7
Un método sin puertas
Matilda Burgos y Joaquín Buitrago se han perdido todas las grandes ocasiones históricas. Cuando la revolución estalló, ella estaba dentro de un amor hecho de biznagas y aire azul, y él en la duermevela desigual de la morfina. Ninguno se enteró de la fecha en que Pascual Orozco tomó Ciudad Juárez, ni del día exacto en que el presidente Díaz salió exiliado en el Ypiranga rumbo a París, en sus labios estaba la frase profética «ya desencadenaron al tigre, a ver si pueden domarlo». Ninguno de los dos formó parte de la muchedumbre que festejó la entrada de Francisco I. Madero en la ciudad de México, y ninguna de las balas de la Decena Trágica los hirió. Nunca vieron a Victoriano Huerta en cantina alguna y, aunque oyeron los rumores y presenciaron el desorden, no se molestaron en leer los periódicos con la noticias de la invasión norteamericana. Cuando Emiliano Zapata y Francisco Villa se ofrecieron la silla presidencial el uno al otro, respetuosamente, haciendo gala de buenos modales, Matilda estaba absorta viendo las burbujas del agua en punto de ebullición en una olla de barro, y Joaquín sólo usaba su cabeza para recrear el fantasma cruel de Alberta. Ninguno de los dos vio los camiones repletos de muebles de quienes se iban para siempre, ni tampoco presenciaron el desmantelamiento de las casonas de La Reforma. Ninguno se enfermó de tifo ni trató de buscar alimentos en los puestos de socorro que el gobierno constitucionalista había organizado por la ciudad. Los días en que los generales, los profesionistas y todos los hombres importantes del país se reunieron en Querétaro para redactar una nueva constitución, Matilda los pasó examinando una bomba de vapor oxidada al lado de Pablo, mientras que Joaquín estaba en el pabellón común de un hospital debido a la falta de enervante. En todo ese tiempo, el fotógrafo nunca salió en busca de Adelitas o de masacres, en su lugar se dedicó a tomar placas de ausencias. Una silla cuyas arrugas en el asiento indicaban que alguien se acababa de levantar. Una taza de café con las huellas oscuras, estriadas, del carmín de unos labios. Un columpio vacío pero en movimiento. Las páginas de un libro a medio abrir. Un cigarrillo encendido. Para Matilda, en cambio, la revolución se redujo a dos forasteros recopilando datos. Un suicidio. La falta de sonidos. Los dos anduvieron siempre en las orillas de la historia, siempre a punto de resbalar y caer fuera de su embrujo y siempre, sin embargo, dentro. Muy dentro.
En 1921, al caminar por la ciudad, las cosas no son muy distintas para ellos. Saben el nombre del presidente, y recuerdan que es manco. Saben que hay grupos de jóvenes maestros en algunos rincones del país propagando lecciones de gramática e higiene. Matilda sabe que hay anarquistas en la capital y en otros centros industriales tratando de formar sindicatos. Cástulo. La palabra justicia está de moda, la palabra igualdad, la palabra progreso. Hace un año asesinaron a Zapata y pronto acribillarán a Villa no sobre el caballo que lo hizo famoso sino dentro de un automóvil negro en las afueras de Parral. La gente escucha la canción Varita de nardo. Tomados de la mano, avanzando tentativamente sin dirección alguna en realidad, Matilda y Joaquín son dos notas que desafinan en el concierto de la nueva ciudad; juntos sólo se concentran en otras cosas. Ésta es la joyería donde Diamantina, la segunda, daba suspiros de placer frente a las esmeraldas. Esta puerta que ahora alberga un comercio de zapatos fue la que ambos abrieron alguna vez para dejarse deslumbrar por la falta de artificio de una mujer con lentes. Ésta es la fuente donde Matilda oyó la voz de su destino por primera vez. Ahí estaba la morgue donde Joaquín se encargó de develar los primeros rostros de la muerte. En esa casa adornada con un festón Matilda vivió siete años bajo las reglas de un hombre al que jamás conoció y una mujer cuyo nombre no recuerda. Descansen en paz. Aquí está La Parisina. Ese lugar que ahora se llama Progreso alguna vez llevó el nombre de La Modernidad. En el mapa de su ciudad sentimental los monumentos son transparentes y la escala desigual. A Matilda y Joaquín no les gusta llorar.
Lo que ellos hacen en esos días es arreglar la casa de Santa María la Ribera. Ya se deshicieron de todas las sábanas fantasmales y ahora limpian los pisos, los techos manchados con lagunas color yodo y las esquinas llenas de telarañas con escobas, plumeros y trapeadores llenos de jabón. Cuarto por cuarto. Joaquín ha logrado conectar el servicio de electricidad y, con manos inexpertas. Matilda ha remendado las cortinas viejas y se ha hecho cargo del jardín. Poco a poco la casa se ha vuelto un lugar habitable una vez más. Pero todo es distinto. Por acuerdo mutuo han cargado los colchones con olor a humedad y musgo y se los le han regalado al ropavejero junto con la cristalería, las vajillas de porcelana, los cubiertos de plata y los tapetes persas. De todos los muebles sólo han conservado una mesa rectangular de caoba, dos sillas y un sillón, y todo lo demás lo han ido cortando como leña.
—Sale un Luis XV. ¿Nogal o cedro esta noche, Matilda? —le pregunta Joaquín con los ojos afiebrados. Sus actividades les producen excitación. Hay días enteros en que sólo son un par de niños, una pareja de termitas destruyendo todo a su alrededor con alegría. Los gritos con los que se comunican de cuarto a cuarto, o las carcajadas que les producen ciertos objetos, un cuadro con el rostro blanquecino de Porfirio Díaz, por ejemplo, mantienen en alerta a los vecinos. Lo único que no han tocado son los libros de la biblioteca, el piano y los cortinajes oscuros que los protegen del exterior. Al anochecer, alumbrados por las llamaradas de la chimenea, se recuestan uno al lado del otro con la ropa puesta e intercambian las palabras que les hacen daño. Aunque se abrazan y se acurrucan con desenfado, su tacto no es sexual. Las caricias sobre el cabello o los besos en sus frentes y mejillas llevan el halo de la familiaridad. El agotamiento les deja ojeras y la piel reseca, pero no les produce sueño. El amanecer los sorprende despiertos y es entonces cuando, siguiendo el horario de Joaquín, los dos pueden por fin dormir. En paz.
En la casa vacía y limpia, el eco de sus voces parece una oración continua. Las palabras de una religión. Joaquín y Matilda nunca ensayan caricias de amor.
El día en que el dinero que obtuvo por sus estudios fotográficos se agota, Joaquín se baña a cubetadas con agua fría y se pone su único traje negro. Entre los papeles que su padre dejó revueltos en los cajones del escritorio encuentra el testamento y la dirección del abogado de la familia. Fuera, sin avisarle a Matilda, renta un coche para que lo lleve hasta las calles del centro. El despacho está en el tercer piso de un edificio en la calle de Bolívar. Arturo Loayza. Las letras doradas en la puerta, el ruido de los teléfonos y los tacones febriles de la secretaria casi le ocasionan un dolor de cabeza. Al verlo, la sorpresa en los ojos de un licenciado joven y relamido es sincera, casi natural. Joaquín es un hombre antiguo, un hombre sobre el que se han contado demasiadas historias alarmantes entre los conocidos; un hombre al que todos creían muerto o desaparecido.
—Perdone la sorpresa, señor Buitrago, pero usted comprenderá. No hemos tenido noticias de usted en años. Muchos años. Además, se presentó sin avisar. Necesito tiempo para analizar los documentos y ver qué podemos hacer por usted.
Además de la casa de Santa María hay cuentas de banco, propiedades en Cuernavaca, terrenos que se han convertido en parte del barrio de la Condesa, inversiones en fábricas textiles y los documentos que atestiguan la posesión de una farmacia. Joaquín sabe que, para obtenerlos, solamente necesita un certificado médico. La maldita morfina. El único doctor que conoce es Eduardo Oligochea. Mientras aguarda, se acerca a la ventana y, al observar el ir y venir de los automóviles sobre las calles estrechas, lo acomete un ataque de nostalgia. ¿Cuándo cambió todo esto? La luz del sol pasa diluida entre las nubes y luego, ya sucia, cae sobre las calles, desfallecida. Islotes sin color. Un azul casi gris impide ver la cara vieja del cielo.
—Como usted sabe, mi padre, que en paz descanse, llevó todos los asuntos del suyo. Todo parece estar en regla. Si le parece, discutimos lo que haya que discutir tomándonos una copa en La Ópera —los ojos del muchacho tienen un ligero tinte verdoso; su voz, el apresuramiento estudiado de la ambición—. Todo corre por mi cuenta.
Además de un buen negocio en puerta, lo que motiva al licenciado es una sincera curiosidad. Deben de tener los mismos años, son hijos de familias parecidas. Los recuerdos de Joaquín se reducen a un par fiestas, alguna reunión campestre donde su figura delgada y hosca se difumina con facilidad. Luego, mientras lo observa de reojo en su recorrido por Bolívar, se le vienen sucesos a la memoria. Uno en particular. Hay música de Liszt en el piano, ruido de copas que chocan y discretos cuchicheos cuando Joaquín se acerca a la pianista sin ver a nadie más. «Llámame Diamantina». Todo mundo la oyó. El atrevimiento de la mujer originó una que otra risa nerviosa y más de un carraspeo. Era una maestrita sin nombre cuyas gafas y falda percudida de tafeta había suscitado la crítica descarnada de algunas mujeres. «Una descarada». «La hija de un pintor de brocha gorda.» Alguien que miró a Joaquín de arriba abajo, con arrogancia y desdén, como si perteneciera a su misma clase. La mujer que lo alejó de la medicina. El rostro reconcentrado que aparecía en las primeras fotografías que intentó destruir su madre. Su perdición. Arturo Loayza tiene una especial debilidad por los hombres que se consumen por la pasión de una mujer. Quiere saber. Quiere saber lo que se siente. En su vida holgada con esposa y tres hijos, casa en la colonia Roma y despacho en el centro, las únicas actividades que hacen correr la adrenalina son las corridas de toros, una partida de póquer, un juego de futbol. El dinero. Fuera de eso, sus rutinas lo dominan, las preocupaciones ante las eventuales enfermedades de sus hijos, el ligero aburrimiento de una cama compartida con la misma mujer por ya más de diez años ininterrumpidos. Joaquín, de repente, es su otro espejo. La superficie bruñida en la que algunas veces, sobre todo las interminables tardes de los domingos, quisiera verse. Quiere saber.
—Es mucho dinero —le dice—, casi una fortuna. ¿Lo sabe?
—Lo sé.
Joaquín está totalmente fuera de lugar dentro de La Ópera. Le molestan los mullidos asientos, los techos con detalles rococó y los meseros de traje negro. La manera en que lo llaman, don Arturo. El súbito respeto que adquiere nada más por sentarse a su mesa. Su nerviosismo sólo empieza a ceder con el primer trago de whisky. ¡Si alguien le pudiera traer una jeringa en la bandeja! Acostumbrado a la voz baja de Matilda, a la sola vastedad de todos los cuartos en los que ha vivido, los ruidos y el exceso de mobiliario se clavan en sus sentidos como dardos. Arturo está demasiado cerca. Puede oler el perfume de lavanda que despide su cuello y ver además la perfección exquisita de sus manos blancas. Dos grilletes dorados: la banda matrimonial en la mano izquierda, el anillo de profesionista en la derecha. Hay un hilo café visible en una orilla de la solapa de su saco.
—Mi padre le tenía mucho aprecio a su familia. Yo era apenas un chamaco cuando ocurrió el accidente. Lo lamentamos tanto. Pero no lo vimos en el funeral —la pausa es voluntaria. Con el paso del tiempo el licenciado Loayza ha aprendido a hacer preguntas con tacto.
—No, no estuve ahí.
El licor que aligera la cabeza de Arturo, no hace más que afinar las estrategias de protección a las que está acostumbrado Joaquín. Cada una de sus frases contiene al final un punto y aparte. Un nuevo párrafo. La vuelta de la última hoja de un libro. No hay nada más que hablar.
—Tengo entendido que se dedicó a la fotografía, Joaquín.
—Sí. A la fotografía.
Arturo no está acostumbrado a los monosílabos. En sus reuniones es difícil detener el soliloquio de los hombres que, una vez mareados, describen sus triunfos, sus conquistas y el prolongado camino de su futuro sin pensar en nadie más. Pero su silencio, lejos de ahuyentar la curiosidad, la aumenta. Arturo ha leído demasiada poesía en sus escasos ratos de ocio. El rostro demacrado y los cabellos largos de Joaquín le ocasionan algo parecido a la envidia. El fotógrafo lo sabe. Con el paso del tiempo se ha acostumbrado al desprecio ajeno, pero también, sobre todo después de sus pláticas con el doctor Oligochea, está al tanto de que algunos detalles de su vida pueden alimentar la imaginación de ciertos hombres de éxito. Lo único que tiene que hacer es evitar los incidentes más vergonzosos. Sus relatos no deben incluir vómitos, ropas llenas de excremento, número de pinchazos, sueños en charcos de orina. Las alusiones a la morfina deben ir acompañadas de palabras entre espirituales y modernistas. Frases como «la pérdida de los valores tradicionales», o «esta fría demencia industrial», le aseguran de inmediato la compasión y la complicidad de sus interlocutores. El desencanto está en boga. Mencionarlo es un rasgo de inteligencia, el sello de un espíritu refinado. Sin él, los otros no podrían justificar el progreso. El suyo propio. Entre ciertos hombres de éxito los perdedores son hermosos y, además, indispensables en los vericuetos de la vida moderna.
—Lo que vamos a necesitar, y no me lo tome a mal, es un certificado médico. Es una cláusula del testamento.
—Se lo traeré en unos días —le asegura.
—Así que se ha curado de su adicción —dice titubeante—, perdone que lo mencione pero ésas son las palabras exactas que se usan en el documento, curarse de su adicción.
—Sí, don Arturo. Morfina. Pero todo está ahora en orden. Todo.
Los dos sonríen.
—El país ahora necesita artistas. Sin ustedes la gloria se nos iría sin alma, sin substancia. Tal vez uno de estos días me pueda mostrar sus fotografías y hasta podamos hacer algo al respecto por usted. Si me lo permite, por supuesto.
Cuando Joaquín se despide lo hace con delicadeza, con precaución. Luego, ya en la calle, no puede evitar la carcajada. Los artistas. El ruido constante de una explosión en medio del desierto no le deja oír el sonido de su propia garganta. «Lo que podemos hacer por usted.»
Yo te cuidaré día tras día. Yo te protegeré del mundo. Yo te ayudaré a escapar.
Joaquín encuentra a Matilda sentada ante le piano vertical con la mirada ausente y las manos inmóviles sobre las teclas de marfil. Dos gotas de fiebre caen sobre su frente. La tensión de su cuerpo sólo es visible en la vena yugular. El vacío de sus ojos se vuelve a llenar de súbito con su llegada. Cuando grita su nombre la alegría viene de otro lugar. Joaquín. Los abrazos a los que se han acostumbrado los protegen de la realidad. Un muro. Sólo en su abrazo, oyendo el latir del corazón bajo su blusa, Joaquín puede contener el temblor de las rodillas y las ganas de vomitar. El exterior siempre lo apabulla, lo hiere. Luego sale corriendo a su antiguo cuarto.
Esta vez, antes de irse, le avisa a Matilda de su partida. No sabe cuánto durará. Tiene muchos asuntos por arreglar, documentos, certificados. Su única posibilidad de ayudar a Matilda depende ahora de buena voluntad, o de la ambición, de Eduardo Oligochea. En su camino a Mixcoac repasa las frases de súplica, los ruegos, los ligeros ademanes de la amenaza. Al final sólo se encomienda al azar. Y el azar, por única vez, le enseña su mejor cara. El doctor Oligochea pasa por uno de sus días más aburridos. Los pabellones llenos de mujeres desnudas y hombres paralíticos no le ocasionan más que cansancio, hastío. Las pláticas con los comisarios o los enfermeros le dan lástima. Nadie tiene historias que contar. Nadie puede sacarlo de su ensimismamiento. Cuando logra vislumbrar la figura de Joaquín atravesando los patios, aproximándose a él, el suspiro que se le escapa de los labios es de alivio. Dentro del manicomio Joaquín es racional. Sientiéndose a salvo, invadido de paz, el fotógrafo lo saluda como si nunca se hubiera ido. El griterío de la institución retumba en sus oídos con los acordes de la música, una marcha triunfal.
—Sabía que regresaría, Buitrago.
—Ya lo ve.
Están dentro de la enfermería, en el diminuto cubículo que los dos insisten en llamar consultorio y ahora lleva el nombre de «sección de cirugía». Los lugares son los mismos. Eduardo está detrás del escritorio, Joaquín en la orilla de una silla de madera, tenso. Ninguno de los dos menciona el nombre de Matilda Burgos. Con sus acostumbrados desvaríos, Joaquín desgaja poco a poco el motivo de su regreso. Describe su casa, las cantidades de dinero, la farmacia. Ante cada revelación, las arrugas verticales del entrecejo del médico se hacen más pronunciadas. Su sorpresa es genuina. Hay cosas que su imaginación es incapaz de fabricar por sí misma. La historia de Joaquín, la que él quería escuchar desde el inicio, con un principio, un medio y un fin, ahora emerge con una naturalidad pasmosa, sintética. El fotógrafo de locos es hijo de un médico de antiguo renombre, casi un maestro. Asistió a la Academia de San Carlos después de conocer a Diamantina Vicario. Estuvo en Roma de 1897 a 1900. Formó parte del grupo que se congregaba alrededor de Agustín Casasola. De repente, todo parece embonar. Sus modales. Los movimientos delicados de su cuerpo. El aire de aristócrata venido a menos. El vocabulario con el que seduce a extraños. Piezas del rompecabezas. Una jugada de ajedrez. Le está ofreciendo la mitad de todo lo que poseerá a cambio de un certificado donde quede escrito que no hay una sola traza de morfina en su organismo.
—Pero si usted no se ha alejado del vicio, Joaquín.
—Por eso necesito tu firma, Eduardo.
Es el negocio de su vida, la oportunidad que se le ha negado siempre. Con menos de la mitad de lo que le ofrece, él podría cruzar el Atlántico y tomar cursos con el mismísimo Emil Kreapelin en Alemania. Después, ya de regreso, no tendría que casarse con Cecilia Villapando. No más domingos en familia discutiendo la calidad del agua del río Grijalva. Ninguna sorna más de parte del comerciante de sedas. La respetabilidad, por fin. El triunfo. Los hombres en busca del progreso siempre son los más fáciles de sobornar. De inmediato sabe que firmará, pero también sabe que lo hará esperar. Su reputación está en juego, su orgullo y, sobre todo, el ejercicio del poder, su propio poder. Deben firmar papeles ante notario y lo quiere volver a ver.
—En una semana o dos tendré algún tiempo libre —le dice—. Yo le llevaré el documento personalmente a su casa.
Joaquín aprovecha su regreso para llevarse el baúl de latón donde guarda todas las cosas de su vida. Fotografías. Todo lo demás se queda en su lugar. La estufilla de dos hornillas, el catre endeble, la olla de peltre donde preparaba su emulsión de almendras. Sobre el paisaje umbroso, en las paredes de adobe, hay un nuevo color. Es el tono ambarino de la esperanza. Su crucifixión.
Cada vez que regresa de la ciudad Joaquín no puede respirar. La palidez de su piel se acentúa y su cuerpo parece una soga a punto de reventar. El esfuerzo deshace los nudos que lleva dentro. Uno a uno. Temblando, con el rostro lleno de un sudor agrio, Joaquín avanza sin poder dominar los movimientos de sus piernas, sus manos. Un san Sebastián herido por las flechas de la realidad. Un títere sin hilos. Dentro del abrazo de Matilda, oyendo los ruidos de su cuerpo, regresa la calma. Poco a poco. Luego sube a su cuarto y se ata el antebrazo con la cinta de un zapato. La maniobra es veloz, eficaz. Su cuerpo está sombreado por moretones como nubes, crepúsculos sobre la piel de un horizonte particular. Cuando la morfina puede correr finalmente por sus venas el universo se vuelve a organizar. Paz.
El único lugar de la casa en que Joaquín se inyecta es su antiguo cuarto, el lugar de su adolescencia. Cuando los nudos vuelven a estar apretados dentro de su cuerpo, se recuesta sobre el piso y observa las grietas del techo. Los árboles y los ríos continúan ahí, los rostros, las redes de luz. Río de la Pasión. Tagus. Amazonas. Corozos. Subines. Olivos. Diamantina, Alberta, Eduardo Oligochea, Matilda. Una cosa lleva a la otra, un nombre al siguiente. Con la misma lámpara que usó para encontrar la vena, ahora proyecta un cilindro amarillo en el techo. Busca el centro de todo, el nudo primigenio que mantiene a todas las otras sogas en su lugar, pero no lo encuentra. La estructura es caprichosa y obedece sólo a sus propias reglas. No hay principio, no hay final. Un pantano lleno de huesos.
Matilda se entretiene viendo las fotografías con la espalda recargada sobre los ventanales del recibidor. La luz del sol hace arabescos en su cabello suelto y le deja un tono rosado en los labios. Las placas son retablos íntimos en algún lugar aislado de la sociedad, de la naturaleza y de los cuerpos. Matilda los ve pero no los comprende. A pesar de las conversaciones nocturnas y de los abrazos, hay ciertos límites que nunca cruzan durante las horas del día. La distancia, sin embargo, no es incómoda sino natural. Va pegada a sus cuerpos, a sus ojos, a la manera en que se mueven entre distraídos y tímidos por los cuartos de la casa. Matilda no hace comentario alguno sobre las fotografías pero después de verlas lo observa con más pasmo que curiosidad. Reconocimiento. Identificación.
—Joaquín, tiene que hablarme —Matilda alumbra su rostro con la lámpara y le muestra la fotografía de Diamantina que trae en sus manos. Al verla, una sonrisa se queda esculpida en los labios del fotógrafo.
—La gran causa —murmura—, el vendaval. La primera mujer.
El ruido de una gota de agua en algún lugar de la casa, en clave Morse. Todo lo demás sigue inmóvil.
—¿Tú también quieres saber lo que se siente, Matilda?
Sentada a su lado, jugando con las hebras de humo que despide su cigarrillo, Matilda se olvida de contestar.
—La extraño —murmura.
—Yo también.
—Tiene que hablarme, Joaquín —repite en voz baja, tratando de convencerlo.
—Pero si fuiste tú la que prometió contarme una historia muy larga, ¿te acuerdas?
—Tenemos todo el tiempo por delante —dice la loca. Los dos sonríen y el silencio se acomoda entre sus cuerpos.
El nombre de Alberta tarda en llegar pero, cuando llega, Joaquín entrecierra los ojos como si estuviera bajo la luz directa del sol. Son las 10 de la noche. Matilda juega con las imágenes impresas en papel como si se trataran de una baraja, el juego de la lotería. Corre y se va. Eso es Alberta. La dama de cabello corto y castaño. Una estola sobre los hombros y entre sus labios una boquilla. La campana que observa a lo lejos en la torre de un convento con paredes húmedas y amarillas. La araña que muere bajo la suela de su zapato azul. Las jaras que cruzan su abdomen blanco, plano, como una versión todavía más femenina de san Sebastián. El cántaro que se balancea en su cabeza como si fuera una india del trópico. La pera de sus caderas desnudas sobre una mesa. La mano que cubre su pubis para protegerlo de la mirada ajena. El diablo en sus ojos cafés, hondos, impredecibles. El borracho junto al cual se sienta en una banqueta desconocida. La luna que acaricia su cuerpo mientras éste flota sobre las aguas de un río negro. El sol incandescente de su sexo. El corazón todavía vivo, todavía sangrante, que sostiene sobre las palmas abiertas como si se tratara de un juguete. El valiente que se atreve a seguirla por las calles de Roma sin volver la vista atrás. Su figura, detrás de la cámara, nunca aparece. Joaquín, quien se divierte colocando piedrecillas imaginarias sobre un tablero infinito, no puede ganar. Corre y se va. Se fue.
Están a la orilla de un río y Alberta acaba de decirle que, de querer, puede morirse en paz. Sus gestos no son de abandono sino de exasperación. Hay manotazos como mariposas, gritos que rasgan gargantas, oídos.
—Si quieres convertirte en un fotógafo famoso en tu tierra, déjame en paz —murmura con los dientes apretados. Joaquín la está abandonando. Le ha dicho que hay preseas esperándolo, becas, viajes a los Estados Unidos, libros con su nombre impreso en letras garigoleadas, exposiciones. No lo puede echar todo por la borda a causa de una mujer.
—Ni siquiera por ti, Alberta —le dice. Le ha dicho que lo único que necesita para ser feliz es una lente, un cuarto oscuro, los productos químicos que develan imágenes inéditas frente a los ojos del mundo. Le ha dicho que ronca, que en la noche tiene la costumbre de tirar de las sábanas, que nunca llegaría a una cita puntualmente. Le ha dicho que hay móvil en su vida, grande, unívoco.
—Mandaré por ti —murmura—. Después.
Y la obrera romana que lo ha guiado por callecitas escondidas, cantinas con olor a vino agrio y atardeceres sin fin, enciende un cerillo y lo coloca bajo la palma de su mano.
—Maldigo el día en que te conocí, Joaquín Buitrago. Maldigo a tu padre y a tu madre, a los hijos que no tendrás, a las mujeres que tengan la mala suerte de dormir a tu lado. Maldigo tu casa, las calles por las que camines de noche y de día, los cielos que te nublen la cabeza. Tú nunca triunfarás. Maldigo tus ojos que no saben ver. Esta quemadura te la debo a ti, Joaquín. Esta quemadura te va a doler el resto de tus días.
A un metro de ella, observándola sin atreverse decir nada, él se concentra en el fluir del agua, el cielo, la noche, el infinito. La llama del cerillo es una luciérnaga en la oscuridad. Joaquín recoge sus botas, su chaqueta, su sombrero y, dándole la espalda, piensa que él no se deja consumir por la pasión de una mujer.
Joaquín observa sus manos agrietadas, sonríe.
—No hay ninguna marca, ¿te das cuenta? —su voz es baja, casi inaudible, irónica.
—Continúa —sólo esa palabra, nada más.
Alberta. Joaquín pronuncia su nombre siempre por primera vez. Una rata saliendo de su boca. Está sentada en la orilla de la cama, la luz del amanecer cae por las vértebras de su espalda. Cuando él despierta estira el brazo todavía con los ojos cerrados. La mano pasa una y otra vez por las arrugas de las sábanas, despacio. Sólo abre los ojos hasta que logra alcanzar el cuerpo, la porosidad de su piel suave bajo sus dedos.
—Nuestra primera pelea, Joaquín —dice Alberta con una ligereza inusitada. Los dos sonríen sin ganas. Sobre ella, cubriendo las palmas heridas bajo las suyas, sus cuerpos se entrelazan en silencio. Las cuatro manos juntas, inmóviles, justo sobre la cabeza.
—Ahora no te podré olvidar, Alberta —dice Joaquín en tono de sordo reproche, el tono de alguien que ha cometido un error mortal.
Un domingo. Hay pasos de niños apresurados sobre las baldosas desiguales de la calle. Saludos de hombres. El rechinido de una bicicleta.
—Lo sé —festeja la mujer. Joaquín había regresado por ella a las orillas del río, sentimental. Había limpiado sus pies desnudos con el agua fría del río y luego los había secado con su chaqueta. Todo en silencio. Con ella entre los brazos, abrazada a su cuello, había caminado horas, cuatro, cinco, en plena oscuridad. El cuerpo diminuto de la mujer es una pluma sin peso, una hoja seca apenas. Encuentra una casa. Toca la puerta. Miente. Todo al mismo tiempo. Todo sin dejarla salir del espacio de sus brazos. «Mi esposa está enferma. Morirá.» Sobre el lecho de la madrugada separa sus rodillas y, colocando su cuerpo entre ellas, penetra su sexo una y otra vez, con prisa, rabia. Las gotas de fiebre que empapan los cabellos cortos de Alberta son todas reales. Saben a lodo, a sal. Joaquín no se detiene.
—No te voy a echar de menos —repite con la voz de alguien que lucha contra sí mismo. En el vapor que lo trajo de regreso a México no repitió otra frase. No se acordó de ninguna otra palabra.
Matilda sostiene ahora la lámpara sobre los muslos de Joaquín, sus pantorrillas. Una cinta de zapato en una de sus manos, de la otra una jeringuilla. El pinchazo es perfecto, una estocada sin dolor. Conforme el émbolo se hunde, las arrugas en el rostro de Joaquín se distienden. Es joven otra vez, un muchacho de veintiocho años. Va bajando las escaleras de la casa de Santa María a toda prisa, de dos en dos. Son las 8 de la mañana, abril. Su padre los espera en el recibidor.
—¿Conociste a una mujer llamada Alberta Mascardelli?
El gajo de una mandarina en los labios, la respiración de repente detenida. Conociste. Hay un telegrama abierto, un sobre color blanco, y una sonrisa de triunfo iluminando el rostro del doctor, el maestro.
—Sí.
—Entonces esto es para ti. Llegó hace tres días.
«No te voy a echar de menos.» ¿No te pasa, Matilda, que cuanto más te repites que olvidarás, menos olvidas? Un reflejo de la lógica, supongo. Algo automático. Saca el telegrama del sobre abierto.
«Alberta Mascardelli murió ayer. Lo maldigo y maldigo a toda su familia.»
Joaquín sonríe. Una vieja tradición familiar seguramente: maldecir. Luego abre la carta. Una fotografía. La palma de la mano derecha de Alberta sobre una sábana, en el centro una vieja cicatriz. Abajo de todo, la leyenda. «Esta quemadura te la debo a ti.» Es su letra. La imagen en blanco y negro está borrosa, fuera de foco. En lugar del contraste perfecto, todo lo domina un gris incómodo e incierto. Dentro de la cabeza de Joaquín sólo tres frases: «Graflex. Bromuro de plata. Un trabajo mediocre».
—¿Cuándo llegará el día en que te fijes en una mujer que valga la pena y no en estas locas, Joaquín? —es la voz de su madre.
Un drama sentimental en 1908.
En Estados Unidos, Henry Ford acaba de introducir al mercado el modelo T y, en París, Claude Debussy incluye el «Golliwog’s Cake Walk» en su pieza El rincón de los niños. Ecos del jazz de Nueva Orelans. Ludwig Wittgenstein acaba de inscribirse en la universidad de Manchester. Joaquín cruza las calles de la ciudad de México con la prisa de quien no se dirige a ningún lugar. Lo que quiero en estos momentos, Matilda, es volver a respirar. Quiero que el mundo vuelva a tener la superficie tersa de un lago inmóvil. Quiero que las cosas dejen de dar vueltas a mi alrededor. Todo debe tener un orden y yo quiero ese orden. 1, 2, 3, 4, 5, 6, ad infinitum. Como la noche en que la encontré tendida en las orillas lodosas del río, quiero levantar su nombre y llevarlo entre mis brazos como una pluma, una hoja seca. El alcohol marea, el alcohol es social y siempre hace hablar y por eso, en su lugar, busco la llave que me permita cerrar el candado donde he depositado su nombre. La morfina es dulce, la morfina es solitaria. Todo está otra vez en su lugar. Paz.
La luz de la lámpara cae directamente sobre su cara. Adentro, en el fondo de sus ojos abiertos, la llama de un cerillo encendido nunca se apaga. El incendio del tiempo. La única quemazón.
—¿Y eso es todo? Ya antes hubo hombres que abandonaron a mujeres, y los seguirá habiendo, Joaquín. No es para tanto —le dice.
Dos meses después llega la segunda carta. Otra fotografía. La cara de Alberta aparece entre los pliegues de una almohada y, sobre ella, cortando la nariz, el horizonte de un hombro cubre todo el resto de la imagen. Los ojos de la mujer están entreabiertos, a su alrededor gestos de dolor o de placer. «¿Me estás echando de menos ya?» Son de placer. Joaquín no tiene tiempo de pensar. Se lleva la mano a la bragueta y, con la mano cerrada, trata de reproducir la vagina húmeda de Alberta. El semen cae sobre sus cabellos cortos, la frente, la boca, la espalda del hombre que, ensordecido por los gemidos de la mujer, moviéndose a un ritmo enfebrecido sobre ella, no se da cuenta del momento en que el botón de la cámara se suelta. Sin notar la respiración agitada del fotógrafo que se esconde detrás de las cortinas, el hombre continúa. Tres hombres han alcanzado el placer a tiempos distintos, en lugares distintos, pero sobre la misma piel. «No te voy a echar de menos.»
Los sobres llegan a intervalos desiguales durante meses. Cada imagen supera a la anterior en técnica y en atrevimiento. El pubis de Alberta. Alberta entre cuerpos de mujeres desnudas. Dedos masculinos dentro de los labios de Alberta. Alberta apoyada en la pared, con la falda sobre las rodillas flexionadas y el sexo a plena luz. Alberta con las manos perdidas entre el ángulo de sus propias piernas. Después, el cuerpo de Alberta es sustituido por otros cuerpos. Su apellido, entonces, empieza a aparecer en el borde inferior derecho de todos los retratos. Mascardelli. En esos días lo que más amé de ella fue su inteligencia, la crueldad de su inteligencia. Si hubiera mandado cartas de amor y súplicas por escrito habría acabado por olvidarla en un par de años, su recuerdo disminuido por la misma intensidad de sus ruegos. Pero lo que ella me mandaba desde Roma eran mis propios ojos. Mis ojos viéndola, espiando sus rincones luminosos. Mis ojos mirando la técnica impecable de su triunfo, la planicie inmensa de mi derrota. Amo su pornografía, la falta absoluta de dulzura, la carencia de misericordia. Ten piedad de nosotros, Alberta, por lo que más quieras. Todas sus fotografías terminan cubiertas de semen dentro de bolsas de papel en una esquina del baúl de latón. Luego, cuando ya me ha acostumbrado a esperarlas, las cartas dejan de llegar. Sin aviso. Y entonces, hasta entonces, empiezo a echarla de menos. Oigo su voz, platico con ella, la persigo bajo los puentes romanos en las plazas de la ciudad de México, y cuando me dice adiós, extendiendo el brazo desde lejos, la cicatriz en la palma de la mano parece una bendición: «Esta quemadura te dolerá por el resto de tus días, Alberta. Dios así lo quiera.»
Los hombres que añoran a una mujer consumen más energía en ese acto que en cualquier otra cosa que hagan durante el día. Sus rostros amanecen agotados, los músculos que tienen que soportar el peso de los grilletes alrededor de los tobillos están permanentemente tensos. No hay descanso alguno, nunca hay paz. Los calambres de la necesidad atosigan las manos y los muslos. Y esa bola de acero que es la ansiedad termina por doblegar la espalda. «Sí, te estoy echando de menos ya. ¿Estás contenta? ¿Cuándo termina todo esto?» Todo esto sólo se acaba en los paréntesis de la morfina. Ahí, en el contexto estable y delimitado de una inyección, puedo enfrentar a Alberta. Hablo con ella a gritos en la ribera del mundo y, luego, convencido de que estoy haciendo lo debido, le doy la espalda. Nunca regreso. Ninguna debilidad sentimental me obliga a cargarla en mis brazos. Ella triunfará. Siempre lo hará. Si las mujeres esconden toda la luz del mundo bajo el regazo, entonces es preferible que el universo se mantenga a oscuras, Matilda. Estoy convencido de esto.
La luz del sol los distrae al mismo tiempo. Es un amanecer lívido y estruendoso a la vez. Bajo su manto, todavía con la ropa puesta, los dos se recuestan sobre el piso y duermen abrazados. Sin darse cuenta.
Eduardo Oligochea llega un sábado a las tres de la tarde con el certificado médico en las manos. Su firma al calce del documento es pequeña y sin adornos. Sobre su cabeza, en el reflejo de sus gafas doradas, está su propia humillación a un lado de la luz húmeda de julio. Matilda y Joaquín lo han esperado semanas enteras y, mientras tanto, han preparado su bienvenida con todo cuidado. Con los adelantos de dinero que les hace llegar Arturo Loayza han comprado máscaras y maquillaje, papel de china y un fonógrafo, copal. Lo demás lo gastan en sal, jabón, verduras de mercado, flores. Su elección de mercancías es caprichosa, más producto del placer que de la necesidad o de los hábitos saludables. A diferencia de los días secos de la primavera en que se entretenían destruyendo cosas, deshaciéndose de ellas, ahora se divierten creando un mundo a su gusto, un lugar en el que puedan entrar como una mano entra en un guante a la medida. Todas las fotografías de Joaquín están prendidas a las paredes con tachuelas. Mujeres y ausencias se reparten de manera desigual en la sala y la biblioteca, la cocina y el baño. Las imágenes de Diamantina engrandecen el piano. La pornografía de Alberta decora la entrada de la casa. Matilda ha fabricado hileras de flores con el papel de china para adornar los cuartos comunes de la casa. Pedazos de seda cubren las lámparas para cambiar los tonos de la atmósfera. En el fonógrafo hay música de fox-trot, conciertos de Paderewski grabados en Inglaterra. Cuando ven llegar a su primer visitante, Matilda corre al antiguo cuarto de Joaquín y se pone su traje negro. Una camisa blanca cubre sus senos flácidos y sus cabellos se esconden bajo un sombrero de fieltro. La parodia de Santa durante el estreno.
—Lo estábamos esperando —el saludo de Joaquín tiene un toque de inocencia y otro de perversión. Antes de abrirle la puerta de la casa, le pide el certificado médico. Entonces, una vez que éste se encuentra en sus manos, le permite pasar.
Matilda está sentada en una silla con el respaldo entre las piernas. De sus labios color granada encendido cuelga una pipa seria. Mientras Joaquín desaparece, Matilda le ofrece la única bebida de la casa. Whisky. Eduardo acepta.
—Estas mujeres, siempre las tenemos que esperar, ¿no es cierto, doctor?
Antes de dejarlo responder, Matilda empieza a quejarse de la violencia de la revolución, del peligro de estar dominados por un gobierno de ateos y de la calidad del agua del río Grijalva. En el rostro de Eduardo aparece una mueca, el reconocimiento, la imposibilidad de reaccionar ante su burla. Cuando Joaquín aparece ataviado con una túnica de organza que deja entrever sus piernas flacas y el sexo colgando entre las piernas, Eduardo Oligochea da un brinco.
—Es que estamos muy locos, doctor —dice Matilda mientras le da cuerda al fonógrafo y extiende sus brazos para empezar a bailar con Joaquín. Sus pasos son grotescos, la manera en que se besan también.
—¿No vas a tomar notas, Eduardo? —le pregunta el fotógrafo—. Somos todo un caso.
En lugar de incorporarse y salir indignado de la casa, Eduardo da ligeros sorbos y los observa cuando una sonrisa se asoma.
—He visto cosas peores —los reta.
—Pero nunca ha participado en ellas —dice Matilda—. Apuesto tres besos.
—Doblo la apuesta —intercede Joaquín después de mesarse el mentón y caminar alrededor de la silla del doctor. Eduardo, por toda respuesta, dirige la mirada a las fotografías que rodean el piano.
—Muy conmovedor, Joaquín. Una pianista anarquista. ¿1896 o 1901? ¿después, quizás? —al observar las miradas súbitamente entristecidas de los dos travestidos inmóviles añade—: Hice mi tarea, muchachos. De usted no encontré nada, Matilda. Siempre es más difícil, deben de estar de acuerdo, rastrear la vida de las mujeres. Al fin y al cabo no importa mucho. Se enamoran y se dejan morir, eso es todo. Pero de usted, Joaquín, de usted ha hablado medio mundo.
El fotógrafo lo mira con desaliento, intrigado a medias y a medias amodorrado.
—¿De mí? ¿Gente hablando de mí? —le pregunta.
—No sabe cuántos recuerdan la reunión en que conoció a la Vicario —menciona Eduardo con voz firme, juguetona—. No sabe cuántos recuerdan la promesa de su talento, Joaquín, y su caída —añade.
Su voz es más ligera que el aire, más certera que un dardo incrustado en el blanco. La fiesta de disfraces se ha convertido en un funeral. Al hablar, Eduardo se acerca al piano y extrae su cartera de la parte posterior del pantalón de casimir inglés. Luego, coloca una fotografía entre las otras sobre el instrumento. Es una panorámica fuera de foco donde se amontonan una serie de cadáveres desnudos. Un círculo rojo rodea la cabeza ensangrentada de una mujer.
—No es Río Blanco en enero de 1907. Es la morgue municipal en diciembre de 1906. Diamantina Vicario nunca pudo salir de la ciudad. Nadie le puede ganar a la razón, Buitrago. Ni siquiera la primera mujer.
Matilda toma la imagen entre sus manos y la toca como si sus dedos pudieran comprobar la verdad. «Tiene que hablarme, Joaquín.» La crucifixión de la esperanza, la burla siempre puntual de la esperanza. Joaquín se recarga distraídamente sobre las teclas del piano y, en medio de un estruendo al que nadie presta atención, no hace otra cosa más que ver los ojos de Eduardo Oligochea.
—Tanto le pesa recibir mi dinero, Eduardo.
—Tanto y más, Joaquín. Mucho más —guarda silencio por unos momentos y después se vuelve a verlos—. Estoy esperando mis seis besos.
Hay cosas de Matilda que lo divierten. Su nerviosismo sobre todo. El ruido de su falda cuando pasa cerca de él. La manera en que su mirada se pierde por causas para él desconocidas. ¿Qué es lo que ella ve? ¿Cómo? Con el paso de los días se acostumbra a sus cambios de humor, a las marejadas súbitas de su energía: los días exaltados, seguidos de cerca por los días entristecidos. Hay horas en que Matilda es incapaz de permanecer sentada sin hacer nada. Presa de una actividad febril, limpia los pisos, remienda cortinas o se pone a ensayar pasos de baile dictados por su imaginación. Habla sin cesar y las palabras se atropellan detrás de los dientes. Se ríe a carcajadas. Y luego, sin aviso, sin razón aparente, hay días enteros en que no cambia de posición. Joaquín la alimenta, lava de cuando en cuando su ropa y calienta el agua para el té o el café. Sólo él sale a la ciudad. Poco a poco, dentro del silencio de la casa sin muebles, él se está convirtiendo en el esposo de la vainilla.
—Al cielo no se entra con la escoba entre las manos —le dice—, ponte listo.
La mayoría de sus frases lo desconciertan. Tiene la sensación de haberlas escuchado, y olvidado, casi en el mismo momento. Todo en el pasado. En este momento. Siempre. Cuando cierra los ojos y trata de fijar su rostro en los párpados, siempre hay algo que no acaba de embonar. Un guiño. Las uñas rotas. La carcajada. El rictus de seriedad. Matilda no es uniforme. Matilda es difícil de recordar. Luego abre los ojos y la busca por todos los cuartos de la casa vacía como si la mujer hubiera logrado escapar. Entonces ella lo recibe con la noticia de que su día favorito es el jueves y las tres de la tarde la hora que más detesta. A ninguna de las frases las sigue una explicación.
Cuando Arturo Loayza se presenta a su puerta sin avisar, los dos están en un sueño letárgico. Avanzando con cuidado sobre la pasarela del jardín, y luego entre los pasillos interiores, el abogado deambula por la casa en contenido silencio. Le gustan los borbotones de luz que alumbran las paredes y los pisos, y el olor a cloro que sugiere limpieza en el ambiente, pulcritud, cuidado. En sus ensueños poéticos, él habita un recinto similar, sin muebles, sin gente; un lugar diseñado para el solitario quehacer del pensamiento. La creación. Más que llamar su atención, las fotografías que cubren las paredes le hieren la mirada. Las imaginaba distintas o no las imaginaba en absoluto. Las mujeres desnudas en poses sugerentes que ha visto en otros retratos son verdaderamente diferentes. Estas mujeres están pasadas de moda y parecen, además, de verdad. No es difícil vislumbrar tristeza o rencor en las pupilas abiertas, necesidad. Luego vienen las fotografías de objetos alrededor de los cuales la humanidad es sólo una ausencia. Las huellas humanas son disímbolas pero fáciles de reconocer. ¿Quién no ha soñado frente a una taza de porcelana tatuada con las huellas del lápiz labial de una mujer? Arturo Loayza lo ha hecho en inumerables ocasiones. En los parques, los columpios recién abandonados pero todavía en movimiento también han seducido su imaginación. Las fotografías le producen una excitación temerosa, el presagio de una revelación. ¿Es esto lo que puede ocasionar la pasión por una mujer? El mundo que Joaquín exhibe en retratos bicolores ha sido arrasado miles de veces por el ángel siempre veloz del progreso; por grupos de hombres que, como él, actúan a sabiendas de que hacen lo debido, pero no por eso dejan de recordar. ¿Hubo alguna vez un mundo distinto? En las imágenes de Joaquín todos los objetos del progreso son pequeños. Los tornillos, zapatos, microscopios, alfileres, platos, colillas, estetoscopios, bardas, botones y ojales que componen su universo aparecen apartados de su entorno, en encuadres impredecibles. Los objetos son intemporales, pero no tienen sentido.
—No busque la belleza en ellas porque no la va a encontrar, licenciado —la voz de Joaquín lo sacude. El fotógrafo viene de la biblioteca donde ha dormido con Matilda bajo el escritorio. La disculpa del abogado se atora en sus labios. Un niño atrapado en falta.
—¿Quiere oír algo interesante? —no espera la respuesta—: «Por ti el estar enfermo es estar sano; no son para ti todos los cuentos que en la remota infancia divierten al mortal; porque hueles mejor que la fragancia de encantados jardines soñolientos…»
—¿López Velarde? —la sonrisa de los dos hombres es cordial.
—Llámeme Arturo, por favor, señor Buitrago. Al fin y al cabo nuestras familias se conocen de muchos años.
—Mi nombre es Joaquín, Arturo, no lo olvide —le contesta el fotógrafo con una amabilidad inaudita. Los dos se observan con una delicadeza casi femenina, un cuidado que sólo están acostumbrados a practicar frente a las mujeres.
—¿Son todas sus fotografías? —le pregunta Arturo tratando de interrumpir o disfrazar el minucioso estudio que realizan el uno del otro. Su mirada se dirige a las paredes llenas de imágenes en blanco y negro con avidez y melancolía confundidas.
—No, Arturo. He hecho muchas más.
—¿Dónde están?
—Donde deben estar —dice el fotógrafo—, perdidas.
Arturo Loayza no le cree y le brinda un par de palmadas sobre el hombro derecho.
—Si yo hubiera hecho este trabajo estoy seguro que ya sería famoso —murmura mientras atraviesa el cuarto y examina con sumo cuidado otras imágenes.
—Si tú hubieras hecho este trabajo, Arturo, estoy seguro que estarías tan maldito como yo —declara Joaquín y luego sin transición, sin dar tiempo a comentarios o gestos añade—: ¿Se te antoja un café negro bien cargado? —Arturo Loayza le responde que sí todavía preso del asombro.
Cuando Matilda Burgos se les une en la sala, el fotógrafo la presenta como su esposa. La sorpresa de sus dos interlocutores no lo hace dudar ni retractarse. Los ojos abatidos y la piel amarillenta de Matilda indican que se encuentra en uno de los días entristecidos. Ante sus miradas inquisitivas y amorosas, Matilda añora más que nunca vivir en un universo sin ojos, un lugar donde lo único importante sean las historias relatadas de noche. El silencio. Las miradas masculinas la han perseguido toda la vida. Con deseo o con exhaustividad, animadas por la lujuria o por el afán científico, los ojos de los hombres han visto, medido y evaluado su cuerpo primero, y después su mente, hasta el hartazgo. En la luz húmeda de julio, lo único que desea es volverse invisible. Su sueño es pasar inadvertida. Por eso no dice en voz alta lo que está pensando: «Yo no soy la esposa de nadie, Joaquín».
Alrededor de la mesa, mientras los hombres leen documentos, discuten cifras y se ponen de acuerdo sobre el monto de las rentas mensuales, Matilda se va a otro lugar. Está a la orilla del desierto a donde ha ido para estar sola. Sola al lado de Paul Kamàck. Su figura rompe el horizonte con pasos firmes pero lentos, un sombrero de paja en su cabeza, el aire agita su cabello. Y el silencio. Ninguna mirada los persigue, ningún grito los asusta, ninguna ambición los desvela. Son los años más felices de su vida, los años pacíficos en que no tiene que dar respuestas. Pablo sigue soñando con puentes y minas, indeciso entre mirar el mundo desde arriba o mirarlo desde abajo. Mientras tanto le basta el calor de su piel, su presencia, la sombra vertical de su cuerpo que, vista de reojo, es la manecilla de la brújula que lo orienta en el desierto. Matilda continúa acurrucada en sus ojos, dentro y fuera el mismo color: azul cielo. Los cuadros de su regocijo son muchos. Pablo se aproxima al cuarto de adobe con los binoculares al cuello. Pablo emerge de las entrañas de una mina con los cabellos polvorientos y la mirada llena de maravillas. Pablo tirado sobre la tierra, mirando el cielo por la noche, contando estrellas. Pablo describe en detalle la vida de George H. Corliss, cuyo taller en Providence produjo 481 máquinas de vapor entre 1847 y 1862. Pablo cuenta el número exacto de espinas en una hoja de nopal. Pablo dibuja sobre la tierra suelta. Pablo se deja vendar un brazo con pedazos de tela usada después de su único accidente. Pablo masca palabras con peyote, exultante. El cuerpo desnudo de Pablo tendido a su lado con todas las cicatrices a la vista. Una historia de amor. Sobre todas las cosas, el cielo imperturbable. La sequía. Déjenla ahí, déjenla desatar los cabos de la última tarde y vivir sin consecuencias al aire; dénle tiempo para guardar su nombre, espacio para intentar respirar otra vez. «¿Te dije alguna vez, Pablo, que soy feliz?» Una explosión. Todo acaba con los ecos de una explosión. Después sólo quedan los sueños provocados por el éter en las calles de la ciudad ajena, su mirada perdida frente a la marquesina del Teatro Fábregas, la música de la ópera de Bonesi a través de las paredes, un grupo de vagos siguiendo sus pasos. Los truenos de una tormenta de verano la traen de regreso a la ciudad. Hay dos hombres junto a ella deletreando cifras como ladrones o comerciantes y, a través de la ventana, una luminosidad saturnina tiñe de púrpura las madejas húmedas a las cuatro de la tarde. El bochorno precede a la partida del licenciado Loayza, después sólo se quedan ellos dos viendo los primeros goterones solitarios que resbalan en la superficie de las ventanas. Luego, una tormenta de granizo les impide oír lo que dicen.
—Yo te protegeré del mundo. Yo te ayudaré a escapar.
—¿Qué?
—Yo te cuidaré todos los días. Yo…
—Yo no soy la esposa de nadie, Joaquín.
—¿Y usted, licenciado, qué opina del dolor?
Arturo Loayza regresa a intervalos regulares a la casa de Santa María la Ribera. Si le preguntaran por qué seguramente respondería que todo se debe a una deuda familiar, a sus deseos de ayudar al miembro más débil de una familia que siempre estuvo al lado de su padre. Pero nadie le pregunta, nadie sabe que cuando deja su oficina los miércoles a las cuatro de la tarde es para llegar a tiempo a su cita con un fotógrafo fracasado. ¿Por qué? Se lo ha preguntado muchas veces de camino, mientras atraviesa la ciudad en su Ford negro, pero todavía no encuentra la respuesta.
Hay mañanas en que Matilda desayuna sus propias uñas viendo su reflejo en las ventanas. La prisa la domina. Vive con la sensación de que ya no habrá tiempo. ¿Cuántos años le tomará borrar treinta y seis años de vida? Los relatos nunca se terminan, hay cabos sueltos por todos lados, divagaciones que se hacen infinitas. «¿Le conté cuando…? ¿Sabía que…?» «Érase una vez. Érase que se era.» «¿Todavía quiere saber cómo se convierte uno en una loca, Joaquín?»
Si pudiera descansar, si pudiera callar. Las palabras salen a borbotones durante sus días exaltados. No puede contenerlas ni disuadirlas y todas a la vez, la obligan a tartamudear. Algunas frases quedan inacabadas para siempre, interrumpidas por la marea de otras similares. El soliloquio, de noche, es demencial. Hablar, sin embargo, la ayuda a limpiarse, a borrar las trazas de gis en la pizarra verde del mundo. Pronto no quedará nada. Pronto podrá regresar a su refugio, a ese lugar sin puertas que Eduardo Oligochea denomina locura. Una afección mental. El silencio. Ahí, dentro de la casa de Santa María de la que no se atreve a salir, empieza a soñar con los otros años, el resto, todos los años que le faltan para morir. Deben ser pacíficos y silenciosos; deben seguir el uno al otro sin suceso alguno, sin identidad; deben ser inoloros y tener el sabor del agua. Matilda está construyendo su paraíso. Allí no hay visitantes y a nadie le importa su pasado, su futuro; ahí sólo ella se puede proteger a sí misma. Nadie más. No hay ojos.
En las tardes de otoño la prisa aumenta. Cada vez hay menos cosas que decir. Los detalles todavía abundan, pero no hay trama alguna que los detenga o les dé sentido. El éter, la fachada de un teatro, tres estrellas coronando el cuarto menguante de la luna, la sonrisa de un desconocido, fragmentos de muñecas rotas. Todo es insignificante. Los principios y los finales han quedado atrás. Nada tiene consecuencia. Un reloj de pulsera es un reloj de pulsera. Una túnica de seda es una túnica de seda. El desierto es sólo el desierto. La tautología es la reina de su corazón.
—Ya no tengo ganas de hablar, Joaquín —le dice.
—Así es como uno se vuelve loco, ¿no es cierto?
—Tal vez. Cada quien encuentra su modo —concluye.
La mirada de Joaquín lo sabe antes que su cabeza: Matilda se irá. Alrededor de su cuerpo hay una distancia transparente que no podrá cruzar jamás. La separación no está hecha de temor sino de altivez, fuerza. Como la ocasión en que la fotografió en el manicomio por primera vez, Matilda sigue estando en su lugar, poniendo banderas negras en los límites de su territorio, abriendo y cerrando puertas con toda conciencia, sin resignación. La atracción y el rechazo de Joaquín son simultáneos. La humillación y el alivio también. La loca lo mira inquisidora, sin bondad. ¿Qué se había imaginado Joaquín? Una esposa. Una mujer salvada de su propio descenso a fuerza de compañía. Un amor estéril, sin cuerpos, que durara cien años. El agradecimiento sobre todo. Sí. La sonrisa temprana de su gratitud al poder disfrutar del mundo de la razón en una casa llena de luz. «Yo no soy la esposa de nadie, Joaquín.» El movimiento abrupto de un girasol. La decisión había sido tomada muchos años antes y ni siquiera un cataclismo la cambiaría.
En diciembre, cuando Matilda decide salir por primera vez de la casa de Santa María, hay papeletas pegadas en las paredes del primer cuadro de la ciudad. «La vida es un método sin puertas que llueve a intervalos.» ¿Lo sabías, Joaquín? Los anuncios de los cigarrillos del Buen Tono S. A. han descartado para siempre los dibujos de mujeres afrancesadas y ahora incluyen la figura de un indio con plumas y collares degustando un ancho cigarrillo con los ojos cerrados. «Por el humo de este tabaco se reconoce que se trata de cigarrillos de Buen Tono. Los aztecas se deleitaban con el exquisito tabaco mexicano, que es el mismo que ahora emplea el Buen Tono en sus famosos cigarrillos.» Los rasgos de Matilda y su tono de piel están de moda. El Ministro de Educación Pública está pensando ya en la raza cósmica. Joaquín Buitrago se reúne con desconocidos en el Café de Nadie, la mejor metáfora para un país.
Déjame en paz.
—Tú no eres el esposo de la vainilla —le dice—. Nadie me puede proteger; nadie puede velar mi sueño. Yo sola hallaré la forma de escapar, Joaquín. Nadie me salvará. ¿No se da cuenta?
Las palabras de Matilda se deslizan, redondas, por las pasarelas de su mente atraídas por la fuerza de gravedad. La gravedad. Lo está dejando absolutamente solo con sus fotografías. Una lente, un cuarto lleno de químicos, el proceso de revelado. Lo que él necesita para ser feliz. Se lo dice literalmente:
—Esto es lo que usted necesita para ser feliz —su voz se dirige hacia todos los objetos que lo rodean.
El orgullo le impide llorar. Su desnudez absurda de hombre sentimental le da vergüenza. El ruido de los coches le recuerda que está en la ciudad.
—Debes saber que te he amado, Matilda.
En los ojos de la mujer sólo hay voluntad.
—Lo sé —las palabras como piedras.
El mundo está cambiando vertiginosamente del otro lado de las ventanas. La velocidad marea, da náuseas y esperanzas al mismo tiempo, vértigo. El siglo XX.
—Lo sé —murmura—. Tú querías a una loca en tu casa para que la casa fuera distinta.
Su aplomo lo está sacando de sus casillas; la arrogancia de saber lo que él buscaba, lo que él quería. Sería mejor que le permitiera sentir pesar o remordimiento, rabia, desazón, cualquier emoción conocida, pero las palabras de Matilda sólo le producen desconcierto, la certeza de no saber. ¿Para qué lo forzó a escudriñar las imágenes veladas de su vida? ¿Para qué lo siguió dócilmente hasta la casa de Santa María? Las palabras iban a unirlos para siempre, las historias iban a descubrir todos los códigos secretos. Después iba a quedar sólo la confianza, la permanencia. La unión. Tal vez hasta la alegría.
—Yo vine a tu casa para saber si me había equivocado; para saber si las cosas hubieran podido ser distintas —le dice mirándolo a los ojos.
Un experimento, el último.
—Déjame descansar. Quiero descansar. Nada más.
Su voluntad.
Ahora, después de la partida, Joaquín Buitrago manda traer muebles y se deshace de las cortinas. «Ser feliz.» Quiere luz y aire, las imágenes de una vida normal. Quiere otra oportunidad, encontrar otro lugar en el mundo. Una nueva era. Al observar la red informe que cubre su techo, Joaquín sabe que sobrevivirá. En ese momento un cosquilleo repentino recorre su columna vertebral y lo obliga a incorporarse. Es la prisa. El reconocimiento lo hace sonreír. Todavía no hay nada que pueda hacer con la alegría.
—Déjame guardar silencio.
—Déjame vivir en el desierto, cerca del cansancio de Paul Kamàck.