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Los ojos de la incógnita

Juan José Barragán Silva ya no podía soportar la situación en la que se hallaba. Las drogas, en las que se inició a la temprana edad de diecisiete años, le habían llevado a un callejón sin salida. Lo más «fácil» era liberar a su madre, que no podía soportar la situación, y liberarse él mismo de los sufrimientos que le atormentaban. El 3 de mayo de 1990 el muchacho cogió un cuchillo y se hirió ante su madre. Acto seguido, y sin que esta le pudiera detener, se abalanzó desde el balcón de su casa.

Una ambulancia lo trasladó hasta el hospital Durango, en la ciudad de México, para ser ingresado en el departamento de terapia intensiva, donde tras comprobar que había «…salida de líquido cefalorraquídeo y de abundante sangre por oídos, nariz y boca» decidieron aplicarle «… intubación oro traqueal, sonda nasogástrica, sonda de Foley y monitor cardíaco».

Mientras tanto, Esperanza, su madre, no se cansaba de repetir:

«Dame una prueba… ¡Sálvame a este hijo! Y tú, madre mía, escucha a Juan Diego».

El informe de los doctores Juan Homero Hernández Illescas, Horacio Martínez Romero y Francisco Baños Paz, que anteriormente habían estudiado su historial médico, fue:

Paciente del sexo masculino de veinte años de edad, B. S. J. J. como antecedentes de importancia tuvo desarrollo y crecimiento normal hasta los diecisiete años, en que se hizo adicto a drogas, primero con marihuana en abundante cantidad. Después estuvo en Estados Unidos, donde fue sometido a tratamiento de desintoxicación. Ha ingerido Biperiden, Trifluoperazina, Perfenazina y Flunitrazepan, y manejado por psiquiatría se le estableció el diagnóstico de esquizofrenia a partir de 1988 —no era muy halagüeño—. Fractura de base de cráneo, por caída de cerca de diez metros de altura, que va de la órbita derecha, atraviesa el clivus y llega al peñasco izquierdo, sin lesión de columna cervical. Y su pronóstico no dejaba lugar a la duda de lo que en próximas horas estaba por llegar: Muerte inmediata, coma profundo, hematoma subdural, meningitis, cuadriplejia y severas lesiones de pares craneales.

Pero a los tres días, mientras en la televisión retransmitían la beatificación del indio Juan Diego, llevada a cabo por el Papa, de forma inexplicable Juan José se recuperaba completamente.

La caída no había dejado secuelas ni psíquicas ni neurológicas y una semana más tarde era dado de alta.

Los galenos no se podían creer tan pronta recuperación y cuando se les preguntaba sobre casos similares, aseguraban:

No los hay, ya que estos accidentes son por necesidad mortales.

Los casos que recientemente se han encontrado, al no morir instantáneamente, permanecieron con muy severas lesiones invalidantes, definitivas y múltiples de pares craneales.

Debido a que se reporta un accidente por caída importante y traumatismo con fracturas de base de cráneo, se concluye, desde el punto de vista médico, que es verdaderamente inexplicable que no haya fallecido instantáneamente, que no haya habido fractura de columna cervical, lesiones de tallo cerebral, médula espinal, ni centrales de pares craneales. Con la ruptura del odontoides encontrada después, no es posible que no hubiera muerte inmediata o cuadriplejia.

El lector se preguntará a qué viene que les relate esta historia con tantos y tan complejos términos médicos, aunque creo que son necesarios para entender los hechos. Pues bien, gracias a este «milagro» el próximo 30 de julio de 2002 se llevará a cabo la polémica santificación, como más tarde veremos, del indio Juan Diego, al cual un remoto día de 1531 se le apareció «la Virgen» en el monte de Tepeyac.

El informe anteriormente citado ha sido revisado por decenas de expertos y peritos, que incluso han calculado las probabilidades de la caída:

Cerca de diez metros de caída libre, 70 kg aproximados de peso y de 50 a 100 milisegundos de duración del impacto, permiten afirmar que la columna cervical recibió de una y media a dos toneladas de peso.

La conclusión ha sido que se trata de un caso «inexplicable», ya que la muerte debería haber sido instantánea.

Un poco de historia

Nican Mopohua, motecpana in quenin yancuican hueytlamahuizoltica mone-xiti in cenquizca ichpochtli sancta Maria Dios inantzin tocihuapillato-catzin, in oncan Tepeyacac, motenehua Guadalupe.

Aquí se cuenta, se ordena, como hace poco, milagrosamente, se apareció la perfecta Virgen Santa María Madre de Dios, Nuestra Reina, allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe.

El Nican Mopohua, obra de Antonio Valeriano, indígena culto y de gran prestigio, escrita en su lengua natal —el náhuatl—, es el primer texto hallado en el que se narra la historia de las apariciones de la Virgen a un humilde indio. Gracias a la traducción al castellano que el bachiller Luis Lasso de la Vega realizó en 1649, hoy podemos conocer los hechos tal y como acontecieron.

El 9 de diciembre de 1531 el honrado Juan Diego, tejedor de petates, caminaba cerca de un cerro conocido como Tepeyac cuando de repente oyó un «precioso cántico celestial» que le hizo acercarse para ver de dónde procedía. Pero la melodía cesó y escuchó una voz que le decía: «Juanita, Juan Dieguito». Como guiado por ella subió hasta lo alto de la loma y allí pudo contemplar una señora «de sobrehumana grandeza cuya vestidura era radiante como el sol», que estaba de pie y le invitaba a acercarse. Tal y como relata el legajo, a partir de ese momento mantuvieron una conversación que paso a transcribir:

—Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿adónde vas?

—Mi Señora y Reina mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a seguir las cosas divinas que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de nuestro Señor.

—Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios […]. Deseo que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor […] ve al palacio del obispo de México, y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo mucho que deseo que aquí, en el llano, me edifique un templo; le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo que has oído.

Juan Diego marchó hasta la morada del entonces obispo español fray Juan de Zumárraga y le transmitió el mensaje que la «Señora» le había dado. Pero, como era comprensible, el religioso no le creyó.

Atormentado por no poder cumplir la orden celestial, volvió al cerro y le dijo a la «Señora», que ya le esperaba:

Entré adonde es el asiento del prelado, le vi y le expuse tu mensaje, así como me advertiste. Me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no lo tuvo por cierto.

Pero la «Virgen» no se rindió y le alentó a que volviera a intentar a convencer a Zumárraga de lo que estaba siendo testigo, y al día siguiente así lo hizo. En esta ocasión y cada vez más convencido de que el indio está perturbado, el prelado le pidió una prueba que le hiciera creer en su relato. Por tercera vez se encontró con «Ella» en el mismo lugar, y esta le dijo:

Bien está hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará.

Mas al día siguiente, debido a la grave enfermedad que mantenía a su tío Juan Bernardino en cama, no pudo acudir a la cita. Ya de madrugada y temiéndose lo peor, se encaminó a Tlatilolco en busca de un sacerdote que diera la extremaunción a su pariente, pero al pasar por la colina allí estaba la «Señora del cielo», que le espetó;

No te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora en ella; está seguro que ya sanó. Sube a la cumbre del cerrillo y hallarás diferentes flores, córtalas, júntalas, recógelas; enseguida baja y tráelas a mi presencia.

Asombrado, se encontró que el rocoso suelo estaba lleno de rosas de Castilla, una flor que no se daba durante el invierno y menos en aquel infértil terreno. Tal y como le habían ordenado las recolectó, guardándoselas en su tilma —manta de algodón que llevaban los hombres del campo a modo de capa en México— y se las presentó:

Esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ellas mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Rigurosamente te ordeno que solo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas.

Durante mucho rato estuvo esperando ser recibido, mientras soportaba las burlas de los criados del prelado. Cuando este se dignó a recibirlo, el indito abrió la capa donde portaba las flores y:

… se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en su manta blanca y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyacac, que se nombra Guadalupe […]. El señor obispo, con lágrimas de tristeza, oró y le pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso en pie, desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del cielo. Luego la llevó y fue a ponerla a su oratorio.

Al día siguiente, tras comprobar que su tío efectivamente había sanado y asegurarle este que también había recibido la visita de la «Señora», comenzaron a construir el templo que hoy día se erige en el monte de las apariciones.

Una tela incorruptible

La tilma, o también llamado ayate, donde inexplicablemente quedó impresa la imagen de la Virgen de Guadalupe, consta de dos lienzos fabricados con fibra de maguey —planta de las que se sacaba una fibra textil con las que las clases menos pudientes fabricaban sus ropajes—. Consta de dos lienzos que miden en la actualidad, aproximadamente, 1,66 m de largo por 1,05 de ancho. En el centro se puede distinguir una costura de hilo del mismo origen que los mantiene unidos.

El 1936, el químico alemán y Premio Nobel Ricardo Kuhn pudo estudiar dos de los hilos que fueron extraídos de la capa por el entonces abad de la basílica de Guadalupe, Felipe Cortés Mora.

El informe que el germano emitió, tras analizar las muestras, abrió el camino a los innumerables secretos que, como más tarde veremos, guardaba el lienzo: «En las dos fibras no existían colorantes vegetales, ni colorantes animales, ni colorantes minerales», es decir, no encontró restó alguno de pintura y, por supuesto, las sintéticas en aquella época ni habían sido inventadas. Las preguntas se sucedían: ¿Con qué material había sido dibujada la figura?

¿Cómo había quedado impresa en la tela? ¿Qué «mano» había realizado aquellos perfectos trazos?

No sería hasta el 7 de mayo de 1979, día en que los investigadores de la NASA Jody Brant Smith y Philip Serna Callagan pudieron estar cara a cara con la tilma y fotografiarla con carretes infrarrojos —muy utilizados por los expertos en arte para descubrir, entre otras cosas, los primigenios bocetos que los autores solían dibujar antes de comenzar a pintar la obra o su firma—, cuando se sabría que en ella sí había restos de pintura. Estaban seguros de que la imagen primitiva había sido retocada.

Khun no pudo descubrir esto en sus estudios, ya que tan solo había tenido acceso a dos simples hilos que, efectivamente, no contenían pintura. Pero Callagan y Smith, en un amplio informe, al que accedió el periodista Juan José Benítez y que hizo público en su libro El misterio de la Virgen de Guadalupe, fueron relatando, punto por punto, los arreglos que se habían añadido a la imagen, y llegaron a la conclusión de que:

  1. La figura original que comprende la túnica rosa, el manto azul, las manos y el rostro es INEXPLICABLE. Partiendo del examen llevado a cabo con los citados rayos infrarrojos, no hay manera de explicar ni el tipo de los pigmentos cromáticos, ni la permanencia de la luminosidad y brillantez de los colores tras cuatro siglos y medio […] tampoco existe decoloración ni agrietamiento de la figura original.
  2. Tras haberse formado la imagen original, en un determinado momento manos humanas añadieron el moño y la luna.
  3. Algún tiempo después […] fueron añadidas las decoraciones doradas y la línea negra, el ángel, el pliegue del manto, el resplandor, las estrellas y el fondo, tal vez durante el siglo XVII.

Más tarde se sabría que dichas mejoras fueron realizadas por el franciscano fray Miguel Sánchez, como él mismo indica en su obra Imagen de la Virgen María Madre de Dios, de Guadalupe, milagrosamente aparecida en la ciudad de México, celebrada en su historia, con la profecía doce del capítulo del Apocalipsis.

Pero aún quedaban muchas incógnitas por resolver: ¿Cómo es posible que después de cinco siglos siga indemne una «tela» vegetal que no suele durar más de veinte años? Y más sabiendo que durante los primeros 116 años estuvo expuesta a todo tipo de roces con estampitas, rosarios, exvotos, etc., al humo de las velas que los creyentes ponían a su alrededor, además de las inclemencias del tiempo.

No sería hasta 1647, momento en el que alguien envió desde España un cristal dividido en dos partes, que se empezaría a proteger la imagen. Incluso se llegaron a hacer dos copias, llevadas a cabo por Andrés López y Rafael Gutiérrez, utilizando los mismos materiales con que fue tejida la capa, y que a los pocos años ya sufrían un importante deterioro.

Pero el mantenimiento de la original tenía una «explicación», tal y como descubriría el doctor Sodi Pallares:

La última era refractaria al polvo, insectos y a la intensa humedad de aquellos parajes mexicanos.

A lo mejor el doctor se quedó corto, pues los hechos que se dieron a continuación, como veremos, hacen que pensemos que nos encontramos ante un material «mágico».

En 1791, mientras se limpiaba el marco de plata con que había sido adornada la imagen, el agua fuerte utilizada para el hecho se derramó sobre la esquina superior derecha de la tilma.

Pero en contra de las leyes naturales, por las que se tendría que haber producido un enorme boquete, el lienzo quedó ileso. Y no solo eso, sino que la ligera mancha amarillenta que se quedó marcada tras la caída del líquido con el tiempo ha ido desapareciendo.

Pero, ¿no tendría nada que ver que justo en el lugar donde se derramó el corrosivo líquido había pintura sintética, añadida, como hemos visto, siglos más tarde, que pudo aplacar la acción del mejunje?

El ayate tendría que pasar una segunda prueba de fuego. El 14 de diciembre de 1921 Luciano Pérez, obrero de profesión, dejó en el altar de la antigua basílica de Guadalupe, a pocos metros de la venerada imagen, un ramo de flores, como es acostumbrado entre los más de veinte millones de fieles que acuden anualmente a la basílica. Pero en esta peculiar ofrenda se escondía gran cantidad de dinamita. Una bomba, que a los pocos minutos provocó una fuerte explosión, acabando con todo lo que había a su alrededor e incluso con las ventanas de las viviendas cercanas. Pero, milagrosamente, la imagen volvió a salir indemne del atentado. El cristal que la protegía ni siquiera se resquebrajó.

«En los ojos de la Virgen hay un hombre barbado»

En 1929 Alfonso Marcué, fotógrafo oficial de la basílica de Guadalupe, hizo una serie de tomas de la imagen. Ya en su despacho, analizando con una lupa una de las fotografías del rostro de la Virgen, descubrió que dentro del ojo derecho se dibujaba la clara imagen de un hombre barbado. Después de darle muchas vueltas a su hallazgo, decidió dárselo a conocer a los religiosos mexicanos. Pero el abad Feliciano Cortés y Mora, como en muchas ocasiones ha hecho la iglesia —y a mi modo de entender de forma errónea—, le ordenó que guardara el secreto.

No sería hasta veintidós años más tarde cuando el dibujante José Carlos Salinas Chávez, tras muchas horas de estudio y sabedor de que en los ojos de la Virgen se escondía un gran secreto, hiciera público el revolucionario descubrimiento, y así lo dejó reflejado en una nota que se apresuró a escribir:

En el despacho 24 de las calles de Tacuba, número 58, siendo las 8:45 horas de la noche, del martes 29 de mayo de 1951, yo, José Carlos Salinas Chávez, vi por primera vez reflejada en la pupila del lado derecho de la Santísima Virgen de Guadalupe, la cabeza de Juan Diego y comprobándola también en el lado izquierdo, enseguida y minutos después la vio también el señor Luis Toral que se encontraba presente.

Firmamos de común acuerdo el presente testimonio, siendo las 9:20 de la noche del mismo día y año.

México D.F., mayo 29 de 1951.

J. Carlos Salinas,

Luis Toral González.

De nuevo la Iglesia fue informada, pero esta vez a Salinas se le permitió localizar en la tilma, sin el cristal protector, al hombre de la barba y realizar varias fotografías.

Por fin, en 1956, el oculista Javier Torroella Bueno realiza el primer informe médico que «explicaba» que la única forma lógica en la que se pudieron plasmar las enigmáticas imágenes que se encuentran en los ojos de la Virgen era mediante los reflejos de Sansom-Purkinje —leyes oftalmológicas desarrolladas por los científicos Pukinje y Samson, quienes demostraron que en las pupilas se reflejan las imágenes que se están contemplando un poco deformadas, en tres posiciones, de fuera hacia dentro.

Y al abrir el ayate quedó milagrosamente impresa la figura.

Ese mismo año el oftalmólogo Rafael Torija Lavoignet volvió a confirmar que allí se hallaba un busto humano.

Pero en aquellas pupilas había más efigies que se habían escondido a los ojos de los primeros investigadores. Pero no a los del licenciado en ingeniería de sistemas ambientales por la Universidad de Cornell, José Aste Tonsmann, que en 1979, mediante un proceso de digitalización de imágenes, descubrió el reflejo de trece personas en los ojos de la Virgen Morena. El pequeño diámetro de las córneas, de 7 y 8 mm, y la ínfima medida de las figuras, 4 mm, hace imposible la posibilidad de que pudieran ser pintadas aun hoy en día con las técnicas más avanzadas.

Aste comenzó a investigar en fotografías de personas vivas para estudiar los reflejos de las pupilas y posteriormente pasó a hacerlo en fotografías tomadas de los ojos de la Virgen de Guadalupe, ampliándolas hasta alcanzar una escala 2.500 veces superior al tamaño normal, a través de procedimientos matemáticos y ópticos, y con la ayuda de computadoras y de programas avanzados de tratamiento fotográfico, como los usados por los satélites y por las sondas espaciales para retransmitir informaciones visivas. Gracias a estas técnicas, consiguió extraer las trece figuras que se reflejaron en las pupilas de ambos ojos de la Virgen en el momento de su impresión sobre la tilma de Juan Diego. La mayoría de estos personajes estaban presentes frente a Juan Diego, a excepción de la familia indígena que aparece en el centro de las pupilas, cuando este mostraba la prueba de que se le había aparecido la «Señora». Entre los personajes identificados aparecen un indio sentado, que mira hacia lo alto; el obispo como lo representó el pintor Miguel Cabrera, y su intérprete, un hombre más joven que podría ser Juan González; el perfil de un hombre anciano, con la barba blanca y calvo; un indio de rasgos marcados, con barba y bigote, que abre su propio manto ante el obispo, sin duda Juan Diego; una mujer de rostro oscuro, una sierva negra que estaba al servicio del obispo, y un hombre de rasgos españoles que mira pensativo acariciándose la barba con la mano.

Las conclusiones a las que llegó Tonsmann son:

En los ojos de la Virgen se encuentran reflejados los testigos del milagro guadalupano, el momento en que Juan Diego mostraba el ayate al obispo. Los ojos de la Virgen tienen así el reflejo que hubiera quedado impreso en los ojos de cualquier persona en esa posición. No ha sido pintada por la mano del hombre. Como Callagan y Smith han demostrado, la imagen cambia ligeramente de color según el ángulo de visión, un fenómeno que se conoce con el término de iridiscencia, una técnica que no se puede reproducir con manos humanas. El cómo se ha realizado algo así no es posible descifrarlo con métodos científicos. Hasta aquí llega la ciencia.

Polémica canonización

Como ya adelantaba al inicio del capítulo, la próxima canonización de Juan Diego ha dividido a la Iglesia en dos sectores:

Los que defienden a capa y espada la figura del indio y su encuentro con la Virgen, y los que afirman que históricamente no está probada la existencia del indígena y, por tanto, tampoco la aparición.

Pero vayamos por partes y sigamos la trayectoria de este proceso que ya dura varios siglos.

En 1666 se abrió por primera vez en la historia de la guadalupana un proceso jurídico, basándose en el relato que el bachiller Miguel Sánchez había publicado en 1648 para reconocer el fenómeno.

Un siglo más tarde, el papa Benedicto XIV retoma las peticiones de las autoridades eclesiásticas y civiles llegadas desde México y declara a la Virgen de Guadalupe como patrona de la Nueva España y de los dominios de la Corona española.

Pero el 18 de abril de 1798 se producirá la formal oposición, de manos del académico español Juan Bautista Muñoz, al acontecimiento guadalupano y al vidente, afirmando que carecía de fundamento histórico.

Ya en nuestro siglo, los pasos de Bautista Muñoz serían seguidos muy de cerca por el entonces abad de la basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg Prado, que puso en duda la existencia histórica de Juan Diego, considerándolo «un símbolo pero no un personaje real».

Así el 3 de diciembre del 2001, diecisiete días antes de que el papa Juan Pablo II presentara el decreto en el que se reconocía el milagro atribuido a Juan Diego, Schulenburg y Carlos Warnholtz, arcipreste del templo Manuel Olimón Velasco, reconocido historiador y catedrático de la Universidad Pontificia de México, y Esteban Martínez, ex director de la biblioteca de la basílica de Guadalupe, enviaron una misiva al secretario de Estado Vaticano, Ángelo Sodano, que más tarde y gracias a una filtración sería publicada por la revista italiana 30 Giorni, causando un gran revuelo en la Iglesia mexicana, donde se decía:

La existencia del indio Juan Diego no ha sido demostrada.

Podríamos obtener muchas firmas de eclesiásticos preparados, así como de laicos intelectuales que avalan esta carta, pero no queremos provocar un inútil escándalo, simplemente queremos evitar que disminuya la credibilidad de nuestra Iglesia.

Andrea Tornelli, ferviente creyente en las apariciones de Guadalupe, además de periodista y autor del reportaje que «levantó la liebre», aseguró que:

… el Vaticano acababa de hacer una investigación que confirmó la existencia de Juan Diego. Esas tesis del ex abad no son nuevas —en 1990, antes de que fuera beatificado Juan Diego, el religioso ya había mandado una carta al Vaticano proclamando su opinión contraria al fenómeno—. Justamente para disipar las dudas sobre la historicidad de Juan Diego, la Congregación para la Causa de los Santos realizó en 1998 esa investigación.

Se la encargó al sacerdote Fidel González […] que fue a México, habló con el cardenal de la ciudad y éste le dijo que fuera a donde quisiera e interrogara a quien quisiera. Y habló con todos, con los favorables a la aparición y con los antiaparicionistas.

Investigó en los archivos, donde encontró nuevos documentos —como el diario de la monja Ana de Cristo, de principios del siglo XVII, o el Códice Escalada, descubierto por un jesuita español que presenta el acta de defunción de Juan Diego, fechada en 1548, que lleva la firma de Antonio Valeriano, autor del Nican Mopouha— que hablaban sobre la aparición.

Trabajó con un equipo de estudiosos. Concluyó con un informe escrito que fue aprobado en la Congregación para la Causa de los Santos —y un libro, El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego, donde además colaboraron el postulador y vice postulador de la causa, Eduardo Chávez y José Luis Guerrero, respectivamente—. El ex abad dice cosas absurdas en su carta, como por ejemplo que la comisión del padre González vio la tilma con la imagen de la Virgen solo a través del cristal, por lo que ni siquiera la pudieron tocar. Pero es que monseñor Schulenburg, todavía hasta fines de 1998, era el único que tenía las llaves para poder acceder a la imagen […] estas personas que atacan a Juan Diego y a la Virgen de Guadalupe han vivido toda su vida a costa de la basílica. Y han vivido bien, como monseñor Schulenburg. Como decimos en Roma:

«Escupe en el plato donde ha comido».

Por su parte, el prior salió al paso de tales declaraciones asegurando:

Me permito protestar enérgicamente por la absoluta falsedad de la entrevista atribuida a mí en la revista 30 Giorni que se publica en Italia. Es lastimoso que haya mentes tan malévolas que propicien este tipo de campañas confusas que generan interpretaciones desorientadas.

Lo cierto es que desde las filas de la Iglesia mexicana, y en voz de los miles de creyentes, se pidió la renuncia de Schulenburg, y pocos días después éste presentaba su dimisión ante Norberto Rivera Carrera, arzobispo primado de México, que informó a través de un comunicado de prensa que había aceptado formalmente la renuncia a su cargo vitalicio:

…y le pedí por favor diera a conocer esta renuncia y su aceptación al venerable cabildo de Guadalupe y a todo el pueblo de Dios. La Santa Sede ha sido informada oportunamente de todo el procedimiento y ha mostrado su beneplácito.

Schulenburg declararía horas después de este comunicado:

Nadie me ha pedido mi renuncia al cargo. Es espontánea porque ha dependido totalmente de mí. Yo creo conveniente que a estas alturas de mi vida pueda dedicar una parte de mi actividad a algo muy personal, como por ejemplo a escribir mis memorias de todo lo que he vivido en este santuario […].

No somos eternos en ninguno de los cargos, no tiene sentido.

Por su parte, desde la Secretaría del Episcopado Mexicano, Ramón Godínez Flores explicó que el retiro del abad Schulenburg era por cuestiones de edad —el sacerdote es octogenario— y no por sus declaraciones.

Pero el clérigo sigue contando con el apoyo de antiaparicionistas como el doctor en antropología y académico de la Universidad Autónoma Metropolitana, Carlos Garma Navarro, que considera que:

…los argumentos que sostienen Schulenburg y el sacerdote Olimón en cuanto a que no existen referencias históricas sobre Juan Diego son para considerarse […] es sorprendente que el sacerdote haya tenido la valentía de sobreponer su oficio de historiador antes que el de religioso.

También aseguró que:

… desde el punto de vista histórico, los datos sobre el indio del Tepeyac aparecen décadas después del supuesto milagro, además de que no es mencionado por los cronistas de la época, incluyendo al obispo Zumárraga, quien en su autobiografía tampoco hace alusión a éste.

Haya o no existido Juan Diego, se hayan producido o no las apariciones, lo cierto es que la Virgen de Guadalupe sigue desafiando a la ciencia. Hoy por hoy no se han podido descubrir los secretos que hacen de este ayate una pieza única y sobrenatural.