3

Los incorruptibles

Verano de 2001, Palencia

Algo me decía que aquel día iba a ser especial. Palencia era mi destino. Mi objetivo, sacar alguna conclusión en torno a un misterioso Cristo yacente que las hermanas de clausura del convento de Santa Clara guardaban en su pequeña y coqueta iglesia. Al entrar al templo, donde varias personas rezaban, mi vista se dirigió hacia una diminuta capilla que había en el ala derecha. Tres filas de bancos y muchas velas encendidas se reunían en torno a una urna de cristal. Allí, enrejado, se hallaba lo que para muchos es la momia de Palencia y para otros una perfecta talla de madera. Tal vez demasiado perfecta para haber sido hecha por la mano del hombre.

Durante varios minutos pude contemplarla y me llamó la atención un hecho. En sus pies se podía observar cómo una gruesa capa de madera intentaba cubrir éstos, pero debajo del madero surgían lo que a mi entender eran otros humanos con sus respectivas uñas. En la cara peluda había algo que no encajaba:

La barba aparecía extrañamente pegada, no surgía de poro alguno y en su rostro volvían a aparecer los retoques de la madera.

El abultamiento de sus pechos, su corta estatura, sus pequeñas y finas manos, además del faldón que cubría sus partes púdicas, provocaron en mí aún más dudas.

Todo era un misterio en torno a ella, hasta la forma en que fue hallada una noche del año 1377.

Diego Alonso Enríquez, almirante de Castilla y capitán general de la Armada española, vio que algo muy luminoso flotaba a pocos metros de su navío y decidió poner rumbo a él. Según las crónicas registradas en un pasaje titulado Hallazgo de la milagrosa imagen:

El almirante abordó su navío para examinar aquella novedad con apariencia de fantasma. No era fuego fatuo […] y despreciando los riesgos halló esta imagen en una caja de cristal, cuya fragilidad servía de fuerte muro contra los golpes de las aguas…

El Cristo fue trasladado a Palencia, donde acudieron miles de fieles ante tan prodigioso hecho, incluido el rey Felipe II que, admirado, espetó:

Si no tuviera fe creyera que este era el mismo cuerpo de Cristo que había padecido a arbitrio de la malicia, pero sé y creo que resucitó y esta es su imagen, pero tan parecida que estando difunto le retrata al vivo.

Me encaminé hacia el torno por donde las hermanas clarisas atienden a sus fieles, con la intención de conocer su opinión. Golpeé el grueso pomo en dos ocasiones y una voz dulce y cálida salió desde la otra parte del cilindro que nos separaba.

—Dime, hija, ¿en qué te puedo ayudar?

—He venido desde Madrid para ver el Cristo que guardan en su iglesia y quería hacerle unas preguntas, si no la importa.

—Si te puedo ayudar…

—Hay gente que dice que este Cristo es una momia y que incluso le crecen las uñas y el pelo…

—Sí, eso dicen. Y que nosotras se las cortamos. Pero no es así. Es una talla de madera. No se conoce el autor.

—Y ¿es cierto que ha realizado grandes milagros?

—Mira, llevo aquí desde mil novecientos setenta y cuatro y he visto varios milagros en torno a él. Incluso el del padre de una hermana de la congregación que tenía cáncer y fue curado.

—Me he intentado documentar y hay muy poco escrito sobre él…

—Sí. Nosotras hemos editado un pequeño librito […]. Míralo.

—Gracias. ¿Cuánto le debo?

—La voluntad.

—Muchas gracias, madre.

—Toma estas estampas con su imagen, llevan una oración. Dios te bendiga, hija.

Salí del convento mirando detenidamente las fotografías que la amable monja me había dado e intercambiando impresiones con el periodista Iker Jiménez, que me acompañaba.

—Una limosna, por caridad.

Estas palabras nos sacaron de nuestro ensimismamiento. Levantamos los ojos y vimos a una vieja mendiga que se acercaba a nuestro encuentro.

—Saben que dentro de esta iglesia hay un Cristo muy milagroso […]. Le crecen las uñas y el pelo… —nos espetó la mujer, que parecía tener alguna enfermedad cutánea, pues mostraba terribles heridas en su rostro.

Saqué unas monedas del bolso y se las entregué.

—¡Es nuestro Señor hecho carne verdadera y está aquí […] para un día resucitar! —Escuchamos mientras nos alejábamos.

Perplejos aún por cómo nos había abordado aquella mujer y casi instintivamente, nos volvimos…, pero aquella señora ya no estaba allí. Parecía como si se la hubiera tragado la tierra. Pensamos que si esto lo contábamos algún día, nadie se lo creería —cosa que tampoco me quita el sueño—. Pero lo cierto es que fuimos testigos los dos de algo poco común.

Hojeando las páginas del librito que me habían facilitado en el convento, El real monasterio de Santa Clara de Patencia y su historia, encontré un párrafo que considero de suma importancia:

[…] Se ignora la materia de la que está formado esta sagrada imagen, pero el misterio es bien patente a los ojos […]. No ha podido el arte, acompañado del mayor poder, pintar o retratar la Imagen…

Más tarde, en la Primera parte de la Crónica de la Santa Provincia, Legajos 340.49 lib, cap 8. Valladolid, PP. Franciscanos, año 1676, leí algo que acabó de descolocarme:

Una maravilla experimentaron, año 1666, las religiosas que al presente viven en este monasterio, en el semblante de esta soberana imagen y en todo su sacratísimo cuerpo que las causa gran temor reverencial. Tenía su majestad las manos juntas y metidos los dedos de una en otra; y de repente se desencajaron, apartaron los brazos y se tendieron a los lados. El cuerpo se inclinó a un lado y el rostro apareció terrible y espantoso…

¿Momia o talla de madera? Lo cierto es que hasta que no accedan a realizar un examen exhaustivo del «cuerpo» nunca lo sabremos.

Primeros indicios de momificación

… con un gancho de hierro, extraen el cerebro por las fosas nasales. Luego con una afilada piedra de Etiopía sacan, mediante una incisión longitudinal practicada en el costado, todo el intestino, que limpian y enjuagan con vino de palma, y que vuelven a enjuagar posteriormente con sustancias aromáticas molidas. Después llenan la cavidad abdominal de mirra pura molida, de canela y de otras sustancias aromáticas, salvo incienso, y cosen la incisión. Tras esta operación, salan al cadáver cubriéndolo con natrón durante setenta días, y, una vez transcurridos los setenta días, lo lavan y fajan todo su cuerpo con vendas de cárbaso finamente cortadas, que por su reverso se untan con goma.

(HERODOTO, Nueve libros de la Historia, libro II, 86).

En el año 4000 antes de Cristo los egipcios, grandes conocedores de la anatomía humana y del uso de hierbas y especias, comenzaron a manipular los cadáveres de sus faraones y mandatarios con la intención de que se conservaran incólumes para su futura vida en el Más Allá. La momificación —todo aquel cadáver que, natural o artificialmente, se deseca con el transcurso del tiempo sin entrar en putrefacción— se convirtió en un arte durante el reinado de la IV Dinastía, y el natrón —sal blanca, translúcida y cristalizable que más tarde se utilizaría en las fábricas de jabón, vidrio y tintes— era el condimento ideal para que los cuerpos se desecaran.

Pero lo que muchos lectores no sabrán es que ocho mil años antes de Cristo, en Chinchorro (Chile), ya se llevaba a cabo la conservación artificial de los muertos. El investigador Max Hule fue el primero en hallar, en 1917, dichas momias y en averiguar que en esta cultura los fallecidos eran descuerados, descarnados, eviscerados y desecados con fuego y cenizas calientes.

Su interior era rellenado con arcilla, fibra vegetal y ceniza, y al final del proceso se les volvía a «vestir» con su piel colocando palos longitudinales entre la dermis y el hueso para así reforzar el cuerpo.

Pero también la naturaleza nos sigue sorprendiendo con su forma de actuar. Las momias naturales —aquellas que no han sufrido ningún tipo de manipulación artificial— son relativamente comunes en todos los países. Muchas veces no se comprende cómo han llegado a tales estados, pero científicamente tiene una explicación. Normalmente los cuerpos son enterrados en atmósferas secas, lo que contribuye a una mejor conservación, ya que la humedad es el primer enemigo de la momificación.

Al estar en lugares cálidos, se produce la evaporación de los fluidos que interrumpe la putrefacción de los órganos internos y además provoca que la dermis se arrugue considerablemente.

Por el contrario, el aire frío y seco y el hielo también son circunstancias que favorecen al acartonamiento; la congelación posibilita el bloqueo de los fenómenos de degradación y pudrimiento de los cadáveres, lo que les otorga a estos cuerpos una extraordinaria conservación, casi como si hubieran fallecido recientemente.

Muestras de ello son el llamado Hombre de Hielo, el Príncipe del Plomo, hallado en Chile, y las Doncellas del Llullaillaco (Argentina), que se encuentran liofilizadas.

Pero la misteriosa incorrupción es un fenómeno que no cuenta con factores naturales que lo favorezcan, ni con la ayuda de la mano del hombre, ¿o sí?

¿Por qué son desenterrados los santos?

Los cuerpos de los religiosos, que son los que normalmente se hallan incorruptos, no son exhumados para comprobar que no se han visto afectados por el paso de los años sino para demostrar que el cadáver pertenece a la persona que se pretende santificar. Pero para llegar a conseguir ese «título» se tienen que llevar a cabo numerosas investigaciones en torno al personaje.

Son los creyentes los que comienzan este proceso y dan a conocer su vida, obra y milagros. Más tarde la Congregación para la Causa de los Santos será la encargada de estudiar minuciosamente todos los escritos del futuro beatificado: si sufrió martirio o no en su muerte, los milagros que se produjeron en torno a su persona, su tumba y sus reliquias e incluso los testimonios de las personas sobre las que se obró el presunto milagro.

A diferencia de otras Iglesias, como la rusa ortodoxa, la católica romana no considera un cuerpo incorrupto como señal inequívoca de santidad, aunque sí ayuda en la causa de esta y acelera su canonización, ya que la incorrupción al no tener una explicación médica, se considera sobrenatural y por tanto milagrosa.

En el siglo XIX el padre Herbert Thurston realizó un trabajo, El fenómeno físico del misticismo, donde describía seis fenómenos asociados a la incorruptibilidad de los santos:

Ausencia de putrefacción, emisión de sangre por heridas sufridas en martirio o estigmas mucho después de la muerte, mantenimiento de la temperatura, ausencia de rigidez cadavérica, emisión de una fragancia persistente y, en casos muy raros, movimientos rituales de los miembros que se prolongan después del deceso. Revelación del lugar secreto u olvidado de enterramiento del santo por medio de hechos fuera de lo común, visiones o sueños.

Estas revelaciones han ocurrido en casos como el de Santa Cecilia, que según el papa Pascual I desveló dónde estaba enterrada. Efectivamente, su cuerpo fue hallado en la catacumba de San Calixto, lugar en que fue sepultada en el año 177. Tras agonizar durante tres días en su casa después de ser degollada. En 1599 su sepulcro fue abierto encontrando a la santa incorrupta y con la herida aún fresca. También las heridas de San Andrés de Bobola, religioso polaco que fue apresado y fuertemente torturado se mostraban recientes y su cuerpo en perfecto estado, mientras que otros muchos cadáveres que se encontraban en el mismo nicho habían quedado reducidos a cenizas. Podemos leerlo en su biografía:

… le azotan de pies a cabeza, le echan al cuello una soga, y sujetándola a la silla de dos caballos, los lanzan a correr. Después le queman todo el cuerpo con antorchas encendidas; en odio al orden sacerdotal, le desuellan la corona y las manos; le hincan astillas entre las uñas de las manos y de los pies; le cortan la nariz, las orejas, los labios; y abriéndole el cuello por detrás, le arrancan la lengua. Por fin, le atraviesan el corazón con una lanza y le acribillan con las espadas todo el cuerpo, hasta que el invicto mártir expira.

Durante el pontificado del actual papa, Juan Pablo II, la Iglesia ha canonizado —declarar que una persona es digna de culto universal— y beatificado más que en ningún otro mandato. En la actualidad hay repartidos por todo el mundo más de diez mil santos cristianos.

¿Por qué los incorruptos son siempre santos?

El primer documento que hace referencia a un cuerpo incorrupto es el escrito por Eugippius que hablaba acerca del cuerpo de San Severino, el cual fue hallado incorrupto en el año 490, seis años después de su muerte. Pero será a partir del siglo XVI cuando verdaderamente se comience a hablar de este fenómeno que sigue desafiando a la ciencia.

El cuerpo de Santa Teresa Margaret, aunque murió de gangrena, se mantiene incorrupto.

Los incorruptos, al contrario que las momias, no se muestran rígidos, ni su piel está seca y arrugada, es más, aparecen humedecidos y sus músculos se muestran flexibles.

Como todos habrán pensado, los lugares donde han sido sepultados podrían tener algo que ver al hablar de dicho fenómeno. Pero no es así. Normalmente los cuerpos de aquellas personas que se consideran santas por una serie de hechos y milagros logrados durante su vida, son enterrados en las iglesias y sótanos de éstas, lugares donde hay gran humedad, la cual ayuda a la putrefacción de la carne.

Las condiciones medioambientales no siguieron su curso en el cuerpo de Santa Teresa de Ávila, nombrada doctora de la Iglesia el 27 de diciembre de 1970 por el papa Pablo VI. Nueve meses después de su muerte en el convento de Alba de Tormes el día 4 de octubre de 1582 a las nueve de la noche se llevó a cabo la exhumación del cadáver y se pudo comprobar que la tapa del ataúd se había soltado y la tierra húmeda cubría el cuerpo de la religiosa. Sus ropajes estaban enmohecidos y sucios, pero ella permanecía intacta, como si la acabaran de dar sepultura.

A instancias del obispo de Ávila, Álvaro de Mendoza, el padre Gregorio Nacianceno, vicario provincial de Castilla, fue el encargado de dejar varias reliquias de la santa en Alba antes de ser trasladada a la capital, como cuentan las crónicas de la época:

Con el fin de dejar algún consuelo a la comunidad de Alba, por el tesoro que se llevaban, el dicho padre Gregorio, en cumplimiento de lo ordenado por el capítulo, cortó a la Madre el brazo izquierdo y se lo dejó a las religiosas (P. Silverio).

Pero ante las numerosas reclamaciones que se produjeron por parte de los creyentes, el papa Sixto V dio la orden de que el cuerpo se trasladara a su lugar originario:

El 23 de agosto [de 1586], como a las ocho de la mañana, ya estaba el santo cuerpo en las monjas de Alba. D. Jerónimo Manrique […] obispo que fue de Salamanca […] trajo médicos muy famosos […] los cuales viendo el dicho santo cuerpo incorrupto […] quisieron hacer experiencia de si el dicho santo cuerpo estaba embalsamado […] y entonces es cuando al dicho santo cuerpo le sacaron el corazón… (Catalina de San Ángelo, priora).

Mientras estudiaban el órgano se dieron cuenta de que éste mostraba la marca de la transverberación —vocablo que viene del latín transverberare, que quiere decir «traspasar de un golpe, hiriendo». Para los teólogos se trata de una experiencia mística en la que el corazón es traspasado por una espada causando una gran herida— y fue expuesto para ser venerado por los creyentes.

El corazón y el brazo se colocaron en sendos relicarios que se encuentran en el altar mayor del convento de Alba de Tormes, donde todos los años acuden cientos de visitantes.

Otro caso es el de San Charbel Makhlouf, que fue incluso enterrado sin ataúd y hallado flotando en el barro, cuatro meses después de su muerte. Lo insólito es que estaba perfectamente preservado y emitía un agradable olor, además de una especie de bálsamo que, según los creyentes, es extremadamente milagroso.

En otras ocasiones los féretros se han mantenido expuestos hasta cincuenta días, como en el caso de Margarita del Sagrado Corazón, para que así los fieles pudieran darle su último adiós.

Comprobándose, años más tarde, que no había pasado el tiempo por ellos.

Pero más excepcionales son, si cabe, casos como el de San Francisco Javier, San Juan de la Cruz o San Pascual Bailón. Antiguamente tanto los ataúdes como los cadáveres eran bañados en cal viva para facilitar el traslado de sus restos y prevenir infecciones.

Como ya sabrán, la cal actúa en pocos días desintegrando la carne y dejando los huesos completamente limpios.

El brazo incorrupto de San Francisco Javier, que se ha convertido en venerada reliquia.

Pero en estas ocasiones no fue así, la no corrupción de sus cadáveres no tenía explicación alguna.

Como anteriormente indicaba el padre Thurston, es común que estos extraños cuerpos desprendan un suave aroma —olor de santidad— e incluso destilen aceite o sangre. Cuando fueron desenterrados San Juan Damasceno, San Alberto Magno o San Juan de la Cruz —por nombrar algunos ejemplos— se pudo testificar que sus tumbas emanaban un grato perfume que permanecía durante largo tiempo en la estancia. Según los estudiosos que se encontraban en las exhumaciones este hecho no tenía explicación posible.

Otros, en cambio, exudan un insólito líquido que tiene la textura del aceite. De las manos y pies del beato Matías Nazzarei lleva fluyendo desde 1920 esta emulsión, que según muchos fieles tiene la capacidad de curar enfermedades. En cuanto a Santa Walburga, muerta en el año 779, su cuerpo se corrompió, pero sus huesos aún hoy en día exudan dicha misteriosa sustancia.

San Charbel Makhlouf, monje maronita muerto en 1898 en la ermita de San Pedro y San Pablo del monasterio de san Marón, en Annaya (Líbano), fue enterrado sin ataúd como era costumbre.

Durante las semanas siguientes al entierro se observaron sobre su tumba unas extrañas luces, por lo que se ordena la apertura de su tumba cuarenta y cinco días después del sepelio hallándose el cadáver de Charbel intacto y flexible. Fue lavado y vestido con un sudario limpio, para posteriormente colocarlo en un ataúd de madera que fue trasladado a la capilla del monasterio.

Poco después, el cuerpo comenzó a exudar un líquido oleoso que «olía a sangre fresca y tenía la apariencia de una mezcla de sangre fresca y sudor». La exudación era tan cuantiosa que se le debía mudar el sudario al menos dos veces por semana. Los ropajes manchados fueron cortados en trozos y repartidos como reliquias, a las que se les atribuyeron milagrosas curaciones.

San Charbel permaneció en la capilla hasta 1927, año en que fue examinado rigurosamente por médicos y prelados que no encontraron explicación alguna a su estado y así lo reflejaron por escrito. A continuación, el cuerpo fue colocado en un ataúd de cinc y éste fue emparedado en un muro del monasterio.

Treinta años más tarde, los peregrinos notaron que la pared estaba manchada de sangre, por lo que se realizó una nueva exhumación, descubriendo que el cuerpo estaba intacto y seguía exudando el misterioso líquido. Desde entonces, la tumba del santo es abierta anualmente para reemplazarle el sudario y extraer el misterioso líquido, que se reparte con fines curativos.

Referente a la emanación de la sangre en los cuerpos incorruptos, podemos poner como ejemplo a San Hugo de Lincoln, al que ochenta años después de su fallecimiento se le separó la cabeza del cuello produciéndose una hemorragia. En el caso de San Bernadino de Siena fue la nariz la que inexplicablemente comenzó a sangrar. San Nicolás de Tolentino, al que se le separaron los brazos y de ellos comenzó a manar un flujo de sangre, hecho que se volvió a repetir durante cuatrocientos años y que fue aceptado como milagroso por el papa Benedicto XIV.

La ciencia ante fraudes eclesiásticos

Durante los últimos quince años, el Vaticano ha decidido estudiar con mayor detenimiento los cuerpos de los personajes que presumiblemente no habían sufrido la corrupción. Así vienen contando con la experiencia de patólogos, químicos y radiólogos para que analicen minuciosamente algunas de estas reliquias. Según se muestra en el libro The Mummy Congress: Science, Obsesión, and the Everlasting Dead, de Brezo Pringle, hasta el momento se han examinado unas dos docenas de santos y beatos, que han demostrado que no todos ellos estaban inexplicablemente incorruptos.

Ezio Fulcheri, patólogo de la Universidad de Génova y uno de los mayores entendidos en este fenómeno, declaró:

Es algo inexplicable, un acontecimiento especial que puede ocurrir de formas diferentes. Las causas pueden parecer misteriosas, pero no hay que excluir raros procesos naturales.

Fulcheri fue requerido en 1986 por monseñor Gianfranco Noli, inspector del Museo Egipcio Vaticano y consultor de la Congregación para la Causa de los Santos, para llevar a cabo, junto a él, un estudio sobre el cuerpo del cardenal ucraniano Josef Slipyj.

El cuerpo fue desenterrado de su cripta en la iglesia de Santa Sophía de Roma, donde dos años antes había sido sepultado y al abrir el ataúd observaron que estaba incorrupto pero había comenzado a oscurecerse. Tras eliminar el cerebro y las partes internas, lo sumergieron en un baño químico durante cuatro meses.

Al cabo de este tiempo, se analizaron los tejidos y se comprobó que el proceso de descomposición celular se había ralentizado.

Después de algún tiempo, los estudiosos volvieron a coincidir, esta vez en el examen de Margarita de Cortona, fallecida en el siglo XIII y por cuyo cadáver parecía no haber hecho mella el tiempo. Se trasladaron hasta la catedral de dicha localidad, donde tras elevar el ataúd y proceder a su apertura comenzaron su estudio. Al levantarla las vestimentas pudieron comprobar que sobre sus piernas se describían dos largas incisiones, que habían sido suturadas con fuerte hilo negro, al igual que en su pecho y abdomen.

Como más tarde descubriría Fulcheri entre viejos legajos, los vecinos de Cortona pidieron a la Iglesia que la «santa» fuera embalsamada.

Según asegura el patólogo:

Se pensó que si Cristo, jefe de la Iglesia, había sido untado con aceites y embalsamado, ¿por qué con los santos no se iba a hacer lo mismo? Así, los cristianos comenzaron a impregnar los cuerpos de los santos de aceites aromáticos y a envolverlos en telas de lino, actos simples que ayudaron a la momificación de muchos de ellos.

Hay registros que aseguran que en el siglo XVII un cirujano italiano dejó escrita una lista que contenía las hierbas con las que él mismo había llevado a cabo el embalsamamiento de San Gregorio Barbarigo.

Desde el momento en que Fulcheri advirtió el engaño que durante tantos años se había mantenido en torno al cuerpo de Margarita, decidió desenmascarar todos los fraudes de cuerpos incorruptos. Así, descubrió que personajes tan venerados como Santa Clara de Montefalco, Santa Catalina y Santa Bernaditta de Siena o Santa Rita de Cascia habían sido manipulados. En el caso de Santa Clara de Montefalco que antes de expirar había advertido a las hermanas de su comunidad: «Si buscan la cruz de Cristo, tomad mi corazón; allí encontraran al señor que sufre», pudo comprobar que su corazón, ahora reliquia, había sido extraído. Las monjas lo estudiaron minuciosamente y consideraron que tres cálculos biliares eran el símbolo de la Santísima Trinidad.

Santa Bernadette de Lourdes, cuyo rostro fue cubierto por una capa de cera para evitar la decoloración.

También creyeron que en su órgano, dañado por una enfermedad cardiovascular, se encontraba plasmado el cuerpo de Cristo crucificado.

Pero no todos los casos de incorruptibles tienen una explicación, aunque sí es cierto que la mayoría de los que se muestran más perfectos han sido retocados para producir mayor impresión entre sus seguidores. Así Santa Bernardette Soubirous, la vidente de Lourdes que aseguró que en dieciocho ocasiones se le había aparecido la Virgen, fue exhumada en dos ocasiones. En la primera de ellas (1909), las hermanas del convento de Nevers lavaron su preservado rostro, la cambiaron de ropajes y la volvieron a inhumar. Diez años más tarde, se afirmó que debido al agua y jabón que se usó en su aseo en la anterior ocasión, su cara estaba «desteñida ligeramente», por lo que se ordenó que su rostro fuera recubierto con una capa de cera. Similares métodos fueron utilizados en otros santos y beatos, como los beatos Ana María Taigi, Catherine Laboure o San Juan Bosco.

El último incorrupto del que se ha tenido noticia ha sido el famoso Papa Bueno. ¡Un milagro!, gritaron los obreros que se encontraron con la faz de Juan XXIII al destapar la pesada tapa de mármol del sarcófago, la del ataúd de madera de olmo y un segundo ataúd de plomo sellado con las armas papales y atornillado que contenía desde hacía treinta y ocho años los restos del religioso.

Incorrupto —confirmó el perito—. Y así lo dejó reflejado:

Una vez levantado el lino que las cubría, las manos aparecieron enfundadas en guantes rojos y el anular derecho, adornado con el anillo pontifical; en las manos, el crucifijo y la mitra con la parte superior mirando hacia abajo. El rostro del beato, una vez liberado del paño que lo tapaba, se mostró íntegro, con los ojos cerrados y la boca ligeramente entreabierta, con los rasgos que recordaban inmediatamente la fisonomía familiar del venerado pontífice. La cabeza, con la papalina, descansa en un cojín rojo y el cuerpo, vestido con los paramentos pontificales rojos, muestra el palio sobre los hombros. Más abajo se nota el fanon [una capa de seda blanca que llevan solamente los papas] de rayas doradas, según la antigua usanza papal; se ve a continuación la casulla roja oscura bordada en oro, el manípulo y dos pequeñas túnicas. De las rodillas para abajo se nota una camisa de tul finísimo, debajo de la cual se transparente la vestidura papal blanca; los pies están calzados con calzaduras pontificales rojas bordadas en oro.

La costumbre vaticana es embalsamar el cuerpo del pontífice, menos cuando el Papa decide lo contrario antes de su fallecimiento.

La beata Ana María Taigii, cuyo rostro se ve claramente remodelado.

En caso de que se lleve a cabo la conservación, se extraen sus vísceras y son depositadas en unas urnas en la cripta de la iglesia de los Santos Vicente y Anastasio, donde reposan las entrañas desecadas de los papas desde Sixto V. A partir de Pío XII se empezó a practicar una nueva forma de preservación, el «embalsamamiento automático», un método desarrollado por el doctor Nuzzi, profesor de la Universidad de Nápoles, y que consiste en la osmosis aromática. Que, como el propio médico escribe, consiste:

En virtud de la ósmosis se hace penetrar sustancias químicas en estado de vapor a través de la piel […]. Pueden inducir en los tejidos ese estado de incorruptibilidad que en anatomía y en histología se conoce como fijación. El cuerpo, protegido del ambiente externo, se conserva indefinidamente.

Por su parte, la incorruptibilidad del Papa Bueno se ha producido gracias al ingenio del profesor Gennaro Goglia y un grupo de médicos que se encargaron de inyectar, en secreto, un líquido especial en las venas del difunto pontífice. El 3 de junio de 1963, tras fallecer el Papa de un cáncer de estómago, Goglia que entonces era especialista en anatomía en la Universidad Católica de Roma, fue convocado por el Vaticano. Debía mantener incólume el cuerpo del fallecido. Así el equipo de doctores se puso manos a la obra y elaboró una fórmula compuesta de nueve ingredientes: alcohol etílico, formalina, sulfato sódico y nitrato potásico, entre otras sustancias. Diez litros de esta receta fueron inyectados en sus venas. Para acabar la faena, una capa de cera embadurnó su rostro y manos.

Pero los cuerpos sobre los que no se ha encontrado rastro alguno de manipulación e incomprensiblemente se muestran indemnes al paso del tiempo, ¿cómo llegan a ese estado?, ¿cómo se produce su conservación?, ¿qué factores intervienen?, ¿divinos o terrenos?, ¿solo los santos están dotados de esa incorruptibilidad?

Sobre esta última cuestión sí que puedo asegurar que he tenido la oportunidad de observar el cadáver de una niña de pocos meses que fue enterrada en un pueblo de la provincia de Alicante y cuyo cuerpo, a pesar de morir tras una grave enfermedad, se mantenía inexplicablemente incorrupto. La familia, de la cual no estoy autorizada a dar su identidad, exhumó el cadáver para ser trasladado a un nuevo cementerio y se encontró ante lo imposible.