CAPÍTULO 3
LOS PIRATAS PASMADOS
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Oh, las francesas son libres y cariñosas, las flamencas sus labios ofrecen voluntariosas…
El joven Spendlove cantaba con afán a tan sólo dos habitaciones de distancia de Hornblower en la Casa del Almirantazgo, y era como si estuviera en la misma estancia, ya que todas las ventanas estaban abiertas para dejar entrar la brisa marítima jamaicana.
… y también las italianas son muy mimosas…
Gerard se le unió.
—Mis felicitaciones al señor Gerard y al señor Spendlove —gruñó Hornblower a Giles, que le ayudaba a vestirse—, pero esos aullidos tienen que parar. Repítalo para asegurarme de que lo ha entendido correctamente.
—Felicitaciones de su señoría, caballeros, pero esos aullidos deben parar —repitió Giles diligentemente—. Muy bien, corra y dígaselo.
Giles corrió, y Hornblower se sintió encantado de oír que el ruido cesaba abruptamente. El que esos dos hombres jóvenes estuvieran cantando, y más aún, el hecho de que hubieran olvidado que él estaba lo bastante cerca para oírles, probaba que se sentían alegres, como era de esperar, ya que se vestían para un baile. Aun así, no tenían excusa, sabiendo como sabían que su comandante en jefe carecía de oído musical y detestaba la música, y tendrían que haberse dado cuenta también de que estaría más irritable que de costumbre debido al baile, porque significaba que tendría que pasar una larga velada escuchando esos sonidos monótonos, empalagosos e irritantes a la vez. A lo mejor había un par de mesas de whist (el señor Hough habría previsto los gustos de su invitado) pero era esperar demasiado que la música estuviera excluida de la habitación de juegos. La perspectiva de un baile no resultaba de ningún modo tan estimulante para Hornblower como para su teniente de bandera y su secretario.
Hornblower se anudó el pañuelo blanco al cuello y lo ajustó cuidadosamente de forma simétrica, y Giles le ayudó a ponerse la levita negra. Contempló el resultado en el espejo, con la luz de las velas alrededor del marco. Se dijo que al menos resultaba pasable. Cada vez más, las convenciones de los tiempos de paz recomendaban que militares y miembros de la marina llevasen ropas de civil, y también se había ido imponiendo otra moda, la de que los hombres llevasen levitas negras. Bárbara le había ayudado a elegir aquélla y había supervisado su confección por parte de un sastre. El corte era excelente, decidió Hornblower, volviéndose a un lado y otro ante el espejo, y el blanco y el negro le quedaban bien. «Sólo los caballeros pueden ir de blanco y negro», había dicho Bárbara, y eso resultaba muy grato.
Giles le entregó su sombrero de copa y él estudió el efecto adicional que producía. A continuación cogió los guantes blancos, se acordó de quitarse el sombrero, y salió por la puerta que Giles le había abierto al pasillo donde Gerard y Spendlove le esperaban con sus mejores uniformes.
—Debo pedir disculpas en nombre de Spendlove y de mí mismo por las canciones, milord —dijo Gerard.
El efecto relajante de la levita negra se hizo notar, porque Hornblower se abstuvo de echarles una áspera reprimenda.
—¿Qué diría la señorita Lucy, Spendlove, si le oyera cantar sobre las damas de Francia? —le preguntó.
La sonrisa que acompañó la respuesta de Spendlove resultaba muy significativa.
—Debo pedir a su señoría que tenga indulgencia y no se lo cuente —dijo.
—Lo haré si se porta bien en el futuro —replicó Hornblower.
El carruaje abierto estaba ya fuera, delante de la puerta principal de la Casa del Almirantazgo. Cuatro marineros esperaban de pie con linternas para añadir más luz a la de las lámparas del porche. Hornblower se subió y se sentó. La etiqueta era distinta en cada lugar: Hornblower echaba de menos el sonido de los silbatos que, según le parecía, habrían debido acompañar aquel ceremonial, como si estuviera entrando en un barco. En un carruaje, el oficial de mayor graduación entraba el primero, así que después de sentarse él, Spendlove y Gerard tuvieron que dar la vuelta y entrar por la otra puerta. Gerard se sentó junto a él y Spendlove enfrente, dando la espalda a los caballos. Al cerrarse la puerta el carruaje empezó a avanzar entre las linternas del puerto y hacia la noche jamaicana, oscura como boca de lobo. Hornblower respiró el aire cálido y tropical y admitió de mala gana para sí que, después de todo, no era tan duro asistir a un baile.
—¿Tiene usted quizás un buen matrimonio en mente, Spendlove? —preguntó—. Supongo que la señorita Lucy lo heredará todo. Le advierto que debe asegurarse antes de comprometerse de que no hay sobrinos por parte de padre.
—Sí que sería deseable un buen matrimonio, milord —contestó la voz de Spendlove en la oscuridad—, pero debo recordarle que sufro un grave impedimento para los asuntos del corazón desde mi nacimiento… o al menos desde mi bautizo.
—¿Desde su bautizo? —repitió Hornblower, sorprendido.
—Sí, milord. ¿Se acuerda de mi nombre, quizás?
—Erasmus —dijo Hornblower.
—Exacto, milord. No se adapta bien a las expresiones de cariño. ¿Qué mujer podría enamorarse de un Erasmus? ¿Qué dama podría pronunciar las palabras: «Razzy, cariño»?
—Bueno, no es imposible —dijo Hornblower.
—Ojalá viva lo bastante para oírlo —suspiró Spendlove.
Resultaba muy agradable ser conducido a través de la noche jamaicana por dos buenos caballos y en compañía de dos hombres jóvenes y simpáticos, especialmente, como se dijo con aires de suficiencia, después de haber hecho su trabajo tan bien como para justificar su despreocupación. Lo tenía todo controlado, la vigilancia del Caribe se estaba produciendo de manera satisfactoria, y el robo y la piratería se habían reducido significativamente. Aquella noche no tenía responsabilidades. No le amenazaba ningún peligro, ninguno en absoluto. El peligro se encontraba lejos en los horizontes del tiempo y el espacio. Se podía apoyar en los cojines de cuero del carruaje y relajarse, teniendo sólo un poco de cuidado para que no se arrugase su levita negra o los esmerados pliegues de su camisa.
Naturalmente, la recepción en casa de los Hough resultó un tanto abrumadora. Hubo muchos «milord» y «señoría». Hough era un rico hacendado, un hombre de considerable fortuna al que los inviernos ingleses le disgustaban lo suficiente como para no ser el típico propietario ausentista de las Indias Occidentales. A pesar de toda su riqueza se mostraba muy impresionado por estar tratando, en una sola persona, a un lord, un almirante y un comandante en jefe, alguien cuya influencia podía ser en cualquier momento de gran importancia para él. Su recibimiento, y el de su esposa, fue tan caluroso que incluso abrumó también a Gerard y Spendlove. Quizá los Hough pensaron que para asegurarse la buena relación con el comandante en jefe tenían que estar también en buen trato con su teniente de bandera y su secretario.
Lucy Hough era una muchacha bastante bonita, de unos diecisiete o dieciocho años, con quien Hornblower había coincidido ya en algunas ocasiones. Hornblower se dijo que no podía sentir interés por una niña recién salida de la escuela (recién salida del jardín de infancia, como quien dice) por muy hermosa que fuera. Le sonrió y ella bajó los ojos, le miró otra vez y apartó la vista de nuevo. Resultaba interesante ver que no se mostraba tan tímida cuando cruzaba las miradas y respondía a las reverencias de los hombres jóvenes, que deberían haberle interesado más.
—Su señoría no baila, creo entender —dijo Hough.
—Resulta doloroso que le recuerden a uno lo que se pierde en presencia de tanta belleza —replicó Hornblower, dirigiendo una sonrisa a la señora Hough y a Lucy.
—¿Unas partidas de whist, quizá, milord? —sugirió Hough.
—La diosa de la Suerte en vez de la musa de la Música —dijo Hornblower. Siempre trataba de hablar de la música como si significara algo para él—. Cortejaré a la primera en vez de a la segunda.
—Por lo que sé de las habilidades de vuestra señoría con el whist —dijo Hough—, diría que en lo que respecta a vuestra señoría, la diosa de la Suerte no necesita ser cortejada.
Al parecer, el baile había empezado un rato antes de la llegada de Hornblower. Había unos cuarenta jóvenes en la pista de baile de la sala principal, una docena de viudas nobles en las sillas colocadas junto a la pared, y una orquesta en un rincón. Hough le condujo a otra habitación, Hornblower se despidió de sus dos jóvenes acompañantes con un movimiento de cabeza y se sentó a jugar al whist con Hough y un par de temibles ancianitas. Al cerrar la puerta, afortunadamente, quedó amortiguado casi todo el ruido exasperante de la orquesta, las damas jugaban fuerte y transcurrió una hora muy agradable que terminó con la entrada de la señora Hough.
—Es hora de la polonesa antes de la cena —anunció—. Debo rogarles que dejen las cartas y vengan a verlo.
—¿Le importa, señoría? —preguntó Hough excusándose.
—Los deseos de la señora Hough son órdenes para mí —dijo Hornblower.
En la pista de baile hacía, por supuesto, un calor agobiante. Los rostros estaban enrojecidos y brillantes, pero no parecía faltar energía al formarse la doble fila para la polonesa, mientras la orquesta desgranaba las misteriosas notas que tanto animaban a la gente joven. Spendlove llevaba a Lucy de la mano e intercambiaban miradas felices. Hornblower, desde la madurez de sus cuarenta y seis años, sólo podía mirar con condescendencia a aquellos hombres y mujeres, adolescentes y jóvenes inmaduros, mostrándose tolerante con su juventud y entusiasmo. Los sonidos de la orquesta se hicieron más entrecortados y confusos, pero los jóvenes les encontraban sentido. Corrían y daban saltos por la habitación, las faldas revoloteaban y los faldones se agitaban, y todo el mundo estaba alegre y sonriente. Las filas dobles se convirtieron en corros, se formaron filas otra vez, giraron y volvieron a formarse, hasta que al final, con un estrépito infernal de la orquesta, las mujeres hicieron una reverencia y los hombres se inclinaron ante ellas. Una hermosa imagen, una vez hubo cesado la música. Resonó un estallido de risas y aplausos antes de que se rompieran las filas. Las mujeres, mirándose de reojo, salieron por grupos de la habitación. Se retiraban para reparar los desperfectos sufridos en el fragor de la acción.
Hornblower se encontró con los ojos de Lucy otra vez, y una vez más ella apartó la vista y volvió a mirarle. ¿Tímida? ¿Impaciente? Era difícil saberlo con esas niñas, pero desde luego aquella mirada no era igual a la que había destinado a Spendlove.
—Diez minutos para la cena, milord —dijo Hough—. ¿Su señoría tendrá la amabilidad de acompañar a la señora Hough?
—Encantado, por supuesto —respondió Hornblower.
Spendlove se acercó. Se secaba el rostro con un pañuelo.
—Me iría bien un poco de aire fresco, milord —dijo—. Quizá…
—Iré con usted —dijo Hornblower, feliz de tener una excusa para librarse de la pesada compañía de Hough.
Salieron al oscuro jardín. Tanto brillaban las velas de la sala de baile que al principio tuvieron que andar casi a tientas.
—Confío en que se esté divirtiendo —dijo Hornblower.
—Mucho. Gracias, milord.
—¿Y su petición de mano progresa?
—De eso no estoy seguro, milord.
—Tiene mis mejores deseos, en cualquier caso.
—Gracias, milord.
Los ojos de Hornblower estaban ya más acostumbrados a la oscuridad. Sirio estaba visible, representando una vez más su eterna caza de Orión en el cielo nocturno. El aire era cálido y tranquilo, al cesar la brisa marina.
Entonces ocurrió. Hornblower oyó un movimiento a su espalda, un crujido de hojas, pero antes de que se diera cuenta, unas manos le sujetaron los brazos y otra le tapó la boca. Trató de zafarse. Un dolor agudo y abrasador bajo el omoplato derecho le hizo saltar.
—Silencio —dijo una voz, gruesa y pesada—. O te lo clavo.
Sintió el dolor otra vez. Era la punta de un cuchillo apoyada en su espalda, así que se quedó callado. Aquellas manos invisibles empezaron a empujarle.
Había al menos tres hombres a su alrededor. Su olfato le indicó que estaban sudando, de nerviosismo, quizá.
—¿Spendlove? —dijo.
—Silencio —susurró otra vez la voz.
Le empujaban por el largo jardín. Un amago de grito agudo, sofocado de inmediato, provino seguramente de Spendlove, que iba detrás. Hornblower tenía dificultades para mantener el equilibrio mientras le empujaban, pero los brazos que lo tenían agarrado también lo sujetaban. Cuando tropezaba, sentía la presión de la punta del cuchillo en su espalda convertirse en dolor al desgarrarle la ropa. Al final del jardín llegaron a un camino estrecho, donde reinaba la oscuridad total. Hornblower tropezó con algo que resoplaba y se movía: una mula, al parecer.
—Sube —dijo la voz tras él.
Hornblower dudó y sintió el cuchillo contra sus costillas.
—Sube —repitió la voz, mientras alguien le acercaba la mula para que la montara.
No había estribos ni silla. Hornblower puso las manos en la cruz y se subió a horcajadas en la mula. No encontraba las riendas, aunque las oía tintinear. Metió los dedos entre la escasa crin. A su alrededor oía el bullicio de las otras mulas al ser montadas. Su propia montura dio un fuerte respingo y se agarró como un loco a la crin. Alguien había montado la mula que iba delante, y empezó a avanzar con una rienda principal sujeta a la suya. Parecía haber un total de cuatro animales, y unos ocho hombres. Las mulas empezaron a trotar, y Hornblower sintió que se tambaleaba precariamente en el resbaladizo lomo, pero había un hombre a cada lado para mantenerlo en su lugar. Unos segundos más tarde redujeron la marcha al encontrarse la mula principal en un rincón difícil.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Hornblower, con el primer aliento recuperado después del movimiento.
El hombre de su derecha le mostró algo brillante que resplandecía a la luz de las estrellas. Era un machete, el machete típico de las Indias Occidentales.
Al momento siguiente la mula empezó a trotar otra vez, y Hornblower no habría dicho nada aunque se hubiera sentido inclinado a hacerlo. Corrieron por un camino entre grandes campos de caña de azúcar. Hornblower iba dando saltos en el lomo de la mula. Trató de mirar hacia arriba, hacia las estrellas, para ver en qué dirección iban, pero resultaba difícil, y cambiaron de ruta repetidamente, atravesando el campo. Lo dejaron atrás, y salieron a la sabana abierta. Luego encontraron árboles, redujeron la marcha en una cuesta pronunciada, volvieron al trote otra vez por el otro lado, con los hombres a pie corriendo incansablemente junto a las mulas, y volvieron a subir, y los animales resbalaban y daban traspiés en lo que parecía una superficie insegura. Hornblower estuvo a punto de caerse un par de veces, pero el hombre que estaba junto a él lo levantó. Se sentía atrozmente molido por aquella forma de montar a pelo, y la protuberancia de la espina dorsal de la mula le causaba agónicos dolores. Estaba empapado de sudor, tenía la boca reseca y se sentía desesperadamente agotado, atontado por el sufrimiento. En más de una ocasión atravesaron pequeñas corrientes que bajaban por las montañas, y una vez más pasaron por una arboleda. En muchas ocasiones parecían transitar por pasos estrechos.
Hornblower no tenía ni idea de cuánto habían recorrido cuando se encontraron junto a un pequeño río, en apariencia plácido, ya que reflejaba las estrellas. A lo lejos se distinguía apenas un elevado precipicio en la oscuridad. Aquí el grupo se detuvo, y el hombre que iba a su lado le golpeó la rodilla como una evidente invitación a desmontar. Hornblower se bajó de la mula deslizándose por un costado. Tuvo que apoyarse contra el animal un momento, porque las piernas se negaron a sostenerle. Cuando pudo mantenerse en pie y mirar a su alrededor vio un rostro blanco entre otros oscuros que le rodeaban. A duras penas pudo distinguir a Spendlove, y vio que le flaqueaban las rodillas y la cabeza le colgaba, mientras se apoyaba en el otro lado.
—¡Spendlove!
Hubo un angustioso momento de espera antes de que la desfallecida figura dijera:
—¿Milord? —La voz era espesa y poco natural.
—¡Spendlove! ¿Está usted herido?
—Estoy… bien, milord.
Alguien empujó a Spendlove por la espalda.
—Venga. Nade —dijo una voz.
—¡Spendlove!
Varias manos dieron la vuelta a Hornblower y lo empujaron dando un traspiés hacia el borde del agua. Era inútil resistirse; Hornblower tan sólo podía adivinar que habían golpeado a Spendlove hasta dejarlo sin sentido y empezaba a recuperarse en aquel preciso momento, y que su cuerpo inconsciente lo había transportado hasta entonces una mula.
—Nade —ordenó la voz, y una mano lo empujó hacia el agua.
—¡No! —exclamó Hornblower con voz ronca.
El agua parecía inmensamente ancha y oscura. Mientras Hornblower se debatía en la orilla tenía conciencia de la indignidad que estaba sufriendo, como comandante en jefe, actuando como un niño en manos de aquella gente. Alguien acercó una mula al agua junto a él.
—Sujétese a la cola —dijo la voz, y sintió otra vez el cuchillo en la espalda.
Se agarró a la cola de la mula y se dejó llevar con desesperación, agitando brazos y piernas dentro del agua. Por un momento el animal luchó por mantenerse a flote y a continuación emprendió el camino; el agua, al cerrarse en torno a Hornblower, resultaba un poco más fría que el aire cálido. No pareció transcurrir más que un momento hasta que la mula llegó a la otra orilla. Hornblower tocó el fondo y se puso a caminar, el agua chorreó saliendo de sus ropas y el resto de las personas y animales salpicaban detrás de él. Otra vez tenía aquella mano en la espalda, obligándole a desviarse a un lado y metiéndole prisa. Oyó un extraño crujido delante de él y un objeto bamboleante le golpeó en el pecho. Notó un tacto de bambú liso en las manos y una especie de enredadera o liana atada a él. Era una escalera de cuerda improvisada que colgaba ante su nariz.
—¡Arriba! —dijo la voz—. ¡Arriba!
No podía, no quería subir, pero notó otra vez la punta del cuchillo en la espalda. Estiró los brazos hacia arriba y alcanzó un travesaño, luchando desesperadamente con los pies para encontrar el siguiente.
—¡Arriba!
Empezó a trepar y la escalera se retorcía bajo sus pies como suelen hacer siempre las escaleras de cuerda, como un animal. Era horrible subir así en la oscuridad, buscando cada vez un travesaño esquivo, agarrándose desesperadamente con las manos. Los zapatos empapados tendían a resbalar en el liso bambú, y las manos no se sentían seguras. Había alguien más trepando junto a él, y la escalera se enroscaba de forma impredecible. Sabía que estaba oscilando como un péndulo en la oscuridad. Siguió subiendo, travesaño a travesaño, agarrándose con las manos de forma tan convulsiva que sólo mediante un esfuerzo consciente era capaz de soltarse un momento y buscar el siguiente travesaño. Los giros y oscilaciones se hicieron menos pronunciados. La mano que tenía más arriba tocó la tierra, o la roca. El momento siguiente no era fácil: no estaba seguro de estar agarrándose bien y dudó. Sabía que se encontraba suspendido a gran altura. Justo debajo de él oyó una orden seca en la escala dada por el hombre que le seguía, y luego una mano por encima de él lo cogió por la muñeca y tiró de él. Los pies alcanzaron el siguiente travesaño, y al final se encontró echado, respirando afanosamente, en tierra firme. La mano tiró de él otra vez y gateó hacia delante para dejar sitio al hombre que le seguía. Casi sollozaba, y no quedaba en él ningún rastro del hombre altivo y satisfecho de sí mismo que se admiraba ante el espejo, hacía tan sólo unas horas.
Otras personas le pasaron por delante.
—¡Milord, milord!
Ése era Spendlove, que le buscaba. —¡Spendlove!— contestó, sentándose.
—¿Está usted bien, milord? —preguntó Spendlove, agachándose hacia él.
¿Era el sentido del humor o el del ridículo, era orgullo natural o la fuerza de la costumbre, lo que le hizo controlarse?
—Tan bien como se puede esperar, gracias, después de estas extraordinarias experiencias —dijo—. Pero a usted… ¿qué le ha pasado?
—Me han golpeado en la cabeza —contestó sencillamente Spendlove.
—No se quede ahí. Siéntese —dijo Hornblower, y Spendlove se dejó caer junto a él.
—¿Sabe dónde estamos, milord? —preguntó—. En la cima de un precipicio, por lo que parece —respondió Hornblower.
—Pero ¿dónde, milord?
—En alguna parte de la leal colonia de Jamaica de su majestad. No puedo decir más.
—Pronto amanecerá, supongo —dijo débilmente Spendlove.
—Muy pronto.
Nadie a su alrededor les prestaba atención. Había mucha gente hablando, en contraste con el silencio casi disciplinado que se había mantenido durante la caminata por el campo. El parloteo se mezclaba con el sonido de una pequeña cascada, que, según observó entonces, había estado oyendo desde que subió. Las conversaciones eran en un inglés espeso que Hornblower apenas podía entender, pero estaba seguro de que sus captores estaban exultantes. Podía oír también voces de mujeres, y las figuras que les rodeaban iban y venían impacientes, demasiado nerviosas para sentarse a pesar de las fatigas de la noche.
—Dudo que estemos en lo alto de un precipicio, milord, si me permite —dijo Spendlove.
Señaló hacia arriba. El cielo estaba cada vez más pálido, y las estrellas desaparecían. En línea vertical respecto a sus cabezas se veía el precipicio por encima de ellos, sobresaliendo por encima suyo. Mirando hacia arriba, Hornblower veía el follaje recortado contra el cielo.
—Es extraño —dijo—. Debemos de estar en algún tipo de saliente, entonces.
A su derecha el cielo mostraba un indicio de luz, de un rosa muy claro, mientras que a su izquierda aún estaba oscuro.
—En dirección norte noroeste —dijo Spendlove.
La luz aumentó perceptiblemente. Cuando Hornblower volvió a mirar hacia el este, el rosa se había convertido en naranja, y había también un poco de verde. Parecían estar muy arriba, como si el saliente terminara casi a sus pies, abruptamente, y mucho más abajo el mundo lleno de sombras estaba tomando forma, escondido de momento por una ligera neblina. Hornblower se dio cuenta de pronto de que llevaba la ropa mojada, y se puso a tiritar.
—Eso debe de ser el mar —dijo Spendlove.
Ciertamente era el mar, azul y bello en la distancia, y había también un ancho cinturón de tierra, unas millas más allá, que se extendía entre el precipicio en el que estaban colgados y la costa, pero la niebla aún lo oscurecía. Hornblower se puso de pie, dio un paso adelante y se apoyó en un bajo parapeto de roca, retrocedió y se armó de valor para volver a mirar.
No había nada bajo sus pies. Se encontraban realmente en un saliente en la pared de un precipicio de la altura de la verga mayor de una fragata, de unos sesenta pies de altura. En línea vertical respecto a ellos podía ver la pequeña corriente que había cruzado agarrado a la cola de la mula.
Cuando, con un esfuerzo de voluntad, se inclinó y miró de nuevo, pudo ver las mulas muy abajo, en el estrecho espacio entre el río y el pie del precipicio. El saliente debía de ser considerable. Estaban en el repecho de un precipicio excavado por la acción del río crecido a lo largo del tiempo. No podían alcanzarles desde arriba, y tampoco desde abajo, si retiraban la escalera. El saliente tendría unas diez yardas de ancho como mucho, y unas cien de largo. En un extremo, la cascada que había oído caía por la pared del precipicio en una garganta que se había formado sola, salpicaba en un grupo de rocas brillantes y volvía a saltar otra vez. Aquella visión le indicó lo sediento que estaba, y se acercó hasta allí. Daba vértigo andar por aquel lugar, con la pared del precipicio a un lado y una caída vertical en el otro, y el agua salpicando a chorros a su alrededor, pero podía ahuecar las manos, coger agua y beber, y volver a beber, antes de refrescarse la cara y la cabeza.
Retrocedió y encontró a Spendlove esperando que terminara. Pegoteado en el espeso cabello de su secretario, detrás de su oreja izquierda y bajando por su cuello se encontraba un coágulo de sangre negra. Spendlove se arrodilló para beber y lavarse y se levantó otra vez, tocándose el cuero cabelludo con cuidado.
—No han tenido piedad —dijo.
Tenía también el uniforme salpicado de sangre. De su cintura colgaba una vaina vacía, había perdido la espada, y cuando volvieron de la cascada pudieron ver que estaba en manos de uno de los captores, que los esperaba de pie. Era bajo, cuadrado y de complexión fuerte, no del todo negro, seguramente mulato. Llevaba una camisa blanca sucia, unos pantalones azules hechos jirones y unos zapatos de hebilla destrozados.
—Vamos, señor —dijo.
Habló con acento isleño, espesando las vocales y arrastrando las consonantes.
—¿Qué quiere? —preguntó Hornblower, procurando transmitir a su voz toda la dureza que pudo.
—Escríbanos una carta —dijo el hombre que llevaba la espada.
—¿Una carta? ¿Para quién?
—Para el gobernador.
—¿Pidiéndole que venga y le cuelgue? —preguntó Hornblower. El hombre sacudió la enorme cabeza.
—No. Quiero un papel, un papel con un sello. Un perdón. Para todos nosotros. Con un sello.
—¿Y usted quién es?
—Ned Johnson. —El nombre no significaba nada para Hornblower, ni tampoco, como comprobó con una mirada, para el omnisciente Spendlove.
—Navegué con Harkness —dijo Johnson.
—¡Ah!
Eso sí que significaba algo para ambos oficiales. Harkness era uno de los últimos piratas menores. Hacía apenas una semana que a su balandro, Blossom, le había cortado el paso la Clorinda junto a Savannalamar, y lo habían interceptado al tratar de escapar a sotavento. Bajo el fuego de largo alcance de la fragata, al final, desesperado, había encallado en la boca de Sweet River, y la tripulación había escapado a los pantanos y manglares de esa parte de la costa, todos excepto el capitán, cuyo cuerpo habían encontrado en la cubierta casi partido en dos por una descarga de la Clorinda. Así quedaba su tripulación sin líder (a no ser que pudieran llamar líder a Johnson) y para darles caza, el gobernador había hecho intervenir a dos batallones de tropas tan pronto como la Clorinda había vuelto a Kingston con las noticias. Para evitar que escaparan por mar el gobernador, siguiendo una sugerencia de Hornblower, había colocado guardias en todas las playas de pescadores de la isla. De otro modo, el ciclo que probablemente habían seguido volvería a repetirse: robarían un barco de pesca, luego una embarcación más grande y así hasta que volvieran a ser una plaga.
—No hay perdón para los piratas —dijo Hornblower.
—Sí —insistió Johnson—. Escríbanos una carta y el gobernador nos lo dará.
Se dio la vuelta y a los pies del precipicio, en la parte trasera del saliente, recogió algo. Era un libro encuadernado en cuero, el segundo volumen de Waverley, según comprobó Hornblower cuando se lo puso en las manos, y Johnson sacó un lápiz y se lo dio también.
—Escriba al gobernador —le dijo. Abrió el libro por el principio y le indicó que escribiera en la guarda.
—¿Qué cree que debería escribir? —preguntó Hornblower.
—Pídale que nos dé su perdón. Y que ponga su sello.
Al parecer Johnson había oído en algún sitio, en conversación con compañeros piratas, que existía un «perdón bajo el gran sello», y mantenía vivo aquel recuerdo.
—El gobernador nunca haría eso.
—Entonces le envío sus orejas. Le envío su nariz —dijo Johnson.
Era horrible oír eso. Hornblower miró a Spendlove, que se había puesto blanco al oírlo.
—Usted es almirante —continuó Johnson—, usted es lord… El gobernador le hará caso.
—Dudo que lo haga.
Evocó en su mente la imagen del viejo y quisquilloso general sir Augustus Hooper y trató de imaginar la reacción producida por la petición de Johnson. A su excelencia estaría a punto de reventársele un vaso sanguíneo con sólo pensar en perdonar a dos docenas de piratas. El gobierno local se mostraría muy molesto, y sin duda la mayor parte de su irritación iría directamente encaminada al hombre cuya idiotez al dejarse raptar había colocado a todo el mundo en aquella absurda posición. Eso sugería una pregunta.
—¿Cómo es que estaba usted en el jardín? —le preguntó.
—Esperábamos a que se fuera a casa, pero salió antes. Si ellos intentaban…
—¡No dé un paso más! —gritó de pronto Johnson.
Saltó hacia atrás con increíble agilidad teniendo en cuenta su volumen, preparándose, con las rodillas flexionadas y el cuerpo tenso, en guardia con la espada. Hornblower se volvió, estupefacto, y vio que Spendlove se relajaba. Se había estado preparando para saltar. Con la espada en manos de Spendlove y la punta apoyada en la garganta de Johnson, la situación habría cambiado. Los otros se acercaron corriendo al oír el grito. Uno de ellos tenía un bastón en la mano (al parecer, una pica sin cabeza) y lo clavó cruelmente en el rostro de Spendlove. Éste se tambaleó dando unos pasos hacia atrás, y el bastón cogió impulso para volver a golpearle. Hornblower saltó delante de él.
—¡No! —gritó, y se quedaron todos mirándose entre sí, mientras iba desapareciendo la tensión de la situación. Entonces uno de los hombres se acercó sigilosamente a Hornblower, machete en mano.
—¿Le corto la oreja? —preguntó por encima de su hombro a Johnson.
—No. Todavía no. Vosotros dos, sentaos. —Como vacilaron, la voz de Johnson se elevó en un grito—: ¡Sentaos!
Ante la amenaza del machete no había nada que hacer salvo sentarse, y estaban indefensos. —¿Escribirá la carta?— preguntó Johnson.
—Espere un momento —dijo Hornblower, cansinamente. No sabía qué más decir en esa situación. Estaba intentando ganar tiempo, como un niño a la hora de ir a dormir enfrentado a unos padres severos.
—Vamos a desayunar —dijo Spendlove.
En el extremo del saliente habían encendido un pequeño fuego, y el humo flotaba en el silencioso amanecer, con finas volutas, hacia el extremo del precipicio. Una olla de hierro puesta sobre el fuego colgaba de una cadena sujeta a un trípode, y dos mujeres estaban agachadas junto a ella, vigilándola. Amontonados contra la pared del saliente había barriles, toneles y arcones. También había mosquetes puestos en fila en una especie de estante. Se le ocurrió a Hornblower que se encontraba en una situación habitual en los romances populares: estaba en la guarida de los piratas. Quizás esos arcones contuvieran tesoros de valor incalculable, perlas y oro. Los piratas, como cualquier otro navegante, necesitaban una base terrestre, y éstos la habían establecido allí, en lugar de elegir un cayo solitario. Su bergantín Clement había vaciado y limpiado uno de esos sitios el año anterior.
—Escriba la carta, señor —dijo Johnson. Apuntó al pecho de Hornblower con la espada, y la punta agujereó la fina pechera hasta pincharle en el esternón.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Hornblower.
—Un perdón. Con un sello.
Hornblower estudió los morenos rasgos que tenía delante. Sabía que la piratería tenía los días contados en el Caribe. Los barcos de guerra americanos en el norte, los barcos de guerra franceses que venían de las Antillas menores y su propio escuadrón con base en Jamaica habían hecho que el negocio fuese poco lucrativo y peligroso. Y estos piratas en particular, los restos de la banda de Harkness, se encontraban en una situación aún más precaria, debido a la pérdida del barco y el aborto de su intento de escapada por mar gracias a las precauciones que él había tomado. Se trataba de un plan audaz y bien ejecutado, éste de salvar el cuello secuestrándolos. Presumiblemente el autor y ejecutor del plan era aquél que tenía ante él y que parecía bastante bobo, casi pasmado. Las apariencias pueden ser engañosas, o puede que la desesperada necesidad de la situación hubiera estimulado a aquella mente estúpida a realizar una actividad inusual.
—¿Me oye? —dijo Johnson, dándole otro pinchazo con la espada, e interrumpiendo el flujo de pensamiento de Hornblower.
—Sígales la corriente, milord —murmuró Spendlove a su oído—. Gane tiempo.
Johnson se volvió hace él, con la espada apuntándole a la cara.
—Cállate la boca —dijo. Se le ocurrió otra idea, y miró otra vez a Hornblower—. Escriba o le pincharé en el ojo.
—Escribiré —accedió Hornblower.
Se sentó con el volumen de Waverley abierto por la guarda y el lápiz en la mano, mientras Johnson se apartaba un par de pasos, como dejándole espacio para que se inspirase. ¿Qué iba a escribir? «¿Querido señor Augustus?», «¿Su excelencia?». Eso sonaba mejor. «Me encuentro secuestrado aquí junto con Spendlove por los supervivientes de la banda de Harkness. Quizás el portador de este mensaje pueda explicar las condiciones. Piden el perdón a cambio de…». Hornblower se quedó con el lápiz inmóvil en el aire, pensando las siguientes palabras: «¿Nuestras vidas?». Sacudió la cabeza y escribió: «nuestra libertad». No quería parecer melodramático. «Vuestra excelencia será, por supuesto, mejor juez de la situación que yo mismo. Su obediente servidor». Hornblower dudó otra vez, y estampó el «Hornblower» de su firma.
—Aquí tiene —dijo pasándole el volumen a Johnson, que lo cogió y lo miró con curiosidad, y se volvió hacia una docena de sus seguidores que permanecían en cuclillas en el suelo detrás de él, en silencio, mirando lo que sucedía.
Escudriñaron el escrito por encima del hombro de Johnson; otros se acercaron también a mirar, y se enzarzaron en una viva discusión.
—Ninguno de ellos sabe leer, milord —comentó Spendlove.
—Eso parece.
Los piratas miraban el escrito, miraban a los prisioneros y volvían a mirar el texto otra vez, y la discusión se hizo más intensa. Johnson parecía estar discutiendo con ellos, o exhortándolos, y algunos de los hombres a los que se dirigía retrocedían sacudiendo la cabeza.
—Hablan sobre quién debería llevar esa nota a Kingston —dijo Hornblower—. Quién debe desafiar al león.
—Ese tipo no controla a sus hombres —comentó Spendlove—. Harkness ya habría disparado a un par de ellos a estas alturas.
Johnson volvía a dirigirse a ellos otra vez, señalando el escrito con uno de sus gruesos y oscuros dedos. —¿Qué dice aquí?— preguntó.
Hornblower leyó la nota en voz alta. No importaba que dijera la verdad o no, dado que el otro no tenían forma de averiguarlo. Johnson lo miró, estudiando su rostro. La cara de Johnson delataba más desconcierto aún del que Hornblower había notado antes. El pirata se enfrentaba a una situación demasiado compleja para él: estaba tratando de llevar a cabo un plan que no había pensado con todo detalle de antemano. Ningún pirata quería aventurarse a caer en manos de la justicia llevando un mensaje de contenido desconocido. Tampoco confiaban en uno de ellos mismos para partir en tal misión: podía desertar, desperdiciando el preciado mensaje, y tratar de escapar por su cuenta. Aquellos pobres diablos, harapientos y holgazanes, y sus abandonadas mujeres estaban en un apuro, sin ningún cerebro que les encontrase un camino. Hornblower podría haberse reído de sus apuros, y casi lo hizo, hasta que pensó lo que podía hacer aquel grupo inestable a los prisioneros que tenía en su poder, en un ataque de ira. La discusión continuó desarrollándose furiosamente, sin atisbas de solución.
—¿Cree que podríamos alcanzar la escalera, milord? —preguntó Spendlove, y al momento contestó su propia pregunta—. No. Nos cazarían antes de que pudiéramos escapar. Una pena.
—Podemos seguir considerando esa posibilidad —dijo Hornblower.
Una de las mujeres que cocinaba junto al fuego los llamó a todos en aquel momento con voz estentórea, interrumpiendo la discusión. Estaban sirviendo la comida en cuencos de madera. Una joven mulata, poco más que una niña, con un vestido harapiento que alguna vez fue magnífico, les acercó un cuenco, un cuenco sin cuchara ni tenedor. Se miraron el uno al otro, sin poder evitar una sonrisa. Entonces Spendlove sacó una navaja del bolsillo de sus pantalones de montar, y se la tendió a su superior tras abrirla.
—Puede que sirva, milord —dijo como disculpándose, añadiendo después de echar un vistazo al contenido del cuenco—: no es tan buena la comida como la cena que nos perdimos en casa de los Hough, milord.
Batata hervida y unos trocitos de cerdo salado y cocido, la primera robada seguramente del huerto de algún esclavo y el segundo procedente de alguno de los barriles que tenían allí, en el precipicio. Comieron con dificultad. Hornblower insistía en que utilizaran la navaja por turnos, haciendo malabarismos con la comida caliente por la que ambos mostraron, curiosamente, un apetito terrible. Los piratas y las mujeres comieron casi todos en cuclillas. Después de los primeros bocados empezaron a pelearse otra vez sobre qué uso debían hacer de los prisioneros.
Hornblower volvió a mirar por el precipicio la vista que se extendía ante ellos.
—Debe de ser Cockpit Country —dijo.
—No hay duda de ello, milord.
Cockpit Country era un territorio desconocido para cualquier hombre blanco, una república independiente en el noroeste de Jamaica. Al arrebatar aquella isla a los españoles, un siglo y medio atrás, los británicos habían encontrado aquellas tierras ya pobladas por esclavos fugitivos y supervivientes de la población india. Varios intentos de someter la zona habían fracasado estrepitosamente, ya que la fiebre amarilla y las pésimas condiciones del territorio se habían aliado con el valor desesperado de los defensores, y se había firmado finalmente un tratado garantizando la independencia a Cockpit Country con la sola condición de que sus habitantes no dieran refugio a esclavos fugitivos en el futuro. El tratado había durado cincuenta años, y parecía que iba a durar bastante más. La guarida de los piratas estaba en el extremo de aquella zona, con las montañas en la parte de atrás.
—Y ésa es la bahía de Montego, milord —dijo Spendlove.
Hornblower había visitado aquel lugar con la Clorinda el año anterior: un fondeadero solitario que ofrecía buen anclaje y refugio para unos pocos barcos pesqueros. Miró la lejana agua azul con añoranza. Trató de pensar en formas de escapar, en algún método honorable con el que llegar a un acuerdo con los piratas, pero una noche entera sin dormir le había dejado el cerebro embotado, y ahora que había comido lo notaba más embotado aún. Se dio cuenta de que se estaba durmiendo y se levantó dando un respingo. Ahora que estaba ya en la cuarentena, perder una noche de sueño era un asunto serio, especialmente cuando ésta había transcurrido llena de esfuerzos violentos y desacostumbrados.
Spendlove lo había visto adormilado.
—Creo que podría dormir, milord —le dijo gentilmente.
—Quizá podría.
Dejó que su cuerpo se apoyara en el duro suelo. No tenía almohada y se sentía incómodo.
—Aquí, milord —dijo Spendlove.
Dos manos apoyadas en los hombros le ayudaron a recostarse, y se encontró utilizando el muslo de Spendlove como almohada. Todo dio vueltas a su alrededor durante un instante. Oía el suspiro de la brisa, la fuerte discusión de los piratas y sus mujeres tenía un tono monótono, la cascada salpicaba y gorjeaba… y entonces se durmió.
Se despertó un rato después, al tocarle el hombro Spendlove.
—Milord, milord…
Levantó la cabeza, un poco sorprendido al percatarse de dónde había estado descansando, y le costó unos segundos recordar dónde estaba y cómo había llegado allí. Johnson y un par de piratas más estaban de pie delante de él. Detrás miraba una de las mujeres, con una actitud que daba a entender que había contribuido a la conclusión que, evidentemente, habían alcanzado al fin.
—Le enviamos al gobernador, lord —dijo Johnson.
Hornblower parpadeó; aunque el sol se había desplazado hasta detrás del precipicio, el cielo ahí arriba resultaba deslumbrante.
—Usted —dijo Johnson—. Usted irá. Nos quedamos con él. —Johnson señaló a Spendlove con un gesto.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Hornblower.
—Usted irá a ver al gobernador y conseguirá nuestro perdón —dijo Johnson—. Puede pedírselo y él se lo concederá. Él se queda aquí. Podemos cortarle la nariz, y sacarle los ojos.
—Dios Todopoderoso —dijo Hornblower.
Johnson, o sus consejeros (quizás aquella mujer de ahí atrás) eran personas bastante astutas, después de todo. Tenían un mínimo concepto del honor, de las obligaciones de un caballero. Habían percibido la relación que existía entre Hornblower y Spendlove. Quizá les había indicado algo la visión de Hornblower durmiendo con la cabeza apoyada en el muslo de Spendlove. Sabían que él no abandonaría nunca a Spendlove a la voluntad de sus captores, que haría todo lo posible para obtener su libertad. Incluso puede que (la imaginación de Hornblower se levantaba como una gran ola superando la somnolencia), puede que hasta el punto de volver a compartir el cautiverio y el destino de Spendlove en caso de no ser capaz de conseguir el perdón necesario.
—Le enviamos, lord —dijo Johnson. La mujer de atrás dijo algo en voz alta.
—Le enviamos ahora —añadió esta vez Johnson—. Levántese.
Hornblower se levantó lentamente, se habría tomado ese tiempo de cualquier modo, en un esfuerzo por preservar la dignidad que le quedaba, pero no podría haberse levantado rápidamente aunque hubiera querido. Tenía las articulaciones entumecidas: podía oírlas crujir casi al moverse. El cuerpo le dolía terriblemente.
—Estos dos hombres le llevarán —dijo Johnson. Spendlove también se había levantado.
—¿Se encuentra usted bien, milord? —preguntó ansiosamente.
—Sólo entumecido y reumático —contestó Hornblower—. ¿Y usted?
—Oh, estoy bien, milord. Por favor, no piense más en mí, milord.
Spendlove le lanzó una mirada muy directa, una mirada que trataba de comunicar un mensaje.
—Ni un pensamiento más, milord —repitió Spendlove.
Le estaba intentando decir que debía abandonarlo, que no debería hacer nada para rescatarlo, que estaba deseando sufrir las torturas que fueran a infligirle con tal de que su superior saliera bien parado del asunto.
—Pensaré en usted todo el tiempo —dijo Hornblower, devolviéndole la mirada.
—Dese prisa —dijo Johnson.
La escala de cuerda aún colgaba del borde del saliente. Resultaba muy arriesgado tratar de descender con las articulaciones crujiéndole y lograr apoyar el pie en los resbaladizos travesaños de bambú. La escala oscilaba por el movimiento de sus pies, como si fuera un ser vivo que trataba de echarlo abajo. Se agarró frenéticamente con las manos, otra vez hacia abajo, esforzándose, contra su instinto, por enderezarse e impedir que se retorciera otra vez. Con cautela, los pies encontraron apoyo otra vez, y continuó el descenso. Cuando se había acostumbrado ya al movimiento de la escala su ritmo se vio perturbado por el primero de sus escoltas, que bajaba tras él. Tuvo que sujetarse fuerte y esperar otra vez antes de continuar su progresión hacia abajo. Apenas habían tocado la tierra sus pies cuando el primero y el segundo de sus escoltas cayeron junto a él.
—¡Adiós, milord! ¡Buena suerte!
Ése era Spendlove, que le hablaba desde arriba. Hornblower, de pie junto al río, mirando hacia el precipicio, tuvo que inclinarse hacia atrás para ver la cabeza de Spendlove sobre el parapeto y su mano saludando, sesenta pies más arriba. Le devolvió el saludo mientras sus escoltas llevaban a las mulas a la orilla.
Una vez más era necesario pasar el río a nado. Sólo tenía diez yardas de ancho, podría haberlo pasado la noche anterior sin ayuda, si hubiera estado seguro de ello en la oscuridad. Ahora se sumergió en el agua, con ropa y todo (ay, aquella bonita levita negra) y, volviéndose, se puso a mover las piernas. Pero tenía ya la ropa mojada y pesaba mucho, y pasó un momento de apuro antes de que sus miembros agotados le llevasen hacia el banco rocoso.
Salió a gatas con el agua chorreándole de la ropa, sin ganas de moverse ni siquiera cuando las mulas salieron del agua junto a él. Spendlove seguía allí arriba, apoyado aún en el parapeto, y volvió a saludarle.
Ahora tenía que volver a montar la mula. La ropa mojada le pesaba como el plomo. Tuvo que hacer esfuerzos para subir: el húmedo lomo del animal estaba resbaladizo, y tan pronto como se sentó a horcajadas se dio cuenta de que estaba en carne viva por la cabalgata de la noche anterior, y las rozaduras le producían un dolor espantoso. Lo soportó con gran esfuerzo; le resultaba terriblemente doloroso al ir traqueteando su montura por el terreno irregular. Desde el río hicieron una abrupta ascensión hacia las montañas. Estaban volviendo por el camino que habían cogido la noche anterior, que en realidad no era un camino ni un sendero. Subieron por la pendiente de un barranco, bajaron por el otro lado y volvieron a subir. Cruzaron pequeños torrentes y serpentearon entre los árboles. Hornblower tenía ahora la mente y el cuerpo entumecidos, su mula estaba agotada y desde luego no llevaba el trote firme que debería, tropezando más de una vez, de modo que sólo haciendo frenéticos esfuerzos podía mantenerse encima. El sol se hundía hacia el oeste mientras bajaban finalmente por la colina, dando traspiés. Pasaron por una arboleda y por fin fueron a parar a campo abierto, donde el sol brillaba en todo su esplendor tropical. Era la sabana, con unas pocas rocas, algunas reses a lo lejos y, más allá, un enorme mar de verdor: los vastos campos de caña de azúcar de Jamaica se extendían hasta el horizonte. Media milla más allá llegaron a un camino bien definido, y allí sus escoltas detuvieron sus monturas.
—Ahora puedes irte —dijo uno de ellos, señalando a lo largo del camino que llevaba al lejano campo de caña de azúcar.
Transcurrieron unos segundos antes de que el cerebro estupefacto de Hornblower comprendiera que le dejaban libre.
—¿Así? —preguntó innecesariamente.
—Sí —dijo su escolta.
Los dos hombres se subieron a sus mulas, pero Hornblower tuvo que pelearse con la suya, que no quería separarse de sus congéneres. Uno de sus escoltas la golpeó en la grupa y el animal corrió camino abajo con un trote movido que resultó horriblemente doloroso para Hornblower, que luchaba por mantenerse encima. Enseguida la mula se relajó e inició un trote cansino, y Hornblower se limitó a quedarse sentado despreocupadamente mientras avanzaba lentamente por el camino. El sol estaba cubierto ahora, y al poco, anunciada por un viento fresco, empezó a caer una lluvia cegadora, que emborronaba el paisaje y obligaba a su montura a reducir aún más la velocidad en el resbaladizo terreno. Hornblower, agotado, se agarraba a la columna del animal. El chaparrón era tan fuerte que le resultaba difícil respirar al caerle por la cara.
La lluvia rugiente cesó poco a poco; el cielo, aunque se mantenía cubierto por encima de él, se abrió por el oeste y emitió un reflejo del sol que se ponía, de manera que el paisaje de su izquierda brilló lleno de magnificencia gracias a un arco iris en el que Hornblower apenas se fijó. Ahí estaba el primer campo de caña de azúcar, el camino que seguía se convertía luego en una calzada estrecha y llena de baches a través del campo, profundamente horadada por las ruedas de los carros. La mula continuaba avanzando de manera lenta y pesada, eternamente, a través del campo. Ahora el camino se cruzaba con otro, y el animal se detuvo en el cruce. Antes de que Hornblower pudiera despejarse y avisara a la mula para que avanzara oyó un grito a su derecha. Allá a lo lejos, en el camino, vio a un grupo de jinetes iluminados por la puesta de sol. Se acercaron galopando hacia él con un insistente golpear de cascos, y se detuvieron a su lado. Un hombre blanco seguido de dos de color.
—Usted es lord Hornblower, ¿no es así? —preguntó el hombre blanco, un caballero joven. Hornblower se dio cuenta de que, aunque iba a caballo, iba vestido todavía de gala de pies a cabeza, con el pañuelo rizado y todo, arrugado, mal puesto y desaliñado.
—Sí.
—Gracias a Dios que está a salvo, señor —dijo el hombre joven—. ¿Se encuentra mal? ¿Está herido, milord?
—No —dijo Hornblower, balanceándose fatigado en el lomo de la mula.
El hombre joven se volvió hacia uno de sus acompañantes y dio órdenes rápidas, y el hombre de color dio la vuelta a su montura y se alejó galopando como un loco por el camino.
—Toda la isla ha salido en su búsqueda, milord —dijo el hombre joven—. ¿Qué le ha ocurrido? Llevamos todo el día buscándole.
No sería propio de un almirante, de un comandante en jefe, traicionarse y mostrar una debilidad poco viril. Hornblower se enderezó.
—Me secuestraron unos piratas —dijo. Trató de hablar tranquilamente, como si fuera algo que le pudiera pasar a uno todos los días, pero resultaba difícil. Su voz era solamente un graznido ronco—. Debo ir inmediatamente a ver al gobernador. ¿Dónde está su excelencia?
—Debe de estar en su residencia, supongo —dijo el hombre joven—. A no más de treinta millas de aquí.
¡Treinta millas! Hornblower no se sentía capaz de recorrer ni treinta yardas más.
—Muy bien —dijo fríamente—. Debo ir allí.
—La casa de los Hough está tan sólo a dos millas de aquí, milord —comentó el hombre joven—. Su carruaje todavía sigue allí, según creo. Ya he enviado un mensajero.
—Entonces iremos primero allí —propuso Hornblower, mostrándose tan indiferente como pudo.
Una palabra del hombre blanco hizo que su acompañante se bajara de su caballo, y Hornblower se dejó caer de la mula, sin ningún garbo. Le costaba un esfuerzo enorme meter el pie en el estribo, y el hombre de color tuvo que ayudarle levantándole la pierna. Apenas había cogido las riendas (aún no había descubierto cuál era cada una) cuando el otro jinete puso al trote su caballo, y el de Hornblower le siguió. Resultaba una tortura ir dando botes en la silla.
—Me llamo Colston —dijo el hombre blanco, frenando su caballo para que Hornblower pudiera ir junto a él—. Tuve el honor de ser presentado a vuestra señoría en el baile, anoche.
—Por supuesto —dijo Hornblower—. Dígame qué ocurrió.
—Usted desapareció, milord, y se esperaba que después de la cena iniciara el baile con la señora Hough. Usted y su secretario, milord, el señor…
—Spendlove —dijo Hornblower.
—Sí, milord. Al principio pensamos que algún asunto urgente había requerido su atención. No fue hasta una o dos horas después, supongo, cuando su teniente de bandera y el señor Hough comprendieron que había desaparecido. Cundió una gran angustia entre la concurrencia, milord.
—¿Sí?
—Entonces se dio la alarma. Todos los caballeros presentes salieron en su busca. Llamaron a la milicia al amanecer. Patrullaron todo el campo. Confío en que el regimiento de Highland esté en plena marcha hacia aquí en este momento.
—¿De veras? —dijo Hornblower. Un millar de soldados de infantería estaban haciendo una marcha forzada de treinta millas en su busca, un millar de jinetes estaban registrando la isla.
Se oyeron cascos de caballos delante de ellos. Dos jinetes se acercaron en la creciente oscuridad. Hornblower sólo podía reconocer a Hough y al mensajero.
—Gracias a Dios, milord —dijo Hough—. ¿Qué ocurrió?
Hornblower se sintió tentado de contestar «ya se lo explicará el señor Colston», pero consiguió dar una respuesta más sensata.
Hough dijo los tópicos que era de esperar.
—Debo ir a ver al gobernador inmediatamente —le atajó Hornblower—. Hay que pensar en Spendlove.
—¿Spendlove, milord? ¡Oh sí, por supuesto, su secretario!
—Está todavía en manos de los piratas —dijo Hornblower.
—¿De veras, milord? —replicó Hough.
Nadie parecía preocuparse por Spendlove, excepto quizá Lucy Hough.
Ya se encontraban en la casa y el patio, y las luces brillaban en todas las ventanas.
—Entre, por favor, milord —dijo Hough—. Vuestra señoría necesitará refrescarse.
Ya había comido batatas y cerdo salteado aquella mañana, ahora no tenía hambre.
—Debo ir a la residencia del gobernador —dijo—. No puedo perder tiempo.
—Si vuestra señoría insiste…
—Sí —replicó Hornblower.
Hornblower se encontró solo en el salón brillantemente iluminado. Sentía que si se dejaba caer en una de aquellas enormes butacas nunca se levantaría.
—¡Milord, milord!
Era Lucy Hough, que entraba muy agitada en la habitación, con la falda revoloteando por las prisas. Tendría que decirle lo de Spendlove.
—¡Oh, está usted a salvo! ¡Está a salvo!
¿Qué era aquello? La muchacha se había arrodillado delante de él. Tenía cogida una de sus manos, y la besaba frenéticamente. Él retrocedió, trató de soltarse la mano, pero ella la agarró y le siguió de rodillas, besándola.
—¡Señorita Lucy!
—No me importa nada mientras usted esté a salvo —exclamó, mirándole y con la mano aún sujeta, mientras las lágrimas caían por sus mejillas—. Hoy he pasado un auténtico tormento. ¿No está herido? ¡Dígamelo! ¡Hábleme!
Era horrible. Otra vez estaba presionando los labios y la mejilla contra su mano.
—¡Señorita Lucy, por favor, compórtese!
¿Cómo podía una muchacha de diecisiete años actuar así ante un hombre de cuarenta y cinco? ¿No estaba enamorada de Spendlove? Pero quizás era en él en quien pensaba.
—Ya procuraré que a Spendlove no le pase nada.
—¿El señor Spendlove? Espero que esté bien. Pero usted, usted, usted…
—¡Señorita Lucy! ¡No debe decir esas cosas! Levántese, por favor, ¡se lo ruego! De algún modo consiguió que se pusiera de pie.
—¡No podía soportarlo! —confesó ella—. ¡Le amo desde el primer momento en que le vi!
—¡Vamos, vamos! —repuso Hornblower, tan tranquilizadoramente como pudo—. El carruaje estará listo en dos minutos, milord —dijo la voz de Hough desde la puerta—. ¿Un vaso de vino y un aperitivo antes de irse?
Hough se acercó con una sonrisa.
—Gracias, señor —respondió Hornblower, luchando con el sentimiento embarazoso que le invadía.
—La niña ha estado muy rara desde esta mañana —comentó Hough con indulgencia—. Esta juventud… debió de ser la única persona en la isla, supongo, preocupada por el secretario además de por el comandante en jefe…
—Eh… sí, esta juventud… —asintió Hornblower. El mayordomo entró con una bandeja.
—Sírvele a su señoría un vaso de vino, Lucy, querida —dijo Hough, y luego, dirigiéndose a Hornblower—: La señora Hough ha estado muy abatida hasta ahora, pero en seguida vendrá.
—Por favor, no la moleste, se lo ruego —pidió Hornblower. Le temblaba la mano al coger el vaso. Hough cogió el trinchante y el tenedor y se puso a cortar el pollo frío.
—Discúlpenme, por favor —rogó Lucy.
Se dio la vuelta y salió tan rápida de la habitación como había entrado, sollozando histéricamente.
—No tenía idea de que sus sentimientos fueran tan profundos —exclamó Hough.
—Tampoco yo —dijo Hornblower. En su nerviosismo, se había bebido el vaso de vino de un trago. Se puso a comer el pollo frío con toda la tranquilidad que pudo.
—El carruaje está en la puerta, señor —anunció el mayordomo.
—Me llevo esto —dijo Hornblower, con una rebanada de pan en una mano y un ala de pollo en la otra—. ¿Sería mucha molestia si le pidiera que enviara un mensajero que se adelantara y avisara a su excelencia de mi llegada?
—Ya lo he hecho, milord —contestó Hough— y he enviado mensajeros a informar a nuestras patrullas de que se encuentra a salvo.
Hornblower se hundió en el cómodo interior acolchado del carruaje. El incidente había tenido al menos el efecto de apartar temporalmente todo pensamiento de fatiga de su mente. Ahora podía apoyarse y relajarse: transcurrieron cinco minutos antes de que se acordara del pan y el pollo que tenía entre las manos y se pusiera a comérselos cansadamente. Las patrullas que no sabían que estaba a salvo detenían el carruaje. Diez millas más allá, en el camino, se encontraron con el batallón Highland acampado al borde del camino, y el coronel insistió en ir, presentar sus respetos al comandante en jefe naval y felicitarle. Después, un caballo que venía al galope se detuvo junto al carruaje; era Gerard. La luz de la lámpara del coche revelaba que había montado a caballo hasta que éste quedó empapado de sudor. Hornblower tuvo que oírle decir «Gracias a Dios que está a salvo, milord» (todo el mundo usaba esas mismas palabras) y explicarle lo que había ocurrido. Gerard dejó el caballo a la primera oportunidad y entró en el carruaje junto a Hornblower. Se reprochaba a sí mismo haber dejado que esto le sucediera a su superior, y no haber conseguido rescatarlo. Hornblower se sintió un poco molesto porque aquello parecía significar que no era capaz de cuidar de sí mismo, aunque los hechos parecían probar que, en efecto, era así.
—Tratamos de utilizar los sabuesos con los que persiguen a los esclavos huidos, milord, pero no sirvieron de nada.
—Naturalmente, porque iba montado en una mula —dijo Hornblower—. En cualquier caso, el rastro debe tener varias horas. Ahora olvide lo pasado y pensemos en el futuro.
—Tendremos a esos piratas colgando de una soga antes de que pasen dos días, milord.
—¿De veras? ¿Y qué ocurrirá con Spendlove?
—Ah… sí, por supuesto, milord.
Spendlove era lo último en que pensaba todo el mundo, hasta Gerard, que era amigo suyo. Al menos sí apreció las dificultades de Hornblower en el momento en que éste se las señaló.
—No podemos permitir que le ocurra nada, por supuesto, milord.
—¿Y cómo vamos a evitarlo? ¿Podemos garantizar esos perdones? ¿Persuadiremos a su excelencia para que los conceda?
—Bueno, milord…
—Haría cualquier cosa para liberar a Spendlove —dijo Hornblower—. ¿Entiende eso? ¡Cualquier cosa!
Hornblower se dio cuenta de que estaba apretando la mandíbula con adusta determinación. Su tendencia al autoanálisis, imposible de erradicar, se lo había revelado. Se encontraba cínicamente sorprendido ante el fluir de sus emociones. Ferocidad y ternura entremezcladas. Como esos piratas le tocaran un pelo a Spendlove… pero ¿cómo iba a evitarlo? ¿Cómo liberar a Spendlove de unos hombres que sabían que sus vidas, sus vidas nada menos, y no sus simples fortunas, dependían de mantenerlo prisionero? ¿Cómo podría seguir viviendo si le llegara a ocurrir algo a Spendlove? Si ocurría lo peor, tendría que volver adonde los piratas y entregarse a ellos, como aquel romano, Regulus, que volvió para morir a manos de los cartagineses, y parecía que realmente lo peor podía llegar a ocurrir.
—La residencia del gobernador, milord —dijo Gerard, rompiendo el flujo de aquellos pensamientos de pesadilla.
Centinelas en las verjas y en la puerta. Una entrada brillantemente iluminada, donde unos edecanes le miraban con curiosidad, malditos fueran. También le miraba Gerard. Le introdujeron en otra habitación interior, donde un momento después se abrió otra puerta por la que entró su excelencia, y el edecán que les escoltaba se retiró discretamente. Su excelencia era un hombre furioso, furioso como sólo puede estarlo un hombre que ha pasado mucho miedo.
—Bueno, ¿qué es todo esto, milord?
No había ni rastro en él de la habitual deferencia mostrada hacia el hombre que ostentaba un título, el hombre de fama legendaria. Hooper era un general con todas las de la ley, muy por encima de un simple contraalmirante. Además, como gobernador, era dueño y señor absoluto de la isla. La cara roja y los ojos azules y saltones (además de la rabia que mostraba) parecían confirmar el rumor que era nieto de una persona real. Hornblower explicó breve y tranquilamente lo que había ocurrido. Su fatiga y su sentido común evitaron una respuesta destemplada.
—¿Se da cuenta usted del coste de todo esto, milord? —bramó Hooper—. Todos los hombres blancos que pueden montar a caballo han salido. Mi última reserva, los Highlanders, se encuentran acampados junto al camino. No me atrevo a decir lo que eso significará en términos de malaria y fiebre amarilla. En las últimas dos semanas todos los efectivos de la guarnición excepto ellos han estado vigilando los barcos pesqueros y las playas tal y como pidió usted. La lista de enfermos es enorme. ¡Y ahora esto!
—Mis instrucciones, y creo que también las de vuestra excelencia, han realizado gran hincapié en la supresión de la piratería, señor.
—¡No necesito que ningún mocoso almirante con ínfulas me explique mis propias instrucciones! —gritó Hooper—. ¿Qué clase de trato ha hecho con esos piratas suyos?
Ya habían llegado al asunto. No era algo fácil de explicar a un hombre en su estado de ánimo.
—No he hecho ningún trato, excelencia.
—Me cuesta creer que tuviera tanto sentido común.
—Pero mi honor está comprometido.
—¿Su honor está comprometido? ¿Con quién? ¿Con los piratas?
—No, excelencia. Con mi secretario, Spendlove.
—¿Cuál es el compromiso?
—Le han retenido como rehén y a mí me han dejado libre.
—¿Y qué le ha prometido? ¿Qué? Había dicho algo de que pensaría en él.
—No he hecho ninguna promesa verbal, excelencia. Pero estaba implícito, indudablemente.
—¿Qué estaba implícito?
—Que le liberaría.
—¿Y cómo ha creído que podría hacer eso? No podía hacer nada salvo coger el toro por los cuernos.
—Me liberaron para que solicitara de vuestra excelencia perdones sellados para los piratas.
—¡Perdones! Per… —Hooper no pudo siquiera acabar la palabra la segunda vez. Sólo consiguió gluglutear como un pavo durante unos segundos hasta que, después de tragar saliva, pudo continuar—. ¿Está usted loco, milord?
—Por esa razón me han liberado a mí y han retenido a Spendlove.
—Entonces ese Spendlove tendrá que asumir su suerte.
—¡Excelencia!
—¿Cree que iba a conceder perdones a una banda de piratas? ¿Desde cuándo? ¿Para que puedan vivir como señores con su botín? ¿Paseándose con carruajes por la isla? ¡Una buena forma de eliminar la piratería! ¿Quiere que todas las Indias Occidentales se suman en el caos? ¿Ha perdido la razón?
El efecto de este discurso no se vio modificado por el hecho de que Hornblower ya imaginaba tiempo atrás que Hooper argumentaría exactamente de este modo.
—Comprendo perfectamente la dificultad de la situación, excelencia.
—Me alegro de que lo haga. ¿Conoce el escondrijo de los piratas? —Sí, excelencia. Se trata de un lugar muy seguro.
—No se preocupe. Podemos reducirlo, por supuesto. Unos cuantos ahorcamientos volverán a calmar la isla.
¿Qué demonios podía hacer o decir? La frase que se le formó en la mente resultaba claramente absurda incluso antes de pronunciarla.
—Tendré que volver allí antes de que dé ningún paso, excelencia.
—¿Volver allí? —Los ojos de Hooper parecían estar a punto de salirse de sus órbitas al percatarse de las implicaciones de lo que estaba diciendo Hornblower—. ¿Qué nueva payasada tiene en mente?
—Debo volver y unirme a Spendlove si vuestra excelencia no accede a conceder los perdones.
—¡Tonterías! Yo no puedo conceder perdones. No puedo. No lo haré.
—Entonces no tengo alternativa, excelencia.
—¡Tonterías he dicho, tonterías! No ha hecho ninguna promesa. Usted mismo ha dicho que no ha hecho ninguna promesa.
—Soy yo quien debe juzgar eso, excelencia.
—Usted no está en condiciones de juzgar nada ahora mismo, si es que alguna vez lo ha estado. ¿Puede imaginar por un momento que le permitiré que me comprometa de esa manera?
—Nadie lamenta la necesidad más que yo, milord.
—¿Necesidad? ¿Me está dando órdenes? Tengo que recordarle que soy su superior, además de ser el gobernador de la isla. Una palabra más y le pondré bajo arresto, milord. No quiero oír más tonterías.
—Excelencia…
—Ni una palabra más, he dicho. Ese Spendlove es un servidor del rey. Debe asumir los riesgos inherentes a su posición, aunque sólo sea un secretario.
—Pero…
—Le ordeno que se calle, milord. Ya le he avisado bastante. Mañana cuando haya descansado podemos planear cómo hacer salir a esas avispas del avispero.
Hornblower frenó la protesta que iba a salir de sus labios. Hooper no hablaba en broma al amenazar con arrestarle. La disciplina férrea que impregnaba las fuerzas armadas de la Corona tenía a Hornblower entre sus garras con idéntica fuerza que al último de los marineros. Desobedecer una orden era imposible. La fuerza irresistible de su propia conciencia podía estar dirigiéndole hacia delante, pero ahora se encontraba ante la inamovible barrera de la disciplina. ¿Mañana? Mañana sería otro día.
—Muy bien, excelencia.
—Una noche de descanso le hará mucho bien, milord. Quizá sería mejor que durmiera aquí. Daré las órdenes necesarias. Si le indica a su teniente de bandera las ropas limpias que necesita, haré que la Casa del Almirantazgo vaya a buscarlas para que estén listas por la mañana.
¿Ropa? Hornblower se miró. Había olvidado completamente que llevaba su levita negra. Una mirada le bastó para comprender que nunca más podría volver a llevar aquel traje. Podía intuir cómo era el resto de su aspecto. Sabía que de sus mejillas demacradas debía de estar saliendo una barba hirsuta, y que tenía el pañuelo del cuello completamente deshecho. No era de extrañar que le hubieran mirado con curiosidad en la antesala.
—Vuestra excelencia es muy amable —dijo.
No había nada malo en mostrarse formalmente educado ante lo inevitable, aunque fuese temporalmente. Había algo en el tono de Hooper que le indicaba que la invitación podía asimismo ser una orden, que era tan prisionero en la residencia del gobernador como si Hooper hubiera llevado a cabo su amenaza de ponerlo bajo arresto. Resultaba mejor ceder dignamente, dado que de momento, al menos, tenía que hacerlo. Mañana sería otro día.
—Permítame que le conduzca a su habitación —dijo Hooper.
El espejo del dormitorio confirmó sus peores temores con relación a su aspecto. La cama, bajo una enorme mosquitera, era ancha e invitaba al descanso. Sus articulaciones doloridas le gritaban que debería dejarse caer en ella y reposar, su cerebro agotado ansiaba caer en la inconsciencia, olvidarse de sus problemas con el sueño como un borracho olvida los suyos con el alcohol. Resultaba muy relajante sumergirse en un jabonoso baño tibio, a pesar de las fuertes protestas de las partes doloridas de su cuerpo. Pero ni siquiera bañado y relajado, con una de las camisas de dormir de su excelencia cayéndole hasta las rodillas, podía ceder a sus debilidades. Su ego más profundo se negaba a reconocerlas. Se descubrió a sí mismo cojeando descalzo por la habitación. No tenía alcázar por el que pasearse: el aire tropical calentado por las velas del dormitorio no era tan propicio para la inspiración como la brisa fresca del mar, los mosquitos le rodeaban, picándole en el cuello y en las piernas desnudas y distrayéndole. Era una de esas noches terribles. A veces se relajaba lo bastante para sentarse en una silla, pero después de unos segundos un nuevo flujo de pensamiento le hacía levantarse otra vez y cojear arriba y abajo.
Resultaba enloquecedor que no pudiera mantener la concentración en el problema de Spendlove. Se despreciaba a sí mismo porque su mente olvidaba pensar en su devoto secretario, había un flujo de pensamiento rival que tenía más éxito y retenía su atención.
Sabía, antes de que acabara la noche, cómo se enfrentaría a los piratas en su guarida si tuviera las manos libres, incluso sentía satisfacción al recapitular sobre estos planes, pero la satisfacción se veía sustituida por la angustiosa desesperación al pensar en su secretario en la guarida de los piratas. En algunos momentos se le revolvía el estómago al recordar la amenaza de Johnson de sacarle los ojos a Spendlove.
El agotamiento, finalmente, le cogió por sorpresa. Se había sentado y había apoyado la cabeza en la mano, y se despertó de golpe al caerse de la silla. El despertar no fue completo. Inconsciente de lo que estaba haciendo, se volvió a acomodar en la silla y se durmió de ese modo, dejando la enorme y cómoda cama desocupada, hasta que un golpe en la puerta le hizo parpadear preguntándose dónde se encontraba, antes de disponerse a fingir que era lo más normal del mundo dormir en una silla cuando había una cama.
Fue Giles quien entró, trayendo ropa interior limpia, un uniforme y cuchillas de afeitar. El trabajo de afeitarse y vestirse cuidadosamente le sirvió para centrarse y evitó que pensara con demasiada insistencia en el problema que tendría que resolver en los siguientes minutos.
—Su excelencia estaría encantado de que vuestra señoría tomara el desayuno con él.
Era un mensaje transmitido a través de la puerta a Giles. La invitación debía ser aceptada, por supuesto, era el equivalente a una orden real.
Hooper era partidario de tomar un buen filete para desayunar. Trajeron una bandeja plateada de carne con cebollas tan pronto como Hornblower pronunció su formal saludo matutino. Hooper miró con extrañeza a Hornblower cuando éste respondió a la pregunta del mayordomo pidiendo papaya y un huevo cocido. Se trataba de un mal comienzo, ya que confirmaba la opinión del gobernador de que Hornblower era un excéntrico y tenía unos extravagantes gustos afrancesados para desayunar. Los años que llevaba viviendo en tierra firme no habían hecho decrecer el apetito de Hornblower por los huevos frescos que había adquirido durante décadas en el mar. Hooper embadurnó su filete de mostaza y se dispuso a comerlo con apetito.
—¿Ha dormido usted bien?
—Bastante bien, gracias, excelencia.
El hecho de que Hooper hubiera abandonado el Formal «milord» era una indicación no demasiado sutil de que deseaba olvidar la discusión de la noche anterior y actuar de forma magnánima, como si Hornblower fuera una persona normal con un fallo temporal en su trayectoria.
—Dejaremos los asuntos para cuando hayamos comido.
—Como desee, excelencia.
Pero ni siquiera un gobernador puede estar seguro de su futuro. Hubo agitación en la puerta, y un grupo entero de gente se acercó corriendo a él, no sólo el mayordomo sino también dos edecanes, y Gerard, y… y… ¿quién era ése? Pálido, harapiento y agotado, casi incapaz de sostenerse con las piernas tambaleantes…
—¡Spendlove! —dijo Hornblower, y se le cayó la cuchara al suelo al levantarse y correr hacia él.
Hornblower le estrechó la mano, sonriendo con deleite.
Seguramente no había habido otro momento en su vida en el que hubiera sentido tanta satisfacción. —¡Spendlove!— sólo conseguía repetir su nombre.
—¿Qué es esto, el retorno del hijo pródigo? —preguntó Hooper desde la mesa. Hornblower recordó sus buenas maneras.
—Excelencia —dijo—, ¿puedo presentarle a mi secretario, el señor Erasmus Spendlove?
—Encantado de verle, joven. Siéntese a la mesa. ¡Traigan comida al señor Spendlove! Parece que un vaso de vino no le sentaría mal. Traiga la licorera y un vaso.
—¿No está usted herido? —preguntó Hornblower—. ¿No se ha hecho daño?
—No, milord —dijo Spendlove, estirando con cuidado las piernas bajo la mesa—. Sólo que más de setenta millas a caballo han anquilosado mis poco acostumbrados miembros.
—¿Más de setenta millas? —preguntó Hooper—. ¿Desde dónde?
—La bahía de Montego, excelencia.
—¿Entonces debió de escapar por la noche? —Al caer la noche, excelencia.
—¿Pero qué ha hecho, hombre? —preguntó Hornblower—. ¿Cómo ha conseguido escapar?
—Saltando, milord. Al agua.
—¿Al agua?
—Sí, milord. Había unos ocho pies de agua en el río a los pies del precipicio, suficiente para soportar mi caída desde cualquier altura.
—Así es. Pero… pero… ¿en la oscuridad?
—Eso resultó fácil, milord. Estuve vigilando por el parapeto todo el día. Lo hice cuando le dije adiós a vuestra señoría. Encontré un buen lugar y medí la distancia a ojo.
—¿Y entonces?
—Y entonces salté cuando era noche cerrada y llovía muy fuerte.
—¿Qué estaban haciendo los piratas? —preguntó Hooper.
—Se estaban cobijando, excelencia. No me prestaban atención, pensaban que estaba seguro allí, con la escala subida.
—¿Y luego?
—Cogí impulso, excelencia, y salté el parapeto, como he dicho, y caí de pie en el agua.
—¿Y salió ileso?
—Ileso, excelencia.
La vívida imaginación de Hornblower evocó la proeza, la media docena de zancadas en la oscuridad y la fuerte lluvia, el salto, la interminable caída. Se le puso la piel de gallina.
—Una hazaña digna de ser alabada —dijo Hooper.
—Nada para un hombre desesperado, excelencia.
—Quizá no. ¿Y entonces? ¿Después de estar en el agua? ¿Le persiguieron?
—Por lo que yo sé no, excelencia. A lo mejor después, cuando notaran mi ausencia. Incluso así tendrían que echar la escalera y bajar por ella. No oí nada al bajar.
—¿Hacia dónde fue? —preguntó Hornblower.
—Seguí por el río, milord, río abajo. Llega hasta el mar por la bahía de Montego, como decidimos, milord, cuando hicimos las primeras observaciones.
—¿Fue una travesía fácil? —preguntó Hornblower. Algo se agitaba en su mente, pidiéndole atención a pesar de las fuertes emociones que sentía.
—No en la oscuridad, milord. Había rápidos en algunas partes, y las rocas eran resbaladizas. Creo que el paso principal es estrecho, aunque no veía nada.
—¿Y en la bahía de Montego? —preguntó Hooper.
—Estaba la guardia en los barcos pesqueros, media compañía del regimiento de las Indias Occidentales, excelencia. Desperté a su oficial, éste me encontró un caballo y cogí el camino a través de Cambridge e Ipswich.
—¿Encontró caballos de refresco en el camino?
—Dije que venía en una misión de vital importancia, excelencia.
—Muy rápido ha llegado, de todos modos.
—La patrulla de Mandeville me informó de que vuestra señoría iba de camino a ver a su excelencia, así que fui directamente a la residencia del gobernador.
—Muy sensato.
A la imagen formada en la mente de Hornblower se unieron otras, de una travesía de pesadilla por el río, golpeando contra las rocas resbaladizas, hundiéndose en pozas inesperadas, luchando por asomar en las invisibles orillas, y a continuación la agotadora e interminable cabalgata.
—Debo alabar su conducta ante los lores comisarios, señor Spendlove —dijo formalmente.
—Se lo agradezco, señoría.
—Y también ante el secretario de estado —añadió Hooper.
—Vuestra excelencia es demasiado generosa.
Para Hornblower no era la última de las hazañas de Spendlove (algo que se podía adivinar echando un vistazo a su plato) que éste hubiera logrado de algún modo engullir un plato entero de filete con cebollas mientras explicaba su historia. El hombre debía de saber hablar sin masticar.
—Basta de halagos —dijo Hooper, untando la salsa con un trozo de pan—. Ahora tenemos que destruir a esos piratas. Su guarida… ¿ha dicho que es fuerte?
Hornblower dejó que contestara Spendlove.
—Inexpugnable al asalto directo, excelencia.
—Ajá. ¿Cree que se quedarán allí?
En los últimos minutos Hornblower se había estado preguntando por ello. Esos hombres sin líder, aturdidos ahora por el fracaso de su plan… ¿qué harían?
—Podrían desperdigarse por toda la isla, excelencia —dijo Spendlove.
—Sí, podrían. Entonces tendré que darles caza. Quiero patrullas en todos los caminos y columnas móviles en las montañas. Y la lista de enfermos ya es elevada.
Las tropas expuestas al clima y el aire nocturno durante mucho tiempo en las Indias Occidentales morían como moscas, y podían tardar semanas en atrapar a los forajidos.
—Quizá se separen —dijo Hornblower, y entonces se puso en un compromiso—, pero en mi opinión, excelencia, no lo harán.
Hooper le miró con severidad.
—¿Cree que no lo harán?
—No lo creo, excelencia.
Aquella banda estaba desesperada y su estado empeoraba cada vez más, ya cuando él se encontraba allí. Al no tener líder, su comportamiento era algo infantil. En el precipicio tenían abrigo, comida, tenían un hogar, si es que se podía expresar así. No lo dejarían fácilmente.
—¿Y dice que ese lugar es inexpugnable? ¿Significaría un largo asedio?
—Los reduciría rápidamente con una fuerza naval, excelencia, si me dejara intentarlo.
—Invito a vuestra señoría a intentar cualquier cosa que ahorre vidas. Hooper le miró con curiosidad.
—Entonces haré los preparativos —dijo Hornblower.
—¿Irá hasta la bahía de Montego por mar?
—Sí.
Hornblower se contuvo y no dijo «por supuesto». Los soldados no advertían lo conveniente del mar para los movimientos rápidos y secretos.
—Mantendré mis patrullas por si intentan escabullirse cuando los haga salir de su guarida —dijo Hooper.
—Creo que vuestra excelencia tomará una buena precaución haciendo eso. Confío en que mi plan no tardará en ejecutarse. Con permiso de vuestra excelencia…
Hornblower se levantó de la mesa.
—¿Se va usted?
—Cada hora que pasa es importante, excelencia.
Hooper le miraba con más curiosidad que nunca.
—La Marina despliega su bien conocida reserva —comentó—. Ah, entonces, muy bien. Ordene que traigan el carruaje de su señoría. Tiene mi permiso para intentarlo, milord. Infórmeme por mensajero.
Allí se encontraban los tres sentados en el carruaje, en el cálido aire matutino, Hornblower, Spendlove y Gerard.
—Al arsenal —ordenó Hornblower escuetamente. Se volvió hacia Spendlove—. Desde el arsenal embarcará en la Clorinda y transmitirá mi orden al capitán Fell de que se prepare para salir al mar. Izaré mi bandera dentro de una hora. Hasta entonces, le ordeno que se tome un descanso.
—Sí, milord.
En el arsenal, el capitán superintendente intentó no mostrarse sorprendido al recibir una visita no anunciada de su almirante, que según las últimas noticias había sido secuestrado.
—Quiero un mortero de barco, Holmes —dijo Hornblower, desdeñando los gestos de placentera sorpresa.
—¿Un mortero, milord? Sí, milord. Hay uno reservado, en efecto.
—Tiene que ir a la Clorinda inmediatamente. ¿Hay proyectiles para cargarlo?
—Sí, milord. Sin preparar, por supuesto.
—Haré que el artillero de la Clorinda los prepare mientras vamos de camino. Cada uno es de veinte libras, creo. Envíe doscientos, con las mechas.
—Sí, milord.
—Y quiero una batea. Dos bateas. Le he visto usarlas para calafatear y limpiar el fondo del barco. Son de veinte pies, ¿no es así?
—De veintidós, milord —contestó Holmes. Se alegró de poder contestar esta pregunta y de que su almirante no hubiera insistido en obtener una respuesta en un asunto tan oscuro como el peso de los proyectiles de un mortero de barco.
—Me llevaré dos, como he dicho. Envíelas para que las carguen en cubierta.
—Sí, milord.
El capitán sir Thomas Fell llevaba su mejor uniforme para saludar al almirante.
—He recibido su orden, milord —dijo, mientras cesaba el pitido de los silbatos de los contramaestres.
—Muy bien, sir Thomas. Quiero estar en marcha en cuanto los suministros que he pedido sean embarcados. Puede remolcar el barco. Vamos a la bahía de Montego a enfrentarnos a los piratas.
—Sí, milord.
Fell hizo lo posible por no parecer receloso ante las dos sucias bateas que se esperaba que cargase en su impecable cubierta (se trataba de los pontones usados en el astillero para trabajar en los costados de los buques) y las dos toneladas de grasientos proyectiles de mortero para los que tenía que encontrar espacio no eran mucho mejores. No se sintió demasiado complacido cuando le ordenaron que destinara a la mayor parte de su tripulación (doscientos cuarenta hombres) y a toda su infantería para un destacamento de desembarco. Los marineros, naturalmente, se sintieron encantados ante la perspectiva de un cambio de rutina y la posibilidad de actuar.
El hecho de que el artillero estuviera calculando la pólvora e introduciendo dos libras por pieza en los proyectiles, un vistazo al armero que iba con el almirante a inspeccionar los botavantes, la visión del mortero, achaparrado y feo, colocado en su soporte en el hueco del castillo de proa, todo les emocionaba. Resultaba un placer navegar velozmente hacia el oeste, hasta la última pulgada de lona desplegada, dejar Portland Point por el través, doblar Negril Point a la puesta de sol, atrapar algunas afortunadas ráfagas de la brisa marina que les permitía engañar al viento alisio, vagar en la oscuridad tropical con el escandallo sin parar de subir y bajar, y anclar al amanecer entre los bancos de arena de la bahía de Montego, con las verdes montañas de Jamaica brillando bajo el sol naciente.
Hornblower estaba en cubierta para verlo. Llevaba despierto desde medianoche, después de dormir desde la puesta de sol (casi dos noches en vela le habían desordenado los hábitos) y se encontraba ya paseándose arriba y abajo por el alcázar mientras los hombres emocionados se encontraban formados en el combés. No quitaba el ojo de encima a los preparativos. El mortero no pesaba más de cuatrocientas libras, una nimiedad para el aparejo de penol que debía bajarlo a la batea que estaba al costado.
Se hizo una inspección del equipo de los mosqueteros. Resultaba desconcertante para la tripulación que hubiera lanceros, hacheros e incluso maceros y palanqueros. Al subir el sol y aumentar el calor los hombres empezaron a desfilar hacia los barcos.
—El esquife está al costado, milord —dijo Gerard.
—Muy bien.
En la orilla, Hornblower devolvió el saludo del sorprendido subalterno al mando del destacamento del regimiento de las Indias Occidentales que vigilaba los barcos (había traído a sus hombres esperando, al parecer, algo tan importante como una invasión francesa), y luego lo despachó. Por último, lanzó una mirada final hacia las ordenadas filas del destacamento de marina, con las guerreras escarlata y las cananas blancas y todo lo demás. No estarían igual de limpios al acabar el día.
—Puede empezar, capitán —dijo—. Manténgame informado, señor Spendlove, por favor.
—Sí, milord.
Con Spendlove como guía, la infantería marchó hacia delante. Era la guardia avanzada para evitar sorpresas al cuerpo principal. Había llegado el momento de dar órdenes al teniente de navío de la Clorinda.
—Ahora, señor Sefton, podemos movernos.
El pequeño río tenía una pequeña barra en su desembocadura, pero las dos bateas que cargaban con el mortero y la munición se habían puesto flotando a su alrededor.
A lo largo de una milla había incluso un camino junto al agua, y avanzaban rápidamente mientras arrastraban las bateas y la vegetación se cerraba en torno a ellos. La sombra resultaba gratificante al entrar por primera vez en ella, pero les pareció húmeda y sofocante cuando se adentraron algo más. Los mosquitos picaban con infinita saña. Los hombres resbalaban y caían en los traicioneros bancos de lodo, salpicando mucho. Por fin alcanzaron el primer tramo de bajíos, donde el río bullía y caía por una pendiente larga entre las empinadas orillas, bajo la luz que se filtraba entre los árboles.
Al menos ya habían recorrido más de una milla con un transporte marítimo hasta allí. Hornblower estudió las bateas encalladas, la tierra y los árboles. Aquello era lo que había estado tramando, valía la pena hacer el experimento antes de poner a los hombres a hacer el enorme esfuerzo de cargar el mortero por pura fuerza bruta.
—Haremos un dique aquí, señor Sefton, por favor.
—Sí, milord. ¡Hacheros! ¡Lanceros! ¡Maceros!
Los hombres estaban todavía muy animados, así que los suboficiales de marina tuvieron que hacer esfuerzos para frenar su euforia. Una fila de picas situada hacia abajo, donde la tierra era lo bastante blanda para clavarlas, formaba el primer armazón del dique. Los leñadores echaron abajo los árboles pequeños con un regocijo infantil en la destrucción. Los palanqueros hicieron palanca para levantar tocones y rocas. Una pequeña avalancha fue a parar al lecho del río. El agua hizo un remolino con el golpe, ya había obstrucción suficiente para remansarlo. Hornblower vio subir el nivel del agua ante sus ojos.
—¡Pongan más rocas aquí! —gritó Sefton.
—Vigile esas bateas, señor Sefton —dijo Hornblower. La engorrosa embarcación estaba otra vez a flote.
Árboles caídos y rocas elevaron y reforzaron el dique. Salía agua por los intersticios, pero no tanta como la que quedaba retenida.
—Lleven las bateas río arriba —ordenó Hornblower.
Cuatrocientas manos voluntariosas habían conseguido mucho. Había suficiente agua embalsada como para hacer flotar las bateas dos terceras partes del camino hacia los bajíos.
—Creo que hay que hacer otro dique, señor Sefton, por favor.
Ya habían aprendido mucho sobre la construcción de diques temporales. El lecho de la corriente quedaría obstruido en un abrir y cerrar de ojos, al parecer. El agua que salpicaba hasta las rodillas llevaba las bateas mucho más arriba todavía. Se encallaron momentáneamente, pero un tirón final las condujo hasta el último bajío a su alcance, donde siguieron flotando fácilmente.
—Excelente, señor Sefton.
Habían ganado claramente un cuarto de milla antes de los siguientes bajíos.
Mientras se preparaban para trabajar en el siguiente dique, la clara detonación de un disparo de mosquete llegó hasta ellos haciendo eco en al aire caliente, seguida por una docena más. Tardaron unos minutos en conocer una explicación, aportada por un mensajero sin aliento.
—El capitán Seymour informa, señor. Alguien de ahí arriba nos ha disparado, señor. Lo he visto en los árboles, señores, pero se ha escapado.
—Muy bien.
Así que los piratas habían colocado un vigía corriente abajo. Ahora sabían que una fuerza avanzaba contra ellos. Sólo el tiempo les indicaría cuál iba a ser el siguiente paso. Mientras tanto las bateas estaban otra vez a flote y era el momento de seguir adelante. El río se curvaba hacia delante y hacia atrás, lamiendo los pies de las orillas verticales, y conservando, por un instante y de forma milagrosa, suficiente profundidad para hacer flotar las bateas, a pesar de que a veces las arrastraba por ligeros rápidos. Ahora empezaba a parecerle a Hornblower que llevaba días en aquella tarea, en las cegadoras zonas de sol y los oscuros tramos de sombra, con el río arremolinándose en torno a sus rodillas, y los pies resbalando por las rocas. Se sintió tentado de sentarse en el siguiente dique y dejar que el sudor se deslizara por su piel. Apenas lo había hecho cuando llegó otro mensajero de la guardia avanzada.
—El capitán Seymour informa, señor. Dice que los piratas se han replegado, señor. Están en una cueva, señor, allá arriba, en el acantilado.
—¿A cuánta distancia de aquí?
—Oh, no muy lejos, señor.
Hornblower se dio cuenta de que no podría haber esperado una respuesta mejor.
—Nos estaban disparando, señor —añadió el mensajero.
Eso definía mejor la distancia, ya que no habían oído disparos desde hacía mucho rato. La guarida de los piratas debía de estar más lejos de la distancia a la que podía transmitirse el sonido.
—Muy bien, señor Sefton, siga, por favor. Voy para allá. Venga conmigo, Gerard.
Se puso a escalar gateando a lo largo de la orilla del río. A mano izquierda, mientras avanzaba, iba notando que la orilla se hacía más pronunciada y elevada. Ahora se trataba realmente de un precipicio. Otro tramo de rápidos en un recodo, y luego se abría una vista diferente. Ahí estaba, tal y como lo recordaba, la pared escarpada con la cascada que caía para unirse al río, a sus pies, y la larga veta horizontal a mitad de camino del acantilado, la pradera abierta con unos pocos árboles a la derecha, e incluso un pequeño grupo de mulas en el estrecho tramo de hierba entre el precipicio y el río. Soldados de infantería con sus casacas rojas se encontraban alineados en la pradera, en un ancho semicírculo cuyo centro era la cueva.
Hornblower olvidó su fatiga y sus sudores y avanzó precipitadamente a zancadas hasta el lugar donde se veía a Seymour, de pie entre sus hombres, mirando hacia el precipicio, con Spendlove a su lado. Se acercaron hasta él y le saludaron.
—Ahí están, milord —dijo Seymour—. Nos lanzaron algunos disparos cuando llegamos.
—Gracias, capitán. ¿Qué le parece este sitio ahora, Spendlove, le gusta?
—Tanto como antes, milord, pero no más.
—El «Salto de Spendlove» —exclamó Hornblower. Iba avanzando a lo largo de la orilla del río hacia la cueva, mirando hacia arriba.
—Tenga cuidado, milord —dijo Spendlove, con apremio.
Un momento después de hablar algo pasó silbando justo por encima de la cabeza de Hornblower. Apareció una nubecilla de humo sobre el parapeto de la cueva, y luego se oyó una detonación fuerte y sonora, haciendo eco en la pared del precipicio. Entonces, menguadas por la distancia, aparecieron unas figuras como muñecos sobre el parapeto, agitando los brazos con gesto desafiante, y los gritos que pronunciaban llegaron débilmente a sus oídos.
—Alguien tiene un rifle ahí arriba, milord —dijo Seymour.
—¿De verdad? Entonces quizá sería mejor retirarnos fuera de su alcance, antes de que pueda recargarlo.
El incidente no había impresionado demasiado a Hornblower hasta aquel momento. De pronto, ahora se había dado cuenta de que la carrera casi legendaria del gran lord Hornblower podría haber terminado allí, que su futuro biógrafo podría haber deplorado la fatal casualidad que, después de tantas batallas campales, le llevó a la muerte a manos de un oscuro criminal en un rincón desconocido de una isla de las Indias Occidentales. Se volvió y se puso a caminar con los demás a su lado. Se dio cuenta de que tenía el cuello rígido y los músculos tensos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que su vida estuvo en peligro. Se esforzó en adoptar un aire natural.
—Sefton estará listo en breve con el mortero —dijo, después de buscar su mente unas palabras banales, y esperó que no sonara tan poco natural a los demás como le sonaba a él mismo.
—Sí, milord.
—¿Dónde deberíamos situarlo? —Dio media vuelta y miró a su alrededor, calculando distintos alcances con la vista—: Sería mejor que se situara fuera del alcance de ese rifle.
El interés por lo que estaba haciendo borró inmediatamente el recuerdo del peligro. Otra nubecilla de humo se desprendió del parapeto, y sonó el eco de otra detonación.
—¿Ha oído alguien esa bala? ¿No? Entonces podemos decir que aquí estamos fuera del alcance del rifle.
—Si me permite, milord, ¿qué alcance puede esperar con un mortero? —preguntó Spendlove.
—¡El enciclopédico Spendlove mostrando ignorancia! Setecientas yardas con una carga de pólvora de una libra, y una trayectoria de quince segundos. Pero aquí tenemos que hacer explotar el proyectil sesenta pies por encima del objetivo. Un buen problema de balística.
Hornblower habló con perfecta indiferencia, seguro de que nadie sabía que a la una en punto de aquella misma mañana había estudiado aquellas cifras en el manual.
—Esos árboles de ahí resultarán útiles cuando empecemos a mover el mortero. Y el terreno es llano en un radio de veinte pies. Excelente.
—Ahí vienen, milord.
La vanguardia del cuerpo principal apareció por la esquina distante del precipicio, a toda prisa, por la orilla del río. Al percatarse de la situación lanzaron un grito y corrieron, saltando por el terreno accidentado. A Hornblower le recordaron a los sabuesos que corren llenos de excitación al ver a sus presas acorraladas.
—¡Silencio ahí! —gritó—. Usted, guardiamarina, ¿no puede mantener controlados a sus hombres? Dígame sus nombres para castigarlos, y mencionaré el suyo al señor Sefton.
Avergonzados, los cuatro marineros formaron en silencio. Entonces llegaron las bateas, como oscuras mensajeras del destino a lo largo del silencioso pozo, remolcadas por partidas de hombres que se arrastraban por la orilla.
—¿Órdenes, milord? —preguntó Sefton.
Hornblower miró a su alrededor, examinando el terreno, antes de darlas. El sol había pasado ya su cenit cuando los hombres impacientes subieron a los árboles para colocar las poleas. Al poco, el mortero se encontraba colgando de una robusta rama mientras subían el soporte y lo colocaban en una superficie lisa, y el artillero trasteaba encima con un nivel para asegurarse de que estaba horizontal. Entonces, con un violento esfuerzo manual, subieron el mortero y lo acabaron por colocar finalmente en su sitio, y el artillero introdujo las clavijas a través de los cáncamos.
—¿Abro fuego, milord? —preguntó Sefton.
Hornblower miró hacia la lejana grieta en la pared del precipicio, al otro lado del río. Los piratas les estarían vigilando. ¿Habrían reconocido aquel objeto rechoncho, de tamaño poco considerable, de forma ambigua, que significaba la muerte para ellos? A lo mejor no sabían muy bien de qué se trataba, probablemente se encontraban asomados en el parapeto intentando descubrir qué era lo que había ocupado la atención de tan considerable cantidad de hombres.
—¿Cuál es la elevación, artillero?
—Sesenta grados, señor… milord.
—Haga un disparo con una mecha de quince segundos de duración.
El artillero realizó cuidadosamente el proceso de cargar, medir la carga de pólvora y colocarla en la cámara, limpiando el fogón con la estiba y llenándolo a continuación con pólvora de grano fino del cuerno. Cogió el punzón y lo introdujo con cuidado en la boquilla de madera de la mecha, en un punto escogido (se trataba de modernísimas mechas graduadas con líneas de tinta para marcar el tiempo de quemado), y lo atornilló al proyectil. Introdujo el proyectil hasta el taco.
—Botafuegos —dijo.
Alguien había golpeado un pedernal con el acero para conseguir una chispa. Traspasó la brasa a un segundo botafuego, que entregó al artillero. El artillero, inclinándose, comprobó hacia dónde apuntaba el arma.
—¡La mecha! —gritó. Su ayudante acercó el botafuego, y la mecha chisporroteó. Entonces el artillero colocó el fósforo encendido junto al oído del cañón. Un estruendo y una nube de humo de pólvora.
De pie, alejado del mortero, Hornblower miraba ya hacia el cielo para ver el vuelo del proyectil. No se veía nada en aquel azul tan claro… no, un momento, allí, por donde seguía su trayectoria, se distinguió una rayita negra, invisible enseguida de nuevo. Una espera más, la idea inevitable de que la mecha había fallado, y entonces sonó una explosión lejana y una nube de humo abajo, en la parte inferior del precipicio, y un poco a la derecha de la cueva. Los marineros que vigilaban lanzaron un gruñido.
—¡Silencio! —les gritó Sefton.
—Vuélvalo a intentar, artillero —dijo Hornblower.
Apuntaron el mortero desviándolo un poquito en su soporte. Limpiaron el ánima y una vez colocada la carga, el artillero tomó una medida de su bolsillo y la llenó de pólvora para cargarlo. Volvió a perforar la mecha, introdujo el proyectil en el ánima, dio la orden final y disparó. Un momento de espera, y a continuación una enorme nube de humo apareció en el aire, al parecer justo donde se encontraba la grieta del precipicio. Los desdichados que se encontraban allí veían su destino acercarse a ellos.
—Una mecha más corta —dijo Hornblower.
—Supongo que querrá decir de corto alcance, milord —dijo el artillero.
Con el siguiente disparo se formó una nube de polvo y cayó una pequeña avalancha desde la pared del precipicio en la parte superior de la grieta, y después enseguida el estallido del proyectil en el suelo, en la orilla cercana del río, donde había caído.
—Mejor —dijo Hornblower. Había visto los principios de funcionamiento del mortero, uno grande de trece pulgadas, en el asedio de Riga, hacía casi veinte años.
Dos disparos más, ambos desperdiciados. Los proyectiles explotaron en lo alto de su trayectoria, arriba, muy arriba. Al aparecer esas mechas modernas no eran demasiado fiables. Brotaron surtidores momentáneos de la superficie del agua, al lloverle fragmentos encima. Pero los piratas debían de ser completamente conscientes de lo que significaba aquel mortero.
—Deme ese catalejo, Gerard.
Enfocó el instrumento hacia la grieta de la pared del precipicio. Ahora podía observar cada detalle, el parapeto de piedra rugosa, la cascada en un extremo, pero no veía ni rastro de la guarnición. Debían de encontrarse en la parte trasera de la cueva o agazapados detrás del parapeto.
—Dispare otro tiro.
Quince segundos eternos después de la detonación. Y entonces vio fragmentos volando desde debajo del saliente.
—Buen disparo —gritó, mirando todavía. El proyectil debió de caer dentro de la cueva. Pero mientras pronunciaba aquellas palabras, una figura oscura apareció en el parapeto, balanceando los brazos juntos. Vio el pequeño disco negro del proyectil contra el fondo de roca curvado, hacia abajo, y a continuación una nube de humo. Alguien había agarrado el proyectil caliente con las dos manos y lo había arrojado por encima del parapeto justo a tiempo. Un acto desesperado.
—Arme otro proyectil ahí con una mecha de un segundo menos y habrá acabado todo —dijo, y entonces—: Espere.
Aquellas personas indefensas seguramente debían rendirse y no dejarse matar. ¿Qué podía hacer para persuadirles? Lo sabía perfectamente.
—¿Les enviamos una bandera blanca, milord? —preguntó Spendlove, poniendo en voz alta sus propios pensamientos.
—Eso mismo estaba pensando —dijo Hornblower.
Sería una misión peligrosa. Si los piratas estaban decididos a no rendirse, no respetarían una bandera de tregua, y dispararían a su portador. Había una veintena de mosquetes y al menos un rifle ahí arriba. Hornblower no quería enviar a nadie ni pedir un voluntario.
—Lo haré yo, milord —dijo Spendlove—. Ellos me conocen.
Ése era el precio que tenía que pagar, pensó Hornblower, por su posición elevada, por ser almirante. Tenía que enviar a sus amigos a la muerte. Aunque por otra parte…
—Muy bien —dijo Hornblower.
—Usted, marinero, deme su camisa y su pica —dijo Spendlove.
Con una camisa blanca atada por las mangas a una pica consiguió una bandera blanca decente.
Mientras Spendlove avanzaba a través del cordón de soldados de infantería con casaca roja, Hornblower se sintió tentado a llamarlo para que volviera. Sólo les podían ofrecer la rendición incondicional, después de todo. Llegó a abrir la boca, pero la volvió a cerrar sin decir las palabras que tenía en mente. Spendlove siguió caminando hacia la orilla del río, deteniéndose cada pocos segundos para agitar la bandera. Hornblower no podía distinguir nada en la cueva a través del catalejo. Entonces vio un destello de metal, y una fila de cabezas y hombros sobre el parapeto. Una docena de mosquetes apuntaba a Spendlove. Pero Spendlove también los vio y se detuvo, agitando la bandera.
Pasaron largos segundos de tensión, y entonces Spendlove se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos. Al hacerlo, una nube de humo se levantó del parapeto: el fusilero había disparado tan pronto como había visto que no había ninguna posibilidad de atraer a Spendlove hasta tenerlo a tiro de mosquete. Spendlove volvió caminando, arrastrando la pica y la camisa.
—Han fallado, milord —dijo.
—Gracias a Dios —dijo Hornblower—. Artillero, haga fuego.
El viento había variado un poco, o quizá la pólvora no era la adecuada. El proyectil explotó en el aire justo debajo del nivel de la cueva, de manera que la mecha funcionó, pero a una distancia considerable del precipicio.
—Fuego otra vez —dijo Hornblower.
Otra vez lo mismo. Una nube de humo, un surtidor de fragmentos, justo en la cueva. Resultaba horrible pensar lo que estaba ocurriendo allí.
—Dispare otra vez.
Otro estallido justo en la cueva.
—Fuego… ¡no, espere!
Aparecían figuras humanas en el parapeto. Había algunos supervivientes, entonces, de los dos bombardeos. Dos figuras, como pequeños muñecos en el campo de mira del catalejo, parecían suspendidas en el aire al saltar. El catalejo las siguió hasta abajo. Una cayó en el agua, y levantó un surtidor. La otra cayó en la orilla rocosa, y quedó rota y horrible. Volvió a levantar el catalejo. Lanzaron la escalera desde el parapeto. Había una figura (otra) bajando. Hornblower cerró el catalejo de golpe.
—¡Capitán Seymour! Envíe un grupo para recoger a los prisioneros.
No quería ver los horrores de la cueva, los muertos mutilados y los heridos gritando. Se los representó mentalmente cuando Seymour informó de lo que había encontrado cuando subió la escalera.
Todo había terminado. Podrían vendar a los heridos y llevarlos en camilla a la playa, a la muerte que les esperaba, y los ilesos irían junto a ellos, con las muñecas esposadas. Enviarían un mensajero al gobernador para decirle que la horda de piratas había sido eliminada, de manera que las patrullas podrían volver y la milicia podría regresar a casa. No tenía que poner los ojos en los desdichados a los que había vencido. La excitación de la caza había terminado. Se había impuesto cumplir una tarea, solucionar un problema, como si se pusiera a calcular una longitud tras la observación de la luna, y había logrado el éxito. Pero la medida de su éxito debía expresarse en ahorcamientos, en muertos y heridos, en aquella figura destrozada y con la espalda rota en las rocas, y se había encargado de la tarea simplemente por una cuestión de orgullo, para reestablecer su autoestima después de la indignidad de ser secuestrado. No resultaba consolador decirse, como estaba haciendo, que lo que él había hecho lo habrían hecho sino otros, con un elevado coste en desgracias y aportaciones económicas. Se despreciaba a sí mismo por su moral acomodaticia. Había pocas ocasiones en las que Hornblower hiciera lo que era correcto a ojos de Hornblower.
A pesar de todo, se derivaba un cínico placer de su elevado rango, el de poder dejarlo todo después de dar cortantes órdenes a Sefton y Seymour para que llevaran el grupo de tierra otra vez a la orilla con el menor retraso posible y la menor exposición al aire nocturno, volver a bordo y cenar tranquilamente, aunque eso significase la compañía más bien aburrida de Fell, y dormir en una cómoda cama. Le resultó agradable comprobar que Fell ya había cenado, así que podía hacerlo solamente en compañía de su teniente de bandera y su secretario. Sin embargo, le esperaba otra curiosa sorpresa que descubriría por casualidad, como consecuencia de lo que intentaba ser una buena acción.
—Tengo que añadir una línea más a los comentarios que voy a hacer a sus señorías sobre usted, Spendlove —le dijo—. Fue un acto muy valiente el de ir a llevar la bandera blanca.
—Gracias, milord —dijo Spendlove, que miró entonces el mantel de la mesa y tamborileó con los dedos antes de continuar, con los ojos aún bajos y un nerviosismo inusual—. Quizá vuestra señoría no sea reacio a decir también algo en mi favor, en otra dirección…
—Por supuesto que lo haría —contestó Hornblower con toda la inocencia—. ¿Dónde?
—Gracias, milord. Precisamente en ello pensaba al hacer lo poco que hice, y que tan amablemente ha aprobado. Le estaría profundamente agradecido a vuestra señoría si se tomara la molestia de hablar bien de mí a la señorita Lucy.
¡Lucy! Hornblower se había olvidado de aquella chica. Apenas consiguió esconder su sorpresa, que resultó muy aparente a Spendlove cuando éste levantó la vista del mantel.
—Bromeamos sobre lo de un matrimonio afortunado, milord —continuó Spendlove. El cuidado con el que elegía sus palabras demostraba lo fuertes que eran sus sentimientos—. No me importaría aunque la señorita Lucy no tuviera un penique. Milord, mi afecto está profundamente comprometido.
—Es una joven encantadora —dijo Hornblower, tratando de ganar tiempo desesperadamente.
—Milord, yo la amo —estalló Spendlove, olvidando toda compostura—. La amo de verdad. En el baile traté de interesarla, pero fracasé.
—Lo siento —dijo Hornblower.
—No he podido dejar de percatarme de la admiración que ella siente por usted, milord. Habló repetidamente de vuestra señoría. Me di cuenta entonces de que una palabra de usted tendría más peso que un largo discurso mío. Si usted dijera esa palabra, milord…
—Estoy seguro de que ha sobreestimado mi influencia —protestó Hornblower, eligiendo sus palabras tan cuidadosamente como Spendlove pero, esperaba, de una forma menos obvia—. Pero, por supuesto, haré todo lo que pueda.
—No es necesario que le reitere mi gratitud, milord —dijo Spendlove.
Esta criatura suplicante, este pobre muchacho perdidamente enamorado era el Spendlove que se había arriesgado a dar un salto en la oscuridad por un precipicio de sesenta pies. Hornblower recordó los labios de Lucy en sus manos, recordó cómo le había seguido arrodillada por el suelo. Cuanto menos tuviera que ver con todo aquello, mejor, decidió. Pero la pasión de una muchacha apenas salida de la escuela por un hombre maduro sería probablemente fugaz, pasajera, y el recuerdo de su dignidad perdida sería luego tan doloroso para ella como para él. Tendría necesidad de reafirmarse, de mostrarle que él no era el único hombre en el mundo… ¿y de qué otro modo más sencillo podría demostrar eso que casándose con otro? Para usar una frase vulgar, resultaba bastante probable que ella se casara con Spendlove por despecho.
—Si los buenos deseos pueden ayudar —le dijo—, usted tiene todos los míos, Spendlove.
Incluso un almirante tenía que elegir sus palabras con cuidado. Dos días más tarde anunciaba su marcha inmediata al gobernador.
—Voy a llevar a mi escuadrón al mar esta mañana, excelencia —dijo.
—¿No va a quedarse para los ahorcamientos? —preguntó Hooper sorprendido.
—Me temo que no —contestó Hornblower, y añadió una explicación innecesaria—: Los ahorcamientos no van muy de acuerdo conmigo, excelencia.
No era tan sólo una explicación innecesaria, era una explicación tonta, como supo tan pronto como vio el claro asombro en el rostro de Hooper. No estaba más sorprendido al oír que los ahorcamientos no estaban muy de acuerdo con Hornblower de lo que lo habría estado si hubiera sabido que Hornblower no estaba de acuerdo con los ahorcamientos… y ésa era, poco más o menos, la verdad.