DESDE EL 9 DE FEBRERO estoy en nuestra Embajada en París. La víspera, de anochecida, me vengo de Collonges–sous–Salève, con Cipriano y el comandante Parra. Como aquel pueblo cae más cerca de Ginebra que de Bellegarde, allí tomamos el expreso de Francia, después de cruzar la frontera, Sarabia, que dejó a su familia en Marsella, nos espera en la gare de Lyon, a la mañana siguiente, con el embajador Marcelino Pascua y un funcionario del Quai d’Orsay, en misión malhumorada y protocolaria.
Tampoco está de mejor talante Pascua, a quien conozco bastante. Es médico, como Negrín, y además su protegido. Le enoja mi presencia en la Embajada y no me oculta su desdén. Tenía en Madrid un perro siberiano llamado Barbitas, y cada día telefoneaba desde París, inquiriendo por el can. En un viaje se lo trajo y armó inenarrable marimorena en el expreso, cuando el revisor quiso llevárselo de su compartimiento, pese a ser Pascua embajador. A voces, saliose éste con la suya, y acaso sea su gesta nuestra mejor victoria diplomática en toda la guerra.
Antes de París, fue Pascua plenipotenciario en Moscú y de allí viene el Barbas. En sus viajes a Valencia, me visitaba en La Pobleta y siempre lo hallé entonces diferente y lúcido. En verano del 37, me aseguraba que Stalin carecía de propósito especial sobre nosotros. En un par de ocasiones se lo había reiterado el propio dictador. Nuestra tierra, en su opinión, no estaba apercibida para comunismo, ni era propicia a imponérselo. Aun adoptándolo, sería aquí efímera experiencia, rodeado el país de otros burgueses y hostiles. El afán soviético cifrábase en mantener la paz, pues sabían de sobra que la guerra comprometía su régimen, aún no reafirmado. Apenas contaban con escuadra y proponíanse construirla. La aviación era excelente, El ejército, vasto y disciplinado, no estaba libre de disensiones. Fusilando al mariscal Tukhachevski, daba Stalin una prueba de vigor y de audacia; pero admitía a los ojos del mundo grave oposición a su Gobierno.
Stalin estaba dispuesto a abastecernos de material de guerra mientras un bloqueo más riguroso, en cuya posibilidad descreía, no lo impidiese. Nos apremiaba, empero, a avivar la producción, para reducir el ruinoso gasto soviético, que al ver de Pascua sería pronto intolerable. «A mí me parece —le dije—, en contra de lo que por ahí se cree, que la cooperación rusa tiene un límite, que no es el posible bloqueo, sino la amistad oficial inglesa. Opino que la URSS no hará en favor nuestro nada que enturbie sus relaciones con Inglaterra ni comprometa su posición política ante sus amistades occidentales». «Esto no ofrece ninguna duda —asintió Pascua—. Para la URSS, nuestra guerra es baza menor. Stalin sospecha que Inglaterra desea ver a la Unión Soviética, Alemania e Italia metidas aquí de bruces, quebrantándose militarmente. Por su parte, no está dispuesto a acceder, y sí a extremar la prudencia».
Ahora, en la Embajada, Pascua me rehúye e incordia. En sus reales diplomáticos rehúsa alojar a Cipriano; sólo admite a Sarabia y a Parra como ayudantes míos. A poco, hospeda allí a Álvarez del Vayo y al embajador en Londres, Pablo de Azcárate, recién llegados, mientras mi cuñado se cobija en un hotel. Por las mañanas Cipriano me recoge temprano y en un coche oficial, cedido por Pascua de mala gana, recorremos las calles de mis mocedades de estudiante con prebenda. Un día vamos hasta Saint–Denis, a ver la catedral y el panteón de los reyes. Al siguiente. Le Matin exhibe una foto mía en primera plana y debajo un delicioso entrefilet: «Después de quemar las iglesias de su tierra, recréase en la contemplación de nuestro Saint–Denis». Indígnase Cipriano, muy aspaventero. Yo me encojo de hombros.
Pasa el tiempo y Negrín no comparece, aunque aquí acordamos encontrarnos. Alívianme los tedios en la tertulia de las tardes, cuando por la Embajada recalan Giral, Casares, Largo Caballero, Martínez Barrio y los antiguos ministros Augusto Barcia y Antonio de Lara, para compartir un chocolatito claro, a la parisiense, con pastas de hojaldre. Noto de pronto que envejecemos, pues nos oscurece sin advertirlo, llegada la noche, y seguimos la charla, olvidados de las luces. En la penumbra, brillan siempre los claros ojos azules de Largo, admirados y recelosos. Les leo una carta de Negrín, donde suplica me traslade a Madrid, pues reina allí, según él, ánimo numantino. Todos convienen conmigo en lo disparatado del ruego en estas circunstancias. Las protestas de Largo son las más sonadas. Las de Martínez Barrio, que heredaría la Presidencia si yo dimitiese, las más reticentes.
Aquella misma noche, en los amenes de la cena, me visita Del Vayo con la misma embajada. Insiste en exigirme la presencia en Madrid, junto a mi pueblo y a la cabeza de la causa común. A él, ministro de Estado, el Gabinete y el propio Negrín le animan a quedarse en París, pero regresa.
—Como ministro de Estado, precisamente, no debiera volver usted a un frente con los días contados. Su puesto está aquí, esforzándose por inducir a los Gobiernos de Francia e Inglaterra a mediar con el enemigo para precaver represalias.
—Inglaterra y Francia se disponen al reconocimiento de Franco, y usted sin duda previene su dimisión tan pronto como la anuncien. Mi trabajo como diplomático ha concluido. Todo me llama a la Zona Central, donde prosigue la lucha. Usted debiera imitarme, señor Presidente.
—¿Dónde está ahora el general Rojo?
—Aquí, en Francia; creo que se niega a reintegrarse al estado mayor.
—Sabe perfectamente, mejor que nosotros si cabe, perdida la guerra.
—En todo caso, y aun suponiéndolo cierto, ¿qué puede pasarle a Su Excelencia en Madrid?
—No sea impertinente, Del Vayo. A mí nada, como a usted tampoco. En última instancia, tendríamos nosotros un aeroplano. Pero ¿y los demás? ¿Los que se quedan?
—Bien, si usted no me acompaña, me iré solo a que me corten la cabeza —sonriese con vanidosa tristura y me tiende la mano—. Estoy seguro de que el señor Presidente admitirá conmigo que, incluso en el fracaso, nuestro admirable pueblo no ha sido vencido.
—Nuestro pueblo será tan admirable como usted quiera, como todos los pueblos, en fin de cuentas. Nunca supe a ciencia cierta qué significan encomios como el suyo. Nuestro pueblo, sin embargo, es una cantera. Para sacar de allí una estatua, es preciso labrar la piedra. Entre nosotros está todo siempre por hacer, porque nos limitamos a repetir lo hecho. Nuestro porvenir es impredecible, precisamente porque el presente suele copiar el pasado.
A la mañana siguiente coinciden en la Embajada los generales Rojo e Hidalgo de Cisneros. Jefe de las fuerzas aéreas, es comunista éste, aunque venido de requetés vitorianos de alcurnia y descendiente de virreyes. Hacen antesala para ver a Pascua, quien concede entre tanto larga audiencia a un ministro francés. A través de Parra, los invito a mis habitaciones y pido su parecer sobre el desastre. Despáchase Rojo en los mismos términos que lo hiciera en La Bajol. Hidalgo de Cisneros, más reticente, juzga posible la resistencia en la Zona Central, si Francia permite el traslado allí del ejercito del Ebro, huido de Cataluña. Es Hidalgo hombre aún joven, enjuto, encanecido y nervioso. De talla y rasgos muy patricios, fuma constantemente y habla con voz titubeante.
—Para mí, la opinión de ustedes tiene en estos momentos suma importancia —les digo—. Son los suyos los pareceres del jefe del estado mayor y del jefe de la aviación de la República. Creo que no tendrán inconveniente en darme por escrito cuanto han manifestado aquí, de palabra.
Rojo manifiesta su acuerdo, con gesto de fatiga, como si a aquellas alturas su dictamen se le hiciera del todo baladí. Al día siguiente discúlpase, sin embargo, por carta y no envía el informe. Vacila Hidalgo; pero promete el suyo. Después de hablar con Pascua, dícese dispuesto a cursar el documento «por conducto reglamentario», a través del ministerio de Defensa, que, naturalmente, preside Negrín. Lo despacho a cajas destempladas y, muy erguido en su delgadez, aírase el hombre. Al despedirse, estalla:
—Le recuerdo y remito, señor Presidente, a sus propias palabras en uno de los últimos consejos de ministros que presidió. Según me las citaron, fueron parecidas a éstas: «¿Cuándo se va a expulsar de la comunidad nacional a los señores que están en el extranjero, ajenos a nuestra tragedia? ¿Necesitamos todavía esperar más tiempo para retirarles una condición que han perdido?». ¿Me equivoco, Excelencia, o tales fueron, en verdad, sus preguntas?
Ni le replico, por dignidad. De espaldas a él, contemplo la calle, donde cae aguanieve. Silenciosamente, retírase Ignacio Hidalgo de Cisneros. No es la suya la única impertinencia con que me toca pechar estos días. El servicio, en la Embajada, demórase o desaparece a la hora de atenderme. Parra y Sarabia no me ofrecen ninguna explicación, ni yo se la reclamo. Es Cipriano quien me informa de la protesta de unos ordenanzas, padres de soldados en Madrid, quienes me niegan todo cuidado por juzgarme un desertor. Con grandes trabajos, el propio Pascua consigue hacerlos mudar de actitud, aunque no de parecer. Más me duele la enemiga de esos lacayos que la de Hidalgo de Cisneros. Pascua no me ahorra la suya. En una cena, esas cenas de la Embajada donde abundan los vinos añejos, almacenados de antiguo en la bodega, pero escasea ya la vianda, hace inesperada y rimbombante crítica de lo que él llama «la huella asiática de la Unión Soviética». Servilismo y halago increíbles. Resignación ante enormes afrentas. Cuenta la entrada de Stalin en la gran asamblea, donde se aprueba el proyecto constitucional. Cinco minutos de aplausos. Concluida la ovación, inicia otra el ministro y miembro del Soviet Supremo, Lazar Kaganovitch. Y, al terminarse, emprende la tercera el Presidente de la República. Todo a mayor gloria de Stalin, «padre de los pueblos», quien acoge impasible las palmadas, a un tris del tedio. Tanta adulación, replico, achicaríase junto a la prodigada a Negrín si ganase la guerra. Casi merece la pena perderla para no presenciarlo. Pascua farfulla una disculpa y abandona la mesa. No vuelve a compartirla con nosotros.
El mismo Giral se indigna con mis críticas a Negrín, en la tertulia de la tarde y sale también de estampía, en un repentón. De inmediato, con idéntica brusquedad, lo recuerdo en el Palacio Nacional, aquel día de agosto del 36, en que asaltaron la Cárcel Modelo, para asesinar tantos presos. Lloraba Giral, jefe de Gobierno entonces, ante los Tiépolos de las paredes tapizadas de amarillo. Me llevé las manos al cuello y le grité a chillidos, que debieron de oírse en la propia antecámara: «¡Esto no, esto no! Me asquea la sangre. Estoy hasta aquí. ¡Nos ahogará a todos!». No le dura ahora el enfado. Vuelve al día siguiente, más sumiso, y quéjase de unas declaraciones hechas en Collonges–sous–Salève por la mujer de Cipriano, diciendo a la prensa que, a poder yo, apalabrara la paz. Replico, encogiéndome de hombros, que cuando tantos que deberían hablar callan, disculpo indiscreciones de familiares, al afirmar verdades que además no me perjudican.
Poco a poco, entramos de cabeza en las postrimerías. Monsieur Jules Henry, último embajador nominal de Francia cerca de la República, cita a Cipriano en el bar de un hotel y dícele que el ministro de Estado inglés, lord Halifax, ofrece en vano sus oficios a Negrín para negociar la paz. Consciente de su fuerza, afirma en su cable Negrín que cree el Gobierno de la República del todo innecesaria la intervención extranjera en la guerra civil. Entre tanto, Bonnet, el titular francés de Negocios Extranjeros, pide a Del Vayo unas listas de gentes políticamente comprometidas, que debieran escapar a Francia, en previsión de un armisticio. Demóralas Vayo y al cabo las niega, alegando que exceden en mucho los diez mil nombres primero acordados. Henry asegura a Cipriano que, el martes siguiente, un diputado preguntará en la Cámara cuándo reconoce Francia a Franco y el Gobierno tomará en consideración su demanda. Para el lunes 27 de febrero anuncia Henry, cariacontecido y en un cuchicheo, el reconocimiento oficial de Burgos por Inglaterra y Francia. El domingo volveré a Collonges después del concierto de Weingartner en la Ópera Cómica, para el cual ya adquirimos billete. A la mañana siguiente, redactaré mi dimisión.
Aquel mismo día, mientras Cipriano me cuenta su entrevista con el embajador, llega Méndez Aspe, nuestro ministro de Hacienda. Es la primera visita que me dispensa. Tuve que salir de Cataluña sin haber conseguido del Centro Oficial de Contratación de Moneda el cambio en francos de mi último sueldo, aunque en La Bajol Méndez Aspe y yo fuésemos casi vecinos: vivía él en la mina de talco, con parte del Prado, y yo en la última casa del pueblo. En abril del 38 y en previsión del corte del frente del Este por Vinaroz, llevaron los cuadros de Valencia a Perelada. Allí estaban en grave peligro de bombardeo, pues en los jardines del castillo había un parque de material de guerra y faltaban requisitos para la conservación de las pinturas. Exasperado, por mi parte, hablé de ello con Méndez Aspe, después de mi discurso en el Ayuntamiento de Barcelona, el 18 de julio: «¿Puede usted descansar en paz, con el Prado en la conciencia?». Me juró que no.
—El Gobierno propone a Su Excelencia la firma de dos decretos —díceme ahora—: uno, enajenando todos los bienes muebles e inmuebles del Estado, en el extranjero, a una sociedad anónima. Otro, vendiendo a la URSS y a buen precio barcos nuestros, retenidos en la Unión Soviética, en garantía de deudas por el material de guerra allí adquirido.
—El segundo decreto se lo firmo en seguida. En fin de cuentas, si Rusia iba a posesionarse de los buques de todos modos, más vale se avenga a pagarnos estos millones, por la diferencia entre nuestra deuda y el valor de los barcos. El primer decreto rehúso firmarlo. No quiero pasar a última hora por ladrón de unos bienes que pertenecen al país, sea cual sea el Gobierno que reconozca el extranjero.
—Con los recursos de la venta se establecería un fondo de ayuda a los refugiados.
—No me convencerá usted. Si me avengo a firmar, mi aquiescencia es por demás inútil. ¿Cree usted de veras que Francia avalaría la venta del edificio de nuestra Embajada en París, en vísperas de su reconocimiento del Gobierno de Franco?
—El doctor Negrín me encarga le pregunte, muy confidencialmente, si Su Excelencia sigue dispuesto a dimitir la presidencia en caso de producirse ese reconocimiento.
—No caben confidencias cuando el secreteo es a voces, Méndez Aspe. El lunes, Inglaterra y Francia darán por bueno el Régimen de Burgos. El lunes renunciaré a mi magistratura. La mantuve, con la inútil esperanza de servirme de ella para ajustar una paz en condiciones humanitarias. El reconocimiento de Franco por las democracias me priva de toda representación jurídica internacional para hacerme oír de los gobiernos extranjeros. Ya no soy nadie.
—¿Y antes de dimitir se niega a firmar el primer decreto?
—Absolutamente.
El domingo por la mañana, preparo un equipaje cada vez más reducido y recojo mi último sueldo, tras buenos debates con la tesorería de la Embajada. Obstínanse, aunque no lo consiento, en pagarme en billetes de Negrín (pronto serán papel mojado), en vez de francos franceses. Por la tarde, con Cipriano, Sarabia y Parra asisto al concierto de Weingartner, medio hundidos en las sombras de un palco. Es mi último día en París. Con lúcido desapego, el hombre del espíritu presiente que no volveré nunca más. Pronto, aunque no antes de lo que Negrín espera, empezará la guerra europea y estarán aquí los alemanes. El hombre de la carne retráese y solloza sin lágrimas, entrañas adentro. Evoca el pasado distante, con la misma nitidez que el del espíritu presagia el porvenir. Mi primer viaje a París. Otoño de 1910 o de 1911. Primera vuelta por los muelles. Rue Royale, la Madeleine, les boulevards. Un cielo alto y blanco. El Teatro de Cluny junto a mi fonda. ¿Dónde echar estas cartas? No me decido a entrar en el Olympia. Mal tiempo. Deshójanse en la lluvia los castaños de Indias. El señor Congosto y sus gafas de concha. El obrero que pide ingresar en un hospital, y no le admiten porque no tiene domicilio. Mr. le Consul: «No tengo nada que darle a usted; ¡cómo no le dé esta levita que llevo puesta!». Los aplausos me avientan los recuerdos. Weingartner sube al podio. Saluda muy rígido al público, los brazos pegados al cuerpo. ¡Cómo encaneció en estos años! Tiene la cabeza blanca por completo: de una blancura rizosa, de vellón lavado y puesto a secar al sol.
Lueñas y cercanas suenan las primeras flautas. Bandadas de pájaros revolotean, en piular unánime. La brisa peina los prados. Grandes nubes, preñadas de lluvia y de negrura, oscurecen el sol. De pronto, con la misma impensada presteza, deshácense a jirones: fúndense en el azul brillante. La Pastoral devuélveme al jardín del Luxemburgo, en aquel domingo de treinta años atrás. La amiga de los gorriones. Comen en su mano. El camarero me da un peso falso. Barrès y los suyos depositan coronas en la tumba de Turena y visitan la de Napoleón. Barrès: «¡Vamos a beber un vaso de gloria!». Público endomingado por la tarde en la plaza de la Concordia. Louvre. Gentío. Cedo y me voy. Un Greco y el Niño mendigo, de Murillo. Plaza del Carrousel. Las estatuas. Paseo hasta los Inválidos. Entre las nubes aparece un sol como una naranja.
Empieza el segundo movimiento. Beethoven, sordo como una tapia, tendido de costado en la pradera y el mentón en la mano, deléitase en la contemplación de la luz que tamizan los bosques. Todo es claro y luciente. Salta el arroyo por el lecho de guijarros pulidos. El tiempo irrevocable deshílase en la música. Tengo de nuevo treinta años. En un pronto inexplicable, perseguido por la soledad, tomo el metro y huyo a Notre–Dame. Es la hora de las vísperas. D’abord, au sens étymologique du mot, precísase el predicador. Apoyado en una columna, me embebo en el espectáculo: la iglesia gótica, el coro, el órgano. Cedo a la estética de las emociones. Tan de tarde en tarde, no son peligrosas.
Empieza la danza de los pastores en el tercer movimiento. Toca un alegre airecillo un oboe y un pesado piporro replica siempre con dos únicas notas, en clave de fa, solemnes, grotescas. El baile cobra ahora súbita viveza. Llegan faunos, de duras pezuñas, que chafan la hierba cenceña y chisporrotean en los cantos del camino. Bullen, brincan, ríen las mozas desmelenadas. De pronto, estalla la tronada seca. Retumba en los cielos y huyen los pastores. No puedo zafarme de mi abandono, de pardal alcalaíno, en esta noche espaciosa y templada de París. La soledad llénase de estrellas sobre los muelles ahora despoblados. De pechos en el Pont Neuf, miro correr lentísimo el Sena. De espaldas a la baranda, corcovado y esquelético, las manos en la boca del estómago, aparécese el obrero: «¿Usted no me reconoce?».
Ruge el viento. Corbachadas de lluvia abofetean los encinares. Silbos de flautín anuncian mayor tormenta. Diluvia ahora y los vendavales barren la ramada. El zigzag de los relámpagos precede a otros truenos. Dijérase una tempestad en la tierra aún tierna y recién parida. Como un pedrusco, suena el cuerpo en el Sena. Caerá de cabeza, salpicando la noche. Todos los rumores de las sombras, lo que brinca, lo que surca, lo que horada, enmudecen repentinamente y prosiguen luego su tenue concierto. Ni rastro del suicida en el agua. Libre de mi tullidez, me abalanzo sobre la baranda. Con voz de ido, bisbiséole al río: «Micho, micho, micho, la levita, la levita de Congosto».
Todo sonríe ahora. Cesó la tormenta. Reaparecen los pastores. A voces, por los cerros, llaman a sus rebaños. Los torrentes se adelgazan y resplandecen los cielos. En la calma, suenan de nuevo flautines, pipiritañas y campanilleos. La paz, plena y tibia, se funde poco a poco, en el silencio. De súbito aúllo. Es el mío un solo bramido, de cara al cielo estrellado, que llena la noche entera. Un grito sin ecos, perdido en el firmamento impasible como el muerto en el agua. Quedé abandonado en un París desierto: solo con el Sena, que corre mansamente bajo los puentes hacia tenues alamedas que pronto iluminará el amanecer.
Desde la Ópera Cómica vamos a la estación. No fue Pascua a despedirme; pero sí lo hizo Giral. En el andén, me reconoce un viejo vasco, y silenciosamente se quita la boina. No le respondo al saludo… Apenas arrancado el tren, vemos desde el ventano una estrella fugaz, que cruza los cielos y piérdese hacia poniente. Por la mañana, no nos apeamos en Ginebra, sino en Bellegarde, para rehuir a los periodistas. Allí nos espera Santos con el coche, como convinimos, y nos lleva a Collonges. Es un día diáfano y transparente: una amanecida de cristal de roca. Pero ya las primeras brumas embóscanse en lo alto del Salève. En la estación, compra Cipriano los periódicos de la madrugada. Anuncian todos, en primera plana, el reconocimiento de Burgos por Francia e Inglaterra. No me molesto en hojearlos. En La Prasle, como llaman a mi casa saboyana, me aguarda un correo de Negrín con urgentísima misiva suya. Una vez más apresúrase a confirmarme lo ya sabido. En nombre del Gobierno, me conmina a presentarme en Madrid y ofrece su renuncia si la estimo necesaria. Rompo la carta a pedazos bien chicos, en presencia del mensajero, sin mirarlo siquiera, y me encierro en el despacho para pergeñar la dimisión a la presidencia: «Ocurrida la derrota militar de la República, he cumplido el deber de recomendar y proponer al Gobierno…». Tacho de un plumazo y empiezo de nuevo: «Desde que el jefe del Estado Mayor Central, director responsable de las operaciones militares, me hizo saber, delante del Presidente del Consejo de Ministros, que la guerra estaba perdida para la República sin remedio alguno…».
Desde entonces, sí, desde entonces, repito por última vez, me esforcé, dentro de las obvias limitaciones del exilio, por alcanzar una paz en términos humanitarios, que ahorrase nuevos sacrificios. Nada conseguí. El reconocimiento de un gobierno legal en Burgos, por parte de Francia e Inglaterra, me priva de representación jurídica. (Casi sin percatarlo, repito palabra por palabra cuanto dijera a Méndez Aspe). Desaparecido además el aparato político del Estado, Parlamento y partidos, carezco de órganos consultivos y de acción para ejercer la presidencia de la República aun de modo nominal. No presenté mi dimisión al entrar en Francia, repito, con la infundada esperanza de aprovechar estas semanas en bien de la paz. La renuncia, en dos copias y por un propio de la Embajada, va dirigida a Martínez Barrio, quien hereda mi magistratura como Presidente de las Cortes, «a fin de que Vuestra Excelencia se digne a darle la tramitación que sea procedente». La otra copia es para José Giral, en representación del Gobierno y a sus señas en París: 5 rue de Châtillon.
—Ya verás —le digo a Cipriano— por qué se empeñaba Martínez Barrio en que yo no rehusase la presidencia, aun viviendo en París. No quería verse en este aprieto. Tampoco él regresará a Madrid, claro, aunque sea ahora Presidente de la República, mientras no elijan, ignoro cómo, a mi sucesor.
Al día siguiente, cuando la renuncia obra en poder de Giral y Martínez Barrio, reúno a los corresponsales extranjeros y se la leo en francés. La misma mañana llega un telegrama de Negrín, con saludos del Gobierno y testimonio de gratitud por mi función cumplida. Guardo el billete, en tres dobleces, en un bolsillo del chaleco. Fotos de la jornada en los diarios, me muestran calmo, casi sonriente y descubierto en el balcón de La Prasle, aunque muy pálido. En La Dépêche, de Toulouse, aquella semana, Rojo publica una carta abierta protestando no haber sido nunca «director responsable de las operaciones militares», aunque así lo escribía yo en mi dimisión. Encárgase Parra de desenojarlo por teléfono. Rehúso hablar con él y me olvido, por desprecio, de su atufo.
Partidos los corresponsales, me quedo a solas con Lawrence Fernsworth, quien lo fue del Times en nuestra guerra. Lo conozco de antiguo, simpatizo con él y le concedo una entrevista para la posteridad, pues no haré más declaraciones públicas, por fatiga y por respeto a mi condición de exiliado político. Hablamos más del pasado que del porvenir, que nada tiene de incierto, en tiempos tan revueltos pero predecibles. Quiere saber lo acaecido en el Palacio Nacional, la noche del 18 al 19 de julio de 1936. Se lo detallo.
—Di la guerra por inevitable y también por perdida aquella madrugada, cuando fracasó el Gabinete de Martínez Barrio. El pueblo estaba en la calle y extendíase el conflicto. Cada hora volvíalo más irrevocable. Si los militares hubiesen pactado con nosotros, los terratenientes lo hubieran hecho también. Les repetí a todos que nada, absolutamente nada, avalaba una catástrofe tan grande. Todo el mundo, sin embargo, quería matar. Somos así a veces y nadie puede detenernos entonces. Empezó la guerra y, aunque al principio vencimos en Madrid, en Barcelona, en las grandes ciudades, no dudé nunca del desenlace. El enemigo era poderoso y sabía cierta su victoria. Como Presidente de la República, mi deber estaba al frente del Gobierno. Allí permanecí. No cabía obrar de otro modo.
—Yo viví en Barcelona la misma madrugada: la del 19 de julio —rememora Fernsworth—. Subí a pie por las Ramblas, crucé la plaza de Cataluña y recorrí el paseo de Gracia, hasta la Diagonal. Llegué al Cinco de Oros casi con el alba y el primer tiroteo. Alrededor del obelisco a Pi y Margall, petardeaban ya las primeras descargas. Diríase una verbena tardía, a no ser por las voces de los animales, que convertían en infierno la barahúnda. Un cachorro invisible, encadenado, sabe Dios dónde, atorábase a ladridos. Gañía aún mucho después, concluida la matanza en el cruce. Bandadas de vencejos descendían chiando a las aceras, remontábanse de nuevo a los tejados. Más altas, aleteaban palomas asustadas. Refugiado en el quicial de una puerta cerrada, vi en el centro del arroyo a un basurero desesperado por arrastrar a su penco relinchante, parado allí con el carro. A pie o a la jineta, los guardias de asalto, los «panzudos», correteaban por doquier. Disparaban desde los portones y las puertas de las tiendas, parapetados en caballos moribundos, aún coceantes, y acuclillados al pie del monumento. Medíanse con tropas venidas por la Diagonal y con fusileros ocultos en los terrados. El Cinco de Oros era un alboroto de tiros, de piadas, de relinchos y ladridos. Así comenzó la guerra para mí.
Se marcha Fernsworth y permanezco solo largo rato, al pie del balcón, contemplando el Salève a través de los cristales, medio enturbiados por el anochecer. Por la pradera, camino de la arboleda, pasa Nascimento, embozado en una bufanda roja de punto. Con dos dedos hundidos hasta el gaznate, silba a su perro, y el canelo lo sigue corriendo. Buena parte del monte, nieves, pedregales y abetos prietos, está ya enfoscada por las sombras; pero el último resol le enciende aún la ladera.
Pienso a la vez en mi renuncia y en el concierto de ayer. En la paz, al cabo de la tormenta, Beethoven crea un mundo intacto, perfecto para un Dios, que es sólo el hombre. También Jorge Guillén, en poemas suyos como Las doce en el reloj, ofrécese idéntico regalo, no por poeta, supongo, sino por hijo de mujer, cuando dícese centro de todo alrededor, en el mediodía clarísimo. Para humanizar de tal modo la música en su sordera, para creer con tal fe en el hombre, debió de redescubrirlo sin duda Beethoven en su interior: en el dramático descenso al centro de sí mismo. Aldous Huxley proclama ser Dios el hallazgo del músico sordo, en uno de sus cuartetos tardíos: el helige Dankgesang. Tal es para Huxley la sola prueba verdadera de la existencia divina, pues Beethoven es el único ser capaz de expresar su conocimiento. Todo esto podría ser cierto; pero el sarcasmo del caso sálese por otro registro: quien no existe no es Dios, sino el hombre.
Dimitido, no perdí nada con mi renuncia. No tiene más realidad la República que presidí y rehusé, que la que mañana historiarán en palabras. Si el mundo no es el infierno de otro planeta, o la pesadilla de Dios, será el sueño del demonio. Tercamente repítelo en mí el hijo del espíritu, aunque el de la carne resístese a aceptarlo. En última instancia, subraya, aunque el hombre no sea, será cierto su sufrimiento. ¿Cómo negar el padecer, cuando su absurdo resulta tan manifiesto y evidente? Es la propia insensatez del penar, replica en mí el del espíritu, lo que me lleva a no creer en el hombre y de rechazo en el mundo. («Usted cree en el dolor, señor Presidente, como otros en el diablo, como una abstracción, ajena a los hombres, porque a éstos los niega»).
Oscureció ya. El Salève se hunde en la noche y tiritan en el cielo las estrellas. Desde ayer me repito en vano, sin particulares emociones, las mismas palabras. «Desde que el jefe del Estado Mayor Central, director responsable de las operaciones militares, me hizo saber, delante del Presidente del Consejo de Ministros, que la guerra estaba perdida para la República, sin remedio alguno…». No, con mi dimisión no renuncié a nada, porque nada existe. Llaman a la puerta del despacho. Pido que me dejen solo. Llegada la noche, acalláronse el viento y los bisbíseos del bosque. Un silencio perfecto envuelve La Prasle. La luna agranda la montaña y le platea los lomos. No puedo librarme de un sentimiento bien extraño: el de haber vivido antes este preciso instante. En otras palabras, todo, absolutamente todo, esta paz, esta quietud y mi propia indiferencia, me sabe a vieja memoria: a cosa sabida.
Si el mundo es el sueño de Dios o del demonio, quizá fuera soñado igual otras veces. Habría así una infinidad de diecinueves de julio, de campañas del Norte, de Brunetes, de Belchites, de asedios de Teruel, de batallas del Ebro y de caídas de Barcelona, idénticos a sí mismos: con una sola guerra civil por balance, eternamente igual a sí misma y siempre perdida por nosotros. El universo sería un caos, repetido y ensamblado con las mismas piezas y por las mismas fisuras.
Quisiera dialogar acerca de todo esto con Indalecio Prieto. Quizá comprendiera mis sentimientos sin compartirlos de lleno. Tal vez le asaltara a él idéntica sensación de déjà vu a escala universal, y siempre dentro de ajena pesadilla. De todos los hombres de la República, entre aquellos a quienes les tocó defenderla en la guerra, acaso él y yo éramos los más generosos, porque desde el principio la supimos derrotada. De hecho, fue hablando con Prieto, en enero de 1938 y después de nuestra toma de Teruel, cuando me asaltó por primera vez el convencimiento de revivir una vieja agonía. «¿Cuánto tardaremos en perder esta plaza, que tanto nos costó ganar?», le pregunté. «No mucho —repuso fríamente—. El contraataque enemigo será rápido y victorioso; pero mi objetivo es de estrategia política. Una victoria como ésta, si bien breve, al año y medio de estallada la guerra, es excelente base de apoyo para intentar una paz negociada». «No la conseguiremos —me sorprendí replicando—. La hemos perdido ya, como perderemos Teruel, en otro infierno parecido a éste». Me miró de hito en hito, con sus brillantes ojillos miopes y se encogió de hombros, con lento respingo de obeso: «Tal vez tenga usted razón, señor Presidente».