CAPÍTULO 1
SANTA ISABEL DE HUNGRÍA
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El contraalmirante lord Hornblower, a pesar de su orgulloso nombramiento como comandante en jefe de las naves de su majestad en las Indias Occidentales, realizó su visita a Nueva Orleans en la goleta Crab, que sólo llevaba dos cañones de seis libras y una tripulación de unos dieciséis hombres, sin contar a los supernumerarios.
El cónsul general de su majestad británica en Nueva Orleans, el señor Cloudesley Sharpe, señaló este hecho.
—No esperaba ver a vuestra señoría en una embarcación tan diminuta —dijo, mirando a su alrededor. Había bajado en un carruaje hasta el muelle donde se encontraba anclada la Crab, y enviado a sus lacayos de librea a la pasarela para que le anunciaran, así que no le había gustado demasiado ser recibido por el pitido de los dos únicos segundos contramaestres que la Crab podía permitirse y encontrarse con que en el alcázar, para recibirle, junto al almirante y su teniente de bandera, se encontraba sólo un simple teniente al mando.
—Exigencias del servicio, señor —explicó Hornblower—. Pero si me hace el honor de acompañarme abajo, puedo ofrecerle toda la hospitalidad que me permite este buque insignia que tengo temporalmente.
El señor Sharpe (seguramente nunca hubo un nombre que cuadrase tan mal a la figura de su poseedor, porque era un hombre gordo, una montaña de carne hinchada) se introdujo como pudo entre una silla y la mesa en la agradable y diminuta cabina, y contestó al ofrecimiento de Hornblower de tomar el desayuno asegurando que ya había roto su ayuno. Obviamente, abrigaba grandes dudas acerca de la calidad del refrigerio que se pudiera servir en aquel barquito. Gerard, el teniente de bandera, se quedó discretamente en un rincón de la cabina, con el cuaderno y el lápiz en las rodillas, mientras Hornblower iniciaba la conversación.
—La Phoebe fue destruida por un rayo junto al cabo Morant —dijo Hornblower—. Ése era el buque en el que planeaba venir. La Clorinda ya estaba en el astillero, en reparaciones. Y la Roebuck en Curaçao, vigilando a los holandeses… hay un comercio de armas bastante intenso con Venezuela, ahora mismo.
—Lo sé muy bien —afirmó Sharpe.
—Ésas son mis tres fragatas —dijo Hornblower—. Una vez todo dispuesto, he creído que sería mejor venir en esta goleta que no venir.
—¡Cómo tienen que vérselas los poderosos! —fue el comentario del señor Sharpe—. Vuestra señoría, nada menos que un comandante en jefe, con no más de tres fragatas y media docena de balandros y goletas.
—Catorce balandros y goletas, señor —corrigió Hornblower—. Son unas embarcaciones muy adecuadas para la misión que debo llevar a cabo.
—Sin duda, milord —exclamó Sharpe—. Pero recuerdo los días en que el comandante en jefe de las Indias Occidentales disponía de un escuadrón de buques de línea.
—Aquello era en tiempos de guerra, señor —apuntó Hornblower, recordando los comentarios verbales del primer lord del Almirantazgo en la entrevista que mantuvieron cuando le ofreció su mando—. La Cámara de los Comunes antes permitiría que la Marina Real se pudriese en sus amarraderos que volver a imponer los impuestos de guerra.
—El caso es que vuestra señoría ha llegado —dijo Sharpe—. ¿Ha intercambiado saludos con el fuerte Saint Philip?
—Salva por salva, como su despacho me informó que se había acordado.
—¡Excelente! —aprobó Sharpe. Había sido en realidad una formalidad un poco extraña; todos los hombres a bordo de la Crab se habían alineado junto a la borda, muy formales, durante el saludo, y los oficiales se pusieron firmes en el alcázar, pero «todos los hombres» eran solamente un grupito de cuatro marineros que manejaban el cañón de saludos, y uno en las drizas de señales, y otro a la caña del timón. Además, llovía a cántaros. El resplandeciente uniforme de Hornblower, empapado como estaba, se le pegó al cuerpo.
—¿Ha hecho vuestra señoría uso de los servicios de un remolcador a vapor?
—¡Sí, por Júpiter! —exclamó Hornblower.
—Una experiencia notable, ¿verdad?
—Pues sí, así es —afirmó Hornblower—. Yo…
Contuvo sus deseos de expresar todos los pensamientos que se le ocurrían sobre aquel tema; les habrían conducido a demasiadas irrelevancias emocionantes. Pero sí, un remolcador a vapor había llevado a la Crab contra los centenares de millas de corrientes desde el mar de Nueva Orleans, entre la aurora y el anochecer, llegando en el mismísimo momento que había previsto el capitán del remolcador. Y allí estaba Nueva Orleans, no sólo atestada de buques transoceánicos, sino también con una flota de largos y estrechos vapores, maniobrando hacia la corriente y contra los muelles con una facilidad (gracias a sus ruedas de paletas) que ni siquiera la Crab, con su aparejo tan manejable, podía intentar emular. Y con el giro de esas ruedas de paletas, podrían volar corriente arriba con una rapidez casi increíble.
—El vapor ha abierto por completo todo un continente, milord —dijo Sharpe, haciéndose eco de los pensamientos de Hornblower—. Un verdadero imperio. Miles y miles de millas de aguas navegables. La población del valle del Misisipí se contará en millones dentro de unos pocos años.
Hornblower recordaba las discusiones en casa, cuando era sólo un oficial a media paga esperando su promoción a oficial con destino, cuando las «teteras de vapor» empezaron a aparecer en las conversaciones. No se sugería entonces la más remota posibilidad de buques transoceánicos propulsados a vapor, y más bien se reían cruelmente de ellos… sería como el fin de la marinería auténtica. Hornblower no estaba seguro entonces de todo aquello, pero tuvo mucho cuidado de guardarse sus opiniones, porque no quería que le considerasen un hombre estrafalario y peligroso. No quería verse arrastrado tampoco ahora a una discusión semejante, ni siquiera con un simple civil.
—¿Qué información tiene para mí pues, señor? —preguntó al civil.
—Una cantidad considerable, milord.
El señor Sharpe sacó un fajo de documentos del bolsillo de su levita.
—Aquí están los últimos avisos de Nueva Granada… más reciente, espero, que cualquier otra noticia que pueda tener. Los insurgentes…
El señor Sharpe realizó una rápida exposición de la situación militar y política de Centroamérica. Las colonias españolas estaban entrando en la fase final de su lucha por la independencia.
—No creo que pase mucho tiempo hasta que el Gobierno de su majestad reconozca esa independencia —acabó Sharpe—. Y nuestro ministro en Washington me informa de que el de Estados Unidos piensa llevar a cabo un reconocimiento similar. Queda por ver lo que tenga que decir la Santa Alianza sobre este tema, milord.
Europa, bajo el gobierno de una monarquía absoluta, no vería con buenos ojos el establecimiento de una nueva serie de repúblicas, sin duda. Pero apenas importaba lo que tuviera que decir Europa, mientras la Marina Real (aunque reducida en tiempos de paz) controlase los mares, y los dos gobiernos de habla inglesa continuasen en buena relación.
—Cuba muestra pocos signos de inquietud —continuó Sharpe—, y tengo informaciones de que el tema de las cartas de marca del Gobierno español a buques que zarpan de La Habana…
Las «cartas de marca» o patentes de corso eran una de las principales fuentes de problemas de Hornblower. Las estaban emitiendo tanto gobiernos insurgentes como nacionalistas, para hacer presa sobre buques que llevaban las banderas viejas y las nuevas, y los portadores de esas cartas se convertían en piratas en un simple parpadeo, en ausencia de presas legítimas y tribunales de presa eficientes. Trece de las catorce pequeñas embarcaciones de Hornblower estaban esparcidas por el Caribe vigilando las actividades de los corsarios.
—He preparado duplicados de mis informes para la información de vuestra señoría —concluyó Sharpe—. Los tengo aquí para entregárselos, junto con copias de las quejas de los comandantes implicados.
—Gracias, señor —replicó Hornblower, mientras Gerard se hacía cargo de los papeles.
—Y ahora, en cuanto al comercio de esclavos, con el permiso de vuestra señoría —continuó Sharpe, sacando un nuevo fajo de documentos.
El comercio de esclavos era una cuestión tan importante como la piratería, incluso más grave, porque la Sociedad Antiesclavista de Inglaterra gozaba de un apoyo muy potente en ambas Cámaras del Parlamento, y armaría mucho más jaleo por las cargas de esclavos que iban a La Habana o a Río de Janeiro que por una compañía naviera incordiada por los corsarios.
—En este momento, milord —dijo Sharpe—, un lote recién traído de la Costa de los Esclavos se está vendiendo por ochenta libras en los barracones de La Habana… y cuesta no más de una libra en artículos de comercio en Whydah. Esos beneficios son tentadores, milord.
—Naturalmente.
—Tengo razones para pensar que barcos de registro británico y americano están comprometidos en ese tráfico, milord.
—Yo también.
El primer lord del Almirantazgo tabaleó en la mesa de una forma que no presagiaba nada bueno en aquella entrevista, cuando llegaron a esa parte de las instrucciones para Hornblower. Según las nuevas leyes británicas, los súbditos que se vieran implicados en el comercio de esclavos podían ser colgados, y los barcos requisados. Pero había que poner mucho cuidado en el trato con buques que ostentaban la bandera americana. Habría que usar un tacto exquisito si se negaban a ponerse al pairo en alta mar para ser examinados. Romper un palo de un buque americano, o matar a un ciudadano americano, podía causarles graves consecuencias. América ya había estado en guerra con Inglaterra hacía sólo nueve años, por temas bastante similares.
—No queremos problemas, milord —dijo Sharpe. Tenía los ojos grises, duros e inteligentes, profundamente hundidos en su carnoso rostro.
—Soy consciente de ello, señor.
—Y en este asunto, milord, debo atraer la atención de vuestra señoría hacia un buque que está preparado para zarpar aquí, en Nueva Orleans.
—¿Qué buque es ése?
—Es visible desde el muelle, milord. De hecho… —Sharpe se levantó de la silla con dificultad y se dirigió hacia la ventana de la cabina—. Sí, ése es. ¿Qué opina de él, milord?
Hornblower miró junto a Sharpe. Vio un hermoso buque de ochocientas toneladas o más. Sus finas líneas, la caída de sus palos, la amplia extensión de sus vergas, todas esas señales eran indicaciones claras de velocidad, para la cual se había hecho algún sacrificio en cuanto a capacidad de carga. Era de cubierta corrida, con seis portas pintadas a lo largo de cada lado. Los armadores de buques americanos siempre habían manifestado una cierta preferencia por construir buques rápidos, pero éste era un ejemplo avanzado de esa tendencia.
—¿Hay cañones detrás de esas portas? —preguntó Hornblower.
—De doce libras, milord.
Aun en días de paz no era inusual que los buques mercantes llevasen cañones, ya fuera para los viajes a las Indias Occidentales o al este, pero aquél era un armamento más pesado de lo habitual.
—La han construido como nave corsaria —dijo Hornblower.
—Muy cierto, milord. Es la Daring. Fue construida durante la guerra, hizo un viaje y nos tomó seis presas antes del Tratado de Gante. ¿Y ahora, milord?
—Puede ser esclavista.
—Vuestra Señoría tiene razón, por supuesto.
Aquel pesado armamento podía ser de gran utilidad para un buque esclavista que debe anclar en un río africano, susceptible de recibir ataques traicioneros. Su velocidad minimizaría las muertes entre los esclavos durante la travesía oceánica; su falta de capacidad para el cargamento no importaría, si era un buque de esclavos.
—¿Es una nave de esclavos o no? —preguntó Hornblower.
—Aparentemente no, milord, a pesar de su aspecto. Sin embargo, está preparada para llevar a muchos hombres.
—Me gustaría que se explicara usted mejor, señor Sharpe.
—Lo único que le puedo decir a vuestra señoría son los hechos tal y como se me han revelado. Está bajo contrato de un general francés, el conde de Cambronne.
—¿Cambronne? ¿Cambronne? ¿El hombre que dirigía la Guardia Imperial en Waterloo?
—Ese mismo hombre, milord.
—¿El que dijo: «la vieja guardia muere, pero no se rinde»?
—Sí, milord, aunque el informe dice que en realidad usó una expresión mucho más ruda. Fue herido y hecho prisionero, pero no murió.
—Eso he oído. Pero ¿qué quiere hacer entonces con ese buque?
—Todo es claro y legal, aparentemente. Después de la guerra, la vieja guardia de Boney formó una organización para el auxilio mutuo. En 1816 decidieron hacerse colonos… vuestra señoría debe de haber oído algo de ese proyecto, ¿no?
—Apenas.
—Vinieron aquí y se apoderaron de un trozo de terreno de la costa de Texas, que es la provincia de México adyacente a su estado de Louisiana.
—Había oído algo, pero no sé más.
—Fue fácil empezar, porque México estaba en el trance de su revolución contra España. No tuvieron oposición alguna, como comprenderá, milord. Pero no resultó tan sencillo continuar. Supongo que era difícil que los soldados de la vieja guardia se pudieran convertir en buenos agricultores. Y en esa costa pestilente… Hay una serie de lagunas secas, y apenas ningún habitante.
—¿Les falló el plan?
—Como era de esperar. La mitad de ellos fallecieron de malaria y fiebre amarilla, y la otra mitad se murió de hambre, sencillamente. Cambronne se va a Francia para llevarse a casa a los supervivientes, que son unos quinientos. Al Gobierno de Estados Unidos nunca le gustó aquel proyecto, como vuestra señoría puede imaginar, y ahora el Gobierno insurgente es lo bastante fuerte como para molestarse por la presencia en las costas de México de un gran grupo de soldados entrenados, por muy pacíficas que sean sus intenciones. Como vuestra señoría puede ver, la historia de Cambronne podría ser perfectamente cierta.
—Si.
Un buque de ochocientas toneladas, equipado como esclavista, podría llevar a quinientos soldados a bordo y alimentarlos durante la larga travesía.
—Cambronne está aprovisionando la nave con arroz y raciones de agua para esclavos, milord, lo más adaptado para el objetivo, por esa misma razón.
El comercio de esclavos ya tenía una larga experiencia de cómo mantener vivos a un montón de hombres apiñados.
—Si Cambronne se los va a llevar de nuevo a Francia, no haré nada para impedírselo —dijo Hornblower—. Más bien al contrario.
—Exactamente, milord.
Los grises ojos de Sharpe se encontraron con los de Hornblower en una mirada inexpresiva. La presencia de quinientos soldados entrenados en un buque en el golfo de México era una gran preocupación para el comandante en jefe británico, cuando las costas del Golfo y del Caribe estaban en una situación tan turbulenta como en aquel momento. Bolívar y los otros insurgentes hispanoamericanos pagarían un alto precio por sus servicios en las guerras en curso. O alguien podía incluso estar pensando en conquistar Haití, o en realizar un ataque sorpresa contra La Habana, o en llevar a cabo cualquier tipo de expedición de filibusteros. Cabía la posibilidad de que el actual gobierno Borbón de Francia estuviera buscando un pastel al cual hincarle el diente, o una oportunidad de hacerse con una colonia y enfrentarse a las potencias de habla inglesa con un fait accompli.
—Les mantendré vigilados hasta que se encuentren sanos y salvos en camino —dijo Hornblower.
—He llamado la atención de vuestra señoría sobre este asunto de forma oficial —advirtió Sharpe.
Sería una sangría más para los limitados recursos de Hornblower dedicados al control del Caribe. Ya se preguntaba cuál de sus pocas embarcaciones podría destacar para que vigilase la costa del Golfo.
—Y ahora, milord —continuó Sharpe—, es mi deber discutir los detalles de la estancia de vuestra señoría en Nueva Orleans. He dispuesto un programa de actos oficiales para vuestra señoría. ¿Habla francés?
—Sí —afirmó Hornblower, conteniéndose para no decir: «Sí, mi señoría habla francés».
—Excelente, porque la buena sociedad de aquí habla habitualmente en ese idioma. Vuestra señoría, por supuesto, será recibido por las autoridades navales y el gobernador. Hay una recepción prevista en honor de vuestra señoría. Mi carruaje, por supuesto, está a su disposición.
—Es extremadamente amable por su parte, señor.
—No, no es amabilidad en absoluto, milord. Es un gran placer para mí ayudar a convertir la visita de vuestra señoría a Nueva Orleans en un acontecimiento lo más agradable posible. Tengo aquí una lista de las personas más importantes a las que vuestra señoría conocerá, junto con unas breves notas concernientes a ellas. ¿Sería conveniente que se las explicase también al teniente de bandera de vuestra señoría?
—Ciertamente —dijo Hornblower. Ahora estaba dispuesto a relajar un poco su atención. Gerard era un buen teniente de bandera, y había apoyado muy satisfactoriamente a su comandante en jefe durante los tres meses que Hornblower llevaba ostentando el mando. Le suministraba ese toque de estilo social que a Hornblower le resultaba indiferente. Los asuntos se resolvieron de inmediato.
—Muy bien, entonces, milord —dijo Sharpe—. Ahora, solicito permiso para retirarme. Tendré el placer de ver a vuestra señoría de nuevo en casa del gobernador.
—Le estoy profundamente agradecido, señor.
La ciudad de Nueva Orleans era un lugar encantador. Hornblower ardía de excitación internamente ante la perspectiva de explorarla. No era el único, al parecer, porque tan pronto como Sharpe se retiró, el teniente Harcourt, capitán de la Crab, interceptó a Hornblower en el alcázar.
—Perdón, milord —dijo, saludándole—. ¿Tiene órdenes para mí?
No había duda alguna de lo que estaba pensando Harcourt. La mayor parte de la tripulación de la Crab se hallaba congregada ante el palo mayor, mirando ansiosamente a popa… En un barco diminuto como aquél, todo el mundo conocía los asuntos de los demás, y la disciplina tenía unas implicaciones distintas a las de un gran buque.
—¿Puede confiar en que sus hombres se comporten bien en tierra, señor Harcourt? —preguntó Hornblower.
—Sí, milord.
Hornblower miró de nuevo a proa. Los marineros parecían bastante decentes… habían conseguido ropas nuevas mientras venían desde Kingston, en cuanto se anunció a la Crab que recibiría el asombroso honor de convertirse en buque insignia del almirante. Llevaban unos suéteres azules muy limpios, pantalones blancos de dril y sombreros de paja. Hornblower observó sus poses cohibidas mientras miraban hacia ellos… sabían perfectamente lo que se estaba discutiendo. Eran marineros de tiempos de paz, que se habían alistado voluntariamente. Hornblower llevaba veinte años de servicio en tiempos de guerra, con tripulaciones de leva en las que nunca se podía confiar y que siempre desertaban, y tenía que esforzarse por asumir aquel cambio.
—Si pudiera decirme cuándo vamos a zarpar, señor… quiero decir, milord —dijo Harcourt.
—Hasta el amanecer de mañana, en cualquier caso —contestó Hornblower, llegando a una repentina decisión; hasta entonces, el día estaba lleno de actividades para él.
—Sí, señor.
¿Serían diferentes las tabernas del puerto de Nueva Orleans a las de Kingston o Puerto España?
—Quizá pueda tomar ahora mi desayuno, señor Gerard —propuso Hornblower—. ¿O tiene usted alguna objeción?
—Sí, milord —respondió Gerard, esquivando cuidadosamente el sarcasmo. Había aprendido hacía tiempo que a su almirante no había nada que le molestara más en el mundo que tener que hacer algo antes de desayunar.
Después del desayuno llegó un hombre de color trotando por el muelle con una cesta de fruta en la cabeza, y la colocó en la pasarela en el momento en que Hornblower estaba a punto de salir para iniciar su ronda de actos oficiales.
—Hay una nota en la cesta, milord —dijo Gerard—. ¿La abro?
—Sí.
—Es del señor Sharpe —informó Gerard, después de romper el sello, y luego, unos segundos después—: Creo que será mejor que la lea usted mismo, milord.
Hornblower cogió el papel, impaciente. La nota decía:
Milord:
Me he permitido enviar un poco de fruta a vuestra Señoría.
Es mi deber informar a Vuestra Señoría de que acabo de recibir información sobre la carga que el conde Cambronne piensa transportar a Francia. Ésta se encuentra depositada como fianza en el Servicio de Aduanas de Estados Unidos, y pronto será transferida en una gabarra, por medio del agente de una compañía de aduanas, a la Daring. Como comprenderá Vuestra Señoría, por supuesto, ésta es una indicación de que la Daring pronto se hará a la mar. Mi información confirma que el peso de la carga consignada es muy considerable, y estoy intentando descubrir en qué consiste. Quizá Vuestra Señoría pueda, desde su ventajosa posición, encontrar una oportunidad para observar la naturaleza de la misma.
Con respeto, quedo humilde y obediente servidor de Vuestra Señoría,
CLOUDESLEY SHARPE
Cónsul General en Nueva Orleans de Su Majestad Británica.
Bueno, ¿qué podía haber traído Cambronne de Francia en gran cantidad, que se necesitara legítimamente para el propósito que él había confesado cuando contrató la Daring? Desde luego, no efectos personales. Ni comida, ni licor… éstos los podía comprar a buen precio en Nueva Orleans. ¿Entonces, qué?
¿Ropas de abrigo, quizás? Aquellos guardias podrían necesitarlas cuando volviesen a Francia desde el golfo de México. Era posible. Pero un general francés con quinientos hombres de la Guardia Imperial a su disposición debía ser vigilado muy estrechamente, va que el Caribe se encontraba muy alborotado. Sería de gran ayuda saber qué carga era la que estaba embarcando.
—Señor Harcourt.
—Señor… ¡milord!
—Por favor, acompáñeme un momento a la cabina.
El joven teniente se puso firme en la cabina, un poco aprensivo, esperando lo que tenía que decirle su almirante.
—No voy a echarle una reprimenda, señor Harcourt —espetó Hornblower, irritado—. Ni siquiera una admonición.
—Gracias, milord —dijo Harcourt, ya más tranquilo.
Hornblower le llevó hasta la ventana de la cabina y señaló a su través, igual que había hecho antes Sharpe con él.
—Ésa es la Daring —le informó—. Una antigua nave corsaria, ahora contratada por un general francés. Harcourt le miró asombrado.
—Así están las cosas —continuó Hornblower—. Y hoy recibirá a bordo un cierto cargamento. Lo llevarán mediante una gabarra.
—Sí, milord.
—Quiero saber todo lo posible de ese cargamento.
—Sí, milord.
—Naturalmente, no quiero que el mundo entero sepa que estoy interesado. Prefiero que no se entere nadie, a ser posible.
—Sí, milord. Puedo usar un catalejo desde aquí y ver algo, con suerte.
—Cierto. Puede tomar nota de si se trata de fardos, cajas o bolsas. Cuántas hay de cada clase. Por las poleas que usen podrá calcular los pesos. Hágalo, pues.
—Sí, milord.
—Tome nota cuidadosamente de todo lo que vea.
—Sí, milord.
Hornblower clavó los ojos en el rostro juvenil de su capitán de bandera, tratando de estimar su discreción. Recordaba muy bien las insistentes palabras del primer lord del Almirantazgo acerca de la necesidad de actuar con la mayor de las delicadezas para no herir la susceptibilidad americana. Hornblower decidió que podía confiar en aquel joven.
—Y ahora, señor Harcourt —dijo—, preste una atención muy especial a lo que le voy a decir. Cuanto más sepa de ese cargamento, mejor. Pero no me voy a lanzar hacia él como un toro. Si se presenta la menor oportunidad de averiguar en qué consiste, aprovéchela al vuelo. No me imagino cuál podría ser, pero las oportunidades siempre se ofrecen a aquél que está preparado para aprovecharlas.
Hacía mucho, mucho tiempo, Bárbara le había dicho que la buena suerte es el destino de aquellos que la merecen.
—Comprendo, milord.
—Si se escapa la menor insinuación de esto… si los americanos o los franceses llegan a saber lo que estamos haciendo… sentirá usted haber nacido, señor Harcourt.
—Sí, milord.
—No necesito ningún oficial temerario para este menester, señor Harcourt. Necesito a alguien con ingenio, con astucia. ¿Está seguro de comprenderme?
—Sí, milord.
Hornblower apartó por fin los ojos del rostro de Harcourt. Él mismo fue un gallardo oficial, hacía tiempo. Ahora tenía mucha más simpatía que nunca por el hombre mayor que le había confiado sus primeras empresas. Un oficial de rango superior debía confiar en sus subordinados por fuerza, aunque asumiese la responsabilidad última de los hechos. Si Harcourt cometía alguna torpeza, si incurría en alguna indiscreción que condujese a una protesta diplomática, ciertamente, desearía no haber nacido nunca… Hornblower ya lo procuraría. Pero también el propio almirante desearía no haber nacido. Sin embargo, no tenía sentido pensar esas cosas.
—Pues es todo, señor Harcourt.
—Sí, señor.
—Vamos, señor Gerard. Ya llegamos tarde.
La tapicería del carruaje del señor Sharpe era de raso verde y el carruaje tenía una suspensión excelente, de modo que aunque daba bandazos y sacudidas al pasar por las superficies irregulares, no eran bruscos. Pero después de cinco minutos de traqueteo (el carruaje había pasado algún tiempo bajo el cálido sol de mayo), Hornblower empezó a notar que se ponía tan verde como la tapicería. La Rue Royale, la Place d’Armes, la catedral, apenas merecieron un vistazo por su parte. Agradeció la parada, aunque representaba un encuentro formal con algún extraño, ese tipo de reuniones que detestaba con toda su alma. Se puso de pie y tragó saliva, aspirando el húmedo aire durante aquellos momentos maravillosos que transcurrieron desde que bajó del coche hasta su paso bajo los ornados pórticos que le daban la bienvenida. Nunca se le había ocurrido que el uniforme de gala de almirante resultara mucho mejor si estuviera confeccionado con una tela más fina que el paño, y ya había lucido su amplio galón rojo y su brillante estrella demasiado como para sentir el menor placer al hacerlo ahora.
En el Cuartel General de la Marina bebió un madeira excelente. El general le ofreció un pesado marsala, y en la mansión del gobernador fue obsequiado con una bebida helada (presumiblemente con hielo enviado en invierno desde Nueva Inglaterra y conservado en un almacén especial donde, casi en pleno verano, era más precioso que el oro) hasta el punto de que el propio vaso estaba visiblemente escarchado. El delicioso y frío contenido desapareció con gran rapidez, y el vaso fue rellenado con igual presteza. Se contuvo abruptamente cuando se encontró hablando con un tono ligeramente alto e insistiendo con dogmatismo en un tema de importancia trivial.
Se alegró de captar la mirada de Gerard y se retiró con toda la gallardía que pudo. También le alivió ver que Gerard parecía perfectamente frío y sobrio, y que estaba a cargo de las tarjetas de visita, colocando el número necesario de tarjetas en las bandejas de plata que unos mayordomos de color ofrecían al recibirles. Cuando llegaron a casa de Sharpe, se alegró de ver a una cara amiga… aunque aquella amistad sólo databa de aquella misma mañana.
—Falta una hora para que empiecen a llegar los invitados, milord —dijo Sharpe—. ¿Le apetecería quizá descansar un poco?
—Sí, ciertamente —dijo Hornblower.
La casa del señor Sharpe tenía un artilugio que merecía mucha atención. Se trataba de una «ducha». Hornblower sólo conocía la palabra francesa para designarla, «douche». Estaba en un rincón del baño, con el suelo y las paredes forradas de excelente teca. Del techo colgaba un aparato de zinc perforado, y de éste una cadena de bronce. Cuando Hornblower se situó debajo de aquel aparato y tiró de la cadena, una catarata de deliciosa agua fría cayó sobre él desde un depósito invisible que había arriba. Era tan refrescante como colocarse bajo la bomba de cubierta de un buque en alta mar, con la ventaja adicional de que funcionaba con agua dulce… y en su actual estado, después de sus experiencias del día, resultaba doblemente refrescante. Hornblower se quedó debajo del agua corriente durante largo rato, notando cómo revivía a cada segundo que pasaba. Tomó nota mentalmente de instalar un artefacto similar en Smallbridge House, si alguna vez conseguía regresar a casa.
Un ayuda de cámara de color vestido de librea estaba allí de pie, con unas toallas, esperándole, para ahorrarle el ejercicio fatigoso de secarse, y mientras procedía a hacerlo, unos golpes en la puerta anunciaron la entrada de Gerard.
—He enviado a buscarle una camisa limpia a bordo, milord —dijo.
Gerard realmente mostraba mucha perspicacia. Hornblower se puso la camisa limpia con gratitud, pero después, con disgusto, tuvo que calzarse de nuevo las medias y ponerse la pesada guerrera del uniforme. Se colgó la cinta roja por encima del hombro, se colocó la estrella y ya se sintió preparado para enfrentarse a la situación que se avecinaba. La oscuridad de la noche iba abriéndose paso, pero no había supuesto ningún alivio del sofocante calor. Por el contrario, el salón de la casa del señor Sharpe estaba brillantemente iluminado con velas de cera, con lo cual parecían encontrarse dentro de un horno. Su anfitrión le aguardaba, vestido con una casaca negra. La camisa rizada que llevaba hacía que su abultada forma resultase más gruesa todavía. La señora Sharpe, vestida de azul turquesa, era más o menos del mismo tamaño que su esposo. Hizo una profunda reverencia como respuesta a la leve inclinación de Hornblower cuando Sharpe se la presentó, y le dio la bienvenida a la casa hablando en un francés cuyas suaves tonalidades acariciaron los oídos de Hornblower.
—¿Desea tomar un refresco, milord? —preguntó Sharpe.
—Ahora mismo no, gracias, señor —replicó Hornblower, apresuradamente.
—Esperamos a veintiocho huéspedes además de vuestra Señoría y el señor Gerard —dijo Sharpe—. A algunos de ellos vuestra señoría ya los ha conocido durante sus visitas oficiales de hoy. Además, están…
Hornblower hizo lo posible por conservar en la memoria la lista de nombres, uniéndoles una etiqueta a cada uno. Gerard, que había encontrado un rincón discreto con una silla para sentarse, escuchaba con mucho interés.
—Y luego está Cambronne, eso por supuesto —dijo Sharpe.
—¿Ah, sí?
—No se puede celebrar una cena de esta magnitud sin invitar al más distinguido de los visitantes extranjeros presente en esta ciudad, después de vuestra señoría.
—Claro, por supuesto —accedió Hornblower.
Sin embargo, seis años de paz apenas habían conseguido apagar los prejuicios arraigados durante cuatro lustros de guerra. Había algo antinatural en la perspectiva de reunirse con un general francés en términos amistosos, especialmente el último comandante en jefe de la Guardia Imperial de Bonaparte, y la reunión resultaría un poco tensa, porque Boney estaba encerrado bajo siete llaves en Santa Elena y quejándose amargamente por ello.
—El cónsul general francés le acompañará —añadió Sharpe—. Y también estará el cónsul general holandés, el sueco…
La lista parecía interminable. Hubo el tiempo justo para completarla antes de que se anunciara ya el primero de los invitados. Ciudadanos notables, con sus notables esposas; oficiales navales y militares a los que ya había conocido, con sus damas; diplomáticos… Pronto el vasto salón se encontró atestado, con los hombres haciendo inclinaciones de cabeza y las damas reverencias. Hornblower se irguió después de una inclinación y se encontró de nuevo con Sharpe a su lado.
—Tengo el honor de presentar a estas dos distinguidas figuras entre sí —dijo, en francés—. Son Excellence Contraalmirante milord Hornblower, Chevalier de l’Ordre Militaire du Bain. Son Excellence le Lieutenant-General le Comte de Cambronne, Grand Cordon de la Legion d’Honneur.
Hornblower no pudo dejar de sentirse impresionado, aun en ese momento, por la forma tan limpia en la que Sharpe había eludido la espinosa cuestión de quién presentar a quién, un general francés, que además es conde, y un almirante inglés, también par. Cambronne era un hombre enormemente alto y larguirucho. A través de una de las delgadas mejillas y de la ganchuda nariz le corría una cicatriz escarlata, quizá la herida que había recibido en Waterloo, quizás en Austerlitz, o en Jena, o en cualquier otra de las batallas en las cuales el ejército francés había derrotado naciones. Llevaba su uniforme azul cubierto de entorchados dorados y cruzado con la cinta roja de moaré de la Legión de Honor, y una gran placa de oro en el pecho, a la izquierda.
—Encantado de conocerle, señor —dijo Hornblower, con el mejor acento francés que pudo.
—No más de lo que yo me siento al conocerle a usted, milord —replicó Cambronne. Tenía unos ojos fríos, de un gris verdoso, chispeantes. Un mostacho gris con patillas adornaba su rostro.
—La baronesa de Vautour —dijo Sharpe—. El barón de Vautour, cónsul general de su cristianísima majestad.
Hornblower inclinó la cabeza y dijo de nuevo que estaba encantado. Su cristianísima majestad era Luis XVIII de Francia, que usaba el título papal conferido a su casa siglos antes.
—El conde es muy travieso —dijo Vautour. Señaló la estrella de Cambronne—. Lleva la Gran Águila, que se le concedió durante el último régimen. Oficialmente, el Gran Cordón ha sido sustituido, como nuestro anfitrión dijo muy adecuadamente.
Vautour llamó la atención hacia su propia estrella, de valor mucho más modesto. Cambronne lucía una inmensa águila de oro, insignia del ya difunto Imperio Francés.
—La gané luchando en el campo de batalla —dijo Cambronne.
—Don Alfonso de Versage —dijo Sharpe—. Cónsul general de su católica majestad.
Aquél, entonces, era el representante de España. Podrían ser útiles una palabra o dos con él concernientes a la cesión de Florida que tenían pendiente, pero Hornblower apenas pudo intercambiar un par de cortesías formales antes de que le presentaran a otra persona. Pasó algún tiempo hasta que Hornblower dispuso de espacio para respirar y admirar la hermosa escena que se desplegaba a la luz de las velas, con los uniformes y las casacas de paño, los brazos y los hombros desnudos de las mujeres con sus bonitos vestidos y sus resplandecientes joyas, y los Sharpe moviéndose con agilidad entre la multitud, conduciendo a sus invitados en orden de precedencia. La entrada del gobernador y su dama fueron la señal para anunciar la cena.
El comedor era tan enorme como el salón. La mesa con cubiertos para treinta y dos personas lo ocupaba cómodamente, con mucho sitio alrededor para los numerosos lacayos. Allí la luz era más tenue, pero brillaba de todos modos de forma impresionante en la plata que atestaba la larga mesa. Hornblower, sentado entre la esposa del gobernador y la señora Sharpe, recordó que debía estar alerta y ser cuidadoso con sus modales a la mesa; y, además, tenía que hablar francés por un lado e inglés por otro. Miró dubitativo las seis copas de vino diferentes que se encontraban ante cada cubierto. En una de ellas ya estaban sirviendo el jerez. Vio a Cambronne sentado entre dos bonitas muchachas diciéndoles galanterías a ambas, obviamente. No parecía tener preocupación alguna en este mundo; si estaba planeando una expedición filibustera, no le ocupaba demasiado espacio en la mente.
Llegó un humeante plato de sopa de tortuga con trocitos de carne. La cena se iba a servir al estilo continental, que se había puesto de moda después de Waterloo, sin el típico batiburrillo de platos colocados en la mesa para que los invitados se fueran sirviendo lo que quisieran. Metió la cuchara cautelosamente en la sopa caliente, y se aplicó con fervor a parlotear de intrascendencias con sus compañeras de mesa. Un plato sucedió a otro, y pronto tuvo que enfrentarse, en la tórrida habitación, al delicado dilema de etiqueta de si resultaría más caballeroso enjugarse el sudor de la cara o dejar que fluyera visiblemente. Su incomodidad, al final, le decidió y se lo secó furtivamente. Sharpe le estaba mirando en aquel momento, y tuvo que ponerse de pie, su entumecido cerebro esforzándose por trabajar mientras el runrún de las conversaciones se iba apagando. Levantó su copa.
—Por el presidente de Estados Unidos —dijo, y estuvo a punto de añadir, como un imbécil: «y que reine muchos años». Se controló y siguió adelante—: Que esa gran nación, a la cual preside, disfrute de prosperidad y amistad internacional, representada por esta reunión de forma tan simbólica.
Se lanzaron aclamaciones, se brindó y se bebió, silenciando el hecho de que en la mitad del continente, los españoles e hispanoamericanos se estaban matando afanosamente entre sí. Se sentó y volvió a secarse el sudor. Ahora era Cambronne el que se ponía en pie.
—Por su británica majestad Jorge IV, rey de Gran Bretaña e Irlanda.
Se volvió a brindar y beber, y de nuevo llegó el turno de Hornblower, como evidenciaba la mirada de Sharpe. Se puso de pie, con la copa en la mano, e inició la larga lista.
—Por su majestad cristianísima. Por su majestad católica. Por su majestad fiel —con aquello quedaban listas Francia, España y Portugal—. Por su majestad el rey de los Países Bajos.
No podía recordar qué más tenía que decir, aunque lo matasen. Pero Gerard captó la desesperación de su mirada y señaló con un rápido gesto del pulgar.
—Por su majestad el rey de Suecia —tragó saliva Hornblower—. Por su majestad el rey de Prusia.
Una señal de asentimiento por parte de Gerard le dijo que ahora sí que había incluido a todas las naciones representadas, y extrajo el final de su brindis del torbellino de su mente.
—Que sus majestades reinen largos años, con honor y con gloria.
Bueno, ya estaba, ya se podía sentar. Pero entonces se puso en pie el gobernador, hablando con frases retóricas, y en la embotada inteligencia de Hornblower penetró el hecho de que iban a beber a continuación por su propia salud. Trató de escuchar.
Era consciente de las intensas miradas que le dirigían desde toda la mesa, cuando el gobernador aludió a la defensa de la ciudad de Nueva Orleans de las «insensatas hordas» que la habían asaltado en vano (la alusión era inevitable, quizás, aunque habían pasado seis años desde aquella batalla) y trató de esbozar una sonrisa. Al fin, el gobernador llegó a la conclusión.
—Por su señoría el almirante Hornblower, y uno su nombre a un brindis por la Armada británica.
Hornblower se puso de pie en el acto, mientras el murmullo de aprobación de la compañía se apagaba de nuevo.
—Gracias por este inesperado honor —dijo, y tragó saliva, buscando cómo continuar—. Y por unir mi nombre con el de esa gran armada que he tenido el privilegio de servir durante tanto tiempo; es un honor adicional, por el que les doy las gracias.
Las damas se levantaban todas, ahora que él se había sentado por fin, así que tuvo que levantarse de nuevo mientras ellas se retiraban. Los lacayos, bien entrenados, despejaron la mesa en un momento, y los hombres se reunieron a un extremo de la misma mientras se ponían en circulación los licores. Se llenaron las copas y Sharpe inició la conversación con uno de los comerciantes presentes haciéndole una pregunta sobre la cosecha de algodón. Era un terreno seguro desde el cual hacer breves y cautelosas incursiones en otros temas mucho más debatibles de la situación mundial. Pero sólo unos minutos después, el mayordomo llegó y murmuró algo al oído a Sharpe, que se volvió a dar las noticias que había recibido al cónsul general de Francia. Vautour se puso de pie con expresión de consternación.
—Espero que acepte mis excusas, señor —dijo éste—. Lamento mucho verme en esta necesidad.
—No más de lo que lo lamento yo, barón —repuso Sharpe—. Espero que se trate solamente de una leve indisposición.
—Eso espero yo también —convino Vautour.
—La baronesa está indispuesta —explicó Sharpe a la compañía. Estoy seguro de que ustedes, caballeros, se unirán conmigo en el ferviente deseo, como he dicho, de que la indisposición sea leve, y al lamentar que ésta implique para nosotros la pérdida de la encantadora compañía del barón.
Hubo un murmullo de simpatía y Vautour se volvió a Cambronne.
—¿Envío de nuevo el coche para usted, conde? —preguntó. Cambronne se pellizcó el mostacho.
—Quizá sería mejor que me fuese con usted —respondió éste—. Por mucho que lamente dejar esta deliciosa reunión.
Los dos franceses se marcharon después de despedirse cortésmente.
—Ha sido un gran placer conocerle, milord —dijo Cambronne, inclinando la cabeza hacia Hornblower. Su envarado saludo se vio suavizado por las chispas de sus ojos.
—También ha sido una extraordinaria experiencia para mí conocer a un soldado tan distinguido del extinto Imperio —replicó Hornblower.
Los franceses fueron escoltados hasta el exterior por Sharpe, lleno de lamentaciones.
—Sus copas necesitan más licor, caballeros —dijo Sharpe, al volver.
No había nada que desagradase más a Hornblower que beber grandes tragos de oporto en una habitación húmeda, aunque ahora se encontraba más libre para discutir la cuestión de Florida con el cónsul general español. Se alegró cuando Sharpe inició el movimiento para reunirse de nuevo con las damas. En algún lugar del salón estaba tocando una orquesta de cuerda, pero afortunadamente de forma contenida, de modo que a Hornblower se le ahorró gran parte de la irritación que solía sufrir cuando se veía obligado a escuchar música, ya que con su oído era completamente incapaz de apreciarla. Se encontró sentado junto a una joven encantadora, al lado de la cual había cenado Cambronne. Como respuesta a las preguntas de ella, se vio obligado a admitir que aquel día, que era el primero que había pasado en Nueva Orleans, no había visto casi nada de la ciudad, pero aquella confesión condujo a una discusión sobre otros lugares que sí había visitado. Dos tazas de café, servidas por un lacayo que iba pasando por el salón, le aclararon un poco la cabeza. La joven era atenta y escuchaba mucho, y asintió llena de comprensión cuando la conversación reveló que Hornblower había dejado en su país, Inglaterra, al acudir al llamamiento del deber, una esposa y un hijo de diez años.
La noche fue pasando, y al fin el gobernador y su dama se levantaron y concluyó la fiesta. Hubo unos últimos minutos de cansada conversación mientras los coches se iban anunciando, uno a uno, y entonces Sharpe volvió al salón, después de escoltar hasta la puerta al último de los invitados.
—La velada ha sido un éxito, creo. Confío en que vuestra señoría esté de acuerdo conmigo —dijo, y se volvió a su mujer—. Debo pedirte, querida, que te acuerdes de regañar a Grover por el soufflé.
La entrada del mayordomo con otro mensaje murmurado al oído impidió que se escuchara la respuesta de la señora Sharpe.
—Vuestra señoría me perdonará un momento —se excusó Sharpe. Su expresión era de consternación, y se apresuró a salir de la habitación, dejando a Hornblower y Gerard, que empezaron a murmurar corteses fórmulas de agradecimiento a su anfitriona por aquella agradable velada.
—¡Cambronne nos ha ganado por la mano! —exclamó Sharpe, volviendo a entrar con rapidez—. ¡La Daring ha soltado amarras hace tres horas! Seguramente Cambronne ha subido a bordo en cuanto ha salido de aquí.
Se volvió a mirar a su mujer.
—¿Estaba enferma realmente la baronesa? —le preguntó a ésta.
—Parecía a punto de desmayarse —replicó la señora Sharpe.
—Seguramente ha sido una impostura —dijo Sharpe—. Estaría fingiendo. Cambronne ha metido a los Vautour en esto porque quería una oportunidad para huir.
—¿Y qué cree que se propone hacer? —inquirió Hornblower.
—Dios sabe. Pero espero que esté un poco desconcertado por la llegada de un buque de su majestad aquí. Si se ha ido de este modo, eso quiere decir que no planea nada bueno. Santo Domingo… Cartagena… ¿Adónde llevará a los guardias imperiales?
—En cualquier caso, yo iré tras él —dijo Hornblower, levantándose ya.
—Le resultará un poco difícil tomarle la delantera —dijo Sharpe. El hecho de que no añadiera «a vuestra señoría» era una prueba de la agitación que sentía—. Ha tomado dos remolcadores, el Lightning y el Mar, y con los nuevos faros en el río, ni un caballo al galope podría sobrepasarle antes de que llegara al paso. Al nacer el día ya estará en mar abierto. No sé si podremos encontrarle un remolcador esta noche, en cualquier caso, milord.
—De todos modos, iré tras él —dijo Hornblower.
—He ordenado que traigan su coche, milord —dijo Sharpe—. Perdónanos, querida, si nos vamos sin ceremonia alguna.
La señora Sharpe recibió un apresurado saludo por parte de los tres hombres, el mayordomo ya les esperaba con los sombreros y el coche a la puerta, y subieron a toda prisa.
—El cargamento de Cambronne subió a bordo al caer la noche —añadió Sharpe—. Mi hombre se reunirá conmigo en su buque, con su informe.
—Eso nos puede ayudar a decidir —dijo Hornblower.
El coche iba balanceándose por las oscuras y empinadas calles.
—¿Puedo hacer una sugerencia, milord? —preguntó Gerard.
—Sí, diga.
—Sea cual sea el plan que Cambronne tiene pensado, milord, Vautour forma parte de él. Y es un funcionario del gobierno francés.
—Tiene razón. Los Borbones quieren tocar todas las teclas —accedió Sharpe, pensativo—. Aprovechan cualquier oportunidad que tienen para imponerse. Cualquiera pensaría que fue a ellos a quienes derrotaron en Waterloo, y no a Boney.
El sonido de los cascos de los caballos cambió súbitamente, y el coche llegó al muelle. Se detuvieron y Sharpe abrió la puerta antes de que el lacayo pudiese saltar del pescante, pero mientras los tres hombres salían del carruaje, con el sombrero en la mano, su oscuro rostro se vio iluminado por las lámparas del coche.
—¡Espera! —ordenó Sharpe.
Casi corrieron por el muelle hasta el lugar en que el resplandor leve de una lámpara revelaba la pasarela. Los dos hombres de guardia en el ancla estaban de pie, firmes, en la oscuridad, cuando ellos subieron a bordo a toda prisa.
—¡Señor Harcourt! —gritó Hornblower, en cuanto sus pies tocaron la cubierta; no había tiempo para andarse con ceremonias. Brilló una luz en el tambucho y apareció Harcourt.
—Aquí, milord.
Hornblower se abrió camino hacia el camarote. Una linterna encendida colgaba del bao de cubierta, y Gerard trajo otra.
—¿Cuál es su informe, señor Harcourt?
—La Daring leyó anclas a las cinco campanadas en la primera guardia, milord —respondió—. Llevaba dos remolcadores.
—Lo sé. ¿Qué más?
—La gabarra con la carga se aproximó temprano, en la segunda guardia de cuartillo. Justo después de anochecer, milord.
Un hombre bajo y moreno entró discretamente en la cabina mientras él hablaba, y se quedó a un lado.
—¿Y bien?
—Este caballero es el que el señor Sharpe envió a vigilar conmigo lo que subían a bordo, milord. —¿Y qué era?
—Lo conté mientras lo iban subiendo, milord. Tenían luces en los estays de mesana.
—¿Y bien?
Harcourt tenía un papel en la mano, y procedió a leerlo.
—Había veinticinco cajas de madera, milord —Harcourt continuó justo a tiempo para adelantarse a una exasperada exclamación de Hornblower—. Reconocí esas cajas, milord. Son en las que se suelen embarcar los mosquetes, veinticuatro armas en cada una.
—Seiscientos mosquetes y bayonetas —exclamó Gerard, calculando con rapidez.
—Eso mismo imaginaba yo —dijo Sharpe.
—¿Y qué más? —pidió Hornblower.
—También había doce fardos grandes, milord. Rectangulares. Y veinte balas más largas y estrechas. —¿Qué podría…?
—¿Quiere escuchar el informe del hombre que mandé, milord?
—Muy bien.
—Venga aquí, Jones —chilló Harcourt al tambucho, y luego se volvió a Hornblower—. Jones es un buen nadador, milord. Le envié para que nadara hasta la gabarra y a otro hombre para que fuera en el bote de pescantes. Dile a su señoría lo que averiguaste.
Jones era un joven delgaducho y raquítico, que apareció parpadeando bajo las luces, incómodo ante aquella distinguida compañía. Cuando abrió la boca, habló con acento barriobajero de Londres.
—Uniformes, eran uniformes, en grandes fardos, señor.
—¿Cómo lo sabes?
—Nadé hasta el costado de la gabarra, señor. Me incorporé y los palpé, señor.
—¿Alguien le vio? —inquirió Sharpe.
—No, señor. Nadie en absoluto, señor. Todos estaban muy ocupados cargando las cajas. Uniformes, eso es lo que había en los fardos, como le he dicho, señor. Lo que noté a través de la tela de saco eran botones, señor. No botones planos, señor, como los que usted lleva. Eran botones redondos, abultados, en hileras, señor, en todas las casacas. Y me pareció tocar galones o algo así, señor, entorchados quizás. Uniformes, estoy seguro de que eran uniformes, señor.
El hombre moreno se adelantó en aquel momento llevando en sus manos algo lacio que parecía un gato negro muerto. Jones señaló al objeto antes de continuar.
—No podía ni imaginar, por mi vida, señor, qué era lo que había en las otras balas, señor, en las largas. Así que saqué mi cuchillo…
—¿Está seguro de que no le vio nadie?
—Seguro del todo, señor. Saqué mi cuchillo y corté la costura del final. Pensarán que se ha deshecho al subirlo, señor. Y saqué la primera de esas cosas que había y me fui con ella nadando hasta el bote de pescantes, señor.
El hombre moreno levantó el objeto para que lo inspeccionaran, y Hornblower cogió cautelosamente lo que parecía una negra y empapada masa de cabello, pero sus dedos encontraron el metal al darle vueltas entre sus manos.
—Águilas, señor —dijo Jones.
Había una cadena de latón y una gran insignia, la misma águila que había visto aquella misma noche en el pecho de Cambronne. Lo que tenía entre sus manos era un gorro de uniforme de piel de oso, empapado por su reciente inmersión, y adornado con las correspondientes guarniciones de latón.
—¿Lleva este gorro la Guardia Imperial, milord? —preguntó Gerard.
—Sí —afirmó Hornblower.
Había visto grabados en venta bastante a menudo, que pretendían ilustrar la resistencia de la guardia en Waterloo. En Londres, ahora, los guardias llevaban gorros de piel de oso no muy distintos de éste que tenía en las manos. Les habían sido concedidos como reconocimiento por derrotar a la Guardia Imperial en el peor momento de la batalla.
—Entonces, ya sabemos lo que necesitábamos saber —dijo Sharpe.
—Debo intentar atraparle —dijo Hornblower—. Llame a todos los marineros, señor Harcourt.
—Sí, milord.
Después de responder de forma automática, Harcourt abrió de nuevo la boca para hablar, pero no salió ningún sonido de ella.
—Ya lo recuerdo —dijo Hornblower, notando que la desdicha le invadía por completo—. Dije que no iba a necesitar a los hombres hasta mañana por la mañana.
—Sí, milord. Pero no andarán lejos. Enviaré a buscarlos al puerto y los encontraré. Estarán aquí dentro de una hora.
—Gracias, señor Harcourt. Haga lo que pueda. Señor Sharpe, necesitaremos que nos remolquen hasta el Paso. ¿Podrá ordenar que venga un remolcador a vapor con nosotros?
Sharpe miró al hombre moreno que había traído el gorro de piel de oso.
—Dudo que haya uno libre antes de mediodía —dijo el moreno—. La Daring se llevó dos… y ahora sé por qué lo hizo. El President Madison está fuera de circulación. El Tower ha ido a Baton Rouge, con las bateas. El Ecrevisse (el que ha traído este buque) se volvió a ir por la tarde. Creo que el Temeraire está de camino. Podemos conseguir que vuelva tan pronto como llegue. Y eso es todo lo que tenemos.
—A mediodía —exclamó Hornblower—. Trece horas. La Daring estará en alta mar antes de que zarpemos.
—Y es una de las naves más rápidas que existen —dijo Sharpe—. Registró nada menos que quince nudos cuando la persiguió la Tenedos durante la guerra.
—¿Cuál es el puerto mexicano donde subirán a bordo los soldados?
—No es más que un pueblo en una laguna, Corpus Christi, milord. Quinientas millas y viento favorable.
Hornblower ya se imaginaba a la Daring, con sus bellas líneas y su enorme extensión de lona, a toda vela, empujada por el viento alisio. La pequeña Crab, en cuya cabina estaba ahora de pie, no estaba diseñada para las persecuciones oceánicas. Había sido construida y aparejada para que fuese pequeña y manejable, para entrar y salir de ensenadas oscuras, haciendo trabajos policiales en el archipiélago de las Indias Occidentales. En la carrera hacia Corpus Christi, la Daring ciertamente ganaría varias horas, un día o más, quizás, a lo cual habría que añadir las doce horas de ventaja que ya les llevaba. No costaría mucho llevar a pie o en embarcaciones a quinientos hombres disciplinados a bordo, y luego se haría de nuevo a la vela. ¿Hacia dónde? El cansado cerebro de Hornblower vaciló ante la contemplación de la situación política, inmensamente compleja, en las tierras que se encontraban a corta distancia de Corpus Christi. Si era capaz de adivinarlo, podría anticipar la llegada de la Daring al lugar peligroso; si se limitaba a perseguirla hasta Corpus Christi, casi con toda certeza llegarían allí y encontrarían que ya se habían ido, con soldados y todo, habiéndose desvanecido en el mar, donde no quedan huellas, para dirigirse a realizar cualquier fechoría que estuviesen planeando.
—La Daring es una nave americana, milord —dijo Sharpe, para aumentar aún más sus preocupaciones.
Ése era un detalle importante, muy importante, en realidad. La Daring tenía un objetivo legal ostensible, y enarbolaba las barras y estrellas en su bandera. No se le ocurría ninguna excusa para abordarla en un puerto y examinarla. Sus instrucciones eran muy estrictas en lo que hacía referencia al tratamiento que debía otorgar a la bandera americana. Nueve años atrás, América había estado en guerra encarnizada contra el poder marítimo más importante del mundo, debido a la actitud de la Marina Real hacia la marina mercante americana.
—Va armada, y estará llena de hombres, milord —añadió Gerard.
Ése también era un detalle importante, y muy cierto, además. Con sus cañones de doce libras y quinientos soldados disciplinados (y su numerosa tripulación americana, por añadidura) podía reírse de cualquier Crab que la amenazase con sus cañones de seis libras y su tripulación de dieciséis hombres. La Daring estaría en su derecho de negarse a obedecer cualquier señal hecha desde la Crab y la Crab no podría hacer nada para obligarla a obedecer. ¿Romper un palo? No era tan fácil con un cañón de seis libras, y aunque nadie resultase muerto por accidente, seguro que habría una terrible tormenta diplomática si hacía fuego contra las barras y estrellas. ¿Y si la iba siguiendo de cerca, para, al menos, estar a mano cuando se revelase cuál era su auténtico propósito? No, imposible. En cualquier lugar del mar, la Daring sólo tenía que desplegar sus velas ante un viento favorable para dejar atrás a la Crab en el horizonte en una sola tarde, y después recuperar su auténtico rumbo, sin ser perseguida.
Sudando en la asfixiante noche, Hornblower se sentía como un animal salvaje cogido en una trampa. En cualquier momento, una vuelta de cuerda más se enrollaría en torno a su cuerpo y le dejaría más indefenso aún, si cabe. Estuvo tentado de perder todo su autocontrol y dejarse llevar por el pánico, liberando toda su fuerza en una ciega explosión de rabia. A veces, durante su larga carrera profesional, había visto a oficiales de alta graduación que daban rienda suelta a explosiones de ese tipo. Pero eso no le ayudaría. Miró a su alrededor, al círculo de rostros que iluminaba la lámpara. Las caras mostraban la contenida expresión de los hombres que presencian un fracaso, que son conscientes de que se encuentran en presencia de un almirante que ha convertido en una lamentable chapuza el primer asunto importante que le habían encomendado. Eso, en sí mismo, le ponía loco de ira.
El orgullo vino en su ayuda. No iba a dejarse llevar por la debilidad humana ante los ojos de aquellos hombres.
—En cualquier caso, nos haremos a la mar —dijo, fríamente— en cuanto tenga una tripulación y un remolcador a vapor.
—¿Puedo preguntar a vuestra señoría qué se propone hacer? —preguntó Sharpe.
Hornblower tuvo que pensar rápidamente para dar una respuesta razonable a esa pregunta; no tenía ni idea. Lo único que sabía es que no iba a rendirse sin luchar. Nunca se había conseguido solucionar una crisis perdiendo tiempo.
—Emplearé lo que me queda de estar aquí en la redacción de órdenes para mi escuadrón —dijo—. Mi teniente de bandera las escribirá a mi dictado, y le pido a usted, señor Sharpe, que se encargue de su distribución por todos los medios que encuentre disponibles.
—Muy bien, milord.
Hornblower recordó en aquel momento algo que ya tenía que haber hecho. No era demasiado tarde; aquella parte de su deber todavía podía llevarla a cabo. Y así al menos disimularía la rabia que sentía.
—Señor Harcourt —dijo—. Tengo que felicitarle de todo corazón por la forma excelente en que ha ejecutado mis órdenes. Ha realizado usted la tarea de vigilar la Daring de un modo ejemplar. Puede estar usted seguro de que llamaré la atención de sus señorías respecto a su conducta.
—Muchas gracias, milord.
—Y ese hombre, Jones —continuó Hornblower—. Ningún marinero podría haber actuado con más inteligencia. Ha elegido usted admirablemente, señor Harcourt, y Jones ha justificado su elección. Lo recordaré y le recompensaré. Le daré un nombramiento de marinero y le confirmaré tan pronto como sea posible.
—Muchas gracias, milord. Ya le habían nombrado antes y le habían retirado el nombramiento.
—¿La bebida? ¿Por eso le fue negado el permiso para bajar a tierra?
—Eso me temo, milord.
—Entonces, ¿qué recomienda usted? Harcourt estaba en un aprieto.
—Pues… puede decirle usted directamente lo que me ha dicho a mí, milord. Puede estrecharle la mano y…
Hornblower se echó a reír.
—¿Y ser conocido en toda la marina como el almirante más tacaño que ha existido jamás? No. Al menos le daré una guinea de oro. O dos. Se las entregaré personalmente, y le ruego que le dé tres días de permiso en cuanto lleguemos de nuevo a Kingston. Que disfrute de su pequeña perversión, si es la única forma en la que podemos recompensarle. Hay que considerar los sentimientos de todo el escuadrón.
—Sí, milord.
—Y ahora, señor Gerard, empezaré a dictar esas órdenes.
Era ya mediodía cuando la Crab soltó amarras y fue remolcada por el Temeraire; a pesar del glorioso nombre del remolcador, Hornblower no dedicó un solo pensamiento a ello y a las implicaciones que tenía. El intervalo que pasó antes de partir, durante la larga y asfixiante mañana, lo ocupó dictando órdenes, que debían ser expedidas a todos los buques de su escuadrón. Había que hacer una infinidad de copias. Sharpe las enviaría selladas a todos los buques británicos que dejasen Nueva Orleans hacia las Indias Occidentales en la esperanza de que si uno de ellos encontraba a un barco del rey, sus órdenes podían pasar sin demora, sin ser enviadas a Kingston, y luego transmitidas por los canales oficiales. Cada uno de los buques del escuadrón de las Indias Occidentales debía tener los ojos bien abiertos para localizar el buque americano Daring. Cada barco debía preguntar cuál era su objetivo, y debía averiguar, si era posible, si la Daring tenía tropas a bordo, pero (Hornblower sudaba más febrilmente que nunca mientras redactaba lo que seguía) los capitanes de los buques de su majestad debían recordar aquel fragmento de las instrucciones originales del comandante en jefe que hacían alusión a la conducta hacia la bandera americana. Si no había tropas a bordo, tenían que hacer un esfuerzo para averiguar dónde las habían desembarcado; si las llevaban, la Daring debía ser mantenida a la vista hasta que bajaran a tierra. Los capitanes debían tener la máxima discreción en lo que respecta a cualquier posible interferencia con las operaciones de la Daring.
Esas órdenes no dejarían Nueva Orleans hasta el día siguiente y viajarían en un lento barco mercante; por lo que sabía, era poco probable que alcanzaran a cualquier barco del escuadrón antes de que la Daring hubiese hecho lo que estaba planeando. Sin embargo, era necesario tomar todas las precauciones posibles.
Hornblower firmó veinte copias de sus órdenes con mano sudorosa, luego las vio sellar y se las tendió a Sharpe. Se estrecharon las manos y Sharpe bajó de nuevo por la pasarela.
—Cambronne se dirigirá a Port au Prince o a La Habana, según mi opinión, milord —dijo Sharpe.
Los dos lugares no estaban separados más que por unas mil millas.
—¿Y no podría ser Cartagena, o La Guaira? —preguntó Hornblower con ironía. Esos lugares estaban también a mil millas de distancia, y a más de mil millas de La Habana.
—También podría ser —accedió Sharpe, a quien no hacía mella la ironía. Sin embargo, no se podía decir que no estuviera sensibilizado hacia las dificultades de Hornblower, porque continuó—: Le deseo la mejor de las suertes, milord, en cualquier caso. Estoy seguro de que vuestra señoría alcanzará el éxito.
La Crab soltó amarras, y el Temeraire la llevaba a remolque, con el humo y las chispas surgiendo de sus chimeneas, para gran indignación de Harcourt. Temía no sólo el fuego, sino las manchas en su inmaculada cubierta. Hizo que los marineros trabajaran sin cesar bombeando agua desde el mar, para empapar cubierta y jarcias.
—¿Desayuno, milord? —dijo Gerard, al costado de Hornblower.
¿Desayuno? Era la una del mediodía. No había dormido. Había bebido demasiado la noche anterior, y la había tenido muy ajetreada y llena de ansiedad, y ahora estaba muy nervioso. Su primera reacción fue decir que no, pero entonces recordó lo mucho que se había quejado el día anterior (¿sólo había pasado un día? Parecía más bien una semana) acerca del retraso en su desayuno. No permitiría que su agitación fuese tan obvia.
—Por supuesto. Podrían habérmelo servido antes, señor Gerard —dijo, esperando transmitir el enfado del hombre que todavía no había comido nada.
—Sí, milord —dijo Gerard. Llevaba varios meses como teniente de Hornblower, y ya sabía tanto del carácter y las manías del almirante como una esposa. Sabía, también, que en el fondo Hornblower era amable. Había recibido su nombramiento como hijo de un viejo amigo suyo, en un momento en que los hijos de almirantes y duques ansiaban servir como teniente con el mítico Hornblower.
El almirante se comió a la fuerza la fruta y los huevos cocidos, y se bebió el café, a pesar del calor. Dejó pasar un tiempo considerable antes de volver de nuevo a cubierta, y durante ese lapso, consiguió olvidar realmente sus problemas… al menos casi olvidarlos. Pero volvieron a toda marcha tan pronto como subió a cubierta. Tan abrumadores eran que no demostró interés alguno por ese método todavía inusual para él de navegar por un río, ni en las bajas orillas que corrían rápidamente a ambos lados. Aquella apresurada partida de Nueva Orleans era sólo un gesto de desesperación, después de todo. No podía esperar atrapar a la Daring. Ésta podía llevar a cabo cualquier golpe que tuviesen en mente casi ante sus mismas narices, y serían el hazmerreír del mundo entero… bueno, de su mundo, al menos. Éste sería el último mando que le dieran. Hornblower hizo memoria de los años a media paga que había ido soportando desde Waterloo. Habían sido años dignos y felices, se podría pensar, con un escaño entre los lores y una posición de influencia en su condado, una esposa amante y un hijo que iba creciendo, pero aun así, aquello no era vida. Los cinco años que siguieron a Waterloo, hasta que el curso de la naturaleza llevó a su promoción al rango de oficiales, habían estado llenos de temores. Sólo se había dado cuenta de ello al experimentar la intensa alegría de su nombramiento para las Indias Occidentales. Ahora, todos los años que le quedaban por vivir hasta la tumba serían tan yermos como esos cinco; mucho más estériles si cabe, puesto que no se verían aliviados por la esperanza de un futuro empleo en el mar.
Allí estaba, compadeciéndose a sí mismo, se dijo amargamente, cuando lo que debía hacer era pensar en los problemas que se le presentaban. ¿Qué pretendía hacer ese Cambronne? Si podía adelantársele, llegar triunfante al lugar donde se proponía asestar su golpe, podía recuperar su reputación. Sería capaz, con mucha suerte, de intervenir decisivamente. Pero en todos los lugares de Hispanoamérica había conflictos, así como en las Indias Occidentales, excepto en las colonias británicas. Todos los lugares eran semejantes entre sí; en cualquier caso, sería realmente dudoso que encontrase una excusa para intervenir… Cambronne, probablemente, tenía una comisión del propio Bolívar o de algún otro líder; pero, por otra parte, las precauciones que había tomado parecían significar que al menos prefería que la Marina Real no tuviera oportunidad de intervenir. ¿Intervenir? ¿Con una tripulación de dieciséis hombres, sin contar a los supernumerarios, y solamente con unos cañones de seis libras? Bobadas. Era un idiota. Pero tenía que pensar, pensar, pensar…
—Se habrá puesto el sol antes de que avistemos Saint Philip, milord —informó Harcourt, saludando.
—Muy bien, señor Harcourt.
No se dispararían salvas, entonces. Partiría de Estados Unidos con el rabo entre las piernas, por así decirlo. No podría evitar que hubiese comentarios sobre la brevedad de su visita. Sharpe haría lo que pudiera para argumentar por qué se había ido tan deprisa, pero cualquier explicación resultaría insatisfactoria. De cualquier modo, ese mando que tanto ansiaba se estaba convirtiendo en un ridículo fiasco.
Hasta aquella visita, que había deseado tan ardientemente, era una decepción. No había visto casi nada de Nueva Orleans, ni de América, ni a los propios americanos. No podía interesarse por aquel vasto Misisipí. Sus problemas le impedían concentrarse en el entorno, y el entorno le distraía de prestar la debida atención a sus problemas. Ese fantástico medio de progresión, por ejemplo… la Crab iba surcando el agua a sus buenos cinco nudos, y también estaba la corriente. Una brisa soplaba contra el buque, como consecuencia. Era extraordinario ir avanzando con el viento completamente muerto, sin una sola oscilación, con la jarcia fija exhalando una débil nota y, sin embargo, ni un solo crujido de la jarcia móvil.
—La cena está servida, milord —dijo Gerard, apareciendo de nuevo en cubierta.
La oscuridad se cerraba en torno a la Crab mientras Hornblower bajaba, pero en la cabina hacía un calor sofocante.
—Caldo escocés, milord —dijo Giles, colocando un humeante plato ante él.
Hornblower introdujo la cuchara someramente en el plato, se esforzó por tragar unas cuantas cucharadas, y dejó de nuevo el cubierto. Giles le sirvió un vaso de vino; no quería ni vino ni sopa, pero no deseaba tampoco mostrar debilidades humanas. Se esforzó por comer un poco más de sopa, lo suficiente para mantener las apariencias.
—Pollo marengo, milord —dijo Giles, colocando ante él otro plato.
Las apariencias quedaron mejor con el pollo; Hornblower lo cortó a trozos, se comió un par de bocados y dejó el cuchillo y el tenedor. Ya le informarían desde cubierta si había ocurrido el milagro, si los dos remolcadores de vapor de la Daring se habían estropeado, o si la Daring había embarrancado y estaban pasando por su lado, triunfantes. Absurda esperanza. Era un idiota.
Giles despejó la mesa y colocó en ella una bandeja con quesos y un plato, y le sirvió un vaso de oporto. Una tajada de queso, un sorbo de oporto, y la cena se podía considerar por concluida. Giles trajo la lámpara de alcohol de plata, la cafetera de plata, la taza de porcelana… el último regalo que le había hecho Bárbara. De algún modo, el café le consolaba a pesar de su desgracia; era el único consuelo en un mundo negro.
De nuevo en cubierta, estaba ya bastante oscuro. En la amura de estribor brillaba una luz, moviéndose a ritmo constante hacia popa, hacia el través de estribor. Debía de ser uno de los faros instalados por los americanos para hacer la navegación del Misisipí tan cómoda de noche como de día. Era una prueba más de la importancia de aquel comercio que se iba desarrollando, y el hecho de que nada menos que seis remolcadores de vapor se usaran constantemente también lo indicaba así.
—Por favor, milord —dijo Harcourt en la oscuridad junto a él—. Estamos acercándonos al Paso. ¿Qué órdenes tiene, milord?
¿Qué podía hacer? Sólo podía jugar al perdedor, hasta el amargo final. Sólo podía seguir a la Daring, lejos, muy lejos de ellos, a popa, con la esperanza de que ocurriera un milagro, un afortunado accidente. Las probabilidades de que cuando llegasen a Corpus Christi el pájaro hubiese volado y se hubiese desvanecido por completo eran de cien a una. Sin embargo, quizá las autoridades mexicanas, si es que había alguna, o los cotilleos locales, si podía recoger alguno, le dieran alguna indicación del destino que iba a seguir a continuación la Guardia Imperial.
—Tan pronto como estemos en alta mar establezca rumbo hacia Corpus Christi, por favor, señor Harcourt.
—Sí, milord. Corpus Christi.
—Estudie las Instrucciones de Navegación para el Golfo de México, señor Harcourt, por el paso hacia la laguna que hay allí.
—Sí, milord.
Ya estaba hecho, ya había tomado la decisión. Sin embargo se quedó en cubierta, tratando de enfrentarse al problema en toda su vaguedad y enloquecedora complejidad.
Notó la lluvia sobre su rostro, que pronto empezó a caer a torrentes sobre cubierta, con gran estrépito, empapando su mejor uniforme. El tricornio le pesaba como el plomo en la cabeza, con el ala llena de agua. Estaba a punto de refugiarse abajo cuando su mente empezó a seguir un viejo curso de pensamientos, y se quedó. Gerard apareció en la oscuridad con su gorro y su impermeable, pero no le prestó ninguna atención. ¿No era posible que se tratase de una falsa alarma? ¿Que Cambronne no tuviese pensada otra cosa que devolver la guardia a Francia? No, claro que no. No habría embarcado seiscientos mosquetes a bordo, en ese caso, ni fardos con uniformes, ni tampoco habría tenido necesidad alguna de realizar una partida apresurada y clandestina.
—Por favor, milord —dijo Gerard, insistiendo con su impermeable.
Hornblower recordó que antes de dejar Inglaterra, Bárbara se había llevado a Gerard a un lado y había hablado con él mucho rato, seriamente. Sin duda, le estaba insistiendo en la necesidad de impedir que se mojara y procurar que comiera regularmente.
—Demasiado tarde, señor Gerard —dijo, con una mueca—. Estoy completamente empapado.
—Entonces, por favor, milord, vaya abajo y cámbiese de ropa.
Había auténtica ansiedad en la voz de Gerard, una preocupación sincera. La lluvia tamborileaba con fuerza sobre el impermeable de Gerard en la oscuridad, como el almirez que machaca el nitrato en un mortero de pólvora.
—Ah, sí, muy bien —accedió Hornblower.
Se dirigió hacia el pequeño tambucho. Gerard le seguía.
—¡Giles! —llamó Gerard, vivamente. El ayuda de cámara de Hornblower apareció al instante—. Saque ropa seca para su señoría.
Giles empezó a trastear en la pequeña cabina, arrodillándose en el suelo para sacar una camisa limpia del baúl. Medio galón de agua cayó de golpe junto a él cuando Hornblower se quitó el sombrero.
—Cuide de que las cosas de su señoría se sequen como es debido —ordenó Gerard.
—Sí, señor —dijo Giles, con la suficiente paciencia contenida en su tono como para hacer saber a Gerard que era una orden innecesaria. Hornblower sabía que aquellos dos hombres le querían bien. ¿Sobreviviría ese afecto a su fracaso… y durante cuánto tiempo?
—Muy bien —dijo, momentáneamente irritado—. Ya puedo arreglármelas yo ahora.
Se quedó solo en la cabina, de pie, inclinado bajo los baos de cubierta. Al desabrocharse el empapado uniforme se dio cuenta de que todavía llevaba la estrella y la cinta. Al pasar ésta por la cabeza comprobó que estaba empapada también. Cinta y estrella se burlaban de su error, justo en el preciso momento en que él estaba mofándose con desdén de sí mismo por esperar otra vez que la Daring pudiera haber embarrancado en algún sitio durante su travesía por el río.
Un golpecito en la puerta, y Gerard entró de nuevo en la cabina.
—He dicho que podía arreglármelas solo —espetó Hornblower.
—Un mensaje del señor Harcourt, milord —dijo Gerard, sin inmutarse—. El remolcador soltará amarras pronto. El viento es bueno, una fuerte brisa, este cuarta al nordeste.
—Muy bien.
Una fuerte brisa, un buen viento, todo ello iría en favor de la Daring. La Crab habría tenido alguna oportunidad de adelantarse a ella con aires variables y contrarios. Pero el destino había cargado los dados contra ellos.
Giles había aprovechado la oportunidad para volver a meterse en la cabina. Cogió la mojada casaca de manos de Hornblower.
—¿No le había dicho que saliera? —exclamó Hornblower, cruel.
—Sí, milord —replicó Giles, imperturbable—. ¿Qué hacemos con este… este gorro, milord?
El ayuda de cámara había cogido el gorro de piel de oso de la Guardia Imperial, que todavía estaba colocado en el armario.
—¡Ah, lléveselo! —rugió Hornblower.
Se quitó los zapatos de cualquier manera y estaba empezando a quitarse las medias cuando le asaltó una nueva idea. Continuó agachado, sopesándola.
Un gorro de piel de oso… fardos y más fardos de gorros de piel de oso… ¿Para qué? Lo de los mosquetes y bayonetas lo entendía. Los uniformes también, quizá. Pero ¿quién en su sano juicio equiparía a un regimiento en la América tropical con gorros de piel de oso? Se fue enderezando poco a poco, y se puso de nuevo en pie, pensando intensamente. Hasta las casacas de uniforme con botones y entorchados estarían fuera de lugar entre las andrajosas filas de las hordas de Bolívar; los gorros de piel de oso resultarían bastante absurdos.
—¡Giles! —rugió, y cuando apareció Giles por la puerta, exclamó—: ¡Tráigame de nuevo ese gorro!
Lo cogió de nuevo entre sus manos. Tenía la íntima sensación de estar tocando la clave del misterio. Estaba la pesada cadena de latón lacado, el águila imperial. Cambronne era un soldado con veinte años de experiencia en el campo de batalla; nunca haría que sus hombres llevasen cosas como aquélla en una guerra en los pestilentes pantanos de Centroamérica, o en los sofocantes cañaverales de las Indias Occidentales. ¿Entonces…? La Guardia Imperial, con sus uniformes y gorros de piel de oso, ya históricos, quedaba asociada en todas las mentes con la tradición bonapartista, que aún se hacía notar como fuerza política. ¿Un movimiento bonapartista? ¿En México? Imposible. ¿En Francia, entonces?
Aunque llevaba todavía las ropas húmedas, Hornblower sintió un súbito ramalazo de calor y notó la sangre correr por sus venas, cálida, sabiendo que había dado con la solución. ¡Santa Elena! Bonaparte estaba allí, era prisionero, exilado en una de las islas más solitarias del mundo. Quinientos soldados disciplinados llegando por sorpresa en un buque con los colores americanos conseguirían liberarle. ¿Y entonces? Había pocos buques en el mundo tan rápidos como la Daring. Navegando hacia Francia, llegarían allí antes de que ningún aviso pudiera alcanzar el mundo civilizado. Bonaparte desembarcaría con su guardia… ah, sí, el propósito que tenían los uniformes y los gorros de piel de oso quedaba ahora bastante claro. Todo el mundo recordaría las glorias del imperio. El ejército francés se agruparía bajo su estandarte, como había hecho antes, cuando él volvió de Elba. Los Borbones ya habían dilapidado el crédito que se les dio… Sharpe había observado que estaban actuando como unos metomentodos en el aspecto internacional, en la esperanza de deslumbrar al pueblo con una política exterior de éxito. Bonaparte marcharía hacia París sin ninguna oposición. Entonces, el mundo quedaría una vez más sumido en el caos. Europa experimentaría de nuevo el sangriento ciclo de derrotas y victorias.
Después de Elba, había sido necesaria una campaña de cien días para derrotar a Napoleón en Waterloo, pero durante aquellos cien días habían muerto nada menos que cien mil hombres, y se habían gastado millones y millones. Esta vez, podía no ser tan fácil como la anterior. Bonaparte podía encontrar aliados en el estado de confusión que reinaba en Europa. Podían pasar veinte años más de guerra, que dejasen a Europa en ruinas. Hornblower había luchado durante veinte años de contiendas. Se sentía físicamente enfermo ante la idea de que se repitiera. La perspectiva era tan monstruosa que volvió a repasar las deducciones que acababa de hacer, pero no pudo evitar llegar a la misma conclusión.
Cambronne era un bonapartista; ningún hombre que hubiera sido comandante en jefe de la Guardia Imperial podía ser otra cosa. Incluso lo indicaba un pequeño detalle: lucía la Gran Águila bonapartista de la Legión de Honor en lugar del Gran Cordón Borbón, que la había sustituido. Lo había hecho con el conocimiento de Vautour, y con su aceptación. Vautour servía a los Borbones, pero podía ser un traidor; todo el asunto de fletar la Daring y enviar su fatal carga a bordo sólo podía haber sido llevado a cabo con la connivencia de las autoridades francesas… presumiblemente, toda Francia estaba minada por la conspiración bonapartista. La conducta de la baronesa era una prueba más de ello.
Centroamérica y las Indias Occidentales podían estar sumidas en el caos, pero no había en aquel lugar ningún punto de interés estratégico especial (como él sabía bien, después de haberlo meditado mucho) que invitase a una invasión por parte de la Guardia Imperial con uniformes y gorros de piel de oso. Tenía que ser Santa Elena, y luego Francia. No había ninguna duda de ello. Ahora, las vidas de millones de personas, la paz del mundo entero, dependían de la decisión que tomase él en aquel preciso momento.
Se oyó ruido de pasos en cubierta, justo por encima de su cabeza. Oyó cabos que caían de golpe en cubierta, órdenes, fuertes crujidos. La cabina, de repente, se inclinó de costado al largar velas, cogiéndole completamente desprevenido, de modo que se tambaleó y se le cayó el gorro de piel de oso, que quedó a sus pies. La Crab se enderezó otra vez. La cubierta parecía haber cobrado vida de súbito, como si un aliento vital hubiese respirado sobre ella. Estaban en alta mar; se dirigían hacia Corpus Christi. Con el viento este cuarta al nordeste, la Crab iría volando viento en popa, posiblemente. Ahora tenía que pensar con rapidez, cada segundo contaba. No podía permitirse correr a sotavento de aquella manera, si iba a cambiar los planes.
Y él sabía que iba a cambiarlos. Había deseado con desesperación una oportunidad de adivinar adónde se dirigía la Daring después de tocar tierra en Corpus Christi. Pues bien: ahora podía intervenir. Ahora tenía una oportunidad de preservar la paz del Inundo. Con los ojos, que no veían, clavados en una distancia infinita, se puso de pie en la cabina balanceante, invocando en su mente la visión de las cartas del golfo de México y del Caribe. Los vientos alisios del nordeste soplaban a través de ellos, no tan fiables en aquella época del año como en invierno, pero con la suficiente constancia como para resultar un factor calculable. Un buque que se dirigiera al sur del Atlántico (hacia Santa Elena) desde Corpus Christi, se vería obligado a tomar el canal de Yucatán. Entonces, sobre todo si su misión no deseaba llamar la atención, se dirigiría hacia el saliente de Sudamérica, por el centro del Caribe, con muchas millas de mar abierto a cada aleta. Pero tendría que pasar por la cadena de las Antillas antes de irrumpir en el Atlántico.
Había centenares de pasajes disponibles, pero sólo uno resultaba obvio, la única ruta que consideraría un capitán con destino a Santa Elena y que tuviera que luchar contra los vientos alisios. Rodearía Punta Galera, el extremo más septentrional de Trinidad. Daría el máximo espacio que pudiera, aunque no podría ser verdaderamente amplio porque al norte de Punta Galera se encontraba la isla de Tobago, y el canal de Tobago entre ambas no debía de tener (aunque Hornblower no lo sabía con total seguridad) más de cincuenta millas de ancho. En condiciones favorables, un barco solo podía patrullar por ese canal y asegurarse de que nadie pasara por allí sin ser visto. Era un típico ejemplo de estrategia marítima a pequeña escala. El poder del mar hace notar su influencia en los amplios océanos, pero es en los mares estrechos, en los puntos concretos, donde ocurren siempre los momentos decisivos. El canal de Yucatán no sería tan adecuado como el de Tobago, porque el primero tenía más de un centenar de millas de anchura. La Crab llegaría allí primero, eso podía darse por sentado, viendo que la Daring tendría que cubrir los dos lados de un triángulo, yendo primero a Corpus Christi, y con un largo recorrido a sotavento como resultado. Sería mejor emplear la ventaja conseguida de ese modo para correr hacia el canal de Tobago. Tendrían tiempo de anticiparse a la Daring (el tiempo justo), y existía una posibilidad sustancial de que él se encontrara de camino con algún buque de su escuadrón, y pudiera acompañarle. Una fragata. Eso le daría toda la fuerza que necesitaba. Se decidió en aquel mismo momento, consciente de que el corazón le latía muy deprisa. —¡Giles!— gritó.
Éste volvió a aparecer, y sin excederse de la gran discreción de un criado favorito, mostró una sorprendida desaprobación al verle todavía con la camisa y los pantalones mojados.
—Salude al señor Harcourt y dígale que deseo verle tan rápido como le sea posible.
Que significaba de inmediato, claro está, puesto que era todo un almirante el que solicitaba la presencia de un teniente.
—Señor Harcourt, he decidido un cambio de planes. No hay tiempo que perder. Por favor, establezca un rumbo hacia el cabo San Antonio.
—Cabo San Antonio. Sí, señor.
Harcourt era un buen oficial. No mostró extrañeza ni duda en su voz después de oír la sorprendente orden.
—Cuando estemos en el nuevo rumbo le explicaré lo que me propongo, si tiene la amabilidad de venir a despachar conmigo con las cartas, señor Harcourt. Traiga también al señor Gerard con usted.
—Sí, señor.
Ahora podía quitarse la camisa y los pantalones empapados y secarse con una toalla. De alguna forma, en la diminuta cabina ya no parecía hacer un calor tan opresivo, quizá porque habían salido a mar abierto, tal vez porque había tomado una decisión. Se estaba poniendo los pantalones en el momento en que Harcourt metió a barlovento. La Crab viró como una peonza, mientras sus robustos marineros halaban las escotas. La nave macheteó a estribor, con el viento por el través, y Hornblower, con una sola pierna metida en los pantalones, después de dar un salto frenético, tratando de mantener el equilibrio, cayó de cara en el coy y quedó pataleando en el aire. Luchó por ponerse en pie de nuevo; la Crab todavía se escoró a estribor, luego un poco más, y por fin menos, a medida que cada ola en el través del mar pasaba bajo ella. Cada bandazo cogía a Hornblower por sorpresa mientras intentaba meter la otra pierna en los pantalones, y tuvo que sentarse dos veces en el catre de golpe antes de conseguirlo. Una vez tuvo éxito, Harcourt y Gerard entraron de nuevo en la cabina. Escucharon serenamente a Hornblower mientras éste les contaba sus deducciones con respecto al plan de la Daring y su intención de interceptarla en el canal de Tobago; Harcourt tomó su compás y midió la distancia, y asintió cuando hubo acabado.
—Podemos ganarle cuatro días de ventaja hacia San Antonio, milord —dijo—. Eso significa que estaremos allí tres días antes que ellos.
Tres días debía ser una ventaja suficiente para la Crab en la larga, larga carrera a través del Caribe.
—¿Podemos avisar a Kingston de paso, milord? —preguntó Gerard.
Estuvo tentado de considerarlo, pero al final Hornblower movió negativamente la cabeza. No tendría sentido avisar al cuartel general, contar aquellas noticias, buscar refuerzos incluso, si la Daring se les escapaba mientras lo hacían.
—Nos costaría demasiado tiempo —dijo—. Aunque tuviéramos la brisa del mar. Y habría retraso mientras estuviéramos allí. No podemos perder nada de tiempo.
—Supongo que no, milord —accedió Gerard, a regañadientes. Estaba jugando el papel de oficial del estado mayor, cuyo deber es ser crítico con cualquier plan que se sugiera—. Entonces, ¿qué hacemos cuando nos encontremos con ellos?
Hornblower buscó los ojos de Gerard y lo miró fijamente. Gerard estaba formulando en voz alta la pregunta que ya se habían hecho y que había quedado sin respuesta.
—Estoy haciendo planes para enfrentarme a esa situación —dijo Hornblower, y hubo en su voz un tono áspero que impidió a Gerard continuar con el tema.
—No hay más de veinte millas de agua navegable en el canal de Tobago, milord —dijo Harcourt, todavía ocupado con su compás.
—Entonces, no podrá pasarnos inadvertida, aunque sea de noche. Caballeros, creo que estamos obrando de la mejor forma posible. Quizá la única posible.
—Sí, milord —dijo Harcourt; su mente estaba funcionando a toda máquina—. Si Boney consigue liberarse de nuevo…
No pudo continuar. No podía enfrentarse a esa espantosa posibilidad.
—Tenemos que procurar que eso no ocurra, caballeros. Y ahora que hemos hecho todo lo que podemos, sería muy sensato que nos tomáramos un pequeño descanso. No creo que ninguno de nosotros haya dormido desde hace un tiempo considerable.
Aquello era verdad. Ahora que ya había decidido qué curso de acción tomar, ahora que ya estaba comprometido a ello, para bien o para mal, Hornblower sentía que los párpados le pesaban y el sueño le invadía. Se echó en su coy una vez que sus oficiales le dejaron. Con el viento por el través de babor y el coy apoyado contra el mamparo de estribor, podía relajarse por completo, sin miedo de caerse. Cerró los ojos. Ya había empezado a formular la respuesta a la pregunta que había planteado Gerard. Aquella decisión era espantosa, algo horrible de contemplar. Pero parecía inevitable. Tenía que cumplir con su deber, y ahora podía estar seguro de que lo hacía con el máximo de su habilidad. Con la conciencia clara, con la certeza tranquilizadora de que estaba usando su juicio más sereno, la inevitabilidad del futuro que le esperaba reforzó su necesidad de dormir. Durmió hasta el amanecer; incluso estuvo medio amodorrado unos minutos más después de amanecer, antes de empezar a pensar de nuevo con claridad, a la luz del día, cuando aquel horrible pensamiento empezó a incordiarle de nuevo.
Así fue como la Crab empezó su carrera histórica hacia el canal de Tobago, a través de una distancia casi tan grande como ancho es el Atlántico, con los bravíos vientos alisios empujándola, mientras la nave iba avanzando. Todos los hombres de a bordo sabían que estaban disputando una carrera, porque en una embarcación pequeña como la Crab no se puede mantener nada en secreto, y los marineros se sumergieron en el espíritu competitivo con el entusiasmo que se esperaba de ellos. Ojos comprensivos se volvían hacia la solitaria figura del almirante, de pie, firme en el diminuto alcázar con el viento aullando a su alrededor. Todo el mundo sabía la apuesta que estaba jugando; todo el mundo pensaba que merecía ganar y nadie podía adivinar su auténtico tormento, la certeza que estaba cristalizando en su mente de que aquél era el final de su trayectoria profesional, tanto si ganaba la carrera como si la perdía.
Nadie a bordo se sentía molesto por el constante trabajo que representaba aprovechar al máximo toda la velocidad de la Crab, el continuo halar y soltar las escotas mientras se ajustaban las velas a la menor variación del viento, el instantáneo y urgente recogido de lona en el último momento mientras las borrascas venían aullando y descargaban sobre ellos, el rápido largar velas mientras las borrascas pasaban por su lado. Todos los marineros se habían constituido en vigías no oficiales; realmente, no había necesidad de que el almirante hubiese ofrecido una guinea de oro al hombre que primero avistara la Daring: siempre existía la posibilidad de que se diese un encuentro antes de llegar al canal de Tobago. A nadie le importaban las camisas empapadas y los lechos húmedos cuando los surtidores de agua irrumpían sobre la proa de la Crab en deslumbrantes arco iris y se abrían paso hacia abajo por cubierta, mientras la goleta, forzada hasta el máximo, casi estallaba por sus junturas con el fuerte oleaje. Las mediciones con la corredera cada hora, el cálculo diario del recorrido de la nave, se veían ansiosamente anticipados por hombres que solían mostrar la indiferencia fatalista de los marineros curtidos hacia esos temas.
—Estoy acortando las raciones de agua, milord —dijo Harcourt a Hornblower la mañana que partieron.
—¿A cuánto? —Hornblower lo preguntó fingiendo que en realidad le interesaba la respuesta, de modo que su sufrimiento por otro tema no fuera tan aparente.
—A medio galón, milord.
Dos cuartos de agua fresca por día y hombre… sería difícil para unos marineros que trabajaban duro en el trópico.
—Una decisión muy acertada, señor Harcourt —dijo Hornblower.
Había que tomar todas las precauciones posibles. Era imposible predecir cuánto duraría el viaje, ni cuánto tiempo deberían permanecer patrullando sin rellenar los barriles de agua. Sería absurdo verse obligados a ir a puerto prematuramente como resultado de una extravagancia irreflexiva.
—Daré instrucciones a Giles —continuó Hornblower— para que retire la misma ración para mí.
Harcourt parpadeó un poco al oír esto. Su pequeña experiencia con los almirantes le hacía pensar que llevaban una vida de máximo lujo. No había pensado lo suficiente en el problema para darse cuenta de que si Giles tenía carta blanca a la hora de servir agua a su almirante, Giles, y quizá todos los amigos de Giles, también tendrían toda el agua para beber que quisiesen. Y Hornblower no sonreía al hablar; Hornblower tenía la misma expresión sombría y poco amistosa que había mostrado a todo el mundo desde que tomó la decisión, cuando salieron a alta mar.
Avistaron el cabo de San Antonio una tarde, y supieron que estaban atravesando el canal de Yucatán. Eso no sólo les dio un nuevo punto de referencia, sino que además supieron que a partir de entonces no sería demasiado improbable avistar a la Daring en cualquier momento. Estaban siguiendo más o menos el mismo rumbo que el buque habría tomado, desde el punto de referencia en adelante. Dos noches después, pasaron junto a Gran Caimán. No hubo avistamiento, pero sí escucharon el rugido del oleaje en uno de los distantes arrecifes. Ésa era una prueba de lo mucho que estaba ajustando Harcourt su rumbo. Hornblower pensó que él habría pasado mucho más lejos de Gran Caimán… En aquel momento le irritaba más de lo habitual la convención que impedía que un almirante interfiriese en el manejo de su buque insignia. La noche siguiente, escucharon sonidos procedentes de Pedro Bank, y supieron que Jamaica y Kingston se encontraban escasamente a cien millas a sotavento de su posición. Desde ese último punto de partida, Harcourt estableció un nuevo rumbo, directo hacia el canal de Tobago, pero no pudo mantenerlo. Los vientos alisios se empeñaron en virar hacia el sudeste, cosa nada sorprendente, ya que se aproximaba el verano, y soplaban completamente en contra. Harcourt colocó la Crab con las velas amuradas a estribor (nunca, voluntariamente, ningún capitán que se preciase cedía una sola yarda al sur en el Caribe) y marcó su rumbo tan ceñido al viento como pudiera soportar la Crab.
—Ya veo que ha aferrado la gavia, señor Harcourt —observó Hornblower, aventurándose en un terreno delicado.
—Sí, milord —como respuesta a la fija e inquisitiva mirada de su almirante, Harcourt condescendió a explicarse un poco más—: Una goleta tan ancha de manga como ésta no está preparada para navegar de banda, milord. Hacemos menos deriva bajo una vela más moderada, milord, mientras estemos ciñendo con una brisa tan fuerte.
—Conoce usted su propio barco mejor que yo, por supuesto, señor Harcourt —dijo Hornblower a regañadientes.
Resultaba difícil creer que la Crab realizase más progresos sin sus magníficas gavias cuadradas extendidas ante la brisa. Estaba seguro de que la Daring habría largado hasta el último centímetro de lona… quizá con un solo rizo. La Crab avanzaba velozmente, haciendo un poco de agua una vez o dos por encima de su amura de estribor. En aquellos momentos era cuando todos y cada uno de los hombres debían agarrarse bien. Al amanecer del día siguiente la tierra se encontraba justo enfrente de ellos, como una línea azul en el horizonte: las montañas de Haití. Harcourt esperó hasta el mediodía, elevándose por encima del agua cada vez más y más, y luego viró de bordo. Hornblower lo aprobó: al cabo de una hora o dos la brisa de tierra podía cesar, y tenían que doblar por Punta Beata. Era enloquecedor pensar que en aquella bordada perderían un poco de terreno, porque era perfectamente posible que la Daring, dondequiera que estuviera, recibiera el viento una cuarta o dos más a su favor y podría mantener su rumbo de forma directa. Y era bastante significativo ver cómo los hombres del palo de trinquete levantaban los dedos mojados para probar de dónde venía el viento, y estudiaban el horizonte de barlovento, y criticaban la forma en que el timonel, a la caña, luchaba por ganar a barlovento todo lo que podía, yarda a yarda.
Durante un día y medio, el viento sopló con mucha fuerza. Hacia la mitad de la segunda noche Hornblower, que yacía sin poder dormir en su catre, se vio despabilado por la llamada a todos los marineros. Se incorporó y cogió su bata mientras oía el estrépito de pies que corrían por encima de su cabeza. La Crab estaba saltando como enloquecida.
—¡Todos los hombres a arrizar velas!
—¡Tres rizos en la mayor! —la voz de Harcourt atronaba cuando Hornblower salió a cubierta.
El viento levantaba los faldones del batín de Hornblower y pegaba su camisa de dormir en torno a su cuerpo mientras éste permanecía junto al pasamanos, a un lado. La oscuridad se ceñía a su alrededor. Una borrasca veraniega se había precipitado sobre ellos en plena noche, pero alguien se había dado cuenta y estaban preparados para arrostrarla. La borrasca había venido del sur.
—¡Dejad que se incline a sotavento! —gritaba Harcourt—. ¡Hombres a las escotas!
La Crab viró en las revueltas aguas, cabeceó y luego se estabilizó. Ahora iba volando en la oscuridad, contradiciendo las costumbres del animal que le daba nombre. Iba ganando una distancia preciosa hacia el norte. Aquella borrasca estaba resultando valiosísima, porque les permitía mantener su rumbo. La tormentosa noche seguía su curso, y la bata de Hornblower le azotaba las piernas. Era imposible no sentirse lleno de júbilo allí de pie, forzando a los elementos para que trabajasen en su favor, engañando al viento que pensaba que les había cogido por sorpresa.
—Bien hecho, señor Harcourt —voceó Hornblower para sobreponerse al viento, cuando Harcourt se le acercó en la oscuridad.
—Gracias, señor… milord. Dos horas así es lo que necesitamos.
Al final el destino les otorgó una hora y media, antes de que desapareciera la borrasca y el viento, tercamente, recuperase su primitiva dirección de este cuarta al sudeste. Pero a la mañana siguiente, a la hora de desayunar, Giles le trajo buenas noticias.
—El viento está virando hacia el norte, milord —informó Giles, que estaba tan interesado como todos los demás en el progreso del buque.
—Excelente —dijo Hornblower. Sólo unos segundos más tarde el sordo dolor volvió a crecer en su interior. Aquel viento le llevaría con más rapidez aún hacia su destino.
A medida que el día iba transcurriendo, los vientos alisios mostraron una vez más su estrambótica conducta veraniega. Fueron debilitándose cada vez más y más, hasta que sólo soplaban de forma irregular, de modo que había intervalos en que la Crab se deslizaba perezosamente por encima del brillante azul del mar, volviendo su proa hacia todos los puntos de la brújula por turno, mientras el sol vertical abrasaba la cubierta en cuyas junturas se fundía la brea. Los peces voladores dejaban estelas oscuras sobre la esmaltada superficie del mar. Nadie se fijaba en ellos; todos estaban atisbando el horizonte en busca del menor indicio de la siguiente ráfaga de viento que se deslizase a su favor. Quizá no demasiado lejos, en aquel temperamental Caribe, la Daring estuviese manteniendo su rumbo con todas las velas desplegadas. Acabó el día y llegó la noche, y sin embargo los alisios no soplaban aún, y sólo ocasionalmente alguna ráfaga enviaba a la Crab a toda velocidad, momentáneamente, hacia el canal de Tobago. El sol seguía abrasando, y los hombres, con una ración de sólo dos cuartillos de agua al día, estaban sedientos.
Habían visto pocas velas, y las únicas que vieron no servían para los planes futuros de Hornblower. Una goleta de las islas con destino a Belice. Un buque holandés que volvía a casa desde Curaçao. Nadie a quien Hornblower pudiese confiar una carta, ningún navío de su propio escuadrón… cosa que casi estaba más allá de los límites de la probabilidad. A medida que pasaban los días Hornblower no podía hacer otra cosa que esperar, con el ánimo sombrío y deprimido. Al final, los caprichosos vientos volvieron a soplar, desde una cuarta al norte del este, y al fin pudieron marcar su rumbo, con las gavias de nuevo largadas, dirigiéndose hacia las Antillas y con una carrerilla de nada menos que seis nudos hora tras hora. Ahora, a medida que se aproximaban a las islas, veían más y más velas, pero sólo eran balandros que circulaban, comerciando entre las Islas de sotavento y Trinidad. Un buque de aparejo cuadrado avistado en el horizonte levantó una momentánea excitación, pero no era la Daring. Izó los colores rojo y gualda de España: una fragata española que se dirigía hacia la costa de Venezuela, para tratar con los insurgentes, quizás. El viaje casi se había completado. Hornblower oyó el grito de tierra que daba el vigía desde el calcés, y un instante después, Gerard ya estaba en su camarote.
—Granada a la vista, milord.
—Muy bien.
Ahora ya estaban entrando en las aguas donde realmente podían esperar encontrar a la Daring. La dirección del viento tenía más importancia que nunca. Soplaba desde el nordeste, y eso les ayudaba. Extinguía la más remota posibilidad de que la Daring pudiera pasar por el norte de Tobago en lugar de hacerlo a través del canal.
—La Daring está obligada a hacer el mismo avistamiento de tierra, milord —afirmó Gerard—, y con luz del día, si puede.
—Esperemos que sea así, al menos —dijo Hornblower.
Si la Daring llevaba tanto tiempo apartada de la costa como la Crab, con aquellos vientos variables y las impredecibles corrientes del Caribe, su capitán, ciertamente, tomaría todo tipo de precauciones al realizar su aproximación.
—Creo, señor Harcourt —siguió diciendo Hornblower—, que podemos mantener nuestro rumbo con toda seguridad hacia Punta Galera.
—Sí, milord.
Ahora era el peor momento: la espera, preguntarse si todo aquel viaje no sería una excursión absurda, un ir y venir a la vista de Trinidad y luego hasta Tobago y luego de vuelta otra vez a Granada. Esperar era malo, pero si el viaje, después de todo, no resultaba un paseo, eso significaría algo que Hornblower, y sólo Hornblower, sabía que era mucho peor. Gerard planteó de nuevo el tema.
—¿Cómo propone que les detengamos, milord?
—Puede haber formas… —respondió Hornblower, tratando de que su voz no sonara demasiado áspera, y de ese modo no traicionase su ansiedad.
Aquel día, el cielo era azul y el sol radiante, y la Crab corría a gran velocidad con una ligerísima brisa, y el vigía del calcés llamó a cubierta con las noticias del avistamiento.
—¡Buque a la vista!, ¡justo a sotavento, señor!
Una vela podía no significar nada, pero a largos intervalos, a medida que la Crab se acercaba más y más, los sucesivos informes hacían cada vez más probable que la extraña vela fuese la Daring. Tres palos… hasta aquel primer informe suplementario lo daba por razonablemente seguro, porque no había demasiados grandes buques surcando el sur del Atlántico desde el Caribe. Con toda la lona largada, hasta los sosobres y las alas de los sobrejuanetes. Pero tampoco significaba demasiado.
—¡Parece un buque americano, señor!
Los sosobres ya habían apuntado con certeza en la misma dirección. Entonces, Harcourt subió al palo mayor con su propio catalejo, y volvió a bajar con los ojos brillantes de excitación.
—Es la Daring, milord. Estoy seguro.
Ellos se encontraban a diez millas de distancia, en medio del mar azul y resplandeciente, con el brillante turquesa del cielo por encima de sus cabezas, y en el lejano horizonte, un asomo de tierra. La Crab había ganado su carrera por veinticinco horas. La Daring estaba «cuarteando la aguja», virando ociosamente en todas direcciones bajo sus pirámides de vela, en ausencia completa de viento. La Crab siguió su rumbo durante un tiempo más, y luego también se quedó inmóvil bajo el ardiente sol. Todos los ojos se volvieron hacia el almirante que se hallaba de pie, muy tieso, con las manos a la espalda, mirando los distantes rectángulos blancos que indicaban dónde se encontraba su destino. La vela mayor de la goleta gualdrapeaba ligeramente, y luego la botavara empezó a moverse.
—¡Hombres a las escotas! —gritó Harcourt.
El aire era tan ligero que ni siquiera lo notaban en sus sudorosos rostros, pero bastaba para empujar las botavaras y, un momento después, el timonel sintió que el timón agarraba lo suficiente para darle el control. Con el bauprés de la Crab apuntando directamente a la Daring, el aliento de la brisa estaba llegando por encima de la aleta de estribor, casi directamente a popa. La Daring permanecía tranquila, con aquel viento que, si la alcanzaba, le llegaría prácticamente de cara. Fue soplando cada vez más, hasta que pudieron notarlo, hasta que oyeron bajo la proa la música del progreso de la goleta sobre las aguas, y entonces volvió a cesar abruptamente, dejando a la Crab bamboleándose en la estela. Y luego volvió a soplar de nuevo, por encima de la aleta de babor esta vez, y después más a popa aún, de modo que las gavias fueron braceadas en cuadro y se pudo izar la trinquete a babor. La Crab corrió viento en popa durante diez maravillosos minutos hasta que éste volvió a caer de nuevo y se convirtió en una calma total. Entonces vieron que la Daring cogía el viento, la vieron orientar sus velas, pero sólo momentáneamente, sólo lo bastante para revelar sus intenciones antes de quedarse una vez más indefensa. A pesar de su vasta zona de lona, su peso muerto era superior y la hacía menos susceptible a esas débiles brisas.
—Gracias a Dios —dijo Gerard, con el catalejo pegado al ojo, mientras la veía balancearse vagamente—, creo que pretende pasarnos fuera de alcance de tiro, milord.
—No debería sorprenderle tal cosa —apuntó Hornblower.
Otro soplo, otra ligera disminución de la distancia entre los buques, otra calma chicha.
—Señor Harcourt, quizás sería mejor que los hombres comiesen ahora.
—Sí, milord.
Buey salado y budín de guisantes, bajo un sol de mediodía en el trópico… ¿a quién podría apetecerle aquello, especialmente con la excitación de la espera por el viento? En medio de la comida, fueron enviados de nuevo algunos hombres a las escotas y las brazas para aprovechar otro soplo de viento.
—¿A qué hora quiere comer, milord? —le preguntó Giles.
—Ahora no —fue la única respuesta que obtuvo de Hornblower, con el catalejo pegado al ojo.
—Ha izado sus colores, milord —señaló Gerard—. Colores estadounidenses.
Las barras y estrellas, hacia las cuales se le había ordenado que mostrase la máxima de las consideraciones. No podía ser de otro modo, en cualquier caso, viendo que la Daring llevaba cañones de doce libras y estaba repleta de hombres.
Ahora, ambos buques tenían viento, pero la Crab iba avanzando valientemente a sus dos buenos nudos, y la Daring, tratando de dirigirse hacia el sur a todo ceñir, apenas se movía. Ahora estaba inmóvil, volviéndose indefensa en una brisa demasiado débil para impulsarla.
—Veo a muy poca gente en cubierta, milord —dijo Harcourt. El ojo con el que había estado mirando por el catalejo lo tenía lleno de lágrimas, debido al brillo del sol y del mar.
—Deben de tenerlos abajo, fuera de la vista —dijo Gerard.
Aquello era muy probable, seguramente era lo que pasaba. Pensara lo que pensase Cambronne de las intenciones de la Crab, sería mucho más seguro ocultar el hecho de que llevaba a quinientos hombres a bordo, mientras se dirigía hacia el Atlántico sur.
Y entre la nave y el Atlántico sur se encontraba la Crab, la barrera más frágil que se podía imaginar. Una vez la Daring pasase por el canal y saliera a mar abierto, nada se podría hacer para detenerla. Ningún buque podría adelantarla. Llegaría a Santa Elena y allí asestaría su golpe, y no se podría advertir de ello. Debía ser ahora o nunca, y habían llegado a aquel extremo por culpa de Hornblower. Le habían engañado por completo en Nueva Orleans. Había permitido que Cambronne se le adelantara. Tenía que hacer todos los sacrificios que le exigieran las circunstancias, cualquiera, para salvar la paz del mundo. La Crab no podía detener a la Daring. Sólo podía hacerlo él mediante su esfuerzo personal.
—Señor Harcourt —dijo Hornblower, con tono duro e inexpresivo—. Haga que preparen el bote de pescantes, listo para bajarlo, por favor. Y que llamen a una tripulación de bote entera, para doblar los bancos de remo.
—Sí, milord.
—¿Quién irá en el bote, milord? —preguntó Gerard—. Yo iré —respondió Hornblower.
La vela mayor gualdrapeó, la botavara giró hacia cubierta, chirriando, volvió a hacerlo de nuevo hacia afuera, luego hacia adentro. La brisa estaba muriendo de nuevo. Durante unos cuantos minutos más, la Crab mantuvo el rumbo, y entonces el bauprés empezó a girar y apartarse de la Daring.
—No puede mantenerse en su rumbo, señor —informó el timonel.
Hornblower dejó vagar su mirada por el horizonte en aquella tarde abrasadora. No había señal alguna de viento. El momento decisivo había llegado, y cerró de golpe el catalejo.
—Subiré ahora al bote, señor Harcourt. —Déjeme ir a mí también, milord— pidió Gerard, con una nota de protesta en su voz.
—No —respondió Hornblower.
En caso de que la brisa se levantase de nuevo durante la siguiente media hora, no quería llevar peso inútil en el bote para salvar las dos millas que le separaban del otro buque.
—Remad con todas vuestras fuerzas —dijo Hornblower a la tripulación del bote, mientras desatracaban. Las hojas de los remos se sumergieron en las aguas, brillando como el oro contra el azul. El bote dio la vuelta en torno a la popa de la Crab, con todos los ansiosos ojos clavados en él. Hornblower cogió el timón y lo dirigió recto hacia la Daring. Se elevaron con una suave ola, y volvieron a bajar, a subir de nuevo, a bajar otra vez… con cada elevación y cada caída, la Crab se empequeñecía visiblemente y la Daring aumentaba de tamaño, preciosa bajo la luz de la tarde, aquellas horas que serían, según Hornblower se decía a sí mismo, las últimas de su vida profesional. Se acercaron cada vez más y más, hasta que al final llegó el grito a través del aire caliente.
—¡Bote a la vista!
—¡Vamos a bordo! —gritó Hornblower a su vez. Se puso de pie en la proa, para que su uniforme con entorchados dorados de almirante quedase plenamente a la vista.
—¡Aléjense! —gritó la voz, pero Hornblower mantuvo el rumbo.
No podía derivar ningún incidente internacional de aquel hecho. Un bote desarmado que llevaba a un almirante solo a bordo de un tranquilo buque. Dirigió el bote hacia los cadenotes de mesana.
—¡Aléjense! —volvió a gritar la voz, una voz americana. Hornblower hizo oscilar el bote.
—¡Fuera los remos! —ordenó.
Con el impulso que llevaba, el bote corrió hacia la nave. Hornblower procuró compaginar sus movimientos con la mayor habilidad que pudo, conociendo su propia torpeza. Saltó hacia las cadenas y metió un zapato de lleno en el agua, pero consiguió agarrarse bien y se encaramó.
—¡Atracad y esperadme! —ordenó a su tripulación, y luego se volvió y se columpió hasta subir a la cubierta del buque.
El hombre alto y delgado, con un cigarro en la boca, podía ser el capitán americano. El hombretón fornido que estaba detrás de él, uno de los oficiales. Los cañones estaban preparados, aunque no sacados de la batería, y los marineros americanos los rodeaban, dispuestos a abrir fuego.
—¿No me ha oído decirle que se alejase, míster? —le preguntó el capitán.
—Discúlpeme por esta intromisión, señor —dijo Hornblower—. Soy el contraalmirante lord Hornblower, al servicio de su majestad británica, y tengo un, negocio urgentísimo que tratar con el conde de Cambronne.
Durante un momento, a la luz del sol, sobre la cubierta, ambos se quedaron de pie, mirándose el uno al otro, y luego Hornblower vio a Cambronne, que se aproximaba a ellos.
—Ah, conde —dijo Hornblower, y entonces hizo un esfuerzo por hablar en francés—. Es un placer encontrarme de nuevo con vuestra señoría el conde.
Se quitó el tricornio, lo colocó sobre su pecho y se inclinó en una reverencia que sabía muy desgarbada.
—¿Y a qué debo este placer, milord? —preguntó Cambronne. Estaba de pie, muy tieso y erguido, con el mostacho sobresaliendo a cada lado de su rostro.
—Vengo a traerle la peor de las noticias, lamento decirlo —continuó Hornblower. A lo largo de muchas noches de insomnio había ensayado aquel discurso para sí. Ahora, se estaba esforzando por pronunciarlo con naturalidad—. Y he venido también a hacerle un servicio, conde.
—¿Qué quiere decir, milord?
—Malas noticias.
—¿Y bien?
—Siento muchísimo tener que informarle, conde, de la muerte de su emperador.
—¡No!
—El emperador Napoleón murió en Santa Elena el mes pasado. Le ofrezco mis condolencias, conde.
Hornblower contó aquella mentira con gran convicción, deseando aparecer como un hombre que dice la verdad.
—¡No puede ser!
—Le aseguro que sí, conde.
Un músculo en la mejilla de Cambronne se retorció incontrolable junto a la cicatriz púrpura. Sus ojos duros y algo saltones se clavaron en Hornblower como taladros.
—Recibí la noticia hace dos días en Puerto España —dijo Hornblower—. En consecuencia, he cancelado todos los arreglos que había hecho para arrestar este barco.
Cambronne no podía saber que la Crab no había realizado un viaje tan rápido como él aseguraba.
—No le creo —dijo Cambronne, sin embargo. Parecía la típica historia que se podía inventar para detener a la Daring.
—¡Señor! —exclamó Hornblower, con altivez. Se puso más tieso aún, representando lo mejor que pudo el papel del hombre de honor cuya palabra acaba de ser puesta en duda. La superchería casi tuvo éxito.
—Debe usted entender la suprema importancia de lo que está diciendo, milord —explicó Cambronne, con la voz teñida de un leve tono de disculpa. Pero entonces pronunció las palabras espantosas y temibles que Hornblower había estado esperando—: ¿Me da usted su palabra de honor como caballero de que lo que me dice es cierto?
—Mi palabra de honor como caballero —dijo Hornblower.
Había anticipado ese momento con desesperación durante días y días. Estaba preparado para afrontarlo. Se esforzó por pronunciar su juramento como lo haría un hombre de honor. Se mostró tranquilo y sincero, como si no le estuviera rompiendo el corazón tener que decir aquello. Estaba seguro de que Cambronne le pediría que le diera su palabra de honor.
Era el último sacrificio que podía hacer. En veinte años de guerra había arriesgado libremente la vida por su país. Había soportado peligros, ansiedades, penalidades. Hasta el momento, nunca se le había exigido que rindiera su honor, sin embargo. Aquél era el último precio que debía pagar. Era culpa suya que el mundo entero se hallase en peligro, y por tanto, resultaba adecuado que él sacrificara su honor. Y era un precio pequeño a cambio de la paz del mundo, de salvar su país del recrudecimiento de los mortales peligros a los cuales había escapado por poco los últimos veinte años. En aquellos felices años del pasado, volviendo a casa después de alguna ardua campaña, miraba a su alrededor y respiraba el aire inglés y se decía con fatuo patriotismo que Inglaterra era algo por lo que valía la pena luchar, incluso morir. Pues bien: también valía más que el honor de un hombre. Ah, sí, ciertamente. Pero resultaba desgarrador, mucho, muchísimo peor que la muerte, tener que sacrificar su propio honor.
Un pequeño grupo de oficiales había aparecido en cubierta y se encontraba de pie, a cada lado de Cambronne, escuchando atentamente. A un lado se hallaba el capitán estadounidense y su oficial. Frente a ellos, solo, con su vistoso uniforme reluciente bajo la luz del sol, estaba Hornblower, esperando. El oficial que se encontraba a la derecha del conde habló el primero. Era una especie de ayudante u oficial del estado mayor y, desde luego, del tipo que odiaba Hornblower. Por supuesto, tuvo que repetir la pregunta, para hurgar más aún en la herida.
—¿Su palabra de honor, milord?
—Mi palabra de honor —repitió Hornblower, tranquilo, como si fuera un hombre de honor.
Nadie podía dejar de creer a un almirante británico, un hombre que había ostentado la comisión de su majestad durante más de veinte años. Siguió con los argumentos que ya tenía ensayados.
—Esta hazaña suya ya puede ser olvidada, conde —dijo—. Con la muerte del emperador, toda esperanza de reconstruir el imperio ha llegado a su fin. Nadie tiene por qué saber lo que ha intentado. Vuestra señoría y estos caballeros, y la Guardia Imperial que se encuentra bajo cubierta, pueden seguir en buenas relaciones con el régimen que gobierna Francia actualmente. Se los puede llevar usted a casa, tal como ha dicho que haría, y de camino puede arrojar sus pertrechos guerreros por la borda sin que nadie se entere. Por esta razón le visito de este modo, solo. Mi país, su país, no desean que ningún nuevo incidente ponga en peligro la amistad del mundo. Nadie tiene por qué saberlo; este incidente puede permanecer como un secreto entre nosotros.
Cambronne escuchó lo que le decía, pero las primeras noticias que había oído eran de tal importancia que no podía hablar de otra cosa.
—¡El emperador ha muerto! —exclamó.
—Ya le he expresado mis condolencias, conde —dijo Hornblower—. Se las ofrezco también a estos caballeros. Lo lamento enormemente.
El capitán americano interrumpió los murmullos del personal de Cambronne.
—Viene un airecillo hacia nosotros —dijo—. Recuperaremos la velocidad dentro de cinco minutos. ¿Viene con nosotros, míster, o se va otra vez por la borda?
—Espere —dijo Cambronne. Al parecer, entendía un poco el inglés.
Se volvió a su personal y se pusieron a debatir acaloradamente. Cuando hablaban todos a la vez, el francés de Hornblower no le bastaba para seguir con todo detalle la conversación. Pero veía que todos estaban convencidos. Se habría sentido complacido, si le quedara en el mundo alguna posibilidad de sentir placer. Alguien atravesó la cubierta y gritó hacia la escotilla, y al momento siguiente la Guardia Imperial empezó a subir atropelladamente hacia la cubierta. La Vieja Guardia, la de Bonaparte. Iban todos de uniforme completo, al parecer dispuestos para la batalla, por si la Crab hubiese sido tan estúpida como para arriesgarse a ella. Había quinientos, con sus penachos y sus pieles de oso, mosquete en mano. Una orden estentórea les hizo formar en cubierta, fila tras fila, demacrados hombres con patillas que habían marchado por todas las capitales de Europa, excepto Londres. Llevaban al hombro sus mosquetes y permanecían firmes y atentos. Sólo unos pocos no miraban directamente hacia delante, sino que lanzaban curiosas miradas de soslayo al almirante británico. Las lágrimas corrían libremente por las mejillas de Cambronne, llenas de cicatrices, cuando se volvió y se dirigió a ellos. Les dio las malas noticias con frases entrecortadas, porque apenas podía articular palabra, vencido por el dolor. Todos aullaron como animales heridos mientras él hablaba. Pensaban en su emperador muriendo en su prisión de la isla, bajo el duro trato de sus carceleros ingleses. Las miradas que se dirigían hacia Hornblower ahora mostraban odio, en lugar de curiosidad, pero Cambronne captó de nuevo su atención y empezó a hablar del futuro. Hablaba de Francia y de la paz.
—¡El emperador ha muerto! —volvió a exclamar de nuevo, como si estuviera diciendo que se había acabado el mundo.
Las filas estaban ahora torcidas. La emoción había roto incluso la férrea disciplina de la Vieja Guardia. Cambronne sacó su espada, llevándose la empuñadura a los labios en el bello gesto de saludo. El acero relampagueó a la luz del sol.
—Empuñé esta espada por el emperador —dijo Cambronne—. Nunca más volveré a empuñarla.
Cogió la hoja con ambas manos cerca de la empuñadura y la apoyó en su rodilla, que tenía levantada. Con un convulsivo esfuerzo de su delgado y fuerte cuerpo, partió la hoja en dos, se volvió y arrojó los dos fragmentos al mar. El sonido que provino de las filas de la Vieja Guardia fue como un largo gemido. Un hombre cogió su mosquete por el cañón, agitó la culata por encima de su cabeza y lo tiró hacia la cubierta, rompiendo el arma por la culata. Otros siguieron su ejemplo. Los mosquetes llovieron por encima de la borda.
El capitán estadounidense contemplaba la escena aparentemente sin conmoverse, como si nada en el mundo pudiera sorprenderle, pero el cigarro sin encender que llevaba en la boca era mucho más corto ahora, porque sin duda había ido masticando la punta. Se acercó a Hornblower, obviamente para pedirle que le explicara la escena, pero el ayudante francés se interpuso.
—A Francia —dijo el ayudante—. Nos vamos a Francia. —¿Francia?— repitió el capitán—. ¿No…?
No dijo las palabras «Santa Elena», pero estaban implícitas en su expresión.
—Francia —repitió el hombre, ceñudo.
Cambronne fue hacia ellos, más tieso y erguido que nunca, intentando dominar su emoción.
—No quiero entrometerme más en su dolor, conde —dijo Hornblower—. Recuerde siempre que tiene la simpatía de un inglés.
Cambronne recordaría después aquellas palabras, cuando averiguase que había sido engañado por un inglés deshonrado, pero de todos modos, en aquel momento había que decirlo.
—Lo recordaré —dijo Cambronne. Se estaba esforzando por observar las necesarias formalidades—. Debo darle las gracias, milord, por su cortesía y consideración.
—Lo único que he hecho es cumplir con mi deber hacia el mundo —añadió Hornblower.
No le tendió la mano; Cambronne, más tarde, se sentiría contaminado si le tocaba. Se puso firme y en lugar de darle la mano le dedicó un saludo.
—Adiós, conde —dijo—. Espero que nos volvamos a encontrar en circunstancias más felices.
—Adiós, milord —se despidió Cambronne, lúgubre.
Hornblower bajó por los cadenotes y el bote se acercó a recogerle, y él, más que saltar, cayó en la cámara del bote.
—Alejémonos —ordenó. Nadie podía sentirse más agotado que él. Nadie podía sentirse tampoco más desdichado.
Harcourt, Gerard y los demás le esperaban ansiosamente a bordo de la Crab. Aún tenía que conservar su rostro inconmovible mientras subía a bordo. Todavía le quedaban deberes que cumplir.
—Puede dejar que se vaya la Daring, señor Harcourt —dijo—. Todo está arreglado.
—¿Arreglado, milord? —preguntó Gerard.
—Cambronne ha cesado en su intento. Se vuelven tranquilamente a Francia.
—¿A Francia? ¿A Francia? ¿Milord…?
—Ya ha oído lo que he dicho.
Miraron hacia la franja de mar, púrpura ahora al morir el día. La Daring estaba braceando las vergas en cruz para captar la débil brisa que soplaba.
—¿Sus órdenes son que les dejemos pasar, milord? —insistió Gerard.
—Sí, maldita sea —exclamó Hornblower, y al momento lamentó el brote de rabia y el exabrupto. Se volvió al otro—. Señor Harcourt, ahora podemos seguir hacia Puerto España. Presumo que, aunque el viento sea bueno, preferirá no arriesgarse a pasar por las Bocas del Dragón de noche. Tiene mi permiso para esperar hasta que se haga de día.
—Sí, milord.
Ni siquiera entonces, cuando ya se iba abajo, podían dejarle en paz.
—¿La cena, milord? —le preguntó Gerard—. Daré órdenes para que se la sirvan de inmediato.
Inútil lanzar un gruñido y decir que no quería comer nada. La discusión que habría seguido, sin duda, habría sido mucho peor que seguir con todas las formalidades de tomar la cena. Pero eso significaba que al entrar en su camarote no podía hacer lo que habría deseado: tirarse en el catre con la cara entre las manos y abandonarse a su dolor. Tenía que sentarse muy tieso y quieto mientras Giles le servía la mesa, y luego la recogía, a medida que el crepúsculo tropical llameaba en el cielo y la negra noche se iba apoderando del pequeño barquito en el mar de púrpura. Sólo entonces, después del último «buenas noches, milord» de Giles, pudo pensar de nuevo, y regodearse en el horror de sus pensamientos.
Ya no era un caballero. Estaba deshonrado. Todo había terminado. Tendría que renunciar a su cargo… tendría que renunciar a su posición. ¿Cómo iba a mirar a Bárbara a la cara? Cuando el pequeño Richard creciese y pudiese comprender lo que había ocurrido, ¿cómo podría mirarle a los ojos? Y los aristocráticos familiares de Bárbara se lanzarían miraditas significativas unos a otros. Y nunca más podría pasear por la cubierta de un buque, y nunca más subiría a bordo con la mano en el sombrero y los silbatos de los contramaestres sonando como saludo. Nunca más; su vida profesional había concluido… todo había acabado. Había hecho aquel sacrificio deliberadamente y a sangre fría, pero aun así, no por eso le resultaba menos horrible.
Sus pensamientos se desplazaron hacia el otro lado. No podía haber hecho otra cosa. Si se hubiera dirigido a Kingston o Puerto España, la Daring habría pasado por su lado, como probaba su tiempo de llegada a Tobago, y aunque hubiese conseguido reunir más fuerzas que le apoyasen (cosa nada probable), todo habría resultado inútil. Si se hubiese quedado en Kingston y hubiese enviado un despacho a Londres… Si hubiera hecho tal cosa, al menos habría quedado a cubierto ante las autoridades. Pero tampoco habría servido de nada. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido entre la llegada de la carta a Londres y la de la Daring a las costas de Francia con Bonaparte a bordo? ¿Dos semanas? Probablemente, menos todavía. Los funcionarios del Almirantazgo habrían considerado su despacho al principio como el de un loco. Habría tardado mucho tiempo en llegar hasta las manos del primer lord, mucho más en ser presentado ante el Gabinete, otro tanto en debatir la acción e informar al embajador francés y en acordar una acción conjunta.
¿Y qué acción hubiese sido ésta? ¿Y si el gabinete hubiera despreciado su carta, considerando que había sido escrita por un desequilibrado alarmista? La Armada de Inglaterra en tiempos de paz no se habría hecho a la mar con la rapidez y los efectivos suficientes para cubrir toda la costa de Francia y hacer imposible que la Daring atracara con su carga mortal. Y si se hubiese filtrado, inevitablemente, la noticia de que Bonaparte estaba en alta mar y se esperaba que llegase a Francia, habría empujado al país a una revolución inmediata… de eso no había duda alguna. E Italia también habría entrado en el torbellino. Escribiendo a Londres se habría cubierto a sí mismo, decidió, de la censura del Gobierno. Pero el deber de un hombre no consiste en evitar la vergüenza. Tiene que realizar una tarea concreta, y él la había llevado a cabo de la única forma posible. Ninguna otra cosa podía haber detenido a Cambronne. Nada más. Él había comprendido muy bien dónde se encontraba su deber. Había comprendido cuál era el precio, y ahora lo estaba pagando. Había comprado la paz del mundo al precio de su propio honor. Ya no era un caballero… sus pensamientos por fin habían completado el círculo.
Su mente se sumió en un remolino, luchando con desesperación, como un hombre que se encuentra sumergido en un cenagal hasta la cintura, en plena oscuridad. No pasaría mucho tiempo sin que el mundo conociera su deshonor. Cambronne hablaría, y lo mismo harían los otros franceses. El mundo sabría pronto que un almirante británico había dado su palabra de honor sabiendo a ciencia cierta que estaba diciendo una mentira. Antes de que eso ocurriera él habría dejado ya el servicio, renunciado a su comisión y su cargo. Tenía que hacerlo de inmediato; su bandera contaminada no debía ondear ni un segundo más. No podía dar más órdenes a ningún caballero. En Puerto España se encontraba el gobernador de Trinidad. Al día siguiente, le diría que el escuadrón de las Indias Occidentales ya no tenía comandante en jefe. El gobernador tomaría todas las medidas oficiales necesarias, informando mediante circulares al escuadrón y poniéndolo en conocimiento del Gobierno… como si la fiebre amarilla o la apoplejía le hubiesen arrebatado al comandante en jefe. De esa forma, la anarquía se reduciría al mínimo, y el cambio de mando se arreglaría de la manera más simple posible. Aquél era el último servicio que podía realizar por su país, el último de verdad. El gobernador, por supuesto, pensaría que estaba loco. A lo mejor al día siguiente le ponían una camisa de fuerza, a menos que confesase su culpa. Y entonces, el gobernador le compadecería. La primera compasión y el primer desprecio de los muchos que debería soportar a lo largo del resto de su vida. Bárbara… Richard… el alma perdida se sumergía más y más en la apestosa ciénaga, a través de la negra oscuridad.
Al final de aquella aciaga noche, un golpecito en la puerta anunció a Gerard. El mensaje que le traía murió en sus labios al ver la cara de Hornblower, blanca, a pesar de su bronceado, y sus enormes ojeras.
—¿Se encuentra bien, milord? —exclamó, ansioso.
—Muy bien. ¿Qué pasa?
—Con los respetos del señor Harcourt, milord, estamos junto a las Bocas del Dragón. El viento sopla desde el nornoroeste y podemos pasar tan pronto como se haga de día, dentro de media hora, milord. Echaremos el ancla en Puerto España a las dos campanadas en la guardia de mediodía, milord.
—Gracias, señor Gerard —las palabras salían lentamente y con frialdad, y él hacía un gran esfuerzo por pronunciarlas—. Saludos al señor Harcourt y dígale que me parece muy bien.
—Sí, milord. Será la primera aparición de su bandera en Puerto España, y se dispararán unas salvas de saludo.
—Muy bien.
—El gobernador, en virtud de su cargo, tiene precedencia sobre usted, milord. Vuestra señoría, sin embargo, debe ser el primero en avisar. ¿Debo hacer una señal a tal efecto?
—Gracias, señor Gerard. Le agradecería mucho que lo hiciera así.
Había que pasar por todo aquel horror, soportarlo. Tenía que arreglarse, mostrarse impecable. No podía aparecer en cubierta sin rasurar, sucio y descuidado. Tenía que afeitarse y soportar la cháchara de Giles.
—Agua limpia, milord —dijo Giles, trayendo un cubo humeante—. El capitán me ha dado permiso, ya que vamos a repostar agua hoy.
Quizás en alguna ocasión afeitarse con agua limpia resultó un placer puro y sensual, pero en aquella mañana no. También podía haber resultado agradable estar de pie en la cubierta de la Crab, viendo cómo pasaba por las Bocas del Dragón, mirar hacia nuevas tierras, entrar en un nuevo puerto, pero ahora no lo era. Alguna vez pudo sentir placer con el contacto de la ropa limpia, incluso con un corbatín nuevo recién planchado, o con su cinta y su estrella, y su espada con la empuñadura dorada. Debió de sentir satisfacción al oír los trece cañonazos de saludo disparados y respondidos, pero ahora no, ahora no sentía ninguna… sólo la agonía de saber que nunca más se dispararía una sola salva por él, que nunca más un buque entero permanecería firme y saludándole, mientras él salía por la borda. Tuvo que esforzarse por mantenerse erguido y tieso, para no encorvarse y caer como un alfeñique, bajo el peso de su dolor. Incluso tuvo que parpadear muy fuerte para evitar que las lágrimas le corrieran por las mejillas, como si fuera un francés sentimental. El resplandeciente cielo azul que brillaba encima de su cabeza le parecía negro.
El gobernador era un general de división lento y pesado, con una cinta roja y una estrella también. Siguió las formalidades de la recepción con rigidez, y se relajó al momento en cuanto ambos se encontraron a solas.
—Estoy encantado de recibir su visita, milord —dijo—. Por favor, siéntese. Creo que encontrará que esta silla es muy cómoda. Tengo un poco de jerez, que confío le resultará agradable. ¿Puedo servirle un vasito a vuestra señoría?
No esperó una respuesta, sino que se atareó con la botella y los vasos.
—Por cierto, milord, ¿ha oído la noticia? Boney ha muerto.
Hornblower no se había sentado. Intentaba rechazar el jerez. El gobernador seguramente no querría beber con un hombre que había perdido su honor. Ahora se sentó de golpe, y automáticamente tomó el vaso que se le ofrecía. El sonido que emitió como respuesta a la noticia del gobernador fue apenas algo más que un graznido.
—Sí —prosiguió el gobernador—. Murió hace tres semanas, en Santa Elena. Le han enterrado allí, y ahí se acaba su historia. Bueno… ¿se encuentra bien, milord?
—Sí… bastante bien, gracias —dijo Hornblower.
La fresca habitación en penumbra daba vueltas alrededor de él. Cuando volvió a la cordura, pensó en santa Isabel de Hungría. Ella, desobedeciendo las órdenes de su esposo, llevaba comida a los pobres, un delantal lleno de panes, cuando él la vio.
—¿Qué llevas en el delantal? —le preguntó.
—Rosas —mintió santa Isabel.
—Enséñamelas —dijo el marido.
Y santa Isabel se las enseñó… y el delantal estaba lleno de rosas.
Hornblower pensó que la vida podía empezar de nuevo.