1
Reflejos, gradaciones de luz, imágenes
Vemos por algo que nos ilumina;
por algo que no vemos.
Antonio Porchia
—¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?
Dentro de la cabeza de Joaquín Buitrago hay un zumbido de abeja que no lo deja dormir ni descansar en paz. Matilda. Una palabra, un batir de alas. Despierto, con los músculos tensos y los ojos abiertos, enciende un cerillo. La luz anaranjada del fósforo alumbra sus dedos manchados de nicotina y la carátula del reloj de bolsillo bajo la cual las dos manecillas doradas, encima la una sobre la otra, parecen haberse detenido para siempre a las doce en punto. Con la misma llama enciende la lámpara de petróleo, el quemador izquierdo de la estufa y un cigarrillo Monarca. Hay sobre su rostro una sombra casi violeta a punto de convertirse en sonrisa que, sin embargo, se queda congelada en una mueca sobre los labios. Aun sin verla, la expresión lo molesta, lo avergüenza, pero no puede hacer nada para borrarla. Está alegre. Pero no sabe qué hacer con la alegría.
Sin camisa, Joaquín se pasa de cuando en cuando el pañuelo por la frente y alrededor del cuello para eliminar el sudor. Al mismo tiempo pone a hervir agua en una olla de peltre azul. Está preparando la emulsión de almendras dulces, clorhidrato de morfina y jarabe de flor de naranjo que ya no mitiga su insomnio crónico pero cuyo olor de cualquier manera lo hace soñar, aun con los ojos abiertos y los músculos tensos. Lo ha intentado todo, las tinturas de colombo, de cuasia, de genciana, de quina: treinta centímetros cúbicos de cada una mezclado con diez centigramos de morfina. Tres cucharadas al día. Veinte. Vasos enteros. También ha probado el opio en agua de almidón; el bromuro de potasio, perfecto para aquellos atacados por preocupaciones del espíritu, afecciones morales depresivas y esfuerzos intelectuales excesivos; el bromuro de sodio, recomendado en casos de constante irritación; el paraldehído en jarabe de laurel de cerezo o en agua de tilo. Su insomnio ha vencido todos los remedios. Al final, sólo la emulsión de almendras es capaz de apaciguarlo mientras aguarda el amanecer en el horizonte. Entonces, entre las seis y las ocho de la mañana, duerme sobre su catre justo cuando todos los demás despiertan y la ciudad vuelve a juntarse en su nudo de ruido y velocidad.
La luz lo distrae. No lo puede evitar. Apenas el ámbar cruza el límite movedizo entre la oscuridad y la falta de oscuridad, sus pupilas van detrás del color como por instinto. Son muchos años ya de perseguir la luz como se persigue a un animal. Años de esconder el rostro y el cuerpo detrás de lentes, esterópidos Gaumont comprados en París y cámaras Eastman o Graflex traídas directamente de Rochester. Son ya muchos años inútiles, años extendidos como un lienzo de muselina negra horadado a veces, muy pocas veces, por algunos agujeros luminosos, efímeros. Luciérnagas como mujeres y viceversa. Inmóvil, preso una vez más de su automatismo fototrópico, Joaquín observa las cuatro paredes de su cuarto. Aspira el humo del cigarrillo, se coloca las madejas de cabello grasoso detrás de las orejas, cruza los brazos sobre su pecho desnudo y observa. No hay nada que haga o recuerde con mayor placer. Joaquín es un hombre tenso, alguien que sólo se siente cómodo en los márgenes de los días, detrás de los espejos. Bajo la luz mortecina que produce el petróleo, las sobrepuestas capas de pintura crean paisajes umbrosos sobre los muros de adobe de su cuarto. Hay un bosque otoñal extendido sin orden ni dirección determinada. Al fondo emergen montañas de aguamarina y cielos encapotados de púrpura. Aquí y allá aparecen los hocicos abiertos rojos de ira y melancolía de los perros y, en el fondo, en lo que fue tal vez la primera capa de pintura original, hay rizos de nieve blanca obligados a caer por los embates del salitre y la humedad de todas las temporadas de lluvia. La nieve. La nieve del tiempo, mansa y blanca, duradera. Por un momento, el deseo de sentir los copos de nieve es tan agudo que Joaquín tiene que cerrar los ojos. Entonces, refugiado en la penumbra de su cabeza, recuerda cuánto le disgusta el color blanco.
—Matilda —murmura mientras mueve la cabeza de izquierda a derecha y vierte un poco de la emulsión en un pocillo de barro. El líquido deja un escozor amargo en la punta de la lengua. Una vez en el estómago, los almendros y la flor de naranjo crean una tarde fresca en los labios.
—¿Cómo se convierte uno en fotógrafo de locos? —le había preguntado. Joaquín, desacostumbrado a oír la voz de los sujetos que fotografiaba, pensó que se trataba del murmullo de su propia conciencia. Ahí, frente a él, sentada sobre el banquillo de los locos, vistiendo un uniforme azul, la mujer que debería de haber estado inmóvil y asustada, con los ojos perdidos y una hilerilla de baba cayendo por la comisura de los labios, se comportaba en cambio con la socarronería y altivez de una señorita de alcurnia posando para su primera tarjeta de visita. Él había hecho tantas después de todo, cientos de ellas. Antes de llegar a las cárceles y, después, al manicomio, ya era un profesional de la fotografía. Un hombre de levita y zapatos boleados ante el cual las mujeres más diversas se abrían como puertas. Bastaba una frase, cierto tono sugerente en la voz, para propiciar la mejor coquetería y el más honesto exhibicionismo femenino. Lo que él buscaba era el azoro, el rasgamiento del pudor, su misma médula. Antes. No desde hacía muchos años. No hasta volver a encontrar a Matilda. En lugar de recargarse sobre la pared y mirar en silencio el vacío, ella se había inclinado hacia la cámara, y acomodándose el largo cabello de caoba con gestos seductores, formuló la única pregunta que le recordaba la muerte. La suya.
El fotógrafo pudo haberle respondido lo que siempre se decía a sí mismo: la maldita morfina. O lo que nunca se decía a sí mismo pero que hoy, este 26 de julio a las tres treinta de la tarde, le llegó de repente a su cabeza: Roma, la imposibilidad de la luz romana. Por algunos instantes, todavía incapaz de creer que una loca le preguntara aquello, estuvo tentado a contarle el milagro de sus tres años en Italia. 1897. El ejercicio voraz de la fotografía. Roma fija para siempre en papeles albuminados, placas de plata sobre gelatina. Roma, hiriendo sus retinas de veintiséis años. Tres veranos muy largos. Un paisaje de lomas, nubes, ríos. Una mujer: Alberta. Roma que había partido su vida en dos: antes y después. Antes Alberta, y después la morfina.
—¿Cómo te llamas? —el sonido de su propia voz lo sorprendió.
—Matilda. Matilda Burgos.
Repitió el nombre un par de veces tratando de mantener la atención de la mujer en la lente. Luego, la tercera, la cuarta vez, empezó a degustarlo, a masticarlo, a exprimirlo. Ella cedió. Su sonrisa primero y después sus ojos. La mujer ya estaba posando. En ese momento la luz de julio se transformó y las aguas del Tíber llegaron a sus rodillas. Alberta estaba gritando su nombre y agitando sus manos como si él se encontrara en la otra orilla.
—Aquí estoy —le dijo.
—No, tú estás aquí —murmuró la mujer llevando la mano de él hacia sus piernas. Joaquín no supo qué hacer. Ella lo atrajo hacia sí, mesó sus cabellos y se burló de su torpeza.
—¿Entonces, cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos? —la pregunta de Matilda lo sacó de las aguas del Tíber y lo regresó a Mixcoac.
En voz muy baja, totalmente inaudible, Joaquín se dijo a sí mismo: «Todo fracaso comienza con la luz, con el deseo de atrapar la luz para siempre». Luego, molesto, reaccionando con la hostilidad habitual, dijo algo en voz alta:
—Mejor dime cómo se convierte uno en una loca.
Por toda respuesta Matilda alzó los hombros y le hizo un guiño con el ojo izquierdo.
—¿De verdad quiere que le cuente?
Joaquín Buitrago, que había olvidado la risa, se asombró al sentir en sus labios el estruendo de una carcajada. El eco recorrió el manicomio y, como si no tuviera más lugar a donde ir, se le introdujo por las orejas. El sonido invadió su cabeza todo el día y toda la noche. No era el monótono zumbido de una abeja, sino el estrépito de un vaso de cristal rompiéndose en la sangre. Como siempre a las seis de la mañana, cayó rendido, engarruñado y todavía tenso sobre su camastro maltrecho.
A las ocho de la mañana del 27 de julio de 1920, Joaquín recordó con absoluta certeza dónde había visto antes a Matilda Burgos. Se levantó en el acto y se dirigió al baúl de latón que, junto con el catre, la silla y la mesa de madera, eran los únicos muebles del cuarto y todas sus pertenencias. Lo abrió ansioso. Luego, extrajo con sumo cuidado su tesoro más preciado: la colección de fotografías estereoscópicas colocadas sobre monturas de cartón que tomó justo después de su regreso de Italia. Cada placa contenía la imagen de una mujer desnuda, una mujer cubierta de deseo y expuesta. Mirando por los dos oculares del visor revisó los retratos uno por uno. Su rostro mostró satisfacción. Mientras intercambiaba las placas, su gesto huraño y descreído se tiñó por el vértigo. Recordó sus veintiocho años. Las cejas pobladas y todavía negras sombrearon sus ojos hundidos con el jugueteo de la juventud, y la nariz aguileña adquirió de nueva cuenta el ángulo de su voluntad. Volvió a creer en la posibilidad de fijar la singularidad de un cuerpo, un gesto. La posibilidad de detener el tiempo. Ahí estaban una vez más, imperecederas, las poses únicas de las mujeres de las casas de citas. Mis mujeres. En el centro de cuartos abigarrados, rodeadas de estatuillas y espejos, vistiendo ropas transparentes del lejano oriente o completamente desnudas, las mujeres posaban como si estuvieran haciendo un pacto con la eternidad. No recordaba sus nombres ni el de los lugares. Difícilmente puso atención a las fechas. Raras veces tomó notas. Lo único que Joaquín fue capaz de recordar estaba almacenado en reflejos, gradaciones de luz, imágenes. Bajo ese poder todo era real y todo era posible. Fuera de éste sólo existía el blanco, la saturación de color que él asociaba con la muerte y el más allá. ¿De qué color sería el limbo?
La placa número diecisiete era de Matilda Burgos, y Joaquín, sin despegar los ojos de los cilindros del visor, sonrió. Ni siquiera se dio cuenta que lo estaba haciendo. Matilda había elegido la mesa de mármol y las falsas pieles de oso: se recostó sobre ellas. Luego, ya sin ropa, se recargó sobre su brazo derecho y sin más le ordenó que empezara la sesión.
—Después de todo tú eres el que quiere las fotografías, no yo —divertido, Joaquín obedeció en el acto.
Como todas las otras mujeres que había retratado en el mismo burdel, Matilda seleccionó el escenario y las poses. Algunas habían preferido permanecer en sus cuartos, recostadas sobre los mismos colchones donde realizaban su trabajo; otras, en cambio, le sugirieron la visita a un arroyuelo cercano. Algunas se desnudaron sin más, otras eligieron exóticos tocados chinescos, y las menos decidieron enfrentar la cámara con sus ropas cotidianas a medio vestir. Todas habían visto sin duda las postales eróticas de moda en el mercado y, aunque Joaquín les había explicado que sus fotografías no tenían interés comercial alguno, la mayoría hacía esfuerzos entre risibles y sinceros por imitar las poses de languidez o de provocación de las divas como Adela Eisenhower o Eduwiges Chateau. Después, conforme la sesión avanzaba y la actitud inerme de Joaquín lograba crear un tenue lazo de confianza algunas modelos, siempre las menos, empezaban a fluir. Cuando ocurría, el proceso era lento, casi subterráneo y hasta podía pasar inadvertido. En esos momentos Joaquín siempre pensaba en los movimientos de un girasol. A veces era solamente un gesto de asombro, cierto dejo de timidez o de hastío, la interrogación apenas visible en el rostro: «¿Qué diablos estoy haciendo aquí?» y las mujeres se volvían hacia adentro, hacia donde se veían como ellas mismas querían verse. Y ése era precisamente el lugar que el fotógrafo anhelaba conocer y detener para siempre. El lugar en que una mujer se acepta a sí misma. Allí la seducción no iba hacia afuera ni era unidireccional; allí, en un gesto indivisible y único, la seducción no era un anzuelo sino un mapa. Joaquín estaba convencido de que era posible llegar a ese lugar. Joaquín Buitrago todavía creía en lo imposible cuando Matilda se quitó la ropa sin pena alguna y, buscando sus ojos tras la lente desde la mesa de mármol, le preguntó:
—¿Cómo se llega a ser fotógrafo de putas?
Pensó en Alberta, no tuvo alternativa, pero conservó la calma. Su desconcierto sólo fue evidente en el ligero temblor de sus dedos al manipular la retina del Gaumont. ¿Te atreverás a responder esta vez, Joaquín? Ésa era la pregunta que nunca quiso contestarle a nadie y mucho menos a sí mismo. A veces, en las raras ocasiones en que tomaba cerveza con algunos conocidos de la Academia San Carlos, ensayaba el cinismo. «Todos somos hombres ¿no? ¿A poco tengo que explicártelo?» Sin embargo, para encontrar el tono exacto de la ironía, tenía que estar borracho o medio distraído. Fuera de sí. En otros días sobrios y tensos, la adrenalina lo llevaba directamente a la vaguedad. En lugar de responder con frases completas, recurría a las palabras belleza, espíritu, eternidad, las cuales pronunciaba con la fingida ligereza de un sabio. Con el tiempo, mientras intentaba por todos los medios evitar la curiosidad de los conocidos, Joaquín se volvió un experto fabricante de evasivas y, eventualmente, cansado ya del juego de las palabras, también le dio por evitar los encuentros. Un hombre rara vez puede confesar que toma fotografías de mujeres para volver al lugar de una sola mujer. Alberta. En esos casos, prefiere la soledad. Prefiere guardar el recuerdo de Alberta dando de vueltas, diciéndole: «Todo es posible, Joaquín, excepto la paz, ¿no te habías dado cuenta?» Joaquín terminó de fotografiar a Matilda en el más absoluto silencio. La imagen de Alberta, abandonándolo, dejándolo varado para siempre a la orilla de un río, lo siguió de cerca todo el camino de regreso a su casa. El perro azul de la la memoria le mordió los tobillos.
Para imprimir las placas utilizó bromuro de plata y, con mucho cuidado durante el proceso fotográfico, logró vistosos colores. Después, cubierto por el sudor, el cansancio de varios días sin sueño y el sobresalto que le producían las imágenes, las observó una vez más antes de introducirlas con toda delicadeza en su baúl de latón. Se sentó sobre él. De pronto, la fragilidad de las fotografías estereoscópicas le provocó un ataque de ansiedad. ¿También la eternidad terminaría por quebrarse? ¿Habría algo dentro de él que pudiera permanecer a salvo de la lejanía de Alberta? Incapaz de responder, siempre incapaz de responder, Joaquín encendió otro Monarca y, tirando la ceniza sobre el piso de madera de la casa paterna, esperó pacientemente la luz del amanecer para poder descansar. Sin paz.
Soñó con Alberta. Con la apertura milagrosa que era Alberta. Dentro de su sexo había luz; dentro de su boca nacía la luz; dentro de sus ojos moría la luz. Como alguna vez sucedió en Roma, Alberta colocó su propia luminosidad sobre las manos de Joaquín en el sueño.
—Haz lo que quieras —le dijo. La sonrisa en su rostro era atroz. Lo sacudió por completo. Él aceptó el regalo sin dudar, sin medir las consecuencias.
—¿Y si me quiero morir? —preguntó con inocencia.
—También eso puedes hacerlo.
Una certeza punzante lo despertó. Eran las ocho de la mañana y el sol de mayo irrumpía ya a través de las cortinas. El dolor le impidió la respiración por un momento. El dolor se le incrustó como un alfiler bajo las uñas. El dolor no le permitía ver nada más. No pudo moverse. ¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de putas? Por esto, esto que no podía expresar. Esto que se denominaba Alberta y quería decir la imposibilidad.
Poco después del mediodía un mensajero tocó a la puerta de su casa. Un niño moreno y andrajoso preguntó por don Joaquín Buitrago, y luego le entregó un sobre color violeta. Dentro, en una tarjeta del mismo color, encontró la siguiente frase: Todas las mentes enfermas y carentes de buen gusto y arte juzgan al desnudo como inmoral. La firma era de Matilda Burgos. El fotógrafo se deshizo de inmediato del sobre pero conservó la tarjeta dentro del bolsillo derecho de su chaleco por varios días. Cuando, semanas después, decidió visitar una vez más el burdel por Salto del Agua, donde trabajaba Matilda, una matrona de manos masculinas y cubierta apenas por una bata chinesca de seda roja le informó que la pupila había desaparecido con un dizque ingeniero de los Estados Unidos.
—No sé qué tienen estas indias que siempre vuelven locos a los gringos —exclamó con asombro sincero—, ¿quiere a otra de las muchachas?
Joaquín respondió que no y guardó silencio. La noticia no le causó mucha sorpresa. Después de todo no sabía si en realidad quería volver a ver a Matilda. La música del piano y el barullo del lugar lo abrumaron. Quiso quitarse la camisa y correr medio desnudo por los pasillos de la casa; quiso abofetear las mejillas regordetas de los burócratas, soldados y oficinistas que pululaban en el recinto con sus «mentes enfermas y carentes de buen gusto y arte»; quiso inclinarse frente al regazo de las mujeres que, tal vez, contenían toda la luz del mundo. En su lugar, Joaquín miró su reloj de bolsillo y partió con rumbo a la cantina más cercana. Eran apenas las once de la noche.
En El Templo del Amor, en una de las mesas del fondo, algunos miembros del gremio de fotógrafos estaban ya medio borrachos. Algo discutían entre copas de brandy, cervezas Moctezuma y largas bocanadas de pipa y cigarrillos. Cuando Joaquín cruzó la puerta de entrada, uno de ellos, Abraham Lupercio, se apartó del alboroto y lo llamó a gritos.
—¿Cómo ves, flaco Buitrago? ¿Somos fotógrafos o periodistas gráficos? —Joaquín no pudo esconder su disgusto al escuchar el segundo término. Y tampoco pudo deshacerse del brazo de Lupercio que se le enredaba alrededor del cuello. Joaquín sólo fue capaz de sentir la humillación en esos momentos.
—Vean. Acabo de encontrar a otro puro —anunció a la concurrencia.
Agustín Casasola, Jerónimo Hernández y hasta Luis Santamarina se volvieron a saludarlo. De entre todos ellos, sólo el segundo conocía su trabajo. Fue después de una borrachera. Jerónimo había declarado que las mujeres ya no tenían misterio y habría que inventarlas a todas de nuevo. Joaquín trató de aducir lo contrario pero, careciendo de palabras y argumentos, optó por dejarlo ver sus placas a través del visor estereoscópico.
—¿Ves? ¿Te das cuenta? —le preguntó varias veces, ansiosamente esperando la respuesta. Para Joaquín, el milagro de las mujeres tras la lente no sólo era obvio, sino además irreversible. No había que cambiar nada, lo que tenían que hacer era aprender a ver. Todas estaban ahí, suspendidas dentro de ellas mismas, tan contenidas que su fuerza amenazaba con destruir el ojo que las espiaba.
—¿Te das cuenta? —volvió a preguntar. Por toda respuesta Jerónimo guardó silencio sin despegar los ojos de las imágenes. Luego, encontrando su mirada, murmuró:
—¿Esto es lo que fuiste a aprender a Roma, flaco? Esto es un trabajo muy menor —el desaliento de Joaquín no se debió tanto a la crítica sobre su trabajo, sino a la imposibilidad de transmitir su visión. ¿Nadie se daría cuenta nunca?
—Pues yo sigo sosteniendo que los puros están destinados al fracaso —Víctor León alzó su botella de cerveza en El Templo del Amor—, de cualquier manera brindemos por ellos.
Incómodo, con una copa de whisky en la mano, Joaquín se regodeó en la idea del fracaso: era de color lavanda y olía a silencio. Mientras los otros enumeraban con desparpajo los nombres de sus mejores herramientas, Graflex, Eastman, Dehel, Prontor II, Joaquín saludó al fracaso y lo invitó a sentarse junto a él. Contra toda expectativa, se sintió en paz a su lado y relajado. Joaquín se imaginó por primera vez que podría descansar, que tal vez en el fracaso encontraría finalmente la paz, el silencio, ir a contracorriente del progreso, del tiempo mismo, y él, como el país entero, no necesitaba nada más. Cuando Joaquín salió de El Templo del Amor, lo hizo para alejarse definitivamente de la historia. Fuera, el amanecer golpeaba a la ciudad hasta dejarla sin vida. Pocos recordaron su nombre. Con el tiempo, cuando alguien quería saber sobre su suerte lo hacía refiriéndose al «fotógrafo de putas». Las respuestas variaron con los años. Por algún tiempo y a intervalos desiguales trabajó haciendo placas de los presos en la cárcel de Belén y luego, cuando ya a nadie le interesaba, aceptó hacer retratos de locos para el registro del manicomio La Castañeda. Más tarde ya nadie preguntó por él.
—¿Cómo se llega a ser fotógrafo de locos? Basta con saber usar una cámara y vivir en este país después de haber visto la luz de Alberta. Eso es todo, Matilda.
Los días siguientes están cubiertos de lluvia.
Al caminar por las calles del centro, Joaquín observa la luz de su propia figura en los aparadores. Lo hace con duda, volviendo ligeramente el rostro a la derecha y luego a la izquierda, como si temiera que algún transeúnte se burlara de él. Tiene curiosidad. Su cabello es excesivamente largo para la época; las anchas solapas de su saco están ya pasadas de moda y su rostro enjuto hace pensar en desvelos, enfermedad. Si no fuera por la blancura de su piel y sus rasgos seguramente la gente lo evitaría en las banquetas. A pesar de todo y sin desearlo siquiera, Joaquín nunca pudo ocultar su porte aristocrático y la apariencia de poseer propiedades y dinero. Esa apariencia y una hostilidad desdeñosa acabaron protegiéndolo de los inoportunos acosos de los policías o los médicos. A pesar de las similitudes, los ojos adiestrados de los policías no podían asociar su figura con la de los viciosos o criminales; siempre llegaban a la conclusión de que Joaquín era otro de esos porfiristas nostálgicos venidos a menos. Sus modales son, de tan delicados, casi ridículos. En la ciudad ya nadie camina bajo la llovizna sin paraguas o sin dirección aparente como él lo hace. La lentitud de sus movimientos tiene muy poco que ver con la velocidad y la tensión urgente de 1920.
—El señor Canalejas me está esperando —el tono bajo, mesurado de su voz no conmina al respeto sino a la confusión. Al escucharlo, la sirvienta que abre la puerta duda entre invitarlo a pasar o dejarlo esperando fuera, pero cuando se percata de que la lluvia arrecia, lo conduce con indecisión hacia la biblioteca. Mientras Joaquín aguarda en los sillones de piel, posa sus manos sobre la caja de madera que descansa sobre su regazo y que contiene la mitad de su serie de desnudos. Joaquín respira con alivio al observar las estatuillas prehispánicas que el coleccionista exhibe y guarda celosamente tras puertas de cristal. Tiene la esperanza de que después, cuando todo haya pasado, sus fotografías ocuparán un lugar parecido. Tal vez alguien las verá después de todo. Tal vez alguien mirará sus cuerpos y sonreirá con desconcierto. Tal vez alguien aprenderá a ver. Se está despidiendo de todas ellas. Les está diciendo adiós mientras observa sus propias manos inmóviles, tensas. La ausencia de callos o cicatrices, o de mugre bajo las uñas, termina por asombrarlo.
—¿Así que finalmente decidió venderme sus fotografías, amigo Buitrago? —Joaquín le contesta que sí y, en el acto, coloca la caja en el escritorio.
—Son todas suyas.
—¿Y se puede saber a qué se debe el cambio de opinión?
—No, señor Canalejas, no se puede.
Matilda Burgos. El nombre desciende a la punta de la lengua. Sabe a sal. Con el dinero en su bolsillo, Joaquín se dirige a la joyería de Sebastián Blanco y, sin pensarlo mucho, compra una esclava de plata sobre la cual manda grabar su nombre. El nombre: Matilda Burgos L. Luego va a una papelería y se hace de una libreta de gruesas pastas oscuras y un lápiz.
—Prometiste contarme cómo se convierte uno en una loca, ¿te acuerdas?
—Es una historia muy larga —le contesta la mujer, mientras se abrocha la esclava en la muñeca izquierda sin tener la cortesía de darle las gracias o de mirarlo siquiera.
—No te preocupes, tenemos todo el tiempo por delante.
Están en una habitación del manicomio, junto a una ventana, protegidos de la luz del sol por las ramas de los castaños en flor. Ninguno de los dos se da cuenta de que está lloviendo. La lluvia de julio.
Lo primero que Joaquín nota es que Matilda tiene la costumbre de tronarse los nudillos. Lo hace sin darse cuenta. Matilda es distraída. Luego, a medida que empieza a observarla de cerca, se aprecian las pequeñas cicatrices en las rodillas, las manos, los antebrazos. Matilda también suele chocar contra las ventanas, las sillas y el resto del mobiliario. Parece tener dificultad para fijar su atención en los objetos del mundo, pero por donde quiera que camina lleva toda la luz del manicomio sobre la cabeza. Una corona. En eso fija su mirada Joaquín Buitrago.
Agosto transcurre en silencio. Matilda se dirige a los médicos y enfermeras, raras veces a él. Se queja de la calidad de la comida, de la suciedad de los pabellones y de la falta de privacía. Se queja del país. Tiene la costumbre de usar la palabra mierda. «Manicomio de mierda.» «Mierda de mundo.» «Todo esto no es sino una gran mierda.» La mayoría de las veces, sin embargo, sólo pide que la dejen en paz. De camino a los talleres de costura, donde pasa la mayor parte del día fabricando sarapes, Matilda repara a veces en la figura delgada de Joaquín espiándola de lejos. En ciertas ocasiones él se sienta frente a la entrada del comedor fingiendo leer un libro. Otras, se esconde tras el rugoso tallado de los troncos. No se imagina lo que el fotógrafo puede buscar pero sabe que, sea lo que sea, ella lo posee. Le gusta pensar así, que ella, desposeída ya de todo, todavía conserva dentro, en algún lugar de sí misma, el imán que siempre termina por atraer al hierro.
—¿Alguna vez ha visto volar hombres como pájaros, Joaquín? —le pregunta un día. El fotógrafo se imagina por un momento que Matilda está refiriéndose a su consabida adicción por la morfina. Teme que ella, la loca, se esté burlando en su cara como lo han hecho tantos otros. Está a punto de reaccionar con rabia, a la defensiva, pero repara en el eco de su propio nombre. Matilda ha utilizado su nombre de pila. Eso le basta por hoy. Joaquín.
Sus pocas charlas carecen de sentido. Matilda se escapa a mitad de la conversación y luego se confunde entre las otras internas. A veces le sonríe desde lejos, extiende una mano y lo saluda como si se encontrara a la entrada de un cine. Da la impresión de no saber dónde se encuentra. Tal vez Matilda está en otro lado de verdad. ¿Dónde? Los doctores hablan de ella y, al hacerlo, terminan irremediablemente sonriendo, a veces con sorna, otras con irritación. Matilda no tiene remedio. Habla demasiado. Cuenta historias desproporcionadas. Escribe. Escribe cartas. Escribe despachos diplomáticos. «Mierda de mundo.» Escribe un diario. Todos sus papeles van a parar al expediente 6353 y ahí se quedan en los márgenes de los días y del lenguaje, como Joaquín, como el manicomio mismo.
Otro día de agosto, Joaquín ve a Matilda cerca de la verja del jardín y se aproxima. Ella no debería estar ahí; ninguno de los dos debería estarlo. Los internos necesitan un permiso especial para cruzar los patios del plantel y los fotógrafos no tienen pretexto alguno para acercarse a ellos. De cualquier manera ocurre: la encuentra. Nunca había visto a una mujer tan sola, tan hermética, tan apartada. Los ojos no muestran nostalgia alguna ni deseos de escapar cuando miran hacia la avenida. Sería fácil si quisiera. Matilda, a pesar de las quejas y los gritos, no ha hecho ningún esfuerzo por huir. Está ahí. Cuando él se acerca, el griterío incesante del manicomio se hace tan tenue como un murmullo y, luego, cuando Matilda vuelve el rostro y lo recibe con la sonrisa franca, los sonidos desaparecen por completo. El silencio. Matilda siempre creará silencio a su alrededor.
—Pobre Guadalupe —dice—, cree que rezando la Magnificat espantará al diablo de su celda.
—Y no va a pasar, ¿verdad?
—No. Rezar no sirve para nada, Joaquín. Usted lo sabe bien.
El fotógrafo no sabe lo que busca dentro de la cabeza coronada de luz de Matilda Burgos. Debe haber algo más en el silencio de su vida. Cada vez está más cerca. Está convencido. Puede sentirlo en el aire y en las voces dulces de la morfina. Esta vez no tiene miedo a morir. No importa. Esta vez no la dejará ir. Su objetivo es llegar a los expedientes y husmear entre los datos de Matilda. Joaquín tiene que conocer su vida. Hay al menos dos maneras de hacerlo. La primera consiste en ir directamente a la oficina de registro y pedirle el documento al comisario en turno. Aunque sencillo y posible, este camino tiene un problema insalvable: las habladurías, los chismes. Después de darle vueltas, Joaquín opta por una ruta más larga, pero más discreta, más de acuerdo con su temperamento y sus rutinas. Tiene que dejar a un lado sus espionajes infantiles y enfocar toda su atención en los doctores del plantel. Uno especialmente, el doctor Oligochea. Eduardo Oligochea, el médico internista que recibió a Matilda en La Castañeda un 26 de julio. El proceso es lento y, si no se observa con atención, puede pasar tan inadvertido como el movimiento de un girasol. Joaquín comienza por saludarlo respetuosamente en la mañana. «Buenos días, doctor.» Y continúa después con algunos comentarios dispersos hechos en el momento justo: los hermanos Lumière.
—No sabía que le interesara el cine, Buitrago.
—Muy poco en realidad, doctor, lo mío es la fotografía —Joaquín apenas puede ocultar la vergüenza de su voz, la pena de estar diciendo «lo mío es la fotografía», como si tomar placas de locos en un cuarto olvidado del mundo fuera en realidad dedicarse a ella. Como si él no fuera en realidad el único fotógrafo de su generación que no hubiera tomado placas de generales, adelitas, presidentes o masacres. Como si aquella noche de 1908 al salir de El Templo del Amor no hubiera abandonado para siempre la historia.
—Pero ya ve —añade—, uno tiene que vivir de algo.
El doctor le sonríe con automática condescendencia pero luego, en un instante de compasión, deja aflorar el brillo de la temprana complicidad en sus ojos. ¿A qué otra cosa habría podido apelar Joaquín sino a su condición compartida de profesionistas venidos a menos? A pesar de los bombos y platillos con los que don Porfirio había inaugurado la institución, todos sabían que diez años de descuido y una revolución de por medio habían transformado a La Castañeda en el bote de basura de los tiempos modernos y de todos los tiempos por venir. Éste era el lugar donde se acababa el futuro, los dos estaban conscientes de ese hecho.
—Tiene razón, Buitrago, uno tiene que vivir de algo.
En un principio fueron parcos durante sus pocas conversaciones. A pesar de que comenzaron a jugar ajedrez de cuando en cuando y a tomar café juntos por la tarde, el doctor Oligochea no perdía oportunidad para mostrarle la desconfianza y el mesurado rechazo de alguien que no desea relacionarse con un fracasado. Como todo el país, avizoraba un porvenir brillante y posible. La Castañeda era sólo una valla que tenía que saltar para llegar a mejores hospitales, la experiencia que necesitaba para conseguir una oportunidad en el extranjero que le permitiera convertirse en un verdadero psiquiatra, un profesional con prestigio. No quería ser su amigo; no quería echar raíces al interior de los muros del manicomio que cruzaba y maldecía cada mañana. Pero el fotógrafo no cejó en su empeño. Insistía. El expediente de Matilda lo aguardaba en alguno de los archiveros de la oficina de registro. Para vencer la reticencia de Eduardo Oligochea, Joaquín tendría que transformar su fracaso en algo más. Una seducción tal vez, una terca fascinación.
En el insomnio, el techo del cuarto de Joaquín se convirtió en su cartografía privada. El blanco imperial cedió su lugar poco a poco al cauce sinuoso de algunos ríos, la sombra de árboles frondosos, algunas montañas y uno que otro edificio. Después, mucho después, aparecieron los rostros. Más aún que los días, Joaquín siempre esperó con ansias las noches de verano. Cuando su madre ordenaba apagar las luces y los sirvientes se retiraban a sus cuartos en el jardín trasero, sólo quedaba aguardar a que su padre terminara de leer libros o de revisar recetas médicas en la biblioteca para que la casa se convirtiera en un universo desconocido. Descalzo, Joaquín recorría los pasillos de la planta alta y bajaba con todo cuidado los peldaños de las escaleras de madera. En noches de luna llena, los objetos de la cocina se cubrían de destellos. El peltre, el aluminio y los azulejos despedían fulgores matizados que manchaban las paredes blancas y los pisos de cantera. Joaquín podía observar esas luces durante horas, sin sentir cansancio alguno y sin imaginarse nada en absoluto. Vacío, regresaba después a su cuarto para observar la lluvia. La sala, el comedor y la biblioteca con sus tapices persas y candelabros de cristal cortado nunca le interesaron. Tampoco puso atención a la fachada que le daba a la casa el fingido aire de un chalet suizo.
La lluvia de verano. A través de la ventana la veía caer, mansa a veces, y otras con la violencia de las tormentas. Antes de que empezaran, cuando los truenos y las centellas cimbraban el cielo a lo lejos, Joaquín se desnudaba por completo y, sentado con las piernas cruzadas sobre la duela, recibía la bendición del aguacero. El placer del mundo humedecido y apenas alumbrado de reflejos lo mantenía despierto. No pensaba nada en realidad, no tenía deseos. Esas noches de verano eran la culminación de algo que, esperado, germinaba en su mente. Las imágenes de esas noches rara vez emergían durante el día. Bajo la luz del sol cualquier ojo podría delinear la lógica secreta de los objetos y sus sombras. De noche, sin embargo, todo cambiaba. Los otros ojos se cerraban y los suyos, dispuestos a descubrir algo más, se abrían.
Las grietas del techo adquirieron nombres, sonidos exóticos que Joaquín paladeaba como si fueran dulces. Los pronunciaba en voz baja hasta que dejaban de tener significado. Justo sobre su almohada estaba el río de la Pasión rodeado de corozos llenos de almendras, sabinos de menudas hojas y campeches de troncos tan negros como el luto. A su lado, un grupo hambriento de gaviotas sobrevolaba las aguas oscuras del río Tagus que, generosamente, alimentaban las raíces de los olivos. En la esquina derecha, las telerañas delineaban los derroteros intrincados del Amazonas.
En las calles de Santa María la Ribera encontró ratas, tlacuaches, perros cojitrancos, gatos ariscos y palomas amodorradas. Todos huían con miedo apenas escuchaban sus pasos en las banquetas. Las palomillas nocturnas, en cambio, hacían guardia alrededor de las lámparas de trementina. Los veladores en un principio sospecharon que se trataba de un asesino o de un ladrón cualquiera pero después de observar sus rondines acompasados sobre las calles llegaron a la conclusión de que no era peligroso. Solo, dándoles las buenas noches con ademanes educados y viendo hacia la oscuridad como si se tratara de una mujer, Joaquín parecía un joven sin objetivos concretos.
En la oscuridad, Joaquín descubrió el dolor. No fue una palabra ni una sensación, sino una imagen: el rostro de una mujer en rigor mortis. La descubrió tirada sobre la calle poco antes de que llegara la policía con sus linternas y sus gritos. Se detuvo frente a ella y, sin pensarlo, le pasó las manos por los cabellos humedecidos de lluvia y de sangre. Después se sentó a su lado, sobre el asfalto. La observó. Sus labios estaban reventados a golpes, y los brazos y piernas se doblaban en ángulos tortuosos. Trató de rezar pero no recordaba ninguna oración. El mundo era, tal como se lo había imaginado, un lugar sin piedad y sin solución. El rostro de la mujer se clavó en su memoria. Ésa fue su primera fotografía.
El dolor lo obsesionó. Ya con cámara en mano, Joaquín fue asiduo a la morgue. No era una actividad común, pero tampoco inaudita. Tanto estudiantes de medicina como simples curiosos con ínfulas de poeta habían encontrado la manera de saciar su morbo, su miedo a la vida o a la muerte, en los cadáveres abandonados de hombres y mujeres. En la fosa común ninguno tenía nombre, edad o historia; y todos yacían ahí, inertes y abiertos, liberados quizá, relajados frente a ojos ajenos. Con su caja vivamente barnizada y su tripié de metal, la cámara de Joaquín se enfocaba en los detalles. Nunca tomó fotografías de cuerpos enteros o panorámicas del recinto completo. En su lugar, se fijaba en las uñas azules del que había terminado su vida con cianuro, en la cicatriz en la cara interior del muslo derecho de una mujer, en las manchas rojizas dejadas por sogas en los cuellos de doncellas estranguladas, en los cabellos todavía enredados entre los dedos de una mujer que había opuesto resistencia al asesino. Tomadas a poca distancia y desde ángulos inusuales, las fotografías más que revelar escondían las imágenes de la muerte, las protegían. El observador tenía que detenerse en cada placa, mirarla con toda atención para que, en el momento menos pensado, la muerte emergiera entera, puntiaguda y pequeña como un alfiler. El asombro de la visión iba entonces ineludiblemente acompañado de la náusea que causaba el dolor. ¿Así que esto somos? ¿Así que de esta manera termina todo? Sí. Aquí estás ya… tras la lucha impía en que romper al cabo conseguiste la cárcel que al dolor te retenía. Eso era todo, tal vez. Joaquín buscaba captar el dolor en el instante en que se transformaba en su propia ausencia, en nada. Ésa era la única posibilidad que vislumbraba: todo era dolor, y el resto era el remanso brutal de la muerte. La fotografía era la manera de detener la rueda del dolor del mundo que cada vez giraba a mayor velocidad bajo las luces, sobre estrechos caminos de metal. Era el año de 1900 en la ciudad de México y a Joaquín el nuevo siglo lejos de causarle curiosidad sólo le producía la sonrisa adusta del condenado. Mientras tanto, su colección de fotografías, como sus noches de verano, siguieron siendo privadas.
—¿Y usted, doctor, qué opina del dolor?
La figura delgada de Joaquín Buitrago se vuelve menos desagradable. Conforme platica y se descubre ante Eduardo Oligochea muchos de sus gestos adquieren significado, razón de ser. Su lentitud, por ejemplo. Su manera de inclinarse sobre las cosas. Los tonos graves de su voz. El fotógrafo ya no es un simple mortal de la época, un morfinómano sin salida. Joaquín no sólo ha logrado despertar la curiosidad ajena, sino también su interés científico. ¿Una neurosis? ¿Un caso de melancolía incurable? ¿Un cuadro de esquizofrenia? El médico quiere saber más, se le nota en los ojos, en su manera de alargar las sesiones de café vespertino con preguntas complejas, preguntas para las que Joaquín rara vez tiene respuestas inmediatas o lineales. Hablar, para Joaquín, es desvariar. Confunde el tiempo de los verbos y los pronombres. Omite fechas. «Él», dice, refiriéndose a sí mismo, describiendo a otro. El pasado lo refiere en tercera persona. Eduardo Oligochea lo escucha en silencio, tratando de organizar el marasmo de las palabras, los cabos sueltos de sus relatos. Toma notas. Debe haber un principio, un conflicto y, al final, una solución, o cuando menos una moraleja. Pronto, sin embargo, se da cuenta que todo es inútil. Joaquín no habla sino al aire.
El médico internista no lo interrumpe. «Soy todo oídos.» Dentro, alineadas en riguroso orden, sus propias emociones se encuentran a salvo. Mudas. No quiere despertarlas. No le interesa compartirlas. Si algo ha aprendido en los manuales de anatomía, a un lado de los camastros inmundos de los hospitales, frente a la pus y ponzoña de la muerte, es a guardar bajo la piel, bien escondido, el pronombre yo. Las reuniones con Joaquín le son gratas porque se llevan a cabo en tercera persona.
Él.
Mientras la opinión generalizada celebraba la velocidad de los tranvías, el donaire de las bicicletas y los beneficios del alumbrado público, Joaquín se dedicó a criticar las políticas urbanas a las que invariablemente calificaba de inútiles. En un esfuerzo por demostrar lo errado de su pensamiento, sus compañeros de la Academia de San Carlos lo llevaban a caminar entre los fresnos del Paseo de las Cadenas y por la Plaza Mayor. Bajo el cielo azul de la tarde, le señalaban la proporción del diseño de fuentes y jardines, su armonía con el quiosco metálico donde se vendían los boletos de los tranvías, el contraste con los portales populosos al sur y al poniente donde se podían encontrar todas las mercancías imaginadas por el deseo. Luego, caminando aprisa, pasaban frente a los nuevos edificios de hierro y cemento como el Centro Mercantil y el Palacio de Hierro, y en la casa Boker se divertían utilizando los nuevos ascensores. En la Alameda Central se detenían con admiración al lado del Pabellón Morisco, justo frente a la iglesia de Corpus Christi. Amontonados en un carruaje, pasaban luego frente al Club Reforma, que era el Country Club inglés. Por si esto fuera poco, ya cuando empezaba a anochecer y el cansancio les exigía algo de licor, hacían paradas en los tívolis que rodeaban el casco de la ciudad, especialmente el de San Cosme, donde, entre cervezas y cigarrillos, continuaban una discusión que Joaquín siempre perdía.
—Esta ciudad está destinada a no perecer, flaco, convéncete —le decían.
Joaquín, además de terco, tenía fama ya de joven amargado.
En las pocas ocasiones en que Joaquín trató de justificar sus ideas con paseos por la ciudad los invitaba a descubrir su propia geografía. Los llevaba al hospital Morelos, donde las prostitutas que atendían de noche en casas de citas abigarradas de adornos chinescos y espejos monumentales, rumiaban a solas los efectos de la sífilis y la gonorrea en lechos sin sábanas y cuartos repletos de gritos y vómito. Ahí, el olor de la lenta descomposición de los cuerpos mezclado con la humedad de siglos les hacía arrugar la nariz. Luego pasaban frente a los dormitorios públicos donde por tres o cuatro centavos los indios y los desempleados tendían un petate en el suelo. A veces, si los acompañantes se atrevían, se acercaban a los límites de la colonia la Bolsa en cuyas callejuelas, polvorientas en la temporada de secas y empantanadas en los meses de lluvia, los criminales y los bandidos los miraban con sorna. «¿A qué le tienen miedo, rotitos?» En la plaza de las Vizcaínas, les señalaba las antihigiénicas casitas de «taza y plato» compuestas de dos piezas superpuestas, comunicadas interiormente por una escalera de madera. Todo era gris. El aire pestilente. Cuando había oportunidad iban al barrio de San Lázaro a ver las obras del desagüe que integraban un canal, un túnel y un tajo de salida. Con azoro, observaban las lumbreras que se encendían desde el terreno natural hasta el nivel de la obra, a veces hasta noventa y tres metros bajo tierra, por donde se extraían los materiales excavados y por donde entraba el poco aire que mantenía con vida a cientos de trabajadores. Moviéndose como hormigas en la oscuridad, húmedos de sudor y orina, esos hombres sin rostro cavaban el recto por donde la ciudad expulsaba su excremento, primero por el tajo de Tequixquiac, luego por el río Tula para perderse finalmente, negro y maloliente, en el Golfo de México. Al finalizar, ya cuando la noche les caía encima, Joaquín los llevaba a las pulquerías de barriada o al Café La Joya en la colonia Peralvillo para que se codearan con los matachines y las mujerzuelas del pueblo.
—Se me hace que te estás convirtiendo en anarquista, flaco.
Joaquín les respondía que despreciaba la política. Luego, mirándolos con el mismo azoro con el que ellos habían observado la ciudad pobre y en ruinas, lo único que él verdaderamente deseaba era entender la conversación de los otros. Sus frases lapidarias. «Esta ciudad está destinada a no perecer.» «Hay que reinventar a la mujer.» «El futuro es una escalera infinita.»
—¿Y usted, doctor, qué opina del porvenir?
Cuando a Eduardo Oligochea le interesa algo aparecen dos arrugas verticales en su entrecejo, con el dedo índice de la mano derecha se acomoda la montura de sus anteojos sobre el tabique de la nariz y, sin notarlo apenas, juguetea con un lápiz entre los dedos. Las horas que pasa frente al fotógrafo le dejan un sabor agridulce en la boca. A veces, fumando cigarrillos frente a Joaquín, se pregunta sobre el sabor de la morfina. A veces, mientras escucha con atención su intrincada manera de hilar frases y desmenuzar palabras, el doctor hasta llega a cuestionar su propia reticencia ante los usos médicos de la hipnosis y la libre asociación de ideas. A veces, junto a Joaquín, se siente casi a gusto dentro del cuarto desnudo al que pomposamente llama consultorio dentro de La Castañeda. La presencia del fotógrafo lo obliga a poner atención a la luz de las seis de la tarde sobre las paredes blancas. La lluvia de agosto. A veces, al oír las historias del deambular de Joaquín por las entrañas de la noche citadina, no puede evitar pensar en José Asunción Silva, Y mi sombra por los rayos de la luna proyectada iba sola iba sola iba sola por la estepa solitaria. Después se ríe. Y después se detiene en seco con la boca abierta. La coherencia de Joaquín lo sorprende. Le recuerda a alguien más. Tiene su nombre en la punta de la lengua. Es una mujer. Se contiene. No tiene caso. Por un instante Eduardo Oligochea se siente tan relajado como un hombre que no necesita prosperar. Dentro de esa ligereza, sin pensarlo dos veces, lo invita a salir del consultorio. Quiere caminar. El reloj de la fachada principal de la institución indica que son las seis treinta y siete de la tarde.
El manicomio tiene veinticinco edificios diseminados en 141,662 metros cuadrados. Dentro, protegidos por altos muros y rejas de hierro, los locos y los castaños proyectan sus sombras sobre lugares apartados del tiempo. El manicomio es una ciudad de juguete. Tiene garitas, calles, enfermerías, cárceles, viviendas. Hay bullicio y riñas, tráfico de cigarrillos y estupefacientes, intentos de suicidio. Hay talleres donde los hombres fabrican ataúdes y alfombras sin agujerarse las manos con clavos y sin cortarse las venas. No reciben sueldo. Las mujeres lavan los uniformes azules hasta dejarlos desteñidos y, en los talleres de costura, hacen rebozos y sarapes, remiendan camisas, sábanas raídas. Hay poetas escribiéndole cartas a Dios; mecánicos, farmacéuticos, policías, ladrones, anarquistas que han renunciado a la violencia. Ocurren historias de amor. Melancolía callada. Clases sociales. Desesperación que se expresa a gritos. El dolor nunca se acaba.
—Costó casi dos millones de pesos, ¿sabía usted eso, Buitrago?
Están parados frente al pabellón de servicios generales, justo al pie de las escaleras, observando las seis ventanas equidistantes del segundo piso como si esperaran ver de repente el perfil de la salvación asomándose tras las cortinas. La monumentalidad del edificio los hace sentirse pequeños, mortales.
—¿Sabía que los zapatistas tomaron el manicomio hace cinco años? —el doctor tiene una sonrisa nueva—. Parece que no se han ido, ¿verdad? Imagínese, este lugar tan lejos de la historia y tan lleno de historia.
Sin verlo, Joaquín piensa en su historia por primera vez, la del doctor. No la conoce. No sabe lo que hay dentro, los años de estudio en la Escuela de Medicina, la creciente fascinación por las imperfecciones del cuerpo y, más tarde, las de la mente. Y no puede comprenderlo. El destino que sueña para sí mismo, el que inventa en cada maldición matutina apenas cruza la puerta de entrada de los pabellones. Eduardo Oligochea le ha dicho apenas nada sobre su pasado o su porvenir. El silencio, sin embargo, no lo incomoda. Lo único en lo que puede pensar cuando está con él, tarde tras tarde, confesión tras confesión, es en el expediente 6353 y en el camino que tiene que recorrer para llegar a la historia de Matilda.
De regreso a la enfermería pasan por los pabellones para hombres y mujeres cuyas secciones se dividen en pensionistas y no pensionistas, tranquilos y peligrosos, epilépticos e infecciosos. Hay internos cuya condición es indescriptible. Algunos cuerpos se mueven con nerviosismo, chocando contra los muros; otros permanecen inmóviles sobre las bancas de madera observando hacia dentro las planicies púrpuras de la melancolía. Sus ojos hablan con fantasmas sepultados en las paredes, con las voces diáfanas del aire. Los psiquiatras todavía son poetas, hombres subyugados por las profundidades ignotas del alma, quienes, en su tiempo libre, escriben tratados metafísicos y obras de teatro. En sus diagnósticos los adjetivos son tan importantes como los términos científicos. Intensa logorrea. Extrañas actitudes prolongadas. Alucinación estrambótica. Numerosísimos delirios. Eduardo Oligochea es distinto. Entre las palabras y el olor, él busca unformidad, exactitud. Un método científico. Una manera de explicar la vida del cerebro y la conducta de los hombres basada en experimentos llevados a cabo con aparatos en buen estado. Entre los enfoques somáticos y sistematizadores del especialista alemán Emil Kraepelin y los tratamientos psicológicos derivados de los avances en la neurología y el incipiente psicoanálisis, Eduardo Oligochea se inclina por los primeros. Existe algo en los abismos del lenguaje que descubrió Freud que lo seduce y lo saca de sus casillas a la vez. Todavía no sabe exactamente por qué, pero las palabras sueltas, desatadas, siempre le han causado vértigo y nunca confianza. Lo que él desea es compilar minuciosas observaciones clínicas y, al mismo tiempo, analizar partes del cerebro y células nerviosas bajo un microscopio para así poder elaborar conclusiones novedosas, inesperadas. Lo que más desea es tener un laboratorio de psicología experimental equipado con quimógrafos, ergiógrafos y cronógrafos de Hipp, que miden fracciones muy pequeñas de tiempo. Nada de eso existe en su consultorio de La Castañeda. Aquí, entre las cuatro paredes desnudas donde pasa algunas horas de la tarde platicando con Joaquín, sólo hay frío, el eco lejano de los gritos y los expedientes acumulados en desorden sobre su escritorio. Nada más. A los veinticuatro años Eduardo Oligochea es lo que quiere ser: un profesional sin poesía. Pero se traiciona. No lo puede evitar. La figura desgalichada de Matilda se aproxima desde las hortalizas. Viene sonriendo y extendiendo el brazo izquierdo como si se encontraran en una boda campestre, un día de campo en familia.
—¿La ha visto usted antes, Buitrago?
—¿A quién?
—A ella. Matilda Burgos.
Joaquín le responde que sí.
Él.
La primera mujer. Su nombre era Diamantina. Su figura también. Diamantina Vicario. Aún sin poder ver sus piernas tras la oscura falda de merino o sus brazos bajo las mangas largas de la blusa de seda, Joaquín imaginó que su piel tenía el fulgor del sol. Al tocar zarzuelas o piezas de Chopin al piano, el contacto de las yemas de sus dedos y las teclas de marfil desprendía ráfagas de electricidad en el aire. Algo moderno. Su presencia lo conmovía. La ligereza de sus modales perfectos. Sus gafas de aro volado tras los cuales sus ojos cafés estaban alertas. La manera en que arqueaba las cejas en un pasaje especialmente difícil de ejecutar. Su concentración en sí misma. Su convicción. Joaquín no la esperaba. Apareció sin aviso y de igual manera desapareció. Las noches de verano y luego las de invierno se llenaron de su ausencia. Dentro, en una selva antes desconocida y todavía sin explorar, creció la nostalgia.
Antes de verla, Joaquín sólo tenía una vaga idea de lo que era una mujer. Las únicas de las que había estado cerca eran su madre, la sirvienta de largas trenzas y una que otra prima rechoncha y fea. Pero ellas, más que mujeres, eran familiares: seres asexuados a los que lo unían la coincidencia o la fatalidad.
La conoció en una de las pocas reuniones familiares a las que forzadamente asistía. La concurrencia era la misma. Algunos tíos que le preguntaron qué pensaba hacer ahora que había terminado sus estudios en la Escuela Preparatoria. Algunos médicos amigos de su padre acompañados de esposas e hijos. Algunos licenciados describiendo sus apuestas en el Jockey Club y planeando, al mismo tiempo, el futuro del país. Algunos inversionistas bebiendo limonada. Entre todos ellos, de espaldas a todos ellos, Diamantina tocaba el piano como si estuviera sola. No era una invitada más. La madre de Joaquín, siguiendo los consejos de una amiga cercana cuya hija recibía lecciones particulares de piano con ella, la había contratado para animar la reunión y, de paso, tranquilizar su conciencia con una buena obra de caridad. Apenas hubo terminado la última pieza Joaquín se le aproximó pero, dándose cuenta en el último minuto de que no tenía nada qué decirle, se detuvo. Fue demasiado tarde. Estaba exactamente frente a ella. Su sombra cubriéndolo por completo.
—¿Cuánto tiempo has estado aquí? —la voz de la mujer no lo decepcionó.
—Toda la vida.
—La próxima vez que nos veamos llámame Diamantina.
Lo hizo. Cuando la volvió a ver la llamó Diamantina como si la conociera de toda la vida. Antes de tocar a las puertas de su casa en el número 35 de la calle de Mesones, Joaquín exploró los alrededores varios días. Quería tener una imagen concreta de lo que la rodeaba. Para poder llegar a ella necesitaba un contexto. Examinó una a una las baldosas frente a su casa. Se introdujo en la farmacia homeopática de junto y observó las botellas uniformes sobre los estantes. El dependiente lo tomó por sorpresa, y tuvo que comprar un remedio para imaginarios dolores de cabeza. Vio de reojo a los hombres sentados sobre los sillones rojos de la peluquería. El olor a brillantina y agua hirviente le provocó náuseas. Merodeó bajo las arcadas del portal donde estaban instalados algunos comerciantes: se fijó en todo aquello que imaginó de interés a los ojos de Diamantina. Los títeres y muñecas de trapo, los arreos para cabalgaduras y charros, las tarjetas postales y la tinta morada hecha con fuchina alemana, los condumios de cacahuate y las alegrías, los papeles secantes y las maletas de cuero genuino. Joaquín amó la ciudad en esos días. Por primera vez sintió su incesante palpitar. Estaba dentro de ella, en su médula. La velocidad que antes le provocaba vértigo ahora le causaba asombro, ligereza. Sus colores y sus ángulos, sus ruidos mecánicos y humanos, sus edificios de cantera y tezontle de pronto adquirieron sentido: todo estaba ahí para adornar la existencia de una mujer con gafas.
Diamantina abrió la puerta. Llevaba puesto un vestido holgado de percal y, sobre éste, un mandil con manchas de pintura verde, amarilla. El cabello que antes había visto recogido en un moño esta vez caía libre sobre sus hombros. Los rizos negros hacían resaltar sus rasgos angulares, la delicadeza de la nariz, la blancura de los dientes. Traía un libro entre las manos.
—¿Quieres oír algo horrible, Joaquín? —sus ojos tras los quevedianos de oro estaban llenos de ironía. Todavía en el rellano de la entrada y sin esperar su respuesta, Diamantina leyó algunos versos de Gutiérrez Nájera con una voz exageradamente grave:
¡Oh mármol! ¡Oh nieve! ¡Oh inmensa blancura
que esparces doquiera tu casta hermosura!
¡Oh tímida virgen! ¡Oh casta vestal!
¡Tú estás en la estatua de eterna belleza;
de tu hábito blanco nació la pureza,
al ángel das alas, sudario al mortal!
Cuando terminó los dos soltaron una carcajada fresca, juvenil. Era su primera risa en meses. Ella lo vio directamente a los ojos, lo desnudó.
—Pobre hombre. ¿Qué clases de mujeres conocería? Tímida virgen, válgame Dios —en ese momento Joaquín supo que Diamantina nunca le pertenecería.
La casona no sólo era vieja y húmeda sino que también lucía descuidada. Las plantas en el jardín central crecían sin orden y sin armonía alguna. De entre todas, sólo pudo distinguir el olor a yerbabuena, las hojas puntiagudas del epazote y los pétalos maltrechos de algunos geranios rojos y blancos. La salita a la que lo condujo tenía sólo unos cuantos sillones desperdigados en los cuales yacían libros abiertos sobre su lomo, calcetines a medio zurcir y un par de gatos de color gris. El único objeto de valor era un piano de cola en el centro del recinto. Sobre las paredes altas, recubiertas de cal, colgaban cinco enormes retratos al óleo enmarcados en suntuosa madera. Las imágenes de mujeres portando vestidos de terciopelo y seda, sombreros con plumas sombreados de rosa y juegos coordinados de aretes, brazaletes y anillos poco tenían que ver con el entorno desordenado y sombrío.
—Son las esposas y las hijas de los políticos. Es lo que mi padre hace para vivir —dijo ella cuando observó la mirada intrigada de Joaquín. No había nadie más. Ninguna chaperona, nana o sirvienta los vigilaba. Su madre había muerto cuando ella tenía siete años y su padre se encontraba en el taller de pintura donde pasaba más de catorce horas al día. Todavía de pie, separados por un poco más de dos metros, Joaquín imaginó sus propias manos quitándole los anteojos justo antes del amanecer. Diamantina tenía que ser una criatura nocturna y ésa era, seguramente, la última cosa que hacía antes de meterse bajo las mantas. Imaginó la luz de la luna sobre el oro. Oyó su respiración pausada. Diamantina era más menuda de lo que imaginaba, y mayor.
—Nunca pensaste que iba a ser así —afirmaba, no preguntaba, mientras recorría con la mirada las cuatro paredes blancas sin posarse en nada—. Los ricos, Joaquín, carecen de imaginación. Debes hacer algo contra eso. Cuanto antes mejor —no había sarcasmo en su voz.
—Yo creo que tu mundo va a terminarse de un momento a otro —añadió.
—Yo también.
Diamantina lo tomó de la mano y, a través del patio central, lo llevó hacia la cocina. Le ofreció café. Joaquín aceptó. Había un mapa de la república mexicana clavado a la pared de adobe y, sobre el mapa, se diseminaban alfileres de diversos colores. Rojos sobre el centro de Veracruz y el norte de Sonora, blancos sobre Puebla. El brasero de tres hornillas ocupaba casi todo el espacio de la pared de fondo y, sobre dos espeteras equidistantes en el muro contiguo a la derecha, colgaban vasijas de barro, cacerolas de peltre y sartenes de hierro. Entre ellas, sobre un promontorio de piedra, se extendía una tabla para cortar legumbres y otra, acanalada, para escurrir los trastes. Diamantina extrajo agua de la tinaja de barro y la puso a calentar en una tetera. Los dos se sentaron en la mesa rectangular, un metro de distancia entre sus rodillas.
—¿Qué vas a hacer con tu vida? —en sus labios, la pregunta era abierta, la respuesta podía dirigirse a cualquier lado.
—No sé —dijo—, detesto la medicina.
No lo había dicho antes. Joaquín todavía no había sido capaz de comunicarle a su padre que su oficio le daba miedo, asco, exasperación. El interior de los cuerpos lo dejaba impávido. Permanecía callado cuando éste le mostraba con orgullo sus escalpelos y estetoscopios o cuando discurría por horas sobre los beneficios de los programas de estudio de las universidades europeas. Su propia sinceridad frente a una virtual desconocida le disgustó, le dio vergüenza. Se contuvo. No se le ocurrió hacerle la misma pregunta. Diamantina observó su rostro, le gustó. La duda en sus ojos. La delgadez extrema de sus labios pálidos. La punta angulosa de la nariz. Ese deseo por encontrarse en cualquier otro lado excepto ahí, junto a ella, e inmediatamente el deseo contrario. Tomaron el café en silencio, aprisa. Joaquín prometió regresar.
Lo hizo. Esa misma noche. El sonido del piano llegaba hasta la esquina de la calle, ahí daba vuelta y se montaba sobre los rieles del tranvía. La ventana de la sala donde había estado horas antes todavía estaba iluminada, la tocó con los nudillos.
—Usualmente no permito que me interrumpan, Joaquín —la sonrisa indicaba que haría una excepción. Él traía bajo las ropas la partitura del Vals del minuto de Chopin, se la entregó.
—Yo no puedo ofrecerte nada a cambio, ¿lo sabes? —dijo en lugar de darle las gracias.
—Lo sé —colocó dos de sus dedos sobre los labios de la mujer y, a señas, le pidió que siguiera estudiando. Sentado sobre el piso con las piernas cruzadas, Joaquín la observó durante horas. Como antes en el techo de su cuarto, se perdió en su rostro. Tu rostro Diamantina. Tu rostro que es mi rostro, Diamantina. El ritual nocturno se repitió varias veces, entre las once de la noche y las cuatro de la mañana, puntual. En una de ellas, sin advertírselo, Joaquín trajo su Eastman y, mientras ella se concentraba en la punta de sus dedos, él tomó varias placas. Años después, cuando las volvió a encontrar en su baúl de latón, la absoluta concentración de Diamantina sobre el teclado lo asombró. Su seriedad le provocó compasión, piedad. Estaba destinada a vivir toda una vida acompañada sólo de sí misma. Ella lo sabía, y él debería haberlo sabido o, al menos, imaginado. Su ceguera había sido tan absoluta que, con el paso del tiempo, sólo llegó a provocarle la risa muda de lo que ya no tiene remedio.
Don Luis Vicario, el padre de Diamantina, trató de advertírselo. Una tarde, sin mayor aviso, lo guió escaleras arriba hasta el cuarto minúsculo y sin ventanas donde yacían en desorden los libros y papeles de su hija. Sus manos rugosas, cubiertas de manchas de pintura, se posaron sobre las cubiertas de los volúmenes como si fueran flores. La habitación olía a musgo. También le dejó ver los retratos a lápiz que le había hecho. Diamantina estaba junto a su piano en todos ellos. La sonrisa de don Luis se cubrió de melancolía.
—Son muchos años de todo esto, Joaquín. Sólo un cataclismo la cambiaría.
Le habló de su terquedad. De las muchas maneras que tenía de salirse siempre con la suya. Le habló del matrimonio efímero de su hija. Dos años. Una muerte inesperada. La viudez temprana. A pesar de que los comentarios parecían ser negativos, la voz del anciano emitía aprobación, admiración casi. Joaquín sintió un súbito deseo de ser viejo ya para poder hablar con la misma ternura, con la misma discreción, sobre Diamantina. Imaginó su vida juntos, sin hijos. Imaginó ser el segundo marido de una mujer.
Joaquín se inscribió a la Academia de San Carlos. Por primera vez en su vida la idea de triunfar lo seducía. Las mañanas que él pasaba mezclando colores y haciendo estudios de perspectiva, Diamantina las ocupaba en preparar el almuerzo, darle de comer a los gatos y salir a enseñar una clase de solfeo y canto en el hospicio de la Beneficencia Pública. Luego, en las tardes, iba a Reforma, a las casonas de la colonia Juárez, para dar dos clases de piano. Cuando todo terminaba, ya de regreso a casa, se detenía a veces en la librería Saldívar, sobre la quinta de Bolívar, para ver novedades y pedírselas prestadas al dueño del local, que, como era amigo de su padre, nunca se las negaba. Los jueves asistía a reuniones en locales cerrados detrás del Palacio Nacional donde los comensales sólo hablaban de política. Rara vez pensaba en Joaquín. Cuando éste llegaba por la noche y tocaba a su puerta siempre la sorprendía. Una aparición. Se acostumbró al milagro. El milagro de olvidarlo primero y recibirlo después como si nunca se hubiera ido. Más tarde vino el milagro de sus cuerpos. Joaquín finalmente pudo quitarle las gafas y colocarlas sobre la mesita de noche antes de tenderse sobre su cama.
Su naturalidad lo deslumbró. Su silencio; las líneas bajo sus ojos, los lunares en la parte posterior de los hombros, los vellos ambarinos de las pantorrillas. Al tocar las vértebras de su espalda, su fragilidad lo hizo temblar. Con los labios sobre sus labios entreabiertos trató de beber el aire que movía rítmicamente su pecho. Se sintió vivo y a punto de morir, y ambas cosas le gustaron. Hubiera deseado retratarla así, con los ojos cerrados y la cabeza medio hundida en la almohada. Le besó las uñas, aspiró el olor de su cabello, con sus dedos sobre la cara interior de la muñeca izquierda contó las pulsaciones de sus venas. Se puso sus anteojos y, con la vista distorsionada por la graduación de los lentes, observó el mundo. Nada tenía límites: los objetos estaban en continua expansión. La mujer, su primera mujer, dormía.
Una mañana despertó entre las sábanas raídas y lo primero que vio a través de la puerta abierta del ropero fue la falda de merino con que la había conocido. Era su único atuendo. Tenía sólo un par de zapatos y un sobretodo, ambos negros. No había un solo adorno sobre las altas paredes amarillentas de la habitación. Además de la mesita de noche y la cama, el lugar estaba vacío. Un cuarto sin muebles: eso era Diamantina. Los ricos, decía, sustituyen su falta de imaginación con objetos. Y los objetos, también decía, siempre terminan por ser un obstáculo para la imaginación. Entre sus muchas ensoñaciones, una de las más recurrentes consistía en prenderle fuego a un banco. El banco de Londres y México. O a una cárcel, la de Belén. Quería ocasionar un incendio monumental que arrasara con todo para que, después de la destrucción, el mundo empezara a rodar de nuevo. Eso fue lo primero que mencionó al despertar. El fuego. Los dos sonrieron.
—La violencia sólo genera terror, Diamantina —murmuró Joaquín mientras besaba el dorso de sus manos.
—Entonces esto es el terror, Joaquín. Entonces hemos estado viviendo en medio del terror muchos años. ¿No le has visto la cara? —la pasión de su mirada lo asustó. ¿Era este el cataclismo del que don Luis le había hablado? La justicia. Diamantina discurrió sobre la necesidad de justicia hasta que el sol de mediodía le cerró los ojos. Después, sólo en raras ocasiones volvieron a hablar del tema.
Su cuerpo lo amparó. Dentro de ella el equilibrio de luz y sombra era perfecto. A veces, mirándola hablar en contra de la avaricia, la languidez, el despilfarro de los ricos, la corrupción del poder, Joaquín creía estar con otra persona. La concentración era similar pero, al contrario de lo que sucedía cuando tocaba el piano, de sus palabras emanaba una rabia tan honda como un río. Sus manos, gráciles y exactas sobre las teclas del piano, en esos momentos revoloteaban nerviosas en el espacio poniendo signos de exclamación, acentos, puntos finales a una realidad con la que no estaba de acuerdo. En esas ocasiones, presenciando en silencio sus ademanes, estuvo seguro de que lo que había llevado a Diamantina hacia su cuerpo no era la pasión romántica, sino otra fuerza: la pasión de la salvación. La de él. Ella, que era toda irrealidad, había querido hacerlo virar hacia el mundo, posarlo con toda delicadeza sobre la dureza de los días y la posibilidad del futuro. Y, al menos por un tiempo, lo consiguió. Lo hizo vivir sobre la tierra, en la ciudad.
La felicidad lo desorientaba. En esos días nunca supo exactamente qué hacer o cómo comportarse. Su concentración en Diamantina era total. A veces, sentado a la mesa entre don Luis y su hija, la animosidad de sus conversaciones lo llenaba de angustia. Entre los Vicario cada cifra, cada nombre, cada información tenía que pasar por el embudo del análisis y el cotejo de pruebas. Los dos eran implacables. Los encabezados de El Imparcial, el periódico a las órdenes del general Díaz, les provocaban burla, incredulidad. Los rudimentarios volantes de huelgas por venir los llenaban de nuevas preguntas. Joaquín, acostumbrado a los lacónicos comentarios de sus padres a la hora de la cena, se movía nerviosamente sobre su silla a la espera de golpes o gritos y, cuando todo acababa con la imagen de Diamantina sirviendo el café humeante en los pocillos de barro y dejando una caricia distraída sobre los cabellos ralos de su padre, el alivio le producía una incomodidad aún mayor. ¿Esto es la felicidad? Esa misma contradicción de sensaciones estuvo presente en cada paseo que hicieron juntos por la ciudad. La falta de aire y, luego, la saturación de aire, lo dejaba mareado. A su lado, a través de sus ojos, la vida de las calles adquiría el colorido luminoso y grotesco de un circo. Las sonrisas de las mujeres en los puestos de flores se extendían, como las medialunas de las sandías. Los overoles desteñidos de los obreros parecían cuadros impresionistas en continuo movimiento. Los cirios colgando de las varas en las manos de los vendedores se convertían en los pétalos de una gigantesca flor de cera. Las prostitutas a las puertas de las iglesias sonreían con la bondad de las vírgenes del Renacimiento. Los arrieros y los mendigos tenían la costumbre de ver de reojo. Diamantina regateando en el mercado el precio de las legumbres y los mangos con la habilidad de las matronas de pueblo. Diamantina inclinando levemente la cabeza para saludar de lejos a una alumna de piano como si ella también fuera la hija de un licenciado. Diamantina encendiendo veladoras y haciendo el signo de la cruz sobre su rostro frente a la imagen del Cristo negro. Diamantina tomándolo de la mano entre el gentío de los portales animándolo a avanzar sin saber a ciencia cierta lo que seguiría después. A veces, al registrar sus movimientos entre los hombres y mujeres que asistían a las reuniones de los jueves, perdía el hilo de la conversación por estar desentrañando los súbitos ángulos de su cuerpo cuando se incorporaba para saludar a alguien más. Un abrazo. Un beso fugaz en cada mejilla. Un par de palmadas sobre los hombros. Luego, en lugar de oír los discursos en turno, Joaquín se perdía en el imperceptible movimiento de los dedos de Diamantina alrededor del lóbulo de su oreja derecha, las arrugas que rodeaban sus labios cuando éstos se movían en el estertor de la risa, el roce de su falda de percal cuando pasaba a su lado. Gordos burgueses. Abajo la dictadura. Vamos hacia la vida. A toda hora, en todos los lugares, la observaba con avidez, con la prisa y la resignación de quien presiente el final próximo de un encanto.
—Esto es importante, Joaquín. Deja de mirarme así —le susurraba al oído a la mitad de la reunión, visiblemente avergonzada. Entonces, para no molestarla, se dedicaba a observar las llamas de las velas, las temblorosas sombras de los cuerpos recortadas sobre las paredes del local, las banderas rojinegras que hacían las veces de cortinas en las ventanas y adornos en los muros. Había mujeres de cabellos largos que, aun recién bañadas, dejaban en el aire el aroma del tabaco que enrollaban ágilmente en las fábricas de cigarros durante el día; hombres de discretos trajes oscuros y sombreros de fieltro que se movían, sin embargo, con la cadencia de los obreros. Los más jóvenes fumaban cigarrillos y, mientras seguían con atención la discusión que se iniciara en la mesa principal, metían sus manos en los grandes bolsillos de sus overoles. Los niños correteaban entre las sillas, bajo las mesas, sin hacer caso alguno a los regaños de los mayores. Más que mítines clandestinos, las reuniones tenían desde el inicio la premura y la tensión de una fiesta. Ahí, entre todos ellos, Joaquín la vio tocar la guitarra por primera vez. Y ahí, sobre una tarima endeble hábilmente acondicionada como escenario, la oyó entonar junto a los otros melodías campiranas, himnos nacionales y otros cantos de batalla. Diamantina siempre lo presentó como un amigo de la familia. Alguien muy querido. Joaquín lo era.
La primera mujer. Su nombre era Diamantina Vicario. No pudo conservarla aunque lo deseó, a veces, con toda el alma. No fue por la curiosidad de la juventud, por la esperanza de que el mundo guardara más y mejores sorpresas en el futuro, por la ineptitud de la edad o a las comunes peleas de amantes. Cuando se despidieron sobre las plataformas de la estación central de ferrocarriles, los dos eran buenos amigos. Ella iba rumbo a Veracruz. Llevaba una maleta rectangular llena de apuntes y panfletos y, en el brillo de las gafas, la convicción de que el mundo de Joaquín estaba por llegar a su fin de un momento a otro, de una vez y para siempre. La confianza de la mujer era del tamaño exacto de su soledad de hombre.
—Cultiva la imaginación —le dijo. Lo besó. Joaquín conservó ese beso años enteros. Y con él en los labios, mientras los usaba para seducir a otras mujeres, se dedicó a esperar a la segunda mujer, que es siempre la mujer real, la definitiva. Después, cuando por casualidad leyó sus artículos en Vésper o El Hijo del Ahuizote, fue ese mismo beso el que se posó sobre las hojas del periódico, y así desapareció para siempre. Diamantina, quien con distraída paciencia lo preparó para su caída en la realidad nunca lo preparó, sin embargo, para la aparición de Alberta.
—¿Y usted, doctor, qué opinión tiene sobre las historias de amor?
En las tardes de otoño, el rostro de Matilda bajo la sombra de los castaños los hace ver visiones. Son las seis cuarenta y cinco y la luz de los solitarios se mece en el viento con súbitas ondulaciones doradas. A veces, a esa hora, el rostro de Matilda puede ser el de cualquiera. Sólo basta imaginar. El doctor Oligochea extrae su cartera del bolsillo posterior del pantalón. La abre sin ver a Joaquín y, con el brazo cruzando el escritorio, le coloca sobre las manos un retrato. El arrojo de su ademán es inédito.
—Mire, Buitrago. Cecilia Villalpando. Mi prometida —el orgullo de su voz no es fingido.
—Mucho gusto —murmura Joaquín con sus ojos fijos en los de ella. Deben de ser azules. En la mesita de mármol donde ella recarga su codo derecho hay un jarrón de vidrio lleno de azucenas. El encaje zurcido sobre el vestido disimula la ausencia de pechos, la delgadez casi enfermiza del torso. Todo en ella exhibe debilidad, delicadeza, mimos, lecciones de piano. Cecilia es el tipo de mujer que sólo despierta misericordia en la imaginación de Joaquín. El tipo de mujer que le hace exclamar la palabra «pobrecita» automáticamente, casi sin pensar.
—Padece de asma —murmura el doctor mientras busca infructuosamente los ojos de su amigo, tratando de explicar—. Su padre es comerciante de sedas.
Cuando Joaquín levanta la vista, la necesidad de aprobación en los ojos de su confidente lo molesta. De repente éste parece un perro amaestrado o un mozalbete de apenas diecisiete años, ambos con el hocico abierto como si aguardaran palmadas en el lomo o regalos. Esperaba otra historia a cambio de las suyas. Palabras de carne y hueso, huellas de luz, grumos de arena y sangre capaces de hacerlo cerrar los ojos. Esperaba perlas recién extraídas del fondo del mar, aromáticos pétalos de margaritas todavía prensados entre las hojas amarillentas de un libro a medio leer, un pañuelo bordado con las iniciales de dos nombres. Esperaba una historia pero, como suele sucederle ante los mostradores de los bancos, Joaquín se siente defraudado. Había apostado demasiado. Había dado mucho y de sobra a cambio del expediente 6353. ¿Lo vería alguna vez? El desencanto lo deja mudo, sin ganas de hacer el menor esfuerzo para borrar la mueca de vergüenza, de bochorno, en la cara de Eduardo. Entonces, sin conmiseración alguna, coloca el retrato de Cecilia Villalpando boca abajo sobre la superficie del escritorio. No dice nada. Lo observa. El hombre frente a él, quien hasta ahora había actuado con la superioridad silenciosa de su rango, ya no es el doctor Oligochea, sino Eduardo nada más.
—Como usted dice, Buitrago, Cecilia es la segunda mujer —el nerviosismo de su propia voz lo incomoda casi tanto como el rostro desdeñoso, impenetrable ahora, del hombre que ha pasado meses enteros deshojándose frente a él como si no tuviera otra cosa que hacer.
—Vamos, Eduardo. No te hagas pendejo. Esto ni siquiera es una mujer. Cecilia es tu boleto para entrar por la puerta grande a la colonia Roma —nunca lo había retado. Es la primera vez que le habla de tú. Un mozalbete. Un perro con el hocico abierto. Un hombre que no puede contar siquiera una sola historia de amor digna de una mujer.
—No todas las historias de amor tienen que terminar en tragedia. Y en morfina, Joaquín. ¿Lo sabía? Algunos hombres tenemos la suerte de que la segunda mujer, la definitiva, sí nos ame.
Joaquín le sonríe desde su silla mientras Eduardo se incorpora y, con pasos indecisos, se desliza de un extremo a otro de su escritorio. Recargado sobre el rígido respaldo de madera, con suma lentitud, el fotógrafo enciende un cigarrillo. De repente, sin motivo alguno, su enojo anterior se transforma en conmiseración. No tiene deseos de pelear. No quiere convencer a nadie. El mozalbete no tiene la menor idea de lo que está diciendo.
—Si te hubieran amado, Eduardo, sabrías que nunca es una suerte ser amado por una mujer —Joaquín lo ve caer sobre el asiento mullido de su sillón y llevar la vista hacia el techo como si esperara encontrar el cauce de sus ríos nocturnos. Sin regresarle la mirada, virando el asiento un poco hacia la izquierda para evitar darle la cara, Eduardo vuelve a sacar otro retrato de su cartera. Antes de colocarlo sobre el escritorio lo observa como si le costara trabajo desprenderse de él.
—Su nombre es Mercedes Flores. De Jalapa. Una estudiante de medicina como yo. Una muchacha que, después de hacer el amor por primera vez, tuvo el descaro de decir I’m your man. En inglés.
Joaquín había visto frente a su lente los rostros de mujeres justo como ellas querían verse a sí mismas. En la cárcel de Belén había retratado los ojos devastados del asesino que, después de confesar su culpabilidad, se negaba sin embargo a arrepentirse. En la banqueta de la pulquería No Me Olvides había logrado captar el delirium tremens de un borracho antes de que éste imprecara por última vez a la vida. En el cuarto de fotos de La Castañeda había captado la sonrisa de La gioconda en la cara de Matilda. Como si todo hubiera sido ineludible, él permanecía impávido frente a cada revelación, frente a cada develación. Clic. Cuando Eduardo vuelve lentamente su rostro hacia Joaquín lo hace sin darse cuenta, viendo en realidad más allá. En sus rasgos no hay orgullo ni necesidad ni consuelo. Por un momento Eduardo está una vez más frente a Mercedes, jugando de nueva cuenta el juego íntimo de sus palabras. I’m your woman. Yes indeed, Eduardo, you are my woman. Y se ríe después, como lo hacen los hombres marcados para siempre por una mala broma. Entonces, en ese mismo momento, fascinado frente al movimiento casi imperceptible del girasol, lo único que el fotógrafo lamenta es no tener la cámara en su manos para poder fijar una vez más el instante único, irrepetible, en que un hombre cuenta una historia de amor. Por primera vez.
—Si amar es de locos, dejarse amar es aún peor, ¿no es cierto? —los dos guardan silencio. No hay necesidad de estar de acuerdo.
—Mercedes quería ser la Florencia Nightingale del Partido Liberal Rojo. Escribir acertijos en inglés. Regresar a Edinburgo y quedarse a vivir para siempre en la torre de un castillo. Ser la primera mujer mexicana en correr, y ganar, los cien metros en una Olimpiada. Emular las aventuras de Rimbaud en el norte de África. Mascar tabaco. Recorrer la muralla china en bicicleta. Tener hijos. Y llamarse, mientras tanto, Mercedes Flores de Oligochea. Decía que el nombre tiene buena rima.
La fotografía tiene dobleces en las esquinas. Los años que lleva guardada en el fondo de la cartera de Eduardo han dejado una nublazón blanca sobre la imagen. Por momentos, viéndola de reojo, parece que un velo o un pabellón de transparente seda blanca resguarda el rostro y el cuerpo generoso de Mercedes. No es un retrato de estudio. La fotografía da la impresión de haber sido tomada con premura, a toda prisa, por las manos inexpertas, temblorosas, de un amateur. Mercedes no está posando. Hay excitación en su rostro oscuro, en sus cabellos crespos recogidos con dificultad en una cola de caballo, en sus pómulos anchos de mulata de puerto. Una de sus manos se extiende hacia el cielo como si se despidiera de un fantasma o espantara mosquitos y, de la otra, sobresale una caña de pescar de la cual cuelga una trucha acaso en movimiento. Sus labios gruesos están congelados en las sílabas redondas de un nombre. «Mira, Eduardo.» Atrás de ella, atrás de todo, se extienden las aguas pacíficas de un río. Mercedes parece llena de energía. A pesar del tiempo, su cuerpo todavía da la impresión de que saldrá caminando del retrato de un momento a otro, sin aviso. Más que volverla hermosa, la energía parece provocar locura. Miedo. Mercedes es el tipo de mujer destinada a destruir la reputación profesional de cualquier psiquiatra. De cualquier hombre.
—Mercedes Flores de Oligochea —murmura Joaquín—, el nombre tiene cierta melodía ciertamente. El ritmo de un acordeón.
En Mixcoac, dentro de su consultorio, Eduardo ha dejado de pensar en el éxito, en el futuro. Su rostro se contrae con el placer que provoca el aire lleno de sal, la luz atroz de un lejano mediodía. Está sonriendo. Luego, de repente, un gemido sordo, involuntario, sale de sus labios. Una bocanada de tiempo saliendo a toda prisa de su organismo como si estuviera infestado.
—¿Cómo se le hace para olvidar a una mujer, Buitrago? —le pregunta. Su voz es, otra vez, la de un jovencito de diecisiete años.
—Me temo que eso, doctor Oligochea, lo sabe usted mejor que yo.
Los dos guardan silencio. Conforme la luz del sol se debilita y la luna menguante se asoma tímidamente por el cielo, se escuchan por los pasillos del manicomio los aullidos de los melancólicos, los golpes inútiles de los peligrosos. Lo que Eduardo recuerda son los accesos de indiscriminada alegría de Mercedes, seguidos por días de llanto, igualmente irrefrenable. «No sé qué hacer con esta tristeza, Eduardo.» Su voz trémula, a punto de quebrarse, todavía lo llena de impotencia. «Soy yo, Mercedes, Eduardo. Todo va a estar bien.» Todavía lo enervan sus ojos rodeados de ojeras y perdidos en lugares que nadie más ve o imagina. Todavía. Entre sus brazos, temblando de frío, Mercedes todavía hace esfuerzos por recordar su propio nombre, sus dos apellidos. Su vida.
—Las primeras mujeres, usted tiene razón Buitrago, sólo se hicieron para nunca tenerlas. Pobre del que se queda con ellas —tan pronto como toma el retrato en sus manos y lo guarda en su cartera sin volver a verlo, su rostro vuelve a ser el mismo que Joaquín conoce. La cara del hombre que observa con disimulada codicia la valla de hierro frente a la residencia de la colonia Roma antes de decidirse a tocar la campanilla de la entrada. La cara del hombre que, después de rozar la mejilla de Cecilia Villalpando, se dedica a actuar como el profesional con futuro brillante y plática ligera con el que el comerciante de sedas se siente tan a gusto que hasta le ofrece una copa de whisky en la biblioteca de la casa para evitar el barullo de las mujeres antes de pasar a la mesa. La cara del hombre que, con disciplina y sin aparente esfuerzo, toma los cubiertos de plata y la copa de vino siguiendo al pie de la letra las reglas de los manuales de urbanidad. Es una cara viril y mesurada que inspira respeto. Al verla, Joaquín siente que la posibilidad de obtener el expediente de Matilda se aleja para siempre de sus manos. Un hombre con ese rostro nunca accedería a rebajar su rango profesional para discutir el caso de una interna con un pobre diablo. Joaquín tiene que hacer algo más. Tiene que regresar el tiempo, forzarlo a volver a ser el jovencito que había sido un par de minutos antes.
—¿Cuándo supo que ella fue la primera mujer?
—Mucho tiempo después, Buitrago. Cuando me di cuenta de que no volvió a aparecer ninguna como ella —se detiene, duda, se concentra en las grietas del techo, está a punto de sonreír—. No, fue aun después. Hace muy poco de hecho, en el jardín de la casa de los Villalpando. Hace tres días. Sólo lo supe a ciencia cierta hasta que, después de escuchar el relato de aquella tarde de pesca en uno de los brazos del Grijalva, mi prometida me prohibió que volviera a mencionarlo. Yo, por supuesto, no había dicho que Mercedes Flores era, en aquel entonces, mi novia. De hecho, la historia me llegó de repente y toda completa, y me animé a contarla sólo porque los Villalpando se habían enredado en una discusión irracional sobre la ausencia de vida animal en las aguas contaminadas del las vertientes del Golfo. Debe de haber algo de ella en mi voz todavía. Algo pegado a su nombre.
Sin hacer ruido, Joaquín se incorpora y se recarga bajo el marco de la puerta abierta. El cuarto menguante de la luna le sonríe desde lo alto. La noche está intacta. Mientras enciende otro cigarrillo, Joaquín se pregunta cuánto tiempo le tomaría al doctor recuperarse de sus propias palabras. Lo peor que le puede pasar a un hombre como Eduardo Oligochea no es recordar una historia, sino tener la inconsciencia de contarla. ¿Podría verlo a los ojos después?
—Mire qué coincidencia, Buitrago, las primeras mujeres se van y nosotros seguimos varados —Eduardo, todavía dentro de la historia de la primera mujer, no ha tenido tiempo de sentir vergüenza. Tiene diecisiete años. Le pide un cigarrillo. Su mirada está perdida en el techo, pero ya no está ensoñando. Hay algo en su cabeza. Joaquín reconoce las dos arrugas verticales del entrecejo: interés. El médico está atando cabos. Haciendo conjeturas. Como antes, al estudiar para un examen de anatomía, su concentración es total, el silencio alrededor, definitivo. Los dos se encuentran a oscuras.
—Matilda Burgos, ¿se acuerda de esa interna? —Joaquín asiente con dubitación, temiendo estar al descubierto—. Ella es el prototipo mismo de la primera mujer, Buitrago.
—¿Cómo lo sabes? —la intriga en los ojos de Joaquín es real.
—Mi querido Buitrago, para ser morfinómano tiene usted una falta de imaginación notable —la risa del médico le tensa los músculos y le amarga la saliva dentro de la boca. Teme que el doctor Oligochea lo sepa todo ya. Teme que su cuerpo lo haya traicionado, su voz, la manera en que se inclina al chupar el cigarrillo. Teme que Eduardo no vuelva a tener jamás la candidez de los diecisiete años. Teme, sobre todo, por la pérdida del expediente 6353.
—No nos hagamos tontos, Buitrago. Los dos sobrevivimos una guerra de diez años y no lo hicimos recordando mujeres perdidas, mujeres echadas a perder —le dice.
—Sí.
Por primera vez desde que empezaron a reunirse, Joaquín se siente a gusto en su compañía. Hay algo entre ellos. Una similitud. A pesar de la diferencia de edades, temperamentos, hábitos, futuros, los dos gravitan como ateridas palomillas nocturnas alrededor del foco del pensamiento.
—Por eso la acecha usted, ¿no es cierto? —le pregunta sin observarlo, como al descuido—. Porque ella es el prototipo de la primera mujer.
—No, Eduardo, no es por eso —y no añade más.
Joaquín está esperando una carcajada triunfal en la boca de su adversario. El comentario que no deje lugar a dudas de que el acertijo se ha resuelto, el mecanismo de la bomba desactivado. «Te atrapé, viejo hablador, por fin te atrapé.» Pero lo que Eduardo Oligochea hace es lo siguiente: en la oscuridad, a tientas, abre los cajones de su escritorio. Con la ayuda de un cerillo, busca entre una pila de carpetas la única que desea encontrar. Todo lo hace en silencio, sin prisa ni anticipación, siguiendo un método que conoce de memoria.
—Aquí está. Es toda suya, Joaquín. Por veinticuatro horas.
Cuando la carpeta pasa de manos los dos evitan verse. Nadie se enterará de lo que está sucediendo. Es un acto ilegal de dos hombres todavía de pie a las orillas de un mismo río. Antes de cruzar la puerta, sin volver el rostro, Joaquín dice:
—Al menos a usted, por suerte, la segunda mujer sí lo quiso.
Un nombre entero. Un lugar de nacimiento. Una fecha. Todas las historias empiezan así: Matilda Burgos. Papantla, Veracruz, 1885. «¿Ha visto a hombres volando como pájaros, Joaquín?» Sólo tenía veinticuatro horas para enterarse del resto.