ME VISITAN EN PEDRALBES, cariacontecidos y circunspectos, Diego Abad de Santillán y Vicente Guarner.

Los tiempos, a no dudarlo, les justifican la adustez, pues el desastre se avecina por doquiera. Se hundió el frente de Aragón en marzo. El 4 de abril caía Lérida y el 15 el enemigo alcanzaba el Mediterráneo, por Vinaroz. Partieron la zona oriental y penetraron en Cataluña. Suyas son ya las centrales eléctricas de Tremp, que proveen de energía a esta zona. Un contraataque en aquel sector terminó, como todos, con nuestras fuerzas diezmadas en nuevo fracaso. En junio, perdimos Castellón y frustrose otra ofensiva en Extremadura. Burgos dijo que sólo avalaría la rendición incondicional, y el Nuncio presentó credenciales a Franco. El 18 de julio, hablé yo en el Ayuntamiento de Barcelona: «El daño ya está causado; ya no tiene remedio. Todos los intereses nacionales son solidarios, y, donde uno se quiebra los demás se precipitan en pos de la ruina, y lo mismo le alcanza al proletario que al burgués; al republicano que al fascista; a todos igual». Concluí pidiendo Paz, Piedad y Perdón. Por entonces, y en las fortificaciones de la Sierra de Espadán, detuvimos su ataque en el sector de Viver, cuando ya daban por caída a Valencia. Ahora vocéase por los cafés otro «sigiloso» empellón nuestro en el Ebro. Santos, mi secretario, me dice que en las Ramblas vio camiones cargados de barcas, camino de la estación de Francia. Será de nuevo la historia de siempre: un suceso jaleado que pronto acusa otra retirada. Entre tanto: más sangre, más dolor, más muerte.

Santillán es el teórico de la FAI, leonés, creo, aunque trasplantado mucho tiempo a Argentina. Le conozco el libro El organismo económico de la revolución, los expedientes policíacos y los años de cárcel que le enguijarran el camino. Fue consejero de la Generalidad en el 36, cuando los libertarios eran amos de Cataluña. Con Federica Montseny y García Oliver, medió en los sucesos de mayo, en pro de un alto el fuego. Desde entonces vive retraído y, según me dicen, insatisfecho con nuestra política de guerra. En septiembre de 1936, lo recibí con Sandino, uno de los militares que nos fueron fieles, en Madrid y en aquella terrible sala blanca que veía a la Puerta de Oriente. Compareció vestido de miliciano con la pistola al cinto; pero no dijo casi nada. Sandino tuvo salidas inesperadas en hombre de suyo tímido. Afirmó que cuatro mil milicianos de la CNT apercibían su marcha a Madrid para llevarse el oro del Banco. «¿Por cuenta de la Generalidad?». No; pero el oro tenía que depositarse en Barcelona. Vista la gravedad de las circunstancias y como solo remedio al desastre, debía yo hacerme dictador absoluto, para gobernar guerra y política. Traté de probarle que el plan era una insensatez.

A Guarner lo conozco desde hace más de veinte años. Sería por la otoñada del 16 cuando coincidimos en la cacharrería del Ateneo. Mílite y catalán, aunque nacido en Mahón o en Palma, me dijo que el rey lo exhortó una vez a ser buen oficial. De cadete y en Toledo, almorzaba los domingos con Barroso, Luis Serrano, Puente Bahamonde y su primo Francisco Franco. Estuvo en África y habla el árabe. Cuando yo era ministro de la Guerra, me propuso un ejército, remedo del suizo, con instrucción militar sin abandono de las propias ocupaciones, formando la infantería en los pueblos, y la artillería, tanques, zapadores, transmisiones y aviación en las capitales. Pedía también el reemplazo de la guardia civil por fuerzas motorizadas y blindadas, que fuesen a la vez elementos de exploración de las grandes unidades. «¡Qué horror!», recuerdo le dije. «¡Suprimir la guardia civil! Esto es un dislate». Desde entonces y hasta hoy, cuando se presenta con guantes blancos, no volví a verlo. Al comienzo de la guerra, era jefe superior de Orden Público en Barcelona. Fue luego subsecretario de Defensa de la Generalidad, en la conselleria de Sandino, y jefe de operaciones del Estado Mayor central. Dimitido por malquerencia de los comunistas, con quienes llévase a matar, dirige ahora la Escuela de Estado Mayor, en el antiguo casón de los escolapios de Sarriá. Después de breves deferencias con estos dos hombres que me desprecian o detestan, decido embregarme sin otro preámbulo.

—¿Por qué está con nosotros? —le espeto a Santillán—. Es anarquista, no republicano. La República no le debe nada ni usted a ella.

—Las cárceles de la monarquía eran más acogedoras que las de la República —replica con delgada sonrisa, los ojos acerados tras las gruesas gafas—. No creo en la bondad de ningún Gobierno; pero el civil es menos dispendioso que el militar. Por añadidura, estaba en juego la instauración de un régimen totalitario. Para los anarquistas no cupo alternativa. Por otra parte, es cierto que nada debo a la República. La única ley que usted no pudo aplicarme, señor Presidente, fue la de vagos y maleantes.

—Ustedes intentaron destruir la República apenas proclamada, sin concederle tiempo ni opción para realizar sus reformas. En enero de 1933, cuando la desdicha de Casas Viejas, preparaban una revuelta por todo el país. El porvenir, Santillán, no se abre con bombas de mano. Así sólo se arruina el presente. Entre tanto, pedía yo que alguien dejase de fusilar en esta tierra, y decidí empezar yo mismo.

—Por usted lo hizo la guardia de asalto en Casas Viejas.

—No por mí, sino a pesar mío —me embravezco y domeño—. No creerá lo de «los tiros a la barriga».

—No, no lo creo; pero el problema trasciende a las palabras. El miedo trae la injusticia y donde hay injusticia existe violencia. Ustedes lo sabían todo acerca de la revolución francesa; pero sentían un pánico cerval a la revolución. Su terror sólo valió para fomentarla. Su Gobierno, señor Presidente, fue extremista en los tratos con la Iglesia y reaccionario en la supuesta reforma agraria.

—Su revolución no salió menos ficticia cuando creyeron realizarla. Aquí, en Barcelona, nos remató una causa, perdida de antemano. No consiguieron hacerse de lleno con el poder y reemplazar un orden por otro. Limitáronse, por impotencia endémica y nacional, a subvertir el viejo, mientras delincuentes por vocación les pringaban el nombre con sus crímenes. Como es costumbre de la tierra, todo se redujo a fusilar de nuevo en nombre de la propia justicia.

—A la semana de empezada la contienda, pronuncié una conferencia en el local de la CNT–FAI. La titulé «No quería la prisión para mí y no la quiero para mis enemigos», para que nadie se llamase a engaño. Condenaría siempre a quien atentara contra la sociedad, dije allí, pero ¿puede pagar su falta este delincuente encarcelado o ejecutado? Pedí a aquellos anarquistas, compañeros míos, que suprimiesen las prisiones, tan innecesarias antes como entonces, cuando los perseguidos de ayer nos convertíamos, sin empacho, en jueces y carceleros. Les supliqué sin rebozo que no implantasen la pena de muerte si no deseaban perpetuarla como sistema. No quise cuartel para el enemigo, pero repudié todas las ejecuciones como fruto de repugnante crueldad. No obstante, repliqué a las denuncias comunistas cuando cargaban toda la sangre inocente a cuenta de la CNT y el POUM. Cualquier partido antifascista, para desdicha de todos, desde el Estat Català al POUM, incluidos el PSUC y la Esquerra, tenían entre los suyos asesinos y bandidos como los nuestros.

—Eso es cierto. Hace cerca de un año me visitó en la Pobleta Bosch Gimpera, el conseller de Justicia de la Generalidad y rector de la Universidad de Barcelona. Del patronato de ésta, dijo querer hablarme con urgente empeño; pero adiviné en él otro propósito. No tardó en manifestarlo cumplidamente. En Barcelona se había instituido un juzgado especial para investigar los crímenes del principio de la guerra. Recibiéronse denuncias, descubriéronse fosas clandestinas, practicáronse detenciones. «Mientras ello recaía en gentes de la FAI, todos felices —confesome Bosch—. Pero en varios casos encausaron también a miembros del Partido Socialista Unificado de Cataluña. Vidiella, el conseller de Trabajo que allí milita, puso el grito en el cielo. Tronó en el Consejo y dijo que los sumarios no podían proseguir, porque encarroñaban y procesaban la propia revolución. No se adoptó acuerdo alguno; pero Vidiella, en una nota para la prensa, pronunciose, por su cuenta, en nombre del Gabinete. La censura consultó al delegado de Orden Público, éste a Companys. Companys desautorizó la publicación; pero el delegado, a apremios e instancias de Vidiella, avaló el escrito e imprimiose en la prensa. Allí, y en nombre del Consejo, manifestaba Vidiella a «los familiares de algunos revolucionarios y antifascistas detenidos» que sus deudos, presos en virtud de los sumarios, serían pronto liberados.

—Para entonces escribía yo: «lo mismo que no se alcanza vivir sin pan y sin sal, no se puede vivir sin libertad y sin justicia» —replica Santillán—. Por justicia afirmo aún al hombre y creo en el prójimo, aunque sea mi enemigo. Para mí no es una entidad abstracta ni un monstruo vivo, sino imagen de mi propia carne.

—En eso estaríamos de acuerdo. En parecidas palabras lo aseveraba yo en mi discurso del 18 de julio, quizá el último que pronunciaré en mi vida: en una guerra civil no se triunfa sobre compatriotas.

—El exterminio de los vencidos es siempre imposible. Tarde o temprano resurgen entre los vencedores al compartir la sangre y la lengua. Esto es lo que el marxismo no comprende al proclamar la lucha de clases. Las revoluciones han sido en toda época combates fratricidas entre unos esclavos que querían quebrar sus cadenas y otros pagados para remarcharlas. Un proletariado revolucionario por naturaleza es mero mito. De ser cierto, desdeciría de los obreros y campesinos vueltos verdugos. Sobre la clase como ideal, se cimientan las cárceles de toda dictadura, incluida la del proletariado. Del pánico, en última instancia, deriva tal exclusivismo, eterno terror del prójimo, en defensa de los propios privilegios.

—Y de todo ello ¿qué resuelve usted?

—Los problemas nacionales exigen soluciones también de índole nacional —responde Santillán—. La tolerancia es el solo medio de convivencia entre «los dos países» ahora enfrentados dentro del nuestro. De la beligerancia de este par de herencias históricas, brotaron ciertos intelectuales que pretendieron situarse en limbos equidistantes de ambos extremos: un Martínez de la Rosa, con su Estatuto Real, en el siglo pasado, o usted, señor Presidente, con su Constitución de 1931. Tanto hoy como en días de Martínez de la Rosa, esos intentos están de antemano condenados a no satisfacer a nadie, ni a los unos ni a los otros. A mayor abundancia, sólo sirven para promover la guerra civil que pretendían evitar.

—Nadie se esforzó más que yo por cancelarla, una vez empezada —replico enojado—. Si bien cuanto hice resultó vano, lo admito. Aunque mi malogro fuese absoluto, como acaso lo sea bien pronto, mayor sería el fracaso de su revolución abortada. De ustedes es la campaña contra la formación de un ejército regular, sometido a la disciplina del Estado, porque tal ejército, decían, iba a ser el instrumento de la contrarrevolución. En el territorio dependiente del Gobierno, caían frailes, curas, patronos, militares culpados de «fascismo» y políticos de significación derechista. Juzgamos la licitud o la ilicitud de una guerra según los designios que persigue; pero las atrocidades cometidas por el resentimiento homicida no pueden someterse a tal criterio. No es menester apelar a él para reprobarlas ni es válido invocarlo para absolverlas. Como le dije una vez a Negrín, ese primitivismo de los instintos desdice la política, la suprime, la expulsa. No es dudoso que tales crímenes y desmanes causaron un quebranto irreparable a la confianza que el Gobierno tuviese en el extranjero, para una gestión útil en pro de la paz.

—Al dominarse el movimiento militar en las grandes ciudades, sobre todo en Barcelona, los partidos y organizaciones imaginaron la lucha ganada o poco menos —tercia Vicente Guarner—. Empezó entonces una política suicida en la retaguardia. Olvidando la guerra, nuestro fin primordial, cada bandería se apresuró a ocultar armas para prevalecer en la paz, que creía inmediata, con grave deterioro de los frentes desguarnecidos, donde todo fusil resultaría imprescindible.

—Todo esto, por desdicha, es de sobra sabido —le atajo.

—Desde luego, señor Presidente —prosigue Guarner—. Pero tales errores estaban en parte corregidos cuando ulcerose la salud militar con otro mal irreparable. Un partido, el comunista, antes de escasa fuerza, amparado por la política de la Unión Soviética inició una intensa propaganda, en las trincheras y en las instituciones de orden público, con el cebo de ascensos y cargos, para procurarse neófitos de poco limpios antecedentes y escasa valía. En resumen, pretendíase y preténdese convertir el ejército en hechura del partido.

—Tampoco ahora me descubre usted nada nuevo.

—Posiblemente; pero puedo ratificárselo con lastimosos ejemplos. En Sariñena, y en el frente de Aragón, en junio del año pasado, un comisario político me propuso el generalato a cambio de mi ingreso en el comunismo. Al mes, y en la batalla de Brunete, volvió a ofrecérmelo el propio José Díaz, secretario general del PC. «Comunistizaron», como se dice hoy, el entero frente de Aragón, prescindiendo de quienes desacatábamos el partido. Poco consiguieron a la vista de batallas como la de Belchite y de desastres como el de esta primavera. Por cierto que, llegados a Manresa los soldados fugitivos de aquel descalabro, les daban quince días de permiso en Barcelona, si se hacían comunistas. Como la pertenencia al partido no proporciona patente de aptitud, dotose al ejército, a ciencia y paciencia de sus dirigentes, de buen número de mandos incapaces de dirigir, como a veces se les confiaron, grandes unidades. En algunas, pese a la existencia de tribunales militares adecuados, llegose a fusilamientos clandestinos contra toda ley de guerra.

—Algún día se explicará la tragedia del militar profesional afecto a la República.

—Esa tragedia empieza por el comisariato —me interrumpe Guarner—. Un oficial ha de ser a la vez jefe, administrador y maestro de la tropa. Debe excluirse de las filas a quien no cumpla tales condiciones; pero nada se gana con ponerle de espolique un comisario, para que las realice, o deje de realizarlas, a su vez. El comisariato sólo empece la campaña con su proselitismo. Crea además una gigantesca maquinaria burocrática, sin manifiesta utilidad. Nos quejábamos antes de un efectivo de 22 000 oficiales. Contamos ahora con 45 000 más otros tantos comisarios. Entre comisarios, auxiliares, personal dedicado a servicios supuestamente industriales, afectos a administración civil o industrias de guerra, carabineros y Servicio de Investigación Militar, quedan fuera de filas más de un treinta por ciento de las levas. Después de Brunete, me encargaron Prieto y Rojo un informe sobre los efectivos de las brigadas internacionales. Acredité la existencia de 21 500 hombres, de los cuales menos de 9000 estaban en los frentes de batalla. Los demás se repartían entre sanatorios en las playas, talleres de vestuario y de granadas, redacciones de periódicos en diversos idiomas y varios centros políticos y administrativos en Albacete.

Por otra parte, la ayuda soviética no debería hipotecarnos la personalidad nacional. Sus técnicos son de mayor o menor valía y discreción; pero algunos exigen obediencia a nuestros oficiales e influyen abiertamente a la hora de dotar mandos y estados mayores con afiliados al comunismo. En prueba de ello, señor Presidente, existen, como usted sabe, divisiones enteras de esta ideología, con superior armamento, hospitales y equipos quirúrgicos propios y, sobre todo, manos libres entre los jefes para procurarse elementos de toda índole. Ése es el secreto de que resistan más que otras unidades análogas. Operaciones militares, traducidas luego en desastres, corrieron a cargo de los consejeros rusos, a quienes debe solicitarse apoyo material o moral, pero nunca confiarles la dirección de las compañas.

—Perfectamente, Guarner, ¿qué remedios aconseja usted, a sabiendas de mi incapacidad para procurárselos?

—Ante todo, señor Presidente, un cambio radical en las operaciones militares y en la política de guerra. Mientras no se proceda a la retirada de voluntarios, que propicia el Comité de No Intervención, deberán nombrarse jefes nacionales en las brigadas extranjeras. Los consejeros soviéticos pasarán a ser miembros de los estados mayores, bajo nuestra dirección, y los intérpretes los facilitará el Gobierno.

—Todo me parece consecuente aunque tardío. Mucho me temo hayamos entrado en un proceso de desvirtuación nacional, por completo irrevocable en lo militar y en lo político. Prosiga, por favor.

—Resulta imperativo el restablecimiento de la disciplina en toda su pureza, emparejada al castigo de la ineptitud de los mandos, sea cual fuere el partido que los ampare. Sanciónese a quien pistola en mano obligue a un grupo de artillería a tirar a cadencia superior a la permitida por el material, inutilizando varias piezas; a quien robe o saquee; a quien fusile ilegalmente, y a quien rehúse capacitarse para el mando que desempeñe.

—O para el caso, detente.

—O para el caso, detente, sí, señor. Urge también precisar las funciones del comisariato, para que no mermen nunca las responsabilidades propias del mando. Exigimos a la vez la reforma inmediata del servicio de investigación militar. Cúlpanlo con razón de inútil crueldad, mientras el espionaje enemigo campa por sus respetos en nuestra zona. El terror es siempre un oprobio y una arma desfavorable. La elección de agentes ignorantes sólo conduce a justificar sueldos por mero chismorreo. Por último, señor Presidente, la política militar tiene que ser de carácter exclusivamente técnico. Debe establecerse unidad de acción y de voluntad, para mayor eficiencia. Me refiero concretamente al empleo de fuerzas, elección de sistemas de guerra y teatros de operaciones, con independencia de idearios partidistas y aspiraciones de clase.

—¿Y todo esto, amigo Guarner, para perder igualmente la guerra?

Tarda lo suyo en contestarme. Presintió el replicato y sopesa la respuesta. Habla ahora despacio, como midiendo cada palabra con pie de rey, al cabo de larga pausa.

—Señor Presidente, una solución victoriosa, estrictamente militar, no se divisa hoy por hoy. No es dable imaginarla teniendo en cuenta medios, dificultades, errores y haciendo la guerra con padres de familia o verdaderos niños. Con todo, mientras quepa en la frontera el espacio de un pañuelo por donde pueda pasar una pistola para el ejército, soy partidario de proseguir la lucha.

—Perfectamente, le agradezco la franqueza y aun la comparto en los medios. Creo, no obstante, que discrepamos en los fines. A mi entender, sólo cabe resistir para concertar una paz justa. Cuando la realidad se vuelva del todo inexorable, debemos entregarnos y sucumbir.

No replica; pero tampoco apea la mirada ante mi encaro, erguido el ancho torso bajo la ajustada guerrera, las manos, enguantadas, inmóviles en los brazos de la silla poltrona, tapizada de rojo cereza. Quiebra el silencio Santillán:

—Recurrimos a la Presidencia de la República porque no podemos apelar al Gobierno, donde los sindicalistas carecen ahora de ministros. No cabe tampoco dirigirse al Parlamento, o a los partidos, dominados todos por la política del doctor Negrín. Queremos que nos sepa tan ajenos al servilismo, como inhibidos de responsabilidad en el desastre.

—Todos somos culpables de todo en esta guerra, Santillán. ¿Qué reformas propone usted en nombre de su organización?

—En el orden político, un Gobierno de significación nacional, no sambenitado como éste por su dependencia de la Unión Soviética, y compuesto de ministros ajenos a las presentes irresponsabilidades. Reclamamos también una política de solvencia financiera, opuesta al despotismo y la clandestinidad hoy imperantes. En el orden militar, nombramiento de un general jefe de los ejércitos de la República, previa remoción de los altos mandos actuales, a los dos años de derrotas; cese inmediato de todo proselitismo partidista entre la tropa, y empleo adecuado de oficiales postergados y perseguidos por su independencia ante el comunismo; llamada a filas, en los cuadros del ejército regular, de cuantos miembros de las fuerzas de orden público estén comprendidos en edad de levas y saneamiento administrativo de las industrias de guerra, para su mejor rendimiento.

—Perfectamente —acorto—. ¿Qué me aconsejan hacer ustedes?

—Asuma poderes absolutos, señor Presidente, como se lo propuso Sandino en 1936 —responde Santillán.

—Como a Sandino entonces, le diré que desvaría. A efectos prácticos y notorios, tales facultades se las arrogó ya Negrín. «Usted no me destituye —me dijo hace poco—. Si lo intenta, lo mandaré apresar, porque el país entero me apoya y sólo ante el país respondo». Soy un Presidente nominal y desvalido. Si no lo fuese, también rehusaría convertirme en dictador. Para mí la República era un régimen válido porque exigía sólo una entrega parcial del hombre a la realidad política. En otras palabras, permitía un sano fondo de escepticismo en las propias creencias: una duda perenne y metódica ante las realizaciones, donde poner a prueba los idearios. Ustedes requieren ahora que asuma poderes totalitarios. Eso es para mí del todo irrealizable, porque no puedo dejar de ser quien soy.

—Entonces —afirma Guarner en voz queda—, tenemos la guerra irremediablemente perdida.

—Vencer o ser vencidos son meros estados de ánimo —arguyo—. En otra ocasión, también se lo expuse a Negrín. Creo fue Francisco Manuel de Melo quien escribió que de todas las desdichas de la contienda civil la peor es, con mucho, la victoria.

—Desde entonces pasaron tres siglos —dice Santillán.

—Pasaron tres siglos, pero su verdad es todavía cierta, porque el futuro en este país suele parecerse al pasado —murmuro súbitamente exhausto—. Vivir aquí es volverse a bañar en la misma agua vieja que no mueve molino. Los del 98 repitiéronlo hasta la saciedad y, de joven, me sublevaba su pesimismo. Ahora lo comparto con creces.

—También escribió Bernal Díaz del Castillo: matarás y matarte han y matarán a quien te matase —asiente Guarner—. Lo cual, de hecho, viene a ser lo dicho por Francisco Manuel de Melo, a escala universal. El propio señor Presidente me descubrió el aforismo hace muchos años, en la biblioteca del Ateneo.

—Precisamente, precisamente —corroboro fatigado—. En otras palabras, víctimas y verdugos son intercambiables. Todo depende de quien detente el poder y las armas. Goya, un sifilítico y nuestro moralista más alto, lo advirtió a las claras. En el segundo grabado de Los desastres de la guerra, un pelotón de infantes franceses, bayoneta calada, cierra contra dos guerrilleros, de los cuales uno agoniza vomitando sangre. El título de la plancha es bien sabido: Con razón o sin ella. En la siguiente, los guerrilleros apuñalan y despedazan a hachazos los franceses caídos. Lo mismo, aclara Goya impaciente.

—El terror no puede reducirse a tan fáciles esquemas, al menos en nuestra época —protesta Santillán—. Si Goya tuviese razón, en su pesimismo tan parecido por cierto al de usted, señor Presidente, yo preferiría estar con las víctimas, quienesquiera que fuesen.

—Un egoísmo del todo inaceptable —opongo—. Ser víctima únicamente, en un mundo maniqueo como el nuestro, resulta fácil en exceso. Sin contar, claro está, con la manifiesta tendencia de los crucificados a convertirse en perseguidores, si sobreviven su sacrificio. Goya, en cambio, alienta y muere por igual en los inmolados y en sus asesinos. Todos en él son culpados y absueltos a la vez por su ira y su piedad.

—Es tan fácil morir sin haber muerto como matar sólo de pensamiento —interviene Guarner, sombrío—. Goya el hombre desmerece al lado del artista. Pintó sin reparos el retrato de Palafox y el de José I, el rey invasor. Cualquiera de los dos bandos tenía razones para encarcelarlo al menos.

—Quizá sea mérito de los dos el no haberlo hecho —desdigo—. Por otra parte, no admito al artista superior al hombre en el caso de Goya, pese a su grandeza creadora. En Los fusilamientos del 3 de mayo, políticamente está con el pelotón; como pintor, sin embargo, identifícase con los ejecutados y sobre todo con el descamisado que aúlla su verdad, ante la muerte; humanamente, sin embargo, comparte a un tiempo la suerte moral de los muertos y la de sus verdugos. En el horror de la guerra, aprende que es un asesino: su propio asesino. Con los invasores, Goya se fusila, degüella y viola. Con los invadidos, se ejecuta a la piedra, a la pica. Como todas las ideologías, la Ilustración, la clarté rayonnante, acaba en los patíbulos de los guerrilleros y Goya es allí el húsar que, abrazado a las piernas de un ahorcado, en la plancha más bestial de toda la serie, tira del muerto para regocijo de sus compañeros.

—Si la Ilustración, aquel fruto del despotismo ilustrado y del optimismo aristócrata del XVIII, concluye en las horcas de los guerrilleros —prosigue Santillán—, el pueblo le proporciona un epílogo no menos sarcástico, al final de la guerra. Gritará «¡Vivan las cadenas!» y aceptará sin chistar a los Cien mil hijos de San Luis, cuando Fernando VII los importe de la misma Francia, para defensa de su absolutismo. Sin embargo, ésta no es razón para renegar de él.

—Quizá no lo sea para renegar; pero sí para descreer en su misma existencia —lo interrumpo—. Cuando examinamos la realidad nacional, todo se reduce a sangre y a absurdos, como si viviésemos una pesadilla interminable. Personalmente, estoy harto de soñar, Santillán. Sólo quiero dormir en paz. Ya no puedo más.

—¡No tiene usted derecho a la descreencia, ni tampoco a la inhibición, señor Presidente! Guarner y yo vinimos a hacérselo comprender. Cuando, confrontados con la historia, fallan todos nuestros presupuestos por inconsecuentes, queda siempre incólume la conciencia individual, con su intrínseco sentido de la justicia. Tal fue el caso de Goya. Usted lo expone con toda claridad; pero rehúsa hacerse partícipe de su casuística.

—¡Oh, no me inhibo del todo! En verdad, tengo un solo afán, que no vacilaría en decir obsesivo. Es el salvamento del Prado, aunque, a estas alturas, les suene mi desvío a blasfemia.

—Quizá no haya yerro ni aberración en su actitud —interviene Guarner—. Mas equivoca sus prioridades, señor Presidente. Estudié armonía mientras me preparaba para la Escuela de guerra y fui contertulio de Lorca, en el Café Alameda, de Granada. Pero creo que no se hizo el hombre para el arte, sino el arte para el hombre.

—No estaría yo tan seguro, coronel. El año pasado, José Gaos me enseñó unas fotografías del mural que expuso Picasso en la exposición internacional de París. Guernica llaman al cuadro. Es meditada simbiosis de expresionismo y cubismo a la hora de la ira, que la palabra oficial esfuérzase en vano por referir al público. Recuerdo de pe a pa y no sé por qué, acaso por lo vanas, las notas al pie de las réplicas: Le grand peintre espagnol Pablo Picasso, créateur du Cubisme, et qui influença si puissamment l’art plastique contemporain, a voulu exprimer dans cette oeuvre la désagrégation du monde, en proie aux horreurs de la guerre. ¿Conocen ustedes las reproducciones?

—He visto algunas —asiente Guarner mientras Santillán sacude la cabeza—. No me gusta allí el cuadro. Quizá influya en su aprecio el tamaño, y Guernica sea uno de esos grandes murales que no admite achique.

—Tal vez. A mí tampoco me gustaron. Las había olvidado incluso cuando me ocurrió algo bien insólito: empecé a soñar con el cuadro. Noche sí y noche también, puebla aún mis pesadillas. Imagínese usted, Santillán, una pintura en blancos, grises y negros, con grandes pegotes, como diarios emplastados, que se crece en un mal sueño hasta cubrir todo horizonte. Allí, en la prieta penumbra, bajo el ojo de un sol con una bombilla por pupila y sobre un fondo de ruinas y llamas como dientes, nueve figuras, decapitadas y despedazadas alrededor de una lámpara de aceite, que sostiene un brazo asomado por un ventano. Dormido, se me aparecen las tres mujeres, una de ellas con un niño muerto en brazos; el guerrero degollado, tendido en tierra con los brazos abiertos; el toro, balas por orejas y un ojo en el morrillo; el pájaro, casi oculto en la sombra y el penco con una pica en las entrañas. Braman, rugen, lloran, chillan y relinchan, mientras los contemplo aterrado, incapaz de despertar.

—¿Qué le dicen sus gritos? —pregunta Santillán.

—Lo ignoro, como no sabremos nunca lo que aúlla el descamisado de Goya ante el pelotón. Sólo puedo presumirlo en mi ensueño. Creo me dicen que por monstruos los destruyen y monstruos los veo yo, aunque ellos son seres vivos a mi imagen y semejanza. Todo testigo del cuadro compartiría así el punto de vista del verdugo y el testimonio de inocencia de las víctimas —mientras les hablo asáltame la desconcertante sensación de expresar palabras e ideas ajenas: de alguien a quien nunca conoceré; de libros suyos aún no escritos. Con un esfuerzo me sobrepongo a tal angustia—. Únicamente el arte alcanza a manifestar tan cumplidas paradojas morales. Por ende, creo que sólo existen el arte y la locura.

—¿La locura? —inquiere de nuevo Santillán.

—¿Por qué no? Me refiero a la auténtica, claro, la de los verdaderos orates: no a la vesania de quienes a mayor gloria de la razón nos devoramos como bestias famélicas. Ustedes conocen, de nombre por lo menos, un pueblecito cercano a Madrid: Ciempozuelos. Hay allí o había dos manicomios de idos furiosos. Ciempozuelos quedó entre las líneas, en tierra de nadie, sin que los unos pudieran conservarlo ni los otros ocuparlo. Quizá continúe lo mismo. Un conocido mío, destacado en las inmediaciones, acertó a introducirse solo en el lugar. Todo el vecindario, salvo los dementes, había huido. Éstos, quebrantando su encierro, se adueñaron del pueblo. Se gritaban libres y eran felices. Yo, señores, tengo a veces otro sueño, distinto al de Guernica: un sueño de paz si éste lo es de guerra. Veo una maravillosa bacanal en Ciempozuelos, una orgía inenarrable entre los enajenados y las pinturas. Por campos y calles, locos y locas retozan y fornican con las infantas de Velázquez, con los majos, las majas, los fusilados y los coraceros de Goya, aun, ¿por qué no?, con los monstruos de Picasso. Despierto dichoso entonces, con la esperanza que de tal coyuntura del arte y la locura venga una sangre más limpia y una casta más justa en esta desdichada tierra.