—SEÑOR OBISPO, me acabo y ya murió en mí el hombre de la carne. Sólo sobrevive el del espíritu; pero aun a éste lo aterra hoy la muerte. Monseñor, quiero confesarme. Temo una eternidad de tinieblas y de desmemoria: el olvido y la ceguera por siempre jamás.
—Rehúso confesarlo, señor Presidente, porque no puedo absolverlo. Motivada por el miedo, su confesión saldría del todo inválida. Debe creer primero en el mundo, antes de aceptar la vida perdurable sólo por terror al vacío.
—Usted no me absuelve porque envidia mi fe en la inmortalidad, aun entre mis dudas.
—Quizá, no lo sé de cierto. Pero usted tampoco está en su juicio al implorarme la absolución sólo por pánico. Así podría proceder el hombre de la carne; nunca el del espíritu, de hallarse en sus cabales.
—¿Por qué es usted tan francés, monseñor? ¿Por qué tiene tal fe supersticiosa en la razón?
—A través de usted, debe reconocerse a sí mismo, señor Presidente, y reconocer el mundo.
—¿Por qué iba a hacerlo, cuando ni siquiera recuerdo mi nombre o el de mi país? ¿Cómo me llamo, señor obispo? ¿Cómo llaman a mi tierra?
—No puedo decírselo. Debe esforzarse por precisarlo solo. Únicamente así, al precio de ese afán, conseguirá admitir su realidad y la del mundo. En cuanto sepa quién es y de dónde procede, sabrá a la tierra tan cierta como usted mismo. Sólo entonces creeré verdadera su fe en la vida eterna y quizá llegue a compartirla cuando lo absuelva de toda culpa.
—¿No pensó nunca que acaso yo estuve siempre loco, monseñor? Antes de la guerra, había un farmacéutico del Hospital Civil de Gerona, físicamente idéntico a mí. Pasábamos por más pariguales que los propios mellizos, y tales lenguas se hacían de nuestra semejanza, que un día, presidiendo yo el Gobierno, delegué en Cipriano para invitarlo a una audiencia privada. Volvió de Gerona muy contrariado. El farmacéutico era monárquico requeté, de lo más encastillado, con boina encarnadina en el perchero de la rebotica y un rencor implacable contra mi persona y mi política. Negábase en redondo a verme y casi despidió a Cipriano a cajas destempladas, resentido por su insistencia. El parecido, al decir de mi cuñado, era tan acabado como increíble. Nos espejábamos la figura, los rasgos y aun la voz, la palidez y las propias verrugas. Quise olvidarme del doble irascible, cuando un día vínome Cipriano con una carta suya, escrita, para mayor asombro, en letra chica, picuda y corrida, en todo igual a la mía. Disculpábase allí de mala gana por su encalabrinamiento y aveníase a verme cuando le cuadrase al «Presidente del Consejo». Lo recibí una noche, sobre las once y en el palacio de Buenavista, tan de ocultis como antes me viera allí con el capitán Rojas.
—¿El capitán Rojas?
—Ésa es otra historia, monseñor. Volvamos al boticario. Nos miramos largamente y mirándolo no podía dar crédito a cuanto viera: léase a mí mismo. En él repetíanse aun mis gestos y contemplábame yo con más cumplido detalle que en un espejo de luna. Tan acabado resultaba el parecido que, atisbándole los ojos, me decía: «no existes», sin saber a ciencia cierta si me refería a él o a mí mismo. «Yo seré tu caricatura —exclamó de pronto, al cabo de exasperante silencio, en tono idéntico al mío, sin que el tuteo me hiriese ni pasmara—; pero tú estás loco y yo no. Tu insania es el poder y el poder no existe». «Nada existe —asentí—, ni tú ni yo ni el poder. El universo entero es la pesadilla de un desconocido». «Tú sí eres —insistió—, y eres precisamente por estar enajenado. Sólo la insania es cierta. Siendo de veras, interpretas ficticios papeles en la farsa de la historia. Ahora te vistes de Presidente del Consejo, mañana acaso presidas la República: todo es burla y humo, quizá sueño ajeno como tú dices». «¿Por qué te hiciste carlista? Si en nada crees, ¿cómo reivindicas un pasado, que yo supongo muerto?». Se encogió de hombros. «Tanto me daba ser requeté como anarquista, restaurar el poder como destruirlo porque siempre lo supe inexistente. Entre la acracia y el carlismo, decidí mi fe política a cara y cruz. Ganó la tradición. Tal vez por envidiarte la locura, que a ti te llevó a la presidencia, opté por cualquiera de aquellos extremos que tu poder desmienten». «Te equivocaste al juzgarnos —lo atajé—. Quizá yo sea un comediante, como dices; pero tú eres el ido. Debieras sustituirme al frente del Consejo. Somos tan idénticos que nadie advertiría el trastrueco». Sacudió la cabeza. «No, no, cada cual debe ocupar su puesto en la farándula. A ti, y sólo a ti corresponde el poder, porque en los hondones de la conciencia lo crees aún cierto, si bien afirmas en vano que de raza te viene el desapego y que toda vanidad te la echaste a la espalda». Levantose de súbito y se fue sin despedirse. Nunca más volví a verlo.
—¿Cómo se llamaba el farmacéutico de Gerona, señor Presidente?
—Manuel Azaña.
—¿Está usted seguro?
—Por completo. Irónicamente olvidé mi nombre, pero no el suyo. Ignoro qué habrá sido de él.
Calla el obispo y mírame a los ojos, con tranquila dilación. Estúdiase luego las manos cruzadas en el regazo ensotanado. El sol, venido por el ventano, le enciende en destellos violetas la gorda amatista del anillo.
—No está usted loco, señor Presidente —bisbisea al fin—. Pedí a su esposa alguno de sus libros, para conocerlo mejor, y me prestó el volumen de sus cuatro discursos en la guerra civil.
—Dos pronuncié en Valencia, uno en Madrid y otro en Barcelona. Lo recuerdo muy bien, porque entonces negábame sistemáticamente a hablar. Hacerlo en tiempo de guerra es mentir, escribió Ortega, con toda razón en otra época. Me plegué a ello sólo en aquellas ocasiones, amén de otra más, a los pocos días de estallado el conflicto.
—Leí sus discursos con gran trabajo. Con todo, creo haberlos comprendido. Distan de ser la obra de un loco, aunque usted ahora apunte lo contrario. En el primero, el de Valencia en enero del 37, si no yerro, llamaba usted aborrecible y funesta toda guerra civil, incluso para quien la gana. Un cínico creería acaso tópico pacifista su declaración. A mí me parece muy sensata.
—Afirmaba allí, para consumo de mi pueblo, que no transigiríamos nunca en poner en tela de juicio la autoridad de la República o la legitimidad del Régimen para limitar la guerra ni aun para extinguirla. En mi fuero íntimo, creía sin embargo que nada, absolutamente nada, justificaba tales estragos. También cerré el discurso manifestando mi fe en la victoria, como era de rigor. Estaba muy lejos de sentirla, convencido de antemano de nuestro desastre. En otras circunstancias, antes de la contienda, dije que alguien debía dejar de fusilar en nuestro desdichado país (aquel de cuyo nombre no puedo acordarme), y me ofrecí a hacerlo. Al cabo de la alocución, pensé que irónicamente fusilaba entonces todo el mundo menos yo. Lo hacían en nombre de creencias propias, que al ver de cada bando avalaban cualquier medio de imponerlas. Escribían la propia verdad con sangre ajena, mientras yo mentía, dando por ganada una guerra que siempre supuse perdida. No sé si dentro de muchos años cesarán de fusilarse los míos. Pero estoy seguro de que aun entonces les mentirán sus dirigentes respecto al porvenir como lo hacía yo.
—No mentía usted, señor Presidente, cuando aseguraba ajena la victoria porque, en el orden personal, no se triunfa nunca contra compatriotas.
—Es cierto, monseñor, así concluí aquel día. También dije, si mal no recuerdo, que con nuestra victoria consumiríase mi vida, porque nadie había sufrido más que yo por los míos. Ahora hemos perdido, y me muero de todos modos. Para el caso resulta lo mismo porque todo es nada.
—El 18 de julio del 37 volvió usted a hablar en Valencia.
—A requerimiento del Gobierno, por ser aquél día señalado. Yo no quería hacerlo. Me convenció Prieto. «Esto se va al carajo de todos modos —rezongaba—. Dígale usted al país que del odio y el pánico vienen todas sus desdichas». Asentí e insistió Prieto. «Proclámelo entonces en voz bien alta. Poco importa que nadie lo escuche, porque no es mejor callar inútilmente que hablar en vano».
—Algo dijo usted en aquel discurso que no puedo olvidar: su comparanza del rencor político y el teológico.
—En efecto, monseñor. Aseveré que el odio, el odio político, mucho más fuerte que el teológico o hermano gemelo suyo, trae el exterminio del adversario, para ahorrar quebraderos de cabeza en quienes pretenden gobernar.
—Es cierto. Por ser hombre de la Iglesia, debo admitirlo.
—Es cierto y no lo es, como razonaría cualquier enajenado. La verdad absoluta resulta siempre un absurdo, que supera las consideraciones morales de orden parcial. Observe, por ejemplo, nuestro caso. El miedo a una revolución lanzó a los rebeldes a un levantamiento, que provocó precisamente cuanto ellos querían impedir. La revolución, a su vez, fue incapaz de detentar el poder y sólo sirvió para hacernos perder la guerra. A la vista de tales contradicciones, la locura es la única sensatez, y el resto, el mundo todo, es burlería sangrienta. Por demente, sin duda, afirmé yo siempre que ninguna política podía fundarse en el exterminio del enemigo. No sólo porque moralmente es una abominación, sino porque además es del todo irrealizable. La sangre injustamente vertida por el odio, con propósito de exterminio, renace y retoña en frutos de maldición. Maldición no sobre quienes la derramaron, sino, absurda y desdichadamente, sobre el propio país que la ha absorbido para colmo de su desventura.
—Entre tanta sangre, cuente usted, señor Presidente, la de la Iglesia —replica en voz baja el obispo.
—No la ignoré cuando proclamaba la inutilidad del exterminio. Jamás quise disculparla alegando los fusilamientos del enemigo, nunca denunciados por la misma Iglesia. La sangre derramada por unos no lava precisamente la vertida por otros.
—¿Cuánto clero se asesinó en la zona republicana, señor Presidente?
—Sólo el tiempo lo dirá, monseñor. Quizá unos seis mil. En algunos casos, como el del obispo de Gerona, doctor Cartanyà, se le dio por muerto cuando la Generalidad lo había embarcado para Italia. Otros doce o trece obispos, sin embargo, fueron sacrificados.
—A veces me abochorno de serlo y estar vivo.
—¿Por qué, monseñor? ¿Cuándo admitirá que si en la conciencia somos responsables por todos los hombres, somos a la vez inocentes de cualquier delito, por ser el universo entero sueño de Dios o del demonio? El propio Cristo llegó acaso a presentirlo cuando pedía que los muertos sepultaran a los muertos.
—Aunque sea obispo de su Iglesia, no abono del todo ese precepto, señor Presidente. Si se trata de absolver a los asesinos, entonces estoy de completo acuerdo, pues no hay crimen más vano que la venganza. Si, por el contrario, se nos ordena olvidarnos de los muertos para desvivirnos sólo en vivir, yo difiero.
—Lo perderá el orgullo, monseñor. Arderá usted en el último círculo del infierno.
—Lo prefiero al limbo de la indiferencia. Olvidarse de los muertos es desentenderse de nosotros mismos. En otras palabras, señor Presidente, equivale a ignorar aposta por qué vivimos cuando pudieron sacrificarnos en su lugar.
—Vicariamente, yo he fenecido un poco con cada víctima, sin que por ello me sienta más inocente que los muertos o menos culpable que sus verdugos. Por lo demás, importa poco quién perezca o sobreviva. Si alentamos, o creemos alentar en sueño ajeno, sólo un azar absurdo, como el que gobierna toda pesadilla, determina las sombras que perduran o perecen.
—¡No! ¡No, y mil veces no! —exáltase ahora el obispo, apuñando los brazos de la poltrona—. Negar la realidad del mundo es desdecir la libertad, señor Presidente.
—¿Por qué no, monseñor? La libertad es el mayor descabello. No somos libres de rehusar el nacimiento ni la muerte. Unamuno quería eternizarse, con su chaleco puesto y su perro a la vera. «Yo —le dije una vez— sólo reclamaría el derecho a decidir mi concepción». Por cierto, monseñor, si me diesen a optar entre reencarnarme como fui, con idéntica vida e historia, o no volver a ser, ignoro de veras cómo determinaría mi sino. Supongo que muchos muertos se verían en parejo dilema. Lo cual prueba de forma incuestionable que la libertad no existe y es además del todo innecesaria.
—Nos ofuscamos en disputas bizantinas —protesta el obispo—. ¿A quién, si no a Dios, puede importarle nuestra resurrección en medio de tantas catástrofes colectivas? Como bien dijo Pío XI a monseñor Cardijn: «El mayor de los escándalos del siglo XIX es que la Iglesia ha perdido la clase obrera». En el XX, desde luego, no quiso encontrarla.
—No creo yo que tal sea el caso en mi país. En las llamas de las iglesias abrasadas establecen una extraña dialéctica incendiarios e incendiados. Sólo así se explican la destrucción, con sangre a veces, siempre sin lucro: la quema de las alhajas con los altares; los templos en ocasiones incendiados repetidamente. Mediaba en todo ello un paradójico, pero a mi ver evidente, afán purificador. Hace treinta años lo advirtió perfectamente Maragall. La Iglesia vive de la persecución porque nació en ella, escribía en 1909. Su mayor peligro radica en la paz, que la enerva y corrompe. Por eso es instinto del pueblo, de nuestro pueblo al menos, destruirla cuando la ve triunfante, precisamente para volverla a su estado natural. Cristo dijo a sus discípulos que serían siempre perseguidos. Cuando no lo son por la autoridad, con quien comparten el poder, degüéllalos el pueblo para rescatarlos en su pureza consustancial.
—¿Quién era Maragall, señor Presidente?
—Un poeta catalán y católico.
—A mí todo esto me parece terriblemente extraño. Du sang, de la volupté et de la mort! Resulta incluso razonable, de una forma bárbara y bella; pero poco plausible.
—A mí, por el contrario, se me antoja muy convincente y poco razonable. A la vista de tamañas contradicciones, sólo la demencia cobra sentido. Si usted estuviese ido, monseñor, creería en la eternidad, que es la vida verdadera y la última insania. Con la razón metódica y francesa, no conseguirá comprenderla jamás.
—¿Lo logró usted acaso en su locura?
—No por completo. Para desdicha mía, debo estar en parte cuerdo, pues no alcanzo a creer por entero en la eternidad, como no pude crear nunca una verdadera obra de arte.
—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
—Todo, monseñor. Sólo el arte y la enajenación existen. No me cansaré nunca de repetírselo.
—Está bien, dejemos esto. Usted se siente tentado a creer en la vida perdurable; yo a descreerla. Pero ¿qué ocurriría si la eternidad fuese algo por entero distinto a como la imaginamos o tememos?
—¿Algo por entero distinto a como la imaginamos o tememos?
—Precisamente, ¿no supuso nunca confundidas memoria e inmortalidad? Conciba por un momento la existencia eterna, reducida a un solo recuerdo. En su caso, el del 19 de julio en Madrid, o el del 3 de mayo en Barcelona. En el mío, el de la pesadilla, donde me sueño Papa.
—La perennidad sería entonces un interminable examen de conciencia. Existir muerto por siempre jamás, para evocar lo soñado o lo vivido.
—Por cuanto a usted atañe, señor Presidente, su inmortalidad se reduciría a hacer la historia eterna.
—No a hacerla, sino a observarla, monseñor. En aquellas ocasiones, en julio del 36, en Madrid, o en mayo del año siguiente en Barcelona, me limité a contemplarla y a sufrirla. Un papel desairado, si usted quiere, aunque corresponda al de las masas, siempre llamadas a padecerla: hambrientas, despavoridas, bombardeadas en la retaguardia, carne de cañón en las trincheras.
—¿A través de su martirio aprendió a aceptar el dolor como única realidad, señor Presidente?
—El dolor, sí; pero no las masas propiamente dichas. Éstas siguieron pareciéndome tan inexistentes como el mundo mismo. En La Bajol, pedí en vano a Negrín, para escándalo suyo, que apartase de mi camino a las multitudes fugitivas. No eran para mí sino sombras soñadas, como la propia tierra, aunque su suplicio estuviese paradójica y extrañamente vivo.
—¡Sí, sí, me lo contó usted en otras ocasiones! —ataja el obispo, impaciente y como turbado por mi inhumanidad—. Volvamos a la historia.
—La historia, monseñor, no existe porque el mundo no es. Se reduce a un punto de vista sobre la nada.
—¿Un punto de vista sobre la nada, señor Presidente?
—Dos, por mejor decirlo. Uno, propio de quienes la limitan a las vidas de sus dirigentes, que Negrín diría con razón exclusivismo capitalista. Otro, parejo a cuanto Unamuno dio en llamar «intrahistoria», fuera una versión colectiva de los aconteceres, según masas o pueblos, más cercana a la sociología o a la antropología que a la historia tradicional. Lógicamente los dos conceptos, el de la multiplicidad o la individualidad de la historia, no debieran excluirse. Al contrario, cabría fundirlos en una especie de experiencia total, donde cupieran multitudes y personalidades, arte y política, credos y precios, armas y letras, hechos y esperanzas. En otras palabras, nada, porque todo es sueño.
—¡Y si no lo fuese, señor Presidente! ¡Y si no lo fuese!
—Debe serlo, monseñor. Creo que puedo probárselo.
—¿Puede usted?
—Así lo imagino, al menos. Repare usted en que este concepto de la historia, como experiencia absoluta del pasado, equivale sencillamente a la literatura. Ésta, a su vez, no es ni más ni menos que la síntesis de idéntica experiencia en supuestos fingidos.
—¡Nos perdemos en un mar de palabras!
—De ningún modo. Nos aproximamos a las últimas verdades, las que prueban la inexistencia de todo. Tomémonos a nosotros dos, a modo de ejemplos. Usted, monseñor Pierre Marie Théas, obispo de Tarbes y de Lourdes. Yo, el doble del farmacéutico de Gerona, alguien de cuyo nombre no alcanzo a acordarme. En este Hotel du Midi y de Montauban, no dialogamos como dos seres vivos, que a la vez y por añadidura fuesen personajes históricos, sino como protagonistas de ficción. ¿Hacemos historia o hacemos literatura, monseñor? Quizá poco importe el distingo, si literatura e historia resultan crónicas, en distinto idioma, de la misma experiencia humana total. En otras palabras, como una vez se lo sugerí a Negrín, ¿no seremos meras criaturas de una fábula que trasciende? O, al revés, ¿no serán las criaturas de esta fábula monseñor Pierre Marie Théas, évêque de Tarbes et de Lourdes, y el doble de aquel farmacéutico de Gerona llamado Manuel Azaña?
—¡No! ¡No! —encalabrínase el obispo—. Existimos. ¡Somos reales! Por serlo, enloqueció usted de miedo, en su agonía, desesperándose por vivir. Por serlo, anhelo yo la inmortalidad, aunque tema condenarme por orgulloso… ¡Condenarme!… Bien, debo hacerle una confesión, señor Presidente.
—¿Una confesión? ¿Usted a mí? —pregúntele atónito. El obispo barre la ironía en el aire con un ademán. Nervioso, pasea la vista por las monterías de la pared.
—Prefiero la condena eterna a la nada —admite al cabo.
—¿La nada? Si no somos nadie, monseñor —sonrío.
—¡Sí, señor Presidente! ¡Sí lo somos y aún lo seríamos si estuviésemos destinados a no ser en la otra vida!
—Reniega usted, monseñor.
—No blasfema quien afirma la vida, sólo quien la niega. Si yo fuese Dios, el único pecado que no le absolvería en confesión a un muerto sería el suicidio. Usted, señor Presidente, en sus sufrimientos de estos últimos años, ¿pensó matarse alguna vez?
—Nunca se me ocurrió, a decir verdad. El hombre de la carne en mí temía demasiado para imaginarlo.
—El hombre de la carne murió ahora; pero el del espíritu sigue aferrándose a la vida como a un clavo ardiente, aunque no crea en el mundo.
—Es cierto…
—Tan cierto como el propio mundo, como nosotros, alentando en éste. Comemos, defecamos, soñamos, amamos, desesperamos y esperamos. Somos una pizca de materia viva: una caña pensante, acaso con si alma inmortal.
—¿A quién habla usted, monseñor? ¿A mí?
—¿A quién si no a usted? —mírame asombrado.
—¿No habrá alguien más en esta alcoba?
—¿Quién?
—Digamos alguien que nos sueña.
—No. Alguien a quien soñamos todos y por eso debe existir y habernos creado —replica el obispo—; Dios, por crearnos, y hombre, a nuestra imagen y semejanza, por soñarlo nosotros, seres de hueso y alma.
—O acaso hombre a su vez soñado. Hombre así a nuestra semejanza e imagen, por ser nosotros criaturas de ficción.
—¿Por qué se obstina en llamarnos de este modo?
—Porque tales son nuestras señas de identidad, monseñor. No tenemos otras. Estoy convencido de que esta tarde de otoño, y nosotros enquistados en sus horas, somos parte de una novela, pergeñada dentro de muchos años, como en otra ocasión me persuadí de que mis disputas con Negrín eran sólo escenas de un drama aún no escrito.
—¿Se burla usted de mí?
—De ningún modo, monseñor. Dentro de mucho tiempo, casi medio siglo, alguien a quien desconoceremos escribe, muy lejos de aquí, nuestros debates. Somos los personajes de su conseja: una fábula titulada con mi nombre, si no yerro, aquel nombre que olvidé para siempre.
—¿Y no tenemos otra existencia, señor Presidente?
—Tampoco la tiene él, nuestro hacedor o cronista. Es a su vez parte del sueño interminable, ya sea de Dios o del demonio, que en el espacio decimos mundo y en el tiempo historia. Nos resurge las vidas, quizá con la inútil esperanza de detener ilusoriamente el gran sueño en nuestros días.
—¿Por qué escogería tiempos tan trágicos como éstos?
—No tiene opción, monseñor. Es hombre de mi habla y de mi tierra. La gente de mi sangre vivirá muchos, muchísimos años con la cabeza vuelta hacia atrás y la mirada fija en esta guerra, tratando en vano de explicársela.
—¿Por qué nos recrearía en una obra literaria y no en otra histórica?
—Desde dentro de la historia, advirtió acaso cuán trágicamente real era la ficción y cuán ficticios devenían hechos y credos.
—Aunque fuésemos meros personajes de novela, reclamaríamos la auténtica existencia, en nuestro fuero interno —córtame el obispo, mal domeñado un arrebato de exaltación—. ¡Querríamos vivir, ser reales!
—Pero no lo somos, monseñor. No tenemos más entidad que la de lo soñado en el sueño.
—Un sueño donde el sufrimiento seguiría siendo cierto, según su propia admisión.
—Eso, sí. El dolor nos es común a todos y estoy seguro de que trasciende el sueño.
—Casi me convenció usted en su desvarío.
—¿De veras?
—Sí; pero todavía me niego a creerlo. No somos caracteres ficticios, señor Presidente, sino criaturas de barro y de esperanza.
—No parece usted muy convencido.
—Lo estoy, amigo mío. Si fuésemos personajes de novela, ¿cómo terminaría nuestro soñador esta trágica farsa?
—El final me parece evidente e irrevocable. Yo muero bien pronto. Usted me sobrevive.
—¿Nada más?
—Sí, sí lo hay; pero esto basta en nuestro pleito.
—¿Y usted se resigna, señor Presidente?
—No, no me resigno. Se lo dije esta misma tarde. Ahora que feneció en mí el hombre de la carne, el del espíritu teme a su vez la nada y su vacío. Por eso le suplico que me confiese y me absuelva. Me culparé contrito de ser un sueño en un sueño.
—No disparate. Le repito, señor Presidente, que no puedo absolverlo si sólo por miedo se confiesa. Antes de poner en tela de juicio la vida eterna, debe aceptar la realidad del mundo.
—Apeemos toda hipocresía, monseñor, o terminaremos jurando sinceramente las mayores mentiras. Se le da un ardite que yo no crea en el mundo. Casi me atrevería a asegurarle que su fe en la tierra es pareja a la mía. Usted no me absuelve porque no me perdona el temor a la nada. ¡Quiere que crea en la inmortalidad para ayudarle a creer a usted! Para no sentirse tan aislado y perdido en su condición de parido perecedero y destinado a morir solo. Para que no vuelva a torturarlo su sueño de ser Papa: aquel que por arrogancia quizá lo condene al infierno de la nada, si existe la inmortalidad. ¿No es cierto todo eso, monseñor?
—¡No, señor! ¡No lo es, y usted no tiene derecho a perseguirme de este modo!
—¿Perseguirlo? ¿Qué daño puede hacerle un moribundo, que incluso olvidó su nombre, señor obispo de Tarbes y de Lourdes? ¿Acaso va a abandonarme ahora?
—No, señor Presidente, no lo abandono, pero le ruego que cambiemos de conversación.
—Perfectamente, hablemos de mí entonces. ¿Cómo me llamo? ¿Cómo llaman a la tierra donde presidí la República?
Vacila, restriégase las manos que palidecen y crujen, para sonrosarse en seguida por los nudillos. Levántase de pronto, con mucho runrún de ropas talares y párase, de espaldas a mí, ante la ventana.
—No —bisbisea—. No puedo decírselo todavía.
—¿Cómo me llamo? —repito casi en un grito—. ¿Cómo dicen a la tierra donde presidí la República?
—No puedo decírselo.
—Claro que no puede. Se lo impide un pavor supersticioso, que inútilmente trata de acallarse entrañas adentro.
—Acaso.
—Cierto sin duda alguna. Por razones que la razón no alcanza, teme que muera en cuanto recuerde mi nombre o el de mi país. Sería un buen final para nuestra novela. Bueno; pero poco convincente. Las cosas no ocurren así en la ficción, monseñor, sólo en la realidad: en la vida misma.
—Quizá —admite en voz aún más baja.
—Si usted calla, hablaré yo entonces. De hecho, sólo empecé a resumirme la postura. No creo en el mundo; pero temo el no ser, después de la muerte: el no ser soñado, o como le plazca llamarlo. Me aterra de hecho, y este dolor, que siento bien cierto, trasciende y confúndese con el sufrimiento universal.
—El dolor de un sueño.
—Exactamente. Esto es la historia por otro nombre: el dolor de un sueño. Un padecer tan real como la propia existencia del soñador de todo, sea éste Dios o el diablo. Ayúdeme a arrastrar mi congoja en estas últimas horas. Socórrame en esta soledad, en nombre de nuestra aflicción común, aunque usted sea sólo una sombra como yo mismo.
—Pero ¿cómo auxiliarlo? ¿Cómo?
—Absolviéndome de toda culpa, para librarme del terror de las tinieblas sin fin, de la nada inacabable.
Se encoge de hombros y le suena por la espalda la seda de la sotana. Sin volverse, replica:
—¿Cómo iba a hacerlo, si yo mismo dudo de la inmortalidad? Crea usted en este mundo y acaso así me ayude a creer en el otro.
—Estamos donde empezamos.
—Exactamente, señor Presidente.
Se hace un silencio de tarde decantada, mientras llega espaciosa la noche. Luego un reloj da horas y repican los martillos en la herrería. Siéntase de nuevo el obispo a mi cabecera, y saca de la bocamanga un pañuelo aromado a espliego de cómoda provinciana, donde las sábanas de hilo perfúmanse con membrillos. Suénase con la cabeza vuelta hacia el muro, y pregunta en un murmurio:
—Usted dijo antes que dentro del sueño de Dios o del diablo, éramos nosotros la pesadilla de un novelista.
—En efecto.
—¿Cómo lo dedujo, señor Presidente?
—No lo deduje. Lo soñé anoche.
Tose. Acariciase la frente sonrosada con las puntas de las uñas sin padrastros. Ensimismado, sacude la cabeza, con un gesto de mal sufrido escepticismo.
—Es todo muy extraño —admite al fin.
—¿Por qué, monseñor?
—Casi no sé cómo explicárselo. Parece un trabalenguas que de pronto se convierte en laberinto —antes de que prosiga, adivino cuanto va a decirme. Lo presagio casi palabra por palabra, con la certeza que se prevé la caída de la piedra en el aire y las ondas abiertas a su paso en el agua—. Yo soñé que usted soñaba que alguien nos convertía en personajes de su novela. ¿Qué significa todo esto, señor Presidente? ¿Quiénes somos y dónde estamos?