, la viuda de Leighton. Había sido esposa de Leighton antes de convertirse en esposa de Hornblower. Él apenas pensaba en ese hecho, pero cuando lo hacía, seguía experimentando unos celos que, lo sabía muy bien, eran una locura. Cualquier hecho que se lo recordase no sólo despertaba de nuevo aquella desazón, sino que le devolvía a la mente, con espantosa claridad, aquellos sentimientos de desesperación, envidia y auto escarnio que le invadían aquellos días. Entonces era un hombre desesperadamente infeliz, y aquello le hacía desesperadamente infeliz de nuevo. Ya no era el marino victorioso que concluía un brillante período de mando. Era un amante despechado, despreciado incluso por su propio ser despreciable. Conoció de nuevo toda la angustia del deseo ilimitado e insatisfecho, mezclado con los celos acuciantes del momento.

Hough esperaba una respuesta a alguna observación que le había hecho. Hornblower se esforzó por hilvanar una frase intrascendente, que no tuviera demasiada importancia. Hough se apartó de él y Hornblower se encontró de nuevo, contra su voluntad, mirando a Bárbara. Ella le sonreía, y él tuvo que devolverle la sonrisa, aun sabiendo que se trataba de una sonrisa falsa, torcida, sin alegría, como la mueca horrible en el rostro de un muerto. Vio en el rostro de ella una mirada preocupada. Supo que ella, al instante, sabía cuál era su humor, y eso lo empeoró mucho más aún. Ella era la mujer sin corazón que había hablado de su primer marido… ella no sabía nada de aquellos celos suyos, no le afectaban. Él, en cambio, era como un hombre que de repente da un paso alejándose de tierra firme y se hunde en un pantano de inseguridad que está a punto de engullirle.

El capitán Knyvett había entrado en la habitación, campechano y canoso, vestido con un traje de paño azul con botones de latón, muy sencillo. Cuando se le acercó, Hornblower recordó con gran esfuerzo que estaba al mando del paquebote de Jamaica.

—Zarparemos dentro de una semana, milord —le dijo—. El anuncio del correo se hará mañana.

—Excelente —dijo Hornblower.

—Y de todo esto deduzco —dijo Knyvett, señalando con un gesto hacia el almirante Ransome— que tendré el placer de disfrutar de la compañía de sus señorías a bordo.

—Sí, sí, eso es.

—Serán mis únicos pasajeros —añadió Knyvett.

—Excelente —repitió Hornblower.

—Confío en que su señoría encuentre en la Pretty Jane una nave cómoda y bien aparejada.

—Eso espero —afirmó Hornblower.

—La señora, por supuesto, conoce ya perfectamente la caseta sobre cubierta donde se alojarán. Le preguntaré si desea hacerme alguna sugerencia que mejore su comodidad, milord.

—Muy bien.

Knyvett se apartó de él, al recibir una respuesta tan fría, y cuando se hubo ido, Hornblower se dio cuenta de que aquel hombre debió de recibir la impresión de un lord estirado que apenas se dignaba mostrarse cortés con un simple capitán de paquebote. Lo lamentó mucho, e hizo un desesperado esfuerzo por sobreponerse. Una mirada hacia Bárbara le reveló que seguía parloteando animadamente con el joven Bonner, el propietario del buque de pesca y mercader de turbia reputación, contra el cual Hornblower ya le había advertido. Aquello contribuyó a ensombrecer aún más su talante, si eso era posible.

De nuevo hizo un esfuerzo por controlarse. Sabía que la expresión de su rostro debía de ser gélida e inexpresiva, y trató de hacerla más receptiva, esforzándose por ir paseando entre la gente.

—¿Puedo tentarle, lord Hornblower? —le preguntó una anciana dama, de pie ante una mesa de juego en un saloncito contiguo. Era buena jugadora de whist, Hornblower lo recordaba muy bien.

—Ciertamente, con mucho gusto —dijo, haciendo un gran esfuerzo.

Ahora ya tenía algo en qué pensar. Le costó concentrarse en la primera mano, especialmente con el ruido de la orquesta unido al estruendo de la fiesta, pero los viejos hábitos volvieron enseguida con la necesidad de pensar en la distribución de las cincuenta y dos cartas. A base de fuerza de voluntad consiguió transformarse en una máquina pensante, jugó de forma fría y correcta y luego, cuando su mano parecía estar perdida, se dejó llevar, a su pesar. La siguiente le permitió una oportunidad de mostrarse brillante, de recibir en su juego, hasta entonces mecánico, una inyección de esa cualidad humana, la flexibilidad, la impredecible astucia, que supone la diferencia entre un jugador de segunda clase y uno de primera. En la cuarta ronda había hecho una estimación aproximada de las manos. Una determinada salida le permitiría cumplir el contrato, ganar todas las bazas y la partida. Si jugaba de forma ortodoxa, acabaría haciendo sólo doce y aún sería dudoso si podría ganar o no la partida. Valía la pena intentarlo… pero tenía que ser ahora o nunca. Sin dudarlo, salió con la dama de corazones al as que su pareja estaba obligada a jugar; tomó la siguiente baza y, con ésta, el control de la situación, eliminó los triunfos, jugó sus cartas firmes, observando con satisfacción cómo sus oponentes descartaban primero el valet y después el rey de corazones, y al final presentó el tres de corazones y ganó la última baza, para gran desconsuelo de sus oponentes.

—¡Vaya, una verdadera paliza! —dijo la dama que le hacía de pareja, asombrada—. No lo comprendo… No entiendo cómo… ¡pero hemos ganado la partida, al final!

Había sido un trabajo muy hábil; en su interior brillaba una débil lucecilla de orgullo. Podría recomponer aquella partida mentalmente, en el futuro, cuando le costara dormir. Una vez terminó el juego de cartas y los invitados empezaron a salir, pudo mirar a los ojos a Bárbara con una expresión más natural, y ella, con un suspiro de alivio, pudo decirse que su marido estaba saliendo por fin de aquel extraño estado de ánimo.

Era mejor que fuese así, porque los siguientes días se presentaban difíciles. Prácticamente no tenía nada que hacer, mientras la Pretty Jane se preparaba para zarpar. Como espectador inútil, tenía que quedarse a un lado mirando cómo Ransome se hacía cargo del mando que él había ostentado a lo largo de tres años. La cuestión española probablemente se pondría difícil, con la invasión francesa de España para restaurar a Fernando VII; estaba también el problema mexicano, así como el de Venezuela. No podía evitar sentir temor ante la posibilidad de que Ransome no fuera capaz de manejarlo todo bien. Por otra parte, existía el consuelo mínimo de que Hudnutt hubiera conseguido evitar su captura, hasta el momento; Hornblower temía, sinceramente, que si le aprehendían estando todavía ellos en la isla, Bárbara emprendiera alguna acción personal apelando directamente a Ransome o incluso al gobernador. En realidad, Bárbara parecía haberse olvidado del caso, cosa que no había sucedido para Hornblower. Él todavía estaba profundamente alterado por aquel episodio, e inclinado a alterarse mucho más debido a su absoluta falta de poder para ejercer cualquier influencia sobre aquel asunto. Resultaba duro tomarse aquello con filosofía, decirse que ningún individuo, ni siquiera Hornblower, podía detener la marcha inexorable del mecanismo del código para la regulación y gobierno de la Marina de su majestad. Y Hudnutt era una persona mucho más astuta de lo que jamás hubiese podido imaginar, viendo que había sido capaz de librarse de la captura durante una semana entera… a menos que estuviese ya muerto. Cosa que sería, quizá, lo mejor para Hudnutt.

El capitán Knyvett vino en persona con las noticias de que la Pretty Jane ya casi estaba lista para hacerse a la mar.

—Los últimos cargamentos ya están subiendo a bordo, milord —dijo—. El palo de campeche ya está cargado, y la fibra de coco está en el muelle. Si sus señorías suben a bordo esta noche, partiremos con la brisa de tierra al amanecer.

—Gracias, capitán. Le estoy muy agradecido —dijo Hornblower, tratando de no resultar excesivamente empalagoso para contrarrestar su frialdad en la fiesta del gobernador.

La Pretty Jane era un bergantín de cubierta corrida, excepto que en medio del buque llevaba una caseta de cubierta para sus pasajeros, pequeña, pero suficiente. Bárbara la había habitado durante cinco semanas, en el viaje de ida. Ahora tenían que ocuparla juntos, con todo el ruido del buque dispuesto para hacerse a la mar a su alrededor.

—Yo miraba con anhelo esa otra cama, querido —le dijo ella a Hornblower cuando se encontraron ambos en la caseta—, y me decía que pronto mi marido dormiría en ella. Me parece demasiado hermoso para ser realidad, cariño.

Un ruido del exterior les distrajo.

—¿Y este baúl, madame? —preguntó un sirviente de la residencia del gobernador que les estaba llevando el equipaje a bordo, bajo la supervisión de Gerard.

—¿Ése? Ah, ya se lo he dicho al capitán. Va en la bodega. Son golosinas enlatadas —le explicó Bárbara a Hornblower—. Las he traído sólo para que las disfrutes mientras vamos de camino hacia casa, cariño mío.

—Eres demasiado buena conmigo —dijo Hornblower.

Un baúl de ese tamaño y peso sería una gran, molestia en la caseta. En la bodega, su contenido resultaría más accesible.

—¿Y qué es esa fibra que dicen? —preguntó Bárbara, mirando cómo pasaba uno de los últimos fardos por el escotillón.

—La cáscara peluda de los cocos —explicó Hornblower.

—¿Y para qué nos llevamos semejante cosa a Inglaterra, si se puede saber? —preguntó Bárbara.

—Ahora hay unas máquinas que pueden tejer esa fibra. Hacen alfombrillas de coco a montones en Inglaterra.

—¿Y el palo de campeche?

—Sirve para obtener un tinte. De un rojo intenso.

—Eres una fuente inacabable de información para mí, cariño —exclamó Bárbara—, igual que de todo lo demás en esta vida.

—Ahí llegan sus excelencias, milord —advirtió Gerard, acercándose a la puerta de la caseta.

Aquello significaba el adiós final, en la tarde ya moribunda. Un momento triste y doloroso. Hubo muchos apretones de manos, besos en las mejillas entre Bárbara y lady Hooper. Los adioses se repitieron una y otra vez, inacabables. Adiós a amigos y conocidos, adiós a Jamaica, adiós al mando… Adiós a toda una vida, y el futuro que aún no se había revelado ante ellos. Adiós a la última figura que desaparecía en la oscuridad del muelle. Y por fin se volvió de nuevo hacia Bárbara, que permanecía de pie junto a él, permanente en medio de tanta transición.

A la primera luz de la mañana siguiente no se podía culpar a Hornblower por estar ya en cubierta, notando una rara sensación al tener que mantenerse a un lado, vigilando, mientras Knyvett sacaba desde el muelle a la Pretty Jane, para captar la brisa de tierra y salir del puerto. Afortunadamente, Knyvett era un marino muy bregado, y no se sintió en absoluto alterado por tener que manejar su buque bajo la atenta mirada de un almirante. La brisa de tierra llenó la lona; la Pretty Jane cogió velocidad. Bajó la bandera ante Fort Augusta, y luego, con el timón todo a la banda, viró y dejó Drunken Cay y South Cay a babor, antes de empezar el largo trayecto hacia el este. Y Hornblower pudo relajarse y contemplar la nueva perspectiva de desayunar con su mujer a bordo.

Se sorprendió por la facilidad con la que se acostumbró a ser un pasajero. Al principio estaba tan ansioso por no interferir que ni siquiera se atrevía a mirar en la bitácora para anotar su rumbo. Se contentaba con sentarse junto a Bárbara en dos hamacas de cubierta, a la sombra de la caseta (había unas vinateras a las cuales se podían enganchar las hamacas para evitar que se deslizaran por la cubierta a sotavento, cuando la Pretty Jane escoraba), y sin pensar en nada en particular, contemplando los peces voladores que irrumpían de vez en cuando en la superficie, y las manchas de sargazos amarillos arrastrados por la corriente, dorados contra el azul del mar, o de vez en cuando, una tortuga que nadaba valientemente, lejos de tierra. Podía observar al capitán Knyvett y su segundo mientras éstos tomaban su anotación de mediodía, y comprobaba que no le interesaban en lo más mínimo las cifras que estuvieran obteniendo… en realidad, estaba mucho más interesado en la puntualidad de las comidas. Bromeaba con Bárbara diciendo que la Pretty Jane había hecho ese mismo recorrido tantas veces que se podía confiar en que encontrase el camino de vuelta a casa sin supervisión alguna, y su mente estaba tan ociosa que hasta le divertía la broma.

Realmente, eran sus primeras vacaciones desde hacía tres años, tres años de trabajo extenuante. Durante gran parte de aquel tiempo se había visto sometido a una tensión muy intensa, y siempre había estado ocupado. Se sumergió en la ociosidad como un hombre se sumerge en un baño tibio, con la diferencia de que él no había esperado encontrar toda aquella relajación y tranquilidad en la ociosidad, y (más importante, quizás) en el cese de su responsabilidad. Durante aquellos hermosos días no le importaba absolutamente nada. Era la persona menos preocupada de todo el barco, mientras la Pretty Jane se iba abriendo camino hacia el norte, por la candente cuestión de si el viento soplaría con fuerza suficiente para permitirles doblar el cabo Maisí sin tener que cambiar de amuras, y tampoco se preocupó en absoluto cuando no lo consiguieron. Soportó con filosofía el largo trayecto a sotavento de vuelta hacia Haití, y sonrió con condescendencia ante la alegría que reinó a bordo cuando lo consiguieron en la siguiente bordada, y navegaron a través del paso de los Vientos, de modo que casi se podían considerar fuera del Caribe. Un persistente sesgo hacia el norte de los alisios les impidió intentar el pasaje de Caicos, y tuvieron que retirarse hacia el este, hacia el pasaje de Silver Bank. Caicos o Silver Bank (o incluso islas Turks o Mouchoir), no le importaba. No le importaba si llegaban a casa en agosto o en septiembre.

Pero sus instintos sólo estaban dormidos. Aquella noche, cuando salieron verdaderamente al Atlántico, se sintió inquieto y molesto por primera vez desde que habían abandonado Jamaica. En el aire flotaba una sensación de pesadez, y algo extraño en las olas que balanceaban fuertemente la Pretty Jane. Se dijo que habría borrasca antes de la mañana. Un poco inusual en aquellas latitudes y aquella época del año, pero nada que tuviera que preocuparles realmente. No molestó a Bárbara con sus cavilaciones, pero se despertó varias veces a lo largo de la noche y sintió que el buque iba balanceándose fuertemente. Cuando llamaron a la guardia, notó que todos los marineros estaban en cubierta arrizando velas, y se vio tentado de levantarse para ver lo que estaba ocurriendo. Un ruido en el exterior despertó a Bárbara.

—¿Qué ocurre? —preguntó, somnolienta.

—Son sólo las tapas, querida —le respondió él.

Alguien había colocado las tapas de las escotillas contra la claraboya de la caseta, y las había sujetado en sus abrazaderas. Knyvett debía de esperar enfrentarse a una mar dura. Bárbara se volvió a dormir, y finalmente Hornblower siguió su ejemplo, pero al cabo de media hora estaba despierto otra vez. El temporal no cesaba, y el buque se movía considerablemente en el oleaje, de modo que todo gemía y crujía. Yacía en la oscuridad, sintiendo el buque agitarse e inclinarse por debajo, y podía oír y notar las vibraciones de las jarcias tirantes, transmitidas a su litera a través de la cubierta. Le habría gustado levantarse y echar una ojeada al tiempo, pero no deseaba molestar a Bárbara.

—¿Despierto, cariño? —dijo una vocecilla al otro lado de la caseta.

—Sí —respondió él.

—Parece que las cosas se están poniendo feas.

—Un poco —aceptó él—. Pero no tenemos que preocuparnos por nada. Duérmete otra vez, cariño.

Ahora no podía salir, porque Bárbara estaba despierta y se daría cuenta. Decidió permanecer quieto. En la caseta la oscuridad era total con las tapas puestas, y, quizá debido al cese de la ventilación, hacía un calor sofocante, a pesar de la borrasca. La Pretty Jane saltaba de una forma muy imprevisible, y de vez en cuando daba tales bandazos que temía que Bárbara se pudiera caer rodando de su litera. Entonces fue consciente de un cambio en la conducta del buque, o de una diferencia en el atronador ruido que llenaba la oscuridad. Knyvett había puesto al pairo la Pretty Jane. Ésta no macheteaba, sino que iba cabeceando de forma extraordinaria, indicando una mar muy gruesa fuera. Ansiaba salir y verlo por sí mismo. Ni siquiera tenía idea de la hora que era: estaba demasiado oscuro para mirar su reloj. Ante la idea de que pudiera haber amanecido ya, no pudo contenerse más.

—¿Estás despierta, querida? —preguntó.

—Sí —respondió Bárbara.

No añadió: «¿cómo podría dormir alguien con este escándalo?», porque Bárbara se atenía siempre al principio de que ninguna persona de buena cuna debía quejarse jamás de las cosas que no era capaz de remediar, o no deseaba hacer nada para cambiar.

—Voy a salir a cubierta, si no te importa que te deje sola, querida —le dijo.

—Sí, sal si quieres, por supuesto, cariño —respondió Bárbara, pero tampoco añadió que ella deseaba salir también.

Hornblower buscó a tientas sus pantalones y sus zapatos, y fue hacia la puerta. La larga experiencia le indicaba que debía prepararse bien antes de abrirla, pero aun así, se sintió un poco sorprendido ante el furioso viento que le esperaba. Era desenfrenado incluso allí, con la Pretty Jane puesta a la capa y él en la puerta trasera, al abrigo de la caseta. Se soltó de la brazola de la escotilla y consiguió cerrar la puerta. El viento era tremendo, pero lo más sorprendente era lo caliente que soplaba. Parecía salir directamente de un horno y se arremolinaba en torno a él. Buscó el equilibrio en la cubierta agitada, en la sofocante y ruidosa oscuridad, y calculó el momento para correr hacia la rueda del timón, aunque apenas estaba preparado para la violencia extraordinaria del viento cuando emergió del resguardo de la caseta. Fuera de ese abrigo, el aire iba cargado de chorros de agua, que le empaparon y cambiaron su impresión sobre la temperatura reinante. Cuando llegó al timón era muy consciente de todo aquello. Unas figuras sombrías se movían en la oscuridad; una manga de camisa blanca se agitó hacia él, al darse cuenta de su presencia, indicando que Knyvett estaba allí. Hornblower miró la bitácora; realmente, le costó un gran esfuerzo concentrar sus facultades y hacer las deducciones correctas de las observaciones de la revoloteante aguja. El viento soplaba desde el oeste del norte. Escrutando entre la oscuridad pudo adivinar que el bergantín estaba a la capa bajo la vela de estay del mastelero de mayor, de la cual sólo aparecía una esquina. Knyvett le gritaba algo al oído.

—¡Huracán!

—¡Bastante probable! —gritó Hornblower, como respuesta—. ¡Empeorará antes de mejorar!

Un huracán no tenía por qué hacer su aparición en aquella época del año, dos meses antes de lo que se podía esperar, pero aquel aire caliente, las indicaciones de la noche anterior, la dirección del viento en aquel momento, todo parecía probar que eso era precisamente lo que estaban experimentando. Quedaba por ver si se iban a meter directamente en su camino o si sólo lo iban a rozar. La Pretty Jane tembló y dio bandazos como borracha mientras por encima de su proa entraba una enorme cantidad de agua, blanca y espumeante, casi fosforescente, y corría a popa hacia ellos. Hornblower se agarró con desesperación al pasar el agua por donde él estaba, a la altura de su cintura: un feo aviso de lo que quedaba todavía por llegar. Se hallaban en un peligro tremendo. Era posible que la Pretty Jane no soportase el castigo que estaba a punto de sufrir, y en todo caso, con el considerable abatimiento que estaba haciendo, podían verse arrojados contra la costa y destruidos por completo, en Santo Domingo, o en Puerto Rico, o en algún cayo intermedio. El viento aullaba directamente sobre ellos, y una combinación de viento y olas escoraba la Pretty Jane, hasta que la cubierta quedó casi vertical. Hornblower quedó colgando, ya que sus pies no podían agarrarse a la tablazón. Una ola estalló contra el fondo expuesto, justo encima, cayendo en cascada en torno a ellos, y luego el barco volvió a su posición lentamente. Ningún buque podía soportar ese tipo de cosas durante mucho rato. Un sordo ruido en las jarcias, seguido por una serie de sonidos agudos, atrajo su atención hacia la vela de estay del mastelero de gavia, justo en el momento en que ésta saltaba de los tomadores y volaba en jirones que restallaron como látigos, mientras duraron. Sólo quedó un pequeño fragmento atronador, azotando el estay, lo suficiente para mantener la amura de estribor de la Pretty Jane hacia el mar.

Ya llegaba la luz del día. Un tinte amarillento se extendía sobre ellos, aplastado por el encapotado cielo. Hornblower miraba a la arboladura y vio aparecer un bulto, una burbuja, en la verga mayor, y la burbuja de repente estalló en fragmentos. El viento estaba arrancando la vela de sus tomadores. El proceso se repitió a lo largo de la verga, a medida que el viento, con dedos de acero, hurgaba en el sólido rollo de lona y lo desgarraba por completo, y lo hacía jirones, y luego arrancaba esos jirones y jugaba con ellos llevándoselos a sotavento. Era difícil de creer que el temporal pudiese tener un poder semejante.

Era difícil de creer, también, que las olas pudiesen ser tan altas. Una sola mirada hacia ellas explicaba de golpe el dramático movimiento del buque. Eran abrumadoramente inmensas. La que se aproximaba por la amura de estribor no era tan grande como una montaña (Hornblower había usado la expresión «alta como una montaña» para sí, y ahora, tratando de estimar la altura, tuvo que admitir que era una exageración), pero era tan alta como una iglesia con su aguja y todo. Se trataba de una colosal cresta de agua que se movía no con la velocidad de un caballo de carreras, sino con la de un hombre que corre, quizá, directamente hacia ellos. La Pretty Jane levantó la proa hacia ella, dando bandazos, y luego trepando y levantándose más y más, encaramada encima del altísimo terraplén. Arriba… arriba… arriba… Parecía estar casi vertical cuando alcanzó la cresta, donde era como si le esperara el fin del mundo. En la cresta el viento, ahogado temporalmente por la ola, se dejó notar con redoblada fuerza. Y fue escorando cada vez más y más, mientras al mismo tiempo su popa se levantaba y la cresta pasaba por debajo de ella. Abajo… abajo… abajo… La cubierta casi vertical, la proa abajo, y casi vertical en la aleta, y mientras se bamboleaba, bajando por la pendiente, unas olas menores esperaban a la nave para romper sobre ella. Con el agua a su alrededor, hundido hasta la cintura, hasta el pecho, Hornblower sintió que el agua le arrancaba las piernas de cubierta, y tuvo que sujetarse con toda su fuerza para salvarse.

Ahí estaba el carpintero de a bordo, tratando de decirle algo al capitán… era imposible hablar de forma inteligible con aquel viento, pero el hombre alzó una mano con los dedos separados. Cinco pies de agua en la bodega, por lo tanto. Pero el carpintero repitió el gesto una vez más. Volvió a levantar los dedos separados… diez pies, entonces. No podía ser, pero era cierto: las pesadas cabezadas de la Pretty Jane mostraban que estaba inundada. Entonces, Hornblower recordó la carga que llevaba el buque. Palo de campeche y fibra de coco. El palo de campeche flotaba algo, pero el coco es una de las sustancias más flotantes que se conocen. Los cocos que caían al mar (como sucedía a menudo, gracias a la tendencia que tenían las palmeras a crecer muy cerca de la orilla) flotaban durante semanas y meses, llevados por la corriente, de modo que se podía contar con una amplia distribución de las palmas de cocos. Era la fibra de coco lo que mantenía a flote a la Pretty Jane, aunque estuviera lleno de agua. La mantendría a flote durante mucho tiempo… duraría más que la Pretty Jane, seguramente. El buque se rompería en pedazos antes de que el coco permitiera que se hundiese.

Así que quizá tuvieran una hora o dos más de vida ante ellos. Quizás. Otra ola, una cascada verde sobre el costado vuelto del revés de la Pretty Jane, supuso una torva advertencia de que a lo mejor no tenían tanto tiempo. En medio del estruendo y los rugidos de las olas, mientras se agarraba con desesperación, era consciente al mismo tiempo de otra serie de sonidos, más agudos e intensos, y de los chirridos de la cubierta bajo sus pies. ¡La caseta! Se estaba saliendo de sus goznes, bajo el impacto del agua. No se podía aguantar aquellos embates mucho tiempo; pronto iba a ser destruida. Y (la imaginación visual de Hornblower trabajaba febrilmente), antes de que sus costuras fueran destrozadas y separadas, se llenaría por completo de agua. Bárbara se quedaría dentro, ahogada, antes de que el peso del agua del interior arrancase la caseta de sus pernos, y luego las olas pasarían por encima, con el cuerpo de Bárbara ahogada en el interior. Agarrándose a la bitácora, Hornblower pasó por unos segundos de agonía mental, la peor que había conocido en toda su vida. Había vivido muchas ocasiones antes en las que se había enfrentado él mismo a la muerte, había sopesado las oportunidades que tenía, había apostado su propia vida, pero ahora era la vida de Bárbara la que estaba en juego.

Dejarla en la caseta significaba una muerte segura para ella. La alternativa era sacarla afuera, a la cubierta barrida por las olas. Allí, atada al palo mayor, viviría mientras pudiera soportar la exposición a los elementos, hasta que la Pretty Jane se rompiera en mil pedazos, posiblemente. Él mismo había apostado a un juego de perdedor hasta el amargo final más de una vez; ahora, tenía que enfrentarse a la misma situación para Bárbara. Tomó una decisión. Por el bien de su esposa, decidió luchar mientras fuese posible. Obligándose a pensar con lógica, mientras el viento rugía a su alrededor aturdiéndole, hizo sus planes. Esperó un momento de calma relativa y luego realizó el peligroso y breve viaje hasta el pie del palo mayor. Trabajó con frenética rapidez. Encontró dos trozos de la driza de la gavia; tenía que mantener la cabeza despejada para evitar que sus dedos torpes la enredaran. Dos viajes desesperados, primero al timón y luego a la caseta. Abrió la puerta de par en par y entró por la escotilla, con los cabos en la mano. Había ya dos pies de agua en la caseta, que se levantaba con el movimiento del buque. Bárbara estaba allí, la vio con la luz que entraba por la puerta. Se había arrebujado todo lo que había podido en su litera.

—¡Cariño! —gritó él. En el interior de la caseta se podía uno hacer oír, a pesar del estruendoso ruido que reinaba a su alrededor.

—Aquí estoy —replicó ella.

Otra ola rompió sobre la Pretty Jane en aquel momento, y el agua entró a raudales por las abiertas costuras de la caseta, y pudo sentir que se levantaba toda entera en sus goznes, y sintió una loca desesperación durante un momento al pensar que quizá fuese demasiado tarde, que la caseta iba a ser engullida por las olas en aquel preciso momento con ellos dentro. Pero aguantó… El impulso del agua, al ir dando bandazos la Pretty Jane, arrojó a Hornblower contra el otro mamparo.

—Tengo que sacarte de aquí, querida —dijo Hornblower, tratando de mantener la tranquilidad—. Estarás más segura atada al palo mayor.

—Como quieras, cariño —dijo Bárbara, con absoluta calma.

—Te voy a pasar estos cabos alrededor del cuerpo —dijo Hornblower.

Bárbara había conseguido vestirse en su ausencia. Al menos llevaba una especie de vestido o enagua. Hornblower pasó los cabos alrededor de su cuerpo, mientras el barco se balanceaba y cabeceaba bajo sus pies; ella mantuvo los brazos levantados para que pudiera pasarlos bien. Él ató los cabos en torno a su cintura, bajo su tierno pecho.

—Escucha con atención —dijo Hornblower, y le explicó, mientras todavía se encontraban en la relativa calma de la caseta, lo que quería que hiciera, cómo tenía que buscar la oportunidad adecuada, correr hacia el timón y desde allí hasta el palo mayor.

—Ya lo entiendo, querido —dijo Bárbara—. Bésame una vez más, amor mío.

Él la besó a toda prisa, con los labios contra su mejilla empapada. Fue sólo un beso leve. Para el subconsciente de Hornblower, Bárbara, al pedirle aquello, estaba arriesgando sus vidas, apostando diez mil besos futuros contra uno solo e inmediato. Era típico de una mujer hacer una cosa así, pero las apuestas de diez mil a uno no iban con Hornblower. Sin embargo, ella no se iba todavía.

—Amor mío, siempre te he querido —dijo ella, hablando a toda prisa, pero sin dar auténtica importancia al transcurso del tiempo—. No he querido a nadie más que a ti en toda mi vida. Tuve otro marido. No había querido decir esto antes, para no parecer desleal. Pero ahora… la verdad es que nunca he amado a otro más que a ti. Nunca. Sólo a ti, cariño.

—Sí, cariño —dijo Hornblower. Había oído las palabras, pero en aquel momento tan urgente no pudo prestarles toda la atención debida—. Quédate aquí. Agárrate a esto. ¡Agárrate fuerte!

Fue sólo una ola menor la que los empapó.

—¡Espera mi señal! —aulló Hornblower en el oído de Bárbara, y entonces corrió arriesgadamente hacia la bitácora. Un grupo de hombres se habían atado al timón.

Durante un momento frenético, miró a su alrededor. Hizo una señal, y entonces Bárbara cruzó la cubierta tambaleante, mientras él sujetaba el cabo. Tuvo el tiempo justo para pasarle una vuelta de cabo en torno al cuerpo y apretar fuerte, y agarrarse él mismo, cuando la siguiente ola rompía contra la nave. Una vez… otra… otra… Lentamente, la Pretty Jane se bamboleaba de nuevo. Le pareció que al menos uno de los hombres del timón faltaba, pero no había tiempo para pensar en ello, porque quedaba por hacer el recorrido hacia el palo mayor.

Al menos, aquello estaba conseguido. Había ya cuatro hombres allí, pero pudo asegurar a Bárbara todo lo posible, y luego asegurarse él también. La Pretty Jane escoraba de nuevo, y otra vez más. Poco después, una ola enorme y monstruosa arrancó la caseta y la mitad del pasamanos del buque. Hornblower vio cómo se iban los restos hacia sotavento, y lo observó ceñudo. Había hecho bien en llevarse de allí a Bárbara.

Debió de ser la pérdida de la caseta lo que llamó su atención hacia la conducta de la Pretty Jane. Iba yaciendo en el seno del mar, no cabalgando con la proa hacia las olas. La pérdida de superficie expuesta al viento en la caseta, a popa, lo hacía quizá más notorio aún. Como consecuencia, el buque se balanceaba de forma salvaje y acusada, e iba a ser azotado todavía más por las olas. No se podía esperar que la nave sobreviviera durante mucho tiempo de esa forma, ni tampoco los desdichados seres humanos que se encontraban en su cubierta, de los cuales uno era Bárbara y otro él mismo. La Pretty Jane quedaría hecha pedazos dentro de poco tiempo. Había que hacer algo para mantener su proa en el mar. En circunstancias normales, una pequeña cantidad de lona expuesta justo a popa podría conseguir ese efecto, pero no se podía izar nada de lona con aquel ventarrón, tal como había quedado bien demostrado. En las circunstancias presentes, la presión del viento contra el palo de trinquete y el bauprés, con su jarcia muerta, contrarrestaba ésta contra el palo mayor, y mantenía el buque yaciendo de costado contra el viento y las olas. Si no se podía soltar lona a popa, entonces había que reducir el espacio expuesto al viento en la proa. Había que cortar el palo de trinquete. Entonces, la presión del palo mayor levantaría la proa contra el mar, aumentando sus posibilidades, mientras que la pérdida del palo a lo mejor facilitaría el balanceo, también. No existía duda alguna al respecto; había que cortar aquel palo de inmediato.

A popa estaba Knyvett, atado al timón, solamente a unos pocos pies de distancia; era su decisión, como capitán. Cuando la Pretty Jane se bamboleó buscando la horizontal de la cubierta durante un momento, con el agua hasta la rodilla solamente, Hornblower le hizo señas. Señaló hacia delante, hacia los obenques del palo de trinquete a barlovento. Gesticuló, pensó que había transmitido bastante bien lo que quería decir, pero Knyvett no mostró señal alguna de haberle comprendido. Ciertamente, no hizo ningún movimiento para llevar a cabo su sugerencia. Se limitó a quedarse mirando estúpidamente y luego desvió la vista. Hornblower se sintió invadido por la furia durante un momento, pero el siguiente balanceo e inmersión consiguieron decidirle por fin. La disciplina del mar podía ser ignorada frente a tal indiferencia e incompetencia.

Pero los otros hombres que estaban junto a él en el palo mayor estaban tan indiferentes como Knyvett. No consiguió que se unieran a su intento. Allí, junto al mástil, gozaban de una momentánea seguridad, y no estaban dispuestos a abandonarla. Probablemente, ni siquiera entendían qué era lo que se proponía él. Aquel horrible viento conseguía atontar a cualquiera, rugiendo sin cesar en sus oídos, y las constantes cataratas de agua y la desesperada necesidad de luchar para conseguir sujetarse no les dejaban oportunidad alguna para recapacitar.

Un hacha hubiera sido lo mejor para cortar aquellos obenques, pero no tenían ninguna. El hombre que estaba junto a él llevaba un cuchillo metido en su vaina en el cinturón. Hornblower puso la mano en la empuñadura y se esforzó por pensar con lógica una vez más. Probó el filo, vio que estaba afilado y entonces desabrochó el cinturón y se lo colocó en torno a su propia cintura. El hombre no opuso resistencia alguna, simplemente, se quedó mirándole con expresión estúpida. De nuevo sintió la urgente necesidad de hacer planes, de pensar con claridad, mientras el viento aullaba y los chorros de agua salpicaban a su alrededor. Cortó dos buenos trozos de cabo de un montón de desechos que tenía junto a él y se los ató al pecho, dejando un buen pedazo colgando libremente. Entonces miró hacia arriba, a los obenques del palo de trinquete, sin cesar de cavilar. No habría tiempo de pensar las cosas cuando empezase el momento de la acción. Todavía quedaba un trozo del pasamanos intacto, allí… presumiblemente, los obenques de barlovento habían actuado como una especie de rompeolas. Lo examinó y midió mentalmente la distancia. Soltó los nudos que le sujetaban al mástil. Dirigió una mirada a Bárbara, forzando una sonrisa. Ella estaba allí de pie, bien atada. El huracán hacía volar sus largos cabellos, aun empapados y todo como estaban, apartándolos casi horizontalmente de su cabeza. Le pasó otro cabo alrededor del cuerpo para asegurarla más. No podía hacer otra cosa. Aquello era un verdadero manicomio, un infierno húmedo y aullante, y sin embargo, en medio de toda aquella pesadilla él debía mantener la cabeza bien clara.

Esperó al momento adecuado. Primero casi se precipitó y tuvo que replegarse, tragando saliva por el nerviosismo, antes de que la siguiente ola le empapara por completo. A medida que la ola iba cediendo él contempló de nuevo el movimiento de la Pretty Jane, apretó los dientes, se soltó las ligaduras y corrió a toda prisa hacia la empinada cubierta (ola y cubierta ofrecían un abrigo que le protegía del viento). Llegó al pasamanos con cinco segundos de anticipación, cinco segundos en los que pudo asegurarse, atarse a los obenques, y entonces la ola rompió encima de él, en un torrente de agua que levantó sus pies del suelo y luego le obligó a soltarse, de modo que durante un segundo o dos sólo los cabos le sujetaron, hasta que el reflujo le permitió volver a agarrarse con fuerza.

La Pretty Jane se bamboleó y consiguió salir de nuevo. Se le hacía muy raro atarse el cordón de la funda del cuchillo a la muñeca, pero tuvo que consumir unos preciosos segundos haciéndolo, o de otro modo todos sus esfuerzos podrían ser en vano y fallar ridículamente. Ya estaba serrando con desesperación los obenques. Los empapados cabos parecían de acero, pero notó cómo se iban separando poco a poco, unas pocas fibras cada vez. Se alegró de haberse asegurado de que el cuchillo estaba afilado. Había serrado casi a medias la soga antes de que un nuevo diluvio cayese sobre él. En cuanto sus hombros se vieron libres de agua, continuó segando la soga. Mientras cortaba notaba una ligera variación de la tensión en el buque, que iba balanceándose, y también el obenque se aflojaba débilmente. Se preguntó si, cuando la soga quedase cortada al fin, volaría de forma peligrosa, y concluyó que mientras los otros obenques contuvieran la reacción, ésta no sería demasiado violenta.

Y así resultó ser; el obenque, sencillamente, se desvaneció bajo el cuchillo. El viento cogió sus cincuenta pies de longitud y los enrolló muy lejos de donde él se encontraba, posiblemente haciéndolo ondear como una serpentina desde el calcés. La emprendió con el siguiente, cortando en los intervalos en que no se sumergía bajo las atronadoras olas. Fue serrando y esperando; luchaba por coger aire en medio de los chorros de agua, se atragantaba y se ahogaba bajo las aguas verdes, pero un obenque tras otro fueron sucumbiendo a su cuchillo. El cuchillo ya estaba perdiendo su filo, y ahora se enfrentaba con una dificultad adicional: había cortado prácticamente todos los obenques que tenía a su alcance (los de popa), y pronto sería capaz de variar su posición para alcanzar los de proa. Pero no tuvo que resolver aquel problema, después de todo. En la siguiente ola, cuando estaba luchando debajo del agua, fue consciente de una serie de sacudidas transmitidas a través de la madera del buque a sus manos agarradas, cuatro sacudidas pequeñas y una mucho más violenta. Cuando la nueva ola se apartó de sus ojos por fin, vio lo que había ocurrido. Los cuatro obenques que quedaban se habían roto por el tremendo tirón, uno tras otro, y entonces el palo se había truncado también. Mirando hacia atrás por encima del hombro vio el muñón que quedaba, sobresaliendo unos ocho pies por encima de la cubierta.

La diferencia que supuso aquel cambio fue visible al momento en la Pretty Jane. La siguiente ola acabó en un simple y violento balanceo, mientras el viento aullante, actuando sobre el palo mayor, empujaba la proa y la obligaba a colocarse en el mar, a la vez que la pérdida de fuerza del alto palo de trinquete reducía la amplitud del balanceo, en cualquier caso. El agua de mar que se había precipitado sobre la cabeza de Hornblower era casi insignificante en su violencia y cantidad. Hornblower podía respirar, podía mirar a su alrededor. Observó algo más: el palo de trinquete, todavía unido al buque por los obenques de sotavento, ahora estaba empujando a la nave a medida que se iba abriendo camino entre las aguas, bajo el impulso del viento. Actuaba como un ancla flotante, una ligera restricción a la extravagancia de sus movimientos. Además, como el punto de unión estaba a babor, el buque estaba ligeramente escorado, de modo que recibía las olas un poco por la amura de babor e iba navegando con el mejor ángulo posible, con un ligero balanceo y un largo cabeceo. Aunque estaba llena de agua, la nave todavía tenía una oportunidad… y Hornblower, en la amura de estribor, se encontraba relativamente protegido y capacitado para contemplar su trabajo con cierto orgullo.

Miró al desdichado grupito de personas, apiñadas en torno al palo mayor, el timón y la bitácora. Bárbara quedaba fuera de su vista en el palo mayor, escondida detrás de los hombres que había allí, y le consumió la súbita ansiedad de que algún percance pudiera haberla arrancado de su lugar. Empezó a soltarse para volver hacia ella, y entonces, al cesar la preocupación absorbente por el buque, un súbito recuerdo vino a su mente, con tanta fuerza que hizo una momentánea pausa en la tarea de desatar sus nudos. Bárbara le había besado, al abrigo de la desaparecida caseta. Y le había dicho… Hornblower recordaba perfectamente lo que le había dicho, había quedado a buen recaudo en su memoria hasta aquel momento, esperando que le dedicara atención cuando bajase la acuciante necesidad de acción violenta. No sólo le había dicho que le amaba, sino que nunca había amado a ningún otro. Hornblower, agazapado en la cubierta de un barco medio hundido, con un huracán soplando a su alrededor, de pronto se dio cuenta de que la vieja herida estaba cicatrizada, de que nunca más sentiría aquella sorda punzada de celos hacia el primer marido de Bárbara, nunca, nunca más, mientras viviera.

Aquello bastó para devolverle al mundo de los asuntos prácticos. Lo que le quedaba de vida a lo mejor se medía en horas. Era más probable que al caer la noche estuviera más muerto que vivo, o quizás al día siguiente, como mucho. Y Bárbara también. Bárbara también. El absurdo sentimiento de pequeño bienestar que le había invadido desapareció al momento, sustituido por una pena devastadora y una desesperación casi insoportable. Tenía que ejercer toda su fuerza de voluntad para dominar de nuevo su cuerpo por completo, y su cansada mente también. Tenía que actuar y pensar, como si no estuviera exhausto, como si no estuviera desesperado. El descubrimiento de que la vaina con el cuchillo todavía colgaba de su muñeca despertó aquel desprecio por sí mismo que siempre le espoleaba tanto. Desató el cordón y aseguró el cuchillo con su funda antes de ponerse a examinar de nuevo los movimientos de la Pretty Jane.

Se soltó y corrió hacia el palo mayor. Los tremendos vientos podían haberle tirado con toda facilidad por encima de la borda, pero el levantamiento de la proa contuvo su progreso lo suficiente, de modo que pudo cobijarse detrás del grupito junto al palo mayor y agarrarse a uno de los cabos con toda su alma. Los hombres que allí se encontraban, ligados y apáticos, apenas le dirigieron una mirada y no hicieron movimiento alguno por ayudarle. Bárbara, con su cabello mojado revoloteando en torno a la cabeza, le sonrió y le tendió la mano, y él se abrió camino por el grupo junto a ella y se ató a su lado. Le cogió la mano de nuevo y se tranquilizó por el apretón que notó enseguida. Y ya no les quedaba otra cosa que hacer que mantenerse con vida.

Parte del proceso de mantenerse con vida implicaba no pensar en la sed, a medida que el día iba transcurriendo y la amarilla luz diurna iba siendo sustituida por la negra noche. Resultaba duro no hacerlo, una vez se daba uno cuenta de lo sediento que estaba, y también le atormentaba el hecho de pensar que Bárbara estaría sufriendo las mismas penalidades que él. Pero no se podía hacer nada en absoluto, nada, excepto quedarse allí atados y soportarlo todo juntos. Al llegar la noche, sin embargo, el viento perdió un poco su insoportable calor y empezó a soplar casi helado, de modo que Hornblower se echó a temblar. Se removió en sus ligaduras y rodeó con sus brazos a Bárbara, apretándola contra su cuerpo para que ella conservase en lo posible su calor. Durante aquella noche se sintió algo preocupado por la conducta del hombre que tenía a su lado, que insistía en inclinarse contra él, cada vez con más fuerza, de modo que Hornblower tenía que apartar sus brazos de Bárbara y empujarle fuertemente. Al tercer o cuarto de aquellos fuertes empujones notó que el hombre caía desmadejadamente, y comprendió que estaba muerto.

Aquello les daba un poco más de espacio en torno al palo mayor, y así pudo colocar a Bárbara como es debido contra éste, y ella pudo apoyarse, con los hombros bien sujetos. Hornblower supuso que para ella representaría un alivio, a juzgar por los dolorosos calambres que él mismo notaba en las piernas y el agotamiento insoportable que notaba en todo su cuerpo. Existía la tentación, la terrible tentación, de rendirse, de dejarse ir, de caer en cubierta y morir allí como el hombre que estaba antes a su lado. Pero no lo haría; no, por la mujer que tenía entre sus brazos, más que por él mismo; por amor, más que por orgullo.

Con el cambio de temperatura del viento llegó una gradual moderación de su violencia. Hornblower, durante aquellas negras horas, no se permitió al principio ninguna esperanza, pero poco a poco se fue convenciendo de que existía, a medida que la noche iba avanzando. Al final no pudo negar el hecho, que era evidente. El viento estaba amainando… el huracán se estaba apartando de ellos, probablemente. En algún momento durante la noche sopló como un simple y fuerte viento, y al fin Hornblower, levantando la cabeza, tuvo que admitir que no era más que una fresca brisa, que requeriría como mucho un rizo… una brisa de juanete, de hecho. El movimiento de la Pretty Jane seguía siendo violento, como era de esperar. El mar tardaría mucho más en calmarse que el viento. El buque todavía cabeceaba y se sacudía con intensidad, alzándose y volviendo a caer, pero las olas ya no lo agitaban con tanta intensidad, e incluso le permitían adoptar su postura más favorable, proa al mar. Ya no se veían bañados por unas cataratas de agua tan enormes, tirando de sus ligaduras hasta lacerarles la piel. El agua ya no les llegaba hasta la cintura; por fin les cubrió sólo hasta las rodillas, y los surtidores de agua dejaron de pasar por encima de ellos.

Entonces Hornblower pudo observar algo más. Estaba lloviendo. Llovía torrencialmente. Si volvía la cara hacia el cielo, unas gotas de agua preciosas llenaban su reseca y abierta boca.

—¡Lluvia! —dijo al oído de Bárbara.

Apartó sus brazos de ella, de una forma algo brusca quizá, tan ansioso estaba por no perder ni un solo segundo de aquella lluvia providencial. Se quitó la camisa, rasgándola a tiras a través de las ligaduras que le ataban, y la tendió hacia la lluvia invisible que les golpeaba en la oscuridad. No podía perder un solo segundo. La camisa estaba empapada de agua de mar; la escurrió bien, febrilmente, y la extendió luego bajo la lluvia. Escurrió un trozo llevándoselo a la boca: aún estaba salado. Lo intentó de nuevo. Nunca había deseado algo con tanta intensidad como en aquel momento: que continuara lloviendo con la misma fuerza y que el agua del mar no salpicara tanto. El agua que consiguió exprimir del trozo de camisa se podía considerar agua dulce. Buscó la cara de Bárbara con aquel harapo empapado y lo apretó contra ella.

—¡Bebe! —le gritó al oído.

Ella levantó las manos y por sus movimientos él comprendió que le había entendido, y que estaba succionando el precioso líquido de la tela. Él quería que se diera prisa, que bebiera todo lo posible, mientras persistía la lluvia. Las manos le temblaban, de tanto desearlo. En la oscuridad, ella no sabría que él esperaba con tanta ansiedad. Al fin ella le tendió de nuevo el trozo de camisa, y él la volvió a extender bajo la lluvia, apenas capaz de soportar la demora. Y por fin pudo llevársela a la boca, con la cabeza hacia atrás, y tragar, medio loco de placer. La diferencia que representó beber aquella pequeña cantidad de agua no tenía medida posible.

Sintió que la fuerza y la esperanza volvían a él, juntas y renovadas. Quizás aquella camisa contuviera en total cinco o seis vasitos de vino llenos de agua. Bastaba para representar aquella enorme diferencia. Extendió de nuevo la camisa por encima de su cabeza, para empaparla también en la lluvia torrencial, y se la volvió a dar a Bárbara, que se la devolvió en la oscuridad, y repitió el proceso para sí mismo. Y cuando la hubo escurrido toda, se dio cuenta de que la lluvia por fin había cesado, y se sintió un poco culpable. Tendría que haber conservado la camisa empapada como reserva, pero dejó de recriminarse. Gran parte del agua se habría evaporado, y todavía salpicaba mucha agua de mar a su alrededor; de modo que a los pocos minutos ya no se habría podido beber.

Pero ahora ya podía pensar mejor. Percibió con toda sensatez que el viento se estaba moderando rápidamente. La lluvia en sí misma significaba que el huracán había proseguido su camino, dejando en su estela aquel maravilloso aguacero, no inusual en estos casos. Y allí, por la amura de estribor, observó un diminuto atisbo de luz rosada en el cielo, no aquel amenazante color amarillento del huracán, sino la aurora de un día distinto. Palpó los nudos que le habían sujetado, y poco a poco los fue desatando. Cuando el último se deslizó, se tambaleó un poco por el movimiento del buque, tropezó y cayó sentado con un chapoteo en la empapada cubierta. Qué placer más maravilloso el de poder sentarse, hundido hasta las caderas en el agua que todavía inundaba la cubierta. Sentarse, sencillamente, y poco a poco ir moviendo y estirando las rodillas, y notar que la vida volvía a sus entumecidos muslos: aquello era el cielo, y el séptimo cielo sería poder recostar la cabeza y dejar que el sueño le invadiese por entero.

Pero no podía hacer aquello, de todos modos. El sueño y la fatiga física eran cosas que debían ser ignoradas estoicamente, mientras existiera una oportunidad de sobrevivir, y la luz del día aumentase en torno a ellos. Así que se puso de pie y volvió hacia el palo mayor, con las piernas que apenas le obedecían. Soltó a Bárbara para que al menos pudiera sentarse, con la cubierta llena de agua o como fuese. Aflojó sus ligaduras hasta que ella apoyó la espalda en el palo mayor, y volvió a pasarle un cabo alrededor del cuerpo. Ella podía dormir así, si lo deseaba. Estaba tan cansada que ni siquiera se dio cuenta, o al menos no dio muestras de ello, del marinero muerto y doblado en dos que se encontraba apenas a una yarda de ella. Soltó el cadáver y lo arrastró con el impulso del buque fuera de su camino, antes de atender a los otros tres que estaban allí. Ya estaban trasteando con los nudos de sus ligaduras, y cuando Hornblower empezó a cortar los cabos, primero uno y luego otro abrieron la boca y le gritaron:

—¡Agua! ¡Agua!

Estaban tan indefensos como polluelos en el nido. Hornblower se dio cuenta de que ninguno de ellos había tenido el sentido común, durante aquella tremenda tormenta en la oscuridad, de empapar de agua su camisa. Apenas habían podido abrir la boca para recibir la lluvia, aunque así no se consigue recoger gran cosa. Miró hacia el horizonte. Allí se veían un par de borrascas lejanas, pero no sabía cuándo llegarían a la Pretty Jane o si pasarían por encima del buque.

—Tendréis que esperar para eso, muchachos —dijo.

Se dirigió hacia popa, al otro grupo que se encontraba en torno al timón y la bitácora. Había un cadáver colgando todavía de sus ligaduras: Knyvett. Hornblower tomó nota del hecho, con el lacónico pensamiento final de que quizá saberse vencido por la muerte fuese una excusa para no intentar cortar el palo de trinquete. Otro cuerpo yacía en cubierta, entre los pies de los seis supervivientes. Habían sobrevivido nueve hombres de la tripulación de dieciséis, y al parecer cuatro habían desaparecido sin dejar rastro, caídos por la borda durante la noche última o quizá la anterior. Hornblower reconoció al segundo y el sobrecargo. El grupo, incluso el segundo, aullaba pidiendo agua como los demás, y Hornblower les dio a todos la misma cruda respuesta.

—Tirad a esos muertos por la borda —añadió.

Se hizo cargo de la situación. Mirando por encima de la borda vio que a la Pretty Jane le quedaban unos tres pies de obra muerta, por lo que podía juzgar mientras la nave iba cabeceando de forma extravagante en el turbulento mar.

Ahora era consciente, mientras caminaba hacia popa, de los sordos golpes bajo sus pies correspondientes al cabeceo y el balanceo. Aquello significaba que había objetos flotantes que iban dando golpes por debajo de la cubierta, a medida que el agua los empujaba hacia arriba. El viento venía del nordeste. Los alisios habían vuelto a asentarse después de la temporal interrupción del huracán. El cielo todavía estaba sombrío y tapado, pero Hornblower notaba en sus huesos que el barómetro debía de estar subiendo rápidamente. En algún lugar a sotavento, a cincuenta millas de distancia, a cien millas, doscientas quizá, se encontraba la cadena de las Antillas… no sabía lo lejos que sería, ni en qué dirección, porque la Pretty Jane había derivado durante la tormenta. Existía una oportunidad para ellos, o la habría, si solventaban el problema del agua.

Se volvió hacia la tambaleante tripulación.

—Abran las escotillas —ordenó—. Usted, señor segundo, ¿dónde se almacenaban los barriles del agua?

—En medio del buque —dijo el hombre, con la lengua muy seca chasqueando contra los labios al pensar en el agua—. A popa de la escotilla principal.

—Veamos pues —dijo Hornblower.

Los barriles de agua, construidos para contener en su interior el agua y no dejarla escapar, tampoco habrían dejado entrar la del mar. Pero no hay ningún barril que sea absolutamente estanco, todos se filtran un poco, y sólo una pequeña cantidad de agua de mar que se hubiese infiltrado en el interior habría convertido el contenido del barril en imbebible. Y los barriles, que habían sido empujados arriba y abajo durante dos noches y un día por el agua del mar hirviente bajo cubierta, probablemente estarían todos contaminados.

—Es sólo una débil esperanza —dijo Hornblower, ansioso por minimizar el desengaño casi seguro que les esperaba. Miró a su alrededor otra vez para ver las probabilidades que tenían de que descargase una borrasca con lluvias.

Cuando miraron por la abierta escotilla pudieron apreciar las dificultades. Estaba atascada con un par de fardos de fibra de coco. Al mirarlas vieron que se movían, inestables, con el movimiento del barco. El agua que había invadido el barco había hecho flotar el cargamento, y a la Pretty Jane en realidad la mantenía a flote la presión hacia arriba que ejercía ese cargamento bajo cubierta. Era un milagro que no se hubiera partido en dos. Y no existía posibilidad alguna de bajar allí. Ciertamente, representaría la muerte aventurarse entre aquellas balas que se movían sin cesar. Se oyó un gruñido general de desilusión procedente del grupo que rodeaba la escotilla.

Pero Hornblower tenía en mente otra posibilidad, y se volvió hacia el sobrecargo.

—Había cocos verdes para el uso del camarote —dijo—. ¿Ha quedado alguno?

—Sí, señor. Cuatro o cinco docenas —el hombre apenas podía hablar, debido a la sed, la debilidad o el nerviosismo.

—¿En el pañol?

—Sí, señor.

—¿En un saco?

—Sí, señor.

—Vamos, pues —dijo Hornblower.

Los cocos flotan tanto como la fibra de coco, y son mucho más herméticos que ningún barril.

Fueron a levantar la tapa de la escotilla de popa y miraron hacia abajo, al agua que se movía sin cesar. Allí no había cargamento alguno. El mamparo había aguantado el empuje. La distancia hasta la superficie correspondía a los tres pies de obra muerta que quedaban a la Pretty Jane. Allí se veían algunas cosas. Apareció flotando un cubo de madera, y desechos de todo tipo cubrían la superficie. Entonces, algo más apareció a la vista: un coco. Al parecer, el saco no estaba bien atado… Hornblower había esperado encontrar el saco entero flotando por allí. Se inclinó hacia abajo y cogió el coco. Al ponerse de nuevo en pie con el coco en la mano, resonó un gruñido simultáneo en el grupo entero. Una docena de manos se alargaron para cogerlo, y Hornblower se dio cuenta de que debía imponer el orden.

—¡Atrás todos! —exclamó, y como los hombres siguieron avanzando hacia él, sacó el cuchillo que llevaba al cinto.

—¡Atrás! ¡Mataré al primero que me ponga la mano encima! —dijo. Sabía que estaba enseñando los dientes como una bestia salvaje, mostrando toda la intensidad de sus sentimientos, y también que no tenía la menor posibilidad de ganar en una lucha de uno contra nueve.

—Vamos, chicos —dijo—. Nos van a tener que durar. Los racionaremos. Partes iguales. A ver cuántos más podemos encontrar.

La fuerza de su personalidad se impuso, así como los restos de sentido común que quedaban a la tripulación, y retrocedieron. Pronto, tres hombres estaban arrodillados en torno a la escotilla, y los otros inclinados precariamente por encima de ellos, mirando por encima de sus hombros.

—¡Allí hay uno! —exclamó una voz. Un brazo se extendió, y cogió otro coco.

—Ponlo aquí —dijo Hornblower, y fue obedecido sin cuestionar nada. Ya se veía otro coco más, y otro.

Empezaron a apilarlos a los pies de Hornblower, una docena, quince, veinte, veintitrés preciosos objetos, y ya no aparecieron más.

—Con suerte, encontraremos alguno más —dijo Hornblower. Miró a todo el grupo y luego a Bárbara, acurrucada a los pies del palo mayor—. Somos once. Medio cada uno hoy. Otro medio mañana. Yo no beberé hoy.

Nadie cuestionó su decisión, en parte, quizá, porque estaban demasiado ansiosos por humedecerse los labios. El primer coco fue abierto en dos, con muchísimo cuidado para que no se desperdiciara ni una gota de líquido, y el primer hombre dio un trago. No tenía ninguna posibilidad de beber más de su mitad, con todo el grupo rodeándole, y el hombre al que iba destinada la otra mitad observando de cerca sus labios y mirándole para ver cuánto había bebido. Los hombres obligados a esperar estaban inquietos y ansiosos, pero tuvieron que esperar de todos modos. Hornblower no podía confiar que consiguieran dividir sus porciones sin luchar o desperdiciar agua, a menos que él estuviera supervisándoles. Una vez hubo bebido el último de los hombres, le tendió la mitad que quedaba a Bárbara.

—Bebe esto, querida —dijo, mientras, al contacto de su mano, ella parpadeaba, despertándose de su espeso sueño.

Bárbara bebió ansiosamente y luego apartó el coco de sus labios.

—¿Has bebido un poco, cariño? —preguntó.

—Sí, querida, he tomado mi parte —dijo Hornblower, sin pestañear.

Cuando volvió al grupo, estaban rascando la delgada capa carnosa del interior de los cocos.

—No estropeéis esas cáscaras, chicos —ordenó—. Las necesitaremos cuando caiga algún chaparrón. Los cocos que quedan los pondremos bajo la vigilancia de la señora. Podemos confiar en ella.

Otra vez volvieron a obedecerle.

—Hemos encontrado dos más mientras usted estaba lejos, señor —le informó uno de los hombres.

Hornblower atisbó por la escotilla al agua cubierta de desperdicios. Le vino a la mente otra idea, y se volvió de nuevo hacia el sobrecargo.

—La señora hizo subir a bordo un baúl lleno de comida —dijo—. Comida en latas. Lo pusieron a popa, por ahí, en algún sitio. ¿Sabe dónde fue?

—Estaba justo a popa, señor. Bajo la caña del timón.

—Hum —dijo Hornblower.

Mientras pensaba en ello, un súbito movimiento del buque hizo subir el agua como un surtidor a través de la escotilla. Pero era posible alcanzar aquel baúl, abrirlo y subir su contenido. Un hombre fuerte, que fuera capaz de bucear durante largo rato, podía hacerlo, si no le importaba que le zarandease un poco el agua que había abajo.

—Tendríamos algo mejor que comer que pulpa de coco, si subiésemos esas cajas —comentó.

—Yo lo intentaré, señor —dijo un joven marinero, y Hornblower se sintió indeciblemente aliviado. No quería tener que bajar él allá abajo.

—Buen chico —exclamó—. Átate un cabo alrededor antes de bajar. Así te podríamos subir si pasara algo.

Estaban haciendo los preparativos cuando Hornblower los detuvo.

—Esperad. ¡Mirad adelante! —dijo.

Había unas nubes de tormenta a una milla de distancia. Se podía ver como una enorme columna de agua a barlovento, bajando desde el cielo, bien definida. La nube era más baja a medida que caía, y la superficie del mar que la recibía era de un color gris diferente al resto. Se movía hacia abajo y hacia ellos… no, no exactamente. El centro se dirigía hacia un punto a alguna distancia a su través, como todo el mundo pudo apreciar después de estudiarla un momento. Resonó una explosión de blasfemias entre el grupo de marineros que miraban.

—¡Vamos a coger sólo el final, por el amor de Dios! —exclamó el segundo.

—La aprovecharemos al máximo cuando llegue —dijo Hornblower.

Durante tres largos minutos vieron cómo se aproximaba. A una distancia de un cable, parecía quieta por completo, aunque podían notar la brisa refrescante que la rodeaba. Hornblower corrió junto a Bárbara.

—Lluvia —dijo.

Bárbara se volvió de cara al mástil, se inclinó y trasteó debajo de su falda. Al cabo de un momento consiguió quitarse una enagua, y la escurrió todo lo que pudo para quitarle el agua salada, mientras esperaban. Entonces llegaron unas pocas gotas, y luego el diluvio. Una lluvia preciosa. Extendieron diez camisas y una enagua, las escurrieron, las volvieron a extender, las escurrieron de nuevo, hasta que el agua salía dulce. Todo el mundo pudo beber a placer, hartarse de agua de lluvia. Al cabo de dos minutos, Hornblower estaba gritando a la tripulación que llenasen las cáscaras de coco vacías, y unos cuantos de los hombres habían tenido el sentido común y el compañerismo suficiente para escurrir las camisas en su interior, antes de volver a beber otra vez… Nadie quería desperdiciar ni un segundo de aquella preciosa lluvia. Pero pasó tan rápido como había llegado; vieron cómo la borrasca se alejaba de nuevo por la aleta, tan lejos de su alcance como si estuvieran en el mismísimo desierto del Sahara. Sin embargo, los marineros más jóvenes de la tripulación ya estaban riendo y haciendo bromas, y había terminado su angustia y su apatía. No había un solo hombre a bordo, excepto Hornblower, que hubiese dedicado un solo pensamiento a la posibilidad, o la probabilidad, de que aquella fuese la única borrasca con lluvia que tocase el buque durante la siguiente semana. Había que actuar urgentemente, aunque todos los músculos y articulaciones de su cuerpo le dolían cruelmente, y su mente estaba empañada por el agotamiento. Hizo un esfuerzo por pensar. Se obligó a reunir sus fuerzas. Cortó en seco las risas tontas, y se volvió hacia el hombre que se había ofrecido voluntario para aventurarse abajo, en la bodega.

—Que se pongan dos hombres a sujetar tu cabo. El sobrecargo debería ser uno de ellos —dijo—. Señor segundo, venga a proa conmigo. Vamos a largar velas en esta nave tan pronto como sea posible.

Aquél era el principio de un viaje que estaba destinado a ser legendario, como el huracán que acababan de pasar: se le llamó Huracán Hornblower, no sólo porque Hornblower estuviera relacionado con él, sino porque su inesperada llegada causó grandes daños. Hornblower nunca pensó que el viaje en sí fuese particularmente notable, aunque lo hicieran en un casco semihundido, puesto a flote de forma precaria mediante unas balas de fibra de coco. Era cuestión, simplemente, de poner el casco hacia el viento. La botavara del foque (el único palo que quedaba sano después de la tormenta) funcionó como bandola cuando lo sujetaron al muñón del palo de trinquete, y los sacos de la fibra de coco se usaron como velas. La lona en el palo de trinquete les permitió llevar a la Pretty Jane hacia los vientos alisios, e ir avanzando una milla por hora mientras se ponían a trabajar para improvisar unas velas de refuerzo que doblaron su velocidad.

No había instrumento alguno de navegación, pues hasta la brújula había sido arrancada de sus soportes durante la tormenta… y durante los dos primeros días, no tuvieron idea alguna de dónde se encontraban, excepto que en algún lugar a sotavento se encontraba la cadena de las Antillas, pero el tercer día resultó bueno y claro, y apenas había amanecido cuando un marinero en el palo mayor vio una sutilísima raya oscura en el horizonte, ante ellos. Era tierra; podían ser las altas montañas de Santo Domingo, a lo lejos, o las montañas más bajas de Puerto Rico, más cerca. Por el momento no podían saberlo, e incluso cuando el sol se puso, seguían ignorándolo… y estaban sedientos, con poco apetito por las magras porciones de buey en conserva que Hornblower les había racionado a partir de las reservas recuperadas.

Y a pesar de la fatiga, pudieron dormir aquella noche en sus colchones de fibra de coco, en cubierta, donde de vez en cuando les bañaba una ola. A la mañana siguiente la tierra estaba más cerca, un perfil bajo que parecía indicar que se trataba de Puerto Rico, y por la tarde al fin vieron la primera barca de pesca. Ésta se dirigió hacia ellos, intrigada por aquel extraño buque, y pronto estuvieron junto a su costado, y los pescadores mulatos se quedaron mirando perplejos al grupo de extrañas figuras que les saludaban. Hornblower tuvo que serenar su mente confusa, aturdida por la falta de sueño, la fatiga y el hambre, y refrescar su español para poder saludarles. Tenían una barrica de agua a bordo, y un puchero con garbanzos también. Añadieron una lata de buey en conserva al festín. Bárbara, aunque no hablaba español, captó algunas palabras de la viva conversación que siguió.

—¿Puerto Rico? —preguntó.

—Sí, cariño —dijo Hornblower—. No me sorprende… y es mucho más conveniente para nosotros que Santo Domingo. Ojalá recordase el nombre del capitán-general de aquí… Traté con él cuando el asunto de la Estrella del Sur. Era un marqués. El marqués de… de… Cariño, ¿por qué no te echas un poco y cierras los ojos? Estás exhausta.

Le horrorizaba la palidez y el aspecto de sufrimiento que tenía ella.

—No, estoy bastante bien, gracias, querido —replicó Bárbara, aunque el tono exhausto de su voz negaba sus propias palabras. Prueba, una vez más, de su espíritu indomable.

Cuando estaban discutiendo qué hacer a continuación, el segundo mostró la primera señal de animación. Podían abandonar de inmediato el cascarón inundado e ir a Puerto Rico en la barca de pesca, pero él, tozudamente, se negó a ello. Conocía las leyes sobre salvamentos, y todavía podía haber algo de valor en el hueco cascarón, y ciertamente en su cargamento. Él mismo conduciría la Pretty Jane, e insistió en quedarse a bordo con los marineros.

Hornblower se enfrentaba a una decisión sin parangón con ninguna otra de su variopinta carrera. Abandonar el buque ahora tenía un cierto regusto a deserción, pero había que pensar en Bárbara. Y su primera reacción, que no podía ni soñar en abandonar a sus hombres, fue abortada en seguida al recordarse a sí mismo que, al fin y al cabo, aquellos no eran «sus hombres».

—Usted sólo es un pasajero, milord —dijo el segundo. Qué extraño se le hacía que volviera a aparecer de forma natural el «milord» ahora que estaban ya en contacto con la civilización.

—Sí, es cierto —accedió Hornblower. Ni podía condenar a Bárbara a otra noche en la cubierta de aquel cascarón inundado.

De modo que se fueron a San Juan de Puerto Rico, dos años después de la primera visita de Hornblower a aquel lugar en circunstancias muy distintas. Resultaba natural que su visita causara sensación en el lugar.

Corrieron mensajeros hacia la Fortaleza, y sólo unos minutos después, apareció en el muelle una figura a la que los fatigados ojos de Hornblower pudieron reconocer, alta y delgada, con un breve mostacho.

—Méndez Castillo —dijo el hombre, evitando así a Hornblower la preocupación de recordar su nombre—. Me apena muchísimo ver a vuestra excelencia en tal apuro, aunque, al mismo tiempo, siento un gran placer en darle la bienvenida de nuevo a Puerto Rico.

Había que observar alguna formalidad, aun en aquellas condiciones.

—Bárbara, querida mía, permíteme que te presente al señor… mayor… Méndez Castillo, edecán de su excelencia, el capitán general —y continuó en español—. Mi esposa, la baronesa Hornblower.

Méndez Castillo se inclinó en una honda reverencia, sus ojos todavía estimando la extensión del sufrimiento de los recién llegados. Y entonces tomó la decisión más importante.

—Si les resulta conveniente a sus excelencias, les sugiero que la bienvenida formal a su excelencia se posponga hasta que se hallen mejor preparados para ella.

—Nos resulta conveniente —dijo Hornblower. En su exasperación, estaba a punto de estallar con violencia, al ver la necesidad que tenía Bárbara de descanso y cuidados, pero Méndez Castillo, ahora que se había observado la etiqueta, era todo consideración.

—Entonces, si vuestras excelencias tienen la bondad de pasar a mi bote, tendré el placer de escoltarles para que realicen su entrada informal en el palacio de Santa Catalina. Su excelencia les recibirá, pero no hay necesidad de observar la etiqueta formal, así podrán recuperarse de la espantosa experiencia que han soportado. ¿Serán tan amables de venir por aquí?

—Un momento, por favor, señor. Los hombres del buque. Necesitan comida y agua. Pueden precisar ayuda.

—Daré las órdenes a las autoridades portuarias de que les envíen todo lo necesario.

—Gracias.

De modo que bajaron al bote para realizar el breve viaje a través del puerto; a pesar de su fatiga mortal, Hornblower observó que todos los barcos de pesca y embarcaciones de costeo se hacían apresuradamente a la mar, presumiblemente para examinar las posibilidades de salvar o saquear la Pretty Jane. El segundo había tenido mucha razón al negarse a abandonar el buque. Pero ahora ya no le importaba todo aquello. Puso el brazo alrededor de la cintura de Bárbara, cuando ella bajó a su lado. Y luego pasaron a través de la puerta de esclusa del palacio, donde les esperaban atentos sirvientes. Allí estaba su excelencia y una mujer muy hermosa y morena, su esposa, que tomó a Bárbara bajo su protección al momento. Había habitaciones frescas y oscuras, y más sirvientes que corrían aquí y allá, obedientes a las órdenes que su excelencia iba emitiendo. Doncellas, mozos, sirvientes…

—Éste es Manuel, mi ayuda de cámara principal, excelencia. Cualquier orden que su excelencia le dé, será obedecida como si procediera de mí mismo. Hemos enviado a buscar a mi físico, que estará aquí en cualquier momento. De modo que mi esposa y yo ahora nos retiramos y dejamos que vuestras excelencias descansen, asegurándoles que nuestra más sincera esperanza es que se recuperen rápidamente.

La gente se fue apartando. Un momento más, Hornblower tuvo que mantener sus facultades alerta, porque llegó a toda prisa el doctor, les tomó el pulso y les examinó la lengua. Sacó un maletín con bisturís y ya hacía preparativos para sangrar a Bárbara, y sólo con grandes dificultades Hornblower pudo detenerle, y con muchas dificultades más consiguió que tampoco usara las sanguijuelas en lugar de la lanceta. No podía creer que la sangría acelerase la cura de las laceraciones que Bárbara había sufrido en su cuerpo. Le dio las gracias al doctor y le vio salir de la habitación con gran alivio, haciendo reservas mentales de los medicamentos que éste prometió enviar. Las doncellas esperaban para quitar a Bárbara los harapos que vestía.

—¿Crees que podrás dormir, cariño? ¿Quieres que te pida algo más?

—Sí que dormiré —y la sonrisa del cansado rostro de Bárbara se vio sustituida por una especie de mueca muy impropia de una dama—. Y como aquí nadie entiende el inglés más que nosotros, me siento libre de decirte que te amo, querido. Te amo, te amo muchísimo, más de lo que puedo expresar con palabras.

Con sirvientes o sin ellos, la besó en aquel mismo momento, y luego la dejó y se dirigió a la habitación contigua, donde le esperaban los mozos. Su cuerpo estaba cruzado por dolorosos verdugones todavía en carne viva, en aquellos lugares en que la fuerza de las olas, durante la tormenta, había tirado de las cuerdas que le sujetaban al mástil. Le dolían horriblemente al limpiárselos con agua tibia y una esponja. Sabía que el dulce y tierno cuerpo de Bárbara debía de estar marcado de la misma forma. Pero Bárbara estaba a salvo ya; pronto se pondría bien, y le había dicho que le amaba… Y… y había dicho algo más. Lo que le había dicho en la caseta de cubierta aliviaba todo el dolor de una herida mental muy antigua, más profunda que el dolor físico que tuviera que soportar. Era un hombre feliz el que yacía con el camisón de seda con elaborados bordados heráldicos que el ayuda de cámara le había ayudado a ponerse. Su sueño fue profundo y tranquilo, pero la conciencia volvió a él antes de amanecer, y salió al balcón con las primeras luces y vio a la Pretty Jane que entraba poco a poco en el puerto, escoltada por una docena de diminutas embarcaciones. Le dolía no estar a bordo, hasta que volvió a pensar en su mujer, que dormía en la habitación de al lado.

Las que vinieron a continuación fueron unas horas felices. Aquel balcón era grande y sombreado, daba al puerto y al mar, y allí se sentó, con su batín puesto, una hora más tarde, balanceándose perezosamente en su mecedora, con Bárbara frente a él, bebiendo ambos chocolate dulce y comiendo rosquillas.

—Qué bien estar vivos —dijo Hornblower. Había ahora una potencia, un sentido interno en esas palabras… no se trataba de frases manidas.

—Qué bien estar contigo —añadió Bárbara.

—La Pretty Jane ha llegado esta mañana sana y salva.

—Ya lo he visto por mi ventana —repuso Bárbara.

Anunciaron a Méndez Castillo, presumiblemente al haberle indicado que sus huéspedes estaban despiertos y desayunando. Se interesó por ellos, en nombre de su excelencia, hasta tener la completa seguridad de su rápida recuperación, y anunció que se despacharían noticias de los acontecimientos recientes a Jamaica de inmediato.

—Muy amable por parte de su excelencia —agradeció Hornblower—. Y ahora, en lo que concierne a la tripulación de la Pretty Jane. ¿Se les ha cuidado?

—Han sido recibidos en el hospital militar. Las autoridades del puerto han estacionado una guardia a bordo del buque.

—Eso está muy bien, estupendo —dijo Hornblower, diciéndose que ahora ya no tenía necesidad de sentirse responsable.

La mañana podía transcurrir ociosamente, sólo rota por una visita del doctor, que fue despachado, después de tomarles de nuevo el pulso y mirarles la lengua, dándole las gracias por las medicinas que no habían tomado. Comieron a las dos en punto, una opípara comida servida ceremoniosamente pero que sólo probaron. Una siesta, después una cena que ya tomaron con más apetito, y una noche muy tranquila.

A la mañana siguiente hubo más ajetreo, porque tenían que resolver el tema de sus ropas. Su excelencia envió unas modistas a Bárbara, y Hornblower se encontró con la necesidad de actuar como intérprete de unos temas que requerían un vocabulario que él no poseía, y su excelencia le envió a él también sastres y camiseros. El sastre se sintió un poco decepcionado cuando Hornblower no quiso que le confeccionara un uniforme completo de contraalmirante británico, con entorchados y todo. Como oficial a media paga y sin nombramiento, Hornblower no necesitaba nada por el estilo.

Después vino una delegación, el segundo y dos miembros de la tripulación de la Pretty Jane.

—Hemos venido a preguntar por la salud de vuestra señoría y de la señora —dijo el segundo.

—Gracias. Ya ven que estamos bastante recuperados —dijo Hornblower—. ¿Y ustedes? ¿Se les cuida bien?

—Muy bien, gracias.

—Ahora es usted patrón de la Pretty Jane —comentó Hornblower.

—Sí, milord.

Era una extraña forma de hacerse con el mando.

—¿Qué va a hacer con el buque?

—Lo voy a hacer remolcar hoy, milord. A lo mejor se puede arreglar. Pero ha perdido todo el cobre.

—Probablemente. Espero que tenga suerte —dijo Hornblower.

—Gracias, milord —hubo un momento de duda antes de pronunciar las siguientes palabras—: Debo estar agradecido a vuestra excelencia por todo lo que hizo.

—Lo poco que hice fue por mí mismo y por la señora —dijo Hornblower.

Sonrió al decir aquello. En aquel entorno encantador, el recuerdo del aullido del huracán y el estrépito de las olas que barrían la cubierta de la Pretty Jane perdía su dolorosa intensidad. Y los dos marineros le sonrieron también, a su vez. Allí, en un palacio suntuoso, era difícil recordar cómo se había mantenido firme, enseñando los dientes y con el cuchillo empuñado, disputando con ellos la posesión de un simple coco verde. Era muy agradable que la entrevista acabase con sonrisas y parabienes, para que Hornblower pudiese volver a sumergirse en la deliciosa ociosidad con Bárbara junto a él.

Costureras y sastres debieron de trabajar duramente, porque al día siguiente ya estaban listos para la prueba algunos de los resultados de sus esfuerzos.

—¡Mi noble español! —exclamó Bárbara, viendo a su marido vestido con casaca y calzones al estilo de Puerto Rico.

—Mi encantadora señora —respondió Hornblower, con una reverencia. Bárbara llevaba peineta y mantilla.

—Afortunadamente, las señoras de Puerto Rico no llevan ballenas —dijo Bárbara—. No podría soportarlas ahora mismo.

Era una de las pocas alusiones que Bárbara había hecho a las laceraciones y magulladuras que tenía en todo el cuerpo. Había recibido una educación espartana, y fue formada en una escuela que consideraba reprobable demostrar la debilidad física. Aun al hacer su reverencia en broma ante él, mientras hablaba, cuidó mucho de no traicionar los dolores que sus movimientos le producían. Hornblower no pudo ni adivinarlos.

—¿Qué le digo hoy a Méndez Castillo, cuando venga a preguntar? —dijo Hornblower.

—Creo, querido, que ahora podemos ser recibidos con toda seguridad por sus excelencias —respondió Bárbara.

Allí, en el pequeño Puerto Rico, se podía encontrar toda la magnificencia y ceremonial de la corte de España. El capitán general era el representante de un rey por cuyas venas corría la sangre de Borbones y Habsburgos, de Fernando e Isabel, y su persona debía verse rodeada por los mismos rituales y etiquetas, o si no la mística santidad de su amo sería puesta en cuestión. Ni siquiera Hornblower se había dado cuenta, hasta que empezó a discutir los preparativos con Méndez Castillo, de la enorme condescendencia y la suprema alteración que suponía para la etiqueta de palacio la visita subrepticia que sus excelencias habían rendido a los dos náufragos que habían solicitado su hospitalidad. Ahora, todo aquello quedaría olvidado convenientemente en su recepción oficial.

Le resultaba divertida la forma en que Méndez Castillo mencionaba, nervioso y contrito, el hecho de que Hornblower no podía esperar las mismas formalidades que había recibido en su última visita. Entonces les visitaba en calidad de comandante en jefe; ahora, era simplemente un oficial a media paga, un visitante distinguido (se apresuró a puntualizar Méndez Castillo), pero sin rango oficial. Se le ocurrió a Hornblower que Méndez Castillo esperaba que él se indignase y se sintiese ofendido al decirle que aquella vez sólo se le recibiría con una pequeña fanfarria, y no con toda la banda al completo, y con los saludos de los centinelas en lugar de pasar revista a toda la guardia. Pudo confirmar su reputación de persona de tacto al declarar, con toda veracidad (aunque su sinceridad fuese tomada por diplomática ocultación de sus verdaderos sentimientos) que aquello no le preocupaba en absoluto.

Y así resultó ser. Bárbara y Hornblower fueron sacados discretamente de palacio por una puerta lateral y conducidos hasta un bote que dio la vuelta y les hizo entrar por la enorme puerta acuática por donde Hornblower había realizado su entrada anterior. Desde allí, con paso lento y solemne, entraron por la puerta, Bárbara cogida del brazo izquierdo de Hornblower. A cada lado, los centinelas presentaron armas, y Hornblower devolvió el saludo quitándose el sombrero. Cuando entraron en el patio que había más allá, fueron recibidos por la fanfarria que les había prometido Méndez Castillo. Hasta el incompetente oído de Hornblower fue capaz de distinguir que no se había escatimado esfuerzo en aquella banda. Los sonidos flotaban en el aire, largos y sostenidos, hasta que Hornblower se preguntó cómo podía resistir tanto el trompetista, y por las variaciones entre las notas más agudas y más graves notó que el músico exhibía un virtuosismo considerable. Dos centinelas más estaban firmes al pie de los escalones que había al fondo, presentando armas. El trompetista permanecía en lo alto de la escalera, a un lado, y se llevó entonces el instrumento a los labios para realizar una serie de floreos más, mientras Hornblower se quitaba el sombrero de nuevo y Bárbara empezaba a subir los escalones. Aquella interpretación era espectacular. Aunque Hornblower se estaba preparando para realizar su entrada ceremonial en el gran vestíbulo, no pudo evitar echar un vistazo al trompetista. Una sola mirada no bastó; tuvo que dedicarle una segunda. Con su coleta y el pelo empolvado, vestido con un resplandeciente uniforme, ¿qué tenía aquella figura que llamaba tanto su atención? Notó Hornblower que Bárbara se ponía tensa y estaba a punto de tropezar, cogida de su brazo. El trompetista se quitó el instrumento de los labios. Era… era Hudnutt. A Hornblower casi se le cae el sombrero por la sorpresa.

Pero ya estaban en el umbral de la puerta principal, y debía caminar con majestuosidad hacia delante, acompañado de Bárbara, si no quería arruinar el bonito ceremonial. Una voz pronunció sus nombres en voz alta. Ante ellos, al final de una larga avenida de alabarderos, se encontraban dos tronos rodeados por detrás por un semicírculo de uniformes y trajes cortesanos, y sus excelencias, sentados, les esperaban.

En la última visita de Hornblower, el capitán general se había levantado y había dado unos pasos hacia delante para recibirle, pero entonces era comandante en jefe, y ahora en cambio él y Bárbara no eran más que ciudadanos privados, y sus excelencias permanecieron sentados, mientras Bárbara y él avanzaban del modo exacto en que les habían indicado. Él inclinó la cabeza ante su excelencia, después de serle presentado; esperó a que fuera presentada Bárbara y ella realizase su reverencia, volvió a inclinar de nuevo la cabeza al presentarle a la esposa de su excelencia y luego ambos se apartaron ligeramente a un lado para esperar las palabras de sus excelencias.

—Un gran placer dar la bienvenida de nuevo a lord Hornblower —dijo el gobernador.

—Igualmente, es un gran placer conocer a lady Hornblower —dijo su esposa.

Hornblower respetó la formalidad de consultar con Bárbara cómo debía contestar.

—Mi esposa y yo apreciamos enormemente el gran honor que se nos hace al recibirnos —dijo Hornblower.

—Son bienvenidos como huéspedes nuestros —dijo su excelencia, con un tono que indicaba que la conversación había concluido. Hornblower volvió a inclinar la cabeza dos veces, y Bárbara realizó más reverencias, y luego se retiraron ambos en diagonal, para que sus excelencias no tuvieran que contemplar sus espaldas. Méndez Castillo estaba allí al lado, y les presentó a otros invitados, pero Hornblower, antes que nada, tenía que comentar con Bárbara el asombro que le había producido su reciente encuentro.

—¿Has visto al trompetista, querida? —preguntó.

—Sí —le respondió Bárbara, con tono inexpresivo—. Era Hudnutt.

—Sorprendente —añadió Hornblower—. Extraordinario. Nunca hubiese creído que fuese capaz de tal cosa. Se escapó de la prisión, trepó por la valla y consiguió salir de Jamaica y dirigirse a Puerto Rico… Notable.

—Sí —asintió Bárbara.

Hornblower se volvió a Méndez Castillo.

—Su… su trompetero —dijo, no recordando cuál era la palabra española adecuada para el caso, llevándose la mano ante la boca para indicar lo que quería decir.

—Ah, ¿es que le parece bueno? —preguntó Méndez Castillo.

—Soberbio —dijo Hornblower—. ¿Quién es?

—El mejor de los músicos de la orquesta de su excelencia —respondió Méndez Castillo.

Hornblower le miró intensamente, pero Méndez Castillo mantenía un rostro diplomáticamente inexpresivo.

—¿Un campesino de su país, señor? —insistió Hornblower.

Méndez Castillo levantó las manos y se encogió de hombros.

—¿Por qué me iba a preocupar saber de dónde procede, milord? —replicó—. En cualquier caso, el arte no conoce fronteras.

—No —aceptó Hornblower—. Supongo que no. Las fronteras son elásticas, hoy en día. Por ejemplo, señor, no recuerdo si existe un tratado entre su gobierno y el mío contemplando el intercambio de desertores entre ambos.

—¡Qué extraña coincidencia! —exclamó Méndez, Castillo—. Hace unos días estuve precisamente investigando este asunto… sin objetivo alguno, se lo aseguro, milord. Y encontré que no existe tal tratado. Es posible que haya habido algunas ocasiones en que, como gesto de buena voluntad, se hayan entregado algunos desertores. Pero, lamentablemente, milord, su excelencia ha cambiado su punto de vista a este respecto desde que cierta nave (la Estrella del Sur, cuyo nombre posiblemente recordará, milord) fue perseguida como esclavista fuera de este puerto, en circunstancias que su excelencia encontró particularmente irritantes.

No había hostilidad alguna en la expresión de Méndez Castillo al pronunciar estas palabras, ni tampoco júbilo. Lo mismo podría haber estado hablando del tiempo.

—Ahora aprecio mucho más si cabe la amabilidad de su excelencia y su hospitalidad —dijo Hornblower. Esperaba no transmitir la sensación que se había apoderado de él: la de que le había salido el tiro por la culata.

—Transmitiré esa información a su excelencia —dijo Méndez Castillo—. Mientras tanto, hay muchos invitados que estarán ansiosos de conocer a sus señorías.

Más tarde, durante la velada, fue Méndez Castillo quien se acercó a Hornblower con un mensaje de su excelencia en el sentido de que la marquesa comprendía que Bárbara podía estar algo cansada, al no haberse recuperado todavía del todo de sus recientes experiencias, y sugería que si sus señorías deseaban retirarse informalmente, sus excelencias lo comprenderían a la perfección. Y fue Méndez Castillo quien les guió hasta el extremo más alejado de la habitación y a través de una discreta puerta les condujo a unas escaleras traseras que llevaban a sus aposentos. La doncella destinada a atender a Bárbara les esperaba.

—Pídele a la doncella que se retire, por favor —dijo Bárbara—. Yo misma me arreglaré.

Su tono seguía siendo monocorde e inexpresivo, y Hornblower la miró ansiosamente, temiendo que la fatiga hubiese sido excesiva para ella. Pero hizo lo que le pedía.

—¿Puedo ayudarte en algo, querida? —le preguntó, una vez se hubo retirado la doncella.

—Puedes quedarte a hablar conmigo, si quieres —respondió Bárbara.

—Claro, será un placer —dijo Hornblower. Había algo extraño en aquella situación. Trató de pensar en algún tema que aliviara la tensión—. Aún no me puedo creer del todo lo de Hudnutt…

—Precisamente quería hablarte de Hudnutt —dijo Bárbara. Su voz sonaba muy áspera. Ella estaba mucho más tiesa y rígida que de costumbre, y miraba a Hornblower con los ojos fijos, como un soldado que permanece firme esperando una sentencia de muerte.

—¿Qué pasa, querida?

—Me vas a odiar —dijo Bárbara.

—¡No, eso nunca!

—Aún no sabes lo que te voy a decir.

—Nada de lo que me digas podría…

—¡No lo digas aún! Espera hasta que lo hayas oído. Yo fui quien solté a Hudnutt. Yo lo arreglé todo para que se escapara.

Aquellas palabras llegaron a él como un rayo. O como si, en medio de una calma chicha, la verga de la gavia cayese sin advertencia alguna de sus eslingas en plena cubierta.

—Vamos, querida —dijo Hornblower, sin conseguir creerlo—, estás cansada. ¿Por qué no…?

—¿Crees que estoy delirando? —preguntó Bárbara. Su voz sonaba muy distinta de la que siempre había oído Hornblower. También sonaba distinta la risita breve y amarga que acompañó esas palabras—. Podría ser. Éste es el fin de toda mi felicidad.

—Pero cariño…

—¡Ah! —exclamó Bárbara. Había una súbita y abrumadora ternura en ese simple sonido, y su rígida actitud se relajó un poco, pero al instante se volvió a erguir y retiró las manos que había tendido hacia él—. Por favor, escucha. Ya te lo he dicho. Fui yo quien solté a Hudnutt. ¡Yo le solté!

No podía haber duda alguna de lo que decía, fuese verdad o no. Y Hornblower, incapaz de moverse, mirándola, se fue dando cuenta gradualmente de que aquello era verdad. Y la certidumbre fue resquebrajando su débil corteza de incredulidad, y al ir pensando en todas las pruebas que tenía, fue como si se elevara una ola enorme, cada vez más alta.

—¡Aquella última noche, en la casa del Almirantazgo! —exclamó.

—Sí.

—Le sacaste por la portezuela del jardín.

—Sí.

—Y Evans te ayudó. Él tenía la llave.

—Sí.

—Y ese hombre de Kingston… Bonner, supongo que te ayudó también.

—Me dijiste que era una especie de forajido. Al menos estaba dispuesto a correr alguna aventura.

—Pero… ¿y el olor que siguieron los sabuesos? —Arrastraron la camisa de Hudnutt por todo el camino, atada a una cuerda.

—Pero… pero… ¿y cómo…? —ella no tuvo que decírselo. Mientras pronunciaba aquellas palabras, él ya lo había deducido—. ¡Las doscientas libras!

—El dinero que te pedí —dijo Bárbara, sin esconder nada. Una recompensa de diez libras no servía para nada, si alguien estaba dispuesto a gastar doscientas libras para ayudar a escapar a un prisionero.

Hornblower se dio cuenta de todo. Su mujer había transgredido la ley. Había ninguneado la autoridad de la Marina. Había… y la ola se elevó todavía más, a un nivel vertiginoso.

—¡Eso es traición! —dijo—. ¡Te podrían deportar de por vida… te podrían enviar a Botany Bay!

—¿Y a mí qué más me da? —exclamó Bárbara—. ¡Botany Bay! ¿Importa eso acaso, ahora que lo sabes? ¿Ahora que nunca más volverás a amarme?

—¡Pero querida…! —aquellas últimas palabras sonaban tan increíblemente irreales que no supo qué decir como respuesta. Su mente trabajaba febrilmente, pensando en el efecto que tendría todo aquello en Bárbara—. Ese hombre, Bonner, podría hacerte chantaje.

—Es tan culpable como yo misma —dijo Bárbara. La dureza antinatural de su voz llegó a su clímax, y de pronto a sus palabras volvió una súbita dulzura, una abrumadora ternura, que ella no pudo evitar, mientras sonreía con su antigua sonrisa burlona de siempre a aquel marido suyo—. ¡Pero tú sólo piensas en mí!

—Pues claro —dijo Hornblower, sorprendido.

—No, debes pensar en ti mismo. Te he engañado. Te he mentido. Me he aprovechado de tu amabilidad, de tu generosidad… ¡oh!

La sonrisa se vio sustituida por las lágrimas. Era horrible ver el rostro de Bárbara distorsionado de aquella manera. Ella permanecía aún de pie, como un soldado. Ni siquiera se cubrió la cara con las manos; se quedó de pie, con las lágrimas corriendo por sus mejillas y los rasgos contorsionados, sin ahorrarse ni un ápice de vergüenza. Él la habría estrechado entre sus brazos en aquel preciso momento, pero estaba inmovilizado por el asombro, y las últimas palabras de Bárbara habían provocado que un torrente imparable de pensamientos inundara su mente y le paralizase. Si se sabía algo de aquello, las consecuencias no tendrían límite. Medio mundo creería que Hornblower, el legendario Hornblower, había sido cómplice de la huida y deserción de un delincuente menor. Nadie creería la verdad… y si la verdad llegaba a saberse, medio mundo se reiría de Hornblower, porque su mujer había sido más lista que él. Un horrible abismo se abría ante sus pies. Sin embargo, estaba ese otro abismo… aquella horrible pena que estaba sufriendo Bárbara.

—Iba a decírtelo —decía Bárbara, todavía erguida, ciega por las lágrimas, de modo que no podía ver nada—. Cuando llegásemos a casa iba a decírtelo. Eso pensaba, antes del huracán. Y allí, en la caseta, iba a decírtelo, después… después de decirte lo otro. Pero no hubo tiempo… tenías que salir. Iba a decirte que te amaba, eso lo primero. Y te lo dije, y lo que tendría que haberte dicho es esto otro. Tendría que haberlo hecho.

No estaba buscando excusa alguna para su comportamiento. No suplicaba. Se enfrentaba valientemente a las consecuencias de sus actos. Y allí, en la caseta, le dijo que le amaba, que jamás había amado a ningún otro hombre. Ahora él ya podía olvidarse del asombro, de la incredulidad, que le habían mantenido paralizado hasta aquel momento. Nada contaba en el mundo entero excepto Bárbara. Ahora ya podía moverse. Dos pasos adelante y ya la tenía entre sus brazos. Las lágrimas de ella le humedecieron los labios.

—¡Amor mío! ¡Querida! —susurró él, porque ella, incrédula y ciega, no le había respondido.

Y entonces ella lo comprendió, en medio de la oscuridad que la rodeaba, y levantó los brazos para abrazarle, y no hubo felicidad en el mundo que se pudiera comparar a aquella. Nunca habían sentido una armonía tan perfecta. Hornblower sonreía. Hasta se hubiese echado a reír, de pura felicidad. Era una antigua debilidad suya, esa de reírse (en voz alta) en los momentos de crisis. Ahora ya podía hacerlo, se lo permitía… se podía reír de aquel incidente ridículo. Reír a más no poder. Pero su sentido común le dijo que en aquel momento la risa podía ser malinterpretada. Así que se limitó a sonreír, y siguió sonriendo mientras la besaba.

FIN