AQUÍ NO QUEDA NADA: ni gobierno, ni autoridades, ni servicios, ni fuerza armada. Cataluña está en plena disolución. Es asombroso que Barcelona se despierte cada mañana para que atienda cada uno a sus ocupaciones. Será la inercia. Nada obliga y a nadie exigen su obligación. Histeria revolucionaria, que pasa de las palabras a los hechos convertida en pillaje y asesinato. Ineptitud de los gobernantes, inmoralidad, cobardía, pistoletazos entre sindicales, engreimiento de advenedizos, insolencia de separatistas, deslealtad, disimulo, palabrería de fracasados, explotación de la guerra para enriquecerse, negativa a la organización de un ejército, parálisis de las operaciones y gobiernillos de taifas.

Aquí estoy desde el 19 o el 20 de octubre del año pasado. En malahora vine. Debí quedarme en Valencia, como me lo pedía Largo Caballero, mi primer ministro entonces. Por otra parte, Madrid parecía perdido. A cada despacho con Largo, en el Palacio de Oriente, volvía a preguntarle: «¿Cuándo se marcha de Madrid el Gobierno? Le advierto que yo no tengo ningún deseo de ser arrastrado por las calles con una cuerda al cuello». El fácil avance del ejército de ataque sobre Madrid, por la ruta abierta de Extremadura, mostraba a todo ser sensato el peligro inminente. Nos defendíamos con absurdas manchettes, con estupideces de este calibre: «La batalla de Talavera será nuestra batalla del Marne». Más eficaz hubiera sido un buen revulsivo: enfrentar al pueblo con la realidad. Algo así ocurrió más tarde. Madrid, que no se defendió en el Guadiana ni en el Tajo, lo hizo en sus propios arrabales, cuando podía presumirse, dados los antecedentes, que el enemigo llegaría a la Puerta del Sol en tranvía.

Fue Prieto el encargado de comunicarme la decisión del Gobierno, siendo él ministro de Marina y Aire en el gabinete de Largo: debía salir sin tardanza. Cada vez la guerra se aproximaba más a Madrid y temíase un desembarco enemigo en la playa de San Juan, cerca de Alicante. Me declaré dispuesto a trasladarme a Barcelona y Prieto sacudió la cabeza. El Consejo prefería que lo hiciese a Valencia, lejos de la frontera francesa para evitar equívocos. Le repliqué: «No se trata de arrimarse a aquella linde, como usted sabe. Los catalanes muestran cada día mayor empeño en subrayar su guerra privada contra quienes nos combaten también a nosotros, precisamente a título de separatistas. Por eso creo conveniente que no sólo yo, sino a la vez el Gobierno de la República, pasemos a Barcelona».

Dos días después volví a encontrarle en una fiesta de gratitud a la URSS. Yo asistía de mal talante. No estábamos para vinos de honor ni cuadraba extremar tales manifestaciones con vistas al panorama internacional y a la propaganda adversaria. «Debe usted marcharse inmediatamente —me apremiaba ceñudo—. Esto sigue muy mal. O nos fusilan, o terminamos a palos entre nosotros, como yo siempre supuse acabaría nuestra tragedia». «¿Qué piensa hacer usted?». Se encogió de hombros. «¿Qué voy a hacer? Permaneceré en el Gobierno hasta el fin. Obrar de otro modo sería una traición. Por otra parte, me tiene sin cuidado que los partidos se unan o no. En cuanto acabe la guerra, de cualquier modo que sea, si salvo el pellejo tengo resuelto liquidar mi vida política para siempre. Me iré al país más lejano donde se hable nuestra lengua, porque no sé otra, y trataré de olvidarme de este matadero. A usted le aconsejo que haga lo mismo. Aquí no aprenderemos nunca a tratarnos como hermanos. Preferimos devorarnos como hienas».

En Barcelona, Companys me recibe correcto y obsequioso; pero muy poseído de su papel de jefe del gobierno autónomo de la Generalidad de Cataluña, como si yo presidiese una República extranjera. Recuerdo los días de 1933, en que no cesaba de repetirme: «Usted me manda. Usted es mi jefe». Por consejo suyo, duermo dos meses en Montserrat, aunque ni un solo día dejo de acudir a Barcelona, donde despacho y celebro audiencias. Rumores públicos afirman que en Montserrat me cobijo a toda hora, medroso de bombardeos. También mienten a sabiendas cuando dicen a Lola oculta en Francia, con un tesoro que desfonda las arcas. Se me da un ardite la maledicencia, pero prefiero el odio. Éste me honra, aquélla ni me divierte. Al final, me cansa el camino del monasterio, tan pino sobre el abismo, y me traslado a Barcelona. Me acogen en el palacio del Parlamento catalán (Parque de la Ciudadela).

Aquí los periódicos y aun los hombres de la Generalidad hablan a diario de revolución y victoria. Hablan de Cataluña país, no región, en guerra. País neutral, imagino. Como la lucha transcurre en Iberia puede aceptarse con parsimonia. En agosto, la Generalidad solicita a Madrid un empréstito de ciento cincuenta millones para gastos de guerra, amén de un depósito de treinta millones de francos en París, para la compra de materias primas. En octubre crean en Barcelona su departamento de comercio exterior. En noviembre se apropian las funciones de la Cámara de Comercio y Navegación. En diciembre sancionan el uso de moneda propia y emiten doscientos millones. A este paso, cuando llegue la paz, el Estado deberá dinero a Cataluña.

Desde agosto, arrógase la Generalidad las enteras funciones del ministerio del Interior. Companys se atribuye el derecho al indulto, propio del Presidente de la República. En tantos meses, no pusieron en pie un auténtico ejército ni dejaron que lo hiciese y mandase el Gobierno central. Ahora, cuando todos lo reclaman, pagarán las consecuencias de haber hecho hogueras con equipos, monturas y registros de movilización y de haber permitido a los anarquistas apoderarse de los cuarteles y ahuyentar a los reclutas.

Mi situación sería intolerable si no anduviera avezado a humillaciones. El hombre de la carne en mí tiene el orgullo del diablo; pero el del espíritu se lo echa todo a las espaldas, y pelillos a la mar. Una tarde, a la vuelta a Barcelona de un paseo en coche por la playa, nos detiene una patrulla de vigilancia. Empéñanse en exigir salvoconductos a todo el personal militar que me escolta e insisten en desconocerme. Asomo la cabeza y les espeto:

—¿No me conocéis? ¿No me habéis visto nunca? Pues entonces lleváis razón, si así os mandaron fingirlo. Cumplid vuestro papel; pero acortemos la farsa. —Sin más réplica nos dejan pasar, entre cabizbajos y enojados.

La Telefónica, en la Plaza de Cataluña, está en poder de la CNT y de la UGT. Se la repartieron por pisos, aunque quienes mandan allí son los anarquistas. Espían todas mis llamadas; pero la verdad, aun censurada, sigue siendo la verdad. El primero de mayo hablo con Companys desde el palacio del Parlamento. Tratamos de la guerra y crécese el hombre en uno de sus repentes de euforia.

—Ganaremos porque es de justicia.

—Aunque así fuese —arguyo—, deberíamos transigir. Después del pacto de no intervención, ideado por Inglaterra y Francia, no cabe sino recabarles los servicios para un armisticio. De conseguirse la retirada de los extranjeros, nuestro triunfo sería seguro, en el caso de otra ruptura de hostilidades, que personalmente juzgo incierta.

—No puede usted hablar de estas cosas. Está prohibido —tercia otra voz.

—¿Prohibido? ¿Por quién?

Hay una breve pausa. Calla Companys, y le adivino la ira en el silencio.

—Por mí —zanja el censor de la CNT.

—¿Cómo no voy a hablar si soy el Presidente de la República?

—Razón de más para callarse. Su responsabilidad es la mayor de todas.

El lunes 3 de mayo trabajo en mi drama La velada en Benicarló, que será con mis diarios mi testamento político, cuando entra Santos, el secretario, a decirme que Aiguadé, consejero de Seguridad en el gabinete catalán, telefonea y anuncia que acaban de incautarse de la Telefónica, sin novedad alguna.

—¿Y eso qué es? ¿Qué me cuentan a mí de la Telefónica? Es la primera vez que la Generalidad me da noticia de alguna cosa.

—No ha dicho más.

Lo olvido en seguida y vuelvo a La velada. Supongo me anuncian el comiso de la central, para impedir nuevas podas a mis conversas. Llegada la noche, regresa Santos, blanco como la nieve, a contarme que Barcelona vive un serio motín. Por la tarde, había venido Rocío, la mecanógrafa, con nuevas de alboroto en las calles y tiros en la Plaza de Cataluña. Nadie se dignó informarme entonces y Viqueira, jefe de la escolta, se fue al cine para ver Tiempos modernos. Por suerte, Lola no salió esa tarde. Limitose a dar un paseo por los parterres y el zoológico, donde las fieras se mueren de hambre y pimpollea temprano la primavera.

En la Telefónica recibieron a tiros a los guardias de asalto, enviados por Aiguadé, pero ocuparon éstos la planta baja y quizás alguna otra. Desde entonces, medran tumultos y barricadas. Grupos sospechosos brujulean cerca del Parque y mando cerrar las verjas. Toda mi escolta está de garbeo y no volverá hasta las nueve, si la dejan entrar. Me quedan doce hombres y un cabo. Ningún oficial, salvo el ayudante de servicio. Santos telefonea a Aiguadé, quien resta importancia al caso y alábase cierta «fórmula propia» para un arreglo. Mando un coche de nuestra policía, con cuatro agentes, a buscar a Viqueira; pero a la salida del Parque, en el Salón de San Juan, los desarman y obligan a volverse. Sencillamente, estamos asediados. Ni aun puedo hablar con el Gabinete de la República, en Valencia, pues lo impide la central, si bien, para admiración nuestra, cursan llamadas desde allí al palacio. Largo Caballero, mi jefe de gobierno, no condesciende a telefonearme y acuéstase temprano, después de hablarle a Companys, según me dicen desde Valencia. Companys, como Aiguadé, quita gravedad a los disturbios y promete mandarme a Tarradellas, primer consejero de la Generalidad, a ofrecer excusas. Lo de los descargos me encocora. A Bolívar, mensajero de Largo, le digo se trata de una estupidez o una añagaza para ocultar la verdad al Consejo de la República. Sobran disculpas y falta mando ante la gravísima revuelta. Yo no estoy agraviado en mis policías, ni soy el embajador de Inglaterra, a cuyo cocinero apalearon agentes de la autoridad, para exculparse luego cumplidamente. Serán las once dadas cuando llega Tarradellas, acompañado de Miravitlles, el comisario de Propaganda de la Generalidad. Desde allí llaman varias veces, preguntando por ellos. Detenidos e interrogados por patrullas, en diversas barricadas, tardan hora y media en alcanzar el Parlamento desde la Generalidad.

—Señor Presidente, como catalanes, Companys y yo nos sentimos profundamente avergonzados por cuanto ocurre.

—No es hora de excusas sino de sofocar el motín y, por lo que a mí toca, de garantizarme la vida y la libertad de movimientos.

—Le confieso señor Presidente, que la Generalidad no domina la calle. Para conseguirlo, debiéramos sacar las fuerzas acuarteladas.

—¿Por qué no lo hacen ustedes?

—El tiroteo sería general entonces.

—Con tal que no lo haya, consienten que Barcelona pase a poder de los anarquistas.

—Con tal que no se derrame más sangre inocente, debe recurrirse a cualquier medio. La ya vertida nos mancha a todos.

Me mira aquel gigante, con mal recatado desprecio en sus ojos oscuros. Altísimo, algo entrado en carnes, pescozudo y ancho de hombros, témplase la cólera con duro esfuerzo. No cabe, en verdad, sino admirarlo.

—Nada resolveremos parados aquí, en mitad del comedor, Tarradellas. Pase a mi despacho y hablemos con calma.

—Muy bien, señor Presidente.

Nos acomodamos en dos butacones, separados por la mesa. Allí está el Caín de Byron, junto a un rimero de cuartillas y un cortapapeles en forma de faca. Tarradellas atisba el libro a hurtadillas. Mientras me habla, pienso en la noche del 20 de julio, vencida la sublevación en Madrid. Hoy como entonces, creo nos consumimos en un delirio colectivo provocado por el insomnio. ¿No será todo, guerra, sangría y odio fratricida pura alucinación y, en verdad, seguiremos en paz sin saberlo? Pese a mi pánico, sonríe en mí, para mis adentros, el hombre del espíritu. En el fondo, ¿qué importa vivamos de cierto esta tragedia o la soñemos, sin advertirlo, cuando la sangre, real o fingida, nos pringa a todos, como bien dice Tarradellas?

—Aiguadé no consultó con nadie su decisión de hacerse con la Telefónica para instalar allí un comisario de la Generalidad —prosigue—. A mí me la confió cursadas ya las órdenes a su jefe de Seguridad, Rodríguez Salas.

—¿Cuándo fue eso? ¿Hoy mismo?

—Hoy mismo, señor Presidente. Me pareció aventurada su decisión, porque no contaba con medios para vencer la resistencia que hubiese. Se lanzó a una batalla sin apercibirla y Companys habló tanto de darla que puso sobre aviso a los anarquistas. De todos modos, aún soy optimista.

—¡Ah! ¿Lo es usted?

—Sí, señor, aunque los pueblos también estén levantados. Al final, se arreglará todo mediante negociaciones. Hoy mismo se reunió el Consejo de la Generalidad, como usted sabe, para tratar de restablecer la calma aunque sea sacrificando a Aiguadé y a Rodríguez Salas.

Se va Tarradellas y a poco llega Viqueira. Consigue entrar solo y a pie pero evita el presentárseme. Pregunto por los demás jefes del Cuarto Militar. No comparecieron aún. «Me sirven ustedes menos que las criadas de mi mujer», estallo. En esto llama uno de ellos, Alfredo Jiménez Orge. Lo detuvieron unos rebeldes, armados y muy fuguillas. Diose a conocer y le espetaron: «Telefonea al Parlamento, para comprobarlo, pero no hables de más o te volamos la cabeza».

—¿Tenéis ahí a un coronel Jiménez Orge?

—Sí, sí. Soltadlo y que venga.

Otro de mis coroneles, Gurmersindo Azcárate, lo pasa mejor pues tráenlo en coche al palacio sus apresores, bien deferentes. De vez en cuando se oyen algunos tiros y el bramar de los leones famélicos. De amanecida, volverán a encontrar los muertos rebozados en su sangre. Otra vez el crimen estúpido, impune, de unos y otros, de todos nosotros, por un quítame allá esas pajas y por menos: por nada. «Matarás y matarte han; y matarán a quien te matase». Bien lo decía Díaz del Castillo hace cuatro siglos. Me llevo a la cama el Caín, de Byron, y con mano tembleque le subrayo unos versos. Here let me die, for to give birth to those / Who can but suffer many years and die, / Methinks is merely propagating death / And multiplying murder. «Déjame morir aquí —suplica Caín a Lucifer—, pues dar vida a quienes / sólo sufren muchos años y perecen, / creo que es propagar la muerte / y multiplicar el crimen». La respuesta del demonio llega al final de aquel acto: Think and endure and form an inner World / In your own bosom, where the outward fails. / So shall you nearer be the spiritual / Nature, and war triumphant with your own. «Piensa, resiste y forma un mundo interior / en tu pecho, donde se quiebre lo externo. / Así estarás más próximo a la naturaleza espiritual / y triunfarás en la guerra contigo mismo». En otras palabras, ensimísmate y vuélvete un intelectual. Tal es la receta de Lucifer para hacer las paces consigo mismo, cobrar esencia casi angélica y darle la espalda al mundo. ¡Qué ironía la de Byron al atribuirle tales avisos! ¡Cómo si dentro de nosotros no hallásemos siempre, siempre, siempre, al prójimo enemigo encadenado a nuestras entrañas!

—¿Por qué nacimos en tierra de odios, en tierra donde el precepto parece ser: odia a tu prójimo como a ti mismo? —me decía el pobre Unamuno la última vez que nos vimos, poco antes de la catástrofe.

Sonreí. Él me detestaba entonces y por un momento lo había olvidado. Retórico, como tantas otras veces (su retórica era su autenticidad), parafraseábase un libro, Abel Sánchez, inspirado precisamente en el Caín. Sonriendo todavía, le dije entonces:

—Se equivoca usted. El precepto aquí (en este país de cuyo nombre no puedo acordarme ahora), es ódiate a ti mismo como odias al prójimo. Mientras no consigamos todos convivir en paz, nosotros los intelectuales viviremos de prestado.

Mientras el hombre de la carne en mí, desazonado por el miedo, revuélvese en la cama, el del espíritu piensa en Unamuno y en todos los muertos de esta guerra, ya sin odio, sin rencor ya. Paz a los vivos. Vagamente advierto que la trifulca de Barcelona no va conmigo. Mañana espero nuevas del Gobierno central. Lo que más me duele es el escandalazo que se dará en el mundo con esta rebelión, y el partido que sacará de ello el enemigo. Paz a los vivos: repitiéndomelo, como vana plegaria, me duermo de madrugada.

Poco antes de las ocho, nos despierta el fuego. Barcelona es un concierto de ametralladoras, fusilería, morteros y bombas de mano. Aiguadé llama por teléfono y anuncia mandarnos ciento cincuenta guardias para proteger el parque. En realidad, son ochenta. Se parapetan en la verja y en seguida empieza el ataque. Los revoltosos ocupan la estación de Francia, con ametralladoras en una azotea, y las casas del Borne, cortando por allí la salida del Parque. También son suyos el paseo de San Juan y la estación del Norte, así como las vías que la unen a la de Francia. Con prismáticos, los percibimos claramente en las terrazas, apostados en sacos terreros. Al comandante de los guardias lo hieren en seguida y en el casal lo encamamos. A poco matan a su alférez y toma el mando un capitán azorado, quien suplica por teléfono refuerzos inaccesibles, mientras a voces invítanlo a rendirse. A los sesenta soldados de mi escolta los mantengo en el Parlamento, con orden de inhibirse si el Parque no es asaltado. Cuentan sólo con fusiles y escasa munición. Cuatro ametralladoras que teníamos nos las quitaron un día de aprieto, aunque hoy dispongan de ellas hasta los barberos. Sobre el palacio no tiran, y eso me apacigua un tanto. Hácenlo contra los guardias tras el enrejado, donde por suerte no alcanzan las bombas a través de la calle. Mis custodios disponen de un mortero y cinco granadas. Cuatro no estallan y sí la quinta en una barricada del Borne, donde mata tres hombres. Los otros ponen bandera blanca: una camisa hecha jirones, recién salpicada de sangre.

Funciona el teléfono dentro de Barcelona. Desde la Generalidad llaman Guimet y el doctor Trabal. El jueves, en una pausa impuesta por tratos de los bandos, viene a verme Sbert, el consejero de Cultura. Nadie más. No pudiendo hablar por teléfono con Valencia, lo hago por telégrafo, a las nueve de la mañana. Largo Caballero, el Presidente del Gobierno, duerme todavía. ¡Ignoro qué tronada podrá despertarlo! Responde el subsecretario de Guerra, y le detallo la situación.

—Aquí el Presidente de la República. Dígale urgente jefe Gobierno todo agravado desde anoche, no cesa tiroteo por diferentes sitios de la ciudad. Desde hace una hora hay nutrido fuego ametralladora, mortero y fusil junto a mi residencia oficial, entre fuerzas orden público, enviadas Generalidad, y revoltosos, siendo al parecer más intenso en los alrededores Telefónica. No tenemos libertad para entrar o salir de esta residencia oficial del Jefe del Estado, habiendo sido desarmados y maltratados algunos funcionarios de vigilancia y detenidos dos jefes de mi Cuarto Militar cuando venían de uniforme a prestar servicio. Me dijo anoche primer consejero Generalidad que gobierno catalán no domina la calle, creyendo que sacar fuerzas cuarteles produciría choques. Tenía la impresión pueblos también levantados. Me interesa que Gobierno conozca, directamente por mí, situación que estimo delicada con respecto al orden público en Cataluña y a mi posición sin medios de defensa, reducido a unas docenas de soldados sin otro armamento que fusil. Espero saber cuál es criterio Gobierno en estas circunstancias.

Largo no telegrafía nunca. Lo hace Prieto, como ministro de Marina y Aire, a media mañana. Anuncia la inmediata salida para Barcelona, desde Cartagena, de dos destructores. Llevan orden de limitarse a una acción demostrativa y de ponerse a mi servicio, como Presidente. No deben mantener contacto con otros poderes que el Presidente de la Generalidad y el consejero de Seguridad interior, salvo si el Gobierno rescata el orden público, en cuyo caso dependerían de la autoridad designada. Prieto hace un alto y luego, como confiándose tras vacilar, añade:

—Esta salvedad que hago no es a cuenta de que el Gobierno haya decidido nada aún sobre el particular. Responde a mi criterio, que esta mañana comuniqué al Presidente del Consejo, a quien en diversas ocasiones transmití mis temores respecto a Cataluña —otra pausa, que ahora no parece prevista—. El Presidente del Gobierno se halla conferenciando en estos momentos con Federica Montseny y con García Oliver, los ministros catalanes y anarquistas de la CNT, y me pide disponga un avión para conducirlos a Barcelona, pues se proponen mediar en la lucha. Por mi parte, y aun creyendo que no se debe omitir gestión alguna, dudo mucho de la eficacia de ésta. Nada más de momento. Quedo a sus órdenes, al pie del aparato.

Para embridar la carne aterrada, el espíritu impónese dictarle a Rocío mi borrador de La velada en Benicarló. Escribí la pieza hace dos semanas y me la inspiró una reunión que, en el Parador del Patronato de Turismo de aquel pueblo, celebré con Largo y Companys. De allí salió un acuerdo entre ellos, secreto y de poco fruto. Fuese cual fuere, lo olvidé, aunque no debió de resultar grano de anís avenirlos un poco. En todo caso, mi obra supera la circunstancia: es la otra faz de nuestro drama, más atroz y duradero que la guerra. En años venideros, variados los nombres de las cosas, esquilmados muchos conceptos, no comprenderán por qué nos batimos como lo hacemos. Pero también persistirá latente entonces la misma tragedia si conservamos la capacidad de odio fratricida. El país se repite por qué su presente suele parecerse a su pasado. Vivir aquí es volver a ver y a hacer lo mismo. Dudo por otra parte de que después de este viaje, corto tal vez en el tiempo eterno en las borrascas del alma, la razón y el seso de muchos hayan medrado. A pesar de mi pánico físico, me precio de mantener la independencia de espíritu en medio de tan frenéticas jornadas. Sea el que sea quien lo consiga, desde el punto de vista humano es un consuelo. Desde el punto de vista nacional, una esperanza.

A la hora del almuerzo, Santos me corta el dictado para anunciarme el final de los víveres. Somos ahora hasta sesenta, sin contar los guardias de la verja. Queda sólo una partida de comestibles preparada para Madrid: arroz, bacalao y huevos, que no pasarán de mañana, miércoles.

A la una de la tarde, la radio difunde una nota de la Generalidad confiando todo ensayo pacificador al consejero de Seguridad Interior, Aiguadé. Inmediatamente, la Unión General de Trabajadores, el Partido Socialista Unificado de Cataluña, Esquerra Republicana, Acció Catalana y otros partidillos y asociaciones, los últimos de menor cuantía, declaran su apoyo al Consejo catalán.

A las tres, el Hughes transmite nuevo telegrama de Prieto. Insiste en conocer mi informe personal sobre cuanto acaece en la ciudad.

—La situación aquí no parece haber empeorado. Hay menos tiroteo. Uno de los frentes de mi residencia está despejado. Ante el Parque, fuerzas orden público ocupan Palacio Justicia; pero la acera de enfrente es de los revoltosos. La Avenida desde aquí al puerto está cortada por los rebeldes, que ocupan estación de Francia, no pudiendo comunicarme con Generalidad ni con el puerto mismo. Cuando lleguen los barcos, el personal no podrá salir a las calles adyacentes. Lo más urgente es abrir paso entre Parlamento y puerto, reduciendo la estación. Creo inverosímil que Generalidad requiera gobierno Central rescate orden público en Cataluña. De efectuarse, debe tomar mando un militar de graduación. La CNT publica manifiesto diciendo que todo se apaciguará destituyendo consejero Aiguadé y comisario Rodríguez Salas.

Prieto me refiere un Consejo de ministros concluido veinte minutos antes. Largo se inclina a aguardar las gestiones de los Comités Nacionales de la CNT y la FAI, cuyos delegados, así como García Oliver, se hallan ya camino de Barcelona. Prieto mantiénese escéptico sobre tales embajadas. Cree imprescindible el rescate del orden público, y júzgalo más arduo si se deja caer la ciudad en manos de los sublevados. Largo se puso al habla con Companys, desde Valencia. La comunicación salió pésima y casi no se entendieron a través de una madeja de hilos cruzados. Largo dedujo, sin embargo, que Companys no se opondría a la intervención de la República. Entretanto, recíbese una llamada de Aiguadé instando al envío de cuantiosos refuerzos. A las cuatro de la tarde, vuelve a reunirse el Consejo. Prieto imagina que saldrá de la convocatoria criterio unánime para asumir la autoridad en Barcelona.

A las nueve y media de la noche, telegrafía de nuevo Prieto. En el Consejo, resume, se acordó asumir el orden público, con el tácito asenso de Companys. Los ministros de la CNT reservaron sus votos. Dijeron la medida improcedente hasta conocerse el resultado de los parlamentos entablados en Barcelona. A las dos de la tarde, salieron de Cartagena los destructores Lepanto y Sánchez Barcáiztegui. A las tres de la madrugada, tropas de aviación, procedentes de Los Alcázares, llegarán a Valencia para seguir viaje al aeródromo de Reus, viaticadas con un rancho caliente. Al amanecer se les unirá allí su jefe, el teniente coronel Hidalgo de Cisneros, con varias escuadrillas, y juntos volarán a Barcelona.

—Ni las fuerzas navales ni las aéreas actuarán sin órdenes mías —asegúrame Prieto—. Mi criterio redúcese a resolver esto en horas. Para los cabildeos sobra la noche. Claro que mi opinión quedará subordinada a la del Jefe del Gobierno. ¿Qué ocurre por ahí ahora?

—Desde la anochecida no se oyen apenas disparos. Al caer la tarde hubo vivísimo fuego de fusil, mortero y ametralladora. Suponemos fue la lucha en la estación; pero no creo que haya sido ocupada por las fuerzas de la Generalidad. Los comisionados de Valencia y otros elementos sindicales de aquí, entre ellos Abad de Santillán, el teórico de los anarquistas, amén de García Oliver y Companys, hablaron por radio, invitando a suspender las hostilidades, en espera del acuerdo que elaboran en la Generalidad. No oí los discursos. Me aseguran que Companys excitó a todos a la fraternidad. Aquí, en mi residencia, seguimos sin grandes medios de defensa, porque en vano suplicamos devolvieran a mi escolta las cuatro ametralladoras que nos quitaron. Anoche y hoy nos habrían venido muy bien. La impresión general es más favorable que al mediodía. Esto no puede ser motivo para retrasar el envío de refuerzos, que deben ser abundantes, para contrarrestar la inevitable reacción ante el rescate del orden público.

El miércoles, y al filo de las diez y media de la mañana, vuelve a llamarme. Echa lumbre y se le va el enojo en sarcasmos. Lo avisó por radio Barreiro, comandante del Lepanto, para decirle tenía cita conmigo a las once dadas, «por estar Su Excelencia descansando hasta aquella hora». Replico que el comandante acaba de telefonearme, no sé si desde la Consejería de Defensa. No consiguió llegar al Parque y buscó el socaire de la Generalidad. Ya no podrá salir hasta las cuatro y media, para volverse a la base de aeronáutica. Desde allí me telefonea de nuevo. Le ordeno permanezca a bordo, que es su sitio, y desamarre los barcos del muelle. Por mi parte, en un arrebato de ira, telegrafío:

—Los aviones no hicieron todavía acto de presencia. El tiroteo no ha cesado en toda la noche. Elementos de la CNT se dirigieron por radio a sus compañeros del frente, diciéndoles que estuviesen prontos a venir a Barcelona cuando fuese requerido su auxilio. Que yo me traslade a Valencia es muy buen pensamiento, pero absolutamente irrealizable. Es imposible cruzar las verjas del Parque, cercado por fuego de ametralladora, fusil y bombas. Así estoy desde el lunes por la tarde, cuando se inició esta situación y la puse en conocimiento de Largo Caballero. He esperado lo que razonablemente cabía esperar, hasta que el Gobierno juntase suficientes elementos represivos para vencer el motín y rescatarme a mí, al Presidente de la República, de este encierro. El problema, como usted comprenderá, tiene dos vertientes. Una, la insurrección anarquista, con todas las consecuencias y deplorables efectos que no necesito señalarle. Otra, el secuestro del Jefe del Estado, incapacitado para moverse y para ejercer su función. Ya lo primero sería de por sí peligroso y requeriría urgentísimas medidas. Lo segundo añade gravedad y puede tener consecuencias incalculables. Me limito a recordárselas, por si las circunstancias me obligan a determinaciones irreparables. Solamente una acción del Gobierno, rapidísima y urgente, puede evitarlas. A usted le sobra perspicacia y sensibilidad política para comprender que ni mi decoro, ni la dignidad de mi cargo, ni el escándalo que se está dando ante el mundo entero permiten que el Presidente de la República permanezca un día más en la situación en que se encuentra.

Debe de asustarse Prieto, pues vuelve al telégrafo, después de un Consejo de ministros de doce minutos cabales. Aun así, me exaspera la molicie del Gobierno. En Bétera, a un tiro de piedra de Valencia y cabe la casa de que allí se incautó Prieto, acantonaron el batallón presidencial, instruido y armado. Juraría que Leopoldo Menéndez, su jefe, brindó en vano la tropa a Largo. Embarcándola ayer, hubiera llegado anoche, para abrirse paso hasta el Parlamento, cogiendo de revés a los de la estación. Luego me habría dado yo el placer de librar al propio Companys en la Generalidad. Pero Menéndez aguardará aún la respuesta a su iniciativa. Siempre, desde octubre del 34, creí mi destino caer asesinado en Barcelona. El ser de la carne en mí desvívese, todo flaquezas, al pensarlo. El del espíritu sonriese y recuerda de nuevo a Valle–Inclán, en el entierro de no sé quién y en vísperas de la guerra, atravesando el patio desmantelado de un cementerio viejo y bisbisándome ceceoso: «¡Qué buen lugar para pudrirse en esta paz!».

Prieto me informa ahora de las decisiones del Consejo, azuzado al fin por mis demandas. Se publicarán los decretos, aprobados ayer, en un extraordinario de la Gaceta, y los ministros de la Guerra, Gobernación y Marina se encargarán de adoptar las medidas precisas para restablecer el orden. El general Sebastián Pozas tomará el mando de la cuarta división y de todo el frente aragonés, y el coronel de la guardia civil Antonio Escobar asumirá el orden público en Cataluña entera. A Sandino, jefe de la región aérea de Barcelona, se le insta a obedecerlo y a pedirle objetivos que puedan ser bombardeados.

Al mediodía, una nota de la Generalidad difunde el nombramiento de Pozas. Subraya Companys el rescate del orden público, «por iniciativa del Gobierno de la República». Acto seguido anuncian nuevo Consejo catalán. Lo componen Martí Feced, de la Esquerra; Valerio Mas, secretario del comité regional de la CNT; Joaquín Pou, de los rabassaires; y Antonio Sesé, socialista y secretario general de la Unión General de Trabajadores. A la una, malas nuevas. Cuando Sesé se dirigía a la Generalidad, para posesionarse de su cargo, muere a tiros en la calle de Caspe. A la vez, uno de los hermanos Ascaso, anarquistas, cae traspasado a balazos en la Gran Vía.

Cuesta lo suyo dar con Pozas y Escobar. Aquél está en Borjas Blancas y sólo llega al Prat al atardecer para pasar allí la noche. Escobar se encuentra en el cuartel de la guardia civil de Ausias March. Ni Sandino ni Ángel Galarza, el Ministro de la Gobernación, consiguen desenredar las líneas, para telefonearle. Inquieto por tanta tardanza, sugiero a Prieto que lo llamen por telégrafo, pues en el cuartel de Ausias March hay estación receptora. A poco me telefonea el propio Escobar. Acaba de recibir el nombramiento; ofrece sus respetos y apercíbese a trasladarse al Gobierno Civil. Le indico lo azaroso del intento. Sugiero tome el mando y dicte órdenes desde su puesto. No me hace caso y, al pie de Gobernación, lo atraviesan de un disparo. Aranguren, general de la guardia civil y jefe sonámbulo de la cuarta región desde julio, me telefonea desde allí para contarme la desgracia. Escobar se halla gravísimo. La bala le rozó el espinazo y su herida amaga la paraplejía.

—Busquen ustedes uno que esté ya ahí, para que no se repita el caso.

—Eso es. Hemos pensado en el teniente coronel Arrando, de la guardia de asalto.

—¿Es de confianza?

—Todos lo son.

—Mucho es. Me alegro.

—A Arrando lo propone el señor Martí Feced, nuevo consejero de la Generalidad. Él no se atreve a indicárselo al ministro de Gobernación, por si lo interpreta mal viniendo la propuesta de la Esquerra. Quiere que la haga yo.

—Pues telegrafíe usted a Galarza y sanseacabó.

No identifico a Arrando por el nombre. Alguien me lo recuerda por las señas. Es bajo, más bien cenceño, sin ningún pelo en la cabeza. Lleva un peluquín pegado al cráneo y las cejas diseñadas a pincel. Investido, me telefonea. Inquiero por la situación, sus planes y las órdenes del Gobierno de la República.

—Desde luego, restableceré la paz. Voy a hacer algunas gestiones para que cese el fuego y espero que den resultado. De no ser así obraré con la mayor energía.

—¡Mi situación aquí es desesperada! ¡No puedo ni debo someterme una hora más a tanta ignominia! Ábrame camino hasta el puerto.

—Señor Presidente, carezco de consignas precisas. Su seguridad personal corre de mi cuenta. Sin embargo, para emprender cualquier operación necesito refuerzos.

Salido de madre, le cuelgo el teléfono. Vuelve a llamarme a las dos horas. Habló con Galarza y muéstrase menos ambiguo y escurridizo.

—No pude ser más explícito, señor Presidente. Temía tuviésemos intervenidas las líneas.

—No sea usted absurdo. Si lo estaban entonces, lo están ahora. ¿Cuándo me rescata de este encierro? ¡Esto es intolerable!

—No desespere Su Excelencia. Las gestiones van por buen camino. Tengo garantías de que la rebelión cesará en seguida.

—¿La garantía de quién?

—De los responsables del movimiento.

Vuelvo a colgarle el auricular, que tintinea. Soy presa de una conjura. La autoridad del Gobierno, recién librada, cae en manos de Arrando: un hombre sin duda en connivencia con los amotinados. Ahora comprendo la propuesta de Martí Feced, enmascarada detrás de Aranguren. Impotencia, anarquía, descrédito, y yo en el centro muerto de este huracán, aguardando a que me asesinen o enloquezca de pánico. Si en el 31 hubiese dependido de mí la llegada de la República, prevista esta horrible guerra, me hubiera resignado a no verla en mi vida. Hablar por hablar; juego de palabras. Quise decir, de veras: de saber que ocurriría esto, habría escogido no nacer antes que vivirlo.

A las dos de la madrugada, se abre una tregua. Entrado el día, va de compras el cocinero, pues estamos sin vituallas. A las ocho, cablegrafía Indalecio Prieto.

—Estoy lejos de creer que el conflicto se haya resuelto, pero hay que aprovechar este compás de espera. Puse un telegrama cifrado al comandante del Lepanto para que se presente en seguida a Su Excelencia y se ponga a sus órdenes. Ya a bordo del destructor, todo está resuelto. Desde allí al aeródromo del Prat la travesía no ofrece dificultades. El viaje debe realizarse esta misma tarde, si ello es posible. Las horas de luz no son muchas.

—El comandante del Lepanto está aquí, esperando a que lo reciba. No circulan vehículos de ninguna clase. Si usted recuerda el plano de Barcelona, advertirá la dificultad del paso entre la estación y el Borne, para ir al embarcadero. Yo no tengo inconveniente en tentar la aventura si el Gobierno me lo aconseja. Todo depende de que no quieran hostilizarnos.

Antes de hablar con Barreiro, telefoneo a Sandino, todavía sitiado en la consejería de Defensa. Al socaire de la tregua, piensa llegar al Prat por mar.

—¿No podrían ahuyentar a los rebeldes de la estación de Francia? —le suplico—. Es cuanto necesito para salir de aquí, como lo desea el Gobierno. El objetivo está aislado entre el Parque, el puerto y el Paseo de Colón. No cabe error en un bombardeo. Y ni siquiera hace falta bombardear. Huirán si pasan ustedes por allí en vuelo bajo y los ametrallan.

Se le ahoga la voz, no sé si de ira o de miedo, al responderme. Su ciudad es más preciosa que mi vida. Al menos, así debe plantearse el dilema el hombre. En fin de cuentas, me sabe, como todos, desamortizado y desposeído.

—Si Su Excelencia me pide atacar, lo haré al momento, aunque probablemente no sirva de mucho y empeore la situación. Un bombardeo a ciegas de Barcelona sería otra guerra civil en nuestra zona.

—¡Yo no le mando nada, Sandino! —le chillo contra mi costumbre—. Aténgase a las órdenes del ministro o del general Pozas, y no hablemos más.

Entra José Barreiro. Sonrisueño, es todo mieles. Vínose en coche desde el puerto, con una escolta de cinco hombres.

—Lejos de hostigarnos, los rebeldes nos vitoreaban por las calles. Si Su Excelencia me lo permite, saldremos de nuevo, a dar un paseo, para recoger otros aplausos.

—¡No sea usted insensato! Retírese y aguarde mis órdenes.

Si quiero zafarme, tendré que hacerlo por mis propios medios. Como Presidente, sólo cuento con los buenos deseos de Prieto, la indiferencia de Largo y el abandono de la Generalidad. Sus hombres, casi los mismos con Companys a la cabeza, me ponen en situación parecida a la del 6 de octubre de 1934, cuando, después de desaconsejarles su asonada, me cazaron y detuvieron como si fuese parte de aquélla. Mi opción se halla entre dos términos: permanecer aquí, hasta que nos sepulten a cañonazos o nos secuestren, o bien abrirse paso camino del puerto, entre las ametralladoras de la estación y las del Borne. Consulto a Lola, quien da pruebas de suprema entereza. Se encoge de hombros.

—Haz lo que te parezca mejor.

Empieza la tarde sin tiros. Más que de primavera, parece de otoño: toda de ámbar y oros viejos en el Parque. En una alberca, ante el palacio, solloza embarazada, sobre las ninfeas, una moza desnuda y de mármol. Me traen nuevas de que los guardias han agotado las municiones y no esperan pertrechos. Prieto llama otra vez por telégrafo. Más apremiante ahora, me acucia a intentar la salida. Se hacen las maletas y aperciben los coches. Mi mujer me aguarda en el portón, y yo ando todavía enredado en la irrestañable verbosidad de Prieto. A su labia debemos la vida, pues dispuestos a partir, ya al pie del automóvil, nos detiene el fuego de bombas y ametralladoras entre la estación y el mercado. A Prieto se lo telegrafío sin tardanza.

—Imposible huir, por haberse producido tiroteo cruzado entre la estación y el Borne. De aventurarnos cinco minutos antes, toda la rociada nos habría caído encima. Es una contrariedad; pero creo debe aprovecharse cualquier tregua para llegar al puerto. Quizá sea posible más tarde. Dejaré esta comunicación abierta, por si es preciso reanudarla.

—Prescindan del equipaje y de toda impedimenta, que ya se recogerá. Avíseme al instante mismo de la partida. Si fuera pronto, yo volaría hasta Reus, donde su avión podría aterrizar un momento, para acompañarlos a Valencia. No hay tiempo para ir hasta el Prat. De ningún modo aconsejo a Su Excelencia abandonar el Parlamento después de anochecido.

Llamo otra vez a Arrando. Crécese ahora en una euforia que no deja de pasmarme. Irritado, le anuncio que se reanudó aquí el fuego y su réplica me desconcierta:

—La culpa, Señor Presidente, es de los guardias. Desobedecen mis órdenes expresas de no disparar y, claro, desde las barricadas les contestan.

—Le aseguro, teniente coronel, que los guardias del Parque no empezaron la refriega.

—¿De veras, señor Presidente?

—De veras, señor teniente coronel.

—¡Ah! Entonces ahora mismo mando recado a los rebeldes de la estación, asegurándoles que no puedo tolerar que hagan fuego.

Dos horas después, cuando al atardecer apercibimos de nuevo la huida, rumio aún entre sorprendido y enojado las palabras de Arrando. Más que revuelta (¡bien grave por cierto!) dijérase esta lucha trágica farsa, con Barcelona por escenario, donde actores de ambas partes guardan secreta concordia y apúntanse los papeles. Los muertos, sin embargo, son bien reales. Sólo ellos callan entre el vocerío y el rebullicio. Nos acusan con su mudez, mientras se destrozan en las calles. «¡Qué no sean los muertos, la pasión por los muertos, por vuestros hermanos caídos, lo que os impida en este momento un alto el fuego! —decía García Oliver por radio—. Todos, absolutamente todos, son hoy de mi carne y de mi sangre. Me inclino ante ellos y los beso». Probablemente tenía razón. En cada víctima de esta guerra perecemos un poco los supervivientes, y aun perecerán quienes no nacieron todavía.

Acordamos que saldrá primero el coche de Barreiro con su escolta. Si no los hostigan, volverán a buscarnos. Detrás de ellos, iré yo, en el Mercedes, con mi mujer y un secretario. Quedará aparejado un automóvil de la policía, para auxiliarnos si dañan el nuestro en un tiroteo. Desde el porche del palacio, presenciamos su partida. Abren la cancela del Parque y huyen a todo correr. A lo lejos suenan algunos disparos. «Es una temeridad que se arriesgue así el señor Presidente, una temeridad», repite sin cesar un policía. Aguardamos media hora, y al cabo llama Barreiro desde la base aeronáutica.

—Señor Presidente, no he vuelto porque está muy peligroso el paso. Es una locura someterlo a usted al fuego que nos hicieron, aunque no fuese muy intenso.

—Mañana, a las cinco de la mañana, esté usted aquí, y saldremos como sea.

A las cinco de la madrugada nos despiertan. Ya llegaron los marinos, sin percance. Poco más tarde, sobre las seis, me leen una nota radiada por la CNT. Se afirma allí que, obtenida satisfacción de los agravios, volverán los obreros al trabajo a las nueve. «Ahora sí podemos salir». Hasta me divierte mi despectiva indiferencia después de los terrores de la vigilia. Borne, estación, Gobierno Civil, Plaza de Palacio, la Lonja, Correos, Paseo de Colón, los muelles, todo amarillece al alba recién despuntada. En sus puestos siguen los combatientes, grises de sueño, barbudos y despechugados. Nos miran pasar sin hacernos caso. Tal vez ni siquiera reparen en quiénes somos. En la Puerta de la Paz, embarcamos en una gasolinera que nos lleva al Prat.

Junto a la playa, pasamos a un bote y salimos a tierra en hombros de caloyos de aviación. Nos recibe Sandino con otros oficiales y radiamos nuestra llegada a Prieto. La esperaba, reconcomido de impaciencia y desvelo. Nos desayunamos en casa de los oficiales, con café, tostadas y miel ampurdanesa, que sabe a estepares floridos. Al filo de las ocho, nuestro Douglas alza el vuelo, rumbo a Valencia. La playa se achica en la mañana clarísima, mientras el sol le enciende una ala del avión con rojez de vino de misa. Ya se confunden espuma y arena en el mismo delgado encaje. A las nueve y un minuto, aterrizamos en Manises, después de un vuelo muy tranquilo y regalado.