3
Todo es lenguaje
They called me mad, and I called them mad,
and damn them, they outvoted me.
Nathaniel Lee
Adentro. Conmoción en los corredores. Olor a cigarrillos. Gritos de desolación. Eduardo Oligochea coloca un separador entre las hojas de su libro antes de salir de la enfermería. Las voces salen de la celda de Imelda Salazar. ¿Qué dicen? «El mundo se va a acabar. Los platos están llenos de soberbia.» Sus ojos, como la pañoleta de lana con la que se cubre el cabello, son negros. Está de rodillas y, con los brazos abiertos en cruz, mira hacia la ventana imaginaria por donde se cuelan los rayos del sol. Hay terror y esperanza en sus ojos, determinación en las palabras que pronuncia a los oídos del aire. Un súbito olor a azufre la lleva a vomitar y a estremecerse sin control. Su cuerpo se dobla en ángulos increíbles, las manos vacías se enredan con fuerza alrededor de un cuello invisible. La impureza viene de fuera. Es una plaga de hormigas, la caballería de un ejército en plena ofensiva, una tormenta. Satanás. Se esconde en los objetos y, ya dentro, intenta pasar inadvertido y destruir a la humildad. La cadencia de los rezos aumenta, el volumen de su propia voz se vuelve agudo como el grito de los delfines en el mar. Las voces, ¿qué dicen las voces? «Hay que destruir los platos, las ropas, los zapatos, todas las cosas que salen de las fábricas del diablo.» La piel roja del animal se aproxima como una marea, lo cubre todo. Ya está aquí. «¡Vade retro!» La mujer tiene los ojos en blanco, los dedos índices de ambas manos cruzados uno sobre el otro en forma de cruz. Una espuma viscosa resbala por la comisura de sus labios. «Tú no podrás nada contra mí.» Sus gemidos atraviesan el ambiente y como si éste fuera un globo saturado de helio, lo revientan en mil pedazos. Todo está bajo el poder del mal. Todo. No habrá salvación.
Cuando todo se termina ya es de noche. Imelda yace sobre un charco de orines y de lágrimas. Lo único que puede tocar sin verse contaminada de la impureza de la sociedad es la piel sarnosa del perro que, mientras le lame los rasguños de manos, le devuelve la paz.
No. 6140
Imelda Salazar. Tlaltenango, Zacatecas, 1896. Soltera. Maestra. Católica. Constitución débil. Desarrollo rápido y precoz en la infancia, incompleto en la pubertad. El padre fue alcohólico, del resto de la familia no se tiene noticias. Hace seis meses llegó de Zacatecas al Colegio del Santísimo Sacramento con el propósito de profesar. Permaneció allí diez días, se le envió después a San Luis de la Paz, a una sucursal de aquél, en donde permaneció cinco meses. Debido a sus padecimientos no se le admitió y se le mandó de regreso a Zacatecas. En la siguiente población bajó del tren y regresó a San Luis y entonces se le envió a México, ya con un número de extravagancias. Aquí varios médicos la examinaron y la encontraron enajenada. Tiene actitudes prolongadas y se entrega a rezar desordenadamente. Dice que los trastos en los que le sirven su alimento contienen impurezas espirituales (soberbia) y un marcado olor a azufre por lo que arroja los alimentos al suelo y los lame en compañía de un perro para que éste le convide humildad y así contrarrestar aquellas impurezas. Desea llamarse «Chucha». En el dormitorio ha sido sorprendida por la «horrible visión de un monstruo diabólico» al que ahuyenta con la Magnificat. Responde la enferma al interrogatorio correctamente y conserva la memoria y la orientación. Solamente se le encuentran incoherencias y delirios al mencionarle asuntos religiosos. Permanece aislada de los demás internos y se niega a tomar medicinas. Baños semanales de aseo. Come y duerme bien. Demencia con Psicastenia. Delirio Religioso. Oligofrénicas.
Adentro. Timidez. Voces apenas audibles. Ojos mirando el suelo «¿Sabes por qué te encuentras aquí?» «Sí.» El cabello negro de Lucrecia Diez de Sollano de Sanciprián cae sobre su espalda como una cascada. Las puntas del rebozo enredadas entre sus dedos. Inmovilidad. Cuando levanta la vista se adivina un desafío en su mirada. Una espada. Como señora bien educada sólo habla si se lo piden; no hace preguntas, no añade información innecesaria. Detrás del escritorio, Eduardo se mueve inquieto en su silla. Su voz lo desorienta; su rostro le trae a la mente la imagen de un gavilán volando en círculos concéntricos sobre su víctima. La tranquilidad exterior de su cuerpo parece sostenida sobre un frágil andamiaje. Las respuestas a sus primeras preguntas son inmediatas, rápidas. Proyectiles. Es obvio que las ha contestado antes, muchas veces. Eduardo no encuentra modo alguno de controlar su prisa, esa actitud de mujer con una larga lista de cosas por hacer durante el día. «Quiere que le cuente la historia de mi vida, ¿verdad?» Una arruga vertical le cruza el entrecejo. «Sí». El sarcasmo de su sonrisa lo desarma. Es todo oídos.
No. 1482
Lucrecia Diez de Sollano de Sanciprián. San Miguel de Allende, Guanajuato, 1874. Casada. Quehaceres domésticos. Católica. Constitución débil.
«Mis padres. Don Vicente Diez de Sollano murió a los 60 años. Mi madre fue Piedad de la Peza y Poza. El señor, mi padre, fue un hombre muy sano, murió de bronquitis capilar aguda. Mi madre, de constitución nerviosa y de muy claro talante, nunca tuvo ataques. Murió de una gripa que le atacó el intestino y el corazón.
»El señor mi esposo se casó a los 20 años. En 10 años que viví con él tuve ocho hijos de los que viven cuatro. Dos se ahorcaron con el cordón y dos nacieron muertos por haber tenido albuminuria. También tuve cuatro abortos por causa de la vida tan difícil que llevaba con el señor mi esposo.
»Yo nací el año 1874. A los seis años tuve escarlatina, después crecí sana y robusta. A los 15 años me vino el periodo sin ningún transtorno. A esa edad me volví nerviosa y me casé a los 17. Me curé de lo nervioso y así estuve cuatro años hasta que, por penas morales y pérdidas físicas, cuando estaba criando a una niñita muy robusta, me vino otra vez el estado nervioso de febrero a agosto. Después quedé perfectamente y a los cinco años me dio fiebre puerperal quedándome en estado nervioso agudo que con distracciones y con viajes se me alivió. En ese tiempo se puede decir que usaba de alcoholes por prescripción médica, y tal vez por inconciencia abusaba de ellos.
»En 1899 me vino un ataque de dipsomanía y el doctor Liceaga me convenció ingresara a la Quinta de Tlalpan. Entonces se me produjo este ataque por el cambio de vida moral y físicamente pues el señor mi esposo trajo a una mujer y desde esa época no vivo íntimamente con él y se me reflejaba el vacío del alma en mi parte física. No volví jamás a tomar una sola copa de vino hasta 1901 en que tomé unos cuantos días, ingresé a La Canoa donde estuve durante tres meses, salí, estuve perfectamente hasta 1906 en que por haber tenido trabajos excesivos y penas morales y disgustos espantosos volví a tomar unos días. Entonces volví a La Canoa, y salí y me dio fiebre intestinal y volví a La Canoa donde duré un año y cinco meses. Salí, estuve perfectamente hasta el 29 de septiembre de 1911 en que hice una visita y tomé cognac y pulque, después seguí tomando día y medio, advirtiendo que jamás tengo la costumbre de tomar una sola copa de vino ni de pulque ni cerveza, a excepción de cuando lo nervioso y las penas morales, pérdidas físicas y, sobre todo, el vacío del alma reflejado en la parte física, como he dicho, me lleva a tomar la primera copa, pues yo en pleno uso de mi razón soporto grandes cosas y no me quita el gran dominio que debo tener dada mi difícil situación y mi manera exagerada de sentir y de ser, y me viene el desborde de las pasiones y la excitación más completa.»
Los datos anteriores fueron transcritos por la misma enferma, pudiéndose notar desde luego su claro talento y su facilidad para interpretar por medio de la escritura cuanto piensa. Fuera de sus ataques de dipsomanía, los cuales siempre ha procurado explicar como resultado de sus penas morales, parece una persona normal; pero un estudio más atento hace ver que hay un estado crónico de subexcitación maniaca más psíquica que motriz. No hay día que no tenga nuevas ideas, planes nuevos que llevar a cabo, ya sea para salir del manicomio o para seguir determinada conducta con su esposo al que hace responsable de cuanto le sucede. Cada día hay un nuevo achaque de salud, ya sea un dolor que dura minutos y recorre casi toda una pierna o un brazo, ya sea un vértigo que la deja con un estado de náusea todo el día, ya sea un dolor en el ovario izquierdo, ya una hiperolosidad de tipo intermitente, ya, en fin, una sensación de angustia y malestar porque no ve a sus hijos o porque piensa que no saldrá de este hospital. Estos síntomas hacen pensar en un cuadro histérico que sin duda lo hay, pero que por otra parte son resultado de su excitación psíquica crónica. La hemos visto escribir versos días enteros, y cartas a todos sus parientes diciendo la situación angustiosa en que se encuentra, otras, en fin, se dedica con verdadero ahínco al trabajo manual pero en nada hay continuidad, en nada hay método. Lo que le entusiasma hoy, le desagrada mañana. La enferma se da cuenta exacta de su carácter y procura corregirse; hace el símil de su persona con «un caballo brioso al que se monta con espuelas» y al que es muy difícil domar o parar una vez emprendida la carrera.
La examinamos cuidadosamente y no hemos podido notar sino un dolor que se despierta del lado del ovario izquierdo, lo que hace que se incline nuestro diagnóstico en favor de la histeria. Su sensibilidad al tacto y al dolor es un poco exagerada, lo mismo que los reflejos tendinosos. Fuera de esto no hay nada anormal, no hay rastros de intoxicación alcohólica. Para terminar haré notar que come y duerme bien, y que se encuentra generalmente constipada. Llama la atención la memoria prodigiosa de la enferma, la cual es tanto retrógrada como anterógrada. Dipsomanía. Fondo de insanidad moral. Pensionista.
Adentro. Expedientes sobre el escritorio. Telegramas que indagan por el estado de salud de ciertos pensionistas. Órdenes de defunción. Actas de la sexta demarcación de policía. Las manos de Eduardo Oligochea yacen sobre los papeles amontonados, inertes. Tras sus anteojos la mirada perdida. El aturdimiento de todas las historias se vuelve insoportable ciertas tardes de invierno. En diciembre todo es gris fuera, dentro. A veces, cuando se deja embargar por la desolación y se olvida de los libros, duda de la posibilidad de encontrar los nombres correctos para cada padecimiento. A veces, cuando se cansa de tachar viejos diagnósticos al final de las hojas de los interrogatorios, se pregunta por la mano que a su vez tachará los suyos en el futuro. A veces la tristeza negra de un par de ojos lo obliga a pensar en el «yo». Eduardo Oligochea. Hijo de Jerónimo y Fuensanta, hermano de Casimiro, Julieta y Ramón. Habitante de un cuarto de soltero en San Ildefonso donde no hay espacio para los recuerdos. Observador. Enamorado de las palabras que designan a las cosas para verlas de lejos y no tocarlas. Niño aplicado en los primeros pupitres de la escuela primaria. Joven de trece años atormentado por el temor de Dios. Estudiante de medicina con beca del gobierno y con ambición. Las voces se le cuelan por todas las hendeduras del cuerpo y ahí se quedan, dentro, corriendo por sus venas, escarbando la médula de los huesos. Y luego las imágenes. Mujeres a medio vestir olisqueándose por los patios. Hombres con los ojos desencajados por el terror. Piltrafas como estatuas en el museo de los ahorcados. A veces la mortandad le da vértigo. A veces no puede más. Para olvidarse de todo piensa en un mar azul, en el futuro que lo espera del otro lado del oceáno vestido de negro y decorado con medallas de honor sobre el pecho. Ve su nombre impreso en letras doradas sobre las primeras hojas de libros cubiertos con pastas de piel. Ve las manos blancas de Cecilia tocándole la frente, abrazándolo, dejando su aroma de gardenias. Ve las piernas indecisas de su primer hijo dando el primer paso en las entrañas de un país lejano. Y luego ve las manos del segundo hijo. La familia Oligochea Villalpando. Después se ríe, siempre acaba por reírse de sí mismo cuando está solo y nadie lo observa y nada de lo que hace tiene sentido.
Aprovechando la remesa de cinco dementes que el gobernador del Distrito Norte de la Baja California envía por mi conducto al Manicomio General de esta capital, conseguí de la familia Davis que diera su consentimiento para internar a Santiago del mismo apellido, quien de verdad se encuentra absolutamente enajenado debido al alcohol y la marihuana y es una verdadera carga, molestia y mortificación para su pobre familia que no cuenta con los elementos para mantenerlo en la forma que su condición requiere, con la circunstancia de que tampoco en este lugar ni en sus cercanías se cuenta con el establecimiento apropiado para su reclusión.
Antes de ser transferidos a las nuevas instalaciones del Manicomio General en 1910, los dementes ocuparon un lugar privilegiado en el agitado centro de la ciudad. Las mujeres del Divino Salvador y los hombres del San Hipólito podían escaparse de su encierro y salir a la vía pública donde la sombra de su inestabilidad mental se disimulaba fácilmente entre el ir y venir de los transeúntes apresurados. A veces, desolados por la vida que encontraban en el exterior, volvían por voluntad propia y lloraban a la orilla de las fuentes del jardín central; otras, las más, regresaban de la mano de un policía. Los que lograban permanecer fuera se apostaban a las puertas de las iglesias para pedir cualquier limosna o cargar costales de azúcar en los mercados por unas cuantas tortillas, un par de centavos, hasta que la muerte los sorprendía en las banquetas, en los callejones oscuros del barrio de La Bolsa o a la entrada de las pulquerías. Sus cuerpos macerados, esqueléticos, tatuados por las medias lunas de cicatrices infectadas, envueltos por el olor de una mugre de meses, llenos de palabras a punto de ser dichas y siempre mudas, sólo lograban encontrar el reposo final sobre las asépticas planchas de la morgue, tan solitarios y anónimos en la muerte como lo habían sido en vida. Cuando los ochocientos cuarenta y ocho dementes cruzaron los confines de la ciudad y entraron por primera vez a los edificios construidos en la ex hacienda de Mixcoac, la posibilidad de visitar el exterior se volvió remota. La reclusión, esta vez, era real.
Adentro. Sus gritos y lamentos, sus cartas, sus extravagancias y su suciedad dejaron de asolar los días normales del nuevo siglo y sólo perturbaron de cuando en cuando la paz de los enfermeros, la disciplina de los comisarios y la racionalidad a toda prueba de los médicos internistas. Sus palabras desordenadas, interrumpidas a la mitad por el tartamudeo o alargadas sin descanso en desvaríos alucinados, sin embargo, llamaban a veces al animal de la duda dentro de su cabeza. ¿Y si el mundo exterior en verdad estuviera regido por los designios del diablo? ¿Y si el señor Sanciprián en realidad estuviera tratando de recluir a su mujer y su «exagerada manera de sentir» sólo para poder vivir en paz con su nueva amante? ¿Y si Santiago Davis tuviera razón y el futuro no existiera y el país estuviera a punto de irse directamente al infierno? A veces, ciertas noches de invierno, la vida impasible de los internos es capaz de sacar a Eduardo Oligochea de sus casillas. A veces su propia incertidumbre es tan oscura que sólo puede pensar en el placer momentáneo de fumar un cigarrillo.
Bajo un cielo sin luna, en donde reina el frío, el manicomio es tan pequeño y tan hermético como el interior de una nuez. Eduardo avanza por sus pasillos y sus veredas guiado solamente por su memoria, sin necesidad de linternas o de lámparas. Luego, como lo hace durante las primeras horas de la mañana, recorre el interior de los pabellones tratando de no hacer ruido. Hay mujeres que duermen juntas y abrazadas en el espacio raquítico de los colchones con el rostro pacífico de quienes han encontrado finalmente un remanso de agua. Hay hombres recostados sobre el piso como una soga sin nudos, una sábana. Los catatónicos tienen la mirada perdida en las vigas del techo. Algunos melancólicos están tan débiles y desanimados que sólo con dificultad pueden hacer el esfuerzo de cerrar los ojos y dormir. Los furiosos, ayudados por cloroformo y sedantes, ganan sus propias batallas en el páramo de los sueños y, al menos por unas cuantas horas, logran deshacerse del yelmo de su violencia. Hay cuchicheos. Rezos que no terminan con la luz del día. Centinelas apostados en las esquinas de los delirios preparándose para la visitación siempre puntual del mal. Las paredes están manchadas por el paso de las ánimas nocturnas, por los fantasmas de yodo de un tiempo circular. Aleteando a toda velocidad bajo los techos, las profecías del fin del mundo sobrevuelan las cabezas impávidas de los internos como una lechuza. Nunca reina la paz. Un cigarrillo, Eduardo sólo desea con toda su alma la bocanada de humo de un cigarrillo. En el pabellón de los pensionistas, alumbrado por la llama de una vela, un estudiante de leyes busca entre los moretones de su antebrazo derecho una vena libre para introducir la aguja y sentir el coletazo de la morfina. Su concentración es tan absoluta que no distingue los pasos del médico internista entre los sonidos informes de la noche. Después de examinarse el brazo por unos minutos finalmente la encuentra. Es apenas una línea azul verdosa, delgada y quebradiza, que cruza la cara interior del brazo. Mientras el émbolo de la jeringuilla de cristal empuja lentamente el líquido dentro de su cuerpo, el alivio lo obliga a levantar el rostro hacia la inmensidad de la nada y, sin esperarlo, se topa con los ojos inexpresivos del doctor Oligochea. El muchacho le sonríe sin interrumpir su maniobra. Una vez terminada la operación, desenrolla su camisa.
—Todo el mundo rompe las reglas, doctor, todo el mundo —le dice mientras se pone los calcetines y anuda las cintas de sus zapatos como si se estuviera acicalando para una fiesta de graduación. Eduardo no tiene ánimos de contradecirlo, sólo lo observa con desapego. Toxicómano. Morfina. 50 centigramos al día. A últimas fechas el manicomio ha sido invadido por una nueva camada de locos. Éstos no son los campesinos muertos de hambre cuyas visiones de indios lanzando flechas entre las nubes, justo a la diestra de Dios, los hacen sentirse miembros de un ejército invencible; ni los jornaleros sin empleo atacados por los hechizos de fuerzas inhumanas que acaban robándoles la voluntad y la razón; ni las aspirantes a monjas atrapadas en las redes inextricables del diablo; ni las provincianas cuya pobreza combinada con su absoluta carencia de sentido moral las ha arrojado a la parálisis progresiva ocasionada por las últimas etapas de la sífilis. Los toxicómanos forman un grupo aparte. Son, por lo regular, aunque no todos, oficinistas, farmacéuticos, estudiantes de leyes o de medicina. Gente como él. Gente a la que puede ver a los ojos sin conmiseración. Hombres jóvenes de traje, corbata y sombrero de fieltro que llegan de la mano de sus padres o sus tutores con el afán de verlos curados del vicio y el cinismo de las drogas.
—Mi pobre muchacho ya no cree en nada, doctor —decían compungidos—. Ya ni siquiera tiene temor de Dios.
Opio. Cocaína. Marihuana. Morfina. Los muchachos siempre encuentran la forma de proveerse de todas ellas. Eso es lo único que echan de menos o piden del exterior.
—Yo no soy uno de esos que se creen vacas —la súbita locuacidad de su voz pone a Eduardo a la defensiva—. Yo soy una flor.
La broma los hace reír a los dos. Luego, siguiendo de cerca los pasos del muchacho y el perro de Imelda Solórzano, Eduardo sale del pabellón. Un aroma de marihuana cruza la noche fría.
—¿Quiere uno? —tres cigarrillos asoman su filtro por la cajetilla. Son ingleses.
Están en uno de los extremos del manicomio, junto a los muros de cemento que en primavera sirven de sostén a la cascada aromática de las rosas de castilla. Eduardo toma uno de los cigarrillos y, con las manos perfectamente firmes, enciende un cerillo. La luz, desde lejos, se confunde con el paso de una luciérnaga extraviada en el corazón del invierno.
—Mi padre dice que ahora que se terminó la guerra las cosas van a cambiar —el murmullo viene galopando a toda prisa desde los ámbitos frágiles de la morfina—. El pobre cree que el país está destinado a encontrar su propia grandeza. Grandeza. ¿Ha oído esa palabra? Todo mundo la repite en estos tiempos. Nadie se inyecta pero todos desvarían, ¿se había dado cuenta? Yo no lo creo. Yo ni siquiera creo que haya acabado la guerra. Basta con abrir los ojos para verle las pezuñas afiladas y los dientes blanquísimos todavía sedientos de sangre.
El internista lo escucha en silencio entre bocanadas de humo. El muchacho tiene la ira de la juventud en los labios. La terquedad. Ahora, después de las pláticas con el fotógrafo, Eduardo ha aprendido a distinguir las voces de la morfina. Las oye. Se hunde en ellas como en una noria olvidada y regresa luego a la superficie con la sorpresa de haber encontrado agua fresca. Acompaña sus estelas como si se tratara de papalotes y desde ellas observa las grandes distancias que los separan del mundo exterior. Luego, se interna en su propia maraña. Piensa en Mercedes y no en Cecilia. Y más tarde en Joaquín. Si el muchacho no tuviera dieciocho, veinte años, sino cuarenta y nueve, sabría lo que todos saben: la guerra nunca termina. El estado de sitio de la realidad es eterno. En la vida hay dolor y, más allá, sólo se extiende el reino de la muerte. Si el muchacho tuviera cuarenta y nueve años sabría que ciertas verdades se callan por decoro y se guardan después bajo las venas para poder resistir el paso de los días. Si no tuviera dieciocho, el aprendiz de morfinómano tendría que saber que la falta de fe no es un continente recién descubierto por los navegantes ilusos del siglo XX.
—¿Me está escuchando? —le pregunta.
—No. Decías.
—Decía que no creo en el aburrimiento del futuro, que esto —señala los pinchazos escondidos bajo las mangas de su camisa— es lo único que puede salvarme de los sueños absurdos de los generales y los presidentes. Decía que gente como usted, doctor, van a llevar el país directamente a la ruina.
En la noche, alrededor, sólo el sonido de la tierra en rotación. Un leve rechinido.
Adentro. Manotazos sin control. Maldiciones en voz alta desgarrando gargantas y cartílagos. Ruido de faldas deshilachadas a mordiscos. Lucha de cuerpos. Cuando los enfermeros logran colocar a Roma Camarena frente al lente de la cámara, las puntas de sus cabellos lacios se curvan hacia arriba y su rostro muestra una sonrisa matizada por el sarcasmo. En sus ojos claros y redondos se pasea una victoria, un triunfo personal. Después de la intermitencia del flash, el sobresalto regresa. Aprovechando la distracción momentánea de los enfermeros, la mujer emprende la carrera alrededor de los troncos de los castaños. Por momentos parece que juega a las escondidas, feliz. Por momentos parece tener solamente siete años. Sus pies apenas si alcanzan a rozar la hierba seca. «Mi marido. Toda la culpa es del cerdo de mi marido.» La camisa de fuerza logra contener los movimientos de su cuerpo, pero no los de su cabeza. «¿Qué hizo su marido?» «Me hizo guaje. El desgraciado. El cochino.» Eduardo, tratando de evitar la brisa maloliente de su saliva, se aleja de ella. Un metro. Dos. Toma notas. «Sí, sé escribir. Le gustan las putas, ¿sabe? El hijo de su chingada madre sólo puede con putas.» Sin poder mover los brazos, la mujer se contenta con lanzar escupitajos y blasfemias. La agitación huele a pan de maíz, a sudor diluido en agua de azahar, a humores de mujer en celo. En su piel enrojecida no hay paz ni arrepentimiento, sólo el coletazo de un coraje que viene del interior, del bajo vientre y de más adentro. La rabia recorre su cuerpo con marcas de fuego, saltan las venas en el cuello y escapa después, derrotada, en las lágrimas que acompañan al acceso desentonado de las carcajadas. «¿Mis padres? Las putas lo vuelven loco. A todos les gustan los chiqueros.» Entre pregunta y pregunta el internista logra rescatar los datos que le hacen falta. Antes de retirarse puede ver un guiño juguetón en el ojo izquierdo de la mujer. «Quieres metérmela, ¿verdad, güerito?» Después, con la desazón reflejada en la palidez de los labios, se dirige a su consultorio, enrolla una hoja de papel revolución en la máquina de escribir y se dispone a elaborar su reporte. Hay días en los que lo menos interesante son los pormenores de la vida íntima de los internos. Hay días como hoy, alejados del mundo, en que daría cualquier cosa por una charla, por una conversación humana. Hay días en que casi echa de menos a Joaquín Buitrago.
No. 1473
Roma Camarena. Uriangato, Guanajuato, 1867. Casada. Quehaceres domésticos. Católica. Constitución mediana. Sabe leer y escribir.
Está según ella enferma de celos porque su marido le ha faltado muchas veces. Cuando ingresó a este pabellón venía en estado de excitación física y psíquica muy intensa. No estaba quieta ni un momento, se movía en todas direcciones, corría, bailaba, saltaba. Tanto de día como de noche cantaba, pasando de la alegría a la tristeza con la misma facilidad que del buen humor a la cólera implacable. Su delirio era polimorfo, destacándose con más claridad la idea de que el marido la había hecho guaje, y que ella, a su vez, lo había engañado para vengarse de él. Tenía un delirio de ideas por asociación. No podía fijar por mucho tiempo la atención; el juicio y el razonamiento no eran normales. Parecía que iba a razonar con acierto cuando se interponía otra idea distinta al asunto que se trataba, dando por resultado una confusión terrible. Presentaba alucinaciones del oído y de la vista, su lenguaje era soez, su afectividad no existía. Era necesario tener constante cuidado con ella, pues tan pronto como veía personas del sexo contrario se excitaba notoriamente.
Así duró dos meses, después de los cuales ha comenzado a mostrar mejoría. Duerme bien, su excitación física y psíquica han disminuido tanto que puede decirse que ya no existe; le quedó sólo el resentimiento hacia su esposo al que no le perdona las faltas que según ella le ha cometido. Locura intermitente. Violento celosa. Acceso Maniaco. Libre e indigente.
Adentro. Hay vocablos por los que Eduardo Oligochea siente especial predilección. El adjetivo implacable, por ejemplo; las sílabas de la palabra delirio que, pronunciadas una tras otra, le recuerdan las perlas artificiales de un collar. También le gusta el sonido del acento sobre la e en el adjetivo hebefrénica, la sobriedad rotunda de la palabra etiología. Hay ciertos términos que, en cambio, lo hacen sonreír con una arrogancia difícil de ocultar: los diagnósticos de imbecilidad, psicosis masturbatoria, susto, locura razonada, entre otros. Cada vez que los encuentra al final de los interrogatorios coloca signos de interrogación entre ellos, y luego de descartarlos, añade una nueva terminología con su pluma fuente. Toxicomanía, histeria, esquizofrenia. Ésos son los nuevos nombres para quienes han perdido el deseo por la vida. Una de las debilidades del doctor Oligochea es el orden. Tanto en su escritorio como dentro de su cabeza los objetos y las palabras se mueven con ritmos metódicos, siguiendo patrones rigurosos pero nimbados de armonía. Aun cuando Eduardo Oligochea camina sin dirección en la ciudad o dentro del manicomio, sus pasos tienen el aire de saber exactamente hacia dónde se dirige. Lo mismo ocurre con sus ideas.
Los expedientes. Hay muchos casos de epilepsia, alcoholismo y neurosífilis, cuya irrevocabilidad biológica no deja dudas. Pero hay otros, muchos más, cuyos síntomas anómalos y únicos se prestan a la tentación de las nuevas clasificaciones y a la lucubración científica de los expertos. En manos del doctor Oligochea, condiciones descritas como accesos de locura moral en mujeres pervertidas o jovencitas desobedientes de finales de siglo se transforman, dependiendo de la agudeza de los síntomas, en casos de histeria o principios de esquizofrenia que a su vez corresponden, junto con los delirios, las neurosis y las psicosis, a la plétora de enfermedades constitucionales. En claro contraste con la toxicomanía y los problemas relacionados con la menstruación, que son padecimientos mentales adquiridos. Dentro de los nuevos apartados, el retraso mental y la así llamada idiocia caen bajo el título de las enfermedades mentales en evolución. La verborrea incomprensible de los mayores de cincuenta años se convierte en demencia senil, un evidente ejemplo de las enfermedades mentales de involución. Los cuatro grandes grupos dentro de los cuales Eduardo acomoda a sus enfermos corresponden a la clasificación de Levi-Valensi, pero también cuenta con otras que aún se discuten. Los acuerdos son todavía mínimos. Ya desde 1917, mientras otros argüían la viabilidad de la nueva constitución y el peligro rampante de la reciente ley de relaciones familiares que autorizaba el divorcio y ponía en peligro la base misma de la familia, un grupo misterioso de médicos se reunía al margen de los grandes foros públicos para poner en orden el lenguaje de la psiquiatría. El doctor Agustín Torres, director del manicomio, había aceptado la clasificación elaborada en 1909 por el psiquiatra alemán Emil Kraepelin en la cual las enfermedades mentales aparecen ligadas a lesiones físicas precisas y no a sufrimientos de ese concepto denominado alma. Pero, a pesar de reconocer el gran avance en la formulación de una etiología científica, Torres siempre favoreció la carta de Tanzi, porque ésta incluía mayor diversidad de padecimientos. Después de leer los artículos con sumo cuidado y de sopesar los pros y contras de las diversas clasificaciones, Eduardo ha mostrado cierta predilección por las escalinatas verbales de Levi-Valensi. Hay algo en su manera de crear apartados y subapartados que coincide con su propio plan arquitectónico mental. La simetría tal vez. La claridad.
La uniformidad de criterios que proponen las clasificaciones lo hacen respirar con alivio. Eduardo puede pasar horas enteras cotejando datos sin cansarse. Abre libros y cuadernos llenos de notas tomadas en clase y, después, repasa las descripciones de los expedientes. Todo es lenguaje. Los maestros con los que empezó a explorar el laberinto de la mente hablan un idioma, y los enfermos recluidos dentro de los muros de La Castañeda, otro diferente. Su tarea es traducirlos, para encontrar los puentes invisibles que van de uno a otro, y cruzarlos. El proceso además de lento es también peligroso. Hay zonas empantanadas donde se puede hundir sin notarlo apenas, áreas resbaladizas sobre las que puede trastabillar y romperse la cabeza. Para poder vivir dentro hora tras hora, cinco días a la semana, Eduardo Oligochea tiene que aprender a evadir el remolino de las palabras, su temblor, sus saltos de grillo sobre las hojas de la realidad. Una mano es una mano. Una jeringa es una jeringa. La tautología es la reina de su corazón, la única.
Los escasos momentos en que el médico internista cae de bruces sobre el lenguaje ocurre cuando se encuentra solo, en sueños, y más recientemente sólo en la compañía de Joaquín Buitrago. En esas ocasiones su desconocimiento del nuevo terreno y su consecuente falta de precaución lo ayudan a evitar accidentes, fracturas, pero también lo inoculan de angustia. El sueño que más lo inquieta tiene que ver con palabras equívocas. Apenas cierra los párpados la sonrisa abierta de Mercedes rompe la oscuridad en dos.
—I’m your man —dice después de hacer el amor por primera vez—. You’re my woman, Eduardo.
Más tarde, después de un silencio afilado y blanco como la luz, el rostro de Cecilia lo mira desde la luna de un espejo mientras cepilla con parsimonia su largo cabello cenizo claro.
—Yo soy lo que tú nunca podrás ser, Eduardo —le dice. La cadencia de la voz, sin embargo, no es de la ciudad de México; viene de la costa. Es entonces cuando Eduardo se percata de que, bajo la segunda mujer, se esconde la misma promesa dolorosa de la primera. Al despertar, aún mareado por la modorra del sueño, sale de la habitación a toda prisa y, ya fuera, vuelve la cara al cielo.
—Yo nunca quise ser como tú, Mercedes —el susurro se dirige a las nubes.
—También en eso te equivocas, Eduardo.
Para describir a Mercedes en su corazón siempre utiliza sus vocablos favoritos. La palabra implacable como sustantivo, por ejemplo.
Adentro. Voces pausadas. Ecos del pasado. Las manos de Mariano García descansan en su regazo, morenas, callosas. Bajo su sombrero de paja el cabello está pintado de canas.
—De la tierra no tengo nada, doctor, pero arriba tengo el sol, el aire, lo tengo todo, justo como Él me lo dio. Usted tampoco me cree, ¿verdad doctor? —Eduardo guarda silencio—. Por eso vine aquí la primera vez, precisamente ésa es mi historia; la que nadie me cree. Donde trabajaba había guerra y me persiguieron los villistas y los carrancistas sin motivo. Entre los que andan jugando y tirando fuego hay cristianos y mexicanos, ayer vi a un árabe, en el aire, en el espacio, donde vuelan las bombas. No me he muerto con las balas porque mi Padre es eterno y me dijo que yo también he de ser eterno —calla por un momento y, aguzando el oído, detecta el vendaval de aire que azota los finales de enero—. Hay un aire como una inyección que lo limpia todo, hasta el cuerpo de la mujer.
—¿Cuál aire?
—Es el aire que lo limpia todo.
Eduardo toma notas al compás de la voz del anciano. Su presencia, tan mínima sobre la silla, tan ascética, se cubre de fragilidad y de grietas. Por momentos, mientras el viejo deshoja palabras, puede sentir la arena de sus huesos desmoronándose sobre el piso y, más tarde, revoloteando en desorden entre las madejas ruidosas del aire. Hay algo en su voz, en su manera de encorvar los hombros, que le recuerda a su propio abuelo. Si no estuvieran en el manicomio sus historias podrían pasar por charlas de ancianos inventando el pasado mientras los niños se reúnen alrededor del fuego.
—Ahora tengo cincuenta y tres años, y mi Padre me dice que tengo quince de ir encarnando en mi cuerpo. Mi Padre también me ha dicho que me falta un año para tomar mujer, cuerpo a cuerpo, por ahora me consuelo como se consolaba san José.
—¿Desde cuando le habla su Padre del cielo?
—Desde que se ha usado el cinematógrafo. Pero mi Padre Dios es el que me habla a mí.
—¿Le dice algo más?
—No me lo va a creer —duda—. Es horrible.
—Soy todo oídos.
—Dice que la muerte seguirá corriendo por los llanos y que habrá sangre en plazas y jardines. Dice que ese dinero que trae en la bolsa va a valer cada vez menos y luego nada. Dice que la ciudad crecerá tanto que no va a haber espacio para ella sobre la tierra. Dice que los indios que andan jugando allá arriba en el espacio bajarán un día, a principios de año, y traerán con ellos el aire que todo lo limpia.
—Pero eso todos lo sabemos, don Mariano.
—Es que mi Padre Dios habla también con otros. Hasta con usted, doctor. ¿Lo ha escuchado?
—¿Y cuándo va a suceder todo eso?
—Justo antes de que se termine el mundo, doctor.
No. 6002
Mariano García, Polotitlán, México, 1857. Hojalatero. Casado. Católico. Constitución robusta. Desarrollo normal durante la niñez.
Su acompañante refiere que hoy en la mañana le dio un puñetazo al general Tejada en Amecameca. No cree estar enfermo. Dice que platica con El Rey de los Cielos y sólo recibe órdenes de Él (razón por la cual no se deja examinar), que necesita que lo pongan inmediatamente en libertad. Cuando habla con Dios se hinca. Ideas delirantes de grandeza, alucinaciones contradictorias e incoherentes. La memoria es anormal, al parecer tiene la afectividad disminuida. Al conversar presenta temblor en los labios y en los párpados. Parálisis general progresiva.
Cumplida la orden de la administración se registró el cuarto de Mariano García. Se recogieron cuatro cajas de diferentes tamaños que contenían entre otras cosas, dos navajas de rasurar grandes, como cincuenta hojas usadas para máquina estilo «Guillet», un formón, unas tijeras grandes de hojalatero, un martillo y un sinnúmero de fierros de diferentes tamaños. Se interrogó al enfermero el porqué se le había permitido al asilado tener esos fierros y disponer de un cuarto solo, a lo que contestó que como apenas tenía unos cuantos días en el pabellón no había tenido tiempo de darse cuenta de lo que había en aquel cuarto, y además que el enfermo de referencia, por las noticias que tenía, no había recibido tratamiento alguno en los últimos 2 años. En vista de lo expresado se mandó llamar al enfermo y dijo que tenía doce años de estar en el manicomio, que lo trajeron por andar de mendigo, y que no obstante que no estaba loco, lo habían tenido en el pabellón de neurosífilis. Que en vista de que no se había sentido enfermo no se había dejado practicar ningún tratamiento y que los fierros los había adquirido poco a poco. Como el administrador juzgara anormal lo declarado por García, se le pidió al médico de guardia, doctor Eduardo Oligochea, que practicara un examen somero para saber si tenía o no perturbaciones mentales que justificaran su estancia. El doctor Oligochea declaró por escrito que «el enfermo estaba en condiciones de volver al medio familiar y social, por lo que pedía su alta». Con el informe anterior se justifica que este individuo ha estado indebidamente en este hospital por un largo periodo de tiempo. Con esto se da por terminada la presente. Firmas al calce.
Adentro. La mente de Eduardo. Después de un rápido desarrollo a finales del siglo XIX, la psiquiatría no volvió a acaparar la atención de los especialistas mexicanos sino hasta los últimos años de la segunda década del siglo XX. La guerra los distrajo, la falta de agua, paz, alimentos. Mientras los generales ensayaban nuevas estrategias para acabar con el enemigo y los triunfadores nuevas alegorías para ejercer el poder, la locura pasó tan inadvertida como un mendigo en el centro de la ciudad en llamas. Luego, cuando hubo que volver a pensar en el futuro del país, en la formación de nuevos ciudadanos, los locos y los vagos regresaron sin dificultad alguna a los aposentos de las discusiones intelectuales, los salones de clase y la política. Las imágenes de sus rostros desencajados, el olor de su ropa sucia y el abismo de sus vidas se convirtieron en materia de amena conversación entre legos y especialistas. Bastaba una mención del futuro de la ciudad, del futuro del país, para dejar crecer a voluntad las sombras de los desarrapados en su imaginación en blanco. Su peligro les producía terror y placer a la par. El terror de verse amenazados y el placer de saberse distintos. Eduardo Oligochea, sin embargo, evitaba hablar de sus enfermos. Su silencio no obedecía a la discreción esperada de los médicos, sino al orgullo académico que le impedía rebajar los conocimientos adquiridos durante largos años de estudio en charlas sin consecuencia a las que usualmente se refería como chismes de lavadero. Las únicas ocasiones en que se permitía poner al descubierto los padecimientos de los internos a su cargo en el manicomio era en foros académicos, con páginas escritas y frente a un público versado en el tema. Hasta conocer a Matilda Burgos, Eduardo pocas veces había discutido, y mucho menos mostrado el contenido de sus expedientes. Hasta conocer a Joaquín.
No. 6353
Matilda Burgos L. Papantla, Veracruz, 1885. Sin profesión. Soltera. Católica. Constitución regular. Desarrollo precoz durante la niñez. Padre alcohólico y madre asesinada. Chancros sifilíticos. Bubas. Placas en el labio inferior. Eterismo. Prueba de Wasserman negativa.
La interna es sarcástica y grosera. Habla demasiado. Hace discursos incoherentes e interminables acerca de su pasado. Se describe a sí misma como a una mujer hermosa y educada, la reina de ciertos congales y numerosas orgías. Dice que trabajaba como artista en la compañía del Teatro Fábregas y en la ópera de Bonesi. Sufre de una imaginación excéntrica y tiene una tendencia clara a inventar historias que nunca se cansa de contar. Pasa de un asunto a otro sin parar. Proclividad a usar términos rebuscados a los cuales pretende dar otro significado. Explica su encierro como consecuencia de la venganza de un grupo de soldados que pidieron sus favores sexuales en la calle. Debido al odio que siente por los soldados se negó y así fue como la mandaron a la cárcel. Logorrea. Muestra exceso de movilidad. Sentido afectivo disminuido. Anomalía de su sentido moral.
Locura moral. Libre e indigente. Tranquilas. Primera sección.
—Pensé que ya nos había abandonado, don Joaquín. ¿Qué se había hecho? —el tono reservado, ligero, de su voz difícilmente oculta su sincera curiosidad. Hay un mundo en algún lugar de la ciudad, lejos del manicomio, del que Eduardo no sabe nada. Un mundo privado que sólo le pertenece a Joaquín Buitrago. Las confesiones nunca son exhaustivas, nunca completas. En los edificios del lenguaje siempre hay pasillos sin luz, escaleras imprevistas, sótanos escondidos detrás de puertas cerradas cuyas llaves se pierden en los bolsillos agujerados del único dueño, el soberano rey de los significados. Pero ahí, frente a él, extrañado y dolido al mismo tiempo, Eduardo se da cuenta por primera vez de que esos lugares secretos no están ocultos como objetos voluminosos bajo una manta, sino que están expuestos al mundo, protegidos únicamente por su transparencia. Joaquín no le había ocultado nada, pero Eduardo todavía no sabe ver.
—Asuntos personales, Eduardo, nada de importancia —después de dudarlo por unos instantes, el fotógrafo decide pararse frente a su interlocutor—, pero ya estoy de vuelta.
Silencio. Inmovilidad. Asuntos personales. Los dos hombres están frente a frente, el ruido interminable de los locos a su alrededor los envuelve sin tocarlos. Nada de importancia. Eduardo se hunde en el espacio sin palabras donde se encuentran, se está ahogando. No sabe qué decir. Quiere saber. Cree tener el derecho de saber, pero mientras se va convenciendo de que Joaquín no hablará más, su desconcierto aumenta; tiene la sensación de haber sido burlado. ¿Quién es este hombre ahora?
—Matilda sigue contando las historias de siempre —murmura como al descuido, buscando el tono exacto de su complicidad anterior. Joaquín lo observa con los ojos apagados y, sin contestar, dirige luego la mirada hacia un rincón. Enciende un cigarrillo. Vuelve a verlo. Una sombra de antipatía le cruza el rostro.
—Tal vez son las únicas historias que tú sabes oír, Eduardo.
A las diez de la mañana, dentro del manicomio, las palabras del fotógrafo salen al aire con la arrogancia de las balas. «¿Lo único que yo sé oír?» La pregunta sale de su corazón a través de las arterias y regresa con el flujo de las venas. A pesar de su tranquilidad exterior, partes de su cuerpo se estremecen sin control y sin pausa. Las emociones que hasta ahora había logrado mantener en orden sobre los estantes de su cabeza empiezan a agitarse. El ruido de un frasco que se quiebra. Siente rabia. Tiene ganas de escuchar una explicación.
—¿De qué me está hablando, Buitrago? ¿Es que no leyó su expediente? Vea. Chancros sifilíticos. Bubas. Placas en el labio inferior. Consumo de éter. ¿Y no ha notado su logorrea al hablar? Ésa es su historia. La única historia. La historia real y no su romanticismo trasnochado, Joaquín. No es que yo no sepa oír, lo que pasa es que usted está oyendo voces que no existen.
—La prueba de Wasserman salió negativa.
—Cierto. Pero todos los síntomas de Matilda indican demencia. La verborrea, el sobresalto, el exceso de movilidad, la anomalía de su sentido moral. No me vaya a decir que cree en la veracidad de sus historias. ¿Una mujer como ésa trabajando en el Teatro Fábregas, en la ópera de Bonesi? No. Imposible. ¿De qué me está hablando, Buitrago?
—De nada, Eduardo. En realidad no te estoy hablando de nada —antes de darle la espalda, todavía con indecisión, Joaquín añade—: como todos ellos.
El sonido de sus zapatos sobre las baldosas se pierde entre los ruidos del manicomio. Sobre la espalda encorvada del viejo hay una carga invisible, un animal mitológico que, abrazado a su cuello, le susurra secretos al oído. Eduardo lo ve alejarse como quien observa a la distancia un barco en alta mar. Luego, todavía inmóvil, desde su faro, advierte las manos extendidas de Matilda Burgos cuando divisa las velas extendidas de Joaquín Buitrago. El encuentro de sus figuras lo hace temblar. Dentro, en el interior de sus cartílagos y sus órganos, en el amontonamiento de latidos y de líquidos, bajo las uñas, en las raíces de sus cabellos, Eduardo siente el espasmo de la incredulidad y el fastidio que siempre lo lleva de regreso a la estabilidad de los libros. Una mano es una mano. Un escritorio es un escritorio. Un cuarto vacío es un cuarto vacío. Pero Eduardo está pensando en otro lugar.
—¿Y usted, doctor, qué opinión tiene sobre las historias de amor?
—¿Qué piensa del futuro, doctor?
—¿Y usted, Eduardo, sabe cuáles son los límites del dolor?
Al amanecer, observando la escarcha en las ramas desnudas de los castaños con una taza de café humeante entre las manos, Eduardo Oligochea piensa que el invierno no conoce la compasión. La luz del sol todavía es tímida como el color blanco. Sobre los campos congelados, cubiertos por una sábana transparente de hielo, hay un hombre que camina descalzo. Por un instante, Eduardo está a punto de salir corriendo para llevar al interno de regreso a su pabellón. Sabe que puede detenerlo, sabe que puede guiarlo hacia el interior y prevenir así un seguro ataque de pulmonía. Seguramente el hombre ni siquiera es capaz de diferenciar la hora del día, la temperatura de la atmósfera, las sensaciones de su cuerpo, sus emociones. Pero luego, cuando el loco vuelve el rostro, Eduardo no puede evitar el asombro. Está dentro, atrapado en su propia planicie desierta en la que el ruido de los locos sustituye la ausencia de su propia voz. Está adentro, escuchando un murmullo. «Yo soy lo que tú nunca podrás ser, Eduardo.» Un carruaje sin riendas, alguien destinado a morir sin dejar huellas, alguien que se ha doblegado ante el olvido o ha elegido voluntariamente el descanso. En ese momento, con los ojos cerrados y una sonrisa apenas dibujada en los labios, Eduardo Oligochea recuerda que Sigmund Freud escribió la Interpretación de los Sueños justo en el año 1900.