17 DE NOVIEMBRE DE 1938. Lo del Ebro ha concluido con otro repliegue. Perdimos la batalla más larga y sangrienta de la guerra. Sólo aguardamos ahora el tiro de gracia. Antes de fin de año, sucumbirá Cataluña y llegará al cabo nuestro remate.
Caída la Sierra de Caballs, teóricamente inexpugnable, no cabía sostenerse en el frente. Como siempre también, escasearon mandos subalternos competentes. Sarabia me cuenta que Rojo avaló la retirada a Modesto cuando la juzgase conveniente. «Un modo, como otro cualquiera, de esquivar su propia responsabilidad», apostilla. Anteayer, a las seis de la tarde, empezó el paso a la orilla izquierda. A Sarabia no se lo anunciaron hasta las tres de la madrugada, aunque Modesto le confesó haberlo decidido diez días antes. Gracias a Sarabia, salvose la artillería que horas después habría sido copada. No se perdió un hombre ni un fusil. Ayer, a las cuatro y media de la madrugada, volaron en Flix el último puente de hierro, zanjando las orillas. En la derecha, nos sostuvimos ciento quince días. Sarabia, empero, insiste en la inutilidad de toda la operación, siempre falta de porvenir a su juicio.
El enemigo cuenta ahora con siete u ocho divisiones libres, ante Cataluña desguarnecida. Hemos perdido más de 3000 muertos; 31 000 heridos; 75 aviones de caza y 8 de bombardeo. Cree Sarabia caerán sobre la cabeza de puente en el Segre, donde nuestro ataque a primeros de mes cundió poco, por falta de empuje, aunque tomamos Soses, Aytona y Serós. La situación internacional es bien acerba para nosotros después de Munich. Mi obsesión por alcanzar una paz negociada, o en su defecto un alto el fuego, a través de las democracias, resulta un sueño en el sueño. Este noviembre licenciamos también las brigadas internacionales, a propuesta de Negrín en Ginebra. De aquéllas cuéntame Sarabia una historia estremecedora, velada siempre por obvias razones. En las retiradas de primavera, ante el pánico y la indisciplina de nuestras tropas, el comunista André Marty, mandamás de aquellas tropas, formó un batallón de la Catorce Brigada francobelga, y solicitó voluntarios para dejarse fusilar, a modo de ejemplo. Tres o cuatro ofreciéronse al punto y fueron ejecutados sin tardanza.
Por la tarde, reunión del Consejo en Pedralbes, que al cabo pudieron calentar. Fuertes y razonadas consideraciones mías sobre el despojo realizado por la Generalidad con los bienes del Estado. Me extiendo y acaloro, aunque nunca trascienda mi ira. Mientras subsista la legalidad, es preciso acatarla sin queja. Representación de la República; cómo se debe gobernar en Cataluña y con qué leyes; derechos de cada uno, etc., etc. El ministro de Hacienda aporta datos. Según sus cálculos, la Generalidad adeuda al Estado doscientos millones. José Moix, el nuevo titular del Trabajo, catalán y del PSUC, califica «magistral» mi perorata y afirma, contra el parecer de su colega en Hacienda, ser la cuestión harto compleja para resumirse en cifras. Negrín asegura compartir de lleno mi doctrina, sin proponerse arruinar a la Generalidad. Las cuentas no se rindieron antes, por dilaciones ajenas al Gobierno. Entre grulladas, repite el imperativo de ajustar la conducta política a las circunstancias. Él no malquiere las regiones autónomas. Si en la paz se reforma la Constitución y los catalanes pretenden separarse, les apoyará la demanda. «Ahí no llego yo», atájolo. Me asombra su salida de pie de banco, pues aún ayer, muy encocorado, decíame todo lo contrario: «No estoy haciendo la guerra para que retoñe en Barcelona un separatismo pueblerino. Lucho por la República y por el país; por su grandeza y para su grandeza. Yerran de medio a medio quienes suponen otra cosa. Aquí no hay más que una nación. ¡Nadie se llame a engaño! Esta sorda y persistente campaña separatista es intolerable. Debe cortarse de raíz, si pretenden que yo siga al frente del Gobierno, pues la mía es una política nacional».
A la salida, espéranme en la antesala dos consejeros de la Generalidad, Carlos Pi y Sunyer y Bosch Gimpera. De entrada, declárame Pi su representación oficiosa:
—Tenemos mucho que contarle, señor Presidente. Si no es abuso el nuestro, le rogamos nos conceda una hora.
—Aunque sean dos.
—Deliberamos con Companys los republicanos del Gobierno catalán, y traemos la representación de todos. No vino el Presidente, para evitar infundios y hablillas; pero si usted lo juzga pertinente, lo hará inmediatamente.
—Veremos. ¿Hablaron ustedes con el Presidente del Consejo de cuanto quieren exponerme ahora?
—Lo hicimos y en vano —asiente Bosch—, apenas constituido el presente Gobierno de la Generalidad, después de los sucesos de mayo.
—El actual Consejo de Cataluña debía presidir una vuelta a la autoridad y vigorizar el espíritu del pueblo —prosigue Pi—. Tal significa por lo menos la presencia de Bosch en Justicia y la mía en Cultura. Deseábamos un acuerdo con la República, en cuanto atañe a guerra y política, dentro de la presente situación catalana. No lo conseguimos jamás, por culpas que nadie puede retraernos.
—Recién jurado el Consejo, cuando el Gobierno de la República hallábase aún en Valencia, fuimos allá Pi y Sunyer y yo, por mandato de Companys, para discutir con el doctor Negrín la convivencia en la guerra —precisa Bosch Gimpera—. Huelga añadirle, señor Presidente, que nada esclarecimos. Para hablar con mayor holgura, Negrín, muy cordial aquella tarde, nos llevó a una playa cercana y allí, paseando cabe a la mar, nos brindó largas y cumplidas recetas para zarzuelas, que aprecia bien cebolladas. En menos de nada, diéronse a seguirnos para vitorearlo las autoridades y otras gentes del pueblo y sólo hubo oportunidad de cambiar cumplidos y buenos deseos.
—Otra visita, casi inmediata, de Tarradellas, Sbert y Comorera no tuvo mejor fortuna —dice Pi y Sunyer—. Desde el traslado del Gobierno de la República a Barcelona, la situación es cada vez más intolerable. Se lleva a cabo una política de vejaciones a la Generalidad. La represión contra Cataluña parece, de hecho, único aglutinante del Poder Central, en otros aspectos tan inseguro.
—Companys no consigue que el doctor Negrín lo escuche —apoya Bosch a Pi y Sunyer—. Desde el cese de Prieto en el ministerio de Defensa, que ahora preside el propio jefe de Gobierno, ni siquiera le envían los partes de guerra antes de publicarlos. El ministro de Gobernación, Paulino Gómez, arrógase atribuciones de la Generalidad. Arbitrariamente requisa viviendas para funcionarios del Estado y para los carabineros que custodian la frontera, provocando conflictos sin número en aquellos pueblos.
—Crecen la alarma y la desconfianza entre los republicanos catalanes —insiste Pi—. ¿Qué se pretende, señor Presidente? ¿Abolir la Generalidad? Háblase ya de un gobernador general para toda Cataluña. Menguando sus poderes, Cataluña se verá privada de su régimen al concluir la guerra. Así, nuestros hombres en el frente ignoran por qué se baten.
—Si me disculpa la interrupción, le citaré la prensa barcelonesa, donde léese a menudo que Cataluña asiste a la guerra como país aparte. «País neutral», dícense algunos, bien lo sabe usted —no puedo menos de atajarlo.
—¿Neutral? Si tiene ciento cincuenta mil hijos en filas…
—Un despropósito merece otro; pero dejemos esto. Prosiga, se lo ruego.
—La importancia de Cataluña, antes de la guerra, era relativa a la extensión del territorio nacional. Menguado éste ahora, debiera acrecentarse proporcionalmente el influjo catalán. Por contra, disminuye.
—Perdóneme otra vez. Estoy obligado a replicarle, aunque me hice el propósito de oír primero los agravios. La personalidad del Estado, en sí propia y en sus relaciones con otros organismos, no se achica con el territorio ni se mide por metros. No puedo admitir en serio la idea de aumentar la influencia política de Cataluña, por haberse encogido el espacio de la República. Parejos derechos vocearía Albacete. La conclusión de su razonamiento vendría a ser que limitado el territorio gubernamental al área de Cataluña, el Estado debería desaparecer. Percibo a las claras el punto de arranque moral de su doctrina. Me parece tan lamentable como inadmisible.
—Perfectamente. Digámoslo entonces consideración hipotética y sigamos con los cargos actuales —aviénese Pi y Sunyer—. El abastecimiento es un desastre. Antes de perder Aragón, no conseguimos nunca que los trenes enviados allí con material de guerra, que volvían vacíos, lo hiciesen con trigo para Cataluña. Tomando como pretexto los billetes de circulación local, emitidos por la Generalidad, el Estado selló las cajas de los bancos, hace más de un año, sin consultarla. Aunque el Gobierno diga lo contrario, adeuda a Cataluña, no ella a aquél, más de sesenta millones por servicios de guerra. Se ha destituido arbitrariamente, y sin encausarlos, a cien policías de la Generalidad, mientras ingresaban en el cuerpo trescientos comunistas.
—Si han expulsado un centenar de agentes, es caso específico del cual responde el ministro de la Gobernación. Pregúntenle a él los motivos. La entrada de estos comunistas me parece reprobable. Apoyaré acerca del Gobierno toda reclamación suya, razonable y fundada. Personalmente, claro está, me opongo a que el orden público sea feudo de un partido.
—No dudamos de su buena voluntad, señor Presidente, ni aun de la del doctor Negrín, pero sin duda interpónense funcionarios y centros subalternos —prosigue Pi, descreyendo sus propias palabras. Seguidamente deletrea, empero, sus mayores reclamos—. A juzgar por su conducta, olvida el Gobierno que nuestro Presidente es el representante del Estado en Cataluña y nada en absoluto pasa por sus manos. Los abusos de la Generalidad, arrogándose derechos y usurpando servicios ajenos, ocurrieron en los primeros tiempos del estallido. Eran, en suma, un hecho revolucionario. De restablecerse la paz en tres meses, hubieran sido triunfos en nuestras manos. Ahora la situación es bien distinta. De ganarse la guerra, ¿qué será de nosotros? ¿Qué porvenir político nos aguarda? Necesitamos garantías escritas respecto a la autonomía, que juzgamos amenazada. Estamos prestos a suscribir cualquier texto, donde el Gobierno de la República confirme la supervivencia de nuestro régimen propio.
—Perfectamente. ¿Puedo responder a estos cargos?
—Con la venia del señor Presidente —tercia Bosch— quisiera exponerle otros, que conciernen de lleno a mi Consejería de Justicia.
—Pues usted dirá.
—Mientras fue titular de Justicia en el Gabinete de la República Manuel de Irujo, más o menos en representación oficiosa de los vascos, la Generalidad no tuvo mayores gobiernas con su ministerio, ni aun después de trasladarse el Gobierno a Barcelona. Hablé con Irujo en junio de 1937 y compartí de lleno su postura entonces. «Nuestra retaguardia ha presenciado demasiados crímenes, en las cunetas, en las cárceles y ante las tapias de los cementerios —me dijo—. Mujeres, sacerdotes, obreros, comerciantes, intelectuales y parias de la sociedad han sido indistintamente asesinados. Hacínanse en la fosa común inocentes y culpables, valores humanos y escoria social. Yo no vengo a defender a los caídos. Como cristiano, dejaré que los muertos entierren a los muertos, pues su juicio final sólo corresponde a Dios, a quien rezo por todos ellos. Ahora bien, como ministro de Justicia, levantaré mi voz para oponerme al sistema y afirmar bien alto que aquí se han terminado los paseos. El enjuiciamiento y la defensa de los ciudadanos corresponde al Estado, y éste no puede consentir que nadie se tome la justicia por su mano. Este caos debe ser superado».
—Conozco las principales reformas de Irujo en el Ministerio, pues me las detalló él mismo muy orondo. La más señera se redujo a restaurar el uso de la toga y el birrete en los juicios.
—El señor Presidente es injusto. También decretó, apenas posesionado de su cartera, que jueces por oposición presidiesen los tribunales populares y sólo la bandera republicana, no la de ningún partido, flotase sobre las cárceles.
—Sin embargo, Bosch, las cárceles secretas son aún realidad intolerable, como es un hecho el crimen político en aquéllas, aunque ahora ocurra de tapadillo. Apenas posesionado Irujo de su cartera, como usted dice, tuvimos el secuestro y la desaparición, nunca aclarada, de Andrés Nin, el trotskista y también consejero de su Generalidad, en el río revuelto del principio de la guerra. Lo asesinó la enemiga de los rusos y sus estalinistas locales, sin que sepamos todavía cómo ni dónde lo despenaron. Ni usted, en nombre de la Generalidad, ni Irujo, ni Zugazagoitia, el entonces titular de Gobernación, ni Negrín, ni yo mismo conseguimos prevenir ni averiguar lo ocurrido. Ante tales desafueros, se me da una higa que los jueces lleven birrete o capirote en los juicios.
—Todo esto es muy cierto y más, por desdicha, venimos a contarle —asiente Pi y Sunyer—. No obstante, reconocerá usted cuánto, ¡qué es mucho!, hicieron Bosch e Irujo por restaurar la justicia.
—No lo negué nunca; pero me temo que en fin de cuentas sea bien poco, porque, en este país irreal, todo tiende a ser nada y de la nada nada sabemos.
Míranse un instante Bosch y Pi, a hurtadillas y como si vacilaran en creerme el escepticismo, desenfado o demencia. Al cabo aquél prosigue, en tono quedo, tan lento como preciso, a la vez paciente y profesoral.
—Como era deseo suyo, señor Presidente, sinceramente compartido por nosotros, acordamos Irujo y yo normalizar, en lo posible, las relaciones con la Iglesia. En julio del año pasado, solicitó él la venia del Gobierno para reanudar el culto público, amén su autorización para crear un registro de órdenes y confesiones y un comisariato de asuntos religiosos.
—Lo recuerdo muy bien —corroboro, un tanto impaciente—, pues seguí las propuestas con profundo interés. El Consejo no estimó necesario un decreto para restablecer la libertad de cultos, ni juzgó aquel entonces tiempo adecuado para la apertura de las iglesias, si bien se abstuvo de prohibir las prácticas religiosas en capillas privadas.
—Una de éstas permanece abierta desde entonces en la plaza del Pino —prosigue Bosch Gimpera—. Allí de facto aunque no de iure es público el culto y lo atienden personajes oficiales además de muchos fieles. Aquéllos tampoco se recatan, por cierto, de asistir a los entierros católicos. En Barcelona, ha ejercido oficiosamente de vicario general, durante toda la guerra, el predicador José María Torrents. Al principio, en la clandestinidad; ahora, a sabiendas nuestras. Le ofrecimos abrir la iglesia de San Severo, pero no accedió. En la Consejería de Justicia de la Generalidad, una de mis primeras medidas fue la redención de los sacerdotes injustamente apresados. Ciento cuarenta y seis quedaron libres, sólo en septiembre del año pasado, en la Cárcel Modelo. En marzo de éste, Prieto destinó a servicios sanitarios a los religiosos movilizados. En agosto ordené se facilitasen auxilios espirituales a cuantos reclusos los exigieran en Cataluña, y medidas parejas cursó Negrín para el frente. En febrero, se concedió el beneplácito a monseñor Fontenelle, prelado de cámara del Papa y canónigo de San Pedro, como enviado oficioso de la Santa Sede cerca de la República. A la vez, como usted bien sabe, invitose al cardenal Vidal y Barraquer, libremente exiliado en el cenobio de La Farneta, lejos de unos y de otros, a volver a Tarragona. La carta era de Irujo y la redactó en febrero, si mal no recuerdo.
—Sé también que el Cardenal rehusó la oferta, como era de prever. Irujo me mostró su réplica, que en parte era bien absurda. Vidal y Barraquer declinaba toda visita a su arzobispado, para no desprestigiarse ante sacerdotes y seglares perseguidos antes pro nomine Christi. Hasta aquí, su actitud me parece admirable, aunque desdiga nuestros propósitos. Al punto, empero, ofrecíase como rehén, junto con su secretario, a cambio de la libertad de los curas presos. Eso, naturalmente, era un trueno de teatro, pues no ignoraba lo inaceptable de tal propuesta. Avalábala con razones del todo erradas, alegando que «la práctica de la caridad» era el único camino «para atraerse a las clases populares». La compasión bien entendida convirtiose en demagogia de la Iglesia. Ésta todavía no ha comprendido que no se trata aquí de misericordia, sino de justicia; pero quizá lo alcance dentro de unos años. El pueblo, a su modo y manera, percíbelo ya. De ahí que muerda la mano o la lengua que lo halagan y se someta luego a la coz y el látigo. En fin, discúlpenme ustedes tanta nota a pie de página. Prosiga, por favor, Bosch.
—Casi concluí con el capitulo de nuestras relaciones con la Iglesia. Para diciembre, las normalizará el restablecimiento del comisariato de cultos.
—Hasta ahora me expuso usted sólo logros —impaciéntome una vez más—. ¿Acaso no tiene quejas del Gobierno de la República?
—Las tengo y bien graves, señor Presidente.
—Vamos a oírlas.
—Empezaré por los Tribunales de Guardia.
—¿Los Tribunales de Guardia? Éstos se constituyeron, si mal no recuerdo, antes de la crisis de abril, cuando Irujo era todavía ministro…
—Exactamente, pero lo hubieran llevado a la renuncia de no plantearse el cambio de Gobierno. Como me declaró una vez acerca de aquellas instituciones, él ya no podía más. «Yo tampoco», condije. Creáronse los Tribunales de Guardia para juzgar delitos graves contra la seguridad del Estado. Los componen un juez de carrera; un oficial, representante del ministerio de Defensa y por lo común del Servicio de Investigación Militar, y un representante del orden público, léase policía. El ministerio de Justicia nombra a los tres, sin intervención nuestra, aun cuando actúen en Cataluña.
—Desde su punto de vista, presumo que interpreta todo esto como una violación del Estatuto.
—No deja de serlo, sin duda, el establecimiento de dichos organismos y su jurisdicción en territorio de la Generalidad —afirma Bosch ignorando mi ironía—. Sería admisible, sin embargo, en tiempos de guerra, motivado por las circunstancias. Mi protesta, sin embargo, supera esos distingos. El proceder de los tribunales resulta un atentado a los derechos del hombre.
—No dejaba de sospecharlo, pero desconocía los peores excesos.
—Cuando las sentencias eran más o menos correctas, las estudiábamos en mi Consejería de la Generalidad antes de tramitarlas. Luego las cursábamos con un memorándum nuestro, señalando sus irregularidades. Desde abril, cuando Irujo pasó a ministro sin cartera, los tribunales fundan sus condenas en confesiones obtenidas por el SIM a través de repugnantes tormentos. Los jueces son impotentes para impedir o remediar tales abusos. Como el nuevo ministro de Justicia, González Peña, la mayoría de los agentes del SIM son antiguos mineros asturianos, participantes en la revuelta del 34 y a su vez torturados entonces. Vivimos la eterna historia de la vesania vuelta rencor, renacida en otro sadismo, que alcanza ahora un ensañamiento inconcebible. A mí sólo me cabe alzar quejas oficiosas, ante ministros amigos, como Irujo, Giral y Aiguadé, sobre los procedimientos del SIM, los procesos de los Tribunales de Guardia y las detenciones injustificadas. Ellos, huelga acotarlo, poco pueden hacer tirando a nada.
—Supongo que ésta no es todavía la historia entera.
—No, señor, no lo es. Reservé para el final las peores atrocidades. En abril, a instancias mías, se las describió Companys al doctor Negrín, en vano y en una carta de cinco carillas. En marzo, con evidente menosprecio y atropello para la Generalidad y sin previa comunicación o denuncia, agentes del SIM, y por tanto de la República, irrumpieron en la cárcel de Figueras y mataron a un funcionario que los había denunciado. Se le declaró suicida; pero amaneció en un campo al día siguiente, con la nuca descalabrada a balazos. Fue aquél el primero de una serie de asesinatos, perpetrados la primavera pasada por cuenta de la policía del Gobierno. Crímenes que, por cierto, prosiguen todavía. El SIM cuenta con cárceles propias en Barcelona, entre ellas la de la calle de Zaragoza y el antiguo Seminario Conciliar. Ni que decir tiene que nos vedaron el acceso a esas prisiones; pero las infamias allí perpetradas traspasan los muros.
—Muchas, en efecto, llegaron a mis oídos para mi desesperación. Se las expuse a Negrín y prometió investigarlas. Pero que yo sepa, nada se ha hecho aún.
—Otra cárcel en Barcelona, del Gobierno de la República, era el Villa de Madrid, anclado en el puerto. A primeros de abril, me telefonearon que miembros armados del SIM habían secuestrado la víspera diecinueve presos, fusilados luego en la playa de Garraf. Conservo esta cicatriz en la mano izquierda, resulta de un tajo que me abrí, partiendo a puñetazos el vidrio de mi escribanía. Apenas despachada mi protesta, llegáronme nuevas de otros cadáveres aparecidos en Igualada y también correspondientes a diversos presos. Desde la última crisis, en agosto, cuando el señor Presidente se negó a firmar la organización militar de los servicios de justicia, en otras palabras su entrega al SIM, éste resultó a efectos prácticos la sola y absoluta fuerza de represión gubernativa. El doctor Negrín hace oídos de mercader, como es hábito suyo, a toda probada protesta. Recurrimos a usted porque fue siempre amigo de Cataluña.
—Soy amigo de Cataluña, pero también lo soy de León y de Granada. Cuando llegué a la política, llevaba largo tiempo vivo el complejo de discordias irritantes llamado problema catalán. Cuando presidí por primera vez el Gobierno, ya se había planteado en el Parlamento la cuestión de su Estatuto. Ni ésta ni aquél fueron inventos míos. Me apliqué a resolver «el hecho diferencial», como suelen decir ahora, no pensando única ni precisamente en la satisfacción de ustedes, sino en la concordia del país entero. (Ese país de cuyo nombre no puedo o no quiero, no quiero o no puedo acordarme ahora). Por lo visto, sin embargo, resulta más hacedero crear una ley que satisfaga a Cataluña que arrancar de raíz esa recelosa idiosincrasia de pueblo incomprendido y vejado que padecen muchos catalanes. Si yo lo fuese, con mi temple tal sentimiento me avergonzaría.
—Nada ganaremos con este tipo de consideraciones, señor Presidente —díceme Pi, respetuoso pero adusto—. Nadie puede asumir la entidad ajena.
—Ciertamente; pero usted y Bosch fueron bien francos conmigo y yo quiero hablarles con parecida veracidad, sin ánimo de ofenderlos. En un tiempo creí tener cierto ascendiente de consejero desinteresado, en Cataluña. Desde octubre del 34, y sobre todo desde mayo del año pasado, estoy convencido de que ése no ha sido nunca el caso. Del título de amigo, que con justicia me confieren, ni ustedes ni yo hemos derivado utilidad alguna para el interés público. Deseo que se mantenga el Estatuto, pero completo, con todos sus órganos. El despotismo de unos hombres o de unos grupos, en Barcelona, abrogando las garantías y violando los límites del Estado no es la autonomía.
—En esta guerra, donde tantos infortunios sucedieron, la Generalidad no ha proclamado nunca una revolución nacionalista o separatista —vuelve a cortarme Pi.
—Querían pasarla a favor de los desmanes que trajo la contienda —arguyo, cada vez más destemplado, aunque en apariencia contenido—. Aspiraban a un programa del 6 de octubre de 1934, corregido y puesto al día. Si entonces no pudieron contar con el apoyo de los sindicatos, a los que nada importaba el Estatuto, aprovecharon el levantamiento de julio y el desorden posterior, para medrar sin tasa, a costa del desamparo militar del Estado.
—Lo ocurrido en Cataluña era una cosa viva, callejera… —replica Pi y Sunyer, vacilante.
—¿Quiere decirme que se valen de lo «vivo» y «callejero», aunque sea desatinado desorden, como pretexto para sus propios fines?
—En aquellas circunstancias, todos los partidos de la República quisieron hacerse con posiciones favorables para salvaguardarse en la paz —argumenta Pi.
—Desdichadamente, es bien cierto; pero en Barcelona había un Gobierno regular y responsable. Por lo demás, gane quien gane esta guerra, sus ambiciones hubieran resultado vanas. Usted me oyó predecirles, en octubre del 34, que toda asonada suya terminaría en un descalabro. Mayor, mucho mayor, sin duda, sería el del 6 de octubre ampliado que apercibían esta vez. De restablecerse la paz en seguida, aun teniendo ustedes todos los triunfos en la mano, incluidas las Baleares, la reacción a sus excesos hubiera sido terrible y el resto del país se habría revuelto contra sus desmanes.
—No tiene objeto rehacer hipotéticamente la historia que nunca fue, señor Presidente. Bastante trabajo nos cuesta a todos vivir la actual —sonriese Bosch Gimpera.
—De acuerdo, Bosch, me ceñiré a ésta. ¡Bien sé que muchas de las usurpaciones, al principio de la guerra, las realizaban los sindicatos, la FAI! Lo hicieron, sin embargo, con la tolerancia o la connivencia de la Generalidad. No puedo llamar de otro modo a su inhibición ante los hechos consumados. Al mismo tiempo, apoderábase del Banco, así como de otros establecimientos y servicios, con el pretexto de impedir así que los anarquistas se hicieran con ellos.
—En aquel tiempo pudieron usurparlos —replica Pi y Sunyer.
—Por culpa de ustedes: por haber perdido o declinado cualquier autoridad, aun la más elemental. Quéjanse ahora, con toda razón, del forzado vasallaje de los republicanos catalanes a los comunistas, al amparo del Gobierno…
—¿Acaso no es cierto? —corta Pi de nuevo.
—Sí, sí lo es, en Cataluña y en toda otra parte. Yo mismo, como le dije a veces a Negrín, soy un Presidente desamortizado y desposeído. Pero ustedes se hicieron ya al vasallaje y han vivido largo tiempo dominados por la Confederación del Trabajo y por la FAI. Moralmente, creo tienen poca razón para quejarse y casi huelgan sus protestas. Durante mucho tiempo, la Generalidad había casi desaparecido, y sus consejeros eran meros delegados fantasmales, desposeídos de toda capacidad administrativa. Recuerdo muy bien el par de visitas que usted me hizo, amigo Pi y Sunyer, cuando aún era alcalde de Barcelona. No se me olvidaron su congoja, su desaliento y su desesperanza, porque nada, absolutamente nada, representaba en su alcaldía.
—Tampoco yo eché en saco roto aquella época, señor Presidente; pero debo repetirle el reparo de Bosch a tales argumentos y remembranzas. No vivimos la historia pasada, sino otra, para nosotros igualmente injusta y desdichada.
—Su «historia pasada» está bien cercana y el presente es su consecuencia. La Generalidad, cuyo Presidente es el representante de la República en Cataluña, como ahora recuerda Companys, ha permanecido durante mucho tiempo en estado de casi abierta insurrección. Cuando se suprimió la Consejería de Defensa y se rescataron los servicios de orden público, Cataluña amaneció aliviada. El propio Tarradellas me había admitido la conveniencia de aquellas medidas, en varias ocasiones. Añádase al balance de cargos el tono propio de periódicos, arengas y soflamas catalanes, del todo inaceptable en el federalismo más amplio. Pasando a los hechos, recuerden las delegaciones de la Generalidad en el extranjero, como si fuese poder soberano; el eje Barcelona–Bilbao; la emisión de billetes por parte de ustedes, pura moneda falsa al parecer de Nicolau d’Olwer, sin consultar, sin prevenir al Gobierno. Protestan por la entrada de cientos de agentes comunistas en la policía. Los mandos de orden público exigían, sin embargo, una severa reorganización, pues nadie que haya ejercido funciones de autoridad en Barcelona en los tiempos pasados está capacitado para seguir desempeñándolas. Lo trágico de nuestro dilema es que al parecer, y según informe de Bosch, se suple ahora un terror por otro. La opinión pública no se percató puntualmente de los abusos de la Generalidad. Sólo desde mayo del año pasado empezaron éstos a enderezarse, aunque, como ustedes lo exponen, cométanse también intolerables desafueros por parte del Gobierno. La nacionalización de las industrias de guerra, que tanto los subleva y yo firmé en agosto, era a mi ver imprescindible. Todas debieran haber estado bajo la dirección superior del ministerio de Defensa, desde el principio de esta catástrofe. Hasta la batalla del Ebro, estaba muy extendida la creencia de que Cataluña no cooperaba en la lucha como debiera. Si vencemos, todo ello puede tener consecuencias inesperadas y desagradables. Desde mi punto de vista, el porvenir de la autonomía dependerá de su respeto a los textos vigentes. No es preciso que observen otros nuevos.
Calla Bosch, aunque advierto su airada discrepancia. Pi y Sunyer, a quien sin duda disté también de haber convencido, parece exhausto. Para no separarnos bajo una impresión penosa, o quizá por sentirlo de veras, díceme al cabo:
—Bueno, esperemos que todo se vaya arreglando, con un poco de buena voluntad por ambas partes.
—Confiémoslo así —asiento y al punto, en un brusco arrebato bien impropio de mi naturaleza, exclamo casi a gritos—: pero ¡Santo Dios!, ¿acaso no advierten ustedes lo descabellado de esta circunstancia?
—¿Esta circunstancia, señor Presidente?… —inquiere Pi, asombrado.
—La conversa entre los tres. La batalla del Ebro ha concluido. No ha hecho sino demorar unos meses nuestra derrota. Hoy, mañana, a más tardar por adviento o navidades, el enemigo desatará su última ofensiva en Cataluña. Nuestro destino es tan irreparable como irrevocable; lo fue de hecho desde el principio de esta tragedia. Saldremos de aquí a pie, como siempre lo predije, y lo haremos Pirineos arriba en enero o en febrero. ¿Para quién representamos hoy esta farsa, con tal fervor, con tanta veracidad, disputando y acusándonos en vano y en nombre de un porvenir que de hecho sabemos por completo perdido? ¿Qué fuerza nos obliga a cumplir con la verdad de nuestra conciencia, aunque acaso ésta no exista, como le dije en Valencia al padre Isidoro?
—¿El padre Isidoro?… —pregunta Pi y Sunyer.
—Un antiguo profesor mío, en El Escorial. Nos volvimos a ver el año pasado en Valencia y creo terminamos preguntándonos si no sería el hombre la conciencia soñada y culpable del universo. Sólo ahora, mientras nosotros argumentamos, advierto, sin embargo, de modo tan evidente como irrecusable, el drama absurdo que nos tocó recitar.
—Un drama, a sabiendas de cuyo final procedemos como si el desenlace fuese otro, del todo contrario al que cada vez se avecina de forma más clara e irremediable —precisa y concluye Bosch Gimpera.
—Estamos perdidos; pero argumentamos como si fuésemos a vencer, aun disputándonos la paz después de la victoria. Cuando lo hacía Negrín, creí sus desbarros demencia o cinismo. Ahora me percato de que ustedes y yo mismo procedemos exactamente igual. ¿Quién nos obliga a poner en escena esta tragicomedia y para quién, repito, la representamos con tanta convicción?
—No lo sé —dice Pi, sacudiendo la cabeza—. En todo caso, es una farsa muy triste.
—Es una guerra civil —asiento—. No la grande y visible, que pronto habrá terminado, sino otra soterraña y no menos feroz. Contienda civil y salvaje ha sido nuestra zona en estos dos años. Ustedes, la Generalidad, contra el Gobierno y el Gobierno contra la Generalidad; anarquistas contra comunistas, comunistas contra trotskistas y anarquistas; militares profesionales contra el PC en el ejército y éste contra aquéllos. En lo alto, como una burda sátira de tanta discordia, mis desaforados pleitos con Negrín. Bien, ahora hemos perdido, y la derrota nos servirá para realizar un detenido examen de la conciencia ajena. Por generaciones, acaso por siglos enteros, seguiremos culpándonos los unos a los otros en memorias y testamentos. Los más feroces en sus condenas serán, claro está, los conversos. Todo esto es demasiado irreal para ser sólo cierto. Cada vez estoy más convencido de que el universo es sólo el sueño de alguien, ignoro de quién. La pesadilla, empero, deviene a su vez espectáculo para otros que la espían, inadvertidos por los soñados. No cabe otra explicación para nuestras discordias de hienas. Todos, a la vez y sin percatarlo, cumplimos un cruel ritual que trasciende.
Oscureció. (Más tarde, en París, cuando también nos anochezca en aquella triste tertulia de la Embajada, recordaré esta súbita atardecida de otoño). Hay un largo silencio en las sombras y yo pienso en aquella Generalidad, alumbrada con velas la noche del 18 de julio, que me describía Vicente Guarner; pero los tres permanecemos inmóviles, ensimismados en la tiniebla.
—Estoy terriblemente cansado —dice Pi y Sunyer.