CAPÍTULO 4
LOS CAÑONES DE CARABOBO
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Aquella nave era exactamente como un buque de guerra británico; cosa natural, quizás, ya que lo había sido durante la mayor parte de su vida, hasta que la vendieron. Ahora, mientras entraba en el puerto, podía pasar sin problemas por un bergantín de guerra, si no fuera porque llevaba izado el pendón del Escuadrón Real, en lugar del gallardete de comisión de costumbre. Hornblower bajó el catalejo por el que había estado mirando, curiosamente, el progreso de la nave hacia el puerto de Kingston, y volvió a pensar en la carta de Bárbara, que tenía dos meses de antigüedad, pero que le había llegado hacía sólo quince días.
El más querido de mis esposos (escribía Bárbara. A veces no usaba demasiado bien los comparativos; esa expresión significaba, estrictamente, que tenía al menos tres maridos, aunque era a Hornblower al que más quería de los tres).
Recibirás en breve una visita, la del señor Charles Ramsbottom, un millonario que ha comprado un viejo buque de la Armada para usarlo como yate, y al que ha puesto el nombre de Bride of Abydos, y en el cual se propone visitar las Indias Occidentales. Acaba de ser presentado en sociedad, después de haber heredado la fortuna de su padre… ¡suministros de lana de Bradford y ropas para el ejército! A pesar de tan oscuro origen, sin embargo, ha conseguido entrar en la alta sociedad, quizá porque es muy joven, es encantador, soltero y bastante excéntrico, y, como ya te he dicho, millonario. Le he tratado bastante últimamente, siempre en casas muy respetables, y te lo recomiendo muchísimo, querido, aunque no sea por otra razón que porque se ha ganado una pequeña porción de mi corazón mediante una deliciosa mezcla de deferencia e interés, que habría encontrado irresistible de no estar casada con el hombre más irresistible del mundo. En realidad, el joven se ha ganado muy buenas opiniones en sociedad, tanto entre el gobierno como entre la oposición, y se podría convertir en alguien importante en política, si decide dedicarse a ella… No tengo duda de que te llevará cartas de recomendación de personajes muchísimo más influyentes que tu amante esposa…
Hornblower leyó la carta hasta el final, aunque no contenía más referencias al señor Charles Ramsbottom, pero volvió de nuevo al párrafo inicial. Era la primera vez que veía escrita aquella palabra nueva,
«millonario», y nada menos que dos veces. Le disgustó al momento. Resultaba inconcebible que un hombre tuviese un millón de libras, y presumiblemente, no en fincas, sino en fábricas, acciones y valores, a lo mejor con una participación enorme en valores consolidados y también una abultada cuenta bancaria. La existencia de millonarios, dentro de la sociedad o fuera de ella, era algo tan desagradable como la propia palabra que ahora acababa de aparecer. Y aquél había sido encantador con Bárbara… No estaba seguro de que eso representase una verdadera recomendación. Levantó de nuevo el catalejo y observó el bergantín mientras éste largaba el ancla. La rapidez con la que aferraban las velas mostraba que llevaba una nutrida tripulación. Hornblower, como comandante en jefe de escuadrón y responsable ante los cicateros lores del Almirantazgo de cada penique que gastase, sabía muy bien lo que cuesta ese tipo de cosas. Aquel señor Ramsbottom, para disfrutar de su juguetito naval, estaba gastando un dinero que podría alimentar a mil familias con pan, cerveza y tocino.
El bergantín se puso al pairo y ancló de manera muy pulida, verdaderamente; si hubiera sido un buque a su mando, habría gruñido, satisfecho. Tal y como estaban las cosas, gruñó con una mezcla de envidia y desdén y se volvió para esperar la inevitable visita a su reclusión de la Casa del Almirantazgo.
Cuando ésta llegó, observó la tarjeta, la manoseó y encontró una magra satisfacción al pensar que al fin se había encontrado con un nombre más ridículo que el suyo propio. Pero el propietario del nombre, que ya llegaba ante él, le causó mejor impresión. Tenía veintipocos años, era menudo y delgado y (debía reconocerlo) extraordinariamente guapo, con el pelo y los ojos muy negros y unas facciones que sólo se podían describir como «cinceladas», muy bronceadas después de pasar semanas en el mar. No se parecía en nada a lo que se podía esperar de un fabricante de lana de Bradford, y además, su casaca de un verde oscuro y sus pantalones blancos, muy formales, demostraban bastante buen gusto.
—Mi mujer me escribió hablándome de usted, señor Ramsbottom —dijo Hornblower.
—Ha sido muy amable por parte de lady Hornblower. Pero, claro está, ella es la amabilidad personificada. ¿Me permite que le entregue mis cartas de presentación de lord Liverpool y del obispo Wilberforce, milord?
Bárbara tenía toda la razón, pues, al predecir que Ramsbottom se ganaría el favor de ambos bandos políticos: llevaba cartas del propio primer ministro en persona y de un importante miembro de la oposición. Hornblower les echó un vistazo y captó la cordialidad que escondían entre líneas, a pesar de su tono formal.
—Excelente, señor Ramsbottom —concluyó Hornblower. Trató de adoptar el tono que presumía que adoptaría un hombre que acaba de leer una carta de presentación del primer ministro—. ¿Puedo serle útil de alguna forma, entonces?
—Creo que ahora mismo no, milord. Debo repostar agua y víveres, naturalmente, pero mi sobrecargo es un hombre muy capacitado. Pienso continuar mi viaje a través de estas islas encantadoras.
—Ah, claro —dijo Hornblower, con dulzura. No podía imaginar por qué alguien, voluntariamente, podría pasar un solo momento en aquellas aguas infestadas de piratas, ni por qué a alguien le podía apetecer visitar países donde la fiebre amarilla y la malaria eran endémicas, y donde las guerras civiles, revoluciones y masacres se cobraban un peaje aún más sangriento si cabe.
—¿Le resulta confortable la Bride of Abydos? —preguntó Hornblower.
Esos bergantines de dieciocho cañones de la Armada eran unas embarcaciones bastante desagradables, atestadas y estrafalarias.
—Sí, bastante cómoda, milord, gracias —contestó Ramsbottom—. La he aligerado cambiando el armamento; ahora lleva solamente doce cañones, los dos de seis y diez carronadas de veinticuatro libras, en lugar de los de treinta y dos.
—Pero aun así, puede vérselas con los piratas, ¿verdad?
—Ah, sí, por supuesto, milord. Y con la reducción de peso en cubierta (sus buenas diez toneladas) y unas modificaciones en las velas la he convertido en una nave mucho más marinera, o al menos eso creo y espero.
—Estoy seguro de que será así, señor Ramsbottom —accedió Hornblower.
Era bastante probable. Los buques de guerra estaban demasiado llenos de cañones y suministros bélicos, hasta el límite de la estabilidad y la resistencia humanas, de modo que una moderada reducción del peso podía procurar unos resultados muy importantes en cuanto a comodidad y manejabilidad.
—Me produciría el mayor placer —continuó el señor Ramsbottom— si pudiera convencer a vuestra señoría de que me visite a bordo. Sería un verdadero honor, y gratificaría muchísimo a mi tripulación. ¿Podría persuadir incluso a vuestra señoría para que cenase conmigo?
—Podemos discutirlo después de que cene usted conmigo, señor Ramsbottom —replicó Hornblower, recordando sus modales y su obligación de invitar a cenar a cualquier persona que llevase una presentación adecuada.
—Es usted muy amable, milord —dijo Ramsbottom—. Por supuesto, debo presentar mis cartas a su excelencia en la primera oportunidad que tenga.
La sonrisa de Ramsbottom, al decir esto, estaba llena de encanto, de comprensión y de tolerancia hacia las normas de la etiqueta social. Todos los visitantes de Jamaica normalmente estaban obligados a presentar sus respetos al gobernador en primer lugar, pero Ramsbottom no era un visitante corriente; como capitán de un buque, su primera visita debía realizarla a las autoridades navales, a Hornblower, de hecho. Un punto trivial, tal como indicaba su sonrisa, pero, debiendo respetar la etiqueta, había que dedicar una atención estricta a los puntos triviales.
Cuando Ramsbottom se despidió, había causado muy buena impresión al remiso Hornblower. Había hablado con gran inteligencia sobre barcos y mares, tenía unos modales agradables y naturales, y no se parecía en absoluto a lord Byron, quien probablemente era el principal responsable de la moda de los viajes en barco entre los ricos. Hornblower incluso estaba dispuesto a perdonarle que se hubiera «ganado una pequeña porción» del corazón de Bárbara. Y en el curso de la estancia del joven en Jamaica, que duró varios días, Hornblower llegó a apreciarlo de verdad, especialmente después de perder dos libras contra él en una reñida partida de whist, y luego haberle ganado diez libras en la revancha, en otra partida, cuando Ramsbottom tuvo, según él mismo confesó, una racha de mala suerte. La sociedad de Jamaica dio a Ramsbottom una cálida bienvenida; hasta el gobernador le miraba aprobadoramente, y la esposa del gobernador, lady Hooper, no cesaba en sus alabanzas de los excelentes modales y el carácter amable del joven.
—No habría esperado tal cosa del hijo de un fabricante de Bradford —decía Hooper, a regañadientes.
—¿Va a cenar a bordo del Bride of Abydos, señor? —preguntó Hornblower.
—Sí, voy allí a cenar —respondió Hooper, a quien le gustaba mucho comer—, pero viendo que sólo se trata de un yate, tengo pocas esperanzas en cuanto a la comida.
Hornblower llegó temprano a bordo, siguiendo la sugerencia de Ramsbottom, para así tener tiempo de inspeccionar el buque. Fue recibido según los usos de la Armada, con la guardia a ambos lados y un largo pitido de los silbatos de los contramaestres, mientras subía a bordo. Miró con gran atención a su alrededor, estrechando la mano de Ramsbottom. No hubiera dicho nunca que no se hallase en un buque de su majestad, al repasar la resplandeciente cubierta, los cabos enroscados en perfecta armonía, la brillante panoplia de picas y machetes contra el mamparo, el latón resplandeciente a la luz del sol, y la tripulación disciplinada y ordenada con sus suéteres azules y sus pantalones blancos.
—¿Me permite que le presente a mis oficiales, milord? —preguntó Ramsbottom.
Eran dos tenientes a media paga, hombres encallecidos. Mientras Hornblower les estrechaba la mano, se dijo que si no hubiera sido por media docena de golpes de buena suerte, él mismo podía ser todavía teniente, quizá trampeando a media paga, sirviendo en el yate de un hombre rico. Mientras Ramsbottom le conducía a proa, reconoció a uno de los hombres que estaban firmes junto a un cañón.
—Usted estaba conmigo en el Renown, allá por 1800 —le dijo.
—Sí, señor, milord, allí estuve, señor —el hombre sonrió complacido y algo incómodo, estrechando con timidez la mano tendida de Hornblower—. Y Charlie Kemp, ahí, milord, también estuvo con usted en el Báltico. Y Bill Cummings, arriba, en el castillo de proa, era vigía de trinquete en la Lydia y dio la vuelta al cabo de Hornos con usted, milord.
—Me alegro mucho de verles a todos de nuevo —dijo Hornblower. Y era verdad, pero también se alegraba mucho de no haberse visto en la necesidad de tener que recordar los nombres. Siguió adelante.
—Al parecer, tiene usted una tripulación procedente de la Armada, señor Ramsbottom —observó.
—Sí, milord. Casi todos son hombres de buques de guerra.
En aquellos años de paz y crisis, resultaba bastante fácil reclutar una tripulación, pensó Hornblower. Se podía considerar que Ramsbottom estaba llevando a cabo un servicio público al proporcionar empleo fácil a aquellos hombres, que tan bien habían servido a su país. Escuchando las órdenes, mientras la tripulación volvía a sus puestos, Hornblower no pudo evitar una sonrisa. Era una moda bastante inofensiva, le pareció, que Ramsbottom tuviera el capricho de jugar a mandar un buque de guerra.
—Tiene usted un buque muy eficiente y una tripulación muy bien preparada, señor Ramsbottom —dijo.
—Es un placer oír decir eso a vuestra señoría.
—¿Usted no había estado nunca en el ejército?
—No, milord.
Todavía resultaba sorprendente, en cierto modo, el hecho de encontrar en 1821 hombres adultos, incluso cabezas de familia, que sin embargo eran demasiado jóvenes para haber servido en las guerras que devastaron el mundo durante una generación entera. Hornblower se sintió como si tuviese cien años.
—Aquí vienen los demás invitados, milord, si me perdona.
Dos terratenientes (Hough y Doggart) y luego el presidente del Tribunal de la isla. Así que con la llegada del gobernador, la cena sería para seis personas, tres oficiales y tres civiles. Se reunieron todos bajo el toldo que, tendido a lo largo del botalón principal, daba sombra al alcázar, y contemplaron el recibimiento de su excelencia.
—¿Cree que la cena se atendrá a toda la ceremonia? —preguntó Doggart.
—El sobrecargo de Ramsbottom compró dos toneladas de hielo ayer —dijo Hough.
—A seis peniques la libra, eso promete —comentó Doggart.
Jamaica era el centro de un pequeño comercio de hielo, traído desde Nueva Inglaterra en rápidas goletas. Cortado y almacenado en lugares bien protegidos durante el invierno, se llevaba a toda prisa al Caribe aislado con un embalaje de serrín. En pleno verano, alcanzaba unos precios exorbitados. Hornblower estaba muy interesado. Todavía le interesaba más, sin embargo, la vista de un marinero que estaba abajo en el combés, dando vueltas sin parar a una manivela. No parecía un trabajo muy duro, aunque no admitía tregua. No se le ocurría por nada del mundo qué función podía jugar aquella manivela en la vida del barco. Los invitados hicieron las reverencias de rigor a su excelencia, y ante su sugerencia, se sentaron en unas cómodas sillas. Apareció de inmediato un mayordomo con unas copas de jerez.
—¡Excelente, a fe mía! —exclamó el gobernador, después de probar un sorbo con cautela—. No es uno de esos olorosos malos, uno de esos pegajosos jereces oscuros y dulzones…
En virtud de la sangre real que corría por sus venas, así como de su posición, el gobernador podía hacer comentarios que hubiesen resultado algo rudos en otras personas. Pero el jerez era realmente delicioso: pálido, seco, de un sabor y un bouquet delicadísimos, frío, pero no helado. Un nuevo sonido atrajo la atención de Hornblower, y éste se volvió y miró hacia delante. A los pies del palo mayor había aparecido una pequeña orquesta con varios instrumentos de cuerda, cuyos nombres nunca se había molestado en aprender, excepto el violín. Si no hubiera sido por la intrusión de aquella horrible música, hubiese resultado delicioso estar allí sentado, debajo del toldo, en la cubierta de un buque bien aprovisionado, con la brisa del mar empezando a soplar y bebiendo aquel jerez excelente. El gobernador hizo un pequeño gesto que le procuró al momento una nueva copa.
—¡Ah! —exclamó el gobernador—. Tiene usted una magnífica orquesta, señor Ramsbottom.
Era bien sabido que la familia real había heredado el gusto por la música.
—Debo darle las gracias a su excelencia —dijo Ramsbottom, y volvieron a llenarse las copas de nuevo, y luego el anfitrión se volvió y murmuró unas palabras al mayordomo—. Excelencia, milord, caballeros, la cena está servida.
Bajaron en fila hacia el tambucho. Aparentemente, en la popa del buque se habían eliminado todos los mamparos para dejar espacio a un camarote amplio, aunque de bajo techo. Las carronadas de cada lado daban una discordante nota bélica a aquella escena llena de lujo, porque había flores por todas partes y en el centro estaba puesta la mesa, cubierta por un mantel de lino blanquísimo. En las escotillas, unos cortavientos ayudaban a detener los vientos alisios e impedir que entrasen en el camarote, que, bajo la doble sombra del toldo y de la cubierta, estaba agradablemente fresco, pero los ojos de Hornblower captaron al momento un par de objetos extraños, como ruedecillas, introducidas en dos escotillas y que giraban sin parar. Entonces supo por qué el marinero estaba dando vueltas a aquella manivela en el combés. Hacía girar aquellas dos ruedas, que por algún ingenioso mecanismo impulsaban corrientes de aire del exterior al interior del camarote actuando como unas aspas de molino, pero en el sentido opuesto.
Sentados a la mesa, siguiendo la cortés indicación de su anfitrión, los invitados esperaban que les sirvieran la cena. Hizo su aparición el primer plato: dos grandes bandejas, colocadas en unas bandejas todavía mayores, llenas de hielo picado. Las bandejas interiores contenían una sustancia oscura y granulosa.
—¡Caviar! —exclamó su excelencia, sirviéndose generosamente después de lanzar una primera y asombrada mirada.
—Espero que sea de su agrado, señor —dijo Ramsbottom—. Y le aconsejo que lo acompañe con un poco de vodka. Así es como se sirve en la mesa imperial rusa.
La conversación referente al caviar y al vodka ocupó la atención de todos durante el primer plato. La última vez que Hornblower había probado aquella combinación fue durante la defensa de Riga, en 1812; la experiencia le permitió añadir algún comentario a la conversación. Hizo su aparición el siguiente plato.
—Caballeros, ya estarán acostumbrados a este plato —dijo Ramsbottom—, pero no tengo que disculparme por ello. Creo que es una de las mayores exquisiteces de las islas.
Era pez volador.
—Ciertamente, no tiene por qué disculparse cuando se sirve así —comentó su excelencia—. Su chef de cuisine debe de ser un hombre de gran talento.
La salsa que acompañaba el plato tenía un toque de mostaza.
—¿Vino blanco o champán, milord? —murmuró una voz al oído de Hornblower. Hornblower ya había oído al gobernador responder a la misma pregunta diciendo: «probaré primero el vino». El champán era seco y de una delicadeza traicionera, y un compañero ideal para aquella comida. Los grandes sibaritas de la antigüedad, Nerón, Vitelo o Lúculo, nunca habían llegado a saber lo que era acompañar el pez volador de champán.
—Pronto vivirá usted en unas condiciones muy distintas de éstas, Hornblower —dijo su excelencia.
—No lo dudo, señor.
Ramsbottom, entre ellos, les dirigió una cortés e inquisitiva mirada.
—¿Su señoría se va a hacer a la mar?
—La semana que viene —replicó Hornblower—. Voy a llevar mi escuadrón a alta mar para realizar unos ejercicios, antes de que llegue la estación de los huracanes.
—Por supuesto, eso es muy necesario para mantener el nivel de eficiencia —estuvo de acuerdo Ramsbottom—. ¿Y durarán mucho esos ejercicios?
—Un par de semanas o más —dijo Hornblower—. Tengo que hacer que todos los hombres se acostumbren al trabajo duro, el cerdo salado y el agua de barril.
—Y usted mismo también —soltó una risita el gobernador.
—Yo mismo también —aceptó Hornblower, pesaroso.
—¿Y se llevará todo el escuadrón completo, milord? —preguntó Ramsbottom.
—Todos los que pueda. Les haré trabajar duro, y no haré excepciones.
—Una buena norma, diría yo —comentó Ramsbottom.
El plato que vino a continuación del pez volador era una sopa india con curry, adaptada a los paladares de las Indias Occidentales.
—¡Muy buena! —fue el breve comentario del gobernador, después de probar la primera cucharada.
El champán volvió a correr, y la conversación se fue haciendo más vivaz cada vez. Ramsbottom, hábilmente, la fue avivando también.
—¿Qué noticias tenemos de tierra adentro, señor? —le preguntó al gobernador—. Ese hombre, Bolívar… ¿está haciendo algún progreso?
—Está luchando —respondió el gobernador—. Pero España se apresura a mandar refuerzos, mientras lo permitan sus propios problemas. El gobierno de Caracas espera su llegada dentro de poco, creo. Entonces podrán conquistar las llanuras y expulsarle de nuevo. ¿Sabe que estuvo refugiado aquí, en esta misma isla, hace unos años?
—¿Ah, sí, señor?
Todos los invitados se mostraron muy interesados en la desesperada guerra civil que se estaba luchando tierra adentro. Masacres y crímenes, heroísmo ciego y sacrificio ferviente, lealtad al rey y sed de independencia… todo eso se podía encontrar en Venezuela. La guerra y la pestilencia estaban devastando las fértiles llanuras y despoblando las grandes ciudades.
—¿Y cómo resistirán los españoles, ahora que Maracaibo se ha sublevado, Hornblower? —preguntó el gobernador.
—No se trata de ninguna pérdida grave, señor. Mientras puedan seguir usando La Guaira, su comunicación con el mar sigue abierta… las carreteras son tan malas que Caracas siempre había usado La Guaira para mantener el contacto con el mundo exterior; sólo se trata de un fondeadero abierto, pero proporciona buen anclaje.
—¿Es que se ha sublevado Maracaibo, excelencia? —preguntó Ramsbottom, gentilmente.
—Han llegado esta mañana las noticias. Bolívar podrá ponerse una medalla, después de sus recientes derrotas. Su ejército empezaba a desanimarse.
—¿Su ejército, señor? —el que hablaba era el presidente del Tribunal—. La mitad de esos hombres son de la infantería británica.
Hornblower sabía que aquello era verdad. Los veteranos británicos formaban la espina dorsal del ejército de Bolívar. Los llaneros (hombres de las llanuras de Venezuela) le proporcionaban una brillante caballería, pero no tenían el material humano necesario para una conquista permanente.
—Hasta la infantería británica se puede desanimar, si la causa es desesperada —dijo el gobernador, con solemnidad—. Los españoles controlan la mayor parte de la costa… pregúntele al almirante, aquí.
—Es cierto —aseveró Hornblower—. Se lo han puesto duro a los corsarios de Bolívar.
—Espero que no se aventure usted en medio de toda esa agitación, señor Ramsbottom —dijo el gobernador.
—Si lo hace, le despacharán a usted en seguida —añadió el presidente del Tribunal. —Esos hispanos no toleran las interferencias. Le cogerán y languidecerá en una prisión española durante años, antes de que podamos arrancarle a usted de las garras del rey Fernando. A menos que unas fiebres, en la cárcel, no acaben con usted antes. O que no le cuelguen por pirata…
—Ciertamente, no tengo intención alguna de aventurarme tierra adentro —dijo Ramsbottom—. Al menos mientras continúe esta guerra. Es una lástima, porque Venezuela era el país de mi madre, y me encantaría poder visitarlo.
—¿El país de su madre, señor Ramsbottom? —exclamó el gobernador.
—Sí, señor. Mi madre era una dama venezolana. Por eso me llamo Carlos Ramsbottom y Santoña.
—Qué interesante —observó el gobernador.
Y mucho más grotesco que Horatio Hornblower. Resultaba significativo para el interés mundial del comercio británico que un fabricante de lanas de Bradford tuviese una madre venezolana. En cualquier caso, aquello explicaba el color moreno, casi negro, de las hermosas facciones de Ramsbottom.
—Puedo esperar perfectamente a que se establezca la paz, de una forma u otra —dijo Ramsbottom, despreocupadamente—. Habrá otros viajes. Mientras tanto, señor, permítame que atraiga su atención hacia este plato.
El plato principal acababa de llegar a la mesa: pollos asados y una pierna de cerdo, así como el plato que señalaba Ramsbottom. Lo que se encontraba en el interior quedaba oculto por unos huevos escalfados que cubrían toda la superficie.
—¿Un plato casero? —preguntó el gobernador, dubitativo. Su tono indicaba que llegados a aquel punto de la comida, prefería un asado bien sustancioso.
—Por favor, pruébelo, señor —dijo Ramsbottom, persuasivamente.
El gobernador se sirvió y lo probó cautelosamente. —Bastante bueno— dijo—. ¿Qué es?
—Ragú de buey en conserva —respondió Ramsbottom—. ¿Puedo aconsejarles que lo prueben, caballeros? ¿Milord?
Al menos era algo nuevo; no se parecía a nada que hubiese probado Hornblower anteriormente… desde luego, no tenía nada que ver con el buey en salmuera que llevaba comiendo veinte años.
—Delicioso —dijo Hornblower—. ¿Cómo está conservado?
Ramsbottom hizo un gesto al camarero que esperaba y éste trajo una caja cuadrada, aparentemente de hierro, y la colocó encima de la mesa. Hornblower la sopesó y vio que pesaba mucho.
—El cristal también sirve —explicó Ramsbottom—, pero no es tan adecuado a bordo de un barco.
El camarero ya estaba trabajando en torno a la caja de hierro con un cuchillo afilado. Cortó el borde, apartó la tapa y ofreció el contenido para que lo inspeccionaran.
—Es una lata de conservas —empezó a explicar Ramsbottom—, sellada a una alta temperatura. Me atrevo a sugerir que este nuevo método constituirá una diferencia notable para el suministro de comida a bordo de los barcos. Este buey se puede comer frío, sacándolo directamente de la lata, o bien se puede picar, tal como lo tienen aquí.
—¿Y los huevos escalfados?
—Eso ha sido una inspiración de mi cocinero, señor.
Los comentarios sobre aquel nuevo invento (y sobre el excelente Borgoña, servido con aquel plato) distrajeron la atención de los problemas de Venezuela, e incluso de la madre venezolana de Ramsbottom. La conversación se generalizó y se disgregó un tanto, a medida que iba fluyendo el vino. Hornblower había bebido tanto como deseaba, y, con su habitual disgusto del exceso, se contuvo y no bebió más. Resultaba curioso ver que Ramsbottom se mantenía también sobrio, frío y con la voz tranquila, mientras que las otras caras se iban poniendo cada vez más rojas, y en el camarote resonaban los brindis ruidosos y las ráfagas de canciones incoherentes. Hornblower adivinó que su anfitrión encontraba aquella velada tan tediosa como él mismo. Se alegró cuando al final su excelencia se levantó, apoyándose en la mesa, para despedirse.
—Una cena condenadamente buena —dijo—. Y usted es un anfitrión condenadamente bueno también, Ramsbottom. Ojalá hubiese más como usted.
Hornblower le estrechó la mano.
—Le agradezco mucho que haya venido, milord —dijo Ramsbottom, Lamento tener que aprovechar esta oportunidad para despedirme de vuestra señoría.
—¿Se va a hacer a la mar pronto?
—Dentro de un par de días, espero, milord. Confío en que encontrará satisfactorios los ejercicios con su escuadrón.
—Muchas gracias. ¿Adónde se dirige usted ahora? —Daré la vuelta hacia el canal de Barlovento, milord. Quizá vea algo de las Bahamas.
—Tenga cuidado al navegar por allí. Le deseo muy buena suerte y un viaje agradable. Le escribiré a mi mujer y le hablaré de su visita.
—Por favor, transmítale a lady Hornblower mis mejores deseos y mis respetos, milord.
Los buenos modales de Ramsbottom persistían hasta el final; se acordó de devolver sus tarjetas «Pour prendre congé» antes de irse, y las madres de jóvenes casaderas lamentaron mucho su partida. Hornblower vio la Bride of Abydos dirigirse hacia el este al amanecer y dar la vuelta en torno a Morant Point, con la brisa de tierra, y luego se olvidó de ella con todo el trajín de sacar a su escuadrón al mar para ejercitarlo.
Nunca dejaba de esbozar una irónica sonrisa cuando miraba a su alrededor, a los «buques y naves de su majestad en las Indias Occidentales» bajo su mando. En tiempos de guerra aquélla habría sido una escuadra poderosa; ahora, tenía sólo tres fragatas pequeñas y una variopinta colección de bergantines y goletas. Pero servirían para su propósito; según sus planes, las fragatas se convertirían en buques de tres cubiertas y los bergantines en setenta y cuatros, y las goletas en fragatas. Tenía una vanguardia, un centro y una retaguardia. Iba avanzando en formación, dispuesto para encontrarse con el enemigo, y las ásperas reprimendas volaban en sus drizas de señales cuando algún buque no conseguía mantener su posición; ordenaba zafarrancho de combate y luego les hacía colocarse por divisiones en línea para el combate. Luego viraba para doblar la imaginaria línea enemiga. En medio de la oscuridad total, hacía encender bengalas con la señal «enemigo a la vista», de modo que un puñado de capitanes y mil marineros salían precipitadamente de sus lechos para enfrentarse a aquel enemigo inexistente.
Sin advertencia alguna, hacía izar una señal poniendo a los tenientes más jóvenes al mando de sus respectivos buques, y luego se enfrascaba en intrincadas maniobras calculadas para poner blancos de ansiedad a los ansiosos capitanes, que miraban impotentes… pero aquellos jóvenes tenientes algún día podían dirigir buques de línea en una batalla de la cual podía depender el destino de Inglaterra, y era necesario templar sus nervios y acostumbrarles a manejar barcos en situaciones peligrosas. En medio del entrenamiento de navegación, lanzaba la señal de «Fuego en buque insignia. Aléjense todas las naves». Hacía que unos destacamentos de desembarco atacaran baterías inexistentes en algún indefenso y deshabitado cayo, y luego inspeccionaba aquellos destacamentos, una vez estaban en tierra, hasta el último pedernal de la última pistola, haciendo caso omiso con absoluta rigidez de cualquier excusa, de una forma que hacía rechinar los dientes a los hombres, exasperados. Obligaba a sus capitanes a planear y ejecutar expediciones de interceptación, y comentaba mordaz los arreglos para la defensa y los métodos de ataque. Colocaba sus buques en parejas para que lucharan duelos individuales, avistando cada uno al otro en el horizonte y aproximándose, dispuestos para lanzar la vital andanada de abertura. Tomaba ventaja de las encalmadas para hacer que sus hombres fueran a remolque e intentaran desesperadamente adelantar al barco que tenían delante. Hacía trabajar a sus tripulaciones hasta que estaban a punto de desmayarse, y luego buscaba nuevas tareas para ellos, para probar que todavía podían hacer algún esfuerzo más, de manera que no se podía asegurar si se mencionaba más a menudo al «viejo Horny» entre maldiciones que con admiración.
El escuadrón que Hornblower condujo de vuelta a Kingston estaba muy curtido, pero mientras la Clorinda todavía estaba entrando en el puerto, llegó un bote a su costado con un edecán del gobernador a bordo que llevaba una nota para Hornblower.
—Sir Thomas, ¿tiene la amabilidad de solicitar mi bote? —preguntó Hornblower.
Al parecer tenían que apresurarse mucho, porque la nota de la residencia del Gobernador decía, brevemente:
Milord,
Es necesario que Su Señoría acuda aquí lo más pronto posible para ofrecer una explicación respecto a la situación en Venezuela. Por tanto se requiere a Su Señoría que se presente de inmediato ante mí.
AUGUSTUS HOOPER, Gobernador
Hornblower, naturalmente, no tenía ni idea de lo que ocurría en Venezuela desde hacía dos semanas o más. Seguía sin tenerla cuando el carruaje le condujo a la residencia del Gobernador a buen paso, y en cualquier caso, aunque lo hubiese intentado, jamás habría conseguido acercarse ni de lejos a la verdad.
—¿Qué es todo esto, Hornblower? —fueron las primeras palabras que le dirigió el gobernador—. ¿Qué autoridad tiene usted para establecer un bloqueo en la costa de Venezuela? ¿Por qué no se me informó?
—No he hecho nada semejante —replicó Hornblower, indignado.
—Pero… maldita sea, hombre, tengo las pruebas aquí. Tengo a los holandeses y los españoles y a la mitad de las naciones de la Tierra aquí, todas protestando por eso.
—Le aseguro, señor, que no he tomado acción alguna en la costa de Venezuela. No me he acercado ni a quinientas millas de ella.
—Entonces, ¿qué significa esto? —gritó el gobernador—. ¡Mire!
Le tendió unos documentos con una mano y con la otra los golpeó indignado, de modo que a Hornblower le costó lo suyo arrebatárselos. Hornblower también estaba perplejo; a medida que iba leyendo, se iba quedando cada vez más asombrado. Uno de los documentos era un despacho oficial en francés, procedente del gobernador holandés de Curaçao; el otro era más extenso y más claro, y lo leyó primero. Era una hoja grande de papel con una escritura muy clara.
Empezaba así:
Hemos recibido orden por parte de los Lores Comisarios de ejecutar el despacho del Gran Lord Almirante del Muy Honorable Vizconde de Castlereagh, uno de los Principales Secretarios de Estado de su Majestad, concerniente a la necesidad de establecer un Bloqueo de la Costa del Dominio de Su Católica Majestad en Venezuela, y de las Islas pertenecientes al Dominio de Su Majestad el Rey de los Países Bajos, a saber: Curaçao, Aruba y Bonaire.
Por tanto yo, Horatio Hornblower, caballero y Gran Cruz de la Muy Honorable Orden de Bath, Contraalmirante del Escuadrón Blanco, al mando de los buques de Su Majestad Británica en aguas de las Indias Occidentales, Por la presente proclamo que La Costa del Continente de Sudamérica, desde Cartagena a la Boca del Dragón y Las Islas Holandesas antedichas de Curaçao, Aruba y Bonaire se hallan ahora en estado de bloqueo, y que cualquier buque de cualquier descripción, ya lleve material de guerra o no, que intente entrar en cualquier puerto, bahía o fondeadero, dentro del territorio definido, o que ronde con la intención de entrar en cualquier puerto, bahía o fondeadero, será abordado y enviado ante los tribunales bajo la Corte del Almirantazgo de Su Británica Majestad y será condenado y tomado como presa sin compensación para los propietarios, dueños de la carga, fletadores, capitán o tripulación.
Extendido bajo mi mano el primer día de junio de 1821
HORNBLOWER, Contraalmirante
Después de leer este primer documento, Hornblower pudo echar una segunda ojeada al otro. Era una vigorosa protesta del embajador holandés en Curaçao pidiendo explicaciones, disculpas, la retirada inmediata del bloqueo y una compensación ejemplar. Hornblower miró asombrado a Hooper.
—La forma es legal —dijo, refiriéndose a la proclama—, pero yo no la he firmado. Ésa no es mi firma.
—¿Entonces…? —farfulló Hooper—. Pensaba que actuaba usted siguiendo órdenes secretas de Londres.
—Por supuesto que no, señor —Hornblower miró a Hooper durante un largo rato antes de ocurrírsele de pronto la explicación—. ¡Ramsbottom!
—¿Qué quiere decir?
—Se hace pasar por mí, o al menos por uno de mis oficiales. ¿Está por aquí el funcionario holandés que ha traído esto?
—Espera en la habitación de al lado. También está con él un español que ha llegado en un barco de pesca de Morillo, desde La Guaira.
—¿Puede decirles que entren, señor?
El holandés y el español estaban muy indignados, y no se aplacaron en absoluto al presentarles al almirante responsable, para ellos, de sus problemas. El holandés hablaba un inglés fluido, y fue a él a quien se dirigió Hornblower en primer lugar.
—¿Cómo le entregaron a usted esta proclama? —preguntó.
—Uno de sus barcos. Uno de sus oficiales.
—¿Qué barco?
—El bergantín Desperate.
—No tengo ningún barco con ese nombre. Ni hay ninguno en la lista de la armada. ¿Y quién se lo dio?
—El capitán.
—¿Quién era? ¿Qué aspecto tenía?
—Era un oficial. Un comandante, con charreteras.
—¿Con uniforme?
—Con uniforme completo.
—¿Joven? ¿Viejo?
—Muy joven.
—¿Bajito? ¿Delgado? ¿Guapo?
—Sí.
Hornblower intercambió una mirada con Hooper.
—Y ese bergantín, el Desperate… ¿Es un buque de unas ciento setenta toneladas, bauprés muy bajo, palo mayor muy a popa?
—Sí.
—Eso lo explica todo, señor —dijo Hornblower a Hooper, y al holandés—: Le han engañado, señor, siento mucho decirlo. Ese hombre era un impostor. Esta proclama no es más que una falsificación.
El holandés dio una patada en el suelo, irritado. Durante unos momentos no encontró la forma de expresarse en una lengua extranjera. Finalmente, farfullando, consiguió pronunciar un nombre, que repitió hasta que resultó comprensible.
—¡El Helmond! ¡El Helmond!
—¿Qué es el Helmond, señor? —preguntó Hornblower.
—Uno de nuestros buques. Su barco, ese Desperate, lo capturó.
—¿Un barco valioso?
—Llevaba a bordo cañones para el ejército español. Dos baterías de artillería de campo, cañones, cureñas, munición, todo.
—¡Piratas! —exclamó Hooper.
—Parece ser —dijo Hornblower.
El oficial español esperaba con impaciencia, al parecer entendiendo sólo a medias la conversación en inglés. Hornblower se volvió hacia él y, después de intentar desesperadamente recordar su olvidado español, se lanzó a una explicación vacilante. El oficial replicó locuazmente, tanto que más de una vez tuvo que pedirle que hablase más despacio. Ramsbottom había ido navegando hasta La Guaira y había llevado su preciosa proclama con él. Ante la menor señal de que la Armada británica iba a establecer un bloqueo, ningún barco se había atrevido a moverse en la costa sudamericana, excepto el Helmond. Se necesitaba mucho su carga. Bolívar estaba marchando sobre Caracas; la batalla, de la cual dependía todo el control español de Venezuela, era inminente. Morillo y el ejército español necesitaban artillería. Ahora no sólo les habían dejado en la indigencia, sino que se podía dar por cierto que aquellos cañones, aquellas dos baterías de artillería de campo, estaban en manos de Bolívar. El oficial español se retorcía las manos, desesperado.
Hornblower tradujo brevemente a beneficio del gobernador, y Hooper meneó la cabeza, solidario.
—Bolívar tiene esos cañones. No hay duda de ello. Caballeros, lamento muchísimo lo que ha ocurrido. Pero tengo que hacerles constar que el gobierno de su majestad no asume ninguna responsabilidad por ello. Si sus superiores no tomaron medida alguna para detectar a ese impostor…
Aquello produjo una nueva explosión. El gobierno británico era el que debía asegurarse de que ningún impostor vistiera su uniforme, ni fingiera ser oficial a su servicio. Hooper tuvo que emplear toda su diplomacia para tranquilizar a los furiosos funcionarios.
—Si me permiten discutir este tema con el almirante, caballeros, quizá lleguemos a alguna conclusión satisfactoria.
A solas de nuevo con el gobernador, Hornblower luchó por contener una sonrisa. Nunca había conseguido vencer del todo su tendencia a la risa durante una crisis. Había algo divertido en el hecho de pensar que un tricornio y unas charreteras podían cambiar el curso de una guerra; era un tributo al poder de la Armada que un simple y pequeño buque pudiera ejercer una presión tan inmensa.
—¡Ramsbottom y su madre venezolana! —exclamó Hooper—. No sólo es piratería, también es alta traición. Tenemos que colgarle.
—Hum —carraspeó Hornblower—. Probablemente lleva una patente de corso de Bolívar.
—Pero ¿hacerse pasar por un oficial británico? ¿Falsificar documentos oficiales?
—Es un ardid de guerra. Un oficial americano engañó a las autoridades portuguesas en Brasil de una forma muy parecida en 1812.
—He oído comentar también algunas cosas de usted —añadió Hooper, con una sonrisa.
—Sin duda, señor. En la guerra, una parte beligerante que se cree lo que le dicen es idiota.
—Pero nosotros no somos beligerantes.
—No, señor. Pero tampoco hemos sufrido ninguna pérdida. Los holandeses y los españoles no pueden echarle la culpa a nadie más que a sí mismos.
—Pero Ramsbottom es un súbdito de su majestad.
—Cierto, señor. Pero si ostenta una patente de Bolívar, puede hacer cosas como oficial de las fuerzas revolucionarias que no podría hacer como persona privada.
—¿Quiere sugerir acaso que debemos permitirle que continúe con ese bloqueo? ¡Bobadas, hombre!
—Por supuesto que no, señor. Le arrestaré y haré que lleven su barco ante los tribunales a la menor oportunidad. Pero una potencia amistosa le ha preguntado a usted, señor, representante de su majestad, si ha instituido o no un bloqueo. Usted debe hacer todo lo que esté en su poder para demostrar la verdad.
—Ahora, por fin está hablando usted como un hombre sensato. Debemos enviar recado en seguida a Curaçao y a Caracas. Ése será su deber inmediato. Será mejor que vaya en persona.
—Sí, señor. Partiré en cuanto se levante la brisa de tierra. ¿Tiene más instrucciones para mí, señor?
—Ninguna. Lo que ocurra en alta mar es asunto suyo, no mío. Responderá usted ante el gabinete, a través del Almirantazgo. No le envidio a usted, francamente.
—Sin duda sobreviviré, señor. Navegaré hacia La Guaira, y enviaré otro buque a Curaçao. Quizá si su excelencia pudiera escribir unas réplicas oficiales a las peticiones que le han dirigido, estarían ya listas para cuando yo zarpase.
—Las redactaré ahora mismo —el gobernador no pudo reprimir un estallido de cólera más—. ¡Ese Ramsbottom… y su buey en conserva y su caviar!
—Ha dado un gallo y ha recibido un caballo, excelencia —dijo Hornblower.
Así que lo que ocurrió es que la tripulación de la Clorinda no pasó la noche de juerga en Kingston, tal y como habían esperado. En lugar de ello, trabajaron hasta el amanecer cargando suministros y agua, tan duro que no les quedó ni un momento de respiro para maldecir al almirante que les estaba haciendo aquello. Con la primerísima luz del alba, remolcaron lentamente su buque con la ayuda de los débiles soplos de brisa de tierra, y la Clorinda, con el gallardete de almirante alzado en el palo de mesana, se dirigió a todo ceñir hacia el sudeste, en su viaje de mil millas hacia La Guaira. A bordo iba el brigadier-general don Manuel Ruiz, el representante de Morillo, a quien Hornblower había ofrecido llevar de vuelta a su cuartel general. El hombre estaba ansioso por volver y poner fin al bloqueo de Ramsbottom. Estaba claro que las fuerzas reales en Venezuela recibían una gran presión. Durante el viaje, no pensaba en otra cosa. La hermosa puesta de sol para él sólo significaba que había pasado otro día sin haber llegado a su destino. La forma gallarda en que la Clorinda mantenía su curso, ciñendo, capeando las largas olas que emitían chorros de espuma, no provocaba en él fascinación alguna, porque no corría como el viento, a una velocidad vertiginosa. Al mediodía de cada día, cuando se tomaba la posición del buque sobre las cartas, miraba largamente, con desesperación, estimando a ojo la siguiente distancia que debían recorrer. No tenía la experiencia marítima suficiente para haberse resignado a la influencia de las fuerzas que están por encima del control humano. Cuando el viento soplaba del sur y en contra, como llevaba dos días haciendo, estaba a punto de acusar a Hornblower de estar conchabado con sus enemigos, y no hacía ningún esfuerzo por comprender las explicaciones tranquilizadoras de Hornblower en el sentido de que ciñendo por estribor, como se veía obligado a hacer la Clorinda, estaban tomando buen rumbo, cosa que podía resultar muy valiosa en posibles eventualidades futuras. También se sentía contrariado por la precaución con la que el capitán Fell hacía que la Clorinda arrizara velas mientras llegaban a la peligrosa proximidad de Cayo Grande, y al amanecer del día siguiente trepó por los obenques del palo de trinquete todo lo alto que se atrevió, buscando el primer atisbo de las montañas de Venezuela… y aun así, no reconoció como tierra la raya azul que vio.
Antes de que soltaran el ancla llegó un bote hasta ellos, y hubo un conciliábulo en el alcázar de la Clorinda entre Ruiz y el funcionario que había llegado a bordo.
—Mi general está en Carabobo —dijo Ruiz a Hornblower—. Se va a librar una batalla. Bolívar está marchando hacia Puerto Cabello, y mi general lleva al ejército para que se encuentre con él.
—¿Y qué hay de Ramsbottom y su buque?
Ruiz requirió más información del recién llegado.
—Cerca de Puerto Cabello.
Era el lugar más probable, por supuesto, a un centenar de millas o menos hacia el oeste, un fondeadero donde se podrían desembarcar suministros con toda probabilidad, y una situación ideal para interceptar todas las comunicaciones entre Curaçao y La Guaira.
—Entonces me dirigiré hacia Puerto Cabello —dijo Hornblower—. Puede acompañarme si lo desea, don Manuel. El viento es bueno y podré desembarcarle allí más rápido de lo que le llevaría un caballo.
Ruiz dudó un momento; sabía mucho de caballos, pero lo ignoraba todo de los barcos. Sin embargo, la ventaja era tan obvia que acabó por aceptar.
—Muy bien, entonces —dijo Hornblower—. Sir Thomas, izaremos de nuevo el ancla, si es usted tan amable. Ponga rumbo a Puerto Cabello.
Ahora, la Clorinda tenía el lozano viento alisio en la aleta, su mejor cuarta de navegación. Llevaba desplegadas las alas y hasta el último centímetro de lona, y parecía volar. Un caballo a pleno galope a lo mejor iba más rápido, pero ningún caballo podía hacer lo que la Clorinda y mantener aquel espléndido ritmo hora tras hora, ni tampoco podía alcanzar su máxima velocidad por aquellos senderos de montaña de los Andes marítimos. Sin embargo, naturalmente, ninguna velocidad, por mucha que fuera, podía satisfacer a Ruiz. Con el catalejo pegado al ojo, éste contemplaba la costa distante mientras iba pasando ante él, hasta que el ojo, cansado, casi se le quedó ciego, y luego empezó a pasear arriba y abajo por el alcázar, con el sudor deslizándose a regueros por su frente y mejillas a medida que el sol, en la perpendicular del mediodía, caía a plomo sobre él. Ruiz clavó sus ojos suspicaces en Hornblower, cuando la tripulación de la Clorinda subió a la arboladura para arrizar las velas.
—Vamos a llegar a la costa, general —explicó Hornblower, intentando tranquilizarle.
Los sondadores estaban ya en los cadenotes, y la Clorinda se dirigía hacia el fondeadero. Entre sus cánticos, Ruiz, de pronto, se volvió hacia Hornblower y se quedó rígido, escuchando otro sonido mucho más distante.
—¡Cañones! —exclamó.
Hornblower aguzó el oído. El sonido era débil, casi imperceptible, y luego se hizo el silencio, excepto por el rumor del buque que surcaba las aguas y el ruido que producían los preparativos para largar el ancla.
—Ordene «quietos» por un momento, por favor, sir Thomas.
Los sondadores interrumpieron su letanía al momento, y todos los marineros de la Clorinda se quedaron silenciosos, aunque el viento seguía jugando con el cordaje y el mar producía su incesante sonido. Se oyó una detonación muy distante y amortiguada. Otra. Dos más.
—Gracias, sir Thomas. Pueden seguir.
—¡Cañones! —repitió Ruiz, mirando desafiante a Hornblower—. Ya están luchando.
En algún lugar de las afueras de Puerto Cabello, realistas y republicanos estaban enzarzados en arduo combate. Pero ¿y esos cañones que habían oído? Podían ser muy bien los que llevaba el Helmond, ahora en manos de los insurgentes y disparando a sus propietarios legales. El hecho de que se usara la artillería indicaba que se trataba de una batalla en toda regla, y no una escaramuza menor. Allí se estaba decidiendo el destino de Venezuela. Ruiz golpeaba con el puño en la otra mano abierta.
—Sir, Thomas, por favor, prepare un bote para llevar a tierra al general sin dilación.
Mientras el bote se alejaba del costado de la Clorinda, Hornblower alzó la vista hacia el sol, intentando traer a su mente el mapa de la costa de Venezuela, y tomó al fin una decisión. Como siempre ocurría en las fuerzas armadas, un largo y aburrido intervalo precedía a un período de actividad. Cuando el bote volvió a toda velocidad, ya estaba dispuesto a dar la siguiente orden.
—¿Será tan amable de largar velas de nuevo, sir Thomas? Podemos continuar buscando a Ramsbottom hacia el oeste mientras dure la luz del día.
Resultaba deseable obtener cuanto antes noticias del resultado de la batalla, pero también era igualmente deseable, o quizá más todavía, echarle el guante a Ramsbottom lo antes posible. No le habían avistado entre La Guaira y Puerto Cabello. No podía haber avanzado mucho a lo largo de la costa. El sol ya iba descendiendo, deslumbrando a los vigías que vigilaban mientras la Clorinda seguía su rumbo a lo largo de la costa de la provincia de Carabobo. No demasiado lejos, ante ellos, la tierra se inclinaba abruptamente hacia el norte, hasta San Juan… una costa de sotavento. Resultaba curioso que Ramsbottom hubiese llegado tan lejos a sotavento, a menos que hubiera metido a sotavento deliberadamente para apartarse del camino, adivinando que su período de gracia estaba tocando a su fin.
—¡Ah de cubierta! —gritaba el vigía del mastelerillo de proa—. Hay algo en la amura de babor, a la vista. Justo por donde el sol. Pero puede ser un buque, señor. Los palos y vergas de un buque, señor, sin velas largadas.
Resultaba increíble que Ramsbottom hubiese anclado allí, en aquella peligrosa costa a sotavento. Pero en la guerra ocurren cosas increíbles. La Clorinda había aferrado sus alas hacía rato. Ahora, después de una orden de Fell y una actividad de cinco minutos por parte de la tripulación, iba deslizándose sólo bajo gavias y trinquetillas. El sol se escondió detrás de las nubes y pudo apuntar con el catalejo en la dirección indicada. Allí estaban, claros y bien dibujados en el cielo del crepúsculo, silueteados en negro contra la nube escarlata, los palos y vergas de un buque y un bergantín al ancla. Sir Thomas miraba a Hornblower, esperando sus órdenes.
—Acérquese todo lo que considere prudente, por favor, sir Thomas. Y haga que un destacamento de desembarco esté listo para tomar posesión.
—¿Un destacamento armado, milord?
—Lo que desee. Nunca se atreverán a oponerse a nosotros mediante la fuerza.
Los cañones del bergantín no estaban preparados, no había redes de abordaje colocadas. En cualquier caso, el pequeño bergantín no tenía la más mínima oportunidad contra una fragata en aquel fondeadero sin protección alguna.
—Largaré el ancla si me es posible, milord.
—Muy bien.
Era la Bride of Abydos, sin lugar a dudas. No se podía confundir con ninguna otra. Pero ¿y la otra nave? Probablemente era el Helmond. Con la sublevación de Maracaibo, aquella parte de la costa había caído en poder de los insurgentes. Las baterías de la artillería de campaña que llevaba las habrían transportado en balsas hasta la costa (se podían desembarcar en una playa que había en aquella pequeña cala), y las habrían entregado seguramente al ejército insurgente que se reagrupaba para marchar hacia Puerto Cabello. Ramsbottom, una vez completada su tarea, presumiblemente, estaría preparado para negar lo evidente, solicitando (tal y como Hornblower había adivinado) alguna comisión de corsario de Bolívar.
—Yo iré con el destacamento, sir Thomas.
Fell le lanzó una mirada inquisitiva. Los almirantes no tienen por qué abordar embarcaciones extrañas en pequeños botecitos, no sólo porque pueden volar las balas, sino porque se podría dar alguno de los pequeños accidentes posibles en un bote, y un oficial de alto rango, ya mayor y no demasiado ágil, podía caerse por la borda y no volver a salir jamás, cosa que provocaría infinitos trastornos posteriores al capitán. Hornblower seguía perfectamente el curso de los pensamientos de Fell, pero no tenía la intención de esperar inactivo en el alcázar de la Clorinda hasta que llegase algún informe de la Bride of Abydos… no cuando una sola palabra podía darle el poder de averiguarlo unos minutos antes.
—Le traeré su espada y sus pistolas, milord —dijo Gerard.
—¡Bobadas! —exclamó Hornblower—. ¡Mire!
Seguía con el catalejo apuntado hacia los barcos al ancla, y había detectado una significativa actividad en torno a ellos. Se bajaban a toda prisa botes de ambos, y éstos se dirigían hacia la costa. Al parecer, Ramsbottom se fugaba.
—¡Vamos, rápido! —exclamó Hornblower.
Corrió hacia el costado de la nave y saltó hacia el bote; se deslizó hacia abajo, torpemente, y ello le costó parte de la piel de las palmas de las manos.
—¡Desatracad! ¡Remad! —ordenó, mientras Gerard caía a su lado—. ¡Remad!
El bote se apartó del costado de la nave, se elevó vertiginosamente sobre la cresta de una ola y luego bajó de nuevo, y los hombres arrojaron todo su peso sobre los remos. Pero el batel que abandonaba la Bride of Abydos no estaba siendo maniobrado con la disciplina bélica que se habría podido esperar de Ramsbottom. Los remos se manejaban sin coordinación alguna, la embarcación daba vueltas sobre sí misma entre las olas, y luego, cuando alguno de los remeros no consiguió meter el remo en el agua, volvió a dar la vuelta. Al cabo de un momento, Hornblower se encontró al costado de la otra embarcación. Los hombres a los remos no eran los acicalados marineros que había visto a bordo del Bride of Abydos. Eran tipos morenos, vestidos con harapos. Tampoco estaba Ramsbottom en la cámara. Era un hombre con un grueso mostacho, que llevaba lo que parecían los restos de un uniforme azul y plateado. El rojo sol poniente lo iluminaba.
—¿Quién es usted? —inquirió Hornblower, y repitió la pregunta en español.
El bote había cesado de luchar y se balanceaba libremente, subiendo y bajando a merced del oleaje.
—Teniente Pérez, del primer regimiento de infantería del ejército de la Gran Colombia.
La Gran Colombia. Así era como llamaba Bolívar a la república que estaba tratando de establecer mediante su rebelión contra España.
—¿Dónde está el señor Ramsbottom?
—El almirante desembarcó la semana pasada.
—¿Almirante?
—Don Carlos Ramsbottom y Santoña, almirante de la Armada de la Gran Colombia. —Almirante, nada menos.
—¿Y qué hacen ustedes a bordo de ese barco?
—Estaba cuidándolo hasta que llegó su excelencia.
—¿Entonces no hay nadie a bordo?
—Nadie.
El bote se elevó por los efectos de una ola y volvió a bajar de nuevo. Era algo absurdo, no tenía ningún sentido práctico. Iba preparado para arrestar a Ramsbottom, pero arrestar a un teniente de infantería en aguas territoriales, eso era otra cosa muy distinta.
—¿Y la tripulación del buque?
—Está en tierra, con el almirante. Con el ejército.
Luchando por Bolívar, presumiblemente. Y presumiblemente como artilleros de los cañones robados.
—Muy bien. Puede irse.
Era suficiente con asegurar la posesión de la Bride of Abydos. No tenía sentido alguno poner las manos sobre unos hombres del ejército de Bolívar que se limitaban a obedecer las órdenes de sus superiores.
—Llevadme al costado del bergantín.
A la menguante luz parecía que la cubierta de la Bride of Abydos no sufría un desorden excesivo. La tripulación que había partido al parecer había dejado todo en buen estado de revista, y el grupo de soldados sudamericanos que se había quedado a su cuidado no había tocado nada… aunque probablemente bajo cubierta la cosa sería distinta. No valía la pena pensar qué habría pasado con el buque si hubiese soplado un temporal en aquel fondeadero tan peligroso a sotavento. A Ramsbottom no debía de importarle lo que le pudiera ocurrir a su barquito una vez asestado su golpe maestro.
—¡Ah del barco! ¡Ah del barco!
Alguien estaba gritando a través de una bocina, desde el otro buque. Hornblower cogió también una de las vinateras, junto a la caña del timón, y devolvió el grito.
—Soy el almirante Hornblower, al servicio de su majestad británica. Voy a subir a bordo.
Ya era casi de noche cerrada cuando subió a la cubierta del Helmond, y le dio la bienvenida la luz de un par de linternas. El capitán que le había saludado era un hombre robusto, que hablaba un inglés excelente con marcado acento, holandés, seguramente.
—No ha llegado usted demasiado pronto, señor —dijo como salutación, unas palabras algo rudas y poco adecuadas para dirigirse a un oficial de la armada real. Y mucho menos para dirigirse a un lord y almirante.
—Le agradecería que fuera más educado —espetó Hornblower, perdiendo la paciencia.
Dos caras enfurruñadas se enfrentaron entre sí a la menguada luz, y entonces el holandés se dio cuenta de que sería mejor que contuviese su mal humor a la hora de tratar con alguien que, después de todo, en aquella costa solitaria tenía el poder de hacer cumplir cualquier orden sin rechistar.
—Por favor, venga abajo —dijo—. ¿Le apetecería quizás un vasito de schnapps…?
Entraron en un camarote cómodo y bien amueblado, y a Hornblower le ofrecieron un asiento y un vaso.
—Me he alegrado mucho al ver sus gavias, señor —dijo el capitán holandés—. Durante diez días he pasado infinitas calamidades. Mi barco… mi cargamento… esta costa…
Las palabras inconexas transmitían la ansiedad de encontrarse en manos de los insurgentes, y verse obligado a anclar en una costa a sotavento, con una guardia armada a bordo.
—¿Qué ocurrió? —le preguntó Hornblower.
—Ese maldito bergantín me disparó en la proa, con Bonaire todavía a la vista. Me abordaron cuando yo me puse al pairo. Colocaron un destacamento armado a bordo. Pensaba que era uno de los suyos, un buque de guerra. Me trajeron aquí y me obligaron a anclar, y vino la armada. Entonces fue cuando supe que no era un buque de guerra británico.
—¿Y entonces le quitaron el cargamento?
—Sí, eso es. Doce cañones de campaña del nueve, armones, cureñas y arneses para los caballos. Un vagón de municiones. Un carro de reparaciones con herramientas. Dos mil municiones. Una tonelada de pólvora en barriles. Todo —el holandés, resultaba obvio, estaba citando literalmente el conocimiento de embarque.
—¿Y cómo lo llevaron todo a tierra?
—En balsas. Esos británicos trabajaban como posesos. Y había marineros entre ellos.
Era duro reconocerlo, pero había que hacerlo, aunque fuera a regañadientes. Habrían empleado barriles con pontones, seguro. Al menos Hornblower habría afrontado el problema de trasladar el cargamento a la playa de esa forma, se dijo. Quizás en la costa hubiesen recibido ayuda, aunque poco hábil, por parte de las fuerzas insurgentes, pero aquello no restaba mérito alguno al logro.
—¿Y luego se fueron todos, hasta el último hombre, con los cañones? —preguntó Hornblower.
—Todos. No eran demasiados para doce cañones.
No, no eran demasiados. La Bride of Abydos llevaba una tripulación de unos setenta y cinco hombres… apenas bastaban, de hecho, para mantener activas dos baterías.
—Y dejaron a bordo a un guardián venezolano…
—Eso es. Ya le ha visto marchar cuando llegaban. Y me han dejado aquí, al ancla, en una costa a sotavento.
Eso, por supuesto, era para impedir que el holandés extendiera la noticia del fraude que habían llevado a cabo.
—Esos… esos forajidos no sabían nada de barcos —continuaba el holandés el relato de sus tribulaciones—. El Desperate incluso empezó a arrastrar el ancla. Tuve que mandar a mis propios hombres…
—Tuvo suerte usted de que no le quemaran el barco —atajó Hornblower—. Y más suerte todavía de que no lo saquearan. Y es usted muy afortunado por no estar en una prisión, en tierra.
—Sí, claro, es posible, pero…
—En fin, señor —dijo Hornblower, levantándose—, que es usted libre. Puede aprovechar la brisa de tierra para zarpar. Mañana por la noche puede estar al ancla en Willemstadt.
—Pero ¿y mi cargamento, señor? He sido retenido. He estado en peligro. ¿Y la bandera de mi país…?
—Sus propietarios pueden emprender las acciones que consideren oportunas. Creo que Ramsbottom es un hombre rico. Le pueden demandar por daños y perjuicios.
—Pero… pero… —el holandés no encontraba palabras que expresaran adecuadamente sus sentimientos hacia el trato que había recibido y la escasa simpatía que transmitía Hornblower.
—Y su gobierno puede elevar una protesta, por supuesto. Al gobierno de Gran Colombia, o al rey Fernando —Hornblower mantenía la cara inexpresiva al hacer una sugerencia tan ridícula—. Debo felicitarle, señor, por haber salido indemne de tan graves peligros. Confío en que tenga un próspero viaje de regreso a casa.
Había liberado el Helmond, y había hecho presa en la Bride of Abydos. Hasta el momento había conseguido todos aquellos logros, se dijo Hornblower para sí, mientras el bote le devolvía a la Clorinda. En casa, el gobierno podía pelearse por los detalles legales, si creían que merecía la pena. Lo que pensarían el gabinete y el Almirantazgo de sus acciones no podía ni imaginarlo. Era consciente de sentir un ligero estremecimiento de aprensión cuando su mente se fijaba en aquel aspecto de la situación. Pero un almirante no podía mostrar aprensión alguna, desde luego, ante un capitán tan estúpido como sir Thomas Fell.
—Le agradeceré, sir Thomas —dijo, cuando volvió a la cubierta de la Clorinda—, que coloque una tripulación de presa a bordo del bergantín. ¿Sería tan amable, por favor, de pedir al oficial a quien coloque al mando que nos acompañe? Zarpamos de nuevo hacia Puerto Cabello tan pronto como usted lo considere conveniente.
Fell podía ser estúpido, pero era un marinero capacitado. Hornblower le dejó el fatigoso trabajo de seguir su rumbo en plena noche junto a la costa; la brisa de tierra, aunque era voluble e impredecible, les brindaba una oportunidad que no podían desdeñar de recuperar unas preciosas millas que habían perdido a sotavento. Hornblower podía bajar, pues, a su caluroso camarote y prepararse para dormir. Había sido un día muy ajetreado, y estaba exhausto. Se echó en el coy y el sudor se deslizó en desagradables regueros por sus costillas. Trataba de convencerse de que debía dejar de darle vueltas a la situación. El público británico estaba empezando a ver con buenos ojos la lucha por la libertad que se estaba llevando a cabo en todos los rincones del mundo. Los voluntarios británicos jugaban un papel importante: Richard Church había sido el líder de la rebelión griega contra los turcos hacía unos años; Cochrane, en aquel preciso momento, estaba luchando en el Pacífico por la independencia de Sudamérica. Como él sabía muy bien, miles de soldados británicos estaban luchando en las filas del ejército de Bolívar, allí mismo, tierra adentro. Las fortunas privadas de Inglaterra se habían prodigado en la causa de la libertad, igual que Ramsbottom había prodigado la suya.
Pero nada de eso indicaba cómo iba a reaccionar el gabinete británico; la política nacional podía estar perfectamente en desacuerdo con la opinión nacional. Y los lores del Almirantazgo se mostrarían tan impredecibles como siempre, por descontado. También era cierto aquello para su majestad, el rey Jorge IV. Hornblower sospechaba que el primer caballero de Europa había abandonado hacía tiempo su tibio liberalismo. El futuro próximo podía traer una severa reprimenda de su majestad al comandante en jefe de las Indias Occidentales; incluso podía ganarse un desmentido y la destitución.
Ahora, la mente de Hornblower había alcanzado la cómoda certidumbre de que el futuro era incierto, y que nada de lo que él pudiera hacer durante las siguientes horas podría cambiar ese hecho. Y entonces ya pudo disponerse a dormir. De hecho, estaba a punto de adormilarse cuando dio un manotazo a lo que pensó que era un hilillo de sudor que corría por sus desnudas costillas. Pero no era sudor. Un cosquilleo entre sus dedos le dijo que se trataba de una cucaracha que caminaba por encima de su piel desnuda, y se incorporó, lleno de asco. El Caribe era famoso por sus cucarachas, pero no había llegado a acostumbrarse a ellas. Se alejó del coy en la oscuridad y abrió la puerta del camarote de popa, dejando pasar la luz de la lámpara que colgaba allí, y una docena de aquellas asquerosas criaturas se echaron a correr en todas direcciones.
—¿Milord? —era el fiel Gerard que saltaba del lecho a toda prisa, en cuanto oyó moverse al almirante.
—Vuelva a la cama —dijo Hornblower.
Se puso la camisa de dormir de seda con el elaborado nido de abeja en el canesú hecha especialmente para él, y salió a cubierta. Había salido ya la luna, y la Clorinda avanzaba firmemente, con la brisa de tierra soplando sobre ella justo por el través. Las cucarachas habían apartado de su mente las preocupaciones que le asediaban. Podía apoyarse en la borda y contemplar las bellezas de la noche con toda placidez. Al amanecer el viento se calmó, pero media hora después, una afortunada ráfaga de viento permitió a la Clorinda y a la Bride of Abydos, a una milla a popa, seguir su rumbo hacia Puerto Cabello. La ciudad de su península se encontraba ya a la vista a través del catalejo, y la Clorinda se aproximaba a ella con rapidez. Había barcos de pesca que salían desde la ciudad, pequeñas embarcaciones que usaban remos para poder salir a alta mar a pesar del viento desfavorable. Con el catalejo le pareció ver en ellas algo extraño, y a medida que la Clorinda se acercaba, se hizo cada vez más ostensible que iban atestadas de personas, ridículamente sobrecargadas. Pero manejaban sus remos sin cesar, y rodearon la península audazmente hacia mar abierto, volviéndose hacia el este, hacia La Guaira.
—Creo que el general Morillo ha perdido la batalla —dijo Hornblower.
—¿Ah, sí, milord? —replicó Fell, con deferencia.
—Y creo que hay mucha gente en Puerto Cabello que no tiene deseo alguno de que la encuentren aquí cuando El Libertador entre triunfalmente —añadió Hornblower.
Había oído que la guerra de independencia se luchaba con la ferocidad propia de los españoles, que incluso la reputación de Bolívar se había visto empañada por ejecuciones y masacres. Allí tenía una prueba de ello. Pero aquellas embarcaciones atestadas también eran una prueba de que Puerto Cabello esperaba caer en manos de Bolívar. Había ganado su batalla de Carabobo; una victoria en campo abierto, tan cerca de Caracas, significaba un cierto desmoronamiento de la causa real. Carabobo sería el Yorktown de la guerra de independencia sudamericana, de eso no cabía la menor duda. Ramsbottom consideraría la pérdida de la Bride of Abydos una insignificancia, comparada con la liberación de todo un continente.
Era necesario que todo aquello se viera confirmado sin duda alguna, sin embargo. El gabinete estaría ansioso por recibir información pronta y de primera mano de la situación de Venezuela.
—Sir Thomas —dijo entonces Hornblower—. Tengo que bajar a tierra.
—¿Llevará una guardia armada, milord?
—Como quiera —repuso Hornblower. Una docena de marineros con mosquetes no le salvarían de las garras de un ejército conquistador, pero si aceptaba sin más se ahorraría las discusiones y las miradas llenas de reproches.
Cuando Hornblower puso los pies en el muelle, bajo la cegadora luz del sol, el pequeño puertecito estaba desierto. No quedaba ni un solo barco de pesca, ni un ser humano a la vista. Siguió adelante, con la guardia tras él y Gerard a su lado. La larga y serpenteante calle no estaba del todo desierta, sin embargo: quedaban unas pocas mujeres, algunos viejos, unos niños, que espiaban desde las casas. Y entonces, a lo lejos, a su derecha, oyó unas descargas de mosquetería. Las detonaciones resonaron de forma amortiguada en el aire pesado y húmedo. Y por fin apareció una espantosa columna de enfermos y heridos, medio desnudos, renqueando por la carretera. Algunos caían y se volvían a poner en pie con gran esfuerzo, y otros, bajo la mirada de Hornblower, no volvían a levantarse, y entre ellos, unos cuantos conseguían rodar y apartarse a un lado de la carretera, pero los que se quedaban donde habían caído hacían tropezar a compañeros con ellos que caían a su vez. Heridos, medio desnudos, con los pies descalzos, enloquecidos por la fiebre o doblados en dos por los dolores abdominales, venían tambaleándose por la carretera, y tras ellos el estrépito de la mosquetería se acercaba cada vez más. A los talones del último de los heridos llegaba el inicio de la retaguardia, soldados cuyos harapos eran apenas un recuerdo lejano del azul y blanco del ejército real español.
Hornblower tomó nota mentalmente de que las fuerzas reales podían proporcionar todavía una retaguardia disciplinada, y que por lo tanto no estaban en desbandada total, pero aquélla era deplorablemente pequeña, apenas unos cien hombres, quizá. No mantenían el buen orden, además, pero seguían luchando, abriendo a mordiscos los cartuchos, atacando luego la carga, escupiendo las balas en los cañones de sus mosquetes y esperando, rezagados y a cubierto, para hacer buena puntería sobre sus perseguidores. Una docena de oficiales, con las espadas desenvainadas resplandeciendo al sol, se encontraban entre ellos. El oficial montado que iba al mando vio a Hornblower y su destacamento y tiró de las riendas de su caballo, asombrado.
—¿Quién es usted? —gritó.
—Inglés —replicó Hornblower.
Pero antes de que pudieran intercambiar una sola palabra más, los disparos en la retaguardia arreciaron, y no sólo eso, sino que de repente, de un callejón lateral, al mismo nivel de la retaguardia, surgió una docena de hombres a caballo, lanceros, con sus lanzas reflejando el sol, y la retaguardia se deshizo en desorden, corriendo locamente por la carretera para evitar que los machacaran. Hornblower vio hundirse la punta de una lanza en la espalda de uno de los que corrían, le vio caer de cara y deslizarse por la superficie de la carretera durante una yarda hasta que la lanza volvió a salir de su cuerpo de nuevo, y el hombre quedó en el suelo pataleando como un animal con la espalda rota. Por encima de él pasaron los tiradores de la avanzadilla insurgente, un enjambre de hombres de todos los colores, corriendo, cargando y disparando. En un momento, el aire se llenó de balas.
—Milord… —protestó Gerard.
—Está bien, de acuerdo, ya ha acabado todo —dijo Hornblower.
La lucha había pasado junto a ellos carretera arriba. Nadie les había prestado atención alguna excepto el oficial español montado. Sin embargo, la pequeña columna de infantería marchando en orden regular detrás de los tiradores sí les vio, vio el resplandor del oro, las charreteras y los tricornios. Un oficial montado se dirigió de nuevo a ellos con la misma pregunta, y recibió de Hornblower la misma respuesta.
—¿Ingleses?[1] —repitió el oficial—. ¿Ingleses? Pero usted… ¡usted es un almirante británico!
—Al mando del escuadrón británico en aguas de las Indias Occidentales —dijo Hornblower.
—Es un placer verle aquí, señor. William Jones, antes capitán del vigésimo tercero de infantería, ahora mayor al mando de un batallón en el ejército de la Gran Colombia.
—Encantado de conocerle, mayor.
—Perdóneme, pero debo seguir cumpliendo con mi deber —dijo Jones, azuzando de nuevo a su caballo.
—¡Hurra por Inglaterra! —gritó alguien entre las filas de los que marchaban, y le respondió un vago hurra. La mitad de aquellos pobres diablos harapientos debían de ser británicos, mezclados indiscriminadamente con negros y sudamericanos. La caballería los siguió, regimiento tras regimiento, una marea de hombres y caballos que llenó la carretera como un río desbordado por sus orillas. Lanceros y caballería ligera, caballos agotados y cojos. La mayoría de los hombres se habían atado con cuerdas a los arzones de sus sillas, y todos iban desharrapados y se caían de pura fatiga. Por el aspecto de hombres y bestias, venían de lejos y habían luchado duramente, y ahora se les llevaba al límite de sus fuerzas detrás de su derrotado enemigo. Habían pasado unos mil hombres, estimaba Hornblower, a juzgar por la columna, cuando un nuevo sonido llegó a sus oídos entre el monótono ruido de los cascos de los caballos. Un golpeteo y un tintineo, alto e irregular. Ahí llegaban los cañones, arrastrados por otros caballos cansados. A la cabeza de los animales iban andando los hombres, harapientos y barbudos: vestían restos de suéteres azules y pantalones blancos. Era la tripulación de la Bride of Abydos. Uno de ellos levantó la cansada cabeza y reconoció al destacamento que había junto a la carretera.
—¡El bueno de Horny! —gritó. Su voz sonaba debilitada por la fatiga y parecía la de un anciano.
En el oficial que iba cabalgando a un lado Hornblower reconoció a uno de los tenientes de Ramsbottom. Montaba su lento caballo como un marinero, y levantó el brazo dirigiéndole un saludo exhausto. Un cañón pasó traqueteando, y otro le siguió. Eran los cañones de Carabobo, que habían ganado la independencia de un continente.
Hornblower se dio cuenta de que no había visto todavía a Ramsbottom, al que esperaba ver al frente de la columna de artillería, pero en el mismo momento en que se daba cuenta, vio algo junto al segundo cañón. Era una camilla improvisada con dos pértigas y unas lonas. Colgaba entre dos caballos, uno delante y otro detrás. El hueco de lona entre las pértigas iba sombreado por un toldo extendido por encima, y en el hueco yacía un hombre, un hombre menudo, con la barba negra, apoyado débilmente en unas almohadas que tenía detrás. Un marinero caminaba junto a cada caballo, y con el paso lento de los animales, la camilla se balanceaba y daba sacudidas, y el hombre de la barba negra también se balanceaba, al mismo ritmo. Sin embargo, vio al grupito que estaba de pie junto a la carretera, e hizo un esfuerzo por incorporarse, y dirigió una orden a uno de los marineros que conducían los caballos, de modo que se salieron de la carretera y se detuvieron junto a Hornblower.
—Buenos días, milord —dijo el hombre. Hablaba con voz estridente, como si estuviera histérico.
Hornblower no lo reconoció hasta después de mirarlo un buen rato. La barba negra, los ojos febriles, la mortal palidez que cubría su bronceado rostro, parecían una capa superpuesta y poco natural, y todo ello dificultaba su reconocimiento.
—¡Ramsbottom! —exclamó Hornblower.
—El mismo que viste y calza, pero un poco distinto —gruñó Ramsbottom, con una risita.
—¿Está herido? —preguntó Hornblower. En el momento en que pronunciaba aquellas palabras, se dio cuenta de que el brazo izquierdo de Ramsbottom quedaba oculto por un lío de trapos. Hornblower le había mirado con tanta intensidad al rostro que hasta el momento no se había fijado en el brazo.
—He hecho mi sacrificio por la causa de la libertad —dijo Ramsbottom, riendo de nuevo. No se sabía si era una risa de desdén o puramente histérica.
—¿Qué ha ocurrido?
—Mi mano izquierda yace en el campo de Carabobo —rió de nuevo Ramsbottom—. Dudo que haya recibido cristiana sepultura.
—¡Dios mío!
—¿Ve mis cañones? Mis hermosos cañones. Hicieron pedazos a los españoles en Carabobo.
—Pero usted… ¿qué le han hecho?
—Cirugía de campaña, por supuesto. Pez hirviendo para el muñón. ¿Le han echado alguna vez pez hirviendo encima, milord?
—Mi fragata está anclada en el fondeadero. El cirujano está a bordo…
—No, no. Tengo que seguir con mis cañones. Tengo que limpiar el camino para el Libertador hacia Caracas.
La misma risita. No era de burla… era más bien lo contrario. Un hombre al borde del delirio, buscando desesperadamente un asidero para su cordura, para no verse desviado de su objetivo. Tampoco era un hombre que riese por no llorar. Se reía para no permitirse la heroicidad.
—Pero no puede…
—¡Señor! ¡Señor! ¡Milord!
Hornblower se volvió. Un guardiamarina de la fragata estaba ante él, tocándose el sombrero, agitado por la urgencia de su mensaje.
—¿Qué ocurre?
—Mensaje del capitán, milord. Buques de guerra a la vista. Una fragata española y lo que parece ser una fragata holandesa, milord. Se dirigen hacia nosotros.
Graves noticias, verdaderamente. Debía izar su bandera en la Clorinda para recibir a aquellos extraños, pero recibía la noticia en un mal momento. Se volvió a Ramsbottom y de nuevo al guardiamarina, y su habitual rapidez de pensamiento no hacía su aparición.
—Bueno —carraspeó—… Dígale al capitán que voy enseguida.
—Sí, milord.
Se volvió de nuevo hacia Ramsbottom. —Tengo que irme— se excusó—. Debo…
—Milord —dijo Ramsbottom. Parte de su febril vitalidad le había abandonado. Ahora se apoyaba de nuevo en las almohadas, y le costó un par de segundos reunir la fuerza suficiente para hablar de nuevo. Cuando lo hizo, entre sus palabras había intervalos—. ¿Capturó usted la Bride, milord?
—Sí —había que acabar con aquello; tenía que volver a su buque.
—Mi buena y querida Bride. Milord, hay otro barrilito de caviar en el pañol de popa. Por favor, disfrútelo, milord.
La risita histérica de nuevo. Ramsbottom seguía riéndose echado hacia atrás, con los ojos cerrados, y no oyó el apresurado adiós que pronunció Hornblower, volviéndose ya. A éste le pareció que la risa le perseguía, mientras corría hacia el muelle y luego al bote.
—¡Desatracad! ¡Vamos, deprisa!
Allí estaba la Clorinda, al ancla, con la Bride of Abydos muy cerca. Y allí, sin duda alguna, estaban las velas de dos fragatas que se dirigían hacia ellas. Trepó por el costado del buque sin perder apenas un momento con los cumplidos con que le recibieron. Estaba demasiado ocupado haciéndose cargo de la situación táctica, la dirección de la costa, la posición de la Bride of Abydos, la aproximación de los extraños.
—Izad mi gallardete —ordenó, brevemente, y entonces, recuperando su aplomo, y con la habitual y elaborada cortesía—: Sir Thomas, le estaría muy agradecido si pudiera colocar unos esprines que salieran de las portas de popa, en ambas bandas.
—¿Esprines, milord? Sí, milord.
Se pasaron unos cables a través de las portas de popa hacia el cable del ancla; halando uno u otro con el cabrestante, se podía volver el barco para que presentara sus cañones y apuntara en cualquier dirección. Era uno de los múltiples ejercicios que Hornblower había obligado a practicar a sus tripulaciones durante las recientes maniobras. Requería un trabajo arduo, estrechamente coordinado, por parte de los marineros. Se gritaron órdenes. Contramaestres y segundos contramaestres corrieron a la cabeza de sus diferentes equipos para halar de los cables y arrastrarlos hacia popa.
—Sir Thomas, por favor, haga que espríen el bergantín para estar más cerca. Quiero que esas naves nos queden hacia la costa.
—Sí, milord.
Se hacía evidente que les esperaba un poco de acción. Las fragatas que se aproximaban, visibles ya cuando se dirigía un catalejo hacia ellas desde el alcázar, estaban arrizando velas, y entonces, mientras Hornblower las tenía enmarcadas en el campo de visión de su catalejo, vio que de repente sus gavias se ensanchaban, mientras viraban en redondo. Estaban facheando, y un momento más tarde vio que bajaban un bote desde la fragata holandesa y se dirigía hacia la española. Aquello significaba que había consulta, quizá. Debido a la diferencia de lengua, se podía esperar que les costara ponerse de acuerdo a la hora de emprender una acción por señales simplemente o por medio del altavoz.
—El español lleva un gallardete de comodoro, sir Thomas. Por favor, ¿estará usted dispuesto para saludar tan pronto como salude a mi gallardete?
—Sí, milord.
La consulta duró un cierto tiempo, la segunda mitad de un reloj de arena y el principio del siguiente. Un monstruoso crujido que sonó abajo, junto con un ruido en el cabestrante, le dijo que estaban probando los esprines. La Clorinda viró un poco a estribor, y luego un poco a babor.
—Los esprines están probados y listos, milord.
—Gracias, sir Thomas. Ahora, ¿será usted tan amable de enviar a los hombres a sus puestos y ordenar el zafarrancho de combate?
—¿Zafarrancho? Sí, milord.
Era un engorro horrible tener que tomar aquella precaución. Significaba que su lecho, sus libros y sus objetos personales, abajo, se verían revueltos y apilados en un confuso revoltijo que le costaría luego días enteros ordenar. Pero, por otra parte, si aquellas fragatas venían decididas a luchar, su reputación no sobreviviría si permitía que le cogieran desprevenido. Sería un caos espantoso intentar sacar los cañones y preparar la munición estando bajo fuego real; la batalla (si es que había tal batalla) se perdería antes siquiera de empezar. Y luego estaba la emoción que siempre suscitaban aquellos preparativos. El chillido de los silbatos, los ásperos gritos de los contramaestres, el ordenado estruendo de los hombres sacando los cañones, las carreras de los infantes de marina por el alcázar y las órdenes de sus oficiales mientras se disponían en una línea perfecta.
—Zafarrancho de combate, milord.
—Gracias, sir Thomas. Quédese aquí, por favor.
Les habría dado el tiempo justo aunque los extraños hubiesen atacado de inmediato, entrando en acción sin parlamentar antes. Mediante el rápido uso de los esprines, podía barrer al que viniera en cabeza, lo bastante para que su capitán deseara no haber nacido nunca. Ahora debía esperar, y la tripulación de la nave, firme junto a los cañones, debía esperar con él, con las mechas encendidas, los encargados de la prevención del fuego junto a ellos con los cubos, los grumetes servidores de la pólvora, los que llevaban las municiones, esperando iniciar su carrera entre la santabárbara y los cañones, y luego vuelta a empezar otra vez.
—Ahí vienen, milord.
Aquellas gavias se estaban estrechando de nuevo. Los palos se alineaban. Ahora, las proas de las fragatas apuntaban directamente a la Clorinda, mientras se dirigían hacia ella. Hornblower las mantuvo enfocadas constantemente con su catalejo; no habían sacado los cañones, según pudo comprobar, pero era imposible decir si habían preparado el zafarrancho de combate o no. Se acercaban más y más. Ahora ya estaban casi al alcance de tiro de cañón. En aquel momento, apareció una nubecilla de humo en la amura de estribor del español, y Hornblower no pudo evitar un respingo de emoción. La brisa se llevó el humo, y luego éste se vio sustituido por otro. Al aparecer la segunda nubecilla, el pesado estruendo de la primera descarga llegó a los oídos de Hornblower. Sintió la momentánea tentación de regodearse en el placer de la aritmética mental, calculando la velocidad del sonido transmitido por encima del agua, los cinco segundos de intervalo transcurridos entre las salvas de saludo y la distancia entre los barcos, pero todo aquello debía esperar.
—Puede devolver el saludo al gallardete, sir Thomas.
—Sí, milord.
Trece cañonazos para el gallardete de un contraalmirante; once para un comodoro; veinticuatro cañones, ciento veinte segundos, exactamente dos minutos. Aquellos barcos, aproximándose a cuatro millas por hora, estarían a un cable de distancia más cerca cuando acabasen los saludos, al alcance del fuego lejano.
—Sir Thomas, le agradecería que diese varias vueltas al esprín de estribor.
—Sí, milord.
El violento crujido se dejó oír de nuevo, y la Clorinda se volvió y presentó su costado hacia los recién llegados. No había mal alguno en dejarles saber que les esperaba una recepción muy caliente si planeaban alguna travesura. Podía ahorrar después muchos quebraderos de cabeza.
—¡Están aferrando velas, milord!
Ya lo veía por sí mismo, pero no ganaba nada diciéndolo. Obviamente, los dos barcos tenían tripulaciones muy bregadas, a juzgar por la rapidez con la que mantenían el rumbo. Ahora viraban contra el viento. Hornblower creía oír el rugido de los cables mientras anclaban. Le pareció un momento decisivo, y estaba a punto de señalarlo como tal cerrando su catalejo de un golpe cuando vio un bote que bajaba desde el buque español.
—Creo que vamos a tener visita en breve —dijo.
El bote parecía volar por encima de las brillantes aguas. Los hombres a los remos trabajaban como posesos… presumiblemente, el eterno deseo de los hombres de una armada de demostrar a los de otra lo que eran capaces de hacer.
—¡Bote a la vista! —gritó el oficial de guardia.
El oficial español en la cámara, ostensible por sus charreteras, devolvió el grito. Hornblower no estaba seguro de lo que dijo, pero la carta que agitaba al mismo tiempo explicaba el sentido.
—Recíbale a bordo, por favor, sir Thomas.
El teniente español miró intensamente a su alrededor, mientras subía por la borda del buque. No había mal alguno en que viese que estaban preparados en zafarrancho de combate. Distinguió de inmediato a Hornblower, y con un saludo y una reverencia, le presentó la carta.
SU EXCELENCIA EL ALMIRANTE SIR HORNBLOWER, decía el sobrescrito.
Hornblower rompió el sello. Leyó la carta, redactada en español, con bastante facilidad.
El Brigadier don Luis Argote se sentiría muy honrado si Su Excelencia sir Hornblower le concediera la oportunidad de tener una entrevista con él. El Brigadier se sentiría muy complacido si pudiera visitar el buque de Su Excelencia e igualmente se sentiría complacido si fuera Su Excelencia quien quisiera visitar el buque de Su Católica Majestad.
Según el uso naval español, como sabía Hornblower, «brigadier» equivalía a «comodoro».
—Escribiré una respuesta —dijo Hornblower—. Sir Thomas, por favor, haga los honores adecuadamente a este caballero. Venga conmigo, Gerard.
Abajo, con el barco en zafarrancho de combate, resultaba muy engorroso tener que buscar el papel de cartas y la tinta. También resultaba muy incómodo redactar una carta en español, porque al escribir, los errores de ortografía y de gramática se hacían más evidentes que al hablar. Afortunadamente, la propia carta del brigadier suministraba la mayor parte de la información ortográfica, y la peliaguda forma condicional.
El Contraalmirante lord Hornblower se sentiría enormemente honrado de recibir al Brigadier don Luis Argote en su buque insignia, cuando el Brigadier lo desee.
Había que buscar el lacre para el sello y las velas, porque no quería parecer descuidado con esas formalidades.
—Muy bien —dijo Hornblower, dando su aprobación a regañadientes al segundo ejemplar, después del fracaso del primero—. Mande un bote como el rayo a la Bride of Abydos y vea si queda algo de aquel jerez que nos sirvió Ramsbottom en su cena.
El brigadier, cuando llegó al costado de la Clorinda, saludado con las formalidades de rigor, iba acompañado de otra figura con charreteras y tricornio. Hornblower le hizo una reverencia y le saludó, y se presentó.
—Me he tomado la libertad de pedir al capitán Van der Maesen, de la Real Armada Holandesa, que me acompañe —dijo el brigadier.
—Doy la bienvenida a bordo al capitán Van der Maesen con gran placer —dijo Hornblower—. A lo mejor ustedes, caballeros, quieren acompañarme abajo. Lamento que no estemos demasiado cómodos, pero, como ven, he estado ejercitando a mi tripulación en sus deberes.
Apresuradamente habían colocado una pantalla a través de la parte posterior de la fragata, y vuelto a colocar en su sitio mesa y sillas. El brigadier dio un sorbo al vaso de vino que se le ofreció, mostrando gran sorpresa y aprecio. Inevitablemente pasaron unos cuantos minutos en conversación balbuceante (el único lenguaje que tenían los tres en común era el español) antes de que el brigadier entrase en materia.
—Tiene usted un hermoso buque, milord —dijo—. Lamento mucho encontrarle en compañía de un pirata.
—¿Se refiere usted a la Bride of Abydos, señor?
—Efectivamente, milord. Hornblower vio una trampa abrirse ante sus pies.
—¿Dice usted que es pirata, señor?
—¿Cómo la llamaría si no, milord?
—Estoy impaciente por oír su opinión sobre ella, señor —era importante no comprometerse.
—Sus acciones requieren una explicación, señor. Ha capturado y saqueado un buque holandés. Eso puede ser interpretado como un acto de piratería. Por otra parte, se podría aducir que operaba bajo una supuesta comisión emitida por los rebeldes de Venezuela. En el primer caso, el capitán Van der Maesen la apresará como pirata. En el otro, si se trata de una nave corsaria, seré yo quien la aprese como enemiga de mi país.
—Pero, señor, ningún tribunal legal ha determinado cuál es su situación. Mientras esto no ocurra, caballeros, se halla bajo mi dominio.
Ya estaban todas las cartas sobre la mesa. Hornblower clavó la vista en los ojos de los otros con la expresión más indiferente que pudo. De una cosa estaba seguro: fuese cual fuese la decisión sobre la Bride of Abydos, ni el gobierno británico ni el público británico aprobarían que permitiera mansamente que se le escapara de las manos.
—Milord, le he asegurado al capitán Van der Maesen mi apoyo en cualquier acción que decida emprender, y él me ha dado la misma seguridad.
El capitán holandés confirmó este extremo afirmando con la cabeza, y con una frase medio inteligible. Dos a uno, en otras palabras; unas probabilidades a las que la Clorinda no podía hacer frente.
—Entonces, caballeros, espero sinceramente que decidan aprobar mi curso de acción.
Fue la forma más educada que se le ocurrió de desafiarles.
—Encuentro muy difícil de creer, milord, que extienda usted la protección de su majestad británica a los piratas, o a los corsarios en una guerra en la cual su majestad es neutral.
—Habrá observado usted, señor, que la Bride of Abydos ostenta la bandera de su majestad británica.
Por supuesto, como oficial naval británico, comprenderá que no puedo permitir que esa bandera sea arriada.
Ya estaba pronunciado, el último desafío. Al cabo de diez minutos los cañones podían estar tronando. Diez minutos y su cubierta podía estar salpicada de muertos y heridos. Él mismo podía morir. El español miró al holandés y luego de nuevo a Hornblower.
—Lamentaríamos muchísimo tener que emprender una acción más drástica, milord.
—Estoy encantado de oírle decir eso, señor. Eso me confirma en mi decisión. Podemos separarnos como excelentes amigos.
—Pero…
El brigadier no había pretendido que aquella última frase suya fuese interpretada como un signo de blandura. Creía haber proferido una amenaza. La interpretación de Hornblower le dejó sin habla durante un momento.
—Me siento exultante al ver que estamos de acuerdo, caballeros. Quizá podamos beber a la salud de nuestros respectivos soberanos con otro vasito de este excelente vino, señor… ¿puedo aprovechar la oportunidad para reconocer la enorme deuda que tiene el resto del mundo con su país por producir un caldo tan exquisito?
Dando por descontado que se retiraban les daba la oportunidad de retirarse con dignidad. El amargo momento de admitir que se había enfrentado a ellos había llegado y había pasado antes de que se dieran cuenta siquiera. Una vez más, el español y el holandés intercambiaron miradas impotentes, y Hornblower aprovechó la oportunidad para servirles más vino.
—Por su católica majestad, señor. Por su majestad el rey de Holanda.
Levantó su vaso bien alto. No podían rehusar aquel brindis, aunque la boca del brigadier se abrió y se volvió a cerrar, luchando por encontrar palabras para expresar sus emociones. La cortesía obligó al brigadier a completar el brindis, como Hornblower esperaba, vaso en mano.
—Por su británica majestad.
Todos bebieron juntos.
—Ha sido una visita muy agradable, caballeros —dijo Hornblower—. ¿Otro vaso de vino? ¿No? ¿No irán a dejarme tan pronto? Claro, supongo que tienen multitud de deberes que reclaman su atención.
A medida que la guardia, con sus impecables guantes blancos, formaba a la entrada del puerto, y los segundos contramaestres hacían sonar sus silbatos, y la tripulación del buque, todavía junto a los cañones, seguía firme, como cumplido hacia los visitantes que partían, Hornblower pudo perder un momento mirando a su alrededor. Aquella guardia y aquellos segundos contramaestres podían haberse enfrentado a una muerte inminente al cabo de poco tiempo, si aquella entrevista hubiese seguido un curso más belicoso. Se merecía su gratitud, pero, por supuesto, nunca la recibiría. Estrechando la mano al brigadier, aclaró finalmente la situación.
—Que tenga un viaje muy provechoso, señor. Espero tener el placer de volver a verle de nuevo algún día. Navegaré hacia Kingston tan pronto como nos lo permita la brisa de tierra.
Una de las cartas habituales de Bárbara, recibida meses después, acabó de redondear el incidente.
El más querido de mis esposos (escribía Bárbara, como de costumbre, y como de costumbre, Hornblower leyó aquellas palabras con una sonrisa. La carta constaba de varios pliegos, y el primero contenía muchas cosas que interesaron a Hornblower, pero hasta llegar al segundo, Bárbara no empezó, como solía, con sus cotilleos sociales y profesionales).
La noche pasada tuve al lord canciller sentado a mi izquierda durante la cena, y la verdad es que tenía muchas cosas que contar de la Bride of Abydos, y en consecuencia, para mi gran placer, mucho que contar también de mi querido esposo. Los gobiernos español y holandés, a través de sus ministros y embajadores, naturalmente, han elevado protestas al secretario de exteriores, que no ha podido hacer otra cosa que acusar recibo de sus notas y prometer que emitiría una respuesta posteriormente, cuando estén más claros los aspectos legales del caso. Y, en toda la historia legal del Almirantazgo, dijo el lord canciller, nunca hubo un caso tan complicado como éste. El asegurador alega que hubo negligencia por parte del asegurado (espero ser capaz de expresar correctamente todos estos términos técnicos, querido mío) porque el capitán del Helmond no dio ningún paso en el sentido de verificar la bona fides de la Bride of Abydos, y también alegan que hubo negligencia por parte del gobierno holandés, porque la captura tuvo lugar en el interior de las aguas territoriales de Bonaire, y los holandeses niegan acaloradamente ambos términos, tanto que fueran negligentes como que la captura se realizase en el interior de sus aguas territoriales. Además, el saqueo y detención final tuvo lugar en aguas territoriales españolas. Y parece que surgen unas complicaciones indecibles del hecho de que tú encontrases a la Bride of Abydos abandonada por su tripulación… ¿Sabías, querido, que al parecer es un tema de una importancia legal tremenda saber si el ancla en realidad estaba tocando el fondo o no? En cualquier caso, no se emprenderá acción legal ante ningún tribunal, porque nadie parece ser capaz de decidir qué tribunal tiene jurisdicción sobre el tema (espero, querido, que concederás el crédito que se merece a tu querida esposa por haber escuchado con atención y tomar nota mentalmente de todas estas expresiones tan difíciles). Entre unas cosas y otras, y calculando que serán necesarios cuatro meses como promedio para cada viaje necesario a las Indias Occidentales para recabar pruebas en comisión, y tomando en consideración objeciones y refutaciones y contrarrefutaciones, el lord canciller cree que al menos pasarán treinta y siete años antes de que el caso llegue a la cámara de los lores, y vino a decir, lanzando una risita mientras tomaba una cucharada de sopa, que nuestro interés en este caso, por aquel entonces, se hallará ya enormemente menguado.
Pero éstas no son, ni mucho menos, las únicas noticias, queridísimo mío. Hay algo más que me preocuparía tremendamente si no fuera por el hecho de que sé que complacerá muchísimo a mi marido, el almirante. Tomando el té hoy mismo con lady Exmouth (sé que tus queridos ojos se abrirán horrorizados al saber que las mujeres están en posesión de tales secretos) he oído que sus señorías han adoptado una postura de lo más favorable por tu actitud hacia las autoridades navales españolas y holandesas… Queridísimo, estoy encantada, aunque la verdad es que nunca lo había dudado… Ya se ha decidido prorrogar tu mando un año más, y mi placer al saber lo muy complacido que te sentirás por esta confianza casi consigue disipar mi dolor al pensar que estaremos separados más tiempo… Querido, no hay mujer alguna, ninguna mujer en toda la faz de la tierra que pueda amarte más de lo que te amo yo a ti, el más valeroso, sincero, valiente, atrevido e inteligente de los hombres… Pero no debería extenderme así, porque todavía tengo que darte más noticias.
Y es que el gobierno, al parecer, siempre ha contemplado con favor el intento de las colonias españolas de obtener su independencia, y con la mayor desaprobación la decisión del gobierno español de reconquistarlas con tropas enviadas desde Europa. Incluso se ha insinuado que las demás potencias, inquietas por los movimientos a favor de la libertad, han pensado en enviar ayuda militar a España en Sudamérica. La victoria de Carabobo, donde el pobre señor Ramsbottom y sus cañones jugaron una parte tan crucial, ha hecho mucho más improbable su intervención. Es un gran secreto de estado, tan grande que sólo se menciona en susurros tomando el té, que el gobierno británico piensa hacer una declaración para que no se permita la intervención militar en la América Hispana. Y parece que nuestro gobierno está de acuerdo con los americanos en este aspecto, porque se cree que el presidente Monroe está planeando una declaración referente a una doctrina similar, y están teniendo lugar discusiones al respecto. De modo que mi queridísimo esposo se encuentra en el mismo centro de los asuntos del mundo, tal como ha estado siempre en el centro del afecto más sincero de su amante esposa.