CAPÍTULO 2

LA ESTRELLA DEL SUR

Allí donde los vientos alisios soplaban con mayor fuerza, justo en los trópicos, en el amplio y libre Atlántico, estaba, según decidió Hornblower en aquel momento, la extensión de agua más adecuada para una excursión en barco que existía en todo el mundo. Porque aquello no era más que un viaje de placer, para él. Acababa de surgir de una profunda experiencia intelectual durante la cual la paz de todo el mundo había dependido de su juicio. En comparación, le parecía ahora como si las responsabilidades de ser comandante en jefe de la escuadra fueran naderías. Se quedó de pie en el alcázar de la fragata de su británica majestad Clorinda, balanceándose tranquilamente mientras la nave se dirigía hacia barlovento bajo una vela moderada, y permitió al sol mañanero que le bañase por completo y al viento alisio que soplase en sus oídos. Con los cabeceos y balanceos de la Clorinda, mientras ésta se enfrentaba al mar, las sombras de la obencadura de barlovento oscilaban hacia atrás y hacia delante por encima de la cubierta. Cuando se balanceaba hacia barlovento, hacia el sol de la mañana casi a nivel del agua, las sombras de los flechastes de los obenques de mesana parpadeaban ante sus ojos en rápida sucesión, añadiendo hipnóticas sensaciones a su bienestar. Ser comandante en jefe sin tener que preocuparse de nada más que de la supresión del comercio de esclavos, la persecución de la piratería y la vigilancia del Caribe era una experiencia más agradable de las que podía llegar a conocer ningún emperador, e incluso ningún poeta. Los marineros que lavaban las cubiertas con las piernas desnudas iban riendo y haciendo bromas. El sol formaba resplandecientes arco iris en las salpicaduras de agua que saltaban de la proa, y él se podía tomar el desayuno en el momento en que quisiera… allí, de pie en el alcázar, encontraba un placer adicional en anticipar y al mismo tiempo posponer innecesariamente aquel momento.

La aparición del capitán sir Thomas Fell en el alcázar disipó parte de su sensación de bienestar. Sir Thomas era un individuo lúgubre, de cara larga, que sentía que su deber ineludible era mostrarse educado con su almirante, pero que nunca tendría la sensibilidad de darse cuenta de cuándo no era bienvenida su presencia.

—Buenos días, milord —dijo el capitán, tocándose el sombrero.

—Buenos días, sir Thomas —replicó Hornblower, devolviéndole el saludo.

—Una preciosa y fresca mañana, milord.

—Sí, ciertamente.

Fell miraba su barco con ojos de capitán, a lo largo de la cubierta, a la arboladura y luego a popa de nuevo para observar el lugar en que, justo a popa, una borrosa línea en el horizonte marcaba la posición de las colinas de Puerto Rico. Hornblower pensó de pronto que quería tomar su desayuno, que era lo que ansiaba más que nada en este mundo, y simultáneamente se dio cuenta de que no podía gratificar ese deseo de una forma tan instantánea como le estaba permitido a un comandante en jefe. Había limitaciones debidas a la cortesía que lo impedían, incluso a un comandante en jefe… o al menos lo aconsejaban. No podía alejarse y bajar sin antes intercambiar unas cuantas frases más con Fell.

—Quizá cojamos algo hoy, milord —aventuró el capitán. Instintivamente, al decir aquello, los ojos de ambos hombres se dirigieron hacia arriba, donde un vigía se encontraba colgado en las vertiginosas alturas del calcés del juanete.

—Esperemos que sea así —dijo Hornblower, y, como no había conseguido que le gustase sir Thomas, y como la última cosa que quería hacer en el mundo era entrar en una discusión técnica antes de desayunar, titubeó para ocultar esos sentimientos—. Sí… es bastante probable.

—Los españoles querrán fletar todos los cargamentos que puedan antes de que se firme la convención —añadió Fell.

—Eso habíamos decidido —accedió Hornblower. Hacer un refrito de antiguas decisiones antes de desayunar no le apetecía nada, pero era típico de su capitán.

—Y ahí es donde avistan tierra —continuó Fell, inmisericorde, mirando a popa de nuevo, a Puerto Rico, en el horizonte.

—Sí —dijo Hornblower. Otro minuto o dos más de esa conversación sin sentido y estaría libre por completo para escapar abajo.

Fell tomó el altavoz y lo dirigió hacia arriba.

—¡Eh, vigía! ¡Vigile bien o ya sabré lo que ha pasado!

—¡Sí, señor! —llegó la respuesta.

—Dinero por cabeza, milord —dijo Fell, como explicación y disculpa.

—Todos lo encontramos útil —respondió Hornblower, educadamente.

El Gobierno británico pagaba dinero por cabeza a cambio de los esclavos liberados en alta mar a los barcos de la Armada Real ocupados en la captura de esclavos, y se dividía entre la tripulación como los demás dineros de presa. Eran unas cantidades pequeñas, comparadas con las sumas gigantescas adquiridas durante las grandes guerras, pero a cinco libras por cabeza, una captura grande podía representar una suma sustancial para el buque que realizase la captura. Y de esa considerable cantidad, una cuarta parte iba a parar al capitán, y una octava al almirante que estaba al mando, estuviese donde estuviese. Hornblower, con veinte barcos en el mar bajo su mando, tenía derecho a una octava parte de todo aquel dinero por cabeza. Aquel sistema de división explicaba cómo se hicieron millonarios los almirantes que dirigían la flota del canal o del Mediterráneo durante la guerra, como lord Keith.

—Nadie lo encuentra más útil que yo mismo, milord —convino Fell.

—Quizá —dijo Hornblower.

Hornblower sabía vagamente que sir Thomas tenía dificultades monetarias. Había pasado muchos años a media paga desde Waterloo, e incluso ahora, como capitán de quinta clase, su salario y complementos eran menos de veinte libras al mes… aunque era afortunado de haber conseguido algún puesto en tiempos de paz, aunque fuese de quinta clase. Él mismo recordaba haber sido un capitán pobre, llevar medias de algodón, en lugar de seda, y unas charreteras de latón en vez de oro. Pero no tenía deseo alguno de discutir los emolumentos personales de nadie antes de desayunar.

—La señora Fell, milord —siguió Fell, insistente—, tiene que mantener una posición en el mundo.

Era una mujer extravagante, había oído decir Hornblower.

—Esperemos que haya un poco de suerte hoy, entonces —dijo Hornblower, pensando todavía en el desayuno.

Fue una melodramática coincidencia que en aquel preciso momento llegase un grito desde el tope del mástil.

—¡Buque a la vista! ¡A sotavento!

—Quizás era precisamente lo que estábamos esperando, sir Thomas —dijo Hornblower.

—No es probable, milord. ¡Eh, vigía! ¿Cómo es la vela que ve? Señor Sefton, ponga el buque contra el viento.

Hornblower se apartó de nuevo del pasamano de barlovento. Tenía la sensación de que nunca se acostumbraría a su situación como almirante, eso de tener que estar siempre apartado y no ser más que un espectador interesado, mientras el barco en el que iba era manejado por otro en momentos decisivos. Resultaba muy penoso ser un simple espectador, pero todavía hubiese resultado más penoso ir abajo y permanecer ignorante de todo lo que estaba ocurriendo… y mucho más aún le resultaba tener que posponer de nuevo el almuerzo.

—¡Ah de cubierta! Es una nave de dos palos. Se dirige hacia nosotros. Los sobrejuanetes largados. ¡Capitán, es una goleta, señor! Una goleta muy grande. Viene derecho hacia nosotros…

El joven Gerard, el teniente de bandera, había llegado corriendo a cubierta al primer aviso del vigía, a ocupar su lugar junto a su almirante.

—Gavias de goleta —dijo—. Y grande. Podría ser lo que buscábamos, milord.

—O podría ser cualquier otra cosa —exclamó Hornblower, haciendo lo posible por ocultar su absurdo nerviosismo.

Gerard dirigió su catalejo hacia barlovento.

—¡Ahí viene! Se acerca rápido, bastante rápido. ¡Mire la caída de esos palos! ¡Y esas gavias! Milord, no se trata de una goleta de las islas.

No sería ninguna coincidencia demasiado notoria que se tratase de un barco esclavista. Había llevado a la Clorinda allí, a barlovento de San Juan, con la expectativa de que los cargueros de esclavos pasaran por allí. España estaba pensando en unirse a la supresión del comercio de esclavos, y todos los esclavistas podían verse tentados a apresurar unas últimas cargas y aprovechar los elevados precios antes de que tuviese efecto la prohibición. El principal mercado de esclavos para las colonias españolas se encontraba en La Habana, a mil millas a sotavento, pero se podía dar por cierto que los cargueros españoles, de paso hacia la Costa de los Esclavos, harían escala primero en Puerto Rico para repostar el agua, o incluso para deshacerse de parte de su cargamento. Era lógico colocar allí a la Clorinda para interceptarlos.

Hornblower tomó el catalejo y lo apuntó hacia la goleta, que se aproximaba velozmente. Comprobó lo que Gerard había mencionado. Ya se veía el casco y se podía apreciar los muchos palos que llevaba la nave, y lo muy preparada que iba para la velocidad. Con esa línea tan fina, sólo le compensaría llevar una carga altamente perecedera… una carga humana. Mientras tenía la goleta enfocada, vio cómo el rectángulo de sus velas cuadradas se estrechaba verticalmente. La pequeña distancia entre sus palos se amplió mucho. La nave se apartaba de la Clorinda, que la esperaba… una prueba final, si es que necesitaba alguna más, de que era lo que parecía. Ciñendo por estribor, procedió a mantenerse a prudente distancia, y a incrementar ésta lo más rápido que pudo.

—¡Señor Sefton! —gritó Fell—. ¡Orientad las gavias! ¡Tras ella, ciñendo por estribor! ¡Largad los sobrejuanetes!

A toda prisa, pero de forma ordenada y disciplinada, algunos de los marineros corrieron a las brazas mientras otros subían a la arboladura a largar más velas. Era sólo una cuestión de momentos que la Clorinda, ciñendo todo lo posible, corriese a barlovento para perseguir a la otra nave. Con toda la lona posible puesta en viento, hasta el último centímetro de lo que permitían los embravecidos alisios, la nave macheteaba acusadamente, surcando el mar, y cada ola a su vez estallaba en su amura de barlovento, y el agua salpicaba formando surtidores, y las tensas jarcias vibraban con el viento. Fue una curiosa transición desde la tranquilidad que, no hacía mucho, reinaba a bordo.

—Izad los colores —ordenó Fell—. Veamos quiénes dicen que son.

Por el catalejo Hornblower observaba la goleta, que también izó sus colores como respuesta… la bandera roja y amarilla de España.

—¿Lo ve, milord? —preguntó Fell.

—Perdón, capitán —interrumpió Sefton, el oficial de la guardia—. Sé de qué nave se trata. La vi dos veces en la última comisión. Es la Estrella.

—¿La Australia? —exclamó Fell, confundiéndose con la mala pronunciación española de Sefton.

—No, la Estrella, señor. La Estrella del Sur…

—Ya, ya la conozco —dijo Hornblower—. Su capitán es Gómez… lleva cuatrocientos esclavos en cada viaje, si no pierde demasiados.

—¡Cuatrocientos! —exclamó sir Thomas.

Hornblower vio que en la cara de Fell se reflejaba el cálculo durante un momento. Quinientas libras por cabeza significaban dos mil libras; un cuarto de esas dos mil representaban quinientas. Dos años de paga de un solo golpe. Fell lanzó ansiosas miradas a la arboladura y por encima de la borda.

—¡Siga de bolina! —gritó al timonel—. ¡Señor Sefton! ¡Hombres a las bolinas, vamos!

—Nos está doblando por barlovento —dijo Gerard, con el catalejo pegado al ojo.

Era de esperar que una goleta tan bien diseñada como aquélla trabajara a barlovento con mucha más eficiencia que la mejor de las fragatas de aparejo cuadrado.

—También nos está ganando terreno —dijo Hornblower, calculando las distancias y los ángulos. La nave no sólo estaba facheando más cerca contra el viento, sino que se desplazaba con mayor rapidez por encima del agua. No mucho más rápido, ciertamente, un nudo sólo, quizá dos, pero eso bastaba para mantenerla a salvo de la persecución de la Clorinda.

—¡Ya la tengo! —exclamó Fell—. ¡Señor Sefton! ¡Llame a todos los marineros! Saque los cañones de la banda de barlovento. ¡Señor James! Busque al señor Noakes. Dígale que empiece con el agua. Hombres a las bombas. ¡Señor Sefton! Saque el agua.

Los marineros llegaron a la carrera, subiendo por la escotilla. Con las portas de los cañones abiertas, la tripulación de los cañones tiró con todo su peso de los aparejos, arrastrando los cañones pulgada a pulgada hacia el costado de barlovento por el empinado talud que representaba la cubierta inclinada. El trueno de las ruedas de madera en las junturas del maderamen era un sonido inquietante. Significaba el preliminar de luchas desesperadas, en los viejos tiempos. Ahora, los cañones se sacaban sólo para mantener el barco con la quilla ligeramente más nivelada, dándole un mejor agarre en el agua y minimizando la deriva. Hornblower observaba cómo manejaban las bombas; los marineros arrojaban todo su peso sobre las palancas, con gran voluntad, y el rápido clanc-clanc demostraba que trabajaban con gran energía. Estaban bombeando por encima de la borda veinte toneladas de agua potable, de las que se podía pensar que eran el elixir de la vida, en un barco en alta mar. Pero la ligera reducción de peso que resultaría, combinada con la extracción de los cañones de barlovento, podía darles un poco más de velocidad.

La llamada a todos los marineros había atraído a cubierta al señor Erasmus Spendlove, el secretario de Hornblower. Miró a su alrededor, al organizado barullo que había en cubierta, con un aire de olímpica superioridad que siempre encantaba a Hornblower. Spendlove cultivaba una pose de calma imperturbable que exasperaba a algunos y divertía a otros. Pero era un secretario muy eficiente, y Hornblower nunca había lamentado nombrarlo para aquel cargo, siguiendo las recomendaciones de lord Exmouth.

—Ya ve, el vulgo trabajando duro, señor Spendlove —dijo Hornblower.

—Realmente, eso parece, milord —miró hacia sotavento, a la Estrella—. Confío en que sus desvelos no sean en vano.

Fell llegó, muy alterado, mirando todavía hacia arriba, a las jarcias, y hacia la Estrella.

—¡Señor Sefton! Llame al carpintero. Que deje sueltos los calzos del palo mayor. Si tiene más juego, nos dará más velocidad.

Hornblower captó un cambio de expresión en el rostro de Spendlove, y sus ojos se encontraron. Su secretario era un profundo estudioso de la teoría del diseño de buques, y Hornblower atesoraba la experiencia de toda una vida, y la mirada que intercambiaron, aunque breve, bastaba para que ambos supieran que el otro pensaba que aquel nuevo plan no era muy acertado. Hornblower observó que los obenques del costado de barlovento acusaban el esfuerzo adicional. En aquel momento la Clorinda era reacondicionada nuevamente.

—No creo que ganemos nada, milord —dijo Gerard, siempre con el catalejo apuntado.

La Estrella estaba más lejos, hacia delante y hacia sotavento. Si lo deseaba, desaparecería prácticamente de la vista de la Clorinda hacia mediodía. Hornblower observó una expresión extraña en el rostro de Spendlove. Estaba olfateando el aire, husmeando con curiosidad el viento que soplaba hacia su rostro. Hornblower recordó que una vez o dos se había dado cuenta, aunque sin extraer conclusión alguna del fenómeno, de que los limpios vientos alisios se hallaban impregnados momentáneamente con un leve toque de un hedor horrible. Olfateó el aire a su vez y captó otra vaharada almizclada. Sabía lo que era… hacía veinte años había olido el mismo hedor cuando una galera española, repleta de esclavos, les pasó a sotavento. El viento alisio, que soplaba directamente desde la Estrella a la Clorinda, les traía el olor apestoso del atestado barco esclavista que venía de lejos, a sotavento, contaminando el aire por encima del limpio mar azul.

—No sabemos con seguridad si lleva un cargamento completo —dijo.

Fell todavía estaba esforzándose por mejorar las cualidades marineras de la Clorinda.

—¡Señor Sefton! Ponga a los marineros a trabajar llevando las municiones hacia barlovento.

—¡Está cambiando de rumbo! —media docena de voces lo anunciaron en el mismo momento.

—¡Detenga esa orden, señor Sefton!

El catalejo de Fell, igual que los demás, quedó apuntado hacia la Estrella. Ésta había metido un tanto hacia sotavento, y se estaba volviendo audazmente para cruzar ante la proa de la Clorinda.

—¡Maldita insolencia! —exclamó Fell.

Todo el mundo se puso a mirar con ansiedad mientras los dos buques iban avanzando con rumbos convergentes.

—Nos pasará fuera de alcance de tiro —apuntó Gerard; la certeza se hacía más evidente a cada segundo que pasaba.

—¡Hombres a las brazas! —rugió Fell—. ¡Timonel! ¡Timón a estribor! ¡Vamos, vía así!

—Desviación de dos cuartas del viento —dijo Hornblower—. Ahora tenemos más posibilidades.

La proa de la Clorinda apuntaba hacia un lugar distante, varias millas por delante, para interceptar a la Estrella. Además, con el viento en popa de donde ambas naves se encontraban, parecía probable que el aparejo de vela áurica de la Estrella y sus finas líneas no pudieran mantener una ventaja tan grande.

—Tome una marcación, Gerard —ordenó Hornblower.

Gerard fue a la bitácora y la leyó cuidadosamente.

—Mi impresión —dijo Spendlove, mirando por encima de las aguas azules—, es que nos siguen llevando ventaja.

—Si fuera ése el caso —apuntó Hornblower—, entonces lo único que podríamos esperar es que acabaran por ceder un poco.

—Sí, al menos podemos esperarlo, milord —convino Spendlove. Pero la mirada que dirigió hacia arriba indicaba su miedo de que fuera la Clorinda cuya marcha cediese un tanto. Ahora su goleta tenía el viento a favor y el mar muy cerca por el través. Iba macheteando con mucha fuerza bajo toda la lona que podía cargar, y despegándose muy a regañadientes del agua que jugaba debajo de su quilla y remolineaba a través de sus abiertas portas. Hornblower se dio cuenta de que no llevaba un solo hilo seco en toda su ropa, y probablemente también le ocurriera lo mismo a todo el mundo a bordo.

—Milord —observó Gerard—, todavía no ha desayunado.

Se había olvidado por completo de ello, a pesar de la gozosa anticipación con que lo había deseado hacía poco tiempo.

—Tiene usted razón, señor Gerard —dijo, zumbón, pero con algo de torpeza, porque le había cogido por sorpresa—. ¿Y qué?

—Es mi deber recordárselo, milord —objetó Gerard—. La señora…

—Sí, la señora le dijo que procurara que yo comiese regularmente —replicó Hornblower—. Ya lo sé. Pero la señora, debido a su inexperiencia, no previó los encuentros con barcos esclavistas justo a la hora de comer.

—¿No podría tal vez convencerle de alguna manera, milord?

La idea de desayunar, ahora que había vuelto a ser implantada en su mente, le resultaba más atractiva que nunca. Pero era muy duro ir abajo, con una persecución tan candente entre manos.

—Tome de nuevo esa medición antes de decidirme —contemporizó.

Gerard fue de nuevo a la bitácora.

—Se va abriendo regularmente, milord —informó—. Ahora debe de estar avanzando muy rápido.

—Claro —asintió Spendlove, con el catalejo apuntado hacia la Estrella—. Y parece… parece como si estuviera halando las escotas. Quizá…

La Estrella debía de tener un intrépido capitán y una tripulación muy bien entrenada. Habían halado las escotas y estaban listos en las brazas de las gavias. Entonces, con el timón todo a la banda, la nave viró en redondo. Su hermoso perfil se presentaba ahora de lleno ante el catalejo de Hornblower. Se disponía a pasar ante la proa de la Clorinda desde estribor a babor, y no a demasiada distancia, por cierto.

—¡Maldita insolencia! —exclamó Hornblower, indignado y lleno de admiración al mismo tiempo por el atrevimiento y la habilidad de lo que estaba presenciando.

Fell se encontraba de pie junto a él, mirando hacia la impertinente goleta. Estaba rígido, aunque el viento azotaba los faldones de su levita y los enroscaba en torno a su cuerpo. Durante unos segundos pareció que los dos buques se dirigían hacia un mismo punto, donde estaban destinados a reunirse. Pero la impresión pasó pronto. Aun sin tomar ninguna medición de la aguja, se hizo evidente que la Estrella pasaría cómodamente por delante de la fragata.

—¡Sacad los cañones! —aulló Fell—. ¡Listos para virar por redondo! ¡Preparad los cañones de proa, ahí!

Era posible también que la goleta pasara al alcance de tiro de los cañones de proa, pero abrir fuego a tan larga distancia y con un mar tan agitado sería un asunto bastante arriesgado. Y si acertaban un disparo, era tan probable que diese en el casco, entre los desdichados esclavos, como en los palos o en las jarcias. Hornblower estaba dispuesto a impedir a Fell que disparase.

Se sacaron los cañones y después de un examen detenido de la situación, Fell ordenó que metieran caña a estribor, y el buque se colocó con el viento en popa. Hornblower, a través de su catalejo, podía ver la goleta con el viento por el través, tan levantada que al fachear presentaba una franja de cobre a la vista, rosada contra el azul del mar. Se estaba acercando con claridad a la proa de la fragata, tal y como Fell había notado por intuición al pedir un viraje de dos cuartas más a babor. Gracias a sus dos nudos de ventaja en velocidad, y también a su mayor manejabilidad y capacidad para navegar de bolina, la Estrella estaba trazando literalmente un círculo en torno a la Clorinda.

—Está construida para la velocidad, milord —dijo Spendlove, sin dejar el catalejo.

También la Clorinda, con una diferencia. La Clorinda era un buque de guerra, construido para llevar setenta toneladas de artillería, más cuarenta toneladas de pólvora y munición en su santabárbara. No significaba ninguna vergüenza que un buque como la Estrella les sobrepasara y consiguiera maniobrar con más facilidad.

—Creo que se dirigen hacia San Juan, sir Thomas —dijo Hornblower.

El rostro de Fell mostraba una expresión de furia impotente cuando se volvió hacia su almirante. Se reprimió con obvio esfuerzo, absteniéndose de dejar que explotase su rabia, seguramente en forma de un torrente de blasfemias.

—Es… es… —balbució.

—Sí, es como para indignar hasta a un santo —dijo Hornblower.

La Clorinda estaba emplazada de forma ideal, a veinte millas a barlovento de San Juan; la Estrella había caído prácticamente en sus brazos, por así decirlo, y sin embargo, había conseguido escabullirse limpiamente, hallando vía libre a babor.

—¡Haré que se condene, milord! —rugió Fell—. ¡Timonel!

Ahora les quedaba por delante el largo recorrido hacia San Juan, con una desviación de una cuarta, en lo que era prácticamente una carrera con una salida igualada. Fell estableció un rumbo hacia San Juan. Era obvio que la Estrella, fuera de su alcance, por el través de estribor, se dirigía hacia el mismo punto. Ambos buques tenían el viento prácticamente por el través. Aquella larga carrera sería una prueba final de las cualidades marineras de ambas naves, como si fueran un par de yates que compiten en una carrera triangular en el Solent, en la costa sur de Inglaterra. Hornblower pensó que aquella misma mañana había comparado aquel viaje con una excursión en yate. Pero la expresión del rostro de Fell le dijo que su capitán de bandera no lo veía del mismo modo, ni muchísimo menos. Sir Thomas se lo estaba tomando muy a pecho, y no debido a algún filantrópico sentimiento hacia la esclavitud, eso desde luego. Lo que quería era el dinero.

—¿Y ese desayuno, milord? —insistió Gerard. Un oficial se tocaba el sombrero ante Fell, preguntándole si se podía considerar que era mediodía.

—Está bien —aceptó Fell. El grito bienvenido de «¡el licor!» corrió por todo el buque.

—¿El desayuno, milord? —repitió Gerard nuevamente.

—Esperemos a ver cómo seguimos en este rumbo —respondió Hornblower. Vio la consternación reflejada en el rostro de Gerard y se echó a reír—. Se trata de su desayuno también, además del mío, supongo. ¿No ha tomado nada esta mañana?

—No, milord.

—Mato de hambre a mis jóvenes subalternos, ya lo ven —exclamó Hornblower, mirando a Gerard y luego a Spendlove, pero la expresión del último permaneció inalterada, y Hornblower recordó cómo era su secretario—. Apostaría una guinea a que Spendlove no se ha quedado en ayunas esta mañana.

La idea fue recibida con una amplia sonrisa.

—Yo no soy marinero, milord —dijo Spendlove—. Pero he aprendido una cosa mientras he estado navegando, y es que hay que dar buena cuenta de toda la comida que se presenta ante uno. El oro no desaparece tan rápido como las ocasiones de comer en alta mar.

—¿Así que mientras su almirante se muere de hambre, usted ha salido a cubierta con el estómago bien lleno? ¡Qué vergüenza!

—Me avergüenzo con tanta intensidad como requiere la ocasión, milord.

Spendlove, obviamente, tenía el tacto necesario para ser el secretario de un almirante.

—¡Hombres a las brazas! —aullaba Fell.

La Clorinda se precipitaba por encima del mar azul, con el viento por el través; era su mejor punto de navegación, y Fell estaba haciendo todo lo que podía para sacar el máximo partido de ella. Hornblower echó un vistazo a la Estrella.

—Creo que nos estamos rezagando —dijo.

—Eso creo, milord —dijo Gerard, después de echar un vistazo en la misma dirección. Se apartó un tanto y tomó una medición. Fell le miró con irritación y luego se volvió hacia Hornblower.

—Espero que esté de acuerdo, milord —dijo—, en que la Clorinda ha hecho todo lo que se le puede pedir a un buque.

—Ciertamente, sir Thomas —asintió Hornblower. Lo que realmente quería decir Fell es que no se podía reprochar ningún fallo a su manejo del buque, y Hornblower, aunque estaba convencido de que él mismo lo habría manejado mejor, tampoco dudaba de que, en cualquier caso, la Estrella habría conseguido evitar la captura.

—Esa goleta navega como un demonio —dijo Fell—. Mírela ahora, milord.

Las hermosas líneas y el magnífico velamen de la Estrella resultaban obvios incluso a aquella distancia.

—Es un buque muy hermoso —accedió Hornblower.

—Nos adelantará con toda seguridad —anunció Gerard, desde la bitácora—. Y creo que también nos está doblando por barlovento.

—Y ahí se escapan quinientas libras —exclamó Fell, amargamente. Desde luego, necesitaba dinero aquel hombre—. ¡Timonel! Vire una cuarta. ¡Hombres a las brazas!

Ciñó un poco más al viento la Clorinda y estudió su conducta antes de volverse de nuevo a Hornblower.

—No voy a abandonar la persecución hasta que me vea obligado a ello, milord —dijo.

—Muy bien —accedió Hornblower.

Había algo de resignación, algo de desesperación también en la expresión de Fell. Hornblower se dio cuenta de que no era solamente la idea del dinero perdido lo que le turbaba. El informe de que Fell había intentado capturar la Estrella y había fallado de una forma casi ridícula llegaría a los lores del Almirantazgo, por supuesto. Aunque el propio informe de Hornblower minimizase el fracaso, seguiría siendo un fracaso. Aquello significaba que Fell nunca volvería a ser empleado después de que expirasen sus dos años de servicio actuales. Por cada capitán con mando en la Marina, había al menos veinte sedientos por dirigir una nave. El más ligero error sería aprovechado como motivo para acabar con la carrera de un hombre. No podía ser de otro modo. Fell miraba el futuro con aprensión, con la idea de pasar el resto de su vida a media paga. Y lady Fell era una mujer cara y ambiciosa. No resultaba sorprenderte que las mejillas de sir Thomas, normalmente rubicundas, hubiesen adquirido un tono ceniciento.

La ligera alteración de rumbo que Fell había ordenado en realidad era una admisión de su derrota final. La Clorinda conservaba su posición a sotavento sólo a costa de ver a la Estrella alejarse más rápidamente aún por delante.

—Pero temo que nos batirá fácilmente en San Juan —continuó Fell con admirable estoicismo. Justo ante ellos, la pincelada roja en el horizonte que señalaba las colinas de Puerto Rico se estaba haciendo más elevada y más definida—. ¿Qué órdenes tiene para mí en este caso, milord?

—¿Cuánta agua nos queda a bordo? —preguntó Hornblower a su vez.

—Cinco toneladas, milord. Digamos unos seis días con raciones reducidas.

—Seis días —repitió Hornblower, como para sí. Era una complicación fastidiosa. El territorio británico más cercano se hallaba a cien millas a sotavento.

—Tenía que probar a aligerar el buque, milord —dijo Fell, como disculpándose.

—Ya lo sé, ya lo sé —Hornblower siempre se irritaba cuando alguien intentaba disculparse por algo—. Bueno, seguiremos a la Estrella, si no podemos capturarla antes.

—¿Será una visita oficial, milord? —inquirió Gerard rápidamente.

—No puede ser de otro modo, con mis colores izados —dijo Hornblower. No le gustaban nada las visitas oficiales—. A lo mejor podemos matar dos pájaros de un tiro. Es hora de que me presente ante las autoridades españolas, y al mismo tiempo podemos repostar agua.

—Sí, milord.

Una visita de cumplido a un puerto extranjero significaba muchas obligaciones para su personal… pero no tantas como para él mismo, se dijo con irritación.

—Tomaré el desayuno antes de que pase algo más que lo posponga —dijo. El ánimo excelente con el que había comenzado la mañana se había evaporado por completo, por aquel entonces. Le ponía de mal humor permitirse caer en tal debilidad humana.

Cuando volvió a subir a cubierta, el fracaso al interceptar a la Estrella se le hizo dolorosamente presente de nuevo. La goleta se encontraba a unas tres millas por delante, y había ganado por barlovento a la Clorinda hasta que esta última casi quedó en su estela. La costa de Puerto Rico estaba ahora mucho mejor definida. La Estrella iba entrando en aguas territoriales, y se encontraba totalmente a salvo. La tripulación al completo estaba entregada a un duro trabajo en todas las partes de la nave, procurando que la Clorinda se encontrase en ese estado de absoluta perfección (en realidad, más que perfección, completo dominio) que debe mostrar siempre un buque británico cuando entra en un puerto extranjero y se somete a la celosa inspección de los extraños. La cubierta había sido pulida hasta adquirir una blancura casi resplandeciente bajo el sol tropical; los metales estaban igualmente bruñidos, tanto que dolía en los ojos recibir el reflejo de la luz sobre ellos; los sables y picas brillantes se hallaban ordenados formando motivos decorativos en el mamparo de popa, los cabos de blanquísimo algodón recorrían toda la cubierta formando elaborados nudos de barrilete.

—Muy bien, señor Thomas —aprobó Hornblower—. La autoridad de San Juan la ostenta un capitán general, milord —informó Spendlove.

—Sí. Tendré que rendirle visita —suspiró Hornblower—. Sir Thomas, le agradecería muchísimo que me acompañase.

—Sí, milord.

—Cintas y estrellas, me temo, sir Thomas.

—Sí, milord.

Fell había recibido su título de caballero de Bath después de una desesperada lucha en una fragata en 1813. Era un tributo a su valor, más que a sus habilidades profesionales.

—¡La goleta está recibiendo a un piloto a bordo! —exclamó el vigía del mástil.

—Muy bien.

—Pronto nos tocará el turno —dijo Hornblower—. Es hora de arreglarnos para recibir a nuestros invitados, Supongo que darán gracias de que nuestra llegada tenga lugar después de la hora de la siesta.

También era la hora en que empezaba a soplar la brisa. El piloto que subió a bordo (un cuarterón alto y apuesto) condujo el buque sin una sola dificultad, aunque, naturalmente, Fell estuvo todo el tiempo pegado a él, consumido por la ansiedad. Hornblower, liberado de tales responsabilidades, pudo ir hacia delante, a la pasarela, y examinar su aproximación a la ciudad. Eran tiempos de paz, pero España había sido enemigo suyo anteriormente, y quizá volviera a serlo, y además no se perdía nada si procuraba enterarse de todos los detalles posibles de la defensa de primera mano. No le costó mucho darse cuenta de que San Juan nunca había sido atacada, y mucho menos capturada, por los numerosos enemigos de España durante la larga vida de la ciudad. Estaba rodeada por una alta muralla de recia mampostería, con zanjas y baluartes, fosos y puentes levadizos. En el alto acantilado que se cernía sobre la entrada, el castillo del Morro cubría los accesos con su artillería. Había otra fortaleza (que debía de ser San Cristóbal) y una batería tras otra a lo largo del frente marítimo, con pesados cañones visibles en las troneras. Nada podía impresionar a San Juan, de no ser un asedio formal con un poderoso ejército y maquinaria de sitio, ya que estaba defendido por una guarnición muy adecuada.

La brisa del mar les llevó en seguida al pasaje de entrada. Allí les invadió la habitual ansiedad momentánea acerca de si los españoles estaban dispuestos a saludar a su bandera, pero el nerviosismo se vio disipado rápidamente cuando los cañones del Morro empezaron a disparar, en réplica a los suyos. Hornblower se mantuvo firme y muy tieso mientras el buque iba entrando, y la carronada del castillo de proa iba lanzando salvas a intervalos admirablemente regulares. Los marineros aferraron las velas con una rapidez que les honraba (Hornblower miraba discretamente, con el tricornio puesto) y entonces la Clorinda se puso al pairo y el cable del ancla pasó rechinando a través del escobén. Un oficial muy bronceado por el sol, con un bonito uniforme, se acercó al costado y se anunció, en un inglés aceptable, como oficial médico del puerto, y recibió la declaración de Fell de que la Clorinda no había sufrido ninguna enfermedad infecciosa durante los últimos veintiún días.

Ahora que ya estaban en el puerto, donde la brisa del mar circulaba con dificultad, y el buque estaba quieto, era consciente de pronto del espantoso calor. Hornblower empezó a sentir que el sudor le empapaba la camisa por debajo de la gruesa casaca del uniforme, y volvió la cabeza de un lado a otro, incómodo, notando el ahogo que le producía el cuello almidonado. Un breve gesto de Gerard, que estaba a su lado, le señaló algo que ya había observado él mismo: la Estrella del Sur con su pintura de un blanco resplandeciente, se encontraba en el muelle junto a ellos. Parecía como si su hedor todavía asaltase su nariz desde las abiertas escotillas. Una fila de soldados con casacas azules y tahalíes blancos estaba alineada en el muelle, de pie, de forma algo negligente y bajo el mando de un sargento. Desde el interior de la goleta llegaba un estruendo bastante lamentable, unos lamentos prolongados y lúgubres. Vieron a una fila de negros desnudos que salían trepando con gran dificultad por la escotilla.

Apenas podían andar. De hecho, algunos de ellos no podían andar en absoluto, sino que, a gatas, iban arrastrándose por la cubierta y luego por el muelle.

—Están desembarcando su cargamento —dijo Gerard.

—Al menos, una parte —replicó Hornblower. En casi un año de estudio había aprendido mucho del comercio de esclavos. La demanda de esclavos allí en Puerto Rico era pequeña, comparada con la que había en La Habana. Durante la travesía entre ambos puertos, los esclavos que él había visto estaban confinados en las bodegas, estrechamente apretados en forma de «cuchara», es decir, tendidos de costado y con las rodillas dobladas y metidas en el hueco de las rodillas del hombre que tenían delante. Era de esperar que el capitán de la Estrella aprovechase aquella oportunidad para ventilar bien su cargamento, tan perecedero.

Un grito que venía del agua le distrajo. Se acercaba un bote con la bandera española en la proa. Sentado en la cámara se encontraba un oficial con un uniforme con entorchados dorados que reflejaban el sol poniente.

—Aquí viene la autoridad —dijo Hornblower.

Se enviaron hombres a la borda y el oficial subió a la Clorinda entre el pitido de los silbatos de los segundos contramaestres, levantó la mano y realizó un saludo muy correcto. Hornblower se unió a Fell y ambos le recibieron. Hablaba en español, y Hornblower se dio cuenta de que sir Thomas no entendía aquella lengua.

—Comandante Méndez Castillo —se anunció el oficial—. Edecán primero de su excelencia el capitán general de Puerto Rico.

Era un hombre alto y esbelto, con un fino bigote que lo mismo podía haber sido pintado. Su expresión era precavida, sin comprometerse ante aquellos dos oficiales que le recibían con sus cintas rojas, sus estrellas y sus brillantes charreteras.

—Bienvenido, comandante —dijo Hornblower—. Soy el contraalmirante lord Hornblower, comandante en jefe de la flota de su británica majestad en las aguas de las Indias Occidentales. Le presento al capitán sir Thomas Fell, al mando del buque de su británica majestad, la Clorinda.

Méndez Castillo inclinó la cabeza ante cada uno de ellos, y su alivio al saber quiénes eran resultó bastante evidente.

—Bienvenido a Puerto Rico, excelencia —dijo—. Por supuesto, hemos oído hablar mucho del famoso lord Hornblower, que ahora es comandante en jefe aquí, y esperábamos hace largo tiempo tener el honor de recibir una visita suya.

—Muchísimas gracias —dijo Hornblower.

—Y bienvenido también usted y su nave, capitán —añadió Méndez Castillo apresuradamente, nervioso por si se hacía demasiado evidente que se había quedado tan fascinado al ver al legendario Hornblower que no había prestado la atención requerida a un simple capitán. Fell hizo una torpe reverencia como respuesta. No había sido necesaria la traducción.

»Su excelencia me ha indicado —siguió Méndez Castillo— que le pregunte de qué forma podría ser útil a vuestra excelencia en la notable ocasión de su visita.

En español, la forma de plantear esa frase tan pomposa resultaba mucho más difícil aún que en inglés. Y mientras hablaba Méndez Castillo, su mirada se desvió un momento hacia la Estrella. Obviamente, todos los detalles del intento de captura realizado por la Clorinda eran conocidos ya, porque gran parte de la estéril persecución debía de ser perfectamente visible desde el Morro. Algo en la actitud del comandante transmitía la impresión de que el tema de la Estrella no se podía discutir.

—Sólo nos proponemos realizar una breve escala, comandante. El capitán Fell está deseoso de renovar el suministro de agua de este buque —dijo Hornblower, y la expresión de Méndez Castillo se suavizó al momento.

—Ah, por supuesto —exclamó a toda prisa—. Nada podría ser más fácil. Daré instrucciones al capitán del puerto para que dé todas las facilidades al capitán Fell.

—Es usted muy amable, comandante —respondió Hornblower. Se intercambiaron inclinaciones de cabeza de nuevo, y Fell les imitó, aunque no sabía de qué estaban hablando.

—Su excelencia me ha indicado también —siguió Méndez Castillo— que espera tener el honor de recibir una visita suya.

—Ciertamente, esperaba que su excelencia sería tan amable como para invitarme.

—Su excelencia se sentirá profundamente honrado al saberlo. Quizá vuestra excelencia sería tan amable de visitar a su excelencia esta noche. Su excelencia estará encantado de recibir a vuestra excelencia a las ocho en punto, junto con los miembros del estado mayor de vuestra excelencia, en La Fortaleza, el palacio de Santa Catalina.

—Su excelencia es muy amable. Iremos con sumo placer, por supuesto.

—Informaré a su excelencia. Quizá vuestra excelencia encuentre adecuado que yo mismo venga a bordo a esa hora para escoltar a vuestra excelencia a la fiesta de su excelencia…

—Le estaría muy agradecido, comandante.

Méndez Castillo se despidió después de hacer una referencia final al capitán del puerto y el agua del barco. Hornblower se lo explicó todo brevemente a Fell.

—Sí, milord.

Llegó otro visitante por el costado de babor del buque, un hombre bajo y recio, vestido de blanco inmaculado y con un sombrero de ala ancha que se quitó con escrupulosa cortesía al llegar al alcázar. Hornblower le vio dirigirse al guardiamarina que estaba de guardia, y vio a este último dudar y mirar a su alrededor como intentando decidir si debía o no atender la petición del hombre.

—Muy bien, guardiamarina —dijo Hornblower—. ¿Qué desea el caballero?

Casi podía adivinar lo que deseaba el caballero. Aquella podía ser una oportunidad de establecer contacto con tierra aparte de los canales oficiales… algo siempre deseable, y sobre todo en aquel momento. El visitante se adelantó. Unos ojos azules e inquisitivos estudiaron de cerca a Hornblower.

—¿Milord? —saludó el hombre. Al menos sabía reconocer el uniforme de almirante.

—Sí. Soy el almirante lord Hornblower.

—Siento molestarle con mis asuntos, milord —hablaba inglés como un inglés, de la región de Tyneside, quizá, pero obviamente hacía años que no lo practicaba.

—¿Qué desea?

—He venido a bordo para dirigirme a su mayordomo, milord, y al responsable del comedor de oficiales y al sobrecargo. Soy el principal proveedor de buques del puerto. Ganado vacuno, milord, volatería, huevos, pan tierno, frutas, verduras…

—¿Cómo se llama?

—Eduardo Estuard… Edward Stuart, milord. Segundo oficial del bergantín Colombine, de Londres. Capturado en 1806, milord, y traído aquí como prisionero. Hice amigos aquí, y cuando los españoles cambiaron de bando en 1808, me establecí como proveedor, y desde entonces sigo en ello.

Hornblower estudió al hombre tan intensamente como éste le examinaba a él. Podía intuir mucho más de lo que se había dicho. Casi adivinaba un afortunado matrimonio, probablemente un cambio de religión… a menos que Stuart fuese ya católico, que también era posible.

—Y estoy a su servicio, milord —siguió diciendo Stuart, devolviéndole la mirada sin pestañear.

—En seguida le dejaré que hable con el sobrecargo —dijo Hornblower—. Pero primero dígame, ¿qué impresión ha causado nuestra llegada aquí?

La cara de Stuart se iluminó con una sonrisa.

—La ciudad entera estaba contemplando su persecución de la Estrella del Sur, milord.

—Ya lo suponía.

—Todos se han alegrado al ver que se le escapaba. Y cuando han visto que se acercaba, han preparado las baterías.

—¿Ah, sí?

La reputación que tenía la Armada de realizar acciones rápidas, tanto atrevidas como prepotentes, debía de seguir muy viva todavía, si habían sentido el momentáneo temor de que una sola fragata pudiera intentar atrapar una presa en el mismísimo refugio de un puerto tan bien guardado como San Juan.

—Dentro de diez minutos se pronunciará su nombre en todas las calles, milord.

La perspicaz mirada de Hornblower le aseguró que aquel hombre no le estaba haciendo un cumplido ocioso.

—¿Y qué va a hacer ahora la Estrella?

—Sólo ha venido para desembarcar a unos cuantos esclavos enfermos y repostar agua, milord. Aquí el mercado de esclavos es pequeño. Zarpa hacia La Habana de inmediato, tan pronto como pueda estar segura de sus movimientos, milord.

—¿De inmediato?

—Zarpará cuando se levante la brisa de tierra mañana al amanecer, milord, a menos que usted se coloque a la salida del puerto.

—No creo que lo haga —dijo Hornblower.

—Entonces zarpará sin duda alguna, milord. Querrá desembarcar su cargamento y venderlo en La Habana antes de que España firme el tratado.

—Ya comprendo —dijo Hornblower.

Pero ¿qué era aquello? Allí estaban de nuevo los viejos síntomas, tan reconocibles como siempre: los latidos apresurados del corazón, el calor que le invadía por debajo de la piel, la inquietud general. Tenía algo que asomaba justo por debajo de su consciencia, el atisbo de una idea. Y al cabo de un segundo, la idea había aparecido en el horizonte, vaga al principio, como un avistamiento de tierra entre la neblina, pero tan seguro y tan tranquilizador como avistar tierra firme. Y más allá, en el horizonte también, se encontraban otras ideas, que sólo intuía. No podía evitar mirar a la Estrella, analizar la situación táctica, buscar otras inspiraciones, poner a prueba lo que ya había imaginado.

Lo único que podía hacer era dar las gracias educadamente a Stuart por su información, sin traicionar la emoción que sentía, y sin terminar la entrevista de una forma abrupta que habría resultado sospechosa. Una palabra a Fell garantizó que Stuart recibiera el encargo de suministrar a la Clorinda, y Hornblower se despidió, dándole las gracias. Hornblower se apartó fingiendo toda la despreocupación que pudo.

Había mucho ajetreo en torno a la Estrella, igual que alrededor de la Clorinda, debido a los preparativos que se estaban haciendo para rellenar sus barriles de agua. Era difícil pensar, con todo aquel calor y aquel estrépito. Resultaba duro encararse al muelle atestado. Y se aproximaba el ocaso, y luego llegarían las ocho en punto, hora en la que debía rendir visita al capitán general, y obviamente, todo debía estar decidido antes de ese momento. Y había complicaciones. Las ideas surgían una tras otra, sucesivamente, como las cajas chinas, y cada una de ellas debía ser examinada buscando los posibles fallos. El sol ya estaba muy bajo, sobre las colinas, dejando tras él un cielo llameante, cuando llegó a una resolución final.

—¡Spendlove! —exclamó. El nerviosismo le hacía ser brusco—. Venga abajo conmigo.

Hacía un calor opresivo en el gran camarote de popa. El cielo rojo se reflejaba en el agua del puerto, atravesando las altas ventanas de popa. El magnífico efecto se veía algo disipado por la luz de las lámparas. Hornblower se dejó caer en su silla. Su secretario se quedó de pie, mirándole fijamente, y Hornblower era consciente de ello. Spendlove no tenía duda alguna de que su comandante en jefe tenía algo importante en mente. Pero hasta Spendlove se vio sorprendido por el plan que había tramado, y por las órdenes que estaba recibiendo. Incluso aventuró una protesta.

—Pero milord… —dijo.

—Lleve a cabo sus órdenes, señor Spendlove, y ni una palabra más.

—Sí, milord.

Spendlove salió del camarote, y Hornblower se quedó allí sentado, solo, esperando. Los minutos pasaban lentamente (unos minutos preciosos, y no tenían mucho tiempo que perder), y por fin sonaron en la puerta los golpecitos que esperaba. Era Fell, que entraba con aire de gran nerviosismo.

—Milord, ¿puede dedicarme unos minutos?

—Siempre es un placer recibirle, sir Thomas.

—Pero esto es muy poco habitual, me temo, milord. Tengo que hacer una sugerencia… poco habitual.

—Siempre es un placer recibir sugerencias también, sir Thomas. Por favor, siéntese y dígame qué pasa. Tenemos casi una hora antes de bajar a tierra. Estoy muy interesado en oírle.

Fell se sentó muy tieso en una silla, con los brazos cruzados. Tragó saliva dos veces. A Hornblower no le producía ningún placer ver a un hombre que se había enfrentado a las balas y el acero y a una muerte inminente allí, delante de él, con aquel aire tan aprensivo. Se sentía incómodo.

—Milord… —empezó Fell, y volvió a tragar saliva.

—Le escucho atentamente, sir Thomas —observó Hornblower, con suavidad.

—Se me había ocurrido —dijo Fell, más desenvuelto a cada palabra que pronunciaba, hasta que acabó casi precipitadamente—, que todavía podríamos tener una oportunidad con la Estrella.

—¿De veras, sir Thomas? Nada podría producirme un placer mayor, si tal cosa fuera posible. Me gustaría mucho oír qué es lo que tiene que sugerirme.

—Bien, milord. Se hará a la mar mañana. Probablemente al amanecer, con la brisa de tierra. Esta noche podríamos… podríamos colocar alguna especie de lastre en su casco. Quizás en el timón. Sólo es un nudo o dos más rápida que nosotros. Así podríamos seguirla y atraparla en alta mar…

—Qué idea más estupenda, sir Thomas. Realmente ingeniosa… pero claro, no se podía esperar otra cosa de un marino de su reputación, desde luego.

—Es usted muy amable, milord —la expresión de Fell sufrió un cambio muy perceptible, y el hombre dudó antes de proseguir—: Fue su secretario, Spendlove, el que me sugirió la idea, milord.

—¿Spendlove? ¡Qué me dice!

—Le daba demasiado apuro sugerírselo a usted, milord, así que me lo ha dicho a mí.

—Seguro que no ha hecho otra cosa que acabar de despertar en su mente una idea que usted ya tenía, sir Thomas. De todos modos, como usted ha asumido esta responsabilidad, el mérito debe ser suyo, por supuesto, si hay que conceder crédito a alguien. Esperemos que sea un gran éxito.

—Gracias, milord.

—Y ahora, hablemos de ese lastre. ¿Qué sugiere usted, sir Thomas?

—No tiene que ser más que un ancla flotante grande. Un rollo de lona del número uno, cosida en forma de embudo, con un extremo más largo que el otro.

—Pero aun así, tendría que estar reforzada. Ni siquiera la lona del número uno podría soportar el tirón de la Estrella corriendo a doce nudos.

—Sí, milord, eso ya lo sé. Pero se le podrían coser muchas relingas. Eso bastaría. Tenemos una cadena de barbiquejo de reserva a bordo. Se podría coser alrededor de la draga…

—Y se podría unir a la Estrella para que aguantase el tirón…

—Sí, milord. Eso era lo que yo pensaba.

—Serviría para mantener la draga bajo el agua y que no se viera, también.

—Sí, milord.

Fell pensaba que la rapidez de Hornblower a la hora de captar los aspectos técnicos era muy estimulante. Su nerviosismo se vio reemplazado por el entusiasmo.

—He pensado… bueno, Spendlove me lo ha sugerido, milord, que se podría pasar por encima de uno de los pinzotes inferiores del timón.

—Pero seguramente se rompería todo el timón cuando se ejerciese toda la fuerza.

—Eso también nos vendría muy bien, milord. —Claro, claro, ya lo entiendo.

Fell se puso a andar por el camarote hacia donde se abría la ventana de popa.

—Desde aquí donde estamos no se puede ver, milord —dijo—. Pero se oye.

—Y se huele —afirmó Hornblower, de pie junto a él.

—Sí, milord. Ahora la están regando con la manguera. Pero se puede oír, como he dicho.

Por encima del agua llegaban claramente hasta ellos, junto con el apestoso hedor, los continuos quejidos de los desdichados esclavos. Hornblower incluso imaginaba que podía oír el ruido producido por sus grilletes.

Sir Thomas —dijo entonces—, creo que sería muy deseable que colocara un bote fuera, para hacer guardia junto al buque esta noche.

—¿Guardia, milord? —a Fell le costaba captar las cosas. En aquella Marina de tiempos de paz no era necesario tomar demasiadas precauciones para evitar la deserción.

—Ah, sí, claro, ciertamente. La mitad de nuestros hombres podrían deslizarse por la borda e irse nadando a la costa, cuando caiga la noche. Supongo que lo habrá tenido en cuenta. Debemos evitar su deseo de desertar de este servicio tan arriesgado. Y además, un bote de guardia evitará la venta de licor a través de las portas.

—Eh… sí, claro, supongo que sí, milord —pero estaba claro que Fell no había captado todas las implicaciones de aquella sugerencia, y Hornblower tuvo que explicárselo.

—Pongamos un bote de guardia ahora, antes de que caiga la noche. Así puedo explicar a las autoridades por qué es necesario. Y luego, cuando llegue el momento…

—¡Tendremos ya un bote listo en el agua! —por fin la luz se había hecho en el cerebro de Fell.

—Sin llamar demasiado la atención —complementó Hornblower.

—¡Por supuesto!

—Lo mejor sería que diese usted la orden cuanto antes, sir Thomas. Pero mientras tanto, no nos queda demasiado tiempo. Debemos disponer que se prepare esa draga antes de bajar a tierra.

—¿Debo dar las órdenes milord?

—A Spendlove se le dan muy bien los números. Puede ocuparse de las medidas. ¿Será tan amable de hacerle venir, sir Thomas?

El camarote se llenó de gente en cuanto se puso en marcha el trabajo. El primero que llegó fue Spendlove; después de él, mandaron llamar a Gerard, y luego a Sefton, el teniente. A continuación llegaron el velero, el armero, el carpintero y el contramaestre. El velero era un anciano sueco que había sido reclutado a la fuerza en la Marina británica hacía veinte años, en alguna infame acción de la leva, y que se había quedado en el servicio desde entonces. Su arrugado rostro se iluminó con una sonrisa, como un vidrio cuarteado, cuando penetró en su mente la originalidad del plan que se le estaba relatando. Se contuvo de darse palmadas en el muslo con regocijo al recordar que se encontraba en la augusta presencia de su almirante y su capitán. Spendlove estaba muy atareado, realizando con papel y lápiz un dibujo de la draga, y Gerard miraba por encima de su hombro.

—Quizá pueda hacer yo mismo una pequeña contribución a este plan —dijo Hornblower, y todo el mundo se volvió hacia él. Los ojos de Spendlove se clavaron en los suyos, que ostentaban una mirada vidriosa. Esa mirada impidió a Spendlove decir una palabra en el sentido de que todo el plan había sido idea suya.

—¿Sí, milord? —farfulló Fell.

—Un trozo de meollar —sugirió Hornblower—. Podríamos atarlo a la punta de la draga, y llevarlo hacia delante, al otro extremo, y asegurarlo a la cadena. Sólo una hebra, para mantener tirante el extremo mientras la Estrella empieza a navegar. Luego, cuando largue todo el velamen y empiece a ejercer tensión…

—¡El meollar se romperá! —exclamó Spendlove—. Tiene usted razón, milord. Entonces la draga se llenará de agua…

—Y el buque será nuestro, esperemos —concluyó Hornblower.

—Excelente, milord —dijo Fell.

¿Había quizás una cierta condescendencia, un leve atisbo de paternalismo en lo que había dicho? A Hornblower le pareció que sí, y se sintió un poco picado. Fell ya estaba casi convencido de que todo el plan había sido idea suya, a pesar de haber admitido honestamente al principio la contribución de Spendlove, y ahora permitía generosamente a Hornblower añadir una insignificante sugerencia. La irritación del almirante se disipó al pensar con cínico regocijo en la debilidad de la naturaleza humana.

—En esta atmósfera tan estimulante y llena de ideas —dijo, con fingida modestia—, uno no puede dejar de sentirse contagiado.

—Sí… claro, milord —accedió Gerard, mirándole con curiosidad. Gerard era demasiado inteligente y le conocía demasiado bien. Había captado perfectamente el tono en la voz de Hornblower, y estaba a punto de adivinar toda la verdad.

—No es necesario que meta usted también cucharada, señor Gerard —espetó Hornblower—. ¿Tengo que recordarle acaso su deber? A ver, ¿dónde está mi cena, señor Gerard? ¿Qué, tengo que morirme de hambre cuando estoy a su cuidado? ¿Qué dirá lady Bárbara cuando sepa que ha dejado usted que yo pase hambre?

—Le ruego que me disculpe, milord —farfulló Gerard, abatido—. Me había olvidado… ha estado usted tan ocupado, milord…

Su bochorno era intenso; se volvía a un lado y otro en el atestado camarote como si buscara a su alrededor la cena perdida.

—No hay tiempo ya, señor Gerard —dijo Hornblower. Hasta que no había surgido la necesidad de distraer la atención de Gerard, a él también se le había olvidado por completo la cena—. Esperemos que su excelencia nos ofrezca una pequeña colación.

—Le ruego que me perdone, de verdad, milord —dijo Fell, también avergonzado.

—Bah, no importa, sir Thomas —dijo Hornblower, interrumpiendo las disculpas—. Usted y yo estamos en la misma situación. Déjeme ver ese dibujo, señor Spendlove.

Continuamente se veía obligado a representar el papel de viejo caballero cascarrabias, cuando él sabía de buena tinta que no era nada parecido. Pudo demostrar que se ablandaba de nuevo mientras volvían a examinar los detalles de la construcción de la draga, y por fin dio su aprobación.

—Creo, sir Thomas —dijo—, que ha decidido usted confiar el trabajo al señor Sefton durante nuestra ausencia en tierra.

Fell asintió.

—El señor Spendlove se quedará bajo sus órdenes, señor Sefton. El señor Gerard nos acompañará a sir Thomas y a mí. No sé qué es lo que habrá decidido usted, sir Thomas, pero le sugiero que lleve a un teniente y a un guardiamarina con usted a la recepción de su excelencia.

—Sí, milord.

—Señor Sefton, estoy seguro de que tendrá acabado este trabajo para cuando volvamos, al principio de la guardia de media, ¿de acuerdo?

—Sí, milord.

Así que todo estaba acordado excepto el aburrido intervalo de espera. Era igual que en tiempos de guerra, cuando se aproximaba una crisis en un futuro cercano.

—¿La cena, milord? —sugirió Gerard, ansioso. No quería cenar. Ahora que todo estaba dispuesto y la tensión había cedido, se sentía muy cansado.

—Llamaré a Giles si quiero algo —dijo, mirando a su alrededor, al camarote atestado. Quería despedir a toda aquella gente y buscaba la forma más educada de hacerlo.

—Entonces voy a atender a mis otros deberes, milord —dijo Fell, de repente, con un tacto sorprendente.

—Muy bien, sir Thomas, gracias.

El camarote se vació al momento. Hornblower contrarrestó con una simple mirada la tendencia de Gerard a quedarse remoloneando. Y por fin se pudo arrellanar en su silla y relajarse, ignorando a Giles cuando éste llegó con otra lámpara que iluminase el camarote, ya más oscuro. El barco estaba lleno de ruidos procedentes de los trabajos de recogida del agua: las roldanas de las poleas que rechinaban, el golpeteo de las bombas, los gritos a los caballos… Todo aquel estrépito bastaba para distraerle y evitar que sus pensamientos siguiesen un rumbo fijo. Estaba medio adormilado cuando sonó un golpecito en la puerta y después apareció un guardiamarina.

—Con los respetos del capitán, milord, se está acercando el bote de la costa.

—Salude al capitán y dígale que subo a cubierta de inmediato.

El bote de la costa iba bien alumbrado por una linterna que colgaba por encima de la cámara, en medio de la oscuridad del puerto. Iluminaba el resplandeciente uniforme de Méndez Castillo. Bajaron por el costado guardiamarina, tenientes, capitán y almirante, en orden inverso a su precedencia naval, y unos potentes golpes de remo les condujeron por las oscuras aguas hacia la ciudad, donde brillaban unas débiles luces. Pasaron junto a la Estrella. Una luz colgaba de sus jarcias, pero al parecer ya había repostado el agua, porque no había actividad alguna en ella.

Sin embargo, se seguía oyendo un continuo y quejumbroso sonido que procedía de sus abiertas escotillas. Quizá los esclavos estuviesen llorando la partida de aquellos que les habían sido arrebatados; quizás estuviesen manifestando su aprensión por el futuro que les esperaba. A Hornblower se le ocurrió que aquella gente desventurada, arrancada de su hogar, introducida en un barco que no se parecía a nada que hubiesen visto jamás en su vida, custodiados por hombres blancos (y los rostros blancos debían de ser algo tan extraordinario para ellos como los de color verde esmeralda serían para un europeo), no podían tener ni idea de lo que les esperaba, más o menos lo mismo que le pasaría a él si le hubiesen secuestrado y se lo hubiesen llevado a otro planeta.

—Su excelencia —dijo Méndez Castillo, tras él— se complace en recibir a vuestra excelencia con todo el ceremonial completo.

—Es muy amable por parte de su excelencia —replicó Hornblower, recordando sus deberes con gran esfuerzo, y expresándose en español con más esfuerzo todavía.

Maniobraron el timón y la pequeña embarcación giró abruptamente en un recodo, revelando un espigón muy iluminado, con una arcada enorme que se abría más allá. El bote corrió junto al espigón y media docena de figuras uniformadas se pusieron firmes mientras la partida desembarcaba.

—Por aquí, excelencia —murmuró Méndez Castillo.

Pasaron por aquel portal y entraron en un patio alumbrado por muchas linternas, que brillaban sobre las filas de soldados formados en columnas de tres en fondo. Mientras Hornblower aparecía en el patio, se gritó la orden de presenten armas, y en el mismo momento, una banda empezó a interpretar música. El mal oído de Hornblower detectó el vivaz estrépito y se puso firme a su vez, con la mano en el ala de su tricornio, sus compañeros oficiales junto a él, hasta que aquel ruido ensordecedor (multiplicado en mil ecos por los muros que les rodeaban) cesó al fin.

—Excelente presentación militar, comandante —dijo Hornblower, examinando las rígidas líneas de tahalíes blancos.

—Vuestra excelencia es muy amable. Por favor, ¿le importaría a vuestra excelencia entrar por esa puerta?

Una imponente escalinata, flanqueada a ambos lados por figuras uniformadas, y al fondo, detrás de una gran arcada, una enorme habitación. Méndez Castillo y otro oficial que se hallaba junto a la puerta conferenciaron prolongadamente entre susurros, y luego sus nombres resonaron en voz alta, en español… Hornblower había abandonado hacía mucho tiempo la esperanza de oír su nombre pronunciado de forma inteligible por un extranjero.

La figura que se encontraba en el centro de la habitación se levantó de su silla (que en realidad era como un trono) y recibió de pie al comandante en jefe británico. Era un hombre mucho más joven de lo que había esperado Hornblower, de unos treinta años, con el rostro oscuro, una cara delgada y expresiva y un aire divertido, que no casaba demasiado con su arrogante y ganchuda nariz. El uniforme que llevaba resplandecía de entorchados, con la Orden del Toisón de Oro en el pecho.

Méndez Castillo hizo las presentaciones. Los ingleses realizaron una profunda inclinación ante el representante de su católica majestad, y cada uno recibió a su vez un cortés saludo. Méndez Castillo incluso se atrevió a murmurar los títulos de su anfitrión, probablemente una infracción de la etiqueta, pensó Hornblower, porque había que asumir que los visitantes sabían perfectamente cuáles eran.

—Su excelencia el marqués de Ayora, capitán general del dominio de Puerto Rico de su católica majestad.

Ayora sonrió, dándoles la bienvenida.

—Sé que usted habla español, excelencia —dijo—. Ya he tenido el placer de oírle hacerlo.

—¿Ah, sí, excelencia?

—Era comandante de los migueletes con Clarós, en la época del ataque de Rosas. Tuve el honor de servir junto a vuestra excelencia… recuerdo muy bien a vuestra excelencia. Vuestra excelencia, naturalmente, no me recordará.

Habría sido demasiado presuntuoso fingir que sí lo recordaba, y por una vez en su vida, Hornblower no tuvo palabras y se limitó a inclinar de nuevo la cabeza.

—Vuestra excelencia —continuó Ayora— ha cambiado muy poco desde aquel día, me atrevería a decir. Han pasado once años.

—Vuestra excelencia es muy amable —era una de las frases más útiles para las conversaciones corteses.

Ayora también dedicó unas palabras a Fell, un cumplido por el buen aspecto de su barco, y una sonrisa a los oficiales menores. Y entonces, como si aquél hubiese sido el momento que estaba esperando, Méndez Castillo se volvió hacia ellos.

—¿Les importaría a ustedes, caballeros, que les presentásemos a las damas que nos acompañan? —dijo. Su mirada pasó por encima de Hornblower y Fell y se dirigió solamente a los tenientes y guardiamarinas. Hornblower se lo tradujo, y les vio partir un poco nerviosos, escoltados por Méndez Castillo.

Ayora, a pesar de toda la etiqueta y las formalidades españolas, no perdió mucho tiempo y fue al grano, en el momento en que se encontró a solas con Hornblower y Fell.

—He visto su persecución de la Estrella del Sur hoy con mi catalejo —dijo, y Hornblower, una vez más, no supo qué decir. Las reverencias y las sonrisas no parecían muy adecuadas para aquella ocasión. Se limitó a quedarse inexpresivo.

—Es una situación anómala —dijo Ayora—. Bajo el tratado preliminar entre nuestros gobiernos, la Marina británica tiene derecho a capturar en mar abierta barcos españoles cargados de esclavos. Pero una vez en aguas territoriales españolas, esos buques están a salvo. Cuando se firme el nuevo tratado para la supresión del comercio de esclavos, entonces esos barcos serán confiscados por el gobierno de su católica majestad, pero hasta ese momento, es mi obligación darles toda la protección que esté en mi mano.

—Vuestra excelencia tiene toda la razón, por supuesto —dijo Hornblower. Fell había adoptado una expresión completamente neutra, al no entender una palabra de lo que se estaba diciendo, pero Hornblower sentía que el esfuerzo de traducir no estaba a su alcance en aquellos momentos.

—Y me propongo llevar a cabo plenamente mi deber —añadió Ayora, con firmeza.

—Naturalmente —afirmó Hornblower.

—Así que será mejor que lleguemos a un entendimiento absoluto del asunto, en lo que respecta a futuras actuaciones.

—No hay nada que desee más, excelencia.

—Queda perfectamente claro, por tanto, que no toleraré interferencia alguna con la Estrella del Sur mientras se encuentre en las aguas que están bajo mi jurisdicción.

—Por supuesto, lo comprendo, excelencia —dijo Hornblower.

—La Estrella se propone zarpar con las primeras luces del alba, mañana.

—Eso es lo que yo imaginaba, excelencia.

—Y en razón de la amistad entre nuestros gobiernos, sería mejor que su buque permaneciera en este puerto hasta después de que zarpase la otra nave.

Los ojos de Ayora se clavaron en los de Hornblower, fijamente. Su rostro carecía de toda expresión. No había asomo alguno de amenaza en aquella mirada. Pero estaba implícita la amenaza, el atisbo de fuerza superior. Bajo el mando de Ayora, un centenar de cañones de treinta y dos libras podían barrer las aguas del puerto. Hornblower se acordó del romano que accedió a las órdenes de su emperador porque era absurdo discutir con el jefe de treinta legiones. Adoptó, pues, la misma impostura, haciendo uso de toda su habilidad interpretativa. Sonrió con la sonrisa del buen perdedor.

—Ya hemos probado suerte y hemos fallado, excelencia —dijo—. No nos podemos quejar.

Si Ayora sintió algún alivio al oírle decir aquello, no lo demostró con más intensidad que el atisbo de amenaza anterior.

—Vuestra excelencia es muy comprensivo —dijo.

—Naturalmente, estamos deseosos de aprovechar las ventajas de la brisa de tierra y zarpar mañana por la mañana —continuó Hornblower, con deferencia—. Ahora que ya hemos repostado el agua (y doy gracias a vuestra excelencia por las facilidades para hacerlo) no nos gustaría abusar de la hospitalidad de vuestra excelencia.

Hornblower hizo todo lo posible para mantener un aspecto de inocencia total bajo la inquisitiva mirada de Ayora.

—Quizá debamos oír lo que nos dice el capitán Gómez —dijo Ayora, volviéndose hacia alguien que se encontraba cerca. Era un hombre joven, extraordinariamente guapo, vestido con un traje azul sencillo, pero muy elegante, y con una espada con empuñadura de plata a su costado.

—Permítanme que se lo presente —propuso Ayora—. Don Miguel Gómez y González, capitán de la Estrella del Sur.

Se intercambiaron inclinaciones de cabeza.

—¿Me permite que le felicite por las cualidades marineras de su buque, capitán? —dijo Hornblower.

—Muchas gracias, señor.

—La Clorinda es una fragata muy rápida, pero su nave es superior en todos los aspectos de la navegación —Hornblower no estaba seguro de cómo se decía aquello en español, pero al parecer se hizo entender bien.

—Muchas gracias de nuevo, señor.

—E incluso me atrevería —decía Hornblower, extendiendo las manos— a felicitar a su capitán por la brillantez con que la gobierna.

El capitán Gómez inclinó la cabeza una vez más, y Hornblower, de pronto, decidió controlarse. Todas aquellas florituras y cumplidos españoles estaban muy bien, pero tampoco había que pasarse. No quería dar la impresión de un hombre demasiado ansioso por complacer. Pero se vio tranquilizado por la mirada y la expresión de Gómez. Sonreía fatuamente, ésa era la palabra adecuada, fatuo. Hornblower, mentalmente, clasificó a aquel hombre como un joven de gran habilidad, y muy pagado de sí mismo. No sobraba otro cumplido más.

—Sugeriré a mi gobierno —continuó— que soliciten permiso para copiar el diseño del Estrella del Sur y estudien su velamen, para construir algún buque semejante. Sería ideal para el trabajo de la Marina en estas aguas. Pero, por supuesto, sería difícil encontrar un capitán adecuado para semejante nave.

Gómez inclinó la cabeza una vez más. Era difícil no sentirse satisfecho de sí mismo al recibir tantos cumplidos de un marino con la reputación legendaria de Hornblower.

—Su excelencia —intervino Ayora— está ansioso por dejar el puerto mañana por la mañana.

—Eso tenemos entendido —afirmó Gómez.

Hasta Ayora pareció un poco desconcertado por esa afirmación. Hornblower lo vio muy claro. Stuart, que le había ayudado tanto con sus informaciones, no había dudado en jugar a ambas bandas, tal y como había esperado Hornblower que hiciera. Había ido directamente a las autoridades españolas con toda la información que le había suministrado Hornblower. Pero éste no deseaba introducir ninguna nota discordante en la conversación que se hallaba en curso.

—Comprenderá, capitán —dijo—, que me alegre de partir con la misma marea y la misma brisa de tierra que le impulsará a usted. Después de nuestra experiencia de hoy, supongo que no debe sentir usted temor alguno.

—Ninguno en absoluto —convino Gómez. Había una cierta condescendencia en su sonrisa. Aquella confesión era lo único que deseaba Hornblower. Le costó muchísimo ocultar su alivio.

—Será mi deber perseguirle si todavía se halla a la vista cuando yo zarpe —dijo, como disculpándose. Por su mirada, estaba claro que la observación iba dirigida al capitán general, al mismo tiempo que a Gómez, pero fue éste quien contestó.

—No le tengo miedo —repuso.

—En tal caso, excelencia —dijo Hornblower, para concluir el tema—, debo informar oficialmente a vuestra excelencia de que el buque de su majestad en el que se halla izada mi bandera dejará el puerto mañana por la mañana, en cuanto convenga al capitán Gómez.

—Entendido —accedió Ayora—. Lamento enormemente que la visita de vuestra excelencia sea tan breve.

—En la vida de un marino —replicó Hornblower—, el deber invariablemente parece interferir con las inclinaciones propias. Pero al menos durante esta breve visita he tenido el placer de conocer a vuestra excelencia, y al capitán Gómez.

—Hay numerosos caballeros aquí que también están deseosos de conocer a vuestra excelencia —dijo Ayora—. ¿Me permite que se los presente, excelencia?

El negocio principal de la noche ya había sido tratado, y ya sólo quedaban por cumplir las demás formalidades. El resto de la recepción fue tan aburrido como Hornblower había esperado y temido; los magnates de Puerto Rico que fueron conducidos en turno ante él para conocerle eran todos igual de poco interesantes. A medianoche, Hornblower captó la mirada de Gerard y fue reuniendo su rebaño. Ayora notó el gesto y, en términos muy corteses, le dio el permiso para partir que, como representante de su católica majestad, sólo él estaba en condiciones de otorgar, o de lo contrario sus huéspedes incurrirían en una gran descortesía.

—Vuestra excelencia, sin duda, debe descansar a fin de estar dispuesto para su temprana partida mañana —dijo—. Así que no entretendré más a vuestra excelencia, por mucho que su presencia aquí sea muy apreciada.

Se dijeron los adioses y Méndez Castillo se encargó de escoltar a toda la partida de vuelta a la Clorinda. A Hornblower le sorprendió mucho ver que la banda y la guardia de honor todavía estaban en el patio para ofrecer los cumplidos oficiales para su partida. Se puso firme de nuevo mientras los músicos tocaban una tonada saltarina que no identificó, y luego bajaron todos al bote que los esperaba.

El puerto estaba completamente oscuro cuando salieron a remo. Las pocas luces visibles apenas conseguían hacer nada para aliviar aquella negrura. Doblaron el recodo y pasaron a proa de la Estrella de nuevo. Había una sola linterna colgando de su obencadura, y estaba muy tranquila… aunque, no, en medio de la quietud de la noche, en un momento determinado, Hornblower oyó el débil entrechocar de los grilletes que indicaba que alguno de los esclavos de la bodega estaba despierto e inquieto. Aquello le pareció estupendo. Un «quién vive» dado en voz baja llegó por encima del agua negra como la tinta, surgiendo de una oscuridad más sólida aún que aquélla que les rodeaba.

—Bandera —contestó el guardiamarina—. Clorinda.

Las dos breves palabras informaban a la guardia de que un almirante y un capitán se aproximaban.

—Ya ve, comandante —dijo Hornblower—, que el capitán Fell ha considerado necesario establecer un bote de guardia en torno al buque durante la noche.

—Comprendo que sea necesario, excelencia —respondió Méndez Castillo.

—Nuestros marineros son capaces de incurrir en grandes excesos al disfrutar de los placeres de tierra.

—Naturalmente, excelencia —afirmó Méndez Castillo de nuevo.

El bote se puso al costado de la Clorinda. De pie en equilibrio sobre la cámara del bote, Hornblower se despidió ya por fin y murmuró las últimas palabras de agradecimiento al representante de su anfitrión, antes de subir por el costado. Desde la porta de entrada contempló el bote mientras éste se alejaba y desaparecía en la oscuridad.

—Y ahora —dijo—, ya podemos aprovechar mejor el tiempo.

En la cubierta principal, apenas visible a la luz de una linterna que colgaba del estay mayor, se encontraba una «cosa». Era la única palabra que podía describirla, una cosa hecha de lona y cordaje, con un trozo de cadena unida a ella. Sefton estaba de pie junto al objeto.

—Veo que lo han acabado, señor Sefton.

—Sí, milord. Hace ya una hora. El velero y sus hombres han trabajado de maravilla. Hornblower se volvió a Fell.

—Creo, sir Thomas —le dijo a éste— que tiene usted ya pensadas las órdenes que hay que dar. ¿Sería tan amable de decirme cuáles son, antes de emitirlas?

—Sí, milord.

Aquella eterna respuesta de la Marina era la única que podía pronunciar Fell, dadas las circunstancias, aunque no había pensado en toda su extensión en los problemas que se le presentaban. Abajo, en el camarote, a solas con su almirante, la falta de preparación de Fell se hizo patente.

—Supongo —dijo Hornblower— que destacará usted al personal necesario para la expedición. ¿En qué oficial confía usted plenamente, de modo que cumpla con la máxima discreción?

Poco a poco se fueron estableciendo los detalles. Buenos nadadores que trabajasen bien bajo el agua; un ayudante de armero, a quien se pudiese confiar la tarea de colocar el grillete final en la cadena en la oscuridad… Se decidió cuál sería la tripulación del bote, se los hizo llamar y se les dieron a todos las instrucciones y los detalles del plan. Cuando el bote de guardia llegó para el relevo de su tripulación, aquellos hombres estaban ya preparados y bajaron rápidamente por la borda, con todo sigilo, aunque llevaban el impedimento de «la cosa» y demás equipo necesario.

El bote se alejó en la oscuridad, y Hornblower se quedó de pie en el alcázar, contemplándolo. De todo aquello podía surgir un incidente internacional o bien él podía quedar como un idiota a ojos del mundo, no sabía cuál de las dos cosas le parecía peor. Aguzó los oídos en busca de cualquier sonido en la oscuridad que le indicara que el trabajo estaba progresando, pero no se oía nada. La brisa de tierra empezó a soplar en aquel momento, de forma muy leve, pero lo bastante fuerte como para balancear a la Clorinda al ancla. Se dio cuenta de que aquella brisa se llevaría los sonidos lejos de donde él se encontraba… pero también serviría, asimismo, para enmascarar cualquier ruido sospechoso, si alguien en la Estrella estaba lo bastante despierto como para oírlos. La popa era de bovedilla, y tal como era de esperar, con mucha inclinación. Un nadador que llegara a la popa a escondidas sería capaz de trabajar perfectamente en el timón sin ser observado, desde luego.

—Milord —dijo la voz de Gerard discretamente a su lado—. ¿No sería aconsejable descansar un poco?

—Tiene usted mucha razón, señor Gerard. Un momento muy adecuado —respondió Hornblower, y continuó apoyado en la barandilla.

—Pero entonces, milord…

—Estoy de acuerdo con usted, señor Gerard. ¿No basta con eso?

Pero Gerard insistió, como si se tratara de la voz de su conciencia.

—Hay un poco de buey frío preparado en el camarote, milord. Pan recién hecho y una botella de burdeos.

Aquello ya era completamente diferente. De repente, Hornblower se dio cuenta de que tenía mucha hambre. Durante las últimas treinta horas sólo había comido ligeramente, porque la colación fría que había esperado que les ofrecieran en la recepción no llegó a materializarse. Pero aún podía fingir estar muy por encima de las debilidades de la carne.

—Habría sido usted una nodriza excelente, señor Gerard —dijo—, si la naturaleza le hubiese dotado con mayor generosidad. Pero supongo que me hará usted la vida imposible hasta que ceda a su insistencia.

De camino hacia el tambucho pasaron junto a Fell. Iba paseando por el alcázar en la oscuridad, arriba y abajo, y oyeron su agitada respiración. Hornblower se sintió muy complacido al ver que hasta los héroes más aguerridos pueden sentir ansiedad. Habría sido educado, amable incluso, invitar a sir Thomas a que compartiera aquella cena fría que iba a tomar, pero Hornblower desechó semejante idea. Ya había sufrido toda la compañía de Fell que podía soportar.

Abajo, Spendlove le esperaba en el camarote iluminado.

—Los buitres se han reunido —dijo Hornblower. Le divertía ver a Spendlove pálido y tenso también—. Espero que ustedes, caballeros, se unan a mí.

Los jóvenes comían en silencio. Hornblower bebió de su copa de vino, pensativamente.

—Seis meses en los trópicos no han favorecido demasiado a este burdeos —comentó. Era inevitable que como anfitrión y almirante y hombre de mayor edad, su opinión fuese recibida con deferencia. Spendlove rompió el silencio que siguió.

—Ese trozo de meollar, milord —dijo—. El tirón…

—Señor Spendlove —dijo Hornblower—. Todas las discusiones del mundo no cambiarán ya las cosas. Lo sabremos a su debido tiempo. Mientras, no estropeemos esta agradable cena con discusiones técnicas.

—Perdón, milord —dijo Spendlove, avergonzado. El caso es que, por coincidencia o por telepatía, Hornblower había estado pensando en aquel preciso momento en la tensión que debía romper el trozo de meollar de la draga. Pero no admitiría ni en sueños que había estado pensando en ello. La cena continuó.

—Bueno —dijo Hornblower, alzando su copa—, podemos admitir la existencia de los asuntos mundanos y hacer un brindis. Hay un dinero por cabeza.

Mientras bebían, oyeron unos sonidos inconfundibles en cubierta. El bote de guardia había regresado de su misión. Spendlove y Gerard intercambiaron miradas y se dispusieron a ponerse en pie. Hornblower les obligó a sentarse de nuevo y meneó la cabeza tristemente, con la copa todavía en la mano.

—Qué lástima lo de este burdeos, caballeros —dijo. Entonces sonó el golpecito en la puerta y el esperado mensaje.

—Con los respetos del capitán, milord, el bote ha vuelto.

—Salude al capitán y dígale que me alegraré mucho de verle a él y al teniente tan pronto como lo crean conveniente.

Una mirada a Fell al entrar en el camarote bastó para confirmarle que la expedición había tenido éxito, al menos hasta el momento.

—Todo bien, milord —dijo, con su rubicundo rostro teñido de emoción.

—Excelente —el teniente era un veterano canoso más viejo que el propio Hornblower, y Hornblower no pudo evitar pensar que si él mismo no hubiese tenido una inmensa suerte en varias ocasiones, podría seguir siendo un simple teniente, también—. ¿Quieren sentarse, caballeros? ¿Una copa de vino? Señor Gerard, traiga más copas, por favor. Sir Thomas, ¿le importa que el señor Field nos explique la historia él mismo?

Field no tenía facilidad de palabra. Tuvo que arrancarle la historia a base de preguntas. Todo había funcionado bien. Dos nadadores fornidos, con las caras pintadas de negro, se habían deslizado por encima de la borda del bote, y habían nadado sin ser vistos hasta la Estrella. Trabajando con sus cuchillos, habían conseguido arrancar el cobre de la segunda paleta por debajo del agua. Con un taladro, habían abierto un espacio lo bastante grande para pasar a su través un cabo. La parte más delicada de la operación había sido acercarse lo suficiente con el bote y pasar la draga por encima de la borda, y después unirla al cabo, pero Field informaba de que no se había oído nada en la Estrella. La cadena siguió al cabo y luego fue sujeta con un grillete, y asegurada. Ahora, la draga colgaba en la popa de la Estrella, sin ser vista, por debajo de la superficie del agua, dispuesta a ejercer toda su fuerza en el timón cuando el meollar que sujetaba la draga invertida se hubiese roto.

—Excelente —dijo Hornblower de nuevo, cuando Field pronunció la última frase entrecortada—. Ha actuado muy bien, señor Field, gracias.

—Gracias, milord.

Una vez se hubo retirado Field, Hornblower pudo dirigirse a Fell.

—Su plan ha funcionado maravillosamente, sir Thomas. Ahora, sólo nos queda atrapar a la Estrella. Le recomiendo muchísimo que haga todos los preparativos para zarpar con la primera luz del día. Cuanto antes partamos detrás de la Estrella, mejor, ¿no le parece?

—Sí, milord.

La campana del buque anticipó la siguiente pregunta que Hornblower iba a hacer.

—Tres horas para la luz del día —dijo—. Entonces, caballeros, les deseo muy buenas noches.

Había sido un día muy ajetreado, de actividad incesante, mental, si no física, desde el amanecer. Después de una larga y caliente velada, a Hornblower le parecía que tenía los pies hinchados hasta el doble de su tamaño normal, y que sus zapatos con hebillas doradas no podrían contener tal expansión… Apenas se los podía quitar. Se quitó también la cinta y la estrella y la casaca con entorchados, aunque de mala gana recordó que tenía que volvérsela a poner para su partida ceremonial al cabo de tres horas. Se lavó un poco con agua de la palangana y se hundió en su coy, suspirando con alivio, en su camarote.

Se despertó al momento en cuanto llamaron a la guardia; el camarote todavía estaba oscuro y durante un par de segundos se sintió perdido, sin saber por qué notaba aquella sensación de apremio. Entonces lo recordó y acabó de despertarse de golpe, gritando al centinela de la puerta que hiciera llamar a Giles. Se afeitó a la luz de una lámpara, con febril precipitación, y luego, una vez más con el uniforme completo, corrió por la escalerilla hasta el alcázar. Todavía era de noche cerrada… no, quizá se atisbara ya un asomo de luz. Quizás el cielo brillase con un ligerísimo tinte claro por encima del Morro. Quizás. El alcázar estaba repleto de figuras oscuras, muchas más de las que se encontrarían allí con toda la tripulación en sus puestos de combate y navegando. Al verlos casi se volvió abajo, no teniendo deseo alguno de revelar que compartía la misma debilidad que los demás, pero Fell le vio.

—Buenos días, milord.

—Buenos días, sir Thomas.

—Sopla brisa de tierra, milord.

No había duda al respecto. Hornblower la notaba soplar a su alrededor, encantado después del sofocante calor del camarote. En los trópicos y a mediados de verano, sería de corta duración; caería en breve, en cuanto el sol, elevándose por encima del horizonte, empezara a apretar la tierra con sus garras de acero.

—La Estrella se dispone a hacerse a la mar, milord.

No había duda alguna al respecto, tampoco. Los sonidos que emitía llegaban hasta ellos en aquella penumbra, por encima del agua.

—No tengo que preguntarle si está listo, sir Thomas.

—Todo listo, milord. Los marineros firmes junto al cabrestante.

—Muy bien.

Sin duda había más luz; las figuras del alcázar, ahora definidas con mayor claridad, se habían trasladado todas a la banda de estribor, alineadas junto a la borda. Media docena de catalejos estaban abiertos y apuntados hacia la Estrella.

Sir Thomas, por favor, esto no puede seguir así. Envíe a toda esa gente abajo.

—Están ansiosos por ver…

—Ya sé lo que quieren ver. Envíeles abajo inmediatamente.

—Sí, milord.

Todo el mundo, por supuesto, estaba deseando comprobar si se veía algo en la línea de flotación de la Estrella, a popa, cosa que revelaría lo que habían hecho aquella noche. Pero no podía haber forma más segura de llamar al atención del capitán de la Estrella hacia algo sospechoso bajo su popa que apuntar con catalejos hacia ella.

—¡Oficial de la guardia!

—¿Milord?

—Compruebe que nadie apunta un catalejo ni por un momento hacia la Estrella.

—Sí, milord.

—Cuando haya la luz suficiente para ver con claridad, puede usted examinar todo el puerto, como sería de esperar. No dedique más de cinco segundos a la Estrella, pero asegúrese de ver todo lo que hay que ver.

—Sí, milord.

El cielo mostraba ahora al este unos toques de verde y de amarillo, contra los cuales el Morro quedaba magníficamente silueteado, aunque débilmente aún, pero a su sombra, todo estaba oscuro todavía. A pesar de que todavía no habían desayunado, el momento era romántico. A Hornblower se le ocurrió que la presencia de un almirante con todas sus galas en el alcázar podría ser una circunstancia sospechosa.

—Me voy abajo, sir Thomas. Por favor, manténgame informado.

—Sí, milord.

En el camarote de día, Gerard y Spendlove se pusieron de pie de un salto cuando él entró. Seguramente estaban entre los que habían sido enviados bajo cubierta por la orden de Fell.

—Señor Spendlove, estoy aprovechando su admirable ejemplo de ayer. Voy a asegurarme de tomar el desayuno mientras pueda. Por favor, ¿sería tan amable de pedirme el desayuno, señor Gerard? Supongo que ustedes, caballeros, me harán el honor de acompañarme…

Se acomodó negligentemente en una silla y contempló los preparativos. Cuando aún estaban a medias, un golpecito en la puerta le trajo al mismísimo Fell en persona.

—La Estrella ya está claramente a la vista, milord. Y no se ve nada a popa.

—Gracias, sir Thomas.

Una taza de café era muy bienvenida a aquella hora de la mañana. Hornblower no tuvo que fingir ninguna ansiedad para bebérsela. La luz del día se abría paso por las ventanas del camarote, convirtiendo la lámpara en innecesaria y exagerada. Otro golpecito y apareció un guardiamarina.

—Con los respetos del capitán, milord, la Estrella se hace a la mar.

—Muy bien.

Pronto estaría ya en camino, y su dispositivo sería puesto a prueba. Hornblower se concentró en masticar otro pedacito de tostada.

—¿Pueden sentarse ustedes un momento siquiera, jóvenes? —espetó—. Sírvame un poco de café, Gerard.

—La Estrella está saliendo por el canal, milord —informó el guardiamarina de nuevo.

—Muy bien —dijo Hornblower, bebiéndose el café con muchos remilgos, y esperando que nadie notase la aceleración de su pulso. Los minutos iban pasando.

—La Estrella se prepara para desplegar las velas, milord.

—Muy bien —Hornblower dejó su taza de café, pausadamente, y con toda la lentitud que pudo se levantó de su silla, con los ojos de los dos jóvenes clavados constantemente en él—. Creo —dijo, arrastrando las palabras—, que ahora podemos subir ya a cubierta.

Caminando con tanta parsimonia como si estuviera en el cortejo fúnebre de Nelson, pasó junto al centinela y subió por la escalerilla. Detrás de él, los jóvenes tuvieron que frenar su impaciencia. En cubierta el día era esplendoroso; el sol acababa de salir por encima del Morro. En el centro del canal navegable, al menos a un cable de distancia, se encontraba la Estrella, resplandeciente con su pintura blanca. Cuando los ojos de Hornblower se posaron en ella, su foque se extendió para captar la brisa y viró en redondo. Al momento siguiente, la gavia cogió el viento, y la nave se estabilizó y empezó a moverse. Al cabo de unos segundos ya estaba avanzando y pasaba a la Clorinda. Aquél era el momento. Fell estaba de pie, mirándola y murmurando para sí, y blasfemaba lleno de excitación. La Estrella arrió sus colores. En cubierta, Hornblower reconoció la figura de Gómez, de pie, dirigiendo la maniobra de la goleta. A su vez, Gómez le vio en el mismo momento y le dedicó un saludo, sujetando el sombrero apretado contra el pecho, y Hornblower se lo devolvió.

—No hace dos nudos en estas aguas —dijo Hornblower.

—Gracias a Dios —exclamó Fell.

La Estrella se dirigió hacia la bocana, preparándose para realizar el pronunciado viraje hacia mar abierto. Gómez la dirigía a las mil maravillas, con sus hermosas velas.

—¿La sigo ya, milord?

—Creo que es el momento, sir Thomas.

—¡Hombres al cabrestante, ahí! Escotas de las trinquetillas, señor Field.

Aunque fuera a dos nudos solamente, habría algo de tensión en aquel trozo de meollar. Pero no debía romperse (no, no debía hacerlo) hasta que la Estrella hubiese salido a altar mar. Robustos brazos y espaldas halaban de los cables de la Clorinda.

—¡Preparad la carronada de saludo, ahí!

La Estrella había dado ya la vuelta, y la última parte visible de su vela mayor se desvanecía en torno al recodo. Fell daba órdenes para que la Clorinda levase anclas de forma segura, a pesar de su emoción. Hornblower le vigilaba estrechamente. No era mal ejemplo de cómo se comportaría en el momento de la acción, de cómo conduciría su buque entre el humo y el furor de la batalla.

—¡Brazas de las gavias!

Fell estaba haciendo virar la gran fragata de una forma tan impecable como había hecho Gómez con la Estrella. La Clorinda se estabilizó y empezó a correr, moviéndose por el canal.

—¡Hombres al pasamanos!

Ocurriera lo que ocurriese al doblar el recodo, fuera lo que fuese lo que le estaba sucediendo a la Estrella, que ya no se encontraba a la vista, había que rendir el homenaje de rigor. Nueve décimas partes de la tripulación de la Clorinda en cubierta debían dedicarse a ese objetivo; con el barco ya en marcha empujado por la brisa de tierra, la décima parte restante debía bastar para mantenerlo controlado. Hornblower se enderezó y se enfrentó a la bandera española que ondeaba en el Morro, y se llevó la mano al ala del sombrero. Fell se encontraba junto a él, y los demás oficiales detrás, mientras se disparaban las salvas de saludo y se les respondía, con las banderas respetuosamente arriadas.

—¡Vamos!

Ya se aproximaban al recodo. Era posible que en cualquier momento alguno de aquellos cañones tan amistosos realizase una descarga de advertencia contra ellos… un disparo avisándoles de que cien cañones más estaban dispuestos para machacarlos y convertirlos en un guiñapo. Aquello pasaría sin duda si la draga tenía un efecto obvio en la Estrella demasiado pronto.

—¡Brazas de las gavias! —ordenó Fell.

Ya las grandes olas del Atlántico empezaban a hacer notar sus efectos; Hornblower sentía la proa de la Clorinda levantarse momentáneamente con un oleaje agónico.

—¡A estribor todo! —la Clorinda se volvía con tranquilidad—. ¡Cambia! ¡Vía así!

Apenas se había situado en su nuevo rumbo cuando la Estrella apareció de nuevo a la vista a una milla de distancia en alta mar, con la proa apuntando casi en la dirección opuesta. Todavía llevaba una lona muy lenta, gracias a Dios, y se estaba preparando para el viraje final desde el canal para salir al océano. La gavia de la Clorinda tembló un momento mientras la altura del Morro interceptaba la brisa de tierra, pero se enderezó otra vez instantáneamente. La Estrella viraba de nuevo. Apenas se encontraba a tiro de cañón del Morro.

—¡A babor! —ordenó Fell—. ¡Vía así!

La brisa de tierra ahora llegaba justo de popa, pero iba muriendo, en parte debido a la distancia de la costa, que se iba incrementando cada vez más, y en parte debido al creciente calor del sol.

—Largad la mayor.

Fell tenía razón, había que apresurarse, o de otro modo el buque se vería retenido por el cinturón de calmas ecuatoriales que se encontraban entre la brisa de tierra y los alisios. La enorme zona de lona de la mayor condujo a la Clorinda hacia delante con gran fuerza, y una vez más, el sonido del recorrido del buque por el agua se hizo audible. La Estrella estaba ahora fuera del canal; Hornblower, que miraba con ansiedad, la vio largar trinquete, velas de estay y foques (de hecho, toda su lona). Iba manteniendo el rumbo hacia el norte, a todo ceñir, directamente perpendicular desde tierra. Seguramente habría cogido los alisios y se dirigía hacia el norte, cosa muy sensata, porque tendría que doblar por barlovento Haití antes de la mañana siguiente, en su rumbo hacia el viejo canal de las Bahamas y La Habana. Estaban ya muy lejos del Morro y de la Estrella para levantar sospecha alguna mirándola a través de sus catalejos. Así que Hornblower observó con detenimiento. No detectaba nada extraño en su aspecto. De repente, se le ocurrió que quizá Gómez se había dado cuenta de la presencia de la draga bajo su popa y la había quitado. A lo mejor en aquel mismo momento se estaba riendo a carcajadas, junto con sus oficiales, mirando a la fragata británica que les seguía llena de esperanzas.

—¡A babor! —llegó de nuevo la orden de Fell, y la Clorinda dio la vuelta final.

—Marcas de dirección en línea, señor —informó el piloto, mirando a popa, a tierra, con el catalejo pegado al ojo.

—Muy bien. ¡Vía así!

Ahora, las olas que se encontraban eran el auténtico oleaje del Atlántico, que levantaba la amura de estribor de la Clorinda, y pasaba a popa a medida que la proa se iba hundiendo, y luego levantaba la aleta de babor. La Estrella, delante de ellos, iba todavía a todo ceñir en un rumbo norte, bajo velas áuricas.

—Hará unos seis nudos —estimó Gerard, de pie junto con Spendlove a una yarda de Hornblower.

—Ese meollar debería aguantar, a seis nudos —dijo Spendlove, meditabundo.

—¡No hay fondo con este cabo! —informó el sondador en las cadenas.

—¡Todos los marineros a largar velas!

La orden se transmitió por los silbatos a todo el buque. Juanetes y sobrejuanetes fueron largados; no pasó mucho rato hasta que la Clorinda tuvo toda la lona desplegada.

Pero la brisa de tierra estaba muriendo rápidamente. La Clorinda apenas se movía. Una vez, dos, las velas gualdrapearon con estrépito, pero siguió manteniendo su rumbo, avanzando poco a poco por encima del mar añil y blanco, el sol cayendo a plomo sobre ella desde un cielo azulísimo, sin asomo de nubes.

—No puedo mantener el rumbo, señor —informó el timonel.

La Clorinda iba dando guiñadas lentamente al llegar a ella las olas. Muy por delante, la Estrella estaba casi por debajo del horizonte. Llegó un hálito distinto, apenas un leve soplo. Hornblower lo notó, casi imperceptible, en su sudoroso rostro, mucho antes de que la Clorinda respondiese a él. Era una brisa diferente, sí, no aquel aire sofocante de tierra, sino otro mucho más fresco, un viento alisio, limpio después de atravesar tres mil millas de océano. Las velas gualdrapeaban y temblaban; la Clorinda se balanceaba, significativamente.

—¡Ahí viene! —exclamó Fell—. ¡Bolina franca!

Sopló un aire mucho más vivo, de modo que el timón pudo morder al fin. Una encalmada, otro soplo, otra calma, otro soplo, y cada soplo era más fuerte. El siguiente no acabó muriendo. Duró y escoró la Clorinda. Una ola rompió en la amura de estribor, formando un resplandeciente arco iris. Ahora ya habían cogido bien los vientos alisios; ahora podían seguir avanzando hacia el norte, a todo ceñir, siguiendo la estela de la Estrella. Con el soplo de aquel viento limpio y fresco y la sensación de éxito que lo acompañaba, el buque vivió nuevos momentos de animación. Se veían sonrisas por doquier.

—Todavía no va a largar las gavias, milord —dijo Gerard, con el catalejo aún pegado al ojo.

—Dudo de que lo haga, mientras se dirige al norte —replicó Hornblower.

—Con buen viento, puede doblar por barlovento y adelantarnos —dijo Spendlove—. Tal como hizo ayer.

¿Ayer? ¿Sólo había sido ayer? Lo mismo podía haber sido hacía un mes, tantas cosas habían ocurrido desde la persecución del día anterior…

—¿Cree que la draga debería causar ya algún efecto? —preguntó Fell, acercándose a él.

—Ninguno, señor, hablando en términos prácticos —respondió Spendlove—. No mientras ese meollar mantenga la cosa con la cola hacia delante.

Fell se cogía una de las enormes manos con la otra, apretando los nudillos contra la palma.

—Pues yo —dijo Hornblower, y todos los ojos se volvieron hacia él—, voy a decir adiós a los entorchados. Una casaca más fresca y un pañuelo del cuello más suelto.

Que fuera Fell el que demostrara nerviosismo y preocupación. Él se iba abajo como si no tuviera interés alguno en el posible resultado de todo aquel asunto. Abajo, en el caliente camarote, era un verdadero alivio quitarse su uniforme completo (diez libras de paño y dorados) y hacer que Giles le buscara una camisa limpia y unos pantalones blancos.

—Tomaré un baño —dijo Hornblower, pensativo.

Sabía perfectamente que Fell consideraba indigno y peligroso para la disciplina que todo un almirante se dedicara a retozar bajo la bomba de cubierta, mientras le apuntaban con la manguera unos marineros sonrientes, pero a él no le importaba. Ningún miserable lavado con esponja podía ocupar el lugar de su baño favorito. Los marineros bombeaban el agua vigorosamente, y Hornblower brincaba con la despreocupación que produce la edad madura bajo el impacto punzante del agua. La camisa limpia y los pantalones, a continuación, resultaban doblemente deliciosos. Se sintió un hombre nuevo al salir de nuevo a cubierta, y su falta de preocupación al aproximarse a él Fell no era del todo fingida.

—Se está apartando mucho de nosotros otra vez, milord —dijo.

—Sabemos que puede hacerlo, sir Thomas. Sólo tenemos que esperar a que meta a sotavento y largue las gavias.

—Mientras podamos mantenerla a la vista… —exclamó Fell.

La Clorinda estaba macheteando a la perfección, abriéndose paso hacia el norte.

—Veo que estamos haciendo todo lo que podemos, sir Thomas —dijo Hornblower, conciliador.

La mañana iba pasando.

Sonaron los silbatos, se anunció el licor, y Fell estuvo de acuerdo con el piloto en que era mediodía, y los marineros fueron enviados por fin a comer. Ahora, sólo cuando la Clorinda quedaba levantada por una ola, un catalejo apuntado a la amura de estribor desde el alcázar podía detectar el brillo de las velas de la Estrella en el horizonte. Todavía no tenía largadas las gavias. Gómez actuaba con el convencimiento de que ciñendo, su goleta se comportaba mucho mejor sin las velas de cruz… a menos que estuviera jugando con sus perseguidores, sencillamente. Las colinas de Puerto Rico habían desaparecido de la vista por debajo del horizonte, lejos, a popa. Y el buey asado de la comida, aunque era carne fresca auténtica, había resultado de lo más decepcionante, reseco, fibroso y sin gusto alguno.

—Stuart me había dicho que me enviaba la mejor carne que producía la isla, milord —dijo Gerard, como respuesta a las amargas quejas de Hornblower.

—Me gustaría tenerle aquí delante —replicó Hornblower—. Se lo haría tragar todo, sin sal además. Sir Thomas, por favor, le ruego que me disculpe.

—Eh… claro, milord —dijo Fell, que estaba invitado a la mesa del almirante, y que había sido distraído de sus pensamientos íntimos por las disculpas de Hornblower—. Esa draga…

Después de articular aquellas palabras, o mejor dicho, aquella palabra en concreto, fue incapaz de decir nada más. Miró a Hornblower, que estaba frente a él. Su cara de caballo, con unas mejillas de un color rojo intenso que no cuadraban demasiado bien con esas facciones, mostraba claramente su ansiedad, acentuada más si cabe por la expresión de sus ojos.

—Si no sabemos nada durante el día de hoy —dijo Hornblower—, nos enteraremos de lo sucedido mucho más adelante.

Era verdad, aunque no resultaba demasiado consolador decir aquello.

—Seremos el hazmerreír de las islas —se lamentó Fell.

Nadie en el mundo podía tener un aspecto más abatido que él en aquellos momentos. El propio Hornblower se sentía inclinado a abandonar toda esperanza, pero la vista de semejante desesperación despertó su espíritu de contradicción.

—Hay una diferencia tremenda entre los seis nudos que está haciendo ahora, ciñendo, y los doce nudos que hará cuando meta a sotavento —dijo—. El señor Spendlove le dirá que la resistencia del agua es el cuadrado de la velocidad. ¿No es así, señor Spendlove?

—Quizás el cubo o incluso una potencia mucho mayor, milord.

—Así que todavía tenemos esperanzas, sir Thomas. Ese meollar tendrá que soportar ocho veces la tensión que soporta ahora, cuando el buque altere su rumbo.

—Ahora ya presenta rozamiento, de todos modos, milord —añadió Spendlove.

—Si no detectaron la cosa la noche pasada y la quitaron… —dijo Fell, todavía pesimista.

Cuando subieron de nuevo a cubierta, el sol se inclinaba ya hacia el oeste.

—¡Vigía! —exclamó Fell—. ¿Está nuestra presa todavía a la vista?

—Sí, señor. Más abajo del horizonte desde aquí, señor, pero a la vista. Dos cuartas más o menos en la amura de barlovento.

—Ha ido hacia el norte todo lo necesario —gruñó Fell—. ¿Por qué no altera, el rumbo de una vez?

No podían hacer otra cosa que esperar, e intentar extraer algún placer de los limpios vientos y el mar azul y blanco, pero el placer era ahora mucho más débil, y el mar no parecía tan azul, ni mucho menos. No podían hacer otra cosa que esperar, y los minutos se hacían interminables, como horas. Y entonces ocurrió al fin.

—¡Ah de cubierta! La presa está alterando el rumbo a babor. Está avanzando con el viento…

—Muy bien.

Fell se volvió a las caras de la multitud que llenaba el alcázar. La suya estaba igual de tensa que todas las demás.

—Señor Sefton, varíe el rumbo cuatro cuartas a babor.

Iban a jugar a aquel juego hasta su amargo final, a pesar de que la experiencia del día anterior, muy semejante a la actual, les había mostrado que la Clorinda no tenía oportunidad alguna, en las circunstancias normales, de interceptar al otro buque.

—¡Ah de cubierta! Está largando las gavias. ¡Y los juanetes también, señor!

—Muy bien.

—Bueno, pronto lo sabremos —dijo Spendlove—. Con la draga en acción, «tiene» que perder velocidad. Tiene que hacerlo.

—¡Ah de cubierta! ¡Capitán, señor! —la voz del vigía se había elevado hasta convertirse en un grito de excitación—. ¡Está contra el viento! ¡Está en facha! ¡El mastelero de proa ha desaparecido, señor!

—Y también los pinzotes del timón —dijo Hornblower, maliciosamente.

Fell saltaba en cubierta, bailando de pura alegría, con el rostro radiante. Pero al momento se contuvo.

—Vire dos cuartas a estribor —ordenó—. Señor James, suba a la arboladura y dígame qué está haciendo.

—¡Está aferrando la vela mayor! —gritó el vigía.

—Intentando colocarse de nuevo con el viento —comentó Gerard.

—¡Capitán, señor! —era la voz de James, desde el calcés—. Está usted dirigiéndose una cuarta a sotavento de ellos.

—Muy bien.

—Está virando con el viento… ¡no, está en facha de nuevo, señor!

La «cosa» todavía la tenía agarrada, entonces. Aquellos esfuerzos serían tan inútiles como los de un ciervo en las garras de un león.

—Cuidado con la rueda, tú… —espetó Fell, usando una horrible palabra para dirigirse al timonel.

Todo el mundo estaba muy nervioso, todo el mundo parecía estar obsesionado por el temor de que la Estrella pudiese librarse de aquel impedimento y escaparse, después de todo.

—Sin timón, nunca será capaz de mantener un rumbo —dijo Hornblower—. Y ha perdido el mastelero de proa, también.

Otra espera, pero ahora de distinta naturaleza. La Clorinda, avanzando a buen ritmo, parecía haberse contagiado de aquella excitación, haber acelerado y dirigirse a toda marcha hacia su presa, veloz y triunfante.

—¡Ahí está! —dijo Gerard, apuntando con el catalejo hacia delante—. Todavía en facha.

Cuando la siguiente ola levantó a la Clorinda, todos vieron la nave. Se estaban aproximando a ella a toda velocidad. El buque ofrecía una imagen patética y lastimosa, con su mastelero de proa tronchado por el tamborete, las velas gualdrapeando con el viento.

—Despejen el cañón de proa —ordenó Fell—. Disparen a través de su proa.

Se hizo el disparo. Algo rozó el puño de la mayor de la goleta y atravesó la bandera roja y amarilla de España. Se quedó allí un momento y luego volvió a bajar lentamente.

—Felicidades por el éxito de su plan, sir Thomas —dijo Hornblower.

—Gracias, milord —respondió Fell. Estaba sonriente y feliz—. No habría hecho nada si vuestra señoría no hubiese aceptado mis sugerencias.

—Es muy amable por su parte decir eso, sir Thomas —dijo Hornblower, volviéndose para mirar su presa.

La Estrella ofrecía un aspecto penoso, y mucho más penoso todavía resultaba a medida que se iban acercando a ella y apreciaban con más claridad los restos rotos que colgaban hacia delante, y el timón suelto a popa. Cuando tuvo lugar el súbito tirón de la draga, con enorme fuerza y tensión, rompió o arrancó los robustos pinzotes de bronce en los que antes se encontraba colocado el movible timón. La propia draga, lastrada por su cadena, colgaba todavía sin ser vista debajo del roto timón. Gómez, llevado triunfalmente a bordo, todavía no tenía ni idea de qué era lo que había causado aquel desastre, y ni siquiera imaginaba la razón de haber perdido el timón. Allí estaba, joven y guapo, enfrentándose con dignidad al rostro de la desgracia no merecida, en la cubierta de la. Clorinda. No resultó agradable observar su transformación cuando se le dijo la verdad. Nada agradable. Verle encogerse ante los ojos de sus captores consiguió incluso disipar la sensación de placer que producía el éxito profesional. Pero lo importante era que más de trescientos esclavos habían sido liberados.

Hornblower estaba dictando un despacho para sus señorías, y Spendlove, que entre sus sorprendentes habilidades contaba con el conocimiento de un nuevo método de copia, la taquigrafía, redactaba la carta a tal velocidad que restaba importancia a los titubeos de las frases del almirante, porque el almirante no había adquirido todavía el arte del buen dictado.

—En conclusión —dijo Hornblower—, me produce un placer especial requerir la atención de sus señorías hacia el ingenio y la industriosidad del capitán sir Thomas Fell, que hizo posible esta captura ejemplar.

Spendlove levantó los ojos de su libreta y se le quedó mirando. Spendlove sabía perfectamente la verdad, pero la mirada impasible que respondió a la suya le impidió pronunciar una sola palabra.

—Y la despedida oficial de costumbre —dijo Hornblower.

No iba a explicar sus motivos a su secretario. Ni tampoco hubiera podido explicárselos a sí mismo, si hubiera querido hacerlo. No le gustaba Fell ni un ápice más que antes.

—Y ahora, una carta para mi agente —continuó Hornblower.

—Sí, milord —contestó Spendlove, volviendo la página.

Hornblower empezó a hilar en su mente las frases que compondrían su siguiente carta. Quería decir que como la captura se debía a las sugerencias de sir Thomas, no deseaba recibir la parte del dinero de presa que le correspondía. Era su deseo que la parte de la bandera fuera concedida a su capitán.

—No —dijo de repente Hornblower—. Olvídelo. No escribiré esa carta.

—Sí, milord —respondió Spendlove.

Se podía ceder a otro hombre el honor y las distinciones, pero no el dinero. Resultaría demasiado obvio, demasiado sospechoso. Sir Thomas podía imaginar algo, y sus sentimientos podían verse heridos, y no deseaba arriesgarse a que ocurriera tal cosa. Pero en fin, habría deseado que Fell le gustase un poco más.