6
Un mapa
Su nombre es Paul Kamàck. Su afición son las causas perdidas. Matilda lo sabe de inmediato al verle los ojos pequeños, hundidos, azules. Y lo confirma al desenvolver el paquete que le ha depositado en las manos justo después de presentarse, quitarse el sombrero y ofrecerle disculpas por el atrevimiento. Es un lienzo de seda púrpura.
—La vi hace días en La Parisina —le explica sin dejar de mirar el nacimiento del cabello sobre la frente—, me pareció que a usted le gusta esto. Seis metros.
Lo que siempre recordará de él es la facilidad con la que menciona cifras y fechas, números. Su manera concentrada de observar. En esos días Matilda no sabe que la posibilidad de vivir dentro de un nombre vacío le ha dejado destellos en los ojos y una suavidad inusual en el cuerpo. Al verla pasar envuelta en su universo particular, los hombres de la calle la encuentran hermosa, inasible. Paul Kamàck es uno de ellos. Un extranjero.
—¿Es una historia de amor? —el eco de su voz se pierde en la casa a oscuras.
—Sí —la respuesta también.
La loca y el morfinómano están tendidos sobre los sillones de la sala. Las sábanas blancas que han protegido los muebles por años enteros yacen en el suelo, amontonadas, como una isla blanca con montañas.
—No me gustan las historias de amor.
—A mí tampoco.
Las palabras cruzan la atmósfera como lechuzas. El batir de alas.
Matilda menciona que le hubiera gustado conocer a Paul Kamàck años atrás. Antes. En otro lugar. La historia habría sido distinta. Había una vez. Érase que se era. ¿Cómo empezar? Paul podía transformar pulgadas en centímetros con una facilidad tremenda. Grados farenheit en centígrados. Libras en kilos. Pies en metros. En esos días encontrarse con un ingeniero de los Estados Unidos no era difícil. Había cientos trazando mapas, identificando minas, planeando el tendido de los rieles, construyendo fábricas. Se les reconocía por los trajes austeros y la manera de observar los objetos. A diferencia de los médicos, tenían las manos rugosas y la piel curtida. Eran exploradores en un paisaje extraño; los aventureros que modificaban la superficie de la tierra; los hombres con la habilidad de cambiar de lugar el horizonte. Matilda lo llamó Pablo desde un inicio y olvidó su apellido.
Paul Kamàck se interesó en México por primera vez cuando, siendo todavía estudiante, asistió a la Exposición Colombina de Chicago en 1893. Lo que logró captar su interés no fue el exotismo calculado de los materiales, sino las estadísticas que presentaban al país como un perenne cuerno de la abundancia. Eso era lo suyo. Además de invitaciones abiertas a la inmigración anglosajona, había cuadros que describían los vastos recursos naturales en espera de inversionistas, los incrementos en la producción textil y los avances en el terreno de la higiene. Los magos del progreso que estaban a cargo de la representación de México también tuvieron el buen tino de incluir cartas geográficas, mineras e hidrológicas del país. Paul no le prestó demasiada atención a la información que describía la cantidad y calidad de los monumentos y edificios públicos de la capital y también pasó por alto todo lo referente a los artistas e intelectuales de la época. En cambio, examinó con cuidado las diversas áreas climatológicas, las redes fluviales y los sistemas de comunicación, especialmente lo relacionado con los telégrafos y las vías férreas. Luego, ya fuera de la feria, se dedicó a investigar el tipo y la cantidad de inversionistas que se beneficiaban ya de la riqueza del país. Cuando encontró entre ellos nombres tan conocidos como el de los Rockefeller o los Guggenheim, la palabra México adquirió un lugar especial. Un altar.
Como Matilda, Pablo llegó por primera vez a la estación central de ferrocarriles de la ciudad de México en 1900. Pero no lo hizo por Veracruz, sino desde Laredo. Era también su primera visita a un país extranjero. Además de sus conocimientos de ingeniería, su fascinación por los puentes y una fe ilimitada en las posibilidades del progreso, Pablo no trajo nada más consigo. Años atrás, sus padres húngaros habían arribado a Boston sin nada más que una esperanza en la manos y, al cabo de sólo una generación y ya establecidos en Chicago, contaban con un profesionista en la familia. No veía por qué no ocurriría lo mismo en México.
Aunque intentó ser objetivo y no hacer comparaciones ingratas, nada de lo que veía podía medirse con las obras de ingeniería que habían transformado las zonas urbanas de Chicago o de Nueva York. En ningún lado vio nada parecido al puente de suspensión diseñado por James Eads que cruzaba el Mississippi y se convirtió en el símbolo mismo de Saint Louis; nada como el puente de Brooklyn que, gracias a la inversión de la familia Roebling, se tendía sobre el río del Este y llegaba a Manhattan. En México tampoco había arquitectos como Louis Sullivan y Williams LeBaron Jenney, creadores de rascacielos como los que habían empezado a erigirse en Chicago desde el gran incendio de 1871. Lejos de desilusionarlo, estos descubrimientos aumentaron su confianza en la posibilidad de obtener ganancias rápidas en México. Sin demasiado dinero, pero cuidando las apariencias, se hospedó en el hotel Regis, justo en el corazón de la ciudad, y como buen inmigrante se presentó en diversas oficinas sin invitación ni contactos, mostrando únicamente su tarjeta de presentación: Paul Kamàck, ingeniero. Las letras simétricas eran de color negro.
Escudriñó las obras de drenaje y evaluó la calidad de los edificios. Con libreta en mano, copió bocetos y anotó fechas importantes. Pasó mañanas enteras en la Sociedad Mexicana de Historia Natural leyendo artículos, y lo mismo hizo en la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Ahí fue donde, por primera vez, tuvo noticias del Real de Minas de Nuestra Señora de la Purísima Concepción de Guadalupe de los Álamos de los Catorce. La nota que llamó su atención describía un conflicto entre los hombres de ciencia de la ciudad de México debido a la partición de un meteorito que había sido encontrado en la zona. Su nombre era La Descubridora. Una tierra llena de mineral. Después de sonreír ante el hallazgo, analizó con cuidado un reporte minero que apareció en el Boletín de la Sociedad en 1872. Lo firmaba el ingeniero José María Gómez del Campo y llevaba el título de «Noticia Minera del estado de San Luis Potosí. Catorce». Por él se enteró que en el lugar había seis vetas trabajadas, las cuales conformaban cuarenta minas; La Purísima era la más importante. La formación de las vetas era de plata nativa en láminas, pegaduras, chapas, filamentos, fieltros, nudosa, dendrítica, ceniza azul y polvorilla. Las ganancias económicas eran exorbitantes. En noventa y seis años de continua explotación la producción total se estimó en 163,360,552 pesos. Los dueños de la minas, además, no residían en los minerales sino en poblaciones cercanas, y contrataban ingenieros. La emoción que sintió en el cuerpo era como electricidad. Con ahínco y mano firme copió los datos y, una vez terminada la tarea, salió a caminar sin rumbo. Necesitaba licor para ordenar sus pensamientos y calmar su sobresalto. Esa noche asistió al Gran Teatro Nacional, donde escuchó el concierto del pianista polaco Ignaz Paderewski. Su interpretación del impromptu de Schubert y la bereceuse de Chopin no hicieron más que incrementar su fe en el progreso del país. En su propio progreso.
En México, como no le hubiera ocurrido en Chicago, sus cabellos rubios y su título de ingeniero le facilitaron la entrada en casas aristocráticas y ciertos círculos de profesionistas en pleno ascenso. Las hijas casaderas de abogados, médicos y comerciantes lo miraban con ojos esperanzados mientras que sus padres, después de evaluar sus modales y su futuro, le ofrecían copas de whisky importado y celebraban su español pensando en los beneficios de la mezcla racial. Además de inglés, Pablo había crecido hablando húngaro, el italiano lo había aprendido entre las familias inmigrantes con las que compartió barrio y el español lo dominó en los cursos que tomó después de la Feria de 1893. Pablo, sin embargo, sólo tenía ojos para su propio futuro. Las señoritas de sociedad a las que invitó a la ópera le parecieron sosas e incultas, débiles, pálidas. Sus esqueletos parecían estar apenas detenidos por hilachos y sus pieles cubiertas de talco tenían un dudoso color blanco. En sus manos lisas y suaves no había huella alguna de trabajo. En el tren que, después de dos meses de estancia en la capital lo llevó de regreso a Laredo, no había ninguna mujer mexicana a su lado.
Antes de salir del país, se apeó en la estación de Vanegas. El paisaje árido, lleno de plantas cuyos nombres le eran desconocidos, le pareció el paraíso mismo. En el aire seco que le arremolinaba los cabellos podía oler el aroma de la plata que se escondía a muchos metros bajo tierra. La Purísima. La Filosofal. El Socavón del Cochino. La Santa Edwige. Los nombres de las minas lo hacían soñar. Pablo decidió caminar los doce kilómetros que lo separaban de Real a pesar de que la población ya contaba con su propia estación desde 1888 y que la línea Potrero-Cedral se encontraba en servicio. Además de ver, quería tantear la superficie con sus propios pies, con su cuerpo entero. Una luna llena. Nunca antes había estado en una zona semidesértica y la vastedad del lugar bañada por un sol alto y contundente le llenó la cabeza de imágenes. Se llevó su mochila de explorador, una brújula y un par de limones para saciar la sed. A pesar de que su futuro lo traía a Real, se olvidó de él durante el trayecto. El tiempo se detuvo. Como si estuviera dentro de una pecera, oyó su propia respiración y el camino estruendoso de la sangre que salía de su corazón y le irrigaba todas las venas. Las actividades de su cuerpo lo distrajeron. Quiso hacer el amor con la mismísima tierra. Cuando por fin llegó a Real de Catorce con los ojos cansados y la ropa llena de polvo, supo que durante la caminata había encontrado su propio destino. Él moriría aquí, sus huesos se conservarían intactos dentro de una cueva. Lo único que le faltaba era hallar a la mujer que le daría el último abrazo antes de cerrar los ojos y descansar finalmente en paz.
En dos días Pablo Kamàck pudo recabar toda la información que necesitaba. Además de caminar por el pueblo y visitar las iglesias, la plaza de toros, el hospital y las casonas de la avenida Independencia, entre las cuales la del número 1003 era una verdadera mansión, visitó los archivos del palacio municipal. Real de Catorce se encontraba, escribió en su libreta, a cincuenta y ocho leguas al norte de la capital del estado, a los veintitrés grados, treinta y tres minutos y veinte segundos de latitud norte y a un grado, diecisiete minutos y cuarenta segundos de longitud oeste del meridiano de México; a dos mil novecientos noventa y dos varas sobre el nivel del mar y a setecientos noventa sobre el valle de Matehuala. Debido a la altura, el clima era frío. La ciudad se dividía en cuatro cuarteles y en los siguientes barrios: Charquillas, Venadito, Puerto del Palillo, Hediondilla, Tierra-Blanca, Camposanto y las Tuzas. Los puentes de regular construcción eran: el de la Purísima, de Tierra-Blanca, de San José, de la Hedionadilla y de Guadalupe. Entre las familias a las que había que conocer estaban los Coghlan y los de la Maza y, de paso, a don Vicente Irizar Aróstegui quien, por hacerse cargo de algunos negocios de ésta última, devengaba un sueldo de cinco mil pesos anuales. Estaba ya a punto de irse cuando un secretario de la municipalidad le acercó un par de escritos a la mesa donde copiaba notas a gran velocidad. Era el «Mapa Geognóstico de las Pertenencias de la Compañía Restauradora» escrito por David Coghlan y el «Mapa Minero y Geológico del Distrito de Catorce, estado de San Luis Potosí, 1885» del mismo autor. Los documentos le cortaron la respiración y, justo como había sentido en la sala de la Sociedad de Geografía, un latigazo de electricidad le recorrió la espalda. Además de los puentes, no había otra cosa en el mundo que Pablo adorara tanto como los mapas bien diseñados donde toda la realidad era medida y reducida a escala. En silencio, copió su contenido en una hoja blanca.
Ésta es la historia que se escribe sobre las líneas de un mapa de Real.
Paul regresó a Catorce una vez más en en el verano de 1902 y, después, en el otoño de 1905, volvió a visitar la ciudad de México. En Real conoció a don Francisco M. Coghlan quien, después de una breve charla, lo aceptó como huésped en su mansión de la avenida Independencia. Esa generosidad era inusual. Lo que más le gustó al viejo minero no fueron los conocimientos de los que hacía gala en sus pláticas de sobremesa, ni el cúmulo de noticias tecnológicas que traía del extranjero, ni siquiera la determinación que tenía de triunfar y volverse rico. Lo que lo convenció a abrirle las puerta de su casa, ofrecerle su amistad y un empleo fueron otras razones. Su energía primero y, sobre todo, el destello acerado que el desierto le daba a sus ojos. Lo reconoció de inmediato. Ése había sido el brillo que permaneció invariable en los ojos de su padre cuando, desde 1885, se había hecho cargo de la Negociación Minera de Santa Ana. A pesar de no ser su propietario, David Coghlan se dedicó con ahínco, con testarudez y con una fe que sólo era comparable a la que le tenía a Dios, a mejorar las condiciones de la mina y a corregir los errores de su desempeño. En los primeros cuatro años no sólo niveló perfectamente los pisos, abrió nuevos comidos e introdujo las vías férreas para extraer la carga mineral a bajo costo, sino que también consiguió atraer un capital de cuatrocientos mil pesos. Luego, en los siguientes seis años, instaló la planta eléctrica en Santa Ana cuando ni siquiera en los Estados Unidos había más de dos malacates movidos por electricidad. También instaló bombas de vapor Dow con capacidad de llevar el agua a mil pies de altura y a dos mil litros por segundo. Bajo su firme dirección, la Santa Ana se convirtió en una de las minas más ricas de la nación. Las ganancias fueron tantas que no sólo enriquecieron a sus dueños, la familia de la Maza, sino que hasta le alcanzaron para hacerse de un capital bastante decoroso. El dinero acumulado lo llenaba de orgullo, pero ninguna sensación era más definitiva y más abundante que la alegría. Simple, entera, pacífica. Sólo pensar que había luchado cuerpo a cuerpo, cara a cara, contra una naturaleza arisca y hostil, lo hacía sonreír. La había cortejado con ingenio, la había doblegado poco a poco con trabajo, vapor y electricidad; y al final, cuando la Santa Ana le abrió sus entrañas generosas, el triunfo fue como juegos de artificio. En 1895, cuando el presidente Díaz y una comitiva formada por los ministros Romero Rubio, Fernández Leal y González Cosío, visitaron las minas, los juegos de artificio habían sido reales. David Coghlan amaba al desierto porque era su contrincante más sagaz. Cuando Pablo se decidió a contarle a don Francisco la historia de la primera caminata que lo llevó desde Vanegas hasta Catorce, lo hizo con una voz grave y cristalina, con los ademanes discretos de quien confiesa una revelación. Entonces, sonriendo, el viejo supo que no se había equivocado. Kamàck, como su padre antes y como él mismo, moriría aquí. Feliz. En medio del desierto. Sin nada más que un viejo mapa entre las manos. Sus ojos eran los de un hombre enamorado.
Paul, sin embargo, no pudo quedarse. Su destino, si existía, tendría que esperar.
En 1905 en lugar de dirigirse a Laredo, tomó un vapor en Nueva Orleans y llegó al puerto de Veracruz. El cansancio y la gripa lo obligaron a quedarse unos días en la ciudad de México que, a él, entre otras cosas, le parecía ostentosa y poco atractiva. Venía, además, vacío, sin meta alguna en la cabeza. Su mujer y su único hijo habían muerto durante el trabajo de parto y si se había decidido a regresar a Catorce era menos por los afanes de conseguir fortuna y más por el paisaje lunar ante el que alguna vez se había rendido. El dolor había sido insoportable y de lo único que tenía ganas era de morir. No se imaginaba otra manera de descansar. A los que se molestaron en oírlo, les dijo que iba en busca de su destino. Los pocos que lo vieron embarcarse con una maleta llena de libros y otra saturada de aparatos científicos supieron que no lo verían regresar nunca más. Paul iba de regreso a su nación, la verdadera.
La enfermedad lo obligó a desempacar sus maletas y a pasar tardes enteras sentado, observando a la muchedumbre a través de las ventanas sucias de su casa de huéspedes. A veces, sin otra cosa que hacer, hojeaba libros de diseño o trazaba dibujos de puentes en papeletas blancas. La mayoría del tiempo lo pasaba observando el mapa de México elaborado por el general Carlos Pacheco y los numerosos bocetos del geógrafo Antonio García Cubas. Sus ojos, en esos momentos, parecían estar mirando el cuerpo de una mujer. Algunas veces, cuando el humor y su energía se lo permitían, salía a dar paseos cortos con su bastón y su sombrero. En las calles había vagabundos, obreros regresando de sus trabajos, estudiantes fumando cigarrillos y caminando en grupo, algún licenciado apresurado. Pocos llamaban su atención. La primera vez que la vio, Matilda iba cargando una pesada canasta llena de frutas y otras mercancías. Sus pasos rápidos y la ligereza con la que avanzaba lo hicieron pensar que se trataba de una mujer fuerte, acostumbrada a trabajar. Por eso la siguió hasta la plaza de Santo Domingo donde ella se sentó en el borde de la fuente. Luego la vio correr a toda prisa y sin rumbo fijo. Nunca habría recordado su rostro de no ser porque, detenida en medio de un motín frente a una casa de empeño, la mujer dejó pasar los alimentos y las joyas y optó por hacerse de una mandolina rota y sin cuerdas. Tonta. Momentos después, la vio abrazar a alguien. Y fue ahí, en ese abrazo, que su rostro se hizo eterno. La cercanía era absoluta. El hombre y la mujer estaban, de repente, en otro lugar. El hermetismo del abrazo le provocó envidia y anhelo. La fuerza de sus emociones lo obligaron a bajar la vista y a regresar el camino andado. Su destino estaba en la luna y le pertenecía sólo a él y a nadie más.
La segunda vez que la vio ya la había olvidado. Pasaba enfrente de los aparadores de La Parisina y le pareció graciosa la figura de una mujer acariciando los rollos de seda como si se tratara de un cuerpo. Se detuvo. Entró a la tienda y preguntó por el costo de la organza y la tafeta mientras la observaba de reojo. Cuando un empleado se dirigió a ella por su nombre y le pidió que saliera del lugar con amabilidad pero con igual firmeza, se dio cuenta que la actividad no era inusual. Fue entonces que reconoció el rostro. La mujer de los abrazos tenía una debilidad especial por la seda. Las dos piezas del rompecabezas se volvieron tres con su nombre. Matilda. Matilda Burgos. No fue sino hasta tres días después que compró los seis metros de la tela pero entonces, por más que la buscó entre las callejuelas de la ciudad, no volvió a encontrarla.
Los tres años que pasó en Real antes de decidirse a regresar a la ciudad de México los consumió trabajando bajo la tierra. Luchó contra lo inevitable porque sólo allí podía reconocerse un rostro humano. A pesar de que Francisco Coghlan había muerto en 1903 debido a una atrofia hepática, él se instaló en el mismo cuarto frío que años atrás le habían asignado en la mansión de Independencia. Pocos lo oyeron hablar y nadie le conoció risa alguna en ese tiempo. Con la fuerza unívoca de los que lo han perdido todo en la vida, Pablo no tuvo otro objetivo en mente que volver a extraer la plata de las minas. Sin otro amigo que los fantasmas de don Francisco y del padre de éste, trazador de mapas, entabló una guerra a muerte contra la naturaleza. La naturaleza, esta vez, se armó de agallas. La mina de Dolores lo trató como una mujer arisca y caprichosa. Paul la cortejó con toda su sabiduría de ingeniero. Abrió nuevos socavones y comidos, utilizó las viejas bombas de vapor y malacates animados por la electricidad. Hizo contactos con la Sociedad Mutualista Vidal Cervantes. Pero todo tuvo que detenerse por falta de capital. Real de Catorce se convirtió en unos cuantos años en la irrelidad. La mayoría de los operarios decidieron buscar mejor suerte en el norte, en las minas de Coahuila y Arizona, y la población se redujo a un grupo informe de testarudos esperanzados mezclados con aquellos a los que no les quedaba esperanza alguna. Ni siquiera la de partir. Cuando en 1908, sin familia ni prospectos ni alegría, decidió tomar el Laredo-Mexico en la estación de Vanegas, todavía lo animaba la descabellada idea de encontrar entre los negociantes de México uno que quisiera aportarle algo de capital. Mientras dejaba atrás el valle de Matehuala supo que el amor que sentía por ese paisaje era el sentimiento más fuerte de su vida. El único. Ni su esposa ni su hijo muertos, ni la ingeniería y ni siquiera sus anhelos de amasar una fortuna propia eran tan definitivos como el deseo de volver a ver a Real como lo había visto la primera vez. Tenía entonces cuarenta años y tres de no tocar mujer.
Sabía que no encontraría a nadie dispuesto a compartir su capital, sabía que la plusvalía del comercio era mucha comparada a lo que podía sacar de las minas, sabía todo lo que había que saber, pero la esperanza es un animal con ganas de beber siempre.
Lo que no sabía era que la volvería a ver. Recordó su nombre de inmediato, como si nunca lo hubiera olvidado. A sus pasos largos y su esqueleto de fuertes huesos se le añadía ahora un halo de vacío, un par de ojos oscuros que sólo miraban hacia adentro. Matilda caminaba por la ciudad como si se encontrara ya en el desierto. Esta vez la siguió de lejos hasta que la vio entrar por las puertas de La Modernidad. La observó durante días. Luego, después de comprar por segunda vez los seis metros de seda púrpura, la abordó en la calle.
—La vi hace días en La Parisina —le dijo sin dejar de observar el nacimiento del cabello sobre su frente—, pensé que esto le gustaría. Seis metros.
—A ti te gustan las causas perdidas —aseveró la mujer sin dejar de sonreír.
—Sí.
—A mí también.
Pero la historia de amor no empieza ahí.
Tuvieron que pasar días de sol y noches sin luna.
El azoro y la desconfianza tuvieron que pasar.
La lluvia.
Las ganas de salir corriendo.
El futuro. El pasado. Y lo que está justo en medio de ellos.
Para llegar al abrazo tuvieron que pasar ellos mismos.
Paul Kamàck abre la puerta de La Modernidad. Dentro, bajo luces de color azul, el cuerpo de Matilda se contorsiona durante el espectáculo que se llama Inmensidad. Los aplausos y las luces súbitamente alertas interrumpen su concentración. Está a punto de quererla ya. Después, al final, cuando ya no queda nada sobre el escenario, decide ir hacia él todavía cubierta de maquillaje y de halagos. El perdedor. De la mano, lo lleva entre la gente hasta el punto donde se encuentra Porfiria, bajo el cuadro de La domadora. Los ojos de Pablo sonríen. Está a punto de quererlo ya.
—¿Así que después de todo el cuento sigue siendo tan efectivo como siempre, Diablecita?
Sin entender, Paul extiende su mano.
—Supongo que éste es otro «Jarameño» —dice Porfiria sin dejar de reír.
En el cuarto, Paul observa la manera en que Matilda se desabotona el vestido como si se tratara de una tecnología inédita. No la ayuda. Luego ve como se desabrocha los zapatos. Las medias caen poco a poco, volviéndose un rollito de color negro bajo sus manos. De repente, Pablo es otra vez el niño que observa azorado las manos de su padre componiendo títeres rotos, cortando pedazos de madera, empujando el martillo sobre la cabeza de los clavos. Todavía en fondos, se acerca a él. Sus senos son generosos, su sonrisa también. Su cintura debe medir sesenta y cuatro centímetros. La curva de sus caderas tiene un ángulo de setenta grados. Debe calzar zapatos del número cuatro. El triángulo negro que cubre su pubis es equilátero. La tibieza de la aproximación. Matilda le quita el saco de lana y el chaleco, luego baja el cierre del pantalón. Paul se deja hacer. Entonces, sin advertirlo, una hoja de papel amarillenta cae de uno de sus bolsillos.
—Es un mapa —le dice, queriendo arrebatarlo.
Matilda desdobla la hoja y la coloca en el centro de la cama, arrodillada sobre la colcha como una niña. Hay apenas veinte, diez centímetros entre ellos. Su cara está dorada por el sol del valle de Matehuala, por el temor de estar presenciando un milagro. Matilda vuelve el rostro y lo dice, lo dice sólo por decirlo.
—Aquí es donde voy a vivir yo contigo, ¿verdad?
El abrazo que precede al amor, en el que el amor culmina, es tibio como una brisa, oscuro como una mina. Una fotografía.
—No sigas.
En el vagón del tren, Pablo habla del valle de Matehuala como si le perteneciera. Su querencia. A través de la ventanilla le señala la fila zigzagueante de la gobernadora, las flores de las biznagas, amarillas, rojas; las espinas del garambullo. Hay cactos largos como sacerdotes y árboles de nopal justo como los que pintó José María Velasco. Pitayas. Guayule.
—El aire —le dice—, el aire es de color azul. El horizonte una línea que corta el corazón en dos. Un halcón.
Cuando llegan a San Luis Potosí le pide que no lo vea, no vale la pena. En ese lugar un hombre y una mujer sólo se pueden dar abrazos tristes, le asegura, abrazos que se desdicen. Abrazos que no son abrazos. En la estación de Vanegas le suplica que camine doce kilómetros con él a la orilla de los rieles. Un ritual. Si lo hubiera conocido antes, en otro lugar, Matilda no recordaría el nombre que recuerda mientras avanza entre las hojas afiladas de la gobernadora y las piedrecillas que alguna vez le pertenecieron al mar. A veces, cuando se vuelve a verlo desearía con toda el alma encontrar el rostro de Diamantina, la primera. Una melodía de Bach. En el desierto, el tiempo se detiene y las emociones se confunden. ¿Hace cuánto que no la ve? ¿Hace cuánto que quiere verla? Paul Kamàck. Su nombre le produce la primera ternura real de su vida. Lo único que él le pide justo antes de entrar a las callecitas entrecortadas de Real es que nunca le dé un hijo. Matilda acepta.
El amor no se puede contar. El amor es inicuo. Está hecho de gestos anodinos y costumbres difíciles de cambiar. El amor es los años que pasan uno tras otro sin variar. En el desierto, el amor es una planicie donde no crece nada, una mina que escupe plata de cuando en cuando, un párroco que se muere, la falta de agua. El amor es lo que hay bajo la lengua cuando se seca y a un lado de los pasos cuando no se oyen. El amor es un sauce a orillas del cementerio de Venado y las ruinas abiertas del edificio del Diezmo a un lado del Palacio Municipal. El amor es una tonadilla, apenas una canción.
El Mineral de Catorce
es digno de compasión
pues que ahora se encuentra
en tan fatal situación.
Al pasar por Potrero
me preguntan dónde vas
me voy a buscar trabajo
al mineral de la Paz.
Día tras día, Matilda y Pablo vieron partir a familias enteras. Sólo se dieron cuenta de que había una revolución cuando empezaron los saqueos de la maquinaria, el desmantelamiento silencioso de las bombas de vapor y los malacates. Después, todo se volvió silencio. Los únicos que no dejaron de venir fueron los peregrinos en busca de los milagros de San Francisco del Real de Catorce. Trabajo. Salud. Paz. Y agua, sobre todo agua. Gracias a ellos se mantuvieron en funcionamiento los trenes de Santa Ana. Luego estaban los otros, los huicholes en su recolección anual de peyote durante los meses de invierno, pero éstos ni ferrocarriles necesitaban. Los mineros y los comerciantes que otrora amasaron cuantiosas fortunas en Catorce no dejaron una sola fundación, ni un convento, ni obra pública, ni una fuente, ni arte. A su paso sólo quedó la tierra agujereada y el fantasma de dientes cariados de la técnica.
Los esperanzados recordaban. Los desesperanzados sólo querían olvidar. Cuando Catorce había sido el centro del mundo las celebraciones eran fastuosas. En 1901, cuando se inauguró el túnel de Ogarrio que unía el mineral de Catorce con Potrero y Refugio, una muchedumbre contenta se congregó a celebrar las proezas de la ingeniería sin saber que, después, ya no habría más. Los dos mil doscientos setenta metros excavados bajo la tierra no los condujeron al futuro sino a la oscuridad. El teatro Lavín había servido de escenario para obras cuyos personajes, tales como la Opinión, la Justicia y las Mejoras Materiales, arrancaban el aplauso público. Cuando hubo vida en Catorce, cuando luchar por un aumento de salario o mejores condiciones de trabajo tenía sentido, hasta se llevaron a cabo huelgas como la que paró la producción de la Concepción en 1900 y que ocasionó la clausura de las cantinas del pueblo. La gente se enteraba de noticias en El Eco de Catorce y la Opinión Pública, en La Voz del Pueblo y la Palanca, en 1909 el último intento de mantener contacto con el mundo había sido El Catarro. Ahora sólo quedaba la tierra seca y un cielo sin nubes. Ni cómo enterarse que fuera, en el país entero, todo estaba igual. A Pablo Kamàck y a Matilda Burgos les bastaba con eso. En las ruinas de Real los dos pudieron por fin descansar.
Pablo habla poco y, cuando lo hace, sólo menciona los nombres de las minas. Ana. Edwige. Concepción. En el desierto el lenguaje se vuelve tenue como la memoria. La vastedad inunda el pecho y no deja lugar para más. Matilda, en esos años, aprende todas las estrategias del silencio. En el invierno, como los huicholes, van por la tierra buscando las flores del híkuri. Los nueve alcaloides del peyote los transportan a todos los lugares y, después, sólo a este lugar. Pablo camina por los puentes que ha construido en su imaginación durante años. Ahí, sobre las aguas del río Tuxpan, entre las poblaciones de Tampico y Tuxpan, hay una estructura de acero que resiste los embates del tiempo y los huracanes. Otra estructura muy parecida, simple, pero monumental, se extiende también sobre las aguas del Grijalva. La construcción empieza en ambas orillas y, con el paso del tiempo, los estribos y los entrepaños de cemento terminan juntándonse en el centro. El candado del progreso. Un grupo de ingenieros y otro más grande de trabajadores observan la lenta transformación del horizonte. Después, durante la inauguración, los fuegos artificiales, los pintores bajo las arcadas y los fotógrafos embelesados ante la geometría del espacio son todos auténticos. Una vez terminada su misión, Pablo siempre regresa a las minas de Catorce. En las entrañas de la Santa Ana pasa por el departamento donde se encuentran las cuatro calderas, los depósitos de agua y de carbón, el malacate y el tiro con su castillo y poleas, todos en perfecto estado. Las paredes son de mampostería y los techos de hierro. Está a ciento cincuenta y seis metros bajo tierra. Sigue avanzando, bajando, llega al departamento de bombas donde ve funcionar a las perforadoras de aire comprimido. Está a trescientos seis metros bajo tierra. Hay ruidos de motores y de dínamos entre los minerales y el crujir sosegado de sus propios pasos. El milagro de la tecnología le corta la respiración. El milagro de la tierra abierta. Sube. Asciende. Regresa. Luego aparecen las raíces de la gobernadora y más tarde la luz del sol. Una coralillo dibuja dunas diminutas sobre la tierra suelta. A su lado sólo quedan las huellas de sus pasos.
Matilda, en cambio, no ve nada. Bajo la influencia del peyote no ve nada. Además del cielo azul no ve nada más. Está dentro de los ojos de Paul Kamàck.
Tiene tres cicatrices en la pierna derecha y una en forma de media luna en la pantorrilla izquierda. Hay dos lunares oscuros sobre cada una de sus clavículas. Al sonreír, dos hoyuelos asimétricos se le forman en las mejillas. El vello que le cubre brazos, pecho, piernas y espalda es dorado. Duerme sobre su brazo izquierdo. Tiene los pies fríos. No le interesa saber nada más.
—No sigas.
Los forasteros llegaron durante el invierno con cámaras fotográficas y botas altas. Eran dos hombres. Montaron un campamento a unos cien metros de la estación de ferrocarril con permiso del presidente muncipal. En la noche se sentaban alrededor de una fogata y durante el día exploraban todos los alrededores. Tan pronto llegaron, empezaron a tomar notas y a trazar dibujos en libretas de hojas blancas y pasta azul. Traían ollas de peltre en las que calentaban café y lajas de jabón con las que se bañaban detrás de los matorrales. Entre ellos y con dificultad repetían la palabra Wirikúta y la palabra Tsinurita. Tenían los ojos sedientos de maravillas. Cuando llegó la procesión se unieron a ella y, confundidos entre los cuerpos de los huicholes, hicieron placas y transcribieron canciones. «Qué bonitas colinas, qué bonitas colinas, tan verdes aquí donde estamos. Ahora ni siquiera siento, ni siquiera siento que quiero irme a mi rancho. Porque todos somos, todos somos los niños, todos somos los hijos de una flor de brillantes colores, de una encendida flor. Y aquí no hay nadie que lamente lo que somos.» Cuando descubrieron entre todos a Paul y Matilda Kamàck los invitaron a su campamento. Querían oír historias, leyendas, cuentos de aparecidos. Querían llenarse los oídos de maravillas. Uno era fotógrafo y el otro un ingeniero convertido en antropólogo de oficio. Los dos estaban al servicio del Ministerio de Educación y tenían la tarea de descubrir el continente del pasado y fincar en su centro la bandera de la revolución. Fue a través de ellos que Matilda y Pablo se enteraron de los nuevos aires que animaban a la nación. Cuando los profesionistas partieran se llevaron sobre las mulas el sueño intemporal de Real de Catorce. A partir de entonces no habría ningún refugio. Ya nada tendría salvación.
Aquí no hay nadie que lamente lo que somos.
Pablo está agotado. Ya no tiene fuerzas para encontrar otro lugar. Por días enteros planea con todo detalle su propio final. Primero se dirige a Venado, y luego cuando no encuentra la dinamita, decide ir hasta Matehuala con tal de no volver a ver el perfil de San Luis Potosí. Todo lo hace a pie, vapuleado por ráfagas. Cuando regresa, su piel la cubren tintes marrón, su cabello está amarillo. Los ojos se han vuelto grises, casi blancos. Sin color. Son las tres de la tarde. Alrededor de la mesa donde han compartido sorbos de silencio y té de perejil, carne de víbora y tunas espinadas, lo único que puede pedirle es perdón. La dejará absolutamente sola y sin corazón.
—Me voy a morir, Matilda —murmura. Ella lo oye sin parpadear y sin ningún otro movimiento. Distancia. Luego, las palabras se desvanecen poco a poco. Lo único que puede escuchar mientras observa sus labios en movimiento es su propia respiración entrando y saliendo entre sus labios, el sosegado latir de las venas y el rechinar de los dientes blancos. Una y otra vez, los ruidos automáticos de su cuerpo como martillazos. Una y otra vez. Está dentro de una pecera, lejos, en otro lugar. Ahí los colores son más brillantes, el viento más tibio, y no existe el pesar.
—Me voy a matar, Matilda.
Cuando lo ve incorporarse de la silla, ella se queda sentada. Después, la figura masculina cruza el umbral de la puerta y, desde allí, la mujer ve cómo su cuerpo avanza y se empequeñece en la distancia. Más tarde sólo puede avizorar su sombrero tras las lomas y luego ya no ve nada. El cielo sobre Catorce es azul cobalto. Cuando escucha los ecos lejanos de la explosión hay tres estrellas sobre su cabeza. Detrás, donde no puede verla, la circunferencia de la luna llena es anaranjada.
La mañana siguiente.
Matilda se mete a su casa y la observa como si nunca lo hubiera hecho antes. Las paredes son de adobe, los pisos de tierra. Sobre la estufa de leña hay una lamparita de petróleo con una llama encendida. En el fondo de una palangana de estaño se tienden dos platos, un jarrón, una cazuela, todos de barro. Todos con sobras de comida en sus orillas. La única mesa del lugar es cuadrada, de madera vieja. La cama es un colchón de paja cubierto con sábanas de algodón. Sobre el lado derecho de la cabecera está la fotografía de un puente, aguas oscuras corren bajo la estructura de metal, y atrás se extienden las cúpulas puntiagudas de los edificios. Paul Kamàck. Matilda dobla los mantones que cuelgan de los clavos, las camisas, el rebozo gris. Todo lo acomoda organizadamente, con calma, dentro de las maletas de piel. El aire que entra y sale de su boca es sosegado. Sin pensarlo, siguiendo el ritmo de su cuerpo, riega los pisos con petróleo y, desde la puerta, arroja un cerillo encendido. Las llamaradas que observa sentada sobre una roca la hacen sonreír. Lo único que ha conservado entre las manos es la seda púrpura, seis metros. Tarda tres días enteros en desenredar los hilos uno a uno y dejarlos entretejerse luego entre las madejas de aire. Azul.
Fuera: desierto: dentro. La diferencia es nula.
Cuando Matilda vuelve en sí es abril de 1918 y su nombre completo, su nombre, sigue siendo Matilda Burgos. Los ruidos que se cuelan por las ventanas del hospital donde se encuentra son de ciudad. Los reconoce por la velocidad. Una mujer vestida de blanco le informa que está en un convento de San Luis Potosí. Luego vienen las preguntas. Las respuestas. En voz baja, insegura, Matilda menciona que vivió diez años en una casa de adobe por la fracción de Camposanto. Alguien toma apuntes. Luego, cuando asegura que su esposo era un ingeniero hijo de húngaros de apellido Kamàck, sus interlocutores levantan la vista y, mirándose entre ellos, esbozan discretas sonrisas.
—En Camposanto no ha vivido nadie desde antes de la revolución —le dicen—. En los censos no aparece ninguna familia Kamàck —añaden.
Por toda respuesta Matilda se incorpora sobre la cama y les pide que la ayuden a llegar a la ciudad de México. Quiere irse lo antes posible, no quiere ver el perfil de San Luis. Se los suplica.
—¿Quién es el presidente de la república?
—No sé —contesta después de buscar la respuesta infructuosamente.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinticuatro —contesta sin atinar.
—¿Cuántos son dos más dos?
—Cuatro —esa respuesta le otorga su libertad.
En el tren de regreso a la capital lo único que oye es el eco de la explosión; lo único que ve a través de las ventanillas son las llamaradas tras las cuales desapareció su vida. Lo único que toca es el mapa de Real sobre el que, hace muchos años, un hombre sin rostro y sin voz le hizo una promesa que ya olvidó.
—Nadie me creyó. Lo dije tantas veces y nadie me creyó. Cuando llegué a la ciudad de México dije que venía del desierto y nadie, ni una sola alma, me creyó.
—Yo te creo.
La respuesta les da risa a los dos. ¡Como si hubiera alguien a quien le importara lo que cree o deja de creer Joaquín Buitrago! Aquí, en esta casa llena de sábanas y de oscuridad no hay nadie que lamente lo que son, lo que fueron, lo que llegarán a ser.
—La llamaradas, Joaquín. ¿Ha visto una casa en llamas?
Por toda respuesta Joaquín se acerca a ella y, titubeante, la invita a apoyar la cara en su pecho marchito. Otro abrazo.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.